1

Sabía que Ranger se encontraba a mi lado porque veía brillar su pendiente bajo la luz de la luna. Todo lo demás -su camiseta, su chaleco, su cabello peinado hacia atrás y su Glock de 9 mm- era tan negro como la noche. Hasta el tono de su piel parecía oscurecerse. Ricardo Carlos Mañoso, el camaleón cubano-americano.

En cambio yo tenía los ojos azules y la tez blanca, fruto de una unión hungaroitaliana, y no estaba tan bien camuflada para actividades clandestinas nocturnas.

Estábamos a finales de octubre, y Trenton disfrutaba de los últimos coletazos del veranillo de San Martín. Ranger y yo nos hallábamos agachados detrás de unos arbustos de hortensias en la esquina de Paterson y Wycliff, y no disfrutábamos ni del veranillo, ni de nuestra mutua compañía, ni de nada. Llevábamos tres horas en aquella posición, y nuestro humor empezaba a resentirse.

Observábamos el 5023 de la calle Paterson, una casita rústica revestida de madera. Nos habían dicho que Kenny Mancuso visitaría a su novia, Julia Cenetta. Kenny Mancuso había sido detenido recientemente por disparar contra el encargado de una gasolinera (hasta ese momento su mejor amigo), hiriéndolo en la rodilla.

Mancuso había pagado su fianza por medio de la Compañía de Fianzas Vincent Plum, gracias a lo cual salió de la cárcel y se reinsertó en la sociedad civilizada. Una vez puesto en libertad desapareció, y tres días más tarde no se dignó comparecer en la vista preliminar. Vincent Plum no estaba contento.

Puesto que las pérdidas de Vincent Plum suponían ganancias para mí, tenía una visión más oportunista de la desaparición de Mancuso. Vincent Plum es mi primo y mi jefe. Trabajo para él como cazadora de fugitivos, es decir, devuelvo al sistema a los delincuentes que se han alejado del largo brazo de la ley. Devolver a Kenny me reportaría un diez por ciento de su fianza de cincuenta mil dólares. Una parte iría a Ranger por ayudarme y con el resto acabaría de pagar mi coche.

Ranger y yo formábamos una especie de sociedad. Ranger era un auténtico cazador de fugitivos, el número uno. Le pedí ayuda porque yo todavía estaba aprendiendo el oficio. Su participación era algo así como un polvo por compasión.

– No creo que aparezca -dijo Ranger.

Yo había hecho el trabajo de espionaje y estaba a la defensiva, pues temía que me hubiesen tomado el pelo.

– He hablado con Julia esta mañana y le he explicado que podían acusarla de complicidad.

– ¿Y por eso ha decidido cooperar?

– No exactamente. Ha decidido cooperar cuando le he dicho que antes del tiroteo Kenny había sido visto más de una vez en compañía de Denise Barkolowski.

Ranger sonrió en la oscuridad.

– ¿Has mentido?

– Aja.

– Estoy orgulloso de ti, nena.

No me sentía culpable por el engaño, ya que Kenny era escoria y de todos modos a Julia le convenía buscar a alguien mejor.

– Pues, por lo que parece -dijo Ranger-, Julia se lo ha pensado mejor, y en lugar de cosechar los frutos de la venganza, simplemente lo ha despedido. ¿Has averiguado dónde vive Kenny?

– Va de un lugar a otro. Julia no tiene un número de teléfono al que llamarlo. Dice que Kenny anda con pies de plomo.

– ¿Es su primer delito?

– Aja.

– Probablemente no lo atrae la idea de hospedarse entre rejas. Habrá oído hablar de las violaciones.

Guardamos silencio cuando se acercó una furgoneta. Era una Toyota flamante: oscura, tracción a las cuatro ruedas, matrícula provisional, antena adicional para teléfono móvil. La Toyota se aproximó a la casa y entró en el camino de acceso. El conductor se apeó y caminó hacia la puerta. Nos daba la espalda y la iluminación era escasa.

– ¿Qué crees? ¿Es Mancuso? -preguntó Ranger.

Desde esa distancia me resultaba imposible saberlo. La estatura y el peso correspondían con la descripción. Mancuso contaba veintiún años, medía un metro ochenta y cinco, pesaba ochenta kilos y tenía cabello castaño oscuro. Le habían dado de baja del ejército cuatro meses antes y estaba en buena forma. Yo tenía varias fotos de él sacadas cuando se pagó su fianza, pero de nada me servían desde aquel ángulo.

– Es posible, pero no lo juraría sin verle la cara.

La puerta se abrió, el hombre entro en la casa y la puerta se cerró.

– Podríamos llamar a la puerta con toda cortesía y preguntar si es él.

Asentí con la cabeza.

– Puede que funcione.

Nos levantamos y nos ajustamos el cinturón de la pistolera.

Yo vestía téjanos oscuros, jersey negro de cuello de cisne y manga larga, cazadora azul marino y zapatillas rojas. Tenía el cabello recogido en una coleta y cubierto con una gorra azul. En la pistolera de nailon negro llevaba mi Smith amp; Wesson del 38, modelo Especial, de cinco balas, y atrás, esposas y un pulverizador de gas para defensa personal.

Cruzamos el jardín y Ranger llamó a la puerta dando golpecitos con una linterna de cuarenta y cinco centímetros de largo y reflector de veinte centímetros de diámetro. Iluminaba bien y, según Ranger, era muy útil para golpear a alguien en la cabeza con ella. Por suerte, nunca he tenido que presenciar cómo una persona golpea a otra con un objeto contundente. Casi me desmayo al ver Reservoir Dogs y no me hacía ilusiones sobre mi capacidad para observar escenas sangrientas. Si alguna vez Ranger se veía obligado a usar la linterna para romperle la crisma a alguien en mi presencia, yo cerraría los ojos… y luego, quizá, cambiaría de profesión.

Como nadie contestó, me aparté y desenfundé el revólver, que era lo que se esperaba que hiciese como compañero de apoyo. Claro que en mi caso era un gesto bastante inútil. Iba a practicar religiosamente a la galería de tiro, pero la verdad es que soy absolutamente negada en lo que a artefactos mecánicos se refiere. Tengo un miedo irracional a las pistolas y casi siempre dejo mi pequeño S amp; W vacío para no destrozarme el pie si una bala se dispara accidentalmente. En la única ocasión en que tuve que disparar contra alguien, me encontraba tan nerviosa que olvidé sacar el revólver del bolso antes de apretar el gatillo. No me apetecía pasar otra vez por una experiencia similar.

Ranger volvió a llamar, esta vez con más fuerza.

– Agente de recuperación -gritó-. Abran la puerta.

Ahora sí que hubo respuesta. La puerta se abrió, pero quien apareció no fue Julia Cenetta ni Kenny Mancuso, sino Joe Morelli, detective del departamento de policía de Trenton.

Todos guardamos silencio por un momento, sorprendidos.

Finalmente, Ranger preguntó:

– ¿Eso que está en el camino de entrada es tu furgoneta?

– Pues sí -contestó Morelli-. Acabo de comprarla.

Ranger asintió con la cabeza.

– Bonita.

Morelli y yo proveníamos del barrio, un distrito de la ciudad habitado por trabajadores de clase media donde a los borrachos traumatizados todavía se les llamaba vagos y sólo los mariquitas se hacían cambiar el lubricante en Jiffy Lube. Morelli tenía larga experiencia en aprovecharse de mi ingenuidad. Recientemente yo había tenido la ocasión de ajustar cuentas con él, y ahora estábamos en período de evaluación, estudiándonos mutuamente con cautela.

Julia, que estaba detrás de Morelli, nos miraba.

– ¿Qué ha ocurrido? -le pregunté-. Creí que Kenny te visitaría esta noche.

– Yo también. Pero rara vez hace lo que dice que va a hacer.

– ¿Te ha telefoneado?

– Nada. Ni una llamada. Probablemente esté con Denise Barkolowski. ¿Por qué no lo averiguas por ti misma?

Ranger se mantuvo serio, pero yo sabía que reprimía una sonrisa.

– Me largo -dijo-. No me gusta mezclarme en estas desavenencias familiares.

– ¿Qué le ha pasado a tu cabello? -me preguntó Morelli.

– Está debajo de la gorra.

– Muy sexy.

Para él todo era sexy.

– Es tarde -declaró Julia-. Mañana he de ir a trabajar.

Consulté la hora. Eran las diez y media.

– Me avisarás si sabes algo de Kenny, ¿verdad?

– Sí, claro.

Morelli me siguió. Nos dirigimos hacia su furgoneta y por unos instantes la contemplamos en silencio, sumido cada uno en sus propios pensamientos. Su último coche había sido un jeep Cherokee. Había volado por los aires a causa de una bomba. Por suerte para él, Morelli no estaba dentro en ese momento.

– ¿Qué haces aquí? -pregunté.

– Lo mismo que tú. Busco a Kenny.

– No sabía que estuvieses en el negocio de las fianzas.

– La madre de Mancuso era una Morelli, y la familia me ha pedido que lo busque y hable con él antes de que se meta en más problemas.

– ¡Dios! ¿Estás diciéndome que eres pariente de Kenny Mancuso?

– Estoy emparentado con todo el mundo.

– Conmigo no.

– ¿Tienes alguna pista, aparte de Julia?

– Nada de importancia.

Tras reflexionar por unos segundos, dijo:

– Podríamos trabajar juntos en esto.

Enarqué una ceja. La última vez que había trabajado con Morelli había recibido un disparo en el culo.

– ¿Qué aportarías a la causa?

– La familia.

Tal vez Kenny fuese lo bastante estúpido como para buscar la ayuda de su familia.

– ¿Cómo sé que no me traicionarás? -pregunté, pues tenía la costumbre de hacerlo.

Su rostro, anguloso, era de esos que empiezan siendo guapo y adquieren carácter con los años. Una diminuta cicatriz le partía la ceja derecha, testimonio mudo de una existencia vivida con imprudencia. Contaba treinta y dos años, dos más que yo. Era soltero. Y buen poli. El jurado aún no había emitido juicio en cuanto a su calidad humana.

– Supongo que tendrás que confiar en mí.

Sonrió maliciosamente y se meció sobre los talones.

– Fantástico.

Abrió la puerta de la Toyota y nos invadió el aroma a coche nuevo. Se sentó al volante y encendió el motor.

– No creo que Kenny se presente tan tarde.

– Probablemente no. Julia vive con su madre, que es enfermera y trabaja en el turno de noche en el hospital Saint Francis. Llegará a casa en media hora y no me imagino a Kenny entrando tan campante estando la madre en casa.

Morelli asintió con la cabeza y se marchó. Cuando las luces traseras de la furgoneta desaparecieron en la distancia me dirigí hacia la esquina de la manzana donde había aparcado mi jeep Wrangler. Se lo compré a Skoogie Krienski, que lo había usado para entregar pizzas de la pizzería de Pino. Cuando el coche se calentaba, olía a pan caliente y salsa de tomate. Era un modelo Sahara, color beige de camuflaje. Muy útil en caso de que me diera por unirme a un convoy militar.

Probablemente Morelli tuviese razón y era demasiado tarde para que se presentara Kenny, pero pensé que no perdería nada quedándome un rato más, por si acaso. Subí la capota a fin de no ser tan visible y me dispuse a esperar. No era tan buena posición como detrás de los arbustos de hortensias, pero igualmente me servía. Si Kenny aparecía, llamaría a Ranger por mi teléfono móvil. No tenía intención de capturar sin ayuda a un tipo acusado de malherir a alguien.

Al cabo de diez minutos un pequeño turismo de tres puertas pasó por delante de la casa de los Cenetta. Me deslicé hacia abajo en el asiento y el coche siguió de largo. Unos minutos más tarde, regresó. Se detuvo frente a la casita rústica. El conductor tocó el claxon. Julia Cenetta salió corriendo y subió al asiento del copiloto.

Cuando se hallaban a media manzana de distancia, encendí el motor, pero antes de encender los faros aguardé a que doblaran. Nos encontrábamos en el límite del barrio, en una zona residencial de casas unifamiliares. No había tráfico, por lo que sería fácil para ellos observar si alguien los seguía, de modo que me mantuve a buena distancia. El turismo dobló en Hamilton y se dirigió hacia el este. Lo seguí, ahora más cerca, ya que estábamos en una calle más transitada. Me mantuve a esa distancia hasta que el coche se detuvo en un rincón oscuro del aparcamiento de un centro comercial.

A esa hora de la noche el aparcamiento sé hallaba vacío y no era lugar para que se detuviera en él una entrometida cazadora de fugitivos. Apagué las luces y aparqué silenciosamente en el extremo opuesto. Cogí unos prismáticos del asiento trasero y con ellos vigilé el coche.

De pronto, di un respingo, pues alguien llamó a mi portezuela.

Era Joe Morelli, encantado de haberme pillado por sorpresa y haberme dado un susto.

– Necesitas unos prismáticos de visión nocturna -comentó con tono afable-. No se puede ver nada a esta distancia en la oscuridad.

– No tengo unos prismáticos de visión nocturna y, por cierto, ¿qué haces aquí?

– Te he seguido. Supuse que esperarías un poco más por si Kenny llegaba. No eres muy buena en esto de hacer cumplir la ley, pero eres afortunada, y cuando te dan un caso te comportas como un perro hambriento al que le arrojan un hueso.

No me pareció una comparación halagadora, pero era certera.

– ¿Te entiendes bien con Kenny?

Morelli se encogió de hombros.

– No lo conozco muy bien.

– De modo que no querrías acercarte y saludarlos.

– Si no se tratase de Kenny, me disgustaría arruinarle la noche a Julia.

Miramos el vehículo, y aun cuando no teníamos prismáticos de visión nocturna nos dimos cuenta de que se balanceaba. Unos gruñidos y jadeos rítmicos atravesaron el aparcamiento vacío.

– ¡Diablos! -exclamó Morelli-. Si no aligeran un poco van a estropear los amortiguadores del coche.

El vehículo dejó de balancearse, el motor y los faros se encendieron.

– Vaya, no duró mucho – comenté.

Morelli rodeó mi vehículo y se sentó en el asiento del copiloto.

– Debieron de empezar en el camino. Espera a que llegue a la calle antes de encender las luces.

– Es una idea estupenda, pero no veo nada sin ellas.

– Estás en un aparcamiento, no creo que haya nada que obstruya el camino.

Puse en marcha el coche y avancé a paso de tortuga.

– Lo vas a perder. Acelera -dijo Morelli.

Aceleré a treinta kilómetros con los ojos entrecerrados para orientarme en la oscuridad.

Morelli dejó escapar un suspiro y pisé el acelerador a fondo.

De pronto se oyó un chirrido y perdí el control del Wrangler. Pisé el freno con fuerza, el coche se deslizó hacia la izquierda y se detuvo en un ángulo de treinta grados.

Morelli salió para investigar.

– Estás atascada en la acera. Da marcha atrás.

Me aparté lentamente de la acera, pero el vehículo seguía tirando hacia la izquierda. Morelli volvió a investigar, mientras yo farfullaba, maldecía y me reprochaba el haber hecho caso a aquel lunático.

– Qué pena. -Morelli se inclinó sobre la ventanilla abierta-. Al golpear contra el bordillo se ha doblado la llanta. ¿Tienes quien te lo arregle?

– Lo hiciste adrede. No querías que atrapara a tu asqueroso primo.

– Oye, cariño, no me eches la culpa sólo porque te equivocaste y te metiste donde no debías.

– Eres basura, Morelli. Basura.

– Más te vale ser buena conmigo -dijo con una sonrisa maliciosa-. Podría multarte por conducción temeraria.

Saqué el teléfono de mi bolso, furiosa, y llamé al taller de Al. Al y Ranger eran buenos amigos. De día, Al administraba un negocio perfectamente legal. Pero por las noches estaba segura de que se dedicaba a desguazar coches robados. No me importaba. Lo único que quería era que me arreglara la llanta.

Una hora después estaba nuevamente en camino. De nada servía tratar de seguir la pista de Kenny Mancuso. Debía de haberse marchado hacía tiempo. Me detuve en un pequeño supermercado que permanecía abierto toda la noche, compré medio litro de helado de café, de ese que obstruye las arterias, y me dirigí hacia mi casa.

Vivo en un edificio de apartamentos de tres pisos, a unos tres kilómetros de la casa de mis padres. La puerta de entrada da a una transitada calle llena de pequeños negocios; atrás, se extiende un ordenado barrio de casitas unifamiliares.

Mi apartamento se encuentra en la parte trasera, en el primer piso, y da al aparcamiento. Consta de un dormitorio, un baño, una pequeña cocina y una sala-comedor. Mi cuarto de baño parece salido de la serie de televisión La familia Partridge y, como mi situación financiera deja mucho que desear, el mobiliario puede describirse como ecléctico, término que usaría un esnob para decir que nada hace juego con nada.

La señora Bestler, que vive en el segundo piso, se hallaba en mi pasillo cuando salí del ascensor. La señora Bestler contaba ochenta y tres años y no dormía bien de noche, por lo que caminaba por los corredores.

– Hola, señora Bestler. ¿Cómo le va?

– No sirve de nada quejarse. Parece que has estado trabajando esta noche. ¿Has pillado algún criminal?

– No. Esta noche, no.

– Qué pena.

– Siempre queda mañana.

Abrí la puerta de mi apartamento y entré.

Rex, mi hámster, corría frenéticamente en su rueda. Lo saludé con un golpecito en la jaula y él se detuvo por un instante, movió el bigote, y una expresión de alerta apareció en sus grandes y brillantes ojos negros.

– Hola, Rex.

Rex no dijo nada. No sólo es pequeño, sino también silencioso.

Dejé caer mi bolso sobre la encimera de la cocina y saqué una cuchara del cajón de los cubiertos. Abrí una caja de helado y mientras comía escuché los mensajes en mi contestador automático.

Todos eran de mi madre. Al día siguiente prepararía pollo asado y yo tenía que ir a cenar a su casa. No debía retrasarme, porque el cuñado de Betty Szajack había muerto y la abuela Mazur quería llegar al velatorio a las siete.

La abuela Mazur lee las necrológicas como si fuesen la sección de ocio del periódico. Otros barrios cuentan con clubes y fraternidades, en el que viven mis padres hay funerarias. Si la gente dejara de morir, la vida social del barrio se detendría por completo.

Acabé el helado y metí la cuchara en el lavaplatos. Le di a Rex un poco de alimento para hámster y un grano de uva, y me fui a dormir.

Al despertar, la lluvia tamborileaba sobre la ventana de mi dormitorio y la anticuada escalera de incendios de hierro forjado que hace las veces de balcón. Por la noche, cuando estoy cómodamente acostada, el sonido de la lluvia me encanta. Por la mañana ocurre todo lo contrario.

Tenía que acosar a Julia Cenetta un poco más. Y debía investigar el coche que la había recogido la noche anterior. El teléfono sonó y cogí automáticamente el teléfono móvil sobre la mesita de noche, pensando que era muy temprano para recibir una llamada. Según el reloj digital eran las siete y cuarto.

Era Eddie Gazzara, mi amigo el poli.

– Buenos días. Es hora de ir a trabajar.

– ¿Se trata de una llamada de cortesía?

Gazzara y yo crecimos juntos, y ahora está casado con mi prima Shirley.

– Es una llamada informativa, y no fui yo quien la hizo. ¿Todavía estás buscando a Kenny Mancuso?

– Sí.

– El encargado de la gasolinera al que disparó en la rodilla murió esta mañana.

– ¿Qué pasó? -pregunté, irguiéndome en la cama.

– Otro disparo. Me lo contó Schmidty, que estaba de guardia cuando se recibió la llamada. Un cliente encontró al encargado, Moogey Bues, en la oficina de la gasolinera con un gran agujero en la cabeza.

– ¡Dios!

– Me ha parecido que podía interesarte. Quizá haya alguna relación y quizá no. Puede que Mancuso decidiera que no bastaba con disparar a su amigo en la rodilla y regresase para saltarle la tapa de los sesos.

– Te debo ésta.

– Nos vendría bien que hicieses de canguro el viernes próximo.

– No te debo tanto.

Eddie gruñó y colgó el auricular.

Me duché rápidamente, me sequé el cabello con el secador y me lo remetí bajo una gorra de los Rangers de Nueva York, con la visera hacia atrás. Llevaba téjanos Levis, de esos que tienen botones en lugar de cremallera, una camisa de franela roja sobre una camiseta negra y zapatos Doctor Martens en homenaje a la lluvia.

Tras una dura noche corriendo en su rueda, Rex dormía en su comedero, de modo que pasé frente a él de puntillas. Activé el contestador, cogí mi bolso y mi cazadora negra de cuero y cerré con llave al salir.

La gasolinera se encontraba en la calle Hamilton, no muy lejos de mi apartamento. De camino me detuve en un supermercado y compré un vaso grande de café y una caja de donuts cubiertos de chocolate. En mi opinión, si no tienes más remedio que respirar el aire de Nueva Jersey no tiene sentido ingerir siempre comida sana.

Había muchos polis y coches patrulla en la gasolinera; en el patio trasero, cerca de la puerta de la oficina, había una ambulancia. La lluvia había menguado hasta convertirse en llovizna. Aparqué a media manzana y me abrí paso entre los mirones, con mi café y mis donuts, buscando un rostro familiar.

La única cara conocida era la de Joe Morelli.

Me acerqué a él y le ofrecí un donut. Cogió uno y le dio un bocado de inmediato.

– ¿No has desayunado? -le pregunté.

– Me sacaron de la cama por esto.

– Creí que trabajabas con la brigada antivicio.

– Sí. Walt Becker está encargado de esto. Sabía que buscaba a Kenny y pensó que querría participar.

Ambos dimos cuenta de nuestro donut.

– Bien, ¿y qué pasó? -inquirí.

Un fotógrafo de la policía hacía su tarea en la oficina de la gasolinera. Dos enfermeros aguardaban para meter el cuerpo en una bolsa e irse.

Morelli observó todo aquello a través de la ventana.

– El médico forense calcula que la muerte ocurrió hacia las seis y media. Eso debe de ser cuando la víctima estaba abriendo. Al parecer alguien entró, tan campante, y le disparó. Tres tiros en la cara, de cerca. No hay indicios de robo. El cajón del dinero está intacto. Todavía no hay testigos.

– ¿Una ejecución?

– Eso parece.

– ¿Se hacían apuestas ilegales en esta gasolinera? ¿Tráfico de drogas?

– No que yo sepa.

– Tal vez fue algo personal. Tal vez estuviera tirándose a la esposa de alguien. Tal vez debiese dinero.

– Tal vez.

– Puede que Kenny volviera para silenciarlo.

– Puede -dijo Morelli sin mover un músculo.

– ¿Crees que Kenny haría algo así?

Se encogió de hombros.

– Es difícil saber qué sería capaz de hacer Kenny.

– ¿Has investigado el número de la matrícula del coche de anoche?

– Sí. Pertenece a mi primo Leo.

Enarqué una ceja.

– Es una familia larga -dijo-. Ya no me llevo bien con ellos.

– ¿Vas a hablar con Leo?

– En cuanto salga de aquí.

Tomé un sorbo del humeante café y observé que Morelli miraba fijamente la taza.

– Apuesto a que te gustaría un poco de café caliente.

– Mataría por ello.

– Te daré un poco si me dejas acompañarte cuando hables con Leo.

– Hecho.

Tomé un último sorbo y le entregué la taza.

– ¿Has ido a ver a Julia? -pregunté.

– Pasé por delante de su casa. Las luces estaban apagadas. No vi el coche. Podemos hablar con ella después de hablar con Leo.

El fotógrafo acabó y los enfermeros metieron el cadáver en la bolsa y lo subieron a una camilla. La camilla chirrió al rodar sobre el escalón de la puerta y la bolsa, con su peso muerto, se movió.

El donut me pesaba en el estómago. No conocía a la víctima, pero eso no impidió que sintiera su pérdida. Pena por delegación.

En la escena del crimen había dos detectives de homicidios. Sus impermeables les conferían un aspecto profesional. Debajo del impermeable llevaban traje y corbata. Morelli vestía una camiseta azul marino, téjanos, una americana de lana y zapatillas deportivas. Tenía el cabello húmedo a causa de la llovizna.

– No te pareces a los otros tipos. ¿Dónde está tu traje?

– ¿Alguna vez me has visto llevar traje? Parezco un jefe de sala de casino. Tengo permiso especial para no llevar nunca traje. -Sacó sus llaves del bolsillo y con una señal indicó a uno de los detectives que se iba. Éste asintió con la cabeza.

Morelli conducía un coche del ayuntamiento, un viejo sedán Fairlane marrón con una antena que salía del maletero y una muñequita hawaiana pegada a la ventanilla trasera. Daba la impresión de no poder alcanzar los cincuenta kilómetros en subida. Estaba abollado, oxidado y mugriento.

– ¿Alguna vez limpias este trasto?

– Nunca. Tengo miedo de ver lo que hay debajo de la mugre.

– A Trenton le gusta convertir en desafío eso de hacer cumplir la ley.

– Aja. Ño nos gustaría que fuese demasiado fácil, no resultaría divertido.

Leo Morelli vivía con sus padres en el barrio. Tenía la misma edad que Kenny y trabajaba en la Empresa Estatal de Autopistas, como su padre.

Había un coche azul y blanco aparcado en la entrada de vehículos y la familia al completo hablaba con un uniformado cuando nos detuvimos frente a la vivienda.

– Alguien robó el coche de Leo -dijo la señora Morelli-. ¿Puedes creerlo? ¿Adonde vamos a parar? Esto no ocurría antes en el barrio. Y ahora, ¡mira!

Eso no sucedía nunca en el barrio porque para la Mafia éste era una especie de colonia para jubilados. Años antes, cuando los disturbios de Trenton, a nadie se le ocurrió enviar un coche patrulla para proteger el barrio. Cada viejo combatiente y cada capo se hallaban en el desván buscando su metralleta.

– ¿Cuándo te diste cuenta de que había desaparecido? -preguntó Morelli.

– Esta mañana -contestó Leo-. Cuando salí para ir al trabajo. No estaba aquí.

– ¿Cuándo lo viste por última vez?

– Ayer a las seis de la tarde, cuando llegué del trabajo.

– ¿Cuándo fue la última vez que viste a Kenny?

Todos los miembros de la familia parpadearon.

– ¿Kenny? ¿Qué tiene que ver Kenny en esto? -inquirió la madre de Leo.

Morelli había vuelto a meterse las manos en los bolsillos.

– Es posible que Kenny necesitara un coche.

Nadie dijo nada.

– Así que, ¿cuándo fue la última vez que alguno de vosotros habló con Kenny? -repitió Morelli.

– Jesús! -exclamó el padre de Leo-. Dime que no le prestaste tu coche a ese estúpido cabrón.

– Me prometió que me lo devolvería enseguida. ¿Cómo iba a saberlo?

– Tienes mierda en lugar de cerebro -dijo el padre de Leo-. Eso tienes… mierda en lugar de cerebro.

Le explicamos a Leo que era cómplice de un delincuente y que a un juez eso tal vez no le agradase. Luego le explicamos que, si veía o recibía noticias de Kenny, debía darle el soplo a su primo Joe o a la buena amiga de Joe, Stephanie Plum.

– ¿Crees que nos llamará si tiene noticias de Kenny? -pregunté cuando nos hallamos solos en el Fairlane.

Morelli se detuvo en un semáforo.

– No. Creo que Leo le va a dar la paliza de su vida.

– Como todo buen Morelli.

– Algo así.

– Cosa de hombres.

– Sí, cosa de hombres.

– Y después de que le haya dado la paliza de su vida, ¿crees que nos llamará?

Morelli negó con la cabeza.

– No sabes gran cosa, ¿verdad?

– Sé mucho -dijo con una sonrisa.

– ¿Y ahora qué? -pregunté.

– Julia Cenetta.

Julia Cenetta trabajaba en la librería de la Univer sidad de Trenton. Primero fuimos a su casa. Nadie contestó, de modo que nos dirigimos hacia la universidad. El tráfico era fluido, pero todos los conductores se mantenían dentro del límite de velocidad. No hay nada como un coche camuflado de la policía para que la velocidad se reduzca al mínimo.

Morelli franqueó la puerta principal y condujo hasta el edificio de ladrillos y hormigón de un solo piso que albergaba la librería. Pasamos por delante de un estanque de patos, una extensión de césped y unos cuantos árboles que aún no habían sucumbido a las inclemencias del invierno. La lluvia arreció, y no parecía que fuese a parar en lo que restaba del día. Los estudiantes caminaban con la cabeza gacha, cubierta con la capucha del impermeable o la sudadera.

Morelli echó un vistazo al aparcamiento de la librería; sólo había lugar donde estacionar en el extremo más alejado. Sin vacilar, se detuvo junto al bordillo en una zona en que estaba prohibido aparcar.

– ¿Emergencia policial?

– Puedes apostar tu culito a que sí.

Julia se encontraba atendiendo la caja, pero nadie compraba nada, de modo que estaba apoyada contra el mostrador, quitándose el barniz de las uñas. Cuando nos vio, frunció el entrecejo.

– Parece un día aburrido -comentó Morelli.

Julia asintió con la cabeza.

– Es por la lluvia.

– ¿Has tenido noticias de Kenny?

Sus mejillas se sonrojaron.

– Lo vi anoche, en cierto modo -dijo, ruborizándose. Telefoneó justo después de que os marcharais, y luego vino a verme. Le dije que queríais hablar con él, que os llamara. Le di vuestra tarjeta con el número del busca y todo.

– ¿Crees que regresará esta noche?

– No. -Negó enfáticamente con la cabeza-. Dijo que no volvería. Dijo que tenía que permanecer escondido porque unas personas lo buscaban.

– ¿La policía?

– No, no creo que fuese la poli; pero no sé a quién se refería.

Morelli le dio otra tarjeta y le dijo con tono perentorio que lo llamase a cualquier hora del día o de la noche si tenía noticias de Kenny.

Me dio la impresión de que no podíamos esperar mucho de ella.

Salimos y, bajo la lluvia, nos dirigimos a toda prisa hacia el coche. Aparte de Morelli, el único indicio de que el Fairlane era de la policía lo constituía un aparato de radio sintonizado en la banda policial. Transmitía mensajes entre ruidos de estática. Yo tenía un aparato similar en mi jeep e intentaba aprender los códigos de la bofia. Como todos los polis que conocía, Morelli escuchaba inconscientemente y procesaba, de manera milagrosa, la incomprensible información.

Salió del recinto y no pude evitar preguntarle:

– ¿Ahora qué?

– Tú eres la que tiene olfato.

– Mi olfato no está sirviéndome de mucho esta mañana.

– De acuerdo, entonces veamos qué tenemos. ¿Qué sabemos acerca de Kenny?

De acuerdo con lo que habíamos presenciado la noche anterior, sabíamos que padecía de eyaculación precoz, pero no me pareció que a Morelli eso le interesara.

– Chico del barrio, estudios secundarios, se alistó en el ejército, del que salió hace cuatro meses. Todavía está en el paro, pero obviamente no le falta dinero. Por razones que no conocemos, decidió meterle una bala a su amigo Moogey Bues en la rodilla. Un poli fuera de servicio lo pilló in fraganti. No tenía historial delictivo y le concedieron la libertad bajo fianza, pero la violó y robó un coche.

– Te equivocas. Le prestaron un coche. Sólo que todavía no lo ha devuelto.

– ¿Crees que eso importa?

Morelli se detuvo en un semáforo en rojo.

– Puede que le ocurriese algo que lo obligara a cambiar de plan.

– Como cargarse a Moogey.

– Según Julia, Kenny tenía miedo porque alguien lo buscaba.

– ¿El padre de Leo?

– No estás tomándote esto en serio -se quejó Morelli.

– Me lo estoy tomando muy en serio. Ocurre, sencillamente, que no tengo muchas respuestas, y no veo que estés compartiendo tus pensamientos conmigo. Por ejemplo, ¿quién crees que anda buscando a Kenny?

– Cuando a Kenny y a Moogey los interrogaron acerca del tiroteo, ambos dijeron que fue por razones personales y se negaron a hablar de ello. Puede que estuvieran metidos en un negocio sucio.

– ¿Y qué?

– Y nada más. Eso creo.

Lo miré fijamente por un instante, tratando de decidir si me ocultaba algo. Era probable, pero no había manera de saberlo con certeza.

– De acuerdo. -Suspiré-. Tengo una lista de amigos de Kenny. Voy a investigarlos. -¿Dónde has conseguido esa lista?

– Información privilegiada.

– Allanaste su apartamento y robaste su libreta negra -dijo Morelli, con expresión de sentirse ofendido.

– No la robé. La copié.

– No quiero saberlo. -Echó un vistazo a mi bolso-. No llevas un arma oculta, ¿verdad?

– ¿Quién, yo?

– Mierda. Tengo que estar loco para trabajar contigo.

– ¡Fue idea tuya!

– ¿Quieres que te ayude con la lista?

– No -respondí. Habría sido como regalar un billete de lotería a un vecino y que ganara el gordo.

Morelli se detuvo detrás de mi jeep.

– Tengo que decirte algo antes de que te vayas.

– ¿Sí?

– Odio esos zapatos que llevas.

– ¿Algo más?

– Siento lo de tu llanta anoche.

Seguro que lo sentía.


A las cinco de la tarde tenía frío y estaba empapada, pero había terminado con la lista. Había combinado llamadas telefónicas con interrogatorios personales, y había sacado muy poco en claro. La mayoría era gente del barrio y conocía a Kenny de toda la vida. Nadie reconoció haber tenido contacto con él después de su detención, y yo no tenía por qué creer que mentían. Nadie sabía que Kenny y Moogey estuviesen metidos en negocios o tuvieran problemas personales. Varias personas hablaron del carácter inestable de Kenny y de su mentalidad oportunista. Eran comentarios interesantes, pero demasiado generales para que fuesen de utilidad. En algunas conversaciones hubo largas pausas que hicieron que me sintiese incómoda y me preguntase qué me ocultaban.

Como último esfuerzo del día había decidido registrar de nuevo el apartamento de Kenny. Dos días antes el encargado, creyendo sin duda que yo era una especie de representante de la ley, me había dejado entrar. Cogí subrepticiamente unas llaves de recambio mientras admiraba la cocina, y ahora podía entrar a hurtadillas cuando me apeteciera. No era demasiado legal, pero si me pillaban sólo supondría una pequeña molestia.

Kenny vivía cerca de la carretera 1 en un gran edificio de apartamentos llamado El Robledal. Como allí no se veía ningún roble, supuse que los habían talado para levantar el bloque de tres pisos que anunciaban como viviendas de lujo al alcance de todos.

Aparqué en un espacio libre y entrecerré los ojos para ver la entrada iluminada a través de la oscuridad y la lluvia. Esperé un momento, mientras una pareja bajaba de un salto de su coche y entraba corriendo en el edificio. Saqué del bolso de cuero negro las llaves de Kenny y mi pulverizador de gas nervioso y los metí en el bolsillo de mi chaqueta, y con la capucha de ésta me tapé el cabello húmedo. Bajé del jeep y sentí que el frío se filtraba a través de mis téjanos mojados. ¡Menudo veranillo de San Martín!

Crucé el vestíbulo con la cabeza gacha y todavía tapada con la capucha. Tuve suerte: el ascensor estaba vacío. Subí al segundo piso y recorrí apresuradamente el pasillo hasta el número 302. Agucé el oído. Nada. Llamé a la puerta. Volví a llamar. Nada. Metí la llave en la cerradura y, tratando de dominar los nervios, entré rápidamente y encendí las luces de inmediato. El apartamento parecía vacío. Eché un vistazo a todas la habitaciones y decidí que Kenny no había estado allí desde mi última visita. Comprobé su contestador. No había mensajes.

Antes de abandonar el apartamento, apliqué el oído a la puerta. Silencio. Apagué las luces, respiré hondo y salí. Resoplé, aliviada de haber terminado y de que nadie me hubiese visto.

Al llegar al vestíbulo me dirigí directamente hacia los buzones y examiné el de Kenny. Estaba repleto de correo; quizá me ayudase a encontrar a Kenny. Por desgracia, fisgar en el correo ajeno es un delito federal, y ya no digamos robarlo. Estaría mal, pensé. El correo es sagrado. Sí, pero, un momento, ¡tenía una llave! ¿Acaso no me daba eso derecho? Apreté la nariz contra la apertura y miré dentro. La factura de la compañía telefónica. No podía resistir la tentación. Demencia pasajera. Sí, señor, decidí que era presa de un ataque de demencia pasajera.

Tomé aire, metí la llave en la diminuta cerradura, abrí el buzón, cogí el correo y lo guardé en mi bolso negro. Cerré la pequeña puerta y me marché. Estaba sudando, quería llegar a mi coche antes de recuperar la cordura.

Загрузка...