5

Cuando salí de la gasolinera todavía era media tarde. Prácticamente lo único que había aprendido acerca de Sandeman era que me resultaba absolutamente repulsivo. No conseguía imaginar que en circunstancias normales Sandeman y Kenny fuesen amigos, pero ésas no eran circunstancias normales, y algo en Sandeman activó mi radar.

Meter las narices en su vida no se encontraba en mi lista de preferencias, pero me pareció que debía dedicarle cierto tiempo. Como mínimo podía echar una ojeada a su hogar dulce hogar para comprobar que Kenny no estuviese compartiendo el alquiler.

Conduje por Hamilton y encontré un espacio para aparcar a dos casas de la oficina de Vinnie. Cuando entré, Connie estaba yendo de un lado para otro de la oficina, cerrando violentamente los cajones de los archivadores y soltando tacos.

– Tu primo es pura mierda -me gritó-. Stronzo!

– ¿Qué ha hecho ahora?

– ¿Te acuerdas de la chica que acabamos de contratar para archivar?

– Sally, creo.

– Sí, Sally, La-que-se-sabía-el-alfabeto.

Miré alrededor.

Al parecer ha desaparecido. -Y que lo digas. Tu primo Vinnie la encontró a un ángulo de cuarenta y cinco grados frente al cajón de las «D» y trató de jugar a esconder la salchicha. -Por lo que veo, Sally no se mostró muy juguetona.

– Salió de aquí gritando. Dijo que podíamos dar su paga a una institución benéfica. Ahora no hay quien archive, y adivina quién tiene que hacer el trabajo adicional. -Connie cerró un cajón de un puntapié-. ¡En dos meses es la tercera persona que hemos contratado para archivar!

– Podríamos hacer una colecta y mandar a Vinnie a que lo castren.

Connie abrió el cajón de en medio de su escritorio y sacó una navaja. Pulsó un botón y la hoja salió con un sonido escalofriante.

– Podríamos hacerlo nosotras mismas. El teléfono sonó y Connie volvió a meter la navaja en el cajón. Mientras hablaba busqué la carpeta de Sandeman en el archivador. Allí no estaba. De modo que, o bien no había pagado fianza cuando lo detuvieron, o bien había utilizado los servicios de otro fiador. Busqué en el listín del área metropolitana de Trenton. Tampoco tuve suerte. Telefoneé a Loretta Heinz, del Departamento de Vehículos Automotores. Nos conocemos desde hace una eternidad. Fuimos niñas exploradoras juntas y juntas sufrimos las peores dos semanas de nuestra vida en el campamento Sacajawea. Loretta pulsó el teclado de su fantástico ordenador y, voila, me dio la dirección de Sandeman.

La apunté, me despedí de Connie y me marché.

Sandeman vivía en la calle Morton, en una zona de grandes casas de piedra que ahora estaban poco menos que en ruinas. Los jardines se veían cuidados, en las mugrientas ventanas colgaban persianas rotas, las paredes estaban cubiertas de grafitos y la pintura de los marcos de las ventanas se había levantado. La mayor parte de las casas habían sido convertidas en edificios de apartamentos. Unas cuantas habían sido incendiadas o abandonadas, y sus ventanas y puertas se hallaban atrancadas con tablones. Otras habían sido restauradas y pugnaban por recuperar parte de su grandeza y dignidad originales.

Sandeman vivía en una de las de apartamentos. El suyo no era el edificio más bonito de la calle, pero tampoco el peor. Un anciano se encontraba sentado en el porche. Con la vejez, el blanco de sus ojos se había tornado amarillento, una incipiente barba grisácea cubría sus mejillas cadavéricas y su piel era del color del alquitrán. Un cigarrillo colgaba de sus labios. Dio una calada y me miró con los ojos entrecerrados.

– Reconozco a una poli cuando la veo.

– No soy poli.

¿Por qué creían todos que era poli? Miré mis zapatos Doctor Martens y me pregunté si ése era el motivo. Quizá Morelli tuviese razón. Quizá debiera deshacerme de ellos.

– Busco a Perry Sandeman -dije al tiempo que le entregaba mi tarjeta-. Me interesa encontrar a un amigo suyo.

– Sandeman no está en casa. De día trabaja en el taller. Por la noche tampoco pasa mucho tiempo aquí. Sólo viene cuando está borracho o drogado. Y entonces se comporta como un cabrón. Más te vale alejarte de él cuando está borracho. Se vuelve mucho más cabrón cuando está borracho. Buen mecánico, eso sí. Todos lo dicen.

– ¿Sabe usted en qué apartamento vive?

– En el tres C.

– ¿Hay alguien allí ahora?

– No he visto entrar a nadie.

Pasé por delante del hombre, entré en el vestíbulo y permanecí quieta por un instante para que mis ojos se adaptaran a la oscuridad. El aire estaba estancado y olía a tuberías en malas condiciones. El papel de las paredes estaba manchado y levantado en los bordes. Bajo mis pies, el suelo, de madera, parecía cubierto de arena.

Saqué del bolso el pulverizador de gas, lo metí en el bolsillo de mi cazadora y subí. Había tres puertas en el segundo piso. Todas ellas cerradas con llave. Detrás de una se oía el sonido de un televisor. Los otros dos apartamentos se encontraban en silencio. Llamé al 3C y esperé. Volví a llamar. Nada.

Por un lado, la idea de enfrentarme a un delincuente me daba un miedo de muerte, y nada me habría gustado más que largarme a toda prisa. Por otro, quería atrapar a Kenny y me sentía obligada a llegar hasta el final.

En el extremo del pasillo había una ventana a través de la cual vi unos barrotes negros y oxidados que parecían pertenecer a una escalera de incendios. Me acerqué a la ventana y miré hacia afuera. Efectivamente, se trataba de una escalera de incendios y bordeaba parte del apartamento de Sandeman. Si subía por allí probablemente consiguiera mirar por la ventana de éste. No parecía haber nadie abajo. En la casa de atrás, todas las persianas estaban bajadas.

Cerré los ojos y respiré hondo. ¿Qué era lo peor que podía pasarme? Que me detuvieran, dispararan contra mí, me arrojaran por la escalera o me diesen una paliza tremenda. Bueno. ¿Qué era lo mejor que podía pasarme? Que no hubiese nadie en casa y saliera ilesa y sin problemas.

Abrí la ventana y saqué las piernas. Yo era una experta en escaleras de incendio, pues pasaba muchas horas en la mía. Me aproximé a toda prisa a la ventana de Sandeman y miré hacia adentro. Había un catre desarreglado que servía de cama, una pequeña mesa de fórmica y una silla, un televisor sobre un mueble de metal y una nevera diminuta. De dos ganchos en la pared colgaban varias perchas de alambre. Sobre la mesa descansaban un hornillo, latas de cerveza aplastadas, platos de cartón sucios y envolturas de comida arrugadas. Aparte de la que daba al pasillo, no había puertas, por lo que supuse que Sandeman tendría que usar el lavabo del primer piso. Sin duda le encantaba.

Lo más importante es que no había señales de Kenny.

Había pasado una pierna por la ventana del pasillo cuando miré hacia abajo y vi al anciano; miraba hacia arriba, con una mano se protegía los ojos del sol, y mi tarjeta todavía estaba entre sus dedos.

– ¿Hay alguien en casa? -preguntó.

– No.

– Eso he pensado. Tardará en regresar.

– Bonita escalera de incendios.

– No le iría nada mal que la arreglaran. Todos los tornillos están oxidados. No creo que me sintiese muy tranquilo en ella. Claro que si hubiera un incendio probablemente no me preocuparía por el óxido.

Le dirigí una sonrisa tensa y acabé de entrar a rastras. No perdí demasiado tiempo en bajar y salir del edificio. Subí de un salto al jeep, cerré las puertas con seguro y me largué.

Media hora más tarde me encontraba en mi apartamento. Intentaba decidir qué ropa ponerme para una tarde en que debía hacer de detective. Finalmente elegí botas, una larga falda vaquera y una blusa de punto blanca. Me retoqué el maquillaje y me puse tenacillas eléctricas en el cabello. Cuando me las quité, mi estatura se había incrementado en varios centímetros. Todavía no era lo bastante alta para jugar al baloncesto profesional, pero apuesto a que intimidaría a cualquier paquistaní.

Intentaba decidir si ir al Burger King o al Pizza Hut, cuando sonó el teléfono.

– Stephanie -dijo mi madre-. Tengo una olla llena de coles rellenas. Y pudín de especias para el postre.

– Suena bien, pero ya tengo planes para la noche.

– ¿Qué planes?

– Planes para la cena.

– ¿Has quedado con alguien?

– No.

– Entonces no tienes planes.

– Hay otras cosas en la vida que quedar con alguien.

– ¿Como qué?

– Como el trabajo.

– Stephanie, Stephanie, Stephanie, ir por ahí cazando rufianes para el inútil de tu primo Vinnie no es un trabajo decente.

Me contuve para no golpearme la cabeza contra la pared.

– También he preparado helado de vainilla.

– ¿Es helado bajo en calorías?

– No, es del caro, del que viene en un tarrito de cartón.

– De acuerdo. Allí estaré.

Rex salió de su lata de sopa, estiró las patitas delanteras y alzó el trasero. Bostezó, con lo que pude ver desde su garganta hasta el interior de sus patas. Olfateó el cuenco de comida, lo que vio no le impresionó, y se dirigió hacia su rueda.

Le conté lo que haría esa noche, para que no se preocupara si llegaba tarde. Dejé encendida la luz de la cocina, activé el contestador automático, cogí mi bolso y mi cazadora de piel marrón, salí y cerré con llave. Llegaría algo temprano, pero no importaba. Me daría tiempo de revisar las esquelas y decidir adonde ir después de cenar.

Cuando me detuve frente a la casa de mis padres, las farolas empezaban a encenderse. La luna llena pendía bajo en el oscuro cielo vespertino. La temperatura había descendido.

La abuela Mazur me recibió en el vestíbulo. Llevaba el cabello gris pizarra y rizado, y tan claro que se veía brillar su cráneo rosado.

– He ido al salón de belleza. Se me ocurrió que podía conseguirte información sobre el caso Mancuso.

– ¿Cómo te fue?

– Bastante bien. Me hicieron un bonito moldeado. A Norma Szajac, prima segunda de Betty, le tiñeron el cabello y todas dijeron que yo debería hacer lo mismo. Lo habría intentado, pero en un programa de la tele vi que esos tintes para el pelo provocan cáncer. Creo que fue en el de Kathy Lee. Presentaba a una mujer con un tumor del tamaño de una pelota de baloncesto y dijo que se lo había causado el tinte del pelo.

»De todos modos, Norma y yo nos pusimos a charlar. Sabes que el hijo de Norma, Billie, fue a la escuela con Kenny Mancuso, ¿verdad? Ahora trabaja en uno de los casinos de Atlantic City. Norma dice que cuando Kenny salió del ejército, empezó a ir a Atlantic City. Dice que Billie le dijo que Kenny era uno de esos que apuestan un montón de pasta.

– ¿Te dijo si Kenny había ido a Atlantic City recientemente?

– No. Lo único que sé es que Kenny llamó a Billie hace tres días y le pidió dinero prestado. Billie le dijo que sí, que se lo prestaría, pero Kenny no se presentó.

– ¿Billie le contó todo eso a su madre?

– Se lo contó a su esposa, y ella fue y se lo dijo a Norma. Creo que no le entusiasmaba la idea de que Billie prestara dinero a Kenny. ¿Sabes lo que creo? Creo que alguien se ha cargado a Kenny. Apuesto a que se ha convertido en alimento para los peces. Vi un programa sobre el modo en que los verdaderos profesionales se deshacen de la gente. En una de esas cadenas educativas. Los degüellan y luego, para que no pongan perdida la alfombra, los cuelgan de los pies en la ducha hasta que se desangran. El truco está en destriparlos y perforarles los pulmones. Si no les perforan los pulmones, cuando los echan al río flotan.

En la cocina, mi madre soltó un gemido, y en la sala, mi padre sacudió la cabeza detrás de su periódico.

Sonó el timbre y la abuela Mazur se puso alerta.

– ¡Invitados!

– ¿Invitados? ¿Qué invitados? -inquirió mi madre-. No esperaba a nadie.

– Invité a un hombre para Stephanie -explicó la abuela-. Es un buen partido, ya verás. Nada del otro mundo físicamente, pero tiene un trabajo en el que le pagan bien.

La abuela abrió la puerta y Spiro Stiva entró.

Mi padre miró por encima del periódico.

– ¡Oh, Dios! -exclamó-. Es un jodido sepulturero.

– Creo que no me apetece col rellena, ¿sabes? -dije a mi madre.

Me dio unas palmaditas en el brazo.

– Puede que no sea tan terrible, y no pierdes nada mostrándote amistosa con Stiva. Tu abuela no se está poniendo más joven, ¿sabes?

– Invité a Spiro porque su madre pasa mucho tiempo en el hospital cuidando a Con y no tiene quien le prepare comida casera. -La abuela me guiñó un ojo y susurró-: ¡Esta vez te he conseguido uno vivo!

Por muy poco, pensé.

Mi madre colocó otro plato en la mesa.

– ¡Qué alegría tener un invitado! -exclamó-. Siempre le hemos dicho a Stephanie que traiga a sus amigos a cenar.

– Sí, pero últimamente se ha puesto tan quisquillosa con los hombres que apenas si sale de marcha -comentó la abuela-. Espera a probar el pudín de especias. Lo ha preparado Stephanie.

– No es cierto.

– También preparó las coles. Algún día será una buena esposa para alguien.

Spiro echó una ojeada al mantel de ganchillo y a los platos decorados con florecitas rosadas.

– He estado buscando esposa. Un hombre de mi posición tiene que pensar en el futuro.

¿Buscando esposa? Pero ¿qué decía el tío ese?

Spiro se sentó a mi lado y alejé discretamente la silla con la esperanza de que con la distancia el vello erizado de mis brazos volviera a su posición normal.

La abuela le pasó las coles y dijo:

– Espero que no te moleste hablar de negocios.

Tengo muchas preguntas. Por ejemplo, siempre me ha intrigado qué ropa interior les ponéis a los difuntos. No me parece que sea necesario, pero, por otro lado…

Mi padre la miró boquiabierto, con el recipiente de margarina en una mano y el cuchillo en la otra. Por un momento pensé que iba a apuñalarla.

– No creo que a Spiro le apetezca hablar de ropa interior -declaró mi madre.

Spiro asintió con la cabeza y dirigió una sonrisa a la abuela Mazur.

– Es un secreto profesional.

A las siete menos diez Spiro acabó su segunda ración de pudín y anunció que debía irse para el velatorio de la noche.

Cuando se marchó en su coche, la abuela lo despidió agitando la mano.

– Estuvo bastante bien -dijo-. Creo que le gustas.

– ¿Queréis más helado? ¿Más café? -preguntó mi madre.

– No, gracias -respondí-. Estoy llena. Además, tengo cosas que hacer esta noche.

– ¿Qué cosas?

– Debo ir a varias funerarias.

– ¿Cuáles? -gritó la abuela desde el vestíbulo.

– Empezaré por la de Sokolowski.

– ¿Quién está allí?

– Helen Martin.

– No la conozco, pero si es tan buena amiga tuya podría ir a despedirla.

– Después de la de Sokolowski iré a la de Mosel, y luego a la Casa del Sueño Eterno.

– ¿ La Casa del Sueño Eterno? Nunca he ido allí. ¿Es nueva? ¿Está en el barrio?

– Está en la calle Stark.

Mi madre se persignó.

– Dios, dame fuerza.

– La calle Stark no es tan terrible.

– Está llena de camellos y asesinos. No perteneces a la calle Stark. Frank, ¿dejarás que tu hija vaya a la calle Stark por la noche?

Al oír su nombre, mi padre alzó la mirada de su plato.

– ¿Qué?

– Stephanie va a ir a la calle Stark.

Mi padre estaba absorto en su trozo de pudín, y obviamente no tenía ni idea de qué hablábamos.

– ¿Necesita que la lleve?

Mi madre puso los ojos en blanco.

– ¡Y con esto tengo que vivir! -exclamó.

La abuela se había levantado.

– No tardaré ni un minuto; deja que coja mi bolso y estaré lista.

Se repasó la pintura de labios frente al espejo del vestíbulo, se abotonó el abrigo de «buena lana» y se colgó del brazo el bolso de charol negro. Su abrigo de «buena lana» era de un azul cobalto brillante y tenía el cuello de visón. Al cabo de los años la prenda parecía haberse agrandado de modo directamente proporcional al ritmo con que la abuela se había encogido, y casi le llegaba a los tobillos. La cogí del codo y la guié hasta mi jeep. Temí que sus piernas no resistiesen el peso de tanta lana. La imaginé tumbada e impotente en la calle, en medio de un charco azul cobalto del que lo único que sobresalía eran sus zapatos.

Según lo planeado, fuimos primero a la funeraria de Sokolowski. Helen Martin lucía muy atractiva con su vestido de encaje azul pálido y el cabello teñido a juego. La abuela examinó su maquillaje con la mirada crítica de una profesional.

– Deberían haber usado una base de tono verdoso bajo los ojos. Con una iluminación como ésta tienen que usar mucha base. Claro que con la iluminación indirecta, como la que tienen las nuevas salas de Stiva, la cosa cambia.

La dejé con lo suyo y fui a buscar a Melvin Sokolowski. Lo encontré en su oficina, que estaba junto a la entrada del tanatorio. La puerta se hallaba abierta y Sokolowski, sentado detrás de un elegante escritorio de caoba, tecleaba quién sabe qué en su ordenador portátil. Llamé suavemente a la puerta para atraer su atención.

Era un hombre de aspecto agradable, de unos cuarenta y cinco años; vestía el traje sobrio habitual en el ramo, camisa blanca y discreta corbata a rayas.

Enarcó las cejas al verme.

– ¿Sí?

– Quiero que hablemos de cómo arreglar un entierro. Mi abuela está envejeciendo y se me ha ocurrido que convendría averiguar el precio de los funerales y los ataúdes.

Sokolowski sacó de uno de los cajones del escritorio un grueso catálogo encuadernado en piel y lo abrió.

– Tenemos varios planes y una buena selección de féretros.

Me enseñó el ataúd modelo Montgomery.

– Es bonito -dije-, pero me parece un poco caro.

Volvió varias páginas hacia atrás, hasta llegar a la sección de ataúdes de pino.

– Ésta es nuestra línea económica. Como ve, también son bastante atractivos, con elegante tinte de caoba y asas de latón.

Revisé la línea económica, pero no vi nada de aspecto tan miserable como los féretros que Stiva había perdido.

– ¿Esto es lo más barato? ¿Tiene algo sin el tinte?

Sokolowski puso expresión de desconsuelo.

– ¿Para quién dijo que era?

– Mi abuela.

– ¿La ha desheredado?

Justo lo que el mundo necesita, pensé, otro sepulturero sarcástico.

– Bueno, ¿tiene ataúdes sencillos, o no?

– Nadie compra ataúdes sencillos en el barrio. Oiga, ¿qué le parece si se lo financiamos? O podría ahorrarse dinero con el maquillaje… ya sabe, rizar el cabello de su abuela sólo en la parte delantera de la cabeza…

Me levanté apresuradamente.

– Me lo pensaré -declaré mientras me dirigía hacia la puerta.

Él se puso de pie con la misma rapidez y me entregó unos cuantos folletos.

– Estoy seguro de que podremos llegar a un arreglo. Podría conseguirle un buen precio para la parcela…

En el vestíbulo, topé con la abuela Mazur.

– ¿Qué decía sobre una parcela? Ya tenemos una. Y es buena. Muy cerca de la espita del agua. Toda la familia está enterrada allí. Claro que cuando enterraron a tu tía Marión tuvieron que bajar al tío Fred y ponerla encima porque ya no quedaba mucho espacio. Lo más probable es que acabe encima de tu abuelo. ¿No pasa siempre así? Ni siquiera muerta consigue una un poco de intimidad.

Con el rabillo del ojo vi a Sokolowski en la puerta de su despacho, estudiando a la abuela Mazur.

Ella también lo vio.

– Mira a ese Sokolowski. No puede apartar los ojos de mí. Debe de ser por este nuevo vestido que llevo puesto.

A continuación fuimos a la funeraria de Mosel. Luego a la de Dorfman y a la Majestic. Para cuando emprendimos camino hacia la Casa del Sueño Eterno, yo estaba harta de tanta muerte. Mi ropa olía a flores marchitas, y sólo podía hablar en voz baja, como se estila en las funerarias.

Hasta la de Mosel, la abuela se mostraba alegre; cuando salimos de la de Dorfman parecía menos animada, y cuando llegamos a la Majestic prefirió quedarse en el jeep mientras yo entraba y hacía preguntas sobre los precios de los funerales.

La Casa del Sueño Eterno era la última de la lista. Crucé el centro, pasé por delante de los edificios del ayuntamiento y doblé en Pennsylvania. Ya eran más de las nueve, y a esas horas las calles céntricas pertenecían a los noctámbulos: prostitutas, camellos, drogatas y grupos de adolescentes.

Doblé a la derecha en Stark y al instante nos vimos sumidas en un barrio de sórdidas casas adosadas de fachada de ladrillos y pequeños negocios. Las puertas de los bares se encontraban abiertas y derramaban humosos rectángulos de luz sobre las oscuras aceras de cemento. Delante de los bares había hombres que haraganeaban, mataban el tiempo, comprando y vendiendo con aire desapasionado. El frío había obligado a la mayoría de los habitantes de aquel vecindario a entrar en sus casas, con lo que los porches quedaban libres para las personas aún menos afortunadas.

La abuela Mazur se hallaba en el borde del asiento trasero, con la nariz pegada a la ventanilla.

– Así que ésta es la calle Stark. He oído que este barrio está lleno de prostitutas y camellos. Me encantaría ver a uno. Vi a un par de prostitutas en la tele, pero resultó que eran hombres. Uno de ellos llevaba mallas elásticas y dijo que tenía que engancharse el pene entre las piernas para que no se le notara. ¡Imagínatelo!

Aparqué en segunda fila justo antes de llegar a la Casa del Sueño Eterno y la examiné. Era el único edificio de la calle cuyas paredes no estaban cubiertas de grafitos. De hecho, parecían recién lavadas, el porche estaba iluminado. En él, un pequeño grupo de hombres trajeados hablaba y fumaba. La puerta se abrió y dos mujeres endomingadas salieron, se reunieron con dos de los hombres y se dirigieron hacia un coche. El coche partió y los demás hombres entraron en la funeraria, con lo que la calle quedó vacía.

Aparqué en el espacio que habían dejado libre y repasé lo que iba a contar. Iba allí a ver a Fred Ducky Wilson, muerto a los sesenta y ocho años. Si alguien me lo preguntaba, diría que era amigo de mi abuelo.

La abuela Mazur y yo entramos silenciosamente en el edificio. Era pequeño, con tres salas para velatorios y una capilla. En ese momento sólo había una sala en uso. La iluminación era tenue y el mobiliario barato, pero de buen gusto.

La abuela observó a los que salían de la sala donde se velaba a Ducky, y sacudió la cabeza.

– Esto no va a funcionar. No somos del mismo color. Pareceremos cerdos en un gallinero.

Yo era de la misma opinión. Esperaba que hubiese cierta mezcla de razas. Al fin y al cabo, esa parte de la calle Stark era más o menos un crisol, y el denominador común no era tanto el color de la piel como la mala suerte.

– ¿De qué se trata todo esto, por cierto? -preguntó la abuela-. ¿Por qué tantas funerarias? Apuesto a que buscas a alguien. Apuesto a que intentas dar caza a un fugitivo.

– Más o menos. No puedo contarte los detalles.

– No te preocupes por mí. Tengo los labios sellados.

Vi fugazmente el féretro de Ducky y aun desde esa distancia supe que la familia no había escatimado en gastos. Sabía que debía investigar más a fondo, pero estaba harta de fingir que necesitaba saber cuánto costaba un funeral.

– Ya he visto suficiente -dije-. Creo que es hora de regresar a casa.

– Me parece bien. Me aliviaría quitarme estos zapatos. Esto de cazar hombres es agotador.

Salimos y entrecerramos los ojos ante el fulgor de la iluminación.

– Qué raro -comentó la abuela-, podría jurar que habíamos dejado el coche aquí.

– Y lo hicimos -dije con un suspiro.

– Pero ya no está.

No, ya no estaba. Había desaparecido. Saqué el teléfono del bolso y llamé a Morelli a su casa. No contestó, de modo que marqué el número de su coche.

Se oyó un chirrido de estática y luego la voz de Morelli.

– Aquí Stephanie -dije-. Estoy en la Casa del Sueño Eterno, en la calle Stark, y me han robado el coche.

No hubo reacción inmediata, pero me pareció oír una risa apagada.

– ¿Has informado a la policía?

– Te estoy informando a ti.

– Qué honor.

– La abuela Mazur está conmigo y le duelen los pies.

– Entendido, mi ama.

Metí el teléfono en el bolso.

– Morelli viene de camino.

– Qué amable.

A riesgo de parecer cínica, sospechaba que Morelli estaba en el aparcamiento de mi edificio, a la espera de que llegara y le hablase de Perry Sandeman.

La abuela Mazur y yo nos mantuvimos cerca de la puerta, alerta, por si mi jeep pasaba por ahí. Fue una espera tediosa, y a la abuela parecía desilusionarla el que ningún camello ni ningún chulo se hubiese acercado a ella en busca de sangre fresca.

– No sé por qué arman tanto lío. Aquí estamos, en una noche perfecta, y no hemos visto ningún crimen. La calle Stark no tiene nada que ver con lo que cuentan.

– ¡Algún cabrón me robó el coche!

– Es cierto. Supongo que la noche no ha sido una pérdida completa. Pero no vi cómo lo hicieron, así que no es lo mismo.

Morelli dobló en la esquina, aparcó en doble fila, puso los intermitentes y se aproximó tranquilamente a nosotras.

– ¿Qué ha pasado?

– El jeep estaba aparcado y cerrado con llave en ese espacio vacío que ves ahí. Hemos estado menos de diez minutos en la funeraria. Cuando salimos, había desaparecido.

– ¿Hay algún testigo?

– No que yo sepa. No he interrogado a los del barrio.

Si algo había aprendido en mi corta carrera como cazadora de fugitivos, era que en la calle Stark nadie veía nada. Hacer preguntas era totalmente inútil.

– En cuanto me has llamado he pedido que notifiquen el robo a todas las patrullas -dijo Morelli-. Mañana deberías ir a la comisaría y hacer una declaración.

– ¿Existe alguna posibilidad de que recupere mi coche?

– La esperanza es lo último que se pierde.

– Vi un programa sobre coches robados en la tele -comentó la abuela Mazur-. Trataba de esos talleres en que los desguazan. Lo más probable es que ya no quede nada del jeep, aparte de una mancha de lubricante en el suelo del taller.

Morelli abrió la puerta del acompañante de su furgoneta y ayudó a la abuela a subir. Me apretujé a su lado y me dije que debía pensar en términos positivos. No todos los coches robados acababan como piezas de recambio, ¿verdad? El mío era tan mono que sin duda alguien no pudo resistir la tentación de dar un corto paseo en él. Sé positiva, Stephanie, sé positiva.

Morelli dio una vuelta en U y regresó al barrio. Nos detuvimos en casa de mis padres, pero sólo el tiempo necesario para depositar a la abuela Mazur en su mecedora y asegurar a mi madre que no nos había ocurrido nada terrible en la calle Stark… aparte de que me habían robado el coche.

Cuando iba saliendo, mi madre me dio la tradicional bolsa de comida.

– Toma, para un tentempié. Es pudín de especias.

– Me encanta el pudín de especias -me dijo Morelli una vez en su furgoneta y rumbo a mi apartamento.

– Olvídalo. No pienso darte nada.

– Claro que sí. Me he desvivido para ayudarte y lo menos que puedes hacer es darme un poco de pudín de especias.

– Tú lo que en realidad quieres es subir a mi piso para que te cuente lo de Perry Sandeman.

– No es la única razón.

– Sandeman no estaba de humor para hablar.

Morelli se detuvo en un semáforo en rojo.

– ¿Has sacado algo en claro?

– Odia a los polis. Me odia a mí. Yo lo odio a él. Vive en un edificio sin ascensor en la calle Morton y es un cabrón cuando se emborracha.

– ¿Cómo sabes lo de que es un cabrón cuando está borracho?

– Fui a su casa y hablé con uno de sus vecinos.

Morelli me miró con el rabillo del ojo.

– ¡Vaya agallas!

– No fue nada -comenté para sacar el mayor provecho de la mentira-. Gajes del oficio.

– Espero que hayas sido sensata y no dieras tu nombre. Sandeman no va a alegrarse cuando se entere de que has estado fisgando en su apartamento.

– Creo que he dejado una tarjeta.

No hacía falta que le explicase que me habían visto en la escalera de incendios. No quería abrumarlo con detalles.

Morelli me dirigió una mirada que decía claramente «vaya que eres estúpida».

– Tengo entendido que en Macy's necesitan maquilladoras.

– No empieces otra vez con eso de los empleos. ¿Qué pasa? Cometí un error, nada más.

– Cariño, tu carrera está llena de errores.

– Es mi estilo. Y no me llames cariño.

Algunas personas aprenden de los libros, otras hacen caso de los consejos, y las hay que aprenden de sus errores. Yo soy de estas últimas. De modo que denunciadme. Pero al menos muy raras veces cometí el mismo error dos veces… salvo, quizá, en lo que respecta a Morelli. Morelli tenía la costumbre de jorobar periódicamente mi vida. Y yo, la de permitírselo.

– ¿Has tenido suerte con las funerarias?

– Para nada.

Morelli apagó el motor y se inclinó hacia mí.

– Hueles a claveles.

– Cuidado. Vas a aplastar el pudín.

Miró la bolsa.

– Es mucho para ti sola.

– No lo creas.

– Si te comes todo ese pudín se te irá directamente a las caderas.

Solté un profundo suspiro.

– De acuerdo, te daré un poco. Pero no vayas a intentar nada.

– ¿Qué quieres decir?

– ¡Sabes muy bien qué quiero decir!

Morelli esbozó una picara sonrisa.

Especulé con la idea de mostrarme altanera, pero decidí que ya era demasiado tarde, y además probablemente no lo consiguiese, de modo que me limité a gruñir, exasperada, y bajé de la furgoneta. Me adelanté a grandes zancadas y Morelli me siguió, pisándome los talones. Subimos en el ascensor, en silencio. Al llegar a mi apartamento, nos paramos de golpe al ver que la puerta se hallaba entornada. Por las marcas que había en el marco estaba claro que alguien había utilizado una palanca para abrirla.

Oí que Morelli desenfundaba la pistola y lo miré de reojo. Con un ademán, y sin dejar de mirar la puerta, me ordenó que me apartase.

Saqué mi 38 del bolso y empujé a Morelli a un lado.

– Se trata de mi apartamento y de mi problema.

No es que me apeteciera mucho comportarme como una heroína, pero tampoco me apetecía ceder el control.

Morelli me cogió de la cazadora y tiró hacia atrás.

– No seas idiota -dijo.

El señor Wolesky salió de su apartamento con una bolsa de basura en los brazos y nos pilló riñendo.

– ¿Qué pasa? ¿Quieres que llame a la poli?

– Yo soy poli -replicó Morelli.

El señor Wolesky lo estudió por un instante y luego se volvió hacia mí.

– Si te causa problemas, dímelo. Sólo voy a dejar mi basura al final del pasillo.

Morelli lo observó y susurró:

– Me parece que no se fía de mí.

¡Qué listo era!

Ambos echamos una cautelosa ojeada al interior de mi apartamento y entramos en el recibidor tan juntos el uno del otro que parecíamos siameses. En la cocina y en la sala no había ningún intruso. Inspeccionamos el dormitorio y el cuarto de baño; abrimos los armarios, miramos debajo de la cama y luego la escalera de incendios.

– No hay nadie. Examínalo todo para ver si han robado algo. Yo trataré de cerrar la puerta.

A primera vista, los daños parecían limitarse a frases pintadas en las paredes que aludían a los órganos femeninos y a sugerencias increíbles. No faltaba nada de mi joyero. Se me antojó que eso suponía un insulto, pues tenía un bonito par de circonitas cúbicas que, en mi opinión, parecían tan buenas como unos diamantes. Pero ¿qué sabía el tío de joyas? Hasta se había equivocado al escribir la palabra «vagina».

– La puerta no cierra bien, pero pude poner la cadena de seguridad -gritó Morelli desde el recibidor.

Oí que iba a la sala y se detenía. Luego, silencio. -¿Joe? -¿Qué? -¿Qué haces? -Observo tu gato. -No tengo gato. -Entonces, ¿qué tienes? -Un hámster. -¿Estás segura?

Un sentimiento de alarma se apoderó de mí. Rex Corrí a la sala, donde la jaula de Rex descansaba sobre la mesita, al lado del sofá. Me paré en seco, en el medio de la estancia. Y me llevé una mano a la boca al ver un enorme gato negro dentro de la jaula del hámster, cuya puerta estaba cerrada con cinta aislante.

De pronto, el corazón me dio un vuelco. Se trataba del gato de la señora Delgado, que estaba echado, con los ojos entrecerrados y tan cabreado como puede estarlo un gato. No parecía especialmente hambriento, y no vi señales de Rex. -Mierda -dijo Morelli entre dientes. Dejé escapar un gemido y me mordí la mano para no soltar un alarido. Morelli me abrazó.

– Te compraré otro hámster. Conozco a un tipo que tiene una tienda de animales. Probablemente esté despierto todavía. Le pediré que abra la tienda. -No quiero o… o… otro hámster, quiero a Rex.

Lo quería…

Morelli me estrechó entre sus brazos.

– No pasa nada, cariño. Tuvo una buena vida. Apuesto a que era bastante viejo. ¿Cuántos años tenía?

– Dos.

– Vaya…

El gato se removió en la jaula y soltó un gruñido.

– Es el gato de la señora Delgado. Ella vive en el segundo piso, justo encima de mí, y el animal vive en la escalera de incendios.

Morelli fue a la cocina y regresó con unas tijeras. Cortó la cinta aislante, levantó la puerta y el gato saltó y corrió hacia el dormitorio. Morelli lo siguió, abrió la ventana, y el animal se fue a su casa.

Miré dentro de la jaula, pero no vi ni rastro de Rex. No había pelos, ni huesitos, ni dientes amarillos. Nada.

Morelli también miró.

– Buen trabajo -susurró.

No pude reprimir otro sollozo.

Permanecimos así por un minuto, agachados delante de la jaula, contemplando atónitos las virutas de pino detrás de la lata de sopa de Rex.

– ¿Para qué es la lata de sopa?

– Dormía en ella.

Morelli dio un golpe a la lata, y Rex salió disparado.

Yo no sabía si reír o llorar, y el nudo que se me había formado en la garganta me impedía hablar.

Obviamente, Rex se hallaba en el mismo estado de excitación emocional. Corrió de un lado a otro de la jaula, moviendo el morrito y con los redondos y brillantes ojillos negros casi fuera de las órbitas.

– Pobrecito -murmuré. Metí la mano en la jaula, saqué a Rex en la palma de la mano y me lo acerqué a la cara para examinarlo.

– Quizá deberías dejar que se tranquilice. Parece muy agitado -dijo Morelli.

Acaricié el lomo de mi animalito.

– ¿Lo oyes, Rex? ¿Estás muy agitado?

Rex respondió clavándome los dientes en la punta del pulgar. Solté un grito y aparté la mano, con lo que Rex voló por los aires. Cayó con un ruido suave en medio de la sala, permaneció atontado unos segundos y luego se ocultó detrás de un estante.

Morelli examinó las dos heridas de mi pulgar y luego contempló el estante. -¿Quieres que lo mate?

– No, no quiero que lo mates. Quiero que vayas a la cocina, cojas el colador grande y atrapes con él a Rex mientras me lavo las manos y me pongo una tirita.

Cuando cinco minutos después salí del cuarto de baño, Rex se hallaba agazapado, petrificado, debajo del colador, y Morelli se encontraba sentado a la mesa del comedor, comiendo el pudín de especias. Había servido una porción para mí y un par de vasos

de leche.

– Creo que se me ocurre quién pudo hacerlo -dijo al tiempo que miraba una de mis tarjetas de visita, atravesada por mi cuchillo de trinchar clavado en el centro de la mesa-. Bonito adorno. ¿No me dijiste que habías dado tu tarjeta a un vecino de Sandeman?

– En ese momento me pareció buena idea.

Morelli acabó su leche y su porción de pudín y se echó hacia atrás en la silla.

– ¿Cuánto miedo te da todo esto?

– En una escala del uno al diez, yo diría que un seis.

– ¿Quieres que me quede hasta que te arreglen la puerta?

Me lo pensé un minuto. Ya había pasado antes por situaciones inquietantes y sabía que no resultaba divertido estar sola y temerosa. El problema era que no quería reconocerlo ante Morelli.

– ¿Crees que regresará?

– Esta noche, no. Probablemente nunca, a menos que vuelvas a provocarlo.

Asentí con la cabeza.

– Estaré bien, pero gracias por ofrecerme tu ayuda.

Joe Morelli se levantó.

– Tienes mi número de teléfono por si me necesitas.

No iba a caer en esa trampa.

Morelli miró a Rex.

– ¿Necesitas ayuda para acostar a Drácula?

Me arrodillé, levanté el colador, cogí a Rex y lo metí suavemente en su jaula.

– Normalmente no muerde. Es sólo que estaba excitado.

Morelli me dio un golpecito en la barbilla.

– A mí también me ocurre, a veces.

Cuando se hubo marchado, eché la cadena y preparé un sistema de alarma amontonando vasos contra la puerta. Si la puerta se abría, la pirámide caería y los vasos me despertarían al romperse contra el suelo de linóleo. Otra ventaja era que si el intruso iba descalzo, se cortaría con los cristales rotos. No era probable, claro, pues estábamos en noviembre, y a cuatro grados.

Me lavé los dientes, me puse el pijama, coloqué el revólver sobre la mesita de noche y me acosté. Traté de que las leyendas escritas en la pared no me afectasen. A primera hora de la mañana llamaría al encargado para que me arreglara la puerta y, de paso, le birlaría un poco de pintura.

Permanecí despierta largo rato, incapaz de dormir. Me sentía inquieta y mis músculos no dejaban de crisparse. No lo había comentado con Morelli, pero estaba casi segura de que Sandeman no era el que había cometido aquel acto de vandalismo. Uno de los mensajes en la pared mencionaba una conspiración y, debajo de éste, había una K plateada. Se me ocurrió que debería haberle enseñado la K a Morelli, y también la nota en letras plateadas en la que alguien sugería que me fuese de vacaciones. No estaba segura de la razón por la cual no lo había hecho. Sospechaba que se trataba de un motivo infantil. Del tipo de «si tú no me cuentas tu secreto, yo no te contaré el mío».

Mi mente divagó en la oscuridad. Me pregunté por qué habían matado a Moogey y por qué no lograba encontrar a Kenny, y cuánto hacía que no visitaba al dentista.

Desperté sobresaltada y me senté con la espalda rígida. El sol se filtraba entre las cortinas de mi dormitorio y mi corazón martilleaba. Oí un ruido, como si alguien estuviese raspando algo, y caí en la cuenta de qué era lo que me había despertado tan bruscamente: los vasos que habían caído al suelo.

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