13

– Me siento mucho mejor ahora que tengo el cabello arreglado -dijo la abuela al subirse con dificultad al asiento del acompañante del Buick-. Hasta le he pedido que le diera unos reflejos. ¿Se nota la diferencia?

Ahora no era gris oscuro sino color albaricoque.

– Tira al rubio rojizo -comenté.

– Sí, eso es. Rubio rojizo. Siempre quise tenerlo de ese color.

La oficina de Vinnie se hallaba calle abajo. Aparqué junto al bordillo y arrastré a la abuela conmigo.

– Nunca he estado aquí. -La abuela lo observó todo atentamente-. ¡Qué impresionante!

– Vinnie está hablando por teléfono -me informó Connie-. Te atenderá en un minuto.

Lula se acercó.

– Así que usted es la abuela de Stephanie. Me han hablado mucho de usted.

Los ojos de la abuela brillaron.

– ¿Ah, sí? ¿Qué le han dicho?

– Para empezar, me han contado que alguien le clavó un picahielos.

La abuela tendió la mano vendada para que Lula observase.

– Fue esta mano, y casi me la atravesó.

Lula y Connie contemplaron la mano.

– Y eso no fue todo -continuó la abuela-. La otra noche Stephanie recibió un pene por correo expreso. Abrió la caja delante de mí. Lo vi todo. Estaba clavado sobre un trozo de poliuretano con un imperdible.

– No me lo creo -dijo Lula.

– Lo juro. Cortado como si fuese un pedazo de pollo y clavado con un imperdible. Me hizo pensar en mi marido.

Lula se inclinó hacia ella y susurró:

– ¿Se refiere al tamaño? ¿Era tan grande el pene de su marido?

– ¡Que va! Así de muerto estaba.

Vinnie asomó la cabeza por la puerta y se atragantó al ver a la abuela Mazur.

– ¡Caray!

– Acabo de recoger a la abuela en el salón de belleza -le dije-. Y vamos a ir de compras. Se me ocurrió que podía pasar por aquí para ver qué querías, dado que estaba tan cerca.

Vinnie se estremeció. Llevaba el cabello peinado hacia atrás con fijador, y se veía tan negro y brillante como sus zapatos puntiagudos.

– Quiero saber qué pasa con Mancuso. Se suponía que sería una captura fácil y ahora corro el riesgo de perder mucho dinero.

– Estoy a punto de atraparlo. A veces estas cosas necesitan tiempo.

– El tiempo es dinero. Mi dinero. Connie puso los ojos en blanco. Lula preguntó: -¿Que qué?

Todas sabíamos que la agencia de fianzas de Vinnie contaba con el respaldo de una compañía de seguros.

Vinnie se meció sobre la punta de los pies, con los brazos a los lados. Tenía aspecto de gandul, y de roñoso.

– Este caso está fuera de tus posibilidades. Voy a dárselo a Mo Barnes.

– No conozco a ese tal Mo Barnes -le dijo la abuela-. Pero sé que no le llega a la suela del zapato a mi nieta. Es la mejor cuando se trata de cazar fugitivos, y serías un bobo si le quitaras el caso de Mancuso. Sobre todo ahora que trabajo con ella. Estamos a punto de atraparlo.

– No quiero ofenderla -dijo Vinnie-, pero usted y su nieta no podrían abrir una nuez con las dos manos, ya no digamos entregar a Mancuso.

La abuela se enderezó y alzó la barbilla.

– Ay, ay, ay -dijo Lula.

– A la familia nadie le quita nada -declaró la abuela con tono solemne.

– ¿Qué me ocurrirá si lo hago? ¿Se me caerá el pelo? ¿Se me pudrirán los dientes?

– Puede. Puede que te eche el mal de ojo. O puede que hable con tu abuela Bella. Puede que le cuente a tu abuela Bella que eres un fresco cuando hablas con las ancianas.

Vinnie cambió su peso de un pie al otro, como un tigre acorralado. Sabía que no le convenía molestar a la abuela Bella. Era más temible que la abuela Mazur. En más de una ocasión había cogido a un hombre adulto de la oreja, obligándolo a arrodillarse. Con los dientes apretados, Vinnie soltó un gruñido, retrocedió y cerró su despacho de un portazo.

– Vaya -comentó la abuela-. Típico del lado Plum de la familia.

Cuando acabamos nuestras compras ya era avanzada la tarde. Mi madre nos abrió la puerta y nos miró con expresión sombría.

– No soy responsable de lo que le han hecho a su pelo -dije.

– Es mi cruz -se quejó mi madre.

Al ver los zapatos de la abuela puso los ojos en blanco y sacudió la cabeza.

La abuela Mazur calzaba unos Doctor Martens. Llevaba una chaqueta de esquiador forrada de plumón que le llegaba hasta las caderas, téjanos con el dobladillo enrollado y fijado con alfileres y una camisa de franela a juego con la mía. Parecía el personaje de una película de terror.

– Voy a echarme un rato antes de cenar -dijo-. Las compras me han agotado.

– Necesito que me ayudes en la cocina -me pidió mi madre.

Mala noticia. Mi madre nunca necesitaba ayuda en la cocina. Cuando la solicitaba era porque tenía algo en mente y pretendía obligar a una pobre alma a someterse a sus dictados. O cuando necesitaba información. «Toma un trozo de pastel de chocolate -solía decirme. Para a continuación añadir-: Por cierto, la señora Herrel te vio entrar en el garaje de Morelli con Joseph Morelli. Y ¿por qué tienes las braguitas al revés?»

La seguí hasta su guarida arrastrando los pies. Sobre el hornillo, el agua de las patatas hervía, y su vapor empañaba la ventana que había encima del fregadero. Mi madre abrió la puerta del horno para ver cómo iba el asado y el olor a pierna de cordero me envolvió. Sentí que mis ojos se tornaban vidriosos y abrí la boca a causa del estupor y la expectativa.

Mi madre abrió a continuación la nevera.

Unas zanahorias irían bien con el cordero. Puedes pelarlas. -Me dio la bolsa y un cuchillo-. Por cierto, ¿por qué te enviaron un pene?

Casi me rebané la punta del dedo.

– Mmmm…

– El remite era de Nueva York, pero el sello del correo era de aquí.

– No puedo hablarte de lo del pene. La policía está investigando.

– El hijo de Thelma Biglo, Richie, le ha dicho que el pene era de Joe Loosey. Y que Kenny Mancuso se lo cortó mientras vestían a Loosey en la funeraria de Stiva.

– ¿Quién le contó eso a Richie Biglo?

– Richie trabaja en la pizzería de Pino. Lo sabe todo.

– No quiero hablar del pene.

Mi madre me quitó el cuchillo.

– Mira cómo has pelado esas zanahorias. No puedo servirlas así. Algunas todavía tienen piel.

– De todos modos no debe quitárseles la piel. Deben rasparse con un cepillo, porque todas las vitaminas se encuentran en la piel.

– Tu padre no se las comerá con la piel. Ya sabes cómo es de quisquilloso.

Mi padre comería mierda de gato a condición de que estuviera salada, frita o congelada, pero se precisaría una ley del Congreso para que comiera verduras.

– Me parece que por algún motivo Kenny Mancuso se ha cabreado contigo. No está bien eso de enviar un pene a una mujer; es una falta de respeto.

Busqué otra tarea, pero no encontré ninguna.

– Y sé lo que pasa con tu abuela -continuó mi madre-. Kenny Mancuso está llegando a ti a través de la abuela. Por eso la atacó en la panadería. Por eso has venido a vivir aquí… para estar cerca por si vuelve a atacarla.

– Está chiflado.

– Claro que está chiflado, todo el mundo lo sabe. Todos los hombres de la familia Mancuso están chiflados. Su tío Rocco se ahorcó. Le gustaban las niñitas. La señora Ligatti lo pilló con su hija Tina. Al día siguiente Rocco se colgó. E hizo bien. Como Al Ligatti lo hubiese pillado… -Mi madre sacudió la cabeza-. Ni siquiera quiero pensar en eso. -Apagó el hornillo sobre el que se cocían las patatas y se volvió hacia mí-. ¿Cómo se te da eso de cazar fugitivos?

– Estoy aprendiendo.

– ¿Eres lo bastante buena para atrapar a Kenny Mancuso?

– Sí.

Posiblemente.

Mi madre bajó la voz.

– Quiero que atrapes a ese hijo de puta. Quiero que deje de andar por la calle. No está bien que un hombre como él vaya por ahí hiriendo ancianas.

– Haré lo que pueda.

– Bien. -Mi madre cogió una lata de moras de la despensa-. Ahora que nos entendemos, quiero que pongas la mesa.

Morelli se presentó cuando faltaba un minuto para las seis.

Yo abrí la puerta y bloqueé la entrada para que no pasase al vestíbulo.

– ¿Qué hay?

– Pasaba por aquí en mi coche, vigilando, y me llegó el aroma de una pierna de cordero.

– ¿Quién es? -preguntó mi madre.

– Joe Morelli. Pasaba por aquí y olió el cordero. Pero ya se va. ¡Ahora mismo!

– Es una maleducada -comentó mi madre dirigiéndose a Morelli-. No sé cómo sucedió. Yo no la crié para que fuera así. Stephanie, pon un plato más en la mesa.


Morelli y yo salimos de la casa a las siete y media. Me siguió en una furgoneta marrón, de ésas de reparto, y estacionó en el aparcamiento de Stiva mientras yo entraba en el sendero para coches.

Cerré el Buick con llave y me acerqué a Morelli. -¿Tienes algo que decirme? -He revisado las facturas de la gasolinera. Al camión debían cambiarle el lubricante. Bucky lo llevó hacia las siete de la mañana y lo recogió al día siguiente. -Vamos a ver. Ese día Cubby Delio no estaba. Moogey y Sandeman estaban trabajando.

– Sandeman fue el que lo hizo. Su nombre figura en la factura.

– ¿Has hablado con Sandeman? -No. Llegué a la gasolinera justo después de que se fuera. Lo busqué en su habitación y en algunos bares, pero no lo encontré. Se me ocurrió que podría seguir más tarde.

– ¿Encontraste algo interesante en su habitación? -Tenía la puerta cerrada con llave. -¿No miraste por la ventana? -Decidí dejar esa aventura para ti. Sé que te encanta hacer esa clase de cosas.

En otras palabras, Morelli no quería que lo pillaran en la escalera de incendios.

– ¿Estarás aquí cuando ayude a Spiro a cerrar la funeraria?

– Nada me lo impediría, ni siquiera todo el oro el mundo.

Crucé el aparcamiento y entré en la funeraria por la puerta lateral. Obviamente, se había propagado la noticia del extraño comportamiento de Kenny Mancuso, pues Joe Loosey, no así su pene, estaba en la sala de los peces gordos y la multitud apiñada en ella rivalizaba con el velatorio de Silvestor Bergen, que murió en pleno «mandato» al frente de la asociación de veteranos de la Primera Guerra Mundial, velatorio que batió todos los récords.

Spiro presidía al final del vestíbulo, acunando el brazo herido en cumplimiento de su deber y aprovechando al máximo su papel de enterrador célebre. La gente se arremolinaba alrededor de él y escuchaba atentamente lo que fuera que estuviese contando.

Unas cuantas personas me miraron y susurraron, tapándose la boca con la esquela.

Spiro se despidió de su público con una inclinación de la cabeza y me hizo una señal de que lo siguiera a la cocina. De camino cogió la bandeja de plata en que servían las galletas, sin hacer caso de Roche, que se hallaba de nuevo junto a la mesa del té.

– Mira a esos perdedores -dijo al vaciar en la bandeja una bolsa de galletas baratas-. Están llevándome a la ruina con todo lo que comen. Debería cobrar por ver el muñón de Loosey después del horario normal.

– ¿Tienes alguna noticia de Kenny?

– Nada. Y por cierto, quería hablarte acerca de eso. Ya no te necesito.

– ¿A qué se debe el repentino cambio de opinión?

– La situación se ha calmado.

– ¿Eso es todo?

– Eso es todo. -Abrió la puerta de la cocina, salió con las galletas y las dejó violentamente sobre la mesa-. ¿Qué tal? -preguntó a Roche-. Veo que en la sala donde está su hermano hay mucha gente que ha venido por Loosey. Probablemente unos cuantos se pregunten en qué estado se encuentra su cuerpo, ya entiende, ¿verdad? Espero que haya advertido que he dejado sólo meídio cuerpo cubierto, para que nadie trate de manosearlo.

Roche parecía a punto de asfixiarse.

– Gracias -dijo-. Me alegro de que sea tan previsor.

Regresé con Morelli y le di la noticia. Estaba escondido a la sombra de su furgoneta marrón.

– Así, de repente.

– Creo que Kenny tiene las armas. Creo que dimos a Spiro un lugar por donde empezar a buscar, que él se lo contó a Kenny y que Kenny tuvo suerte. Y ya no está presionando a Spiro.

– Es posible.

Yo tenías las llaves de mi coche en la mano.

– Voy a ver si Sandeman ya ha regresado a casa.

Aparqué a media manzana del edificio donde vivía Sandeman, al otro lado de la calle. Morelli aparcó justo detrás de mí. Permanecimos un momento en la acera y examinamos la enorme casa, cuya silueta se recortaba contra el cielo nocturno. Una ventana sin persianas en la planta baja derramaba una luz deslumbrante. Arriba, dos rectángulos anaranjados daban silencioso testimonio de que había vida en los apartamentos de enfrente.

– ¿Qué vehículo conduce? -pregunté.

– Tiene una moto y una camioneta Ford.

No vimos ninguna de las dos en la calle. Rodeamos el edificio y encontramos la Harley. No había luz en las ventanas, incluida la de Sandeman. No había nadie en el porche. La puerta trasera no estaba cerrada con llave. En el pasillo que daba a aquélla, una bombilla desnuda de cuarenta vatios, que pendía de un portalámparas en el techo del vestíbulo, daba una luz mortecina. De la habitación de arriba escapaba el sonido de una televisión.

Morelli se detuvo por un instante en el vestíbulo y aguzó el oído, antes de subir al primer piso y luego al segundo. Todo estaba oscuro y en silencio. Morelli se acercó a la puerta de Sandeman. Sacudió la cabeza. No había ruido en el apartamento. A continuación se acercó a la ventana, la abrió y miró hacia afuera.

– No sería ético que entrara.

Como si no fuese totalmente ilegal que yo lo hiciese.

Morelli echó un vistazo a la potente linterna que yo tenía en la mano.

– Claro que una agente de recuperación tendría autoridad para entrar en busca de su hombre.

– Sólo si estuviese convencida de que al hacerlo encontraría a su hombre.

Morelli me miró con expresión expectante.

Volví la mirada hacia la escalera de incendios.

– Está muy desvencijada -comenté

– Ya me he dado cuenta. No creo que aguantase mi peso. -Me miró a los ojos y añadió-: Pero apuesto a que aguantaría a una cosita delicada como tú.

Soy muchas cosas, pero delicada seguro que no. Respiré hondo y salí a la escalera de incendios. Las junturas de hierro se quejaron y trocitos de metal oxidado se despegaron y cayeron al suelo. Solté una maldición en voz baja y me aproximé lentamente a la ventana de Sandeman.

Ahuequé las manos y miré dentro. Estaba tan oscuro que era imposible ver nada. Probé con la ventana. Sandeman no había puesto el pestillo. Empujé la parte inferior. Ésta subió y se atascó a medio camino.

– ¿Puedes entrar? -inquirió Morelli.

– No. La ventana se ha atascado.

Me agaché, rrtiré por el hueco e iluminé la habitación con mi linterna. Al parecer nada había cambiado. El mismo desorden, la misma mugre, el mismo hedor a ropa sucia y ceniceros llenos de colillas. No vi ninguna señal de lucha, huida u opulencia.

Intenté de nuevo abrir la ventana nuevamente. Me apoyé con los pies y presioné el viejo marco de madera con todas mis fuerzas. Unos cuantos tornillos salieron disparados de los ladrillos y el descansillo de la escalera de incendios se inclinó hasta formar un ángulo de cuarenta y cinco grados con el muro. Los peldaños se desplazaron, la balaustrada se desprendió de la estructura, los ángulos se liberaron violentamente y resbalé hacia el vacío. Mi mano tocó un travesano y, cegada por el pánico y empujada por mis reflejos, me aferré a él… durante diez segundos, al cabo de los cuales el descansillo del segundo piso cayó sobre el del primero. La pausa momentánea duró lo suficiente para que susurrara:

– Mierda.

Arriba, Morelli se asomó por la ventana.

– ¡No te muevas!

La escalera de incendios del segundo piso se separó del edificio y cayó al suelo, hecha pedazos, y yo tras ella. Aterricé boca arriba y sentí que mis pulmones quedaban sin aire.

Permanecí allí, tumbada y aturdida, hasta que el rostro de Morelli surgió nuevamente, a pocos centímetros de mí.

– Mierda -susurró-. ¡Dios, Stephanie, di algo!

Miré hacia arriba sin poder hablar ni respirar.

Morelli buscó el pulso en mi cuello. A continuación puso las manos en mis pies y las subió por mis piernas.

– ¿Puedes mover los dedos de los pies?

Resultaba difícil con su mano tocando el interior de mi muslo. Sentía que la piel me ardía bajo su palma, y doblé hacia adentro los dedos de los pies hasta que sentí un calambre en las plantas. Recobré el aliento.

– Como tus manos sigan subiendo, te acusaré de abuso sexual.

Morelli se puso en cuclillas y sacudió la cabeza.

– Acabas de darme un susto de muerte.

– ¿Qué pasa? -oímos que preguntaba alguien desde una ventana-. Voy a llamar a la policía. No tengo por qué aguantar esta mierda. En este barrio hay reglamentos sobre el ruido.

Me apoyé sobre un codo.

– Sácame de aquí.

Morelli me levantó con gentileza.

– ¿Estás segura de que te sientes bien?

– No creo que se me haya roto nada. -Arrugué la nariz-. ¿Qué es ese olor? ¡Dios mío!, no me habré hecho caca, ¿verdad?

Morelli me hizo girar.

– ¡Vaya! Alguien en este edificio tiene un perro muy grande. Un perro grande y enfermo. Y parece que tú diste en el blanco.

Me quité la cazadora y la aparté de mi cuerpo.

– ¿Estoy bien ahora?

– Una parte te salpicó los téjanos por atrás.

– ¿Nada más?

– Tu cabello.

– ¡Quítamelo! -grité, histérica-. ¡Quítamelo!

Morelli me tapó la boca con una mano.

– ¡Cállate!

– ¡Quítame esa mierda del cabello!

– No puedo hacerlo. Tendrás que lavártelo. -Me arrastró hacia la calle-. ¿Puedes camihar?

Avancé a trompicones.

– Está bien -dijo-. Sigue así. Antes de que te des cuenta habrás llegado a la furgoneta. Luego iremos a donde puedas ducharte. Después de dos horas bajo la ducha estarás como nueva.

– Como nueva. -Me zumbaban los oídos y mi voz me sonaba lejana… como si procediese de un tarro-. Como nueva -repetí.

Al llegar a la furgoneta Morelli abrió la puerta trasera.

– No te importa ir atrás, ¿verdad?

Lo miré con la mente en blanco.

Morelli apuntó el haz de la linterna hacia mis ojos.

– ¿Estás segura de que te sientes bien?

– ¿Qué clase de perro crees que era?

– Un perro grande.

– ¿De qué raza?

– Rottweiler. Macho. Viejo y gordo. Con los dientes podridos. Debió de comer mucho atún.

Me eché a llorar.

– Joder. No llores. Odio verte llorar.

– Tengo mierda de perro en el pelo.

Con el pulgar me secó las lágrimas.

– Está bien, cariño. No es tan malo como parece, en serio. Lo del atún era una broma. -Me empujó para que subiera a la furgoneta-. Aguanta. Estarás en casa antes de que te des cuenta.

Me llevó a mi apartamento.

– Me ha parecido lo mejor. No querrías que tu madre te viese así, ¿verdad?

Buscó las llaves en mi bolso y abrió la puerta.

El apartamento me pareció frío y abandonado. Demasiado silencioso. Rex no corría en su rueda. No había una luz encendida para darme la bienvenida.

Me dirigí de inmediato hacia la cocina.

– Necesito una cerveza.

No tenía prisa por ducharme. Había perdido el olfato. Estaba resignada a lo que le había ocurrido a mi cabello.

Entré en la cocina arrastrando los pies y tiré de la puerta de la nevera. Ésta se abrió, la luz se encendió y, aturdida, clavé la mirada en un pie… un pie grande, mugriento y sangriento, separado de la pierna a la altura del tobillo, colocado al lado de la margarina y un frasco casi lleno de cóctel de arándanos.

– Hay un pie en mi nevera -balbuceé. Las luces parpadearon, sentí que se me entumecía la boca y caí pesadamente al suelo.

Me esforcé por salir del estiércol de la inconsciencia y abrí los ojos.

– ¿Mamá?

– No exactamente -dijo Morelli.

– ¿Qué paso?

– Te desmayaste.

– Fue demasiado. La mierda del perro, el pie…

– Lo entiendo.

Me levanté con las piernas temblorosas.

– ¿Por qué no vas a la ducha mientras yo me encargo de las cosas aquí? -Morelli me dio una cerveza-. Puedes llevarte la cerveza.

Miré el botellín.

– ¿La sacaste de la nevera?

– No. De otro lugar.

– Bien. No podría bebérmela si la hubieses sacado de la nevera.

– Lo sé. -Morelli me guió hacia el cuarto de baño-. Tómate una ducha y bébete la cerveza.

Dos polis de uniforme, un tipo del laboratorio forense y dos hombres trajeados se encontraban en mi cocina cuando salí de la ducha.

– Creo saber de quién es ese pie -dije a Morelli, que rellenaba un formulario.

– Yo también.

Me tendió el formulario.

– Firma en la línea de puntos.

– ¿Qué voy a firmar?

– Una declaración preliminar.

– ¿Cómo metió Kenny el pie en mi nevera?

– La ventana del dormitorio está rota. Necesitas un sistema de alarma.

Uno de los polis se marchó, con una gran nevera portátil de plástico.

Sentí náuseas.

– ¿Ya está? -pregunté.

Morelli asintió con la cabeza.

– He limpiado tu nevera por encima. Probablemente querrás limpiarla más a fondo cuando tengas tiempo.

– Gracias. Te agradezco la ayuda.

– Revisamos el resto del apartamento. No encontramos nada.

El segundo poli se marchó, seguido por lo que supuse eran detectives y el tipo del laboratorio forense.

– ¿Ahora qué? -inquirí-. No tiene sentido vigilar el apartamento de Sandeman.

– Ahora vigilaremos a Spiro.

– ¿Qué hay de Roche?

– Roche se quedará en la funeraria. Nosotros seguiremos a Spiro.

Tapamos la ventana rota con una gran bolsa de plástico, apagamos las luces y cerramos el apartamento con llave. En el pasillo había un grupito de personas.

– ¿Y bien? -preguntó el señor Wolesky-. ¿De qué se trata? Nadie nos dice nada.

– No ha sido más que una ventana rota -le expliqué-. Creí que era más grave, de modo que llamé a la policía.

– ¿Te robaron?

Negué con la cabeza.

– No se llevaron nada.

Hasta donde yo sabía, era verdad.

La señora Boyd no parecía creerme.

– ¿Qué hay de la nevera portátil? Vi a un policía llevar una nevera portátil a su coche.

– Cerveza -dijo Morelli-. Son amigos míos. Más tarde celebramos una fiesta.

Bajamos a toda prisa por las escaleras, con la cabeza gacha, y trotamos hacia la furgoneta. Morelli abrió la puerta del conductor y el hedor a mierda de perro nos obligó a apartarnos.

– Debiste dejar la ventana abierta.

– Esperaremos un momento. No hay problema.

Al cabo de unos minutos nos acercamos sigilosamente.

– Todavía huele mal.

Morelli puso los brazos en jarras.

– No tengo tiempo de limpiarlo. Intentemos ir con las ventanas abiertas. Puede que así el olor vuele hacia afuera.

Transcurrieron cinco minutos y el olor no había volado.

– Estoy harto. No aguanto esta peste. Voy a cambiarlo.

– ¿Vas a ir en busca de tu furgoneta?

Morelli dobló a la izquierda en la calle Skinner.

– No puedo. El tío que me prestó esta furgoneta tiene la mía.

– ¿Y el coche camuflado?

– Están reparándolo. -Giró en Greenwood-. Usaremos el Buick.

De pronto, aquel monstruo azul me pareció maravilloso.

Morelli aparcó detrás del Buick. Antes de que se detuviera, yo ya me había apeado. Inhalé una profunda bocanada de aire fresco, agité los brazos y sacudí la cabeza para deshacerme de los residuos del hedor.

Entramos simultáneamente en el Buick y permanecimos quietos un rato, disfrutando de la falta de olores.

Puse el motor en marcha.

– Son las once. ¿Quieres ir directamente al apartamento de Spiro o prefieres ir a la funeraria?

– A la funeraria. Hablé con Roche justo antes de que salieras de la ducha y Spiro todavía se encontraba en su oficina.

Cuando llegamos, el aparcamiento estaba vacío, aunque había varios coches en la calle, ninguno de los cuales parecía ocupado.

– ¿Dónde está Roche?

– En el apartamento al otro lado de la calle. Encima de la tienda de platos preparados.

– No puede ver la entrada trasera desde allí.

– Cierto, pero las luces exteriores son sensibles al movimiento. Si alguien se acerca a la puerta trasera las luces se encenderán.

– Supongo que Spiro puede desactivar el mecanismo.

Morelli se repantigó.

– No hay ningún punto desde el que pueda observarse la puerta trasera. Aunque se sentara en el aparcamiento, Roche no la vería.

El Lincoln de Spiro se encontraba aparcado en la entrada. La luz del despacho estaba encendida.

Conduje el Buick lentamente hacia la acera y apagué el motor.

– Hoy se ha quedado hasta tarde. Normalmente a estas horas ya ha salido.

– ¿Tienes tu teléfono móvil? -preguntó Morelli.

Se lo di y marcó un número y, cuando contestaron, preguntó si había alguien en casa. No oí la respuesta. Morelli se despidió y me devolvió el teléfono.

– Spiro sigue allí. Roche no ha visto a nadie desde que cerró a las diez.

Aparcamos lejos de la iluminación de las farolas, en una calle lateral flanqueada por modestas casas adosadas, la mayor parte a oscuras. En el barrio la gente se acostaba y se levantaba temprano.

Morelli y yo permanecimos cómodamente sentados durante media hora, vigilando en silencio la funeraria. Éramos una pareja de guardianes de la ley.

A medianoche, nada había cambiado, y yo sentía el cuerpo entumecido.

– Algo va mal. Spiro nunca se queda hasta tan tarde. Le gusta el dinero cuando le resulta fácil conseguirlo. No es de los que se matan a trabajar.

– Puede que esté esperando a alguien.

Puse la mano en el tirador de la puerta.

– Voy a fisgar.

– ¡No!

– Quiero ver si los sensores de atrás funcionan.

– Lo echarás todo a perder. Si Kenny está fuera, harás que se asuste.

– Es posible que Spiro haya desactivado los sensores y que Kenny ya esté dentro.

– No lo está.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Instinto -respondió Morelli, encogiéndose de hombros.

Hice crujir los nudillos.

– Careces de algunos atributos esenciales para una buena cazadora de fugitivos -añadió con tono de burla.

– ¿Como qué?

– Paciencia. Mírate. Estás hecha un manojo de nervios. -Presionó la base de mi nuca con un pulgar y subió hasta el nacimiento del cabello. Los ojos se me cerraron y mi respiración se calmó-. ¿Te gusta?

– Mmmm.

Con ambas manos me dio un masaje en los hombros.

– Necesitas relajarte.

– Como me relaje más me derretiré.

Dejó de acariciarme, pero no apartó la mano.

– Me gustaría ver cómo te derrites.

Me volví hacia él y nuestras miradas se encontraron.

– No.

– ¿Por qué no?

– Porque ya he visto esa película y odio el final.

– Puede que fuera distinto esta vez.

– Puede que no.

Deslizó el pulgar por mi cuello.

– Algunas escenas no estaban nada mal… -susurró.

Aquellas escenas ya se habían desvanecido como el humo.

– Las he visto mejores.

– Mentirosa -dijo con una amplia sonrisa.

– Además, se supone que estamos vigilando a Spiro y a Kenny.

– No te preocupes. Contamos con Roche. En cuanto vea algo llamará a mi busca.

¿Era eso lo que deseaba? ¿Hacer el amor con Joe Morelli en el asiento de un Buick? ¡No! O quizá…

– Creo que me he resfriado -dije-. Puede que no sea el momento oportuno.

Morelli soltó una risita.

Puse los ojos en blanco.

– Qué infantil. Es exactamente la reacción que esperaba de ti.

– No es cierto. Esperabas acción. -Se inclinó y me besó-. ¿Qué te parece esto? ¿Es una reacción más agradable?

– Mmmm…

Me besó de nuevo y pensé, bueno, ¡qué diablos!, si quiere pillar un resfriado, allá él, ¿no? De todos modos, cabía la posibilidad de que yo no me hubiese resfriado.

Morelli abrió mi camisa y deslizó los tirantes del sostén por mis hombros.

Sentí que me recorría un temblor y decidí creer que se debía al frescor del aire… o sea, que no se trataba de una premonición.

– ¿Estás seguro de que Roche te avisará si ve a Kenny?

– Sí. -Morelli bajó la boca hacia mi pecho-. No tienes por qué preocuparte.

¡Que no tenía por qué preocuparme! ¡Había metido la mano en mis téjanos y me decía que no tenía por qué preocuparme!

Volví a poner los ojos en blanco. ¿Cuál era mi problema? Era una mujer adulta. Tenía necesidades. ¿Qué había de malo en satisfacerlas de vez en cuando? En ese momento tenía la oportunidad de experimentar un orgasmo de primera. Además, no es que me hiciera ilusiones. No era una bobalicona de dieciséis años que esperaba que la pidieran en matrimonio. Lo único que esperaba era un orgasmo fantástico. Y, ¡qué diablos!, me lo merecía. No tenía un orgasmo desde que Reagan había ganado las elecciones.

Miré de reojo las ventanillas. Estaban empañadas. Bien. De acuerdo, me dije, adelante. Me quité los zapatos y a continuación toda la ropa, a excepción de las braguitas negras.

– Ahora te toca a ti. Quiero mirarte.

Necesitó menos de diez segundos para desnudarse, cinco de los cuales los utilizó en deshacerse de las pistolas y las esposas.

Cerré la boca y me aseguré de que no me estuviera babeando. Morelli era más asombroso de lo que recordaba, y lo recordaba como un ejemplar sobresaliente.

Metió un dedo debajo de la tira de mi tanga y me lo quitó con un movimiento experto. Trató de montarme y se golpeó la cabeza con el volante.

– Hace mucho que no hago esto en un coche.

Saltamos hacia el asiento trasero y caímos juntos. Morelli llevaba una camisa de mahón, ahora desabrochada, y calcetines blancos, y de pronto me sentí insegura.

– Spiro podría apagar las luces y Kenny entrar por la puerta trasera.

Morelli me besó en el hombro.

– Si Kenny estuviera en la casa, Roche lo sabría.

– ¿Cómo lo sabría?

Morelli suspiró.

– Lo sabría porque ha puesto escuchas en la casa.

Me aparté.

– ¡No me lo habías dicho! ¿Desde cuándo tiene escuchas en la casa?

– No vas a armar un follón por eso, ¿verdad?

– ¿Qué más no me has dicho?

– Eso es todo. Te lo juro.

No le creía. Era un poli. Pensé en la cena de la noche anterior y en cómo había aparecido, como por milagro.

– ¿Cómo supiste que mi madre había hecho pierna de cordero?

– Lo olí cuando abriste la puerta.

– ¡Y un cuerno!

Cogí mi bolso del asiento del acompañante y dejé caer el contenido entre ambos. Cepillo, laca, lápiz labial, pulverizador de gas, un paquete de pañuelos de papel, pistola de descarga eléctrica, chicles, gafas de sol… micrófono de plástico negro. Mierda.

Cogí el micrófono.

– ¡Hijo de puta! ¡Has puesto un micrófono en mi bolso!

– Lo he hecho por tu bien. Estaba preocupado por ti.

– ¡Eres un ser despreciable! ¡Has violado mi intimidad! ¿Cómo te atreves a hacer algo así sin pedírmelo?

Además, era mentira. Temía que yo tuviese una pista sobre Kenny y no le hablara de ello. Abrí la ventana y arrojé el micrófono a la calle.

– Mierda. Eso cuesta cuatrocientos dólares -dijo. Abrió la puerta y salió para recuperarlo.

Cerré la puerta y puse el seguro. ¡Que se jodierá! Debí saber que no se podía trabajar con Morelli.

Pasé por encima del asiento y me senté al volante.

Morelli trató de abrir la puerta del acompañante pero tenía puesto el seguro, al igual que las otras tres y así iban a quedarse. Me daba igual que se le congelase la polla. Se lo tenía bien merecido. Puse el motor en marcha y me largué, dejándolo de pie en medio de la calle, en camisa y calcetines y con la picha a media asta.

A una manzana, en la calle Hamilton, me lo pensé mejor. Probablemente no fuese buena idea dejar a un poli desnudo en plena calle. ¿Qué pasaría si aparecía un tipo realmente malo? Seguro que Morelli no podría correr como estaba. De acuerdo, pensé, lo ayudaré. Di una vuelta en U y regresé al callejón. Morelli se encontraba donde lo había dejado, con los brazos en jarras y expresión indignada.

Reduje la velocidad, abrí la ventanilla y le arrojé la pistola.

– Por si acaso -dije.

Pisé el acelerador y me marché de allí.

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