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Me senté al volante, aterida, cerré las portezuelas con seguro y miré furtivamente alrededor por si alguien me había visto cometer un delito federal. Apretaba el bolso contra el pecho y unos puntitos negros bailaban delante de mis ojos. De acuerdo, no era la más fría de las cazadoras de recompensas, pero tampoco la peor.

Metí la llave en el encendido, arranqué el motor y salí del aparcamiento. Puse en el radiocasete una cinta de Aerosmith y subí el volumen al llegar a la carretera 1. Estaba oscuro, llovía y la visibilidad era mala, pero me encontraba en Nueva Jersey y los de aquí no reducimos la velocidad por nada. Frente a mí se encendieron las luces de frenado de otros coches, pisé el freno y el jeep se detuvo coleando. El semáforo se puso en verde y todos arrancamos pisando el acelerador a fondo. Crucé dos carriles para dirigirme hacia la salida y llegué antes que un Beemer, cuyo conductor hizo sonar el claxon y me miró con furia.

Respondí con un gesto burlón e hice un comentario acerca de su madre. Nacer en Trenton supone cierta responsabilidad en esas circunstancias.

El tráfico avanzó a paso de tortuga por las calles de la ciudad y sentí alivio al cruzar por fin las vías del tren y percibir que el barrio se aproximaba y me absorbía. Llegué a la calle Hamilton y un devastador sentimiento de culpabilidad cayó sobre mí.

Cuando aparqué junto al bordillo, mi madre se hallaba observándome a través de la puerta mosquitera.

– Llegas tarde.

– ¡Dos minutos!

– He oído sirenas. No te habrá retrasado un accidente, ¿verdad?

– No, no me ha retrasado ningún accidente. He estado trabajando.

– Deberías conseguirte un trabajo de verdad. Algo fijo con horario normal. Tu prima Marjorie ha conseguido un buen puesto de secretaria en J amp; J. Me han dicho que gana mucho dinero.

La abuela Mazur estaba en el vestíbulo. Vivía con mis padres, ahora que el abuelo Mazur engullía en el más allá su acostumbrado desayuno de dos huevos y un cuarto kilo de beicon.

– Más vale que nos pongamos a cenar, si queremos ir al velatorio -dijo-. Sabes que me gusta llegar temprano, para conseguir un buen asiento. Y hoy irán los Caballeros de Colón, ya sabes, esa organización de beneficencia. Habrá una multitud. -Se alisó el vestido-. ¿Qué te parece este vestido? ¿Crees que es demasiado vistoso?

La abuela Mazur tenía setenta y dos años pero sólo aparentaba noventa. La quería mucho, pero en ropa interior parecía una gallina flaca. El vestido, entallado en la cintura, era de un rojo chillón con deslumbrantes botones dorados. -Es perfecto -contesté. Sobre todo para asistir a un velatorio, pensé. Mi madre llevó un cuenco de puré de patatas a la mesa.

– Ven a comer -me ordenó-, antes de que esto se enfríe.

– Bueno, ¿y qué has hecho hoy? -preguntó la abuela Mazur-. ¿Has tenido que pegarle una paliza a alguien?

– Me he pasado el día buscando a Kenny Mancuso, pero no he tenido suerte.

– Kenny Mancuso es un gandul -comentó mi madre-. Todos los varones Morelli y Mancuso lo son. No se puede confiar en ellos.

Miré a mi madre.

– ¿Has sabido algo de Kenny? ¿Qué se dice de él por ahí?

– Sólo que es un gandul. ¿No basta con eso?

En el barrio, ser gandul no es nada extraño. Las mujeres Morelli y Mancuso son intachables, pero sus hombres son unos pelmazos. Se emborrachan, son groseros, abofetean a sus hijos y ponen cuernos a sus esposas y novias.

– Sergie Morelli irá al velatorio -informó la abuela Mazur-. Con los Caballeros de Colón. Puedo hacerle algunas preguntas, si quieres. Él ni se daría cuenta. Siempre ha estado enamorado de mí, ¿sabes?

Sergie Morelli tenía ochenta y un años, y de sus enormes orejas salían pelos grises que parecían cerdas. Supuse que no sabría dónde se escondía Kenny, pero en ocasiones algunos detalles insignificantes resultan útiles.

– ¿Y si fuera al velatorio contigo? Podríamos interrogar a Sergie juntas.

– Está bien. Pero no me reprimas.

Mi padre puso los ojos en blanco y se llevó un trozo de pollo a la boca.

– ¿Crees que debería llevar un arma? -preguntó la abuela-. Sólo por si acaso.

– ¡Oh, Dios! -exclamó mi padre.

De postre había tarta de manzana, todavía calentita. Las manzanas estaban ácidas y cubiertas de canela. La pasta, hojaldrada, dulce y crujiente. Comí dos porciones y estuve a punto de tener un orgasmo.

– Deberías abrir una pastelería -dije a mi madre-. Ganarías una fortuna con tus tartas.

Estaba ocupada amontonando platos y recogiendo cubiertos.

– Con cuidar la casa y a tu padre me basta. Además, si tuviese que trabajar, me gustaría ser enfermera. Siempre he pensado que sería una buena enfermera.

Todos la miramos boquiabiertos. Nunca había hablado de ello. De hecho, nadie la había oído expresar ninguna ambición que no estuviese relacionada con fundas nuevas para los muebles o cortinas nuevas.

– Podrías retomar los estudios -propuse-. En la universidad local existe una carrera de enfermería.

– A mí no me gustaría ser enfermera -intervino la abuela Mazur-. Tienen que ponerse esos horribles zuecos blancos con suela de goma y se pasan el día vaciando orinales. Si buscara trabajo, me gustaría ser actriz de cine.


Hay cinco funerarias en el barrio. El cuñado de Betty Szajack, Danny Gunzer, estaba en la de Stiva.

– Cuando muera asegúrate de que me lleven a la funeraria de Stiva -pidió la abuela Mazur mientras íbamos hacia allí-. No quiero que ese chapucero de Mosel se haga cargo del servicio. No sabe cómo maquillar. Usa demasiado colorete. Nadie parece natural. Y no quiero que Sokolowsky me vea desnuda. He oído cosas raras acerca de Sokolowsky. Stiva es el mejor. Todo el que se precie va a la funeraria de Stiva.


La funeraria de marras se hallaba en la calle Hamilton, no muy lejos del hospital de Saint Francis, en una gran casa de estilo Victoriano rodeada de un amplio porche. Era blanca, con contraventanas negras y, en deferencia a los ancianos, había una moqueta verde que iba desde la acera hasta la puerta principal. Una entrada para coches llevaba a la parte trasera, donde había un garaje con capacidad para cuatro coches. Al lado, frente al camino de entrada, habían añadido un ala construida en ladrillo. En ella había dos salas para velar a los difuntos. Nunca había visitado todas las instalaciones, pero supuse que el lugar donde los embalsamaban también se encontraba allí.

Aparqué junto al bordillo y ayudé a la abuela Mazur a bajar del jeep. Ella había decidido que no podría sonsacar bien a Sergie Morelli si llevaba sus zapatillas de deporte acostumbradas, por lo que ahora se balanceaba precariamente sobre unos zapatos de tacón de charol negro. Según ella, era el calzado preferido de los muchachos.

La así firmemente del codo y la guié escalones arriba hacia el vestíbulo, donde los Caballeros de Colón se agolpaban, luciendo sus fantasiosos sombreros y fajines. Todos hablaban en voz baja y la nueva moqueta apagaba el ruido de los pasos. El aroma a flores era abrumador, mezclado con el olor penetrante a pastillas de menta que no lograban disimular el aliento a whisky de muchos de los presentes.

Constantine Stiva, al que llamaban Con, había abierto su negocio treinta años antes y desde entonces, cada día, había presidido los velatorios. Era un sepulturero consumado: en su rostro siempre había una expresión de circunstancias; su frente, alta y pálida, era tan consoladora como unas natillas, y sus movimientos, discretos y silenciosos. Aquél era Constantine Stiva, el embalsamador sigiloso.

Su hijastro Spiro empezaba a hacer sus pinitos como enterrador; se mantenía al lado de Constantine en los velatorios vespertinos y lo ayudaba en los entierros matutinos. Estaba claro que en la vida de Constantine Stiva la muerte lo era todo. Para Spiro parecía más bien un deporte. Sus sonrisas de condolencia no resultaban nada convincentes. Si tuviese que adivinar cuáles eran sus placeres profesionales me inclinaría por la química, o sea, las mesas de disección y los arpones pancreáticos. La hermanita de Mary Lou Molnar fue al colé con Spiro e informó a Mary Lou que Spiro había guardado los recortes de sus uñas en un frasco.

Spiro era bajo y moreno, de nudillos velludos y cara dominada por una nariz prominente y una frente inclinada. La cruel verdad es que parecía una rata que toma esteroides, y el rumor acerca de sus recortes de uñas no hizo nada por mejorar la imagen que se tenía de él.

Era amigo de Moogey Bues, pero no parecía que la muerte de éste lo hubiese alterado. Yo había hablado con él, pues su nombre aparecía en la libreta de Kenny. Su reacción fue reservada y cortés. Sí, en el instituto formaba parte de la pandilla de Moogey y Kenny, y sí, continuaron siendo amigos. No, no se le ocurría un motivo para el asesinato de aquél. No, no había visto a Kenny desde que lo detuvieron y no tenía ni idea de dónde podía estar.

En el vestíbulo, Constantine brillaba por su ausencia, pero Spiro, que lucía un impecable traje negro y camisa blanca almidonada, dirigía al tráfico.

La abuela lo examinó como si fuese una basta imitación de una buena joya.

– ¿Dónde está Con?

– En el hospital. Tiene una hernia discal. Ocurrió la semana pasada.

– ¡No! -A la abuela se le cortó la respiración-. ¿Quién se encarga del negocio?

– Yo. De todos modos, ya estoy prácticamente al frente de él. Además, contamos con Louie.

– ¿Quién es Louie?

– Louie Moon. Probablemente no lo conoce, porque trabaja sobre todo de mañana y a veces conduce. Lleva seis meses con nosotros.

Una joven franqueó la puerta, se detuvo en medio del vestíbulo y, mientras se desabrochaba el abrigo, miró alrededor. Spiro la saludó con una leve inclinación de la cabeza, como se suponía que debía hacer un enterrador. La joven le devolvió el saludo de igual modo.

– Parece interesada en ti -dijo la abuela.

Spiro sonrió, mostrando unos dientes tan torcidos que habrían hecho las delicias de cualquier dentista.

– Muchas mujeres se interesan en mí. Soy un buen partido. -Abarcó la estancia con un movimiento del brazo-. Un día todo esto será mío.

– Supongo que podrías mantener muy bien a una mujer.

– Pienso ampliar el negocio. Quizá otorgar una franquicia.

– ¿Has oído eso? -me preguntó la abuela-. Qué agradable encontrar a un joven ambicioso.

De continuar mucho tiempo esa conversación, yo iba a vomitar sobre le traje de Spiro.

– Hemos venido a ver a Danny Gunzer -dije dirigiéndome a Spiro-. Ha sido agradable hablar contigo, pero más vale que entremos, antes de que los Caballeros de Colón ocupen todos los asientos buenos.

– Lo entiendo perfectamente. El señor Gunzer está en la sala verde.

La sala verde solía ser el locutorio. La idea era que fuese una de las mejores estancias de la funeraria, pero Stiva la había pintado de un verde bilioso y había instalado luces tan potentes que habrían podido iluminar un campo de fútbol.

– Odio esa sala -comentó la abuela Mazur, siguiéndome-. Está tan iluminada que a una se le ven todas las arrugas. Eso es lo que pasa cuando dejan que Walter Dumbowski se encargue de la instalación eléctrica. Esos hermanos Dumbowski no saben nada de nada. Oye, si Stiva trata de amortajarme en la sala verde, tú me llevas a casa. Preferiría que me pusieras en la acera para que me recogiese el basurero. Si eres importante te toca una de las nuevas salas de atrás, con las paredes revestidas de madera. Todo el mundo lo sabe.

Betty Szajack y su hermana se hallaban al lado del ataúd abierto. La señora Goodman, la señora Gennaro, la anciana señora Ciak y su hija ya se habían sentado. La abuela Mazur se apresuró y colocó su bolso en una silla plegable de la segunda fila. Una vez asegurado su lugar, se dirigió con paso vacilante hacia Betty Szajack y le dio el pésame, mientras yo me quedaba en la parte de atrás de la sala, hablando con algunas personas. Me enteré de que Gail Lazar estaba embarazada, que el departamento de sanidad había citado a comparecer a Barkalowski, el de la tienda de ultramarinos, y que a Biggy Zaremba lo habían detenido por exhibicionismo. Nada sobre Kenny Mancuso.

Me mezclé entre la concurrencia. Sudaba bajo mi camisa de franela y mi jersey de cuello de cisne e imaginé que mi cabello debía de estar rizándose a causa del calor y la humedad. Para cuando llegué al lado de la abuela Mazur, resollaba como un perro.

– Mira esa corbata. -La abuela observaba fijamente a Gunzer-. Tiene cabecitas de caballo. ¿No es fantástico? Casi me hace desear ser hombre, para que me entierren con una corbata como ésa.

En la parte trasera de la sala se oyó el movimiento de pies al arrastrarse y las conversaciones cesaron al aparecer los Caballeros de Colón. Se adelantaron en parejas y la abuela Mazur se puso de puntillas y giró sobre sus tacones a fin de verlos bien. Un tacón se enganchó en la alfombra y la abuela se inclinó hacia atrás con el cuerpo rígido como una tabla.

Antes de que yo pudiese evitarlo, cayó sobre el ataúd; agitó los brazos en busca de apoyo y finalmente se aferró a un pedestal sobre el que había un gran florero de cristal lleno de gladiolos. El pedestal aguantó el peso, pero el florero se tambaleó y fue a parar estrepitosamente sobre Danny Gunzer, a quien golpeó en la frente. El agua se metió en las orejas de Gunzer y goteó por su barbilla. Los gladiolos se esparcieron sobre el traje gris oscuro. Todos los presentes quedaron sin habla, casi como si esperaran que Gunzer se levantara y gritase, pero éste no hizo nada.

La abuela Mazur era la única que no había quedado petrificada. Se enderezó y se alisó el vestido.

– Bueno, qué suerte que esté muerto -observó-. Así no hay problema.

– ¿Que no hay problema? ¿Que no hay problema, dice? -chilló la viuda de Gunzer, fuera de sí -. Mire su corbata. Está hecha un asco. Pagué un suplemento por esa corbata.

Me disculpé en nombre de la abuela y ofrecí pagar la corbata, pero la señora Gunzer estaba demasiado histérica para oírme.

Amenazó a la abuela con un puño cerrado.

– Deberían encerrarla. A usted y a la chiflada de su nieta. ¡Cazadora de fugitivos! ¿Quién ha oído hablar de algo así?

– ¿Qué ha dicho? -Entrecerré los ojos y puse los brazos en jarras.

La señora Gunzer dio un paso atrás (probablemente temía que le disparara) y yo retrocedí. Cogí a la abuela Mazur del codo, reuní sus pertenencias, la guié hacia la puerta y, con las prisas, casi eché a Spiro al suelo.

– Fue un accidente -explicó la abuela dirigiéndose a Spiro-. Mi tacón se enganchó en la alfombra. Podía haberle pasado a cualquiera.

– Claro. Estoy seguro de que la señora Gunzer se habrá dado cuenta.

– No me he dado cuenta de nada -tronó la señora Gunzer-. Esta mujer es una amenaza pública.

Spiro nos condujo hacia el vestíbulo.

– Espero que este incidente no les impida regresar. Nos gusta que nos visiten las mujeres bonitas. -Se inclinó hacia mí y, con tono conspirador, me susurró al oído-: Quisiera hablar contigo en privado acerca de un negocio del que necesito que te encargues.

– ¿Qué clase de negocio?

– Necesito que encuentres algo, y me han dicho que eres muy buena buscando. He hecho algunas averiguaciones después de que me interrogaras acerca de Kenny.

– Ahora estoy bastante ocupada. Y no soy una investigadora privada.

– Mil dólares de comisión si lo encuentras.

El tiempo pareció detenerse por un instante, mientras me gastaba el dinero mentalmente.

– Claro que, si lo mantenemos en secreto, no veo por qué no ayudar a un amigo. -Bajé, la voz-. ¿Qué buscas?

– Ataúdes -susurró Spiro-. Veinticuatro ataúdes.

Cuando llegué a casa, Morelli estaba esperándome en el pasillo, con la espalda apoyada contra la pared y las piernas cruzadas.

– Deja que adivine -dijo-. Sobras.

– Vaya, ahora sé cómo lograste convertirte en detective.

– Puedo hacerlo mejor. -Olfateó-. Pollo.

– Pareces un sabueso.

Cogió la bolsa mientras yo abría la puerta.

– ¿Has tenido un día difícil?

– A las cinco de la tarde ya no podía serlo más. Si no me quito esta ropa pronto, me llenaré de moho.

Se apartó, entró en la cocina y sacó de la bolsa un trozo de pollo envuelto en papel de aluminio, además de un recipiente con relleno, otro de salsa y otro de puré de patatas. Metió la salsa y el puré en el microondas, y preguntó:

– ¿Cómo te ha ido con la lista?

Le di un plato y cubiertos y saqué una cerveza de la nevera.

– Mal. Nadie lo ha visto.

– ¿Tienes idea de qué podemos hacer ahora?

– No.

¡Sí! ¡El correo! Había olvidado que tenía el correo de Kenny en mi bolso. Lo saqué y lo extendí sobre la encimera de la cocina: una factura de la compañía telefónica, una factura de la tarjeta de crédito, un montón de propaganda y una tarjeta recordando a Kenny que le tocaba la revisión dental.

Morelli echó una ojeada a la vez que añadía salsa al relleno, al puré y al pollo frío.

– ¿Es tu correo?

– No mires.

– ¡Mierda! ¿No hay nada sagrado para ti?

– La tarta de manzana de mi madre. Bueno, ¿qué debo hacer? ¿Debería abrir los sobres con vapor o algo así?

Morelli dejó caer los sobres al suelo y los restregó con el zapato. Los recogí y los examiné. Estaban rotos y sucios.

– Ya estaban así cuando los entregaron -dijo-. La factura del teléfono primero.

Eché un vistazo a la factura y sorprendió descubrir que había cuatro llamadas al extranjero.

– ¿Qué te parece esto? ¿Conoces los prefijos?

– Los dos primeros son de México.

– ¿Puedes averiguar a quién pertenecen?

Morelli dejó su plato en la encimera, levantó la antena de mi teléfono móvil y marcó un número.

– Oye, Murphy, necesito que me consigas los nombres y las direcciones de unos números de teléfono.

Leyó los números en voz alta y comió mientras esperaba. Unos minutos después, Murphy volvió a hablar y Morelli le agradeció la información. Al colgar el auricular, me miró con la expresión impasible propia de un poli.

– Los otros dos son de El Salvador. Es todo lo que Murphy ha podido averiguar.

Cogí un trozo de pollo de su plato y le di un bocado.

– ¿Por qué llamaría a México y a El Salvador?

– Quizá esté planeando tomarse unas vacaciones.

No confiaba en Morelli cuando se ponía afable. Normalmente, sus emociones se dibujaban en su cara.

Abrió la factura de la tarjeta de crédito.

– Kenny ha estado ocupado. El mes pasado hizo compras por valor de casi dos mil dólares.

– ¿Algún billete de avión?

– Ningún billete de avión. -Me entregó la factura-. Míralo.

– Casi todo es ropa. Toda en tiendas locales. -Dejé las facturas sobre la encimera-. Acerca de esos números de teléfono…

Morelli hurgaba el contenido de la bolsa de comestibles.

– ¿Eso que veo es tarta de manzana?

– Si la tocas eres hombre muerto.

Morelli me dio un golpecito en la barbilla.

– Me encantas cuando te pones en plan duro. Me gustaría quedarme y oír más, pero tengo que irme.

Salió del apartamento y se metió en el ascensor. Cuando las puertas de éste se cerraron, me di cuenta de que se había largado con la factura de teléfono de Kenny. Me di un golpe en la frente con la palma de la mano.

– ¡Maldición!

Me quité la ropa mientras me dirigía hacia el cuarto de baño y tomé una ducha muy caliente. Después cogí un camisón de franela, me lo puse, me sequé el cabello con una toalla y, descalza, fui a la cocina.

Comí dos porciones de tarta de manzana, di a Rex dos trocitos y me acosté, pensando en los ataúdes de Spiro. No me había dado más información. Sólo que habían desaparecido y que tenía que encontrarlos. No estaba segura de cómo podía uno perder veinticuatro ataúdes, pero supongo que todo es posible. Le había prometido que regresaría sin la abue la Mazur para hablar de los detalles.

A las siete de la mañana me levanté de la cama y eché una ojeada por la ventana. Ya no llovía, pero el cielo seguía nublado, y lo bastante oscuro para dar la impresión de que era el fin del mundo. Me puse shorts, una camiseta y mis zapatillas de deporte. Lo hice con el mismo entusiasmo con que me enfrentaría al cadalso. Trataba de correr al menos tres veces por semana. Nunca se me ocurrió que podía disfrutar con ello. Corría para compensar la ingesta ocasional de cerveza y porque era bueno ser más veloz que los chicos malos.

Corrí poco más de cuatro kilómetros, entré tambaleándome en el vestíbulo y subí a mi apartamento en el ascensor. No había motivo para exagerar con eso del ejercicio.

Preparé café y me di una ducha rápida. Me puse unos vaqueros y una camisa tejana, engullí una taza de café y me cité con Ranger para desayunar media hora más tarde. Yo tenía acceso al submundo del barrio, pero él tenía acceso al submundo del submundo. Conocía a camellos, chulos y traficantes de armas. El caso de Kenny empezaba a preocuparme, y quería saber por qué. No es que afectara mi trabajo. Mi misión era muy clara: encontrar a Kenny y entregarlo. Mi problema era Morelli. No confiaba en él y odiaba la idea de que dispusiese de más información que yo.

Ranger ya se encontraba sentado a una mesa cuando llegué a la cafetería. Vestía téjanos negros, botas negras de piel de serpiente, muy brillantes -y hechas a mano- y una camiseta negra ceñida que hacía resaltar su torso y sus bíceps. En el respaldo de su silla, había una cazadora de cuero negra, medio ladeada debido al ominoso peso de un arma.

Pedí chocolate caliente y tortitas de arándano con mucho jarabe de arce.

Ranger pidió café y medio pomelo.

– ¿Qué hay?

– ¿Te has enterado del tiroteo en la gasolinera Delio's, en la calle Hamilton? -pregunté.

Asintió con la cabeza.

– Alguien se cargó a Moogey Bues.

– ¿Sabes quién fue?

– No tengo un nombre.

La camarera apareció con el chocolate y el café. Esperé a que se marchara antes de hacer la siguiente pregunta.

– ¿Qué tienes, entonces?

– Muy malas vibraciones.

Tomé pequeños sorbos del chocolate caliente.

– Yo también las tengo. Morelli dice que busca a Kenny Mancuso para hacerle un favor a la madre de éste. Creo que hay más.

– ¡Ay, ay, ay! ¿Has estado leyendo novelas policiacas otra vez?

– Bueno, ¿qué crees? ¿Has oído algo raro acerca de Kenny Mancuso? ¿Crees que es el responsable de la muerte de Moogey Bues?

– Creo que eso no tiene por qué importarte. Tu misión es encontrarlo y entregarlo.

– Por desgracia, no tengo ninguna pista.

La camarera trajo mis tortitas y el pomelo de Ranger.

– Caray, eso parece delicioso -comenté mirando el pomelo, mientras echaba jarabe de arce sobre mis tortitas-. Puede que la próxima vez pida uno.

– Ándate con cuidado. No hay nada más feo que una vieja blanca gorda.

– No estás ayudándome mucho.

– ¿Qué sabes de Moogey Bues?

– Sé que está muerto.

Ranger comió un gajo de pomelo.

– Podrías investigarlo.

– Y mientras lo investigo, tú podrías parar las orejas.

– Kenny Mancuso y Moogey no solían moverse por mi barrio.

– De todos modos, no se perdería nada.

– Eso es cierto.

Acabé mi chocolate caliente y mis tortitas y deseé haberme puesto un jersey para poder bajarme la cremallera de los téjanos. Eructé discretamente y pagué la cuenta.

Regresé a la escena del crimen y le dije al propietario de la gasolinera, Cubby Delio, quién era y qué hacía.

– No lo entiendo -dijo-. Hace veintidós años que tengo esta gasolinera y nunca he tenido problemas.

– ¿Cuánto tiempo llevaba Moogey trabajando para usted?

– Seis años. Empezó cuando iba al instituto. Lo echaré de menos. Era simpático y uno podía fiarse de él. Siempre abría por las mañanas. Nunca tuve que preocuparme por nada.

– ¿Alguna vez le habló de Kenny Mancuso? ¿Sabe usted por qué estaban peleados?

Negó con la cabeza.

– ¿Qué hay de su vida privada? -pregunté.

– No sé mucho acerca de ella. Era soltero y, que yo sepa, no tenía novia. Vivía solo. -Revolvió unos papeles en su escritorio y encontró una lista de empleados muy ajada y manchada-. Ésta es su dirección en Mercerville, cerca del instituto. Acababa de mudarse. Había alquilado una casa.

Apunté la información, le di las gracias y regresé a mi jeep. Enfilé Hamilton, doblé en Klockner, pasé por delante del instituto Stienert y giré a la izquierda hacia una calle de chalets. Los jardines estaban bien cuidados y cercados para proteger a niños pequeños y perros. Las casas eran casi todas blancas con contraventanas de colores pastel. En los caminos de acceso había pocos coches. Era un barrio de familias en que trabajaban los dos miembros de la pareja. Todos estaban trabajando, ganando suficiente dinero para pagar al jardinero, a la sirvienta y la guardería de sus hijos.

Miré los números de las casas hasta llegar a la de Moogey. No se diferenciaba de las demás y nada indicaba que acababa de ocurrir una tragedia.

Aparqué, crucé el jardín y llamé a la puerta. Nadie acudió a abrir. No esperaba que lo hicieran. Eché un vistazo a través de una ventana estrecha que flanqueaba la puerta, pero vi muy poco: un vestíbulo con suelo de madera, escalera alfombrada, un pasillo que iba del vestíbulo a la cocina. Todo parecía en orden.

Regresé a la acera y me dirigí hacia el garaje. Miré dentro. Había un coche y supuse que era de Moogey. Un BMW rojo. Se me antojó un poco caro para un tipo que trabajaba en una gasolinera, pero ¿qué sabía yo? Apunté el número de la matrícula y volví a mi jeep.

Me encontraba sentada al volante, preguntándome qué hacer a continuación, cuando sonó mi teléfono móvil.

Era Connie, la secretaria de la agencia de fianzas.

– Tengo un caso fácil para ti. Pásate por la oficina cuando puedas y te daré el expediente.

– ¿De verdad es tan fácil como dices?

– Se trata de una vagabunda. La viejecita de la estación de ferrocarril. Roba ropa interior y se olvida de que debe presentarse en el juzgado. Lo único que tienes que hacer es recogerla y llevársela al juez.

– ¿Quién paga su fianza si no tiene hogar?

– Un grupo de una iglesia la ha adoptado.

– Voy para allá.

Vinnie tenía su despacho en la calle Hamilton. Vincent Plum, Agencia de Fianzas. Aparte de su inclinación por el sexo duro, Vinnie era una persona respetable. En general mantenía a las ovejas descarriadas de las familias trabajadoras de Trenton fuera de los calabozos. Ocasionalmente le tocaba un criminal de los de verdad, pero esos casos rara vez caían en mis manos.

La abuela Mazur se había formado de los agentes de recuperación una imagen de película de vaqueros, e imaginaba que entrábamos en las casas disparando contra todo lo que se movía. La realidad era que yo pasaba casi todo el día obligando a unos pobres tontos a subir a mi coche y conduciéndolos a la comisaría de policía, donde, tras fijar una nueva fecha para el juicio, los dejaban otra vez en libertad. Entregaba a muchos conductores en estado de ebriedad y alteradores del orden público y, ocasionalmente, un ratero o un ladrón de coches. Vinnie me había encargado el caso de Kenny Mancuso porque al principio parecía muy sencillo. Era su primer delito y pertenecía a una familia respetable del barrio. Además, Vinnie sabía que Ranger me echaría una mano.

Aparqué delante de la tienda de ultramarinos de Fiorello. Pedí a éste que me preparara un bocadillo de atún y me dirigí hacia la oficina de Vinnie, que estaba al lado.

Connie alzó la mirada de un escritorio que parecía puesto adrede para obstaculizar la entrada al despacho de Vinnie. Se había hecho la permanente y una especie de nido de ratas le enmarcaba el rostro. Era un par de años mayor que yo y unos diez centímetros más baja, pesaba catorce kilos más y, como yo, tras un divorcio desalentador usaba su apellido de soltera. El suyo era Rosolli, apellido que la gente del barrio evitaba desde que su tío Jimmy se echó un polvo. Jimmy ya tenía noventa y dos años y no podría encontrarse la polla ni aunque brillara en la oscuridad, y, sin embargo, se echó un polvo.

– Hola. ¿Qué tal te va? -me preguntó.

– Es una pregunta difícil de contestar. ¿Tienes el expediente de la vagabunda?

Connie me entregó varios formularios grapados.

– Eula Rothridge. La encontrarás en la estación de ferrocarril.

Hojeé el expediente.

– ¿No hay foto?

– No la necesitas. Estará sentada en el banco más cercano al aparcamiento, tomando el sol.

– ¿Alguna sugerencia?

– Trata de no deprimirte.

Hice una mueca y me marché.

Trenton era un lugar ideal para la industria y el comercio por estar situado a orillas del río Delaware. Con los años, el Delaware fue perdiendo importancia como vía fluvial, y eso supuso la decadencia de Trenton, que quedó perdido en medio de un nudo de autopistas estatales. Sin embargo, recientemente se había instalado en él un club de béisbol de segunda división, de modo que todos confiábamos en obtener pronto fama y fortuna.

El gueto se había apoderado lentamente de los alrededores de la estación, así es que resultaba casi imposible llegar sin pasar por calles flanqueadas de deprimentes casitas adosadas habitadas por personas crónicamente deprimidas. En verano, los barrios se impregnaban de sudor y descarada agresividad. Cuando la temperatura descendía, el carácter de la gente se tornaba sombrío y la animosidad se ocultaba detrás de las paredes.

Conduje por esas calles con las portezuelas y las ventanillas bien cerradas. Lo hacía más por costumbre que por un deseo consciente de protegerme, puesto que cualquiera que tuviese a mano un mondador de patatas podía rajar la capota de lona.

La estación de ferrocarril de Trenton es pequeña y no especialmente memorable. Al frente hay una entrada para coches, donde la gente se baja de los taxis, éstas esperan y un poli monta guardia. Varios bancos la bordean.

Eula se hallaba sentada en el banco más alejado. Vestía varios abrigos de invierno, un gorro de lana morado y zapatillas de deporte. Su rostro estaba surcado de arrugas; del gorro salían algunos mechones desiguales de cabello gris. Sus piernas parecían salchichas de tan hinchadas, y las tenía cómodamente abiertas, dejando a la vista cosas que más valía no ver.

Detuve el jeep delante de ella, en una zona donde estaba prohibido aparcar, y el poli me dirigió una mirada de advertencia.

Agité los formularios de la fianza.

– Tardaré sólo un minuto -dije-. He venido a llevar a Eula al juzgado.

Por la expresión de su rostro supuse que me deseaba buena suerte, y volvió a sumirse en sus pensamientos.

Eula se aclaró la garganta.

– No pienso ir a ningún juzgado.

– ¿Por qué?

– Hay sol. Necesito mi vitamina D.

– Le compraré un litro de leche. La leche tiene mucha vitamina D.

– ¿Qué más vas a comprarme? ¿Un bocadillo?

Saqué de mi bolso el bocadillo de atún.

– Iba a comérmelo, pero se lo regalo.

– ¿De qué es?

– De atún. Lo compré en la tienda de Fiorello.

– Fiorello prepara buenos bocadillos. ¿Has comprado pepinillos también?

– Sí, he comprado pepinillos.

– No sé… ¿Qué será de mis cosas?

Detrás de ella había un carrito de supermercado. En él había metido dos bolsas de basura negras, llenas de quién sabe qué.

– Las guardaremos en la consigna de la estación.

– ¿Quién va a pagar? Tengo ingresos fijos, ¿sabes?

– Yo pagaré.

– Tendrás que cargar con mis cosas. Soy coja.

Miré al poli, que sacudía la cabeza y sonreía.

– ¿Quiere algo de esas bolsas antes de que las guarde? -pregunté a la anciana.

– No. Tengo todo lo que necesito.

– Y cuando guarde todas sus posesiones, le compre la leche y le dé el bocadillo, vendrá conmigo, ¿verdad?

– Verdad.

Arrastré las bolsas escaleras arriba y pasillo abajo, y le di una propina a un mozo de cuerda para que me ayudase a meter los malditos trastos en las taquillas. Una bolsa por taquilla. Metí un puñado de monedas de veinticinco centavos en éstas, cogí las llaves y me apoyé contra la pared para recuperar el aliento. Me dije que debería encontrar tiempo para ejercitar los músculos de mis brazos en el gimnasio. Salí de la estación, entré en el McDonald's y compré un litro de leche desnatada. Regresé a la entrada de la estación y busqué a Eula. Se había ido. El poli también. Y en el parabrisas de mi jeep había una multa.

Me dirigí hacia el primer taxi de la fila y pregunté al conductor:

– ¿Adonde ha ido Eula?

– No lo sé. Cogió un taxi.

– ¿Tenía dinero para un taxi?

– Claro. Le va bastante bien aquí.

– ¿Sabe dónde vive?

– Vive en ese banco. El último a la derecha.

Fantástico. Me metí en mi coche y di una vuelta en U para entrar en el pequeño solar con parquímetros. Esperé a que alguien dejase un espacio libre, estacioné, comí mi bocadillo, bebí la leche y aguardé con los brazos cruzados.

Dos horas más tarde, un taxi se detuvo y Eula bajó de él. Se encaminó andando hacia su banco y se sentó; por su actitud era obvio que lo consideraba de su propiedad. Salí del aparcamiento y me detuve junto al bordillo, frente a ella. Sonreí.

Ella sonrió.

Me apeé y me acerqué a ella.

– ¿Se acuerda de mí?

– Sí. Te largaste con mis cosas.

– Las metí en la consigna.

– Has tardado mucho.

Fui un bebé prematuro, nací un mes antes de que me tocara hacerlo y nunca he aprendido el valor de la paciencia.

– ¿Ve estas dos llaves? Sus cosas están en las taquillas y sólo pueden abrirse con estas -llaves. O viene conmigo o arrojaré las llaves en un retrete.

– Eso sería hacerle una maldad a una pobre vieja.

Me contuve para no gruñir.

– De acuerdo. -Se levantó con dificultad-. Supongo que más vale que te acompañe. De todos modos, ya no hay tanto sol.

La comisaría de Trenton es un edificio cuadrado de tres plantas. Un bloque hermano, contiguo a éste, alberga los juzgados y las oficinas relacionadas con éstos. A los lados de aquel complejo se extiende el gueto. Muy conveniente, pues así los policías no tienen que ir muy lejos en busca de delincuentes y criminales.

Aparqué en el solar que había al lado de la comisaría, crucé el vestíbulo y le entregué a Eula al poli de la recepción. Si hubiese sido después de las horas normales de trabajo, o en lugar de una anciana vagabunda se hubiera tratado de un fugitivo incordiante, habría aparcado delante de la entrada trasera y se lo habría entregado al oficial de guardia. Pero con Eula nada de eso era necesario, así que la ayudé a sentarse mientras intentaba averiguar si el juez que le había fijado la fianza se encontraba a esas horas allí. No estaba, y no me quedó más remedio que conducirla hasta donde se encontraba el teniente del registro para que la detuviera.

Di las llaves de las taquillas a Eula, cogí el recibo de la entrega, y salí por la puerta trasera.

Morelli me esperaba en el aparcamiento, apoyado contra mi coche, con las manos metidas en los bolsillos, fingiendo ser un chico duro de la calle, lo que probablemente fuese.

– ¿Qué hay de nuevo? -preguntó.

– No mucho. Y tú, ¿alguna novedad?

Se encogió de hombros.

– Ha sido un día aburrido.

– Ya veo.

– ¿Tienes alguna pista sobre Kenny?

– Nada que compartiría contigo. Anoche me birlaste el recibo del teléfono.

– No te lo birlé. Olvidé que lo tenía en la mano.

– Entonces, ¿por qué no me hablas de esos números mexicanos?

– No hay nada que decir.

– No me lo creo. Y no creo que te esfuerces tanto por encontrar a Kenny porque eres un buen chico de familia.

– ¿Tienes alguna razón para dudarlo?

– Tengo una sensación extraña en la boca del estómago.

– Puedes llevarla al banco -dijo Morelli con una sonrisa maliciosa.

Estaba claro que debía enfocar las cosas de otra manera.

– Creí que formábamos un equipo -dije.

– Hay toda clase de equipos. Algunos equipos trabajan de manera más independiente que otros.

– A ver si te entiendo -repliqué, poniendo los ojos en blanco-. Se trata de que yo comparta toda la información y tú no. Entonces, cuando encontremos a Kenny te lo llevarás por razones que aún desconozco e impedirás que me paguen mi comisión, ¿no?

– No, no es así. Por nada del mundo impediría que te pagaran tu comisión.

¡Vaya por Dios! Yo necesitaba un respiro, y los dos lo sabíamos.

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