7

Morelli me siguió en su furgoneta a cierta distancia sin duda temeroso de la turbulencia que causaba el Buick al abrirse camino en la oscuridad.

Estacionamos el uno al lado del otro en el aparcamiento de mi edificio. Mickey Boyd encendía un cigarrillo bajo el saliente de la puerta trasera. A su esposa Francine le habían puesto un parche de nicotina la semana anterior y no permitía a Mickey fumar en casa.

– ¡Vaya! -exclamó Mickey, con el cigarrillo pegado, como por arte de magia, al labio inferior, y los ojos entrecerrados para protegerlos del humo-. Mirad ese Buick. Un coche maravilloso. Créeme, ya no los hacen como antes.

Miré a Morelli de reojo.

– Supongo que el gusto de los hombres por los coches grandes es un signo de su machismo.

– Debe ser proporcional a su paquete.

Subimos por la escalera y a medio camino sentí que el corazón me daba un vuelco.

El temor de que entrasen por la fuerza en mi apartamento acabaría por desaparecer y recuperaría la desenfadada seguridad de antes. Con el tiempo. Ese día, no. Ese día tuve que hacer un esfuerzo por ocultar mi temor. No quería que Morelli creyera que era una miedica. Afortunadamente, la puerta estaba cerrada e intacta y cuando entramos oí la rueda del hámster dar vueltas en la oscuridad.

Encendí la luz y dejé caer mi cazadora y mi bolso sobre la mesita del recibidor.

Morelli me siguió hasta la cocina y me observó meter las palomitas en el microondas.

– Apuesto a que has alquilado una película para acompañar a las palomitas.

Abrí la bolsa de chocolatinas rellenas de mantequilla de cacahuete y se la tendí.

– Los cazafantasmas.

Morelli cogió una chocolatina, la desenvolvió y la engulló.

– Tampoco sabes mucho de películas.

– ¡Es mi preferida!

– Es una película para mariquitas. Ni siquiera actúa Robert DeNiro.

– Háblame de la redada.

– Cogimos a los cuatro tíos del BMW, pero nadie sabe nada. El trato se organizó por teléfono.

– ¿Y qué hay de la furgoneta?

– Robada. Te lo dije.

El temporizador del microondas sonó, y saqué las palomitas.

– Cuesta creer que alguien iría a la calle Jackson en plena noche para comprar armas del ejército robadas a alguien con quien sólo ha hablado por teléfono.

– El vendedor conocía ciertos nombres. Supongo que eso era suficiente para esos tíos. No son peces gordos del mercado negro de armas.

– ¿No hay nada que comprometa a Kenny?

– Nada.

Eché las palomitas en un cuenco y se lo di a Morelli.

– Bueno, ¿a quién ha nombrado el vendedor? ¿Alguien a quien yo conozca?

Morelli abrió la nevera y sacó una cerveza.

– ¿Quieres una?

Cogí una lata y la abrí.

– Hablando de esos nombres…

– Olvida los nombres. No te ayudarán a encontrar a Kenny.

– ¿Y una descripción? ¿Cómo era la voz del vendedor? ¿De qué color eran sus ojos?

– Era un hombre blanco corriente de voz corriente sin características sobresalientes. Nadie se fijó en el color de sus ojos. En líneas generales, del interrogatorio se deduce que los tíos querían armas, no una jodida cita.

– Si hubiésemos trabajado juntos no lo habríamos perdido. Debiste llamarme. Como cazarrecompensas tengo derecho a participar en operaciones conjuntas.

– Te equivocas. Invitarte a participar en operaciones conjuntas es sólo una cortesía profesional por nuestra parte.

– Bien. ¿Por qué no me invitasteis?

Morelli cogió un puñado de palomitas.

– No teníamos indicios sólidos de que sería Kenny quien condujese la furgoneta.

– Pero cabía la posibilidad.

– Bien, cabía la posibilidad.

– Y decidiste no incluirme. Lo sabía. Desde el principio sabía que me excluirías.

Morelli fue a la sala.

– Entonces, ¿qué intentas decirme? -preguntó-. ¿Que estamos otra vez en guerra?

– Intento decirte que eres asqueroso. Es más, quiero mis palomitas y que te largues de mi apartamento.

– No.

– ¿Qué quieres decir con «no»?

– Hemos hecho un trato. Información a cambio de palomitas. Ya tienes la información, y ahora tengo derecho a mis palomitas.

Lo primero que pasó por mi cabeza fue mi bolso, que estaba en la mesita del recibidor. Podría dar a Morelli el mismo tratamiento que a Eugene Petras.

– Ni lo pienses -dijo Morelli-. Si te acercas a ese bolso te arrestaré por tenencia de armas ocultas.

– Eres asqueroso. Eso es abuso de autoridad.

Morelli cogió la cinta de Los cazafantasmas de encima de la tele y la metió en el vídeo.

– ¿Vas a ver esta peli conmigo, o no?

Desperté de mal humor, sin saber por qué. Sospeché que tenía que ver con Morelli y el hecho de no poderlo rociar con mi gas, darle una descarga eléctrica o disparar contra él. Se había ido al acabarse la película y las palomitas. Sus últimas palabras al salir fueron para pedirme que confiara en él.

– Claro -contesté.

Cuando los cerdos vuelen.

Preparé café, telefoneé a Eddie Gazzara y le dejé un mensaje pidiéndole que me llamara. Mientras esperaba, me pinté las uñas de los pies, tomé café y cereales, y cuando me disponía a dar cuenta de un par de barras de chocolate sonó el teléfono.

– ¿Qué ocurre ahora? -preguntó Gazzara.

– Necesito los nombres de los cuatro tíos que detuvieron en la calle Jackson anoche. Y los nombres que el conductor de la furgoneta dio como referencia.

– Mierda. No tengo acceso a esa información.

– ¿Todavía necesitas una canguro?

– Siempre necesito una canguro. Veré qué puedo hacer.

Tomé una rápida ducha, me peiné con los dedos y me puse unos téjanos y una camisa de franela. Saqué la pistola de mi bolso y la guardé cuidadosamente en el tarro de galletas. Activé el contestador automático y cerré la puerta con llave al salir.

El aire era fresco y el cielo, casi azul. La escarcha que cubría las ventanillas del Buick centelleaba. Me senté al volante, encendí el motor y puse el descongelador a tope.

Siguiendo la filosofía de que hacer cualquier cosa (por tediosa e insignificante que sea) es mejor que no hacer nada, dediqué la mañana a pasar por delante de las casas de los amigos y los parientes de Kenny. Mientras conducía me mantuve alerta por si veía mi jeep o algún camión blanco con letras negras. No hallé nada, pero la lista de cosas que debía buscar era cada vez más larga, de modo que quizá estuviese progresando. Si la lista se volvía lo suficientemente larga, encontraría algo, tarde o temprano.

Tras repetir la operación por tres veces, renuncié y me dirigí hacia la oficina. Tenía que recoger mi cheque por haber entregado a Petras y quería acceder a los mensajes de mi contestador. Encontré un espacio dos edificios más abajo del de Vinnie e intenté aparcar el Buick junto al bordillo. En poco menos de diez minutos lo había colocado bastante bien, sólo un neumático trasero estaba sobre la acera.

– Vaya que eres buena aparcando -comentó Connie-. Por un momento temí que antes de que consiguieses atracar ese trasatlántico se te acabaría la gasolina.

Dejé caer mi bolso sobre el sofá, y dije:

– Voy mejorando. Sólo di dos golpes al coche de atrás y ni siquiera toqué el parquímetro.

Un rostro conocido surgió de detrás de Connie.

– Espero por tu bien que no sea mi coche el que has golpeado.

– ¡Lula!

Lula apoyó una mano en la cadera e inclinó hacia adelante sus cien kilos de peso. Llevaba chándal y zapatillas de deporte blancos. Se había teñido el pelo de anaranjado y parecía que, antes de alisárselo con cola de empapelar, un cerdo salvaje se lo hubiese cortado a dentelladas.

– Oye, chica, ¿a qué se debe que hayas arrastrado hasta aquí tu triste culo?

– Vengo a recoger un talón. ¿Y tú? ¿Necesitas que te paguen la fianza?

– ¡Diablos, no! Acaban de contratarme para poner en orden esta oficina. Voy a archivar hasta que se me caiga el culo.

– ¿Y qué hay de tu antigua profesión?

– Me he jubilado. Le he dejado mi esquina a Jackie. Ya no podía ser puta después de que me rajaran el rostro el verano pasado.

Connie sonreía de oreja a oreja.

– Creo que ella sí podrá manejar a Vinnie.

– Sí. Como ese blanco cabrón gilipollas intente algo conmigo, lo aplasto.

Lula me caía muy bien. Nos habíamos conocido hacía unos meses, cuando yo hacía mis pinitos como cazarrecompensas y buscaba respuestas en su esquina de la calle Stark.

– Bueno, ¿todavía andas por ahí? ¿Todavía te enteras de cosas? -le pregunté.

– ¿Como qué?

– Cuatro tíos trataron de comprar armas anoche y los detuvieron.

– ¡Ja! Todo el mundo lo sabe. Son los dos chicos Long, Booger Brown y el cretino de su primo, Freddie Johnson.

– ¿Sabes a quién le compraban las armas?

– A un tío blanco. Es todo lo que sé.

– Estoy buscando una pista sobre el tío blanco.

– Es una sensación muy rara estar de este lado de la ley. Creo que me costará acostumbrarme.

Marqué el número de mi propio teléfono y escuché los mensajes que habían dejado. Spiro quería quedar conmigo otra vez y Gazzara me daba una lista de nombres. Los cuatro primeros eran los que me había dado Lula. Los tres últimos eran los gángsters que el vendedor había dado como referencias. Tomé nota de ellos y me volví hacia Lula.

– Habíame de Lionel Boone, Stinky Sander y Jamal Alou.

– Boone y Sander son camellos. Entran y salen de chirona como si se tratase de un hotel. Sus expectativas de vida no parecen muy buenas, ¿me entiendes? En cuanto a Alou, no lo conozco.

– ¿Y tú? -pregunté a Connie-. ¿Conoces a alguno de estos perdedores?

– No los recuerdo, pero puedes mirar los archivos.

– ¡Alto ahí! -exclamó Lula-. Eso es cosa mía. Quédate donde estás y obsérvame.

Mientras ella buscaba en los archivadores, telefoneé a Ranger.

– Hablé con Morelli anoche -dije-. No sacaron gran cosa de los tíos del BMW, sólo que

el conductor de la furgoneta dio los nombres de Lionel Boone, Stinky Sander y Jamal Alou como referencia.

– Vaya panda de cabroncetes. Alou es todo un artesano. Puede fabricar cualquier cosa que explote.

– Deberíamos hablar con ellos, ¿no?

– No creo que te gustase oír lo que dirían, nena. Más vale que hable yo con ellos.

– Me parece bien. De todos modos, tengo otras cosas que hacer.

– No tenemos a ninguno de esos gilipollas en el archivo -gritó Lula-. Seguro que somos demasiado elegantes.

Connie me dio mi cheque y me dirigí pausadamente hacia mi mole azul. Sal Fiorelli había salido de su tienda y fisgaba por la ventanilla lateral del coche.

– Mira qué maravilla de automóvil. -No hablaba con nadie en particular.

Puse los ojos en blanco y metí la llave en la cerradura.

– Buenos días, señor Fiorelli.

– ¡Vaya cochecito el que tienes!

– Sí. No todo el mundo puede conducir uno como éste.

– Mi tío Manni tenía un Buick del cincuenta y tres. Lo encontraron muerto en su interior… en el vertedero.

– Caray, lo siento de verdad.

– Echó a perder el tapizado. Una pena.

Conduje hasta la funeraria de Stiva y aparqué al otro lado de la calle. La furgoneta de una floristería dobló en la entrada de servicio y desapareció detrás del edificio. Ésa era la única actividad. La paz que reinaba en la funeraria se me antojó espeluznante. Me pregunté cómo se sentiría Constantine Stiva, sometido a tracción en el hospital Saint Francis. Que yo supiera, Constantine nunca había tomado unas vacaciones y ahora se encontraba boca arriba, y su negocio en manos de su mezquino hijastro. Seguro que lo conduciría a la ruina. Me pregunté si sabría lo de los ataúdes. Supuse que no. Supuse que Spiro había metido la pata e intentaba que Con no se enterara.

Tenía que explicarle a Spiro que no iba a aceptar su invitación, pero me costaba cruzar la calle. Podía soportar una funeraria a las siete de la noche, llena de Caballeros de Colón. Lo que no me apetecía precisamente era llegar de puntillas a las once de la mañana, con la única compañía de Spiro y de los muertos.

Permanecí sentada un rato y pensé que Spiro, Kenny y Moogey habían sido grandes amigos en el instituto. Kenny, el sabelotodo. Spiro, el chico no muy brillante, con la dentadura en malas condiciones y un sepulturero por padrastro. Y Moogey, el buenazo, al menos hasta donde yo sabía. Es extraño cómo el denominador común de las alianzas de la gente es la mera necesidad de tener amigos.

Ahora, Moogey estaba muerto. Kenny, desaparecido en acción y Spiro había perdido veinticuatro féretros baratos. La vida es muy extraña en ocasiones. Un día estás en el instituto, jugando al baloncesto, robando el dinero de la comida de los pequeñines y, de pronto, tienes que rellenar con masilla los agujeros en la cabeza de tu mejor amigo.

De pronto se me ocurrió una idea. ¿Y si todo estuviese relacionado? ¿Y si Kenny había robado las armas y las había escondido en los ataúdes de Spiro? ¿Y si…? Y si, ¿qué?

Desde que había salido de mi apartamento esa mañana, el cielo se había encapotado y soplaba un viento cada vez más fuerte. Las hojas cruzaban la calle y azotaban el parabrisas. Se me ocurrió que como permaneciera suficiente tiempo allí, vería a Piglet pasar volando.

A las doce resultó evidente que me faltaba valor. Ningún problema. Echaría mano del segundo plan: iría a casa de mis padres, gorrearía comida y regresaría con la abuela Mazur a rastras.


Eran casi las dos de la tarde cuando entré en el pequeño aparcamiento lateral de la funeraria de Stiva, con la abuela a mi lado en el largo asiento del Buick, tratando de ver por encima del salpicadero.

– Por las tardes no suelo asistir a los velatorios -comentó mientras cogía su bolso y sus guantes-. A veces, en verano, cuando me apetece dar un paseo, voy a uno, pero me gusta más la gente que asiste a los de la noche. Claro, es distinto cuando se va a la caza de fugitivos… como nosotras.

Ayudé a la abuela a bajar del vehículo.

– No vengo en calidad de agente recuperadora -dije-. He venido a hablar con Spiro, sencillamente. Estoy ayudándole a resolver un problemilla.

– Seguro. ¿Qué ha perdido? Apuesto a que se trata de un cadáver.

– No ha perdido ningún cadáver.

– Qué pena. No me molestaría buscar un cadáver.

Subimos por los escalones del porche y franqueamos la puerta. Nos detuvimos por un instante para leer la lista de velatorios.

– ¿A quién se supone que vamos a ver? -preguntó la abuela-. ¿A Feinstein o a Mackey?

– ¿Tienes alguna preferencia?

– Supongo que podría ir a ver a Mackey. Hace años que no lo veo. Desde que dejó de trabajar en el supermercado.

Dejé que la abuela fuese a lo suyo y me dirigí en busca de Spiro. Lo encontré en la oficina de Con, o sea Constantino, su padrastro, sentado detrás de un gran escritorio de nogal hablando por teléfono. Colgó el auricular y me indicó que me sentara.

– Era Con -dijo-. No para de llamar. No consigo soltar el teléfono. Está convirtiéndose en una verdadera patada en el trasero.

Se me ocurrió que estaría bien que Spiro tratara de ligar conmigo, pues así tendría un motivo para darle unos cuantos voltios. Puede que lo hiciera de todos modos. Si lograba que me diera la espalda se los aplicaría en la nuca y afirmaría que lo había hecho otra persona. Le diría que un deudo que había perdido la chaveta entró corriendo en la oficina, le dio una descarga y se largó.

– Y bien, ¿qué tienes para mí?

– Estabas en lo cierto respecto de los ataúdes. Han desaparecido. -Puse la llave sobre su escritorio-. Pensemos en la llave, ¿de acuerdo? Sólo tienes una, ¿no?

– Sí.

– ¿Has hecho una copia en algún momento?

– No.

– ¿Estaba en tu llavero? ¿Podría haberla cogido un empleado, cuando aparcaba tu coche?

– Nadie tenía acceso a esa llave. La guardaba en casa, en el cajón superior de mi cómoda.

– ¿Y Con?

– ¿Qué ocurre con él?

– ¿Tenía acceso a la llave?

– Con no sabe nada de los féretros. Lo hice sólito.

No me sorprendió.

– Por curiosidad, ¿qué esperabas hacer con esos féretros? No puedes vendérselos a nadie del barrio.

– Digamos que era una especie de intermediario. Tenía un comprador.

Un comprador, vaya.

– Ese comprador, ¿sabe que esos ataúdes han desaparecido?

– Todavía no.

– Y prefieres no echar a perder tu credibilidad.

– Algo así.

Me pareció que no me convenía saber más. Ni siquiera estaba segura de querer seguir buscando los ataúdes.

– De acuerdo. Otro tema. Kenny Mancuso.

Spiro se hundió más en la silla de Con.

– Éramos amigos. Yo, Kenny y Moogey.

– Me sorprende que Kenny no te pidiera ayuda, que no te pidiera que lo escondieras.

– No tengo tanta suerte.

– ¿Quieres hablar de ello?

– Estuvo aquí.

– ¿Kenny? ¿Cuándo? ¿Lo has visto?

Spiro abrió el cajón del medio y sacó una hoja de papel. Me la tendió.

– Al llegar hoy por la mañana encontré esto sobre mi escritorio.

El mensaje era críptico.

«Tienes algo mío y ahora tengo algo tuyo.»

Estaba escrito con letras plateadas de esas que se pegan, y firmado con una K del mismo color. Miré fijamente las letras y me atraganté. Spiro y yo teníamos un corresponsal en común.

– ¿Qué significa?

– No lo sé -dijo, evidentemente abatido-. Significa que está loco. Seguirás buscando esos ataúdes, ¿verdad? Hemos hecho un trato.

Vaya con Spiro, se mostraba preocupado por esa extraña nota de Kenny y, al instante siguiente me preguntaba acerca de los ataúdes. Muy sospechoso, doctor Watson.

– Supongo que sí, pero si quieres que sea sincera contigo, no consigo avanzar.

Encontré a la abuela en la sala de Mackey, junto a la cabecera del ataúd, haciendo compañía a Marjorie Boyer y a la señora Mackey. Esta se hallaba agradablemente trompa gracias al licor que había echado en el té y entretenía a la abuela y a Marjorie contándoles la historia de su vida, en particular los momentos más sórdidos de ésta. Se mecía y gesticulaba y de vez en cuando volcaba un poco de té, o de lo que fuera.

– Tienes que ver esto -me dijo la abuela-. Le han puesto un forro azul marino, porque los colores de la logia de George son azul y oro. Increíble, ¿verdad?

– Todos los socios de la logia vendrán esta noche -explicó la señora Mackey-. Celebrarán una ceremonia, y han enviado un ramo… ¡enorme!

– Menudo anillo, el de George -comentó la abuela.

La señora Mackey apuró el contenido de su taza.

– Es el anillo de la logia. George, que Dios lo tenga en su gloria, quería que lo enterraran con él.

La abuela se inclinó para observarlo mejor. Metió la cabeza en el ataúd y tocó el anillo.

– ¡Ay, ay, ay!

Todos tuvimos miedo de preguntar.

La abuela se enderezó y se volvió hacia nosotras.

– Mirad esto. -Alzó un objeto del tamaño de un troncho de regaliz-. Se le ha despegado el dedo.

La señora Mackey se desmayó y cayó con gran estrépito. Marjorie salió corriendo y gritando.

Me acerqué para verlo mejor.

– ¿Estás segura? ¿Cómo es posible?

– Yo estaba admirando el anillo, tocando la piedra lisa, y en un abrir y cerrar de ojos me encontré con su dedo en mi mano.

Spiro entró en la sala. Marjorie Boyer iba pisándole los talones.

– ¿Qué es eso que he oído acerca de un dedo?

La abuela lo levantó y se lo enseñó.

– Estaba mirando de cerca y de repente…

Spiro le arrancó el dedo de la mano.

– No es un dedo de verdad, es de cera.

– Se le cayó de la mano -dijo la abuela-. Míralo.

Todos echamos una ojeada al interior del ataúd y vimos el pequeño muñón donde antes había estado el dedo anular de George.

– La otra noche un hombre en la tele dijo que unos alienígenas robaban a la gente y hacían experimentos científicos con ella -añadió la abuela-. Puede que eso pasara aquí. Puede que unos alienígenas cogieran el dedo de George. Puede que hayan cogido otras partes de su cuerpo. ¿Quieres que compruebe el resto?

Spiro cerró la tapa del ataúd.

– A veces ocurren accidentes en el proceso de preparación y entonces hay que recurrir a soluciones… artificiales.

Se me ocurrió una idea horripilante acerca de la pérdida del dedo de George. No, me dije. Kenny Mancuso no haría algo así. Sería demasiado fuerte, hasta para Mancuso.

Spiro pasó por encima de la señora Mackey, que yacía en el suelo, sin sentido, salió de la sala y se acercó al teléfono. Lo seguí y aguardé mientras él daba órdenes a Louie Moon de que llamara una ambulancia y trajera masilla a la sala cuatro.

– Acerca de ese dedo… -dije.

– Si hubieses hecho bien tu trabajo ya estaría encerrado. No sé por qué te contraté para buscar los ataúdes cuando ni siquiera puedes encontrar a Mancuso. ¿Tan difícil es? El tío está chaladísimo; me deja notas, destroza fiambres…

– ¿Destrozar fiambres? ¿Te refieres a cortarles los dedos?

– Sólo ha sido uno.

– ¿Has llamado a la policía?

– ¿Qué? ¿Hablas en serio? No puedo llamar a la policía. Irán con el cuento a Con. Como Con se entere le dará un patatús.

– No es que sea una experta en derecho, pero me parece que en casos como éste tienes la obligación de informar a las autoridades.

– Estoy informándote a ti.

– ¡Oh, no! No pienso responsabilizarme de esto.

– Es asunto mío si quiero informar de un delito. Ninguna ley dice que tengo que contarle todo a la policía.

Spiro miró por encima de mi hombro izquierdo. Me volví para ver qué había llamado su atención y me desconcertó encontrar a Louie Moon a pocos centímetros de mí. Resultaba fácil indentificarlo, pues llevaba su nombre bordado con hilo rojo sobre el bolsillo superior de su mono de algodón blanco. Era de estatura y peso medianos, y debía de tener poco más de treinta años. Su tez era muy pálida y sus ojos muy azules y notablemente inexpresivos. Empezaba a tener entradas en el cabello rubio. Me echó una rápida ojeada y entregó la masilla a Spiro.

– Tenemos una desmayada aquí -le dijo Spiro-. Cuando llegue la ambulancia envía aquí arriba a los enfermeros.

Moon se marchó sin decir palabra. Muy tranquilo. Supuse que su actitud debía de ser consecuencia de trabajar tanto con muertos. No habrá mucha conversación, pero ha de ser bueno para la presión arterial.

– ¿Y Moon? -pregunté-. ¿Ha tenido acceso a la llave de la nave? ¿Sabe lo de los féretros?

– Moon no sabe nada de nada. Tiene el cerebro de una lagartija.

Me sorprendió ese comentario dado que el propio Spiro se parecía mucho a una lagartija.

– Revisemos esto desde el principio. ¿Cuándo recibiste la nota?

– Entré a hacer unas llamadas y la encontré sobre mi escritorio. Debió de ser poco antes de las doce.

– ¿Y el dedo? ¿Cuándo te enteraste de lo del dedo?

– Antes de los velatorios siempre reviso que todo esté en orden. Advertí que a George le faltaba un dedo y lo arreglé con masilla.

– Debiste decírmelo.

– No quería que se supiera. No creía que se enterasen. No contaba con la presencia de la abuela Desastre.

– ¿Tienes idea de cómo entró Kenny?

– No debió de costarle mucho. Cuando me voy por la noche activo la alarma. Cuando abro por la mañana, la desactivo. El resto del día la puerta trasera permanece abierta, por las entregas, ¿sabes? La del frente también suele estar abierta.

Había vigilado la puerta de entrada durante buena parte de la mañana y nadie había entrado o salido. Un florista había usado la puerta trasera. Y eso era todo. Claro que Kenny podía haber entrado adentro antes de que yo llegase.

– ¿No oíste nada?

– Louie y yo estuvimos trabajando con el dedo casi toda la mañana. La gente usa el interfono si nos necesita.

– Bueno, ¿quién entró y salió?

– Clara se encarga de los peinados. Llegó hacia las nueve y media para arreglar el cabello de la señora Grasso. Se fue una hora más tarde, o así. Supongo que puedes hablar con ella, pero no le digas nada. Sal Muñoz entregó unas flores. Yo estaba aquí arriba cuando llegó, pero interrogarlo no te serviría de nada.

– Quizá debieses revisar todo y comprobar que no te falta nada más.

– Si falta algo más, no quiero saberlo.

– Bien, ¿qué tienes que pueda interesarle a Kenny?

Spiro se llevó la mano a la entrepierna.

– Los de él son pequeños. ¿Me entiendes?

Sentí náuseas.

– Estás de broma, ¿verdad?

– Nunca se sabe lo que motiva a las gentes. A veces, cosas como ésta las corroen por dentro.

– Sí, bueno… si se te ocurre algo, dímelo.

Regresé a la sala en busca de la abuela Mazur. La señora Mackey estaba de pie y, al parecer, se había repuesto. Marjorie Boyer estaba un poco verde, pero quizá se debiera a la iluminación.

Cuando llegamos al aparcamiento me di cuenta que el Buick se encontraba extrañamente ladeado. Louie Moon se hallaba al lado del coche, mirando fijamente y con expresión serena el destornillador clavado en el neumático. Igual podría haber estado observando crecer la hierba.

La abuela se agachó para examinar de cerca el daño.

– No está bien que le hagan esto a un Buick.

No me agradaba dejarme llevar por la paranoia, pero en ningún momento pensé que se tratase de un acto de vandalismo fortuito.

– ¿Has visto quién lo hizo? -pregunté a Louie.

Negó con la cabeza. Cuando habló, lo hizo con voz suave y tan monótona como su expresión.

– Salí a esperar la ambulancia.

– ¿No había nadie en el aparcamiento? ¿No viste ningún coche alejarse?

– No.

Dejé escapar un suspiro y entré para llamar al servicio de carreteras. Usé el teléfono público del vestíbulo y me disgustó ver que me temblaba la mano al buscar una moneda de veinticinco centavos en el fondo de mi bolso. No es más que un neumático pinchado, me dije. No tiene importancia. No es más que un coche, por Dios… un coche viejo.

Pedí a mi padre que rescatara a la abuela Mazur y, mientras esperaba a que me cambiaran el neumático, intenté imaginar a Kenny entrando a hurtadillas en la funeraria y dejando una nota. Le habría resultado bastante fácil acceder por la puerta trasera sin ser visto. Pero cortar un dedo habría sido más difícil. Habría necesitado tiempo para hacerlo.

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