9

Me levanté, entreabrí la cortina y miré el aparcamiento. Efectivamente, el Fairlane marrón se encontraba al lado del Buick del tío Sandor. Vi que el parachoques se hallaba todavía en el asiento trasero y que alguien había pintado la palabra «cerdo» en la puerta del conductor. Abrí la ventana del dormitorio y asomé la cabeza.

– Lárgate.

– Tengo una reunión de personal en quince minutos -gritó Morelli-. No debería durar más de una hora, y después estaré libre el resto del día. Quiero que me esperes antes de ir a la funeraria de Stiva.

– De acuerdo.

Cuando Morelli regresó ya eran las nueve y media y yo me sentía inquieta. En el momento en que entró en el aparcamiento yo estaba mirando por la ventana. Salí del edificio como una exhalación, con el dedo rodando en mi bolso. Me había puesto mis Doctor Martens, por si tenía que dar una patada a alguien, y llevaba el pulverizador de gas metido en la cintura de los téjanos, de modo que pudiese cogerlo con facilidad. Había cargado a tope la pistola eléctrica y la había metido en el bolsillo de mi cazadora.

– ¿Tienes prisa? -preguntó.

– El dedo de George Mayer está poniéndome nerviosa. Me sentiré mucho mejor cuando se lo haya devuelto.

– Si necesitas hablar, llámame. ¿Tienes el número de mi coche?

– Lo sé de memoria.

– ¿Y el de mi busca?

– Sí.

Puse en marcha el Buick y salí lentamente del aparcamiento. Morelli me seguía a una distancia respetable. A media manzana de la funeraria de Stiva divisé las luces parpadeantes de una motocicleta de escolta. Fantástico. Un entierro. Me aparté y observé pasar el coche mortuorio, seguido del coche con las flores y la limusina en que viajaba la familia. Eché una ojeada al interior de la limusina y reconocí a la señora Mayer.

Miré por el espejo retrovisor y vi que Morelli había aparcado detrás de mí y agitaba la cabeza, como diciéndome: «Ni se te ocurra.»

Marqué su número de teléfono.

– ¡Van a enterrar a George sin su dedo!

– Confía en mí. A George ya no le importa su dedo. Puedes devolvérmelo. Lo guardaré como prueba.

– ¿Prueba de qué?

– De profanación de cadáver.

– No te creo. Lo más probable es que lo arrojes en un contenedor de basura.

– La verdad es que estaba pensando meterlo en la taquilla de Goldstein.

El cementerio se hallaba a unos tres kilómetros de la funeraria de Stiva. Delante de mí, unos siente u ocho coches avanzaban a paso de tortuga en la melancólica procesión. La temperatura era de cero grados, más o menos, y el cielo, de un azul invernal. Yo me sentía como si en lugar de a un funeral fuese a un partido de fútbol. Franqueamos la entrada del cementerio y nos dirigimos hacia el centro de éste, donde habían preparado la tumba y colocado unas sillas. Cuando aparqué, Spiro estaba ayudando a la viuda de Mayer a sentarse. Me acerqué y me incliné hacia él.

– Tengo el dedo de George.

No hubo respuesta.

– El dedo de George -repetí con el tono que usaría una madre con su hijo de tres años-. El verdadero. El que ha perdido. Lo tengo en mi bolso.

– ¿Qué diablos hace el dedo de George en tu bolso?

– Es una historia bastante larga. Ahora, lo que tenemos que hacer es volver a juntar todas las piezas de George.

– ¡Qué! ¿Estás loca? ¡No pienso abrir el ataúd para devolverle su dedo a George! A nadie le importa un pimiento el dedo de George.

– ¡A mí, sí!

– ¿Por qué no haces algo útil, como encontrar mis malditos féretros? ¿Por qué pierdes el tiempo encontrando cosas que no quiero? No esperarás que te pague por encontrar el dedo, ¿verdad?

– ¡Dios, Spiro! Eres un verdadero comemierda.

– Sí. Y bien, ¿adonde quieres ir a parar?

– A que más te vale hallar el modo de ponerle a George su dedo. Si no, te montaré un numerito.

Spiro no pareció convencido.

– Se lo diré a la abuela Mazur -añadí.

– Mierda, no hagas eso.

– ¿Qué hay del dedo?

– No metemos el ataúd en la tumba hasta que todos se encuentran en sus coches, listos para marcharse. Podemos echar el dedo en ese momento. ¿Te basta con eso?

– ¿ Echar el dedo?

– No creerás que voy a abrir el ataúd, ¿verdad? Tendrás que contentarte con que enterremos el dedo en la misma tumba.

– Siento que estoy a punto de gritar.

– ¡Cristo! -Spiro apretó los labios, pero nunca pudo cerrarlos del todo debido a los dientes salientes-. De acuerdo. Abriré el ataúd. ¿Te han dicho que eres como una patada en el culo?

Me alejé de Spiro y me dirigí hacia donde se hallaban los asistentes más apartados, desde donde Morelli observaba.

– Todo el mundo me dice que soy como una patada en el culo.

– Entonces debe de ser cierto. -Morelli me rodeó los hombros con un brazo-. ¿Has conseguido deshacerte del dedo?

– Spiro se lo devolverá a George después de la ceremonia, cuando los coches se hayan ido.

– ¿Te quedarás aquí?

– Sí. De ese modo podré hablar con Spiro.

– Yo voy a irme con el resto de los cuerpos calientes. Estaré por la zona, si me necesitas.

Alcé el rostro hacia el sol y dejé que mi mente flotara mientras pronunciaban la breve oración. Cuando la temperatura bajaba de los diez grados, Stiva no perdía el tiempo junto a la tumba. Ninguna viuda del barrio calzaba zapatos cómodos en un entierro y el director de éste tenía la responsabilidad de mantener calientes los pies de los ancianos. El servicio se celebró en menos de diez minutos, y la nariz de la viuda ni siquiera tuvo tiempo de ponerse roja. Contemplé a los ancianos retirarse sobre la hierba marchita y la dura tierra. En media hora se hallarían todos en casa de los Mayer, comiendo galletas y bebiendo whisky con soda. A la una la señora Mayer ya estaría sola, y se preguntaría qué haría el resto de su vida, parloteando a solas en la casa familiar.

Las puertas de los coches se cerraron de golpe y los vehículos se marcharon.

Spiro estaba con los brazos en jarras, adoptando una pose de sufrido enterrador.

– ¿Y bien? -me preguntó.

Saqué la bolsa con el dedo de George y se la di.

A cada lado del ataúd había un empleado del cementerio. Spiro entregó la bolsa a uno y le ordenó que abriese el féretro y la metiera dentro.

No se inmutaron. Supongo que las personas que se ganan la vida sepultando cajas forradas de plomo no suelen ser curiosas.

– Bueno. -Spiro se volvió hacia mí-. ¿Cómo conseguiste el dedo?

Le expliqué lo del incidente con Kenny y cómo al llegar a casa encontré el dedo.

– ¿Lo ves? Ésa siempre es la diferencia entre Kenny y yo -comentó Spiro-. A Kenny siempre le ha gustado darse aires, preparar situaciones y ver cómo se desarrollan. Para él todo es un juego. Cuando éramos niños, yo pisaba los insectos para matarlos y Kenny les clavaba un alfiler para ver cuánto tardaban en morir. Creo que a él le gusta ver cómo se retuercen, en tanto que a mí me gusta hacer bien el trabajo. Si yo te hubiese pillado en un oscuro aparcamiento vacío, te habría metido un dedo en el culo.

Sentí que me daba vueltas la cabeza.

– Por supuesto, sólo hablo en teoría. Nunca te haría eso, porque eres muy astuta. A menos que lo desearas.

– Tengo que irme.

– Podríamos quedar para más tarde. Para cenar o algo así. El que seas como una patada en el culo y yo un comemierda no significa que no podamos quedar.

– Preferiría clavarme una aguja en el ojo.

– Ya cambiarás de opinión. Tengo lo que quieres.

Me daba miedo preguntar.

– Al parecer también tienes lo que quiere Kenny.

– Kenny es un pelmazo.

– Antes era amigo tuyo.

– Las cosas cambian.

– ¿Como qué?

– Como nada.

– Tengo la impresión de que Kenny cree que tú y yo nos hemos asociado en una especie de complot contra él.

– Kenny está chiflado. La próxima vez que lo veas deberías meterle una bala en el cuerpo. Eres capaz de hacer eso, ¿no? ¿Tienes pistola?

– Debo irme, de veras.

– Hasta luego. -Spiro formó una pistola con la mano e hizo como que apretaba el gatillo.

Regresé al Buick casi corriendo. Me senté al volante, bajé el seguro de la portezuela y llamé a Morelli.

– Tenías razón al decir que debería haberme dedicado a la cosmetología.

– Te encantaría. Podrías dibujar cejas en la cara de un montón de viejecitas.

– Spiro no me ha dicho nada. Bueno, nada que yo quisiera oír.

– He oído algo interesante en la radio mientras te esperaba. Anoche se produjo un incendio en la calle Low. En uno de los edificios de la vieja fábrica de tuberías. Obviamente, intencional. La fábrica de tuberías lleva años cerrada, pero parece que alguien la usaba para almacenar féretros.

– ¿Estás diciéndome que alguien chamuscó mis ataúdes?

– ¿Spiro puso condiciones acerca del estado de los féretros o te paga tanto si están muertos como vivos?

– Me reuniré contigo allí.

La fábrica de tuberías se encontraba en una solar baldío atrapado entre la calle Low y las vías del ferrocarril. La habían cerrado en los años setenta y así estaba desde entonces. El terreno que la rodeaba no tenía valor alguno. Más allá, se hallaban las industrias que habían sobrevivido: un cementerio de coches, una tienda de artículos de fontanería, el guardamuebles y empresa de mudanzas Jackson.

De tan oxidada, la verja de la fábrica de tuberías estaba abierta; el asfalto, agrietado y cubierto de basura y cristales rotos.

El cielo plomizo se reflejaba en charcos de agua mugrienta. Había un camión de bomberos y, aparcado al lado de éste, un automóvil de aspecto oficial. Un coche patrulla y el coche del jefe del cuerpo de bomberos se hallaban más cerca de la plataforma de carga y descarga, donde, obviamente, se había declarado el incendio.

Morelli y yo aparcamos lado a lado y nos dirigimos hacia el grupo de hombres que hablaban entre ellos y tomaban notas.

Cuando nos aproximamos alzaron la vista y saludaron a Morelli con una inclinación de la cabeza.

– ¿De qué se trata? -preguntó Morelli.

Reconocí al hombre que contestó. John Petrucci. Cuando mi padre trabajaba en Correos, Petrucci era su supervisor. Ahora era el jefe del cuerpo de bomberos. Así es la vida.

– Intencional -dijo Petrucci-. El fuego afectó básicamente una nave. Alguien empapó un montón de ataúdes con gasolina y encendió una mecha. La huella del incendio es clara.

– ¿Algún sospechoso? -preguntó Morelli.

Lo miraron como si estuviese loco.

Morelli sonrió.

– Me pareció buena idea preguntar. ¿Os molesta que miremos?

– Es todo tuyo. Nosotros ya hemos terminado. El inspector de la compañía de seguros ya lo ha examinado. La estructura no ha sufrido grandes daños. Todo esto es de hormigón. Alguien vendrá a tapiarlo.

Morelli y yo subimos a la plataforma de carga. Saqué la linterna del bolso, la encendí y apunté hacia un montón de basura chamuscada y empapada que había en medio de la nave. En el extremo del perímetro estaban los únicos restos de lo que aún podía identificarse como un ataúd. Una caja exterior y otra interior, ambas de madera. Nada del otro mundo. Las dos estaban ennegrecidas a causa del incendio. Toqué un extremo y el féretro se deshizo en pedazos.

– Si quisieras ser realmente diligente, podrías recoger las piezas y sabrías cuántos féretros había -sugirió Morelli-. Podrías llevárselos a Spiro a ver si los identifica.

– ¿Cuántos ataúdes crees que había?

– Un montón.

– Con esto me basta. -Cogí el cierre de uno de los féretros, lo envolví en un pañuelo desechable y lo metí en el bolsillo de mi cazadora-. ¿Por qué iba alguien a robar ataúdes y luego prenderles fuego?

– ¿Para divertirse? ¿Por venganza? Puede que en su momento robarlos pareciera buena idea, pero que luego, quienquiera que los cogió no pudo deshacerse de ellos.

– Spiro se llevará un gran disgusto.

– Y a ti eso te encanta, ¿verdad?

– Yo necesitaba ese dinero.

– ¿Qué ibas a hacer con él?

– Acabar de pagar mi jeep.

– Cariño, ya no tienes jeep.

El cierre del ataúd me pesaba. Pero no en términos de gramos, sino de miedo. No quería llamar a la puerta de Spiro. Siempre he seguido la regla de que, cuanto más miedo tienes, tanto más conviene ganar tiempo.

– Creo que voy a casa a comer -comenté-. Luego puedo llevar a la abuela Mazur a la funeraria de Stiva. Habrá alguien más en la sala de George Mayer, y a la abuela le encanta ir a los velatorios vespertinos.

– ¡Qué detalle! ¿Me invitas a comer?

– No. Ya te zampaste el pudín. Si te llevo a comer, nunca me soltarán. Dos comidas equivalen prácticamente a un compromiso.

Camino de la casa de mis padres me detuve en una gasolinera y me sentí aliviada al comprobar que Morelli no me seguía. Quizá no me fuese tan mal, pensé. Probablemente no consiguiera mi comisión, pero al menos no tendría que seguir relacionándome con Spiro. Doblé en Hamilton y pasé por delante de la gasolinera de Delio.

El corazón se me cayó a los pies al llegar a la calle High y ver el Fairlane de Morelli parado frente a la casa de mis padres. Intenté aparcar detrás de él, me equivoqué con las distancias y le arranqué la luz trasera.

Morelli salió de su coche y examinó los daños.

– ¡Lo has hecho a propósito!

– ¡No es cierto! Es este Buick. No sé dónde acaba. -Hice una pausa, lo miré fijamente, y pregunté-: ¿ Qué haces aquí? Te he dicho que nada de comida.

– Me encargaré de protegerte, eso es todo. Esperaré en el coche.

– Bien.

– Bien.

– Stephanie -gritó mi madre desde la puerta-. ¿Qué haces ahí, parada con tu novio?

– ¿Lo ves? ¿Qué te dije? Ahora eres mi novio.

– Qué suerte la tuya.

Mi madre agitó la mano indicando que nos acercásemos.

– Entrad. ¡Qué sorpresa tan agradable! Es una suerte que haya preparado sopa de más. Y tu padre acaba de traer pan fresco de la panadería.

– Me gusta la sopa -indicó Morelli.

– No. Nada de sopa -insistí.

La abuela Mazur apareció en el umbral de la puerta.

– ¿Qué haces con él? Creí que habías dicho que no es tu tipo.

– Me ha seguido.

– De haberlo sabido me habría pintado los labios.

– No va a entrar.

– Claro que va a entrar -afirmó mi madre-. Tengo mucha sopa. ¿Qué diría la gente si no entrara?

– Sí -me dijo Morelli-. ¿Qué diría la gente?

Mi padre se encontraba en la cocina poniendo una arandela nueva en el grifo. Pareció aliviado al ver a Morelli en el vestíbulo. Probablemente preferiría que llevara alguien útil a casa, como un carnicero o un mecánico, pero supongo que un poli es mucho mejor que un sepulturero.

– Sentaos a la mesa -ordenó mi madre-. Servios pan con queso, y embutidos también. Los compré en Giovichinni. Tiene los mejores embutidos.

Mientras todos se servían sopa y engullían embutidos saqué de mi bolso el papel con la fotografía del ataúd que Spiro me había dado. No era una foto precisamente buena, pero aun así advertí que las partes de metal se parecían a las que había visto en el lugar del incendio.

– ¿Qué es eso? -preguntó la abuela Mazur-. Parece la foto de un ataúd. -La miró con mayor atención-. No pensarás comprar eso para mí, ¿verdad? Quiero uno tallado. Esos féretros militares son espantosos.

Morelli levantó bruscamente la cabeza.

– ¿Militares?

– El único lugar donde tienen ataúdes tan feos es en el ejército. En la tele vi que les sobraban un montón de ataúdes de la guerra del Golfo. No murieron suficientes americanos y ahora tienen que deshacerse de miles de ataúdes, de modo que los están subastando. Son… ¿cómo se dice…?, excedentes.

Morelli y yo nos miramos. ¡Qué tontos habíamos sido!

Él puso su servilleta sobre la mesa y empujó la silla hacia atrás.

– Tengo que hacer una llamada -dijo a mi madre-. ¿Puedo usar su teléfono?

Me sonaba un poco exagerada la idea de que Kenny hubiese sacado las armas y las municiones de la base dentro de féretros. Pero cosas más raras se han visto. Y eso explicaría la preocupación de Spiro.

– ¿Qué tal? -pregunté a Morelli cuando éste regresó a la mesa.

– Marie lo investigará para mí.

– ¿Se trata de un asunto de la policía? -inquirió la abuela Mazur-. ¿Estamos investigando un caso?

– Quiero que me den hora con el dentista. Se me ha soltado un empaste.

– Necesitas unos dientes como los míos -declaró la abuela. Puedo enviárselos al dentista por correo.

Empezaba a pensar que no era muy buena idea arrastrar a la abuela a la funeraria de Stiva. Sabía que sería digna rival de un enterrador asqueroso, pero no quería que tuviese nada que ver con uno peligroso.

Acabé mi sopa y mi pan y cogí un puñado de galletas; eché una ojeada a Morelli y me pregunté cómo conseguía mantenerse delgado. Había dado cuenta de dos cuencos de sopa, media barra de pan con una gruesa capa de mantequilla y siete galletas. Las conté.

Advirtió que lo miraba y enarcó las cejas, interrogándome en silencio.

– Supongo que haces ejercicio -dije. Era más una afirmación que una pregunta.

– Corro cuando puedo. Levanto pesas a veces. -Sonrió-. Los hombres de la familia Morelli tienen un buen metabolismo.

¡Perra vida!

El busca de Morelli sonó y él llamó desde el teléfono de la cocina. Cuando regresó parecía un gato que acaba de zamparse un canario.

– Mi dentista. Buenas noticias.

Apilé los cuencos de la sopa y los platos y los llevé a toda prisa a la cocina.

– Debo irme -dije a mi madre-. Tengo trabajo.

– Trabajo. ¡Já! ¡Menudo trabajo el tuyo!

– Estuvo muy sabroso -comentó Morelli-. La sopa estuvo fantástica.

– Deberías regresar otro día. Mañana comeremos carne asada. Stephanie, ¿por qué no le traes mañana?

– No.

– Qué grosera. ¿Cómo puedes tratar de esa forma a tu novio?

El que mi madre estuviese dispuesta a aceptar a un Morelli como novio mío revelaba cuan desesperada se sentía por verme casada, o al menos por que saliese de vez en cuando con un hombre.

– No es mi novio.

Mi madre me dio una bolsa de galletas.

– Mañana prepararé buñuelos con nata. Hace mucho tiempo que no hago buñuelos con nata.

Una vez fuera, me desperecé y miré a Morelli directamente a los ojos.

– Ni sueñes que vendrás a cenar.

– Claro.

– ¿Qué hay de la llamada?

– En Braddock sobran un montón de ataúdes. El ejército subastó unos cuantos hace seis meses. O sea, dos meses antes de que a Kenny lo licenciaran. La funeraria de Stiva compró veinticuatro. Los ataúdes se almacenaban en la misma zona que las municiones, pero se trata de una zona muy extensa. Un par de almacenes y aproximadamente una hectárea de terreno abierto, todo cercado.

– Por supuesto, la cerca no representaba un problema para Kenny porque se encontraba en el interior.

– Claro. Y al aceptar las ofertas para los ataúdes, los marcaron para que los recogieran. De modo que Kenny sabía cuáles eran los de Spiro. -Morelli sacó una galleta de mi bolsa-. Mi tío Vito se habría sentido orgulloso.

– ¿Vito robó ataúdes en sus tiempos?

– Vito los llenaba, más bien. El robo era un negocio suplementario.

– Entonces, ¿crees posible que Kenny usara los féretros para sacar las armas de la base?

– Me parece arriesgado e innecesariamente melodramático, pero, sí, creo que es posible.

– De acuerdo. Puede que Spiro, Kenny y probablemente Moogey robaran todo eso de Braddock y lo almacenaran en R amp; J. De pronto todo desaparece. Alguien engañó a alguien y no fue Spiro, porque éste me ha contratado para encontrar sus ataúdes.

– No creo que fuese Kenny. En mi opinión, al decir que Spiro tenía algo suyo se refería a las armas robadas.

– Entonces, ¿quién queda? ¿Moogey?

– Los muertos no se citan en plena noche con los hermanos Long.

No quería pasar por encima de los restos de la luz trasera del coche de Morelli, de manera que recogí los pedazos más grandes y, como no sabía qué hacer con ellos, se los di.

– Supongo que lo tendrás asegurado.

Morelli puso cara de pena.

– ¿Vas a seguirme? -pregunté.

– Sí.

– Entonces, vigila mis ruedas cuando entre en la funeraria.

Los que asistían a los funerales de la tarde habían llenado por completo el pequeño aparcamiento que se extendía al costado de la funeraria de Stiva, por lo que me vi obligada a aparcar en la calle. Salí del Buick e, intentando parecer tranquila, busqué a Morelli. No lo encontré, pero supe que estaba cerca, porque no se me hizo un nudo en el estómago.

Spiro se hallaba en el vestíbulo con su mejor imitación de Dios dirigiendo el tráfico.

– ¿Qué tal? -pregunté.

– Ocupado. Joe Loosey llegó anoche. Un aneurisma. Y Stan Radiewski está aquí. Era miembro de la Orden de los Alces, la sociedad filantrópica, ya sabes. Los Alces siempre llegan en manada.

– Tengo una noticia buena y otra mala para ti. La buena es que… creo haber encontrado tus ataúdes.

– ¿Y la mala?

Saqué de mi bolsillo el cierre ennegrecido.

– La mala es que… esto es lo único que queda de ellos.

Spiro miró el cierre metálico.

– No entiendo.

– Anoche alguien hizo una barbacoa con un montón de ataúdes. Los amontonaron en una de las plataformas de carga de la fábrica de tuberías, los empaparon con gasolina y les prendieron fuego. Estaban bastante quemados, pero uno todavía es identificable.

– ¿Y lo viste? -preguntó él-. ¿Qué más se quemó? ¿Había algo más?

¿Como, por ejemplo, armas robadas?, pensé

– Por lo que vi sólo ataúdes. Quizá quieras verlo con tus propios ojos.

– ¡Cristo! Ahora no puedo ir. ¿Quién hará de canguro de estos jodidos Alces?

– ¿Louie?

– Louie, no. Tendrás que hacerlo tú.

– ¡Oh, no! Yo, no.

– Lo único que tienes que hacer es asegurarte de que haya té caliente y decir un montón de bobadas… como… «los designios del Señor son inescrutables». Sólo estaré fuera media hora. -Sacó sus llaves del bolsillo-. ¿Quién estaba allí cuando llegaste a la fábrica de tuberías?

– El jefe de los bomberos, un poli de uniforme y un tío que no conozco, Joe Morelli y un montón de bomberos guardando sus cosas.

– ¿Dijeron algo que valga la pena recordar?

– No. Y no pienso quedarme. Quiero mi comisión y luego me largo.

– No voy a darte ningún dinero hasta que lo vea con mis propios ojos. Que yo sepa, pueden ser los ataúdes de otra persona. O puede que te lo estés inventando.

– Media hora -grité mientras se alejaba-. ¡Ni un segundo más!

Me acerqué a la mesa en que se servía el té. No tenía nada que hacer. Mucha agua caliente y galletas. Me senté a un lado, en una silla, y contemplé unas flores en un jarrón. Los Alces se hallaban en el ala nueva con Radiewski, y el vestíbulo se encontraba incómodamente silencioso. No había revistas. Ni televisión. Una música suave salía del sistema de sonido.

Tras lo que me parecieron cuatro días, Eddie Ragucci entró arrastrando los pies. Eddie era contable, y un pez gordo de los Alces.

– ¿Dónde está la comadreja?

– Ha tenido que salir. Dijo que no tardaría.

– Hace demasiado calor en la sala de Stan. Seguro que el termostato se ha roto. No podemos apagarlo. El maquillaje de Stan empieza a correrse. Esto nunca ocurría con Con. Es una maldita pena que Stan muriera ahora que Con se encuentra hospitalizado. ¡Vaya mala suerte!

– Los designios del Señor son inescrutables.

– Y que lo digas.

– Voy a ver si encuentro al ayudante de Spiro.

Pulsé unos botones en el intercomunicador, grité el nombre de Louie y le dije que acudiera al vestíbulo.

Louie apareció justo cuando iba a pulsar el último botón.

– Estaba en el taller.

– ¿Había alguien más contigo?

– El señor Loosey.

– No, quiero saber si hay más empleados.

– No. Sólo yo.

Le hablé de lo del termostato y le pedí que fuera a echar un vistazo.

Regresó al cabo de cinco minutos.

– La cosita estaba doblada. Siempre pasa. La gente se apoya en ella y la cosita se dobla.

– ¿Te gusta trabajar en una funeraria?

– Antes trabajaba en un asilo de ancianos. Esto es mucho más fácil, pues sólo tienes que lavar a la gente con una manguera. Y cuando los pones sobre una mesa no se mueven.

– ¿Conocías a Moogey Bues?

– No antes de que lo mataran. Necesitamos unos doscientos gramos de masilla para rellenarle los agujeros.

– ¿Y qué hay de Kenny Mancuso?

– Spiro dijo que fue él quien disparó contra Moogey Bues.

– ¿Conoces a Kenny? ¿Ha venido por aquí?

– Sé cómo es, pero hace tiempo que no lo veo. Me han dicho que eres cazadora de fugitivos y que buscas a Kenny.

– No se presentó en el juzgado.

– Si lo veo te lo diré.

Le di una tarjeta.

– Aquí tienes unos teléfonos donde puedes ponerte en contacto conmigo.

La puerta trasera se abrió y se cerró de golpe. Un momento después Spiro entró a grandes zancadas.

Sus zapatos negros y los dobladillos de su pantalón estaban llenos de ceniza. El rubor de sus mejillas era enfermizo y sus ojillos de roedor tenían las pupilas dilatadas.

– ¿Y bien? -pregunté.

Fijó la mirada por encima de mi hombro. Me volví y vi a Morelli cruzar el vestíbulo.

– ¿Buscas a alguien? Radiewski se encuentra en el ala nueva -explicó Spiro.

Morelli sacó su insignia y se la mostró fugazmente.

– Ya sé quién eres -dijo Spiro-. ¿Hay algún problema aquí? Me voy media hora y cuando regreso, hay un problema.

– No es un problema. Es sólo que busco al propietario de unos ataúdes que se quemaron.

– Lo has encontrado. Y no fui yo quien les prendió fuego. Me los robaron.

– ¿Informaste a la policía del robo?

– No quería publicidad. Contraté a la señorita Maravillas para que los encontrara.

– El único ataúd que quedaba me pareció demasiado sencillo para el barrio.

– Los compré en una subasta del ejército. Excedentes. Pensaba vender una franquicia en otros vecindarios; llevarlos a Filadelfia, tal vez. Hay mucha gente pobre en Filadelfia.

– Siento curiosidad por eso de los excedentes del ejército. ¿Cómo funciona?

– Presentas una oferta al ejército y si la aceptan, tienes una semana para recoger tu mierda de la base.

– ¿De qué base hablamos?

– De Braddock.

Morelli era la personificación de la calma.

– ¿No estuvo Kenny Mancuso destinado en Braddock?

– Sí. Hay mucha gente destinada en Braddock.

– De acuerdo. Aceptan tu propuesta. ¿Cómo traes los ataúdes?

– Yo y Moogey fuimos a buscarlos con un camión alquilado.

– Una última pregunta. ¿Tienes idea de por qué alguien iba a querer robarte los ataúdes y luego prenderles fuego?

– Sí. Los robó un chiflado. Tengo cosas que hacer. Ya has acabado aquí, ¿no?

– Por el momento.

Se miraron fijamente. Un músculo vibró en la mandíbula de Spiro, que se dirigió a toda prisa hacia su oficina.

– Nos vemos en el rancho -me dijo Morelli antes de largarse.

La puerta de la oficina de Spiro estaba cerrada. Llamé y esperé. Nada. Volví a llamar.

– Spiro -grité-. ¡Sé que estás ahí!

Spiro abrió violentamente.

– ¿Qué quieres ahora?

– Mi dinero.

– ¡Cristo! Tengo cosas más importantes en que pensar que tu jodido dinero.

– ¿Como qué?

– Como que ese chiflado de Kenny prendió fuego a mis ataúdes.

– ¿Cómo sabes que fue Kenny?

– ¿Quién más podría ser? Ha perdido un tornillo y está amenazándome.

– Debiste contárselo a Morelli.

– Sí, claro. Lo que me faltaba. Como si no tuviera suficientes problemas. Que la poli me examine el culo.

– Al parecer no te gustan mucho los polis.

– Son unos mamones.

Sentí como un aliento tibio en la nuca, me volví y vi a Louie Moon casi encima de mí.

– Discúlpame. Tengo que hablar con Spiro.

– Habla -ordenó Spiro.

– Se trata del señor Loosey. Ha habido un accidente.

Spiro no dijo nada, pero atravesó a Louie con la mirada.

– Tenía al señor Loosey sobre la mesa e iba a vestirlo, pero tuve que ir a arreglar el termostato y, cuando regresé, me di cuenta de que al señor Loosey le faltaban sus… sus partes íntimas. No sé cómo ocurrió. Un minuto las tenía y al siguiente las había perdido.

Spiro empujó a Louie con la mano y salió corriendo y gritando.

– ¡Maldito hijo de puta!

Unos minutos más tarde, Spiro regresó a su oficina con manchas rojas en la cara y apretando los puños.

– ¡Mierda! No me lo puedo creer -rugió entre dientes-. Me voy media hora y alguien viene y le corta la polla a Loosey. ¿Sabes quién fue? Kenny. Fue Kenny. Te encargo que le vigiles y dejas que Kenny entre y le corte la polla a un fiambre.

El teléfono sonó y Spiro levantó el auricular con violencia.

– Stiva.

Apretó los labios y supe que era Kenny.

Kenny habló un rato y Spiro lo interrumpió.

– Cierra el pico. No tienes idea de qué cono estás hablando. Y no tienes idea de qué mierda estás haciendo cuando te metes conmigo. Si te veo por aquí, te mataré. Y si no te mato yo, haré que el pimpollo que hay aquí te mate.

¿Pimpollo? ¿Se refería a mí?

– Disculpa -dije-. ¿Qué fue lo último que dijiste?

Spiro colgó el auricular de golpe.

– Jodido pelmazo de mierda.

Apoyé las manos sobre su escritorio y me incliné.

– No soy un pimpollo. No soy una mercenaria. Y, de estar en el negocio de la protección, no protegería tu asqueroso cuerpo. Eres una espora de moho, un furúnculo, una caca de perro. Si vuelves a decirle a alguien que lo mataré por ti, me aseguraré de que cantes como una soprano el resto de tu vida.

Esa era yo, Stephanie Plum, la experta en amenazas vacuas.

– Deja que adivine… tienes mono, ¿verdad?

Qué suerte que no tuviera mi pistola, porque le habría disparado.

– Hay mucha gente que no te pagaría por encontrar cosas quemadas -declaró-, pero, para que veas que soy un buen tipo, te daré un cheque. Considéralo una especie de adelanto. Ahora caigo en la cuenta de que sería útil tener una nena como tú a mano.

Cogí el cheque y me largué. No tenía sentido seguir hablando, ya que obviamente Spiro no tenía nada en la azotea. Me detuve en una gasolinera para llenar el depósito del Buick y Morelli se paró detrás de mí.

– Esto se pone muy raro por momentos -señalé-. Creo que Kenny está chiflado.

– ¿Qué ha ocurrido?

Le hablé del señor Loosey, de su contratiempo y de la llamada telefónica.

– Deberías ponerle supercarburante a este coche. Si no, vas a tener un golpeteo en el motor.

– Dios me libre de un golpeteo en el motor.

Morelli hizo una mueca y sacudió la cabeza.

– Mierda -dijo.

Me pareció una reacción exagerada ante mi falta de interés por el motor del coche de mi tío Sandor.

– ¿Es tan grave eso del golpeteo en el motor?

Se apoyó contra el parachoques.

– Asesinaron a un poli en New Brunswick anoche. Dos disparos que atravesaron su chaleco antibalas.

– ¿Con municiones del ejército?

– Sí. -Alzó los ojos y me miró-. Tengo que encontrarlas. Las tengo justo delante de mis narices.

– ¿Crees que Kenny tiene razón respecto a Spiro? ¿Crees que Spiro vació los ataúdes y me contrató para protegerle el culo?

– No lo sé. No me lo parece. Mi instinto me dice que esto empezó con Kenny, Moogey y Spiro y que, por alguna razón, otra persona se mezcló en el asunto y lo echó a perder. Creo que alguien se lo quitó a Kenny, Moogey y Spiro e hizo que se peleasen. Y probablemente no sea alguien de Braddock, porque están vendiendo las armas a cuentagotas en Nueva Jersey y en Filadelfia.

– Tendría que ser un amigo de uno de ellos. Alguien en quien confían… como una novieta.

– Puede ser alguien que se enteró por azar. Alguien que escuchó una conversación.

– Como Louie Moon.

– Como Louie Moon.

– Y tendría que ser alguien que tuviera acceso a la llave del depósito donde guardan los féretros. Como Louie Moon.

– Tal vez haya mucha gente con la que Spiro habló que tuvo acceso a la llave. Desde la mujer que hace la limpieza hasta Clara. Y otro tanto puede decirse de Moogey. El que Spiro te haya asegurado que aparte de él nadie tenía la llave no significa que sea necesariamente cierto. Lo más probable es que los tres tuviesen una.

– En ese caso, ¿qué ocurrió con la de Moogey? ¿La han encontrado? ¿Estaba en su llavero cuando lo asesinaron?

– No encontraron su llavero. Se dio por supuesto que dejó las llaves en el taller y que tarde o temprano aparecerían. En ese momento no parecía importante. Sus padres llegaron con una copia de la llave del coche y se lo llevaron.

– Ahora que los ataúdes han aparecido puedo hostigar a Spiro. Creo que regresaré y lo presionaré. Y quiero hablar con Louie Moon. ¿Crees que podrás no meterte en líos por un rato?

– No te preocupes por mí. Estoy bien. Iré de compras. A ver si encuentro un vestido que haga juego con los zapatos color cereza.

Morelli apretó la boca.

– Mientes. Vas a seguir husmeando por ahí, ¿verdad?

– Vaya, eso me ha ofendido. Creí que te excitaría un vestido a juego con los zapatos. Un vestido corto y ceñido con lentejuelas.

– Te conozco y sé que no vas a ir de compras.

– Que me parta un rayo si no es verdad. Voy a ir de compras. Te lo juro.

Morelli esbozó una sonrisa escéptica.

– Serías capaz de mentirle al Papa.

Estuve a punto de persignarme.

– Casi nunca miento.

Sólo cuando era absolutamente necesario. Y en las ocasiones en que decir la verdad no parecía oportuno.

Observé a Morelli alejarse en su coche y me dirigí hacia la oficina de Vinnie para conseguir unas direcciones.

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