12

De acuerdo, Morelli no me habló de Andy Roche. ¿Por qué habría de extrañarme? Era su estilo. Morelli nunca mostraba sus cartas. Ni a su jefe, ni a sus compañeros, ni, obviamente, a mí. No era nada personal. Después de todo, nuestra meta era capturar a Kenny, y ya no me importaba cómo lo hiciésemos.

Me aparté de Roche y hablé un rato con Spiro. Sí, quería que lo acompañara a casa y me asegurara de que todo estaba en orden. Y no, no tenía noticias de Kenny.

Fui al lavabo y regresé al Buick. A las cinco acabé. No lograba deshacerme de la imagen del picahielos clavado en la mano de la abuela Mazur. Regresé a mi apartamento, metí unas cuantas prendas en el cesto de la ropa sucia, añadí maquillaje, gel y secador para el cabello, y arrastré el cesto hasta el coche. Regresé, cogí a Rex, conecté el contestador, dejé encendida la luz de la cocina y cerré con llave. El único modo que se me ocurrió de proteger a la abuela Mazur consistía en mudarme a casa de mis padres.

– ¿Qué es esto? -preguntó mi madre al ver la jaula del hámster.

– Me mudo a vuestra casa por unos días.

– Has dejado ese trabajo. ¡Gracias a Dios! Siempre he creído que podrías encontrar algo mejor.

– No he dejado mi trabajo. Ocurre, sencillamente, que necesito un cambio.

– He puesto la máquina de coser y la tabla de planchar en tu dormitorio. Dijiste que nunca volverías a vivir aquí.

Yo sostenía la jaula de Rex con ambos brazos.

– Me equivoqué. Estoy en casa. Ya me las apañaré.

– Frank -gritó mi madre-. Ven a ayudar a Stephanie. Ha vuelto para vivir con nosotros.

La empujé ligeramente, pasé por el lado de ella y subí.

– Sólo unos días. Es algo provisional.

– La hija de Stella Lombardi dijo lo mismo y después de tres años todavía vive con ellos.

Sentí deseos de soltar un alarido.

– Si me hubieses advertido -continuó mi madre-, habría limpiado la habitación y habría comprado una colcha nueva.

Abrí la puerta con una rodilla.

– No necesito una colcha nueva. Ésta está bien. -Sorteé las cosas que atiborraban la pequeña habitación y puse la jaula de Rex sobre la cama mientras quitaba lo que había encima de la única cómoda.

– ¿Cómo está la abuela?

– Durmiendo la siesta.

– Ya no -dijo la abuela desde su habitación-. Hacéis tanto ruido que despertaríais a un muerto. ¿Qué pasa?

– Stephanie se muda a casa.

– ¿Por qué? Esto es muy aburrido. -La abuela asomó la cabeza en mi dormitorio-. No estarás embarazada, ¿verdad?

La abuela Mazur se rizaba el cabello una vez a la semana. Entretanto, seguro que dormía con la cabeza colgando a un lado de la cama, pues los apretados ricitos perdían precisión a medida que avanzaba la semana, pero nunca se veían fuera de lugar. Ese día parecía que se hubiera puesto laca en el cabello y se hubiese quedado delante de un ventilador. Su vestido estaba arrugado, calzaba zapatillas de terciopelo rojo y tenía la mano derecha vendada.

– ¿Qué tal tu mano?

– Empieza a dolerme. Creo que necesito otra de esas pastillas.

Mi dormitorio no había cambiado mucho en los últimos diez años, ni siquiera con la tabla de planchar y la máquina de coser. Era pequeño y tenía una ventana. Las cortinas eran blancas con reverso de hule. La primera semana de mayo mi madre las reemplazaba por visillos. Las paredes eran de un rosado pálido y los marcos de la ventana, blancos; sobre la cama matrimonial había un cubrecama acolchado de flores rosadas. Los años y los muchos lavados habían suavizado su textura y su color. Tenía un pequeño armario empotrado lleno de ropa, una única cómoda de madera de arce y una mesita de noche, también de arce y, encima de ésta, una lámpara cuyo pie era una botella de leche. En la pared aún colgaba una foto de mi graduación y otra en uniforme de majorette. Nunca dominé del todo el arte de lanzar el bastón al aire y recogerlo, pero era la perfección personificada cuando entraba pavoneándome en el campo de fútbol. En una ocasión, durante una exhibición en el intermedio, perdí el control del bastón y lo lancé a la sección de los trombones. Me estremecí al recordarlo.

Arrastré la cesta de la ropa escalera arriba y la coloqué en un rincón. La casa se había llenado de olores a comida y del ruido metálico de los cubiertos.

Mi padre se hallaba frente al televisor, pasando de un canal a otro, y subió el volumen para competir con el ruido procedente de la cocina.

– Apágala -chilló mi madre-. Harás que todos nos quedemos sordos.

Mi padre fingió que no la oía y centró su atención en la pantalla.

Para cuando me senté a cenar, apenas si podía evitar que mis dientes rechinaran y tenía un tic en el ojo izquierdo.

– ¿No es agradable? -comentó mi madre-. Todos cenando juntos. Es una pena que Valerie no esté aquí también.

Mi hermana, Valerie, llevaba unos años casada con el mismo hombre y tenía dos hijos. Valerie era la hija normal.

La abuela Mazur se sentó directamente enfrente de mí; con el cabello sin peinar, su imagen era pavorosa. Además, tenía la mirada perdida. Como diría mi padre, las luces estaban encendidas, pero no había nadie en casa.

– ¿Cuánta codeína ha tomado la abuela? -pregunté a mi madre.

– Sólo una pastilla, que yo sepa.

Me presioné el ojo con un dedo, para contener el tic.

– Parece tan… desconectada.

Mi padre dejó de untar con mantequilla su pan y alzó la mirada. Abrió la boca, a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor y continuó con lo que estaba haciendo.

– Mamá -dijo mi madre-, ¿cuántas pastillas has tomado?

La abuela volvió lentamente la cabeza hacia mi madre.

– ¿Pastillas?

– Es terrible que una anciana no pueda andar a salvo por las calles -dijo mi madre-. Como si viviéramos en Washington, D.C. Ya verás, dentro de poco la gente empezará a disparar desde su coche. El barrio no era así en los viejos tiempos.

No quería destrozar sus fantasías acerca de los viejos tiempos, pero en los viejos tiempos había un coche de la mafia aparcado delante de cada casa, sacaban a la rastra al que allí viviera y se lo llevaban, a punta de pistola, a las praderas o al vertedero de Camden, para despacharlo como parte de una ceremonia. Normalmente las familias y los vecinos no corrían peligro, pero cabía la posibilidad de que una bala perdida entrara en un cuerpo equivocado.

Además, el barrio nunca había estado a salvo de los hombres de las familias Mancuso y Morelli. Kenny estaba más chiflado y era más descarado que la mayoría, pero sospechaba que no era el primer Mancuso en dejar una cicatriz en el cuerpo de una mujer. Que yo supiera, ninguno había agredido con un picahielos a una anciana, pero los Mancuso y los Morelli eran famosos por su temperamento violento, exacerbado por el alcohol, y por su capacidad de engatusar a las mujeres y convencerlas de que entablaran una relación abusiva con ellos.

Yo había tenido mis propias experiencias al respecto. Cuando Morelli me hechizó hacía catorce años, no fue abusivo, pero tampoco fue amable.


A las siete la abuela se durmió profundamente y comenzó a roncar como un leñador borracho.

Me puse la cazadora y cogí mi bolso.

– ¿Adonde vas? -quiso saber mi madre.

– A la funeraria de Stiva. Me ha contratado para ayudarlo a cerrar.

– Ése sí que es un trabajo. Trabajar para Stiva no es lo peor que podría pasarte.

Cerré la puerta a mis espaldas y aspiré una profunda y fresca bocanada de aire. Bajo el oscuro cielo nocturno me sentí más relajada.

Aparqué delante de la funeraria. Dentro, Andy Roche había vuelto a su posición al lado de la mesa del té.

– ¿Qué tal? -le pregunté.

– Una viejecita acaba de decirme que me parezco a Harrison Ford.

Cogí una galleta del plato que había detrás de él.

– ¿No deberías estar con tu hermano?

– Nuestra relación no era muy estrecha.

– ¿Dónde está Morelli?

Roche miró despreocupadamente alrededor y dijo:

– Esa es una pregunta difícil de responder.

Regresé a mi coche. Acababa de sentarme cuando sonó el teléfono.

– ¿Cómo está la abuela Mazur? -inquirió Morelli.

– Durmiendo.

– Espero que eso de irte a vivir a casa de tus padres sea provisional. Tenía planes para esos zapatos color cereza.

Aquello me sorprendió. Esperaba que Morelli vigilara a Spiro, pero en lugar de eso me había seguido. Y no lo había visto. Apreté los labios. ¡Vaya cazadora de fugitivos que estaba hecha!

– No tenía alternativa. Me preocupa la abuela Mazur.

– Tienes una familia estupenda, pero al cabo de cuarenta y ocho horas te convertirás en una adicta al Valium.

– Los Plum no tomamos Valium. Lo nuestro es la tarta de queso.

– Da igual mientras funcione -dijo Morelli, y colgó el auricular.

A las diez menos diez conduje hacia la entrada de coches y aparqué a un lado; dejé espacio suficiente para que Spiro pasara con dificultad. Cerré el Buick con llave y entré en la funeraria por la puerta lateral.

Spiro parecía nervioso al despedirse. No había rastro de Louie Moon. Y Andy había desaparecido. Me metí en la cocina y sujeté una funda de pistola a mi cinturón. Cargué el quinto proyectil en mi 38 y enfundé el revólver. Sujeté otra funda para el pulverizador de gas y una tercera para la linterna. Me dije que, a cambio de cien dólares por noche, Spiro se merecía el tratamiento completo. Como tuviera que usar el revólver tendría palpitaciones, pero eso era un secreto que no compartía con nadie.

La cazadora era lo bastante larga como para ocultar casi todo mi arsenal. Técnicamente implicaba que llevaba un arma oculta, cosa prohibida por la ley. Por desgracia, la alternativa generaría instantáneamente llamadas telefónicas por todo el barrio para informar de que llevaba un arma en la funeraria de Stiva. Comparado con eso, la posibilidad de que me detuvieran resultaba insignificante.

Cuando el último deudo se alejó del porche recorrí con Spiro las salas de los dos pisos superiores y cerré las ventanas y las puertas con cerrojo. Sólo dos salas estaban ocupadas. Una de ellas por el falso hermano de Andy Roche.

El silencio resultaba horripilante y la presencia de Spiro aumentaba la incomodidad que me provocaba la muerte. Spiro Stiva, el Sepulturero Diabólico. Tenía la mano sobre la culata de mi pequeño S amp; W y pensaba que no habría estado mal cargarlo con balas de plata.

Cruzamos a toda prisa la cocina y llegamos al pasillo trasero. Spiro abrió la puerta del sótano.

– Espera -dije-. ¿Qué haces?

– Tenemos que comprobar la puerta del sótano.

– ¿Tenemos?

– Sí, tenemos. Yo y mi jodida guardaespaldas.

– No lo creo.

– ¿Quieres que te pague?

La verdad era que no estaba tan segura de que quisiese.

– ¿Hay cadáveres allí abajo?

– Lo siento, se nos acabaron los cadáveres.

– Entonces, ¿qué hay?

– ¡Por Dios!, la caldera.

Desenfundé mi revólver.

– Te sigo.

Spiro miró el Smith amp; Wesson.

– Joder! Ésa sí que es una maldita pistola para mariquitas.

– Apuesto a que no dirías eso si te disparara en el pie.

Spiro me miró fijamente con sus ojos color obsidiana.

– He oído decir que mataste a un hombre con ese chisme.

No era algo de lo que quisiera hablar con Spiro.

– Bueno, ¿vamos a bajar, o qué?

El sótano era básicamente una estancia amplia, y más o menos lo que se espera de un sótano. Con la posible excepción de unos ataúdes amontonados en un rincón.

La puerta se encontraba directamente a la izquierda de la escalera. Me acerqué a ella y comprobé que el cerrojo estuviese echado.

– No hay nadie aquí -dije a Spiro, y guardé el revólver en su funda. No sé muy bien contra quién esperaba disparar. Kenny, supongo. Quizá Spiro. O algún fantasma.

Regresamos a la planta baja y esperé en el vestíbulo mientras Spiro chapuceaba en su oficina, antes de emerger con un abrigo puesto y una bolsa de gimnasia en la mano.

Lo seguí hacia la puerta trasera, que mantuve abierta mientras lo observé activar la alarma y presionar el interruptor de la luz. La iluminación interior se volvió más tenue y las de fuera permanecieron encendidas.

Spiro cerró la puerta y sacó del bolsillo las llaves de su coche.

– Iremos en mi coche. Tú vigila.

– ¿Qué tal si tú llevas tu coche y yo llevo el mío?

– De ninguna manera. Si voy a pagar cien dólares quiero que mi gorila se siente a mi lado. Puedes llevarte el coche después y recogerme por la mañana.

– Eso no formaba parte del trato.

– Lo harías de todos modos. Te vi en el aparcamiento esta mañana, esperando a que Kenny hiciera algo para poder llevar su culo a la cárcel. ¿Por qué tanto lío? ¿Por qué no puedes recogerme por la mañana?

El Lincoln de Spiro estaba aparcado cerca de la puerta. Lo apuntó con su mando a distancia y la alarma se apagó con un silbido. Una vez a salvo en el interior, encendió los faros.

Nos hallábamos sentados bajo un halo de luz en una zona vacía del camino. No era precisamente un buen lugar para rezagarnos. Sobre todo si Morelli no podía vernos.

– Arranca -le dije-. A Kenny le resultaría demasiado fácil pillarnos aquí.

Spiro encendió el motor, pero no arrancó.

– ¿Qué harías si Kenny apareciese de pronto y te apuntara con una pistola? -preguntó.

– No lo sé. Nunca se sabe lo que uno hará en una situación como ésa hasta enfrentarse a ella.

Spiro reflexionó por un instante. Dio otra calada a su cigarrillo y puso el coche en marcha.

Nos detuvimos en un semáforo en la esquina de Hamilton y Gross. Spiro miró con el rabillo del ojo la gasolinera de Delio. El despacho y la zona de surtidores estaban iluminados. El taller se hallaba a oscuras y sus puertas cerradas. Frente a él había aparcados varios coches y un camión. A primera hora de la mañana el mecánico los revisaría.

Spiro siguió mirando, en silencio y con cara inexpresiva.

La luz del semáforo cambió a verde y atravesamos el cruce. De pronto, mi mente se iluminó.

– ¡Dios mío! Vuelve a la gasolinera.

Spiro frenó y se detuvo junto al bordillo.

– No habrás visto a Kenny, ¿verdad?

– No. ¡Vi un camión! ¡Un camión grande y blanco con letras negras en el lado!

– ¡Venga ya! Tiene que haber más que eso.

– Cuando hablé con la administradora del guardamuebles, me dijo que recordaba haber visto un camión blanco con letras negras pasar varias veces cerca del depósito donde estaban tus ataúdes. En ese momento era demasiado vago, y no significó mucho.

Spiro esperó a que hubiese un vacío en el tráfico y giró en redondo. Aparcó detrás de los vehículos que esperaban frente al taller de la gasolinera. La posibilidad de que Sandeman se encontrara todavía en la gasolinera era casi nula, pero me esforcé por ver el interior de la pequeña oficina. No quería una confrontación con Sandeman, si podía evitarla.

Salimos y examinamos el camión. Pertenecía a la mueblería Macko. Conocía la tienda, un pequeño negocio propiedad de una familia que se había aferrado a su local aun cuando las demás se habían ido a centros comerciales al borde de las autopistas.

– ¿Te dice algo? -pregunté.

Spiro negó con la cabeza.

– No. No conozco a nadie en Macko.

– Su tamaño es adecuado para transportar ataúdes.

– Debe de haber cincuenta camiones como ése en Trenton.

– Sí, pero éste está en la gasolinera donde trabajaba Moogey. Y Moogey sabía lo de los féretros. Fue a Braddock a recogerlos y te los trajo.

La chica da información al chico malo, pensé. Vamos, chico malo. Baja la guardia. Dame algo de información a cambio.

– Así que crees que Moogey estaba compinchado con alguien de la mueblería Macko y decidieron robar mis ataúdes.

– Es posible. O puede que, mientras el camión estaba aquí para que lo reparasen, Moogey lo tomara prestado.

– ¿Para qué quería Moogey veinticuatro ataúdes?

– Dímelo tú.

– Aun con ayuda de una plataforma hidráulica se necesitan dos tíos para moverlos.

– No me parece que eso sea un problema. Encuentras a un bruto grandote, le pagas unos pocos dólares y él te ayuda a mover los ataúdes.

Spiro había metido las manos en los bolsillos.

– No lo sé. Me cuesta creer que Moogey hiciera algo así. Era tan leal como gilipollas, un grandullón sin cerebro. Kenny y yo dejábamos que nos acompañara porque nos divertía. Hacía cualquier cosa que le pidiéramos. Si le decíamos: «Oye, Moogey, ¿qué te parece si pasas una cortadora de césped por encima de tu polla?», él contestaba: «Bueno, ¿queréis que me la ponga dura primero?»

– Puede que no fuera tan tonto como creíais.

Spiro permaneció en silencio por unos segundos y luego giró sobre los talones y regresó al Lincoln. Durante el resto del viaje no pronunciamos palabra. Al llegar al aparcamiento de Spiro no resistí hacer otro comentario acerca de los ataúdes.

– Es raro eso que hay ente tú, Kenny y Moogey. Kenny cree que tú tienes algo que le pertenece. Y ahora nosotros creemos que cabe la posibilidad de que Moogey tuviese algo tuyo.

Spiro aparcó y se volvió hacia mí. Puso el brazo izquierdo sobre el volante; su abrigo se entreabrió y tuve el atisbo de una sobaquera y la culata de una pistola.

– ¿Adonde quieres ir a parar?

– Sólo pensaba en voz alta. Pensaba que tú y Kenny tenéis mucho en común.

Nuestras miradas se encontraron y un frío pavor recorrió mi espalda y se deslizó hacia mi estómago. Morelli tenía razón. Spiro era muy capaz de meterme una bala en la cabeza sin inmutarse. Esperaba no haberlo presionado demasiado.

– Me parece que más vale que dejes de pensar en voz alta. No; mejor deja de pensar, y punto.

– Como te cabrees tendré que aumentar mi tarifa.

– ¡Cristo! Ya te pago demasiado. Por cien dólares la noche podrías darme una mamada, como mínimo.

Lo que iba a darle era un largo tiempo entre rejas. La idea me consoló y me sostuvo mientras hacía de guardaespaldas en su apartamento, encendía luces, revisaba armarios, contaba pelusas bajo su cama y tenía náuseas al ver la espuma de jabón reseca detrás de la cortina de la ducha.

Di el visto bueno, regresé a la funeraria con el Lincoln y lo cambié por mi Buick.

Cuando me hallaba a media manzana de la casa de mis padres vi a Morelli por el espejo retrovisor. Se quedó frente a la casa de los Smulens hasta que aparqué. Cuando salí del coche, avanzó y paró el suyo detrás del mío. No podía culparlo por ser cauteloso, supongo.

– ¿Qué hacías en la gasolinera de Delio? Seguro que hablándole a Spiro del camión para presionarlo.

– Tienes razón.

– ¿Algún resultado?

– Dijo que no conocía a nadie de la mueblería Macko. Y descartó la posibilidad de que Moogey hubiese cogido los ataúdes. Al parecer, Moogey era el idiota del grupo. No creo que estuviese mezclado en esto.

– Moogey trajo los ataúdes a Nueva Jersey.

Me apoyé contra el Buick.

– Puede que Kenny y Spiro no lo incluyeran en sus planes, pero que él se haya enterado en algún momento y haya decidido meterse en el asunto.

– Y crees que cogió el camión de la tienda de muebles para sacar los ataúdes.

– Es una teoría. -Me separé del Buick y me ajusté la correa del bolso en el hombro-. A las ocho de la mañana pasaré a recoger a Spiro para llevarlo al trabajo.

– Te alcanzaré en el aparcamiento. Entré en la casa, que estaba a oscuras, y me quedé por un rato en el vestíbulo. El mejor momento de esa casa era cuando todos dormían. Al final del día el lugar tenía cierto aire de satisfacción. Quizá el día no hubiese sido precisamente una maravilla, pero se había vivido intensamente, y la casa había estado allí para su familia.

Colgué mi cazadora en el armario del vestíbulo y entré de puntillas en la cocina. En mi cocina nunca se sabía si habría comida. En la de mi madre, seguro que algo había. Oí crujir los peldaños de la escalera y, por los pasos, supe que era mi madre.

– ¿Qué tal te fue en la funeraria?

– Bien. Ayudé a Stiva a cerrar y lo llevé a su casa.

– Supongo que le cuesta conducir con esa muñeca herida. He oído decir que le dieron veintitrés puntos.

Saqué jamón dulce y queso Provolone. -Deja. -Mi madre me quitó el jamón y el queso y cogió de la encimera una barra de pan. -Puedo hacerlo -dije.

Mi madre sacó el cuchillo de trinchar del cajón de los cuchillos.

– Tú no cortas las rebanadas lo bastante finas.

Una vez que hubo preparado bocadillos para las dos, sirvió un par de vasos de leche y lo colocó todo en la mesa de la cocina.

– Podrías haberlo convidado a un bocadillo. -¿A Spiro? -A Joe Morelli.

Mi madre nunca deja de sorprenderme. -Hubo un tiempo en que lo habrías sacado de la casa con el cuchillo de trinchar. -He cambiado.

Di un bocado a mi emparedado. -Eso dice él.

– Me han dicho que es un buen poli. -Ser un buen poli no es lo mismo que ser una buena persona.


Desperté desorientada y mirando el techo de una vida anterior. La voz de la abuela Mazur me devolvió al presente.

– Si no entro en ese cuarto de baño el pasillo va a acabar hecho un asco -gritó.

Oí cómo se abría la puerta. Oí a mi padre rezongar. Mi ojo empezó a saltar y lo cerré con fuerza. Con el otro enfoqué el despertador que había sobre la mesita de noche. Las siete y media. Mierda. Quería llegar temprano a casa de Spiro. Me levanté de un salto y busqué téjanos y camisa limpios en la cesta de la ropa. Me pasé el cepillo por el cabello, cogí mi bolso y salí corriendo al pasillo.

– Abuela -grité delante de la puerta del cuarto de baño-, ¿vas a tardar mucho?

– ¿Es católico el Papa? -contestó.

De acuerdo, podía esperar media hora para entrar en el cuarto de baño; a fin de cuentas, de haberme levantado a las nueve, no habría podido usarlo en una hora y media.

Mi madre me pilló con la cazadora en la mano.

– ¿Adonde vas? No has desayunado.

– Le dije a Spiro que pasaría a recogerlo.

– Spiro puede esperar. A los muertos no les molestará que llegue con quince minutos de retraso. Ven a desayunar.

– No tengo tiempo para desayunar.

– He preparado gachas de avena. Está en la mesa. Ya te he servido zumo de naranja. -Miró mis zapatos-. ¿Qué clase de zapatos son ésos?

– Doctor Martens.

– Tu padre usaba unos iguales cuando hizo la mili.

– Son fantásticos -dije-. Me encantan. Todo el mundo lleva zapatos como éstos.

– Las mujeres interesadas en conseguir un buen partido no llevan esa clase de zapatos. Son para las mujeres a las que les gustan las mujeres. No tendrás ideas raras con respecto a las mujeres, ¿verdad?

Me tapé un ojo con una mano.

– ¿Qué le pasa a tu ojo?

– Un tic.

– Estás demasiado nerviosa. Es por ese trabajo tuyo. Mírate, sales corriendo de casa. ¿Qué es eso que llevas en el cinturón?

– Gas nervioso.

– Tu hermana, Valerie, no lleva cosas así en el cinturón.

Miré mi reloj. Si comía a toda prisa podía llegar a casa de Spiro a las ocho.

Mi padre se encontraba a la mesa, leyendo el periódico y bebiendo café.

– ¿Qué tal el Buick? -preguntó-. ¿Le pones gasolina súper?

– El Buick está bien. No hay problema.

Apuré el zumo de naranja y probé la avena. Le faltaba algo. Chocolate, quizá, o helado. Le añadí tres cucharadas de azúcar y leche.

La abuela Mazur se sentó en su silla.

– Mi mano está mejor, pero me duele horrores la cabeza.

– Hoy deberías quedarte en casa. Tómatelo con calma -le pedí.

Me lo tomaré con calma en el salón de belleza de Clara. Estoy horrible. No sé por qué se me ha puesto así el cabello.

– Nadie te verá si no sales de casa.

– ¿Y si viene alguien? ¿Y si viene ese guaperas de Morelli? ¿Crees que quiero que me vea así? No todos los días la atacan a una en la panadería.

– Tengo cosas que hacer a primera hora de la mañana, pero regresaré y te llevaré al salón de belleza -le dije-. ¡No salgas sin mí!

Engullí lo que quedaba de la avena y bebí rápidamente media taza de café. Cogí la cazadora y el bolso y estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono.

– Es para ti -dijo mi madre-. Es Vinnie.

– No quiero hablar con él. Dile que ya me he ido.

En cuanto llegué a la calle Hamilton sonó el teléfono móvil.

– Debiste hablar conmigo cuando estabas en casa -dijo Vinnie-. Habría resultado más barato.

– No te oigo bien…

– No me vengas con ese cuento.

Hice sonidos como de interferencias.

– Tampoco voy a creerme eso de las interferencias. Más te vale presentarte aquí esta mañana.


No vi a Morelli en el aparcamiento de Spiro, pero supuse que estaría allí. Había dos furgonetas y un camión cubierto con una lona. Aquello era prometedor.

Recogí a Spiro y me dirigí hacia la funeraria. Cuando me detuve en el semáforo de Hamilton y Gross, ambos volvimos la mirada hacia la gasolinera de Delio.

– Tal vez debiésemos entrar y hacer unas preguntas -sugirió Spiro.

– ¿Qué clase de preguntas?

– Preguntas sobre el camión de la mueblería. Por puro gusto. Creo que sería interesante ver si Moogey fue el que cogió los ataúdes.

En mi opinión tenía dos opciones: podía decirle que no serviría de nada, que más valía que siguiéramos con nuestras vidas, sólo para torturarlo, y pasar de largo. O podía seguirle la corriente para ver el resultado. Definitivamente, la idea de torturar a Spiro era tentadora, pero mi instinto me dijo que lo mejor sería seguir con su jueguecito.

El taller estaba abierto. Seguro que Sandeman se encontraba allí. ¿Y qué? Comparado con Kenny, Sandeman empezaba a parecer un delincuente de tres al cuarto. Cubby Delio trabajaba en la oficina. Spiro y yo entramos despreocupadamente.

Cubby se cuadró al ver a Spiro. Por muy capullo que fuese, Spiro representaba la funeraria de Stiva, y Stiva tenía muchos negocios con la gasolinera, ya que ésta se encargaba del mantenimiento de todos sus vehículos.

– Me he enterado de lo de tu brazo -le dijo Cubby-. Una pena. Sé que tú y Kenny erais amigos. Supongo que se ha vuelto loco. Eso dice todo el mundo.

Con un gesto de la mano, Spiro dio a entender que no era sino una molestia. Volvió la cabeza hacia la ventana y señaló con la barbilla en dirección al camión, aparcado todavía frente al taller.

– Quería hacerte unas preguntas acerca de ese camión de Macko. ¿Os encargáis del mantenimiento? ¿Viene con regularidad?

– Sí. Macko es cliente nuestro, como tú. Tienen dos camiones y nos encargamos de ambos.

– ¿Quién los trae normalmente? ¿La misma persona?

– Normalmente es Bucky, o Biggy. Llevan un montón de años conduciendo para Macko. ¿Hay algún problema? ¿Quieres comprarte unos muebles?

– Me lo estoy pensando.

– Es una buena empresa. Administrada por la familia. Mantienen sus camiones en muy buenas condiciones.

Spiro metió la mano herida entre la americana y la camisa. Parecía Napoleón.

– Por lo que veo aún no has encontrado a nadie que sustituya a Moogey.

– Creí haberlo encontrado, pero el tipo no funcionó. Cuando Moogey se encargaba de la gasolinera yo casi no tenía que venir. Libraba un día por semana e iba al hipódromo. Aun después de recibir la bala en la rodilla podía confiarse en él. Siguió trabajando.

Sospeché que Spiro y yo pensábamos lo mismo, o sea que en uno de los días en que se suponía que estaba en el hipódromo, Moogey podía haber tomado el camión prestado. Claro, si cogía el camión, otra persona estaría encargada de la gasolinera. O bien otra persona conducía el camión.

– Cuesta conseguir buenos trabajadores -comentó Spiro-. A mí me ocurre lo mismo.

– Tengo un buen mecánico. Sandeman está cargado de manías, pero es muy bueno en su trabajo. Los demás van y vienen. Para poner gasolina o cambiar un neumático no hace falta ser ingeniero. Me iría bien encontrar a alguien que se encargara a tiempo completo del negocio.

Spiro charló de empalagosas naderías y al cabo de un rato nos marchamos.

– ¿Conoces a los tíos que trabajan aquí? -me preguntó.

– He hablado con Sandeman. Es un tipo muy desagradable y aficionado a las drogas. -¿Te llevas bien con él?

– Puede decirse que no somos amigos íntimos. Spiro miró mis zapatos. -Tal vez sea por eso que llevas puesto. Abrí bruscamente la puerta del coche. -¿Te apetece hacer más comentarios? ¿Algo sobre mi Buick?

Spiro se acomodó en el asiento. -¡Diablos! Ese Buick es una maravilla. Al menos sabes escoger coches.

Entré con Spiro en la funeraria. Todos los sistemas de seguridad parecían intactos. Echamos un vistazo a los dos fiambres y al parecer nadie había quitado partes del cuerpo. Le dije que regresaría para el turno de noche y le pedí que me llamara si me necesitaba antes. Me habría gustado quedarme para vigilarlo. Creía que seguiría la pista que le había dado y, ¿quién sabía a qué conclusiones llegaría? Pero lo más importante era que si Spiro iba de un lugar a otro, tal vez Kenny fuese con él. Por desgracia, el Buick delataba mi presencia. Si iba a seguir a Spiro, tendría que conseguir otro coche.

La media taza de café que bebí con el desayuno se abría paso por mis tripas, de modo que decidí regresar a casa de mis padres, donde podría usar el cuarto de baño, ducharme y pensar en el problema del coche. A las diez llevaría a la abuela Mazur al salón de belleza de Clara.


Cuando llegué a casa, mi padre se encontraba en el cuarto de baño y mi madre, en la cocina, cortando verduras para la sopa.

– Tengo que ir al lavabo, ¿crees que papá tardará mucho?

Puso los ojos en blanco.

– Quién sabe lo que hace allí. Se lleva el periódico y pasan horas antes de que salga.

Cogí un trozo de zanahoria y otro de apio para Rex y corrí escaleras arriba.

Llamé a la puerta del cuarto de baño.

– ¿Cuánto vas a tardar? -grité.

No hubo respuesta.

Llamé más fuerte.

– ¿Estás bien?

– ¡Cristo! -masculló mi padre-. En esta casa uno no puede ni cagar tranquilo…

Regresé a mi dormitorio. Mi madre había hecho la cama y doblado toda mi ropa. Me dije que resultaba agradable estar de vuelta en casa y que alguien me hiciera pequeños favores. Debía sentirme agradecida, disfrutar del lujo.

– Qué divertido, ¿verdad? -pregunté a un adormilado Rex-. No podemos visitar a la abuela y al abuelo todos los días.

Abrí la puerta de la jaula y le di su desayuno, pero me saltaba tanto el ojo que erré totalmente el blanco y, en vez de echar la zanahoria en la jaula, la dejé caer al suelo.

A las diez, mi padre aún no había salido del cuarto de baño y yo estaba dando saltitos en el pasillo.

– Apresúrate -le dije a la abuela Mazur-. Si no llego pronto a un lavabo voy a estallar.

– Clara tiene un lavabo muy bonito. Te dejará usarlo.

– Lo sé, lo sé. Muévete, ¿quieres?

La abuela llevaba su abrigo de lana azul y la cabeza envuelta en una bufanda de lana gris.

– Tendrás calor con ese abrigo -dije-. No hace mucho frío.

No tengo otro. Los demás están hechos jirones. He pensado que después del salón de belleza podríamos ir de compras. He recibido el cheque de la pensión.

– ¿Estás segura de que tu mano está en condiciones?

Alzó la mano y observó la venda.

– Por el momento está bien. El agujero no es muy grande. A decir verdad, ni siquiera sabía que era tan profundo hasta que llegué al hospital. Ocurrió muy rápido. Siempre pensé que sabía cuidarme a mí misma, pero ya no estoy tan segura. Ya no me muevo como antes. Me quedé allí como una estúpida y dejé que me clavara esa cosa en la mano.

– Estoy segura de que no podías hacer nada, abuela. Kenny es mucho más alto que tú, y no tenías con qué defenderte.

Un velo de lágrimas le nubló los ojos.

– Hizo que me sintiese como una vieja tonta.


Cuando salí del salón de belleza, Morelli estaba apoyado contra el Buick.

– ¿De quién fue la idea de hablar con Cubby Delio?

– De Spiro. Y no creo que se limite a Delio. Tiene que encontrar esas armas para quitarse a Kenny de encima.

– ¿Dijo algo interesante?

Le referí la conversación.

– Conozco a Bucky y a Biggy -afirmó Morelli-. No se mezclarían en algo así.

– Puede que nos equivocáramos con respecto al camión de la mueblería.

– No lo creo. A primera hora de la mañana fui a la gasolinera e hice unas fotos. Roberta está casi segura de que el camión que vio era ése.

– ¡Creí que ibas a seguirme! -exclamé-. ¿Qué pasaría si apareciese Kenny y me atacara con un picahielos?

– Te seguí parte del tiempo. De todos modos, a Kenny le gusta dormir por la mañana.

– ¡Ésa no es una excusa! ¡Como mínimo deberías haberme dicho que estaba sola!

– ¿Qué planes tienes?

– La abuela acabará en una hora, más o menos. Le prometí que la llevaría de compras. Y en algún momento tengo que ir a ver a Vinnie.

– ¿Va a darle el caso a otro?

– No. Llevaré a la abuela Mazur. Ella lo pondrá en su sitio.

– He estado pensando en Sandeman…

– Yo también he estado pensando en él. Al principio creí que estaba escondiendo a Kenny. Pero puede que sea lo contrario. Puede que él lo jodiera.

– ¿Crees que Moogey se conchabó con Sandeman?

Me encogí de hombros.

– Tiene sentido. Quienquiera que haya robado las armas, tenía conexiones.

– Dijiste que Sandeman no daba muestras de riqueza repentina.

– Creo que a Sandeman la riqueza se le va nariz arriba.

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