4

Pasé casi toda la noche sin pegar ojo, pensando en Kenny Mancuso y Joe Morelli. A las siete de la mañana me levanté. Estaba de mal humor y hecha polvo. Me duché, me puse unos téjanos y una camiseta y preparé café.

Mi principal problema consistía en que tenía muchas ideas sobre Joe Morelli y casi ninguna acerca de Kenny Mancuso.

Me serví un cuenco de cereales, llené de café mi tazón con un dibujo del pato Daffy y eché un vistazo al contenido del sobre que me había dado Spiro. El guardamuebles se encontraba cerca de la carretera 1, en un pequeño polígono industrial. La foto del ataúd perdido era un recorte de una especie de folleto en el que figuraba un féretro que debía de ser de los más baratos que ofrecían las funerarias. Consistía en poco más que una sencilla caja de pino, sin las tallas y los bordes biselados característicos de los ataúdes que se estilan en el barrio. Me resultaba incomprensible que Spiro adquiriera veinticuatro cajas de ésas. En el barrio la gente gastaba mucho dinero en los funerales y en las bodas. Que te enterraran en uno de esos féretros sería peor que tener el cuello de la camisa sucio. Hasta mi vecina, la señora Ciak, que vivía de su pensión y apagaba las luces a las nueve de la noche para ahorrar electricidad, había ahorrado miles de dólares para su entierro.

Acabé mi cereal, lavé el cuenco y la cuchara, me serví otra taza de café y llené el comedero de Rex. Excitado, Rex salió de la lata de sopa y donde dormía agitó la nariz. Se abalanzó sobre el alimento, vibrando de dicha. Eso es lo bueno de los hámsters. Basta muy poca cosa para hacerlos felices.

Cogí mi cazadora y el gran bolso de cuero negro en el que guardaba los chismes que necesitaba para cazar fugitivos y me dirigí hacia la escalera. A través de la puerta del apartamento del señor Wolesky me llegaba el sonido de la tele, y el olor a beicon frito emanaba del apartamento de la señora Karwatt, en el otro extremo del pasillo. Salí del edificio y me detuve por un instante para disfrutar del fresco aire matinal. Unas pocas hojas se aferraban, tenaces, a los árboles, pero la mayor parte de las ramas estaban desnudas y, recortadas contra el cielo brillante, parecían telas de araña. Un perro ladró en algún lugar detrás de mi edificio y la puerta de un coche se cerró de golpe. El señor suburbano iba a trabajar. Y Stephanie Plum, extraordinaria cazadora de fugitivos, se disponía a buscar veinticuatro féretros.

El tráfico de Trenton parecía insignificante comparado con el que los viernes por la tarde salía de la ciudad por el túnel Holland. Pero aun así era una lata. Decidí conservar la poca cordura que tenía esa mañana, y renuncié a los atascos de Hamilton. Doblé en Linnert y, tras dos manzanas de frenar y arrancar una y otra vez, me interné en los deteriorados barrios que rodean el centro. Rodeé la estación del ferrocarril, crucé la ciudad y recorrí medio kilómetro de la carretera 1 antes de salir a la avenida Oatland.

El guardamuebles R amp; J Storage, ocupaba la cuarta parte de una hectárea en esta avenida. Diez años atrás aquella zona era una especie de vertedero, un terreno abandonado cubierto de maleza, botellas rotas, colillas, condones y basura en general. El sector industrial acababa de descubrir Oatland y ahora ese terreno albergaba una imprenta, una empresa de artículos de fontanería y el guardamuebles. La hierba erizada había sido sustituida por aparcamientos asfaltados, pero los vidrios rotos, las colillas y los diversos desechos urbanos habían aguantado el embate y se amontonaban junto a los bordillos y en rincones descuidados.

Una valla de alambre rodeaba el guardamuebles, y dos senderos, el de entrada y el de salida, conducían a una serie de depósitos del tamaño de un garaje. Según anunciaba un pequeño cartel, el horario de trabajo era de las siete de la mañana a las diez de la noche, los siete días de la semana. Las verjas de entrada y salida se encontraban abiertas, y un pequeño cartel que rezaba abierto colgaba de la puerta de cristal del despacho. Los edificios estaban pintados de blanco con bordes de un azul brillante. Transmitían una impresión de energía y eficacia. Era el lugar idóneo para ocultar féretros destinados al mercado negro.

Entré en el sendero y conduje a paso de tortuga, mirando los números, hasta llegar a la nave 16. Aparqué delante de ésta, me apeé, metí la llave en la cerradura y pulsé el botón que activaba la puerta hidráulica. Ésta se abrió y, ¡sorpresa, sorpresa!, el depósito estaba vacío. Ni ataúdes ni pistas.

Permanecí allí por un instante, imaginando los ataúdes de pino amontonados. Me volví, dispuesta a marcharme, y a punto estuve de chocar con Morelli.

– ¡Dios! -exclamé, llevándome una mano al pecho, sorprendida-. Odio que te acerques sigilosamente por detrás. ¿Se puede saber qué haces aquí?

– Estoy siguiéndote.

– No quiero que me sigas. ¿Estás seguro de que no violas mis derechos, de que no me sometes a acoso policial?

– A la mayoría de las mujeres les gustaría que las siguiera.

– No soy la mayoría de las mujeres.

– Dímelo a mí. -Señaló la nave vacía-. ¿De qué se trata?

– De todos modos, tarde o temprano te enterarás… Busco unos féretros.

Esbozó una sonrisa de incredulidad.

– ¡En serio! -exclamé-. Spiro tenía veinticuatro ataúdes almacenados aquí y han desaparecido.

– ¿Que han desaparecido? ¿Quieres decir que los han robado? ¿Ha informado a la policía del robo?

Negué con la cabeza.

– No quería mezclar a la policía en esto -dije-. No quería que se supiera que había comprado un montón de ataúdes y que luego los perdió.

– Lamento aguarte la fiesta, pero esto me da mala espina. La gente que pierde algo que vale mucho informa a la policía para cobrar el seguro.

Cerré la puerta y dejé caer la llave en mi bolso.

– Si encuentro los ataúdes perdidos me pagará mil dólares. De modo que no tengo la menor intención de creer que se trata de algo dudoso.

– ¿Qué hay de Kenny? Creí que estabas buscándolo.

– Por el momento no consigo avanzar con lo de Kenny.

– ¿Te has rendido?

– Digamos que estoy tomando distancias.

Abrí la puerta del jeep, me senté al volante y metí la llave en el encendido. Para cuando el motor arrancó, Morelli se había ubicado a mi lado.

– ¿Adonde vamos?

– Yo voy a la oficina para hablar con el gerente, no sé tú.

Morelli sonreía de nuevo.

– Esto podría ser el principio de una nueva carrera. Si resulta que tienes éxito podrías ascender y dedicarte a atrapar violadores de tumbas.

– Muy gracioso. Sal de mi coche.

– Creí que éramos socios.

¿Estaba de broma? Di marcha atrás, me dirigí hacia la oficina, aparqué y bajé del jeep. Morelli iba pisándome los talones.

Me detuve y me volví. Le puse una mano en el pecho para mantenerlo a distancia.

– Alto ahí. Éste no es un proyecto colectivo.

– Podría ayudarte. Con mi presencia tus preguntas resultarían más creíbles y tendrías más autoridad.

– ¿Y por qué motivo harías algo así?

– Porque soy un chico bueno.

Sentí que mis dedos se aferraban a su camisa y me esforcé por relajarme.

– No me convences.

– En el instituto, Kenny, Moogey y Spiro eran uña y carne. Moogey está muerto. Tengo la impresión de que Julia, la novia, no tiene nada que ver. Puede que Kenny haya pedido ayuda a Spiro.

– Y yo trabajo para Spiro y no estás muy seguro de que lo de los féretros sea cierto, ¿verdad?

– No sé qué pensar. ¿Tienes más información? ¿Dónde los compró? ¿Cómo eran?

– Son de madera. De un metro noventa, más o menos…

– Si hay algo que odio, es una cazadora de fugitivos que se pasa de lista.

Le enseñé la foto.

– Tienes razón -dijo-. Son de madera y miden más o menos un metro noventa.

– Y son feos.

– Vaya si lo son.

– Y muy sencillos -añadí.

– A la abuela Mazur no la meterían en uno de ésos, ni muerta -comentó Morelli.

– No todos son tan perspicaces como la abuela Mazur. Estoy segura de que Stiva tiene una amplia gama de ataúdes.

– Deberías dejarme interrogar al gerente. Hago esas cosas mejor que tú.

– ¡Ya basta! Métete en el coche.

Pese a nuestras discusiones, Morelli me caía relativamente bien. De hacer caso a mi sentido común, me alejaría de él, pero la sensatez nunca ha sido una de mis características. Me agradaba que se dedicara a fondo a su trabajo y que hubiese dejado atrás el salvajismo de su adolescencia. Había sido un chico duro, y ahora era un poli duro. Machista, pero eso no era del todo culpa suya. A fin de cuentas, era de Nueva Jersey y, para colmo, un Morelli, de modo que me parecía que lo llevaba razonablemente bien.

La oficina consistía en una pequeña estancia dividida por un mostrador. Detrás de éste se hallaba una mujer con una camiseta en la que figuraba el logotipo azul de R amp; J Storage. Debía de tener cincuenta años, su rostro era agradable, y parecía sentirse muy satisfecha de su cuerpo rechoncho. Me saludó con la cabeza, indiferente, y luego miró a Morelli, que no había hecho caso de mis órdenes y estaba detrás de mí.

Éste vestía téjanos desteñidos que se amoldaban sugestivamente a un impresionante paquete y al mejor trasero del estado. Lo único que ocultaba su cazadora de piel marrón era su pistola. La mujer del R amp; J tragó saliva y con esfuerzos evidentes, apartó la mirada de la entrepierna de Morelli.

Le dije que comprobaba el estado de unos artículos que un amigo tenía almacenados allí, y que me preocupaba la seguridad de las instalaciones.

– ¿Quién es ese amigo?

– Spiro Stiva.

– No se ofenda -dijo, reprimiendo una mueca-, pero tiene un depósito lleno de ataúdes. Dijo que estaban vacíos, pero a mí no me importa, porque de todos modos no me acercaría a más de diez metros de ese lugar. No creo que tenga que preocuparse por la seguridad. ¿A quién se le ocurriría robar un ataúd?

– ¿Cómo sabe que siguen allí?

– Los vi llegar. Tenía tantos que tuvo que traerlos en un camión con semirremolque y descargarlos con una carretilla elevadora.

– ¿Trabaja usted aquí a tiempo completo?

– Trabajo aquí todo el tiempo. Este negocio es de mi marido y mío. Yo soy Roberta, la R de R amp; J.

– ¿Han entrado otros camiones grandes en el último par de meses?

– Sí, unos cuantos, de esos que se alquilan. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?

Spiro me había hecho jurar que mantendría el secreto, pero no veía cómo conseguir la información que necesitaba sin mezclar a Roberta en la investigación. Además, sin duda tendría una llave maestra, y, con o sin ataúdes, lo más probable era que cuando nos fuésemos inspeccionase la nave de Spiro y descubriera que se encontraba vacía.

– Los ataúdes de Stiva no están. El depósito está vacío.

– ¡Eso es imposible! Nadie puede largarse así como así con un montón de ataúdes. Son muchos los que caben en esa nave, ¡y la llenaron por completo! Aquí entran y salen camiones todo el tiempo, pero si alguien cargara ataúdes, me habría dado cuenta.

– La nave dieciséis está atrás -dije-. Desde aquí no se ve. Y tal vez no se los hayan llevado todos al mismo tiempo.

– ¿Cómo habrían hecho para entrar? -preguntó Robería-. ¿Estaba forzada la cerradura?

No sabía cómo habían entrado. La cerradura no estaba forzada y Spiro insistió en que la llave siempre había estado en su poder. Por supuesto, podía haberme mentido.

– Quisiera ver una lista de las otras personas que han alquilado naves -dije-. También me ayudaría que pensara en todos los camiones que vio cerca del depósito donde estaban los ataúdes de Spiro. Camiones lo bastante grandes como para contenerlos.

– Está asegurado. Nuestra regla estricta exige que todos tengan un seguro.

– No puede cobrar el seguro sin informar a la policía y, por el momento, el señor Stiva prefiere que no se hable de esto.

– La verdad es que a mí tampoco me gustaría que se supiera. No conviene que la gente crea que nuestra empresa no es segura. -Pulsó unas teclas del ordenador e imprimió una lista-. Éstos son los que han alquilado naves recientemente. Los que las desocupan permanecen tres meses en el archivo y luego el ordenador los borra automáticamente.

Morelli y yo hojeamos la lista, pero no reconocimos ningún nombre.

– ¿Exigen identificación? -preguntó Morelli.

– Él carnet de conducir. La aseguradora nos exige una identificación con fotografía.

Doblé el listado, lo metí en el bolso.y entregué a Roberta una tarjeta pidiéndole que me llamara si ocurría algo. Antes de irme, le pedí también que abriese todas las naves con su llave maestra, por si acaso los féretros estaban en alguna de ellas, aunque lo consideraba improbable.

Al volver al jeep, Morelli y yo repasamos nuevamente la lista, pero no sacamos nada en claro.

Roberta salió apresurada de la oficina con las llaves en la mano y el teléfono móvil en el bolsillo.

– La gran búsqueda de los ataúdes -se burló Morelli al verla doblar la esquina de la primera fila de naves. Se repantigó en el asiento-. No tiene sentido. ¿Por qué iba alguien a robar ataúdes? Son grandes y pesados, y resulta difícil, si no imposible, revenderlos. La gente ha de tener cosas almacenadas aquí que son más fáciles de colocar en el mercado negro. ¿Por qué robar féretros?

– Puede que los necesitaran. Puede que los robase el dueño de una funeraria que estuviese pasando por una mala racha. Desde que Stiva abrió su nueva sección, a Mosel le ha ido mal. Tal vez Mosel supiera que Spiro había escondido unos ataúdes aquí y entró a hurtadillas una noche y los mangó.

Morelli me miró como si fuese una marciana.

– Oye, es posible. Cosas más extrañas han ocurrido. Creo que deberíamos ir a un montón de velatorios para ver si alguien está metido en uno de los ataúdes de Spiro.

– ¡Vaya plan! -Me acomodé el bolso en el hombro, y añadí-: En el velatorio de anoche había un tío llamado Sandeman. ¿Lo conoces?

– Hace dos años lo detuve por posesión de drogas. Lo pillamos en una redada.

– Según Ranger, Sandeman trabajaba con Moogey en la gasolinera. Dice que estaba allí el día en que Moogey recibió el disparo en la rodilla. Me preguntaba si ya habías hablado con él.

– No, todavía no. Ese día le tocó a Scully investigar. Sandeman hizo una declaración, pero no era gran cosa. El tiroteo tuvo lugar en la oficina y Sandeman se hallaba en el taller, reparando un coche. Estaba usando una llave hidráulica y no oyó el disparo.

– Se me ocurre que podría averiguar si sabe algo acerca de Kenny.

– No te acerques demasiado a él. Es un cabrón de primera. Además, tiene muy mal genio. -Morelli sacó unas llaves de coche de su bolsillo-. Pero eso sí, es un mecánico fantástico.

– Me andaré con cuidado.

Morelli me miró y por su expresión advertí que no confiaba nada en mí.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? Soy muy bueno torciendo pulgares.

– La verdad es que eso de torcer pulgares no es lo mío, pero gracias de todos modos.

Su Fairlane se hallaba aparcado al lado de mi jeep.

– Me gusta la hawaiana de la ventanilla trasera -le dije-. Todo un detalle.

– Fue idea de Costanza. Tapa una antena.

Miré por encima de la cabeza de la muñeca y, efectivamente, sobresalía la punta de una antena. Entrecerré los ojos, y pregunté a Morelli:

– No vas a seguirme, ¿verdad?

– Sólo si me lo pides por favor.

– Ni lo sueñes.

Su expresión dio a entender que no me creía.

Crucé la ciudad y doblé a la izquierda en Hamilton. Siete manzanas después aparqué en un espacio junto a la gasolinera. A primeras horas de la mañana y de la tarde los surtidores funcionaban sin parar. Pero a la hora en que llegué había pocos clientes. La oficina estaba abierta, pero vacía. Más allá de ésta, las puertas del taller se hallaban levantadas y detrás de la tercera había un coche en lo alto de una rampa.

Sandeman estaba equilibrando un neumático. Llevaba una camiseta negra desteñida con el logotipo de la Harley, que le llegaba cinco centímetros por encima de unos téjanos manchados de grasa que, a su vez, le dejaban el ombligo al descubierto. Tenía los brazos y los hombros cubiertos de tatuajes de serpientes que enseñaban los colmillos y con la lengua fuera. Entre las serpientes había un corazón rojo en el interior del cual rezaba AMO A JEAN. Afortunada, la chica. Decidí que lo único que le faltaba a Sandeman era tener los dientes podridos y unas cuantas pústulas.

Al verme, se incorporó y se limpió las manos en los téjanos.

– ¿Qué quiere?

– ¿Es usted Perry Sandeman?

– Sí.

– Soy Stephanie Plum. -Omití el habitual apretón de manos-. Trabajo para el fiador de Kenny Mancuso y estoy tratando de encontrar a Kenny.

– No lo he visto.

– Tengo entendido que él y Moogey eran amigos.

– Eso me han dicho.

– ¿Venía Kenny a menudo a la gasolinera?

– No.

– ¿Hablaba Moogey de Kenny?

Me pregunté si estaría perdiendo el tiempo. Decidí que así era.

– Usted estaba aquí el día que Moogey recibió un disparo en la rodilla. ¿Cree que fue un accidente?

– Yo estaba en el taller. No sé nada. Fin de las preguntas. Tengo que trabajar.

Le di mi tarjeta y le pedí que se pusiera en contacto conmigo si recordaba algo que me fuera de utilidad. La rompió y los pedazos cayeron lentamente.

Cualquier mujer inteligente habría hecho una salida digna, pero estábamos en Nueva Jersey, donde la dignidad nunca supera el placer de jorobar al prójimo. Puse los brazos en jarras y pregunté:

– ¿Cuál es su problema?

– No me gustan los polis. Y eso incluye a los que tienen coño.

– No soy poli. Soy agente de una compañía de fianzas.

– Eres una jodida cazadora de fugitivos. Yo no hablo con jodidas cazadoras de fugitivos. Cono.

– Si vuelve a referirse a mi coño, me enfadaré.

– ¿Se supone que eso ha de preocuparme?

Tenía un pulverizador de gas nervioso en el bolso, y me moría de ganas de rociarlo con él. También tenía una pistola de descarga eléctrica. La mujer de la armería me había convencido de que la comprara, y aún no la había probado. Me pregunté si 45.000 voltios en el logotipo de la Harley le preocuparían.

– Más le vale no estar ocultando información, Sandeman. Podría hacer que el oficial encargado de su libertad condicional se enojase.

Me propinó un golpe en el hombro que me echó para atrás.

– Como alguien se chive al oficial encargado de mi libertad condicional, tendrá que vérselas conmigo. Piensa en eso.

No, si podía evitarlo.

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