3

Morelli y yo nos habíamos enfrascado en varias batallas, cada uno con efímeras victorias. Sospeché que ésta sería otra guerra, por así decirlo. Y supuse que tendría que aprender a aguantarme. Si me enfrentaba a él, me haría la vida de cazadora de fugitivos difícil, por no decir imposible.

Pero eso no significaba que fuese a convertirme en su felpudo. Lo importante era dar la impresión, en los momentos oportunos, de que lo era. Decidí que ése no era uno de esos momentos y que debía mostrarme enfadada y ofendida. No resultaría fácil, puesto que así me sentía en realidad. Salí apresuradamente del aparcamiento de la comisaría y fingí saber adonde iba, aunque de hecho no lo sabía. Faltaba poco para las cuatro de la tarde y por el momento no tenía más datos que constatar acerca del caso de Mancuso, de modo que enfilé hacia casa, repasando por el camino mis progresos.

Sabía que debía ir a ver a Spiro, pero la idea no me entusiasmaba. Al contrario que a la abuela Mazur, no me gustaban los tanatorios. De hecho, la muerte me parecía ligeramente horripilante. Como de todos modos no estaba de muy buen humor, la demora me pareció adecuada.

Aparqué detrás de mi edificio y decidí subir por las escaleras, puesto que las tortitas de arándano del desayuno todavía rebosaban por encima de mis Levis. Entré en mi apartamento y a punto estuve de pisar un sobre que alguien había metido por debajo de la puerta. Era un sobre blanco corriente, con mi nombre impreso en letras plateadas, de esas que se pegan. Lo abrí y leí las dos frases del mensaje, también escrito en letras pegadas.

«Tómate unas vacaciones. Será bueno para tu salud.»

No había folletos turísticos adjuntos, así que supuse que no se trataba de propaganda para un crucero.

Pensé en la alternativa. Una amenaza. Por supuesto, si era una amenaza de Kenny, eso significaba que todavía se hallaba en Trenton. Y, mejor aún, significaba que yo había hecho algo que le preocupaba. Aparte de Kenny, no imaginaba quién podía amenazarme. Quizá un amigo de Kenny. Tal vez Morelli. Posiblemente mi madre.

Saludé a Rex, dejé caer mi bolso y el sobre en la encimera de la cocina y escuché los mensajes en el contestador automático.

Mi prima Kitty, que trabajaba en un banco, me informaba de que, como le había pedido, estaba vigilando la cuenta de Mancuso, pero que no había nuevos movimientos.

Mi mejor amiga de toda la vida, Mary Lou Molnar, que ahora se llamaba Mary Lou Stankovic, me preguntaba si aún seguía en este mundo, ya que hacía un montón de tiempo que no sabía nada de mí.

El último mensaje era de la abuela Mazur.

«Odio estos estúpidos aparatos. Siempre me siento como una boba, hablando con nadie. He leído en el periódico que esta noche habrá un velatorio por el tipo ese de la gasolinera, y me vendría bien que me llevaras. Elsie Farnsworth dijo que me acompañaría, pero odio ir con ella porque tiene artritis en las rodillas y a veces el pie se le queda pegado al acelerador.»

Un velatorio por Moogey Bues. Merecería la pena. Crucé el pasillo para pedir prestado el periódico al señor Wolesky. El señor Wolesky tenía la tele encendida día y noche, y yo siempre debía aporrear su puerta. Entonces abría y decía que con tanto golpe iba a tirar la puerta abajo. Cuando hace cuatro años tuvo un infarto, llamó a una ambulancia, pero se negó a que se lo llevaran hasta que no hubiese terminado un programa de concursos.

El señor Wolesky abrió y me miró airadamente.

– No tienes por qué aporrear la puerta. No estoy sordo, ¿sabes?

– Me preguntaba si podría prestarme su periódico.

– A condición de que me lo devuelvas enseguida. Necesito la programación de la tele.

– Sólo quería ver la sección necrológica.

Abrí el periódico y eché un vistazo a la sección necrológica. Moogey Bues se encontraba en la funeraria de Stiva. A las siete.

Le devolví el periódico al señor Wolesky y le di las gracias.

Telefoneé a la abuela Mazur y le dije que la recogería a las siete. No acepté la invitación a cenar de mi madre, le prometí que no me pondría téjanos para ir al velatorio, colgué el auricular y, para controlar el daño hecho por las tortitas, busqué algo que comer en la nevera que fuese bajo en calorías.

Estaba dando buena cuenta de una ensalada cuando sonó el teléfono.

– ¡Hola! -Era Ranger-. Apuesto a que estás cenando ensalada.

Hice caso omiso de su comentario, y pregunté:

– ¿Tienes algo que decirme sobre Mancuso?

– Mancuso no vive aquí. No viene aquí de visita. No tiene negocios aquí.

– Oye, sólo por pura curiosidad, si tuvieras que buscar veinticuatro ataúdes perdidos, ¿por dónde empezarías?

– ¿Están vacíos o llenos?

Mierda, había olvidado preguntarlo. Cerré fuertemente los ojos. Por favor, Diosito, que estén vacíos, rogué.

Colgué y marqué el número de Eddie Gazzara.

– Eres tú quien paga la llamada -dijo.

– Quiero saber en qué caso está trabajando Morelli.

– La mitad de las veces ni siquiera su capitán sabe en qué asunto está trabajando.

– Lo sé, pero oyes rumores, imagino.

Gazzara dejó escapar un suspiro, y dijo:

– Intentaré averiguar algo.

Morelli era miembro de la brigada antivicio, lo que significaba que estaba en otro edificio, en otra parte de Trenton. La brigada trabajaba mucho con la DEA, el departamento para la lucha contra la droga, y la dirección de aduanas, y mantenía sus proyectos en secreto. De todos modos, los hombres hablaban en los bares y el personal administrativo y las esposas cotilleaban.

Me quité los téjanos y me puse panties y un traje adecuado a las circunstancias. Me calcé unos zapatos de tacón, me apliqué laca en el cabello y rímel en las pestañas, di un paso atrás y me miré. No estaba mal, pero no creía que si Sharon Stone me veía se muriese de rabia y celos.

– Mira esa falda -soltó mi madre en cuanto abrió la puerta-. No me sorprende que con esas faldas cortas haya tanto crimen por ahí. ¿Cómo puedes sentarte con una falda así? Se te ve todo.

– Me llega cinco centímetros por encima de la rodilla. No es tan corta.

– No tenemos todo el día para hablar de faldas -intervino la abuela Mazur-. He de llegar a la funeraria. Tengo que ver cómo arreglaron a ese tipo. Espero que no hayan tapado demasiado los agujeros de las balas.

– No te hagas ilusiones. Creo que en este caso el féretro estará cerrado.

No sólo habían disparado contra Moogey, sino que le habían practicado una autopsia. Imaginaba que habrían necesitado unas cuantas horas para juntar los pedazos.

– ¡Un ataúd cerrado! Eso sería condenadamente decepcionante. La gente dejará de asistir a los velatorios si sabe que Stiva cierra los ataúdes. -La abuela se abrochó la rebeca sobre el vestido y se metió el bolso bajo el brazo-. En el periódico no decía que el féretro estaría cerrado.

– Te espero luego -me dijo mi madre-. He hecho pastel de chocolate.

– ¿Estás segura de que no quieres venir? -le preguntó la abuela Mazur.

– No conocía a Moogey Bues. Tengo cosas mejores que hacer que ir al velatorio de un perfecto desconocido.

– Yo tampoco iría, pero estoy ayudando a Stephanie con esta caza. Puede que Kenny Mancuso se presente, y en ese caso Stephanie necesitará ayuda. En la tele he visto que para pararle los pies a alguien hay que hundirle los dedos en los ojos.

– Es tu responsabilidad -me advirtió mi madre-. Si le metes los dedos en los ojos a alguien, será culpa tuya.

La puerta de la sala estaba abierta a fin de que entrasen todas las personas que habían ido a ver a Moogey Bues. De inmediato, la abuela Mazur se abrió paso a codazos, arrastrándome con ella.

– ¡Vaya! Qué jeta -comentó al llegar a las sillas de primera fila-. Tenías razón. Le han bajado la tapa. -Entrecerró los ojos-. ¿Cómo sabremos que el que está dentro es realmente Moogey Bues?

– Estoy segura de que alguien lo ha comprobado. -Pero no lo sabemos con certeza. La miré en silencio.

– Tal vez debiésemos echar una ojeada para averiguarlo. -¡No!

Todos dejaron de hablar y volvieron la cabeza hacia nosotros. Me disculpé con una sonrisa y rodeé a la abuela con un brazo para contenerla.

– No está bien eso de mirar dentro de un ataúd cerrado -le susurré con tono de severidad-. Además, no es de tu incumbencia y a nosotras no nos importa que Moogey Bues esté allí. Si no lo está, es cosa de la policía.

– Podría ser importante para tu caso. Puede que tenga algo que ver con Kenny Mancuso.

– Eres una metomentodo. Quieres ver los agujeros de las balas.

– Eso también.

Advertí que Ranger también había ido al velatorio. Que yo supiera, su ropa sólo era de dos colores: el verde de los uniformes del ejército y un negro malévolo. Esa tarde vestía de negro malévolo, cuya monotonía rompían dos pendientes dobles que centelleaban bajo la luz. Como siempre, llevaba el cabello recogido en una coleta. Como siempre, llevaba chaqueta. En esta ocasión era de cuero negro. Y no me costaba imaginar qué habría debajo. Probablemente suficientes armas para hacer desaparecer del mapa a un pequeño país europeo. Se había colocado contra la pared de atrás, con los brazos cruzados, el cuerpo relajado y los ojos alerta.

En el otro extremo se encontraba Joe Morelli, que había adoptado la misma pose.

Observé a un hombre deslizarse entre unas personas agrupadas en la puerta. Examinó rápidamente la sala y saludó a Ranger con una inclinación de la cabeza.

Sólo quien conociese a Ranger se habría enterado que había correspondido al saludo.

Lo miré y él pronunció la palabra «Sandeman». El nombre no significaba nada para mí.

Sandeman se acercó al féretro y contempló silenciosamente la pulida superficie de madera. No había expresión en su rostro. Diríase que lo había visto todo y que nada le asombraba. Sus ojos eran oscuros, hundidos y rodeados de arrugas. Imaginé que éstas se debían más a una vida disoluta que al sol y la risa. Su cabello era negro, y lo peinaba hacia atrás con brillantina.

Me pilló observándolo y, tras mirarnos por un instante, él desvió la vista.

– Tengo que hablar con Ranger -le dije a la abuela Mazur-. Si te dejo sola, ¿me prometes que no te meterás en líos?

La abuela resopló.

– Eso es un insulto. Creo que, después de tantos años, sé cómo comportarme.

– No se te ocurra tratar de ver lo que hay en el féretro.

– Já

– ¿Quién es el tipo que acaba de acercarse al ataúd? -pregunté a Ranger-. Ese tal Sandeman.

– Se llama Perry Sandeman, y te advierto que si lo irritas, te duerme por mucho tiempo.

– ¿Cómo es que lo conoces?

– Anda por ahí. Consigue un poco de droga de los compañeros.

– ¿Qué hace aquí?

– Trabaja en la gasolinera.

– ¿En la de Moogey?

– Así es. He oído decir que estaba allí cuando a Moogey le dispararon en la rodilla.

Alguien gritó al otro extremo de la sala y se oyó el ruido producido por un objeto pesado al cerrarse. Un objeto pesado como la tapa de un ataúd. Puse involuntariamente los ojos en blanco y sacudí la cabeza.

Spiro apareció en la puerta, relativamente cerca de mí. Con expresión ceñuda, avanzó a grandes zancadas, abriéndose paso entre la multitud, con lo que pude ver claramente a la responsable de aquel ruido. Era la abuela Mazur.

– Ha sido mi manga -dijo la abuela a Spiro-. La pilló accidentalmente la tapa y la condenada se abrió sólita. Podría ocurrirle a cualquiera.

La abuela me miró e hizo una señal con el pulgar levantado.

– ¿Es tu abuela? -preguntó Ranger.

– Sí. Quería asegurarse de que Moogey se encontraba dentro.

– Vaya genes los tuyos, nena.

Spiro comprobó que la tapa estuviera bien cerrada y volvió a colocar el ramo de flores que se había caído.

Me acerqué a toda prisa, dispuesta a apoyar la teoría de la tapa pillada con la manga, pero ya no era necesario. Obviamente, Spiro deseaba quitar importancia al incidente. Dirigió comentarios de consuelo a los deudos más cercanos y se dedicó a quitar las huellas de la abuela Mazur de la brillante superficie de madera.

– Mientras la tapa estuvo abierta no pude evitar ver que has hecho un buen trabajo -dijo la abuela a Spiro, a cuyo lado permanecía-. Los agujeros casi no se veían, excepto donde la masilla se ha hundido un poco.

Spiro asintió con aire solemne y, tocándole apenas la espalda con la yema de los dedos, la apartó hábilmente del féretro.

– En el vestíbulo tenemos té. ¿No le apetece una taza después de esta desagradable experiencia?

– Supongo que no me haría daño. De todos modos ya había acabado aquí.

La acompañé al vestíbulo y me aseguré de que realmente fuera a tomar el té. Cuando se instaló en una silla con la taza y unas galletas, fui a buscar a Spiro. Salí por la puerta lateral y lo pillé fumando a hurtadillas, bajo una aureola de luz artificial.

Había refrescado, pero él no pareció darse cuenta. Dio una profunda calada y dejó escapar lentamente el humo. Supuse que intentaba absorber la mayor cantidad de alquitrán posible, a fin de acabar más pronto con su miserable vida.

Me acerqué a él y pregunté:

– ¿Quieres hablar ahora de…? Bueno…, ya sabes…

Asintió con la cabeza, dio una última y larga calada y arrojó el cigarrillo al camino de acceso.

Te habría llamado esta tarde, pero supuse que vendrías a ver a Moogey Bues. Necesito encontrar esas cosas… cuanto antes.

– Los féretros son como cualquier otra cosa. Los fabricantes tienen excedentes, ataúdes defectuosos y liquidación de saldos. A veces uno puede comprar lotes a buen precio. Hará unos seis meses hice una oferta por uno y conseguí veinticuatro ataúdes por debajo del coste. No tenemos mucho espacio, de modo que los metí en un guardamuebles.

Spiro sacó un sobre del bolsillo de la americana, y del sobre, una llave, que alzó para que yo la examinara.

– Ésta es la llave de la nave del guardamuebles donde los había metido. Las señas están en el sobre. Los ataúdes estaban envueltos en plástico para protegerlos durante el transporte y embalados para poder apilarlos. También tienes una fotografía de un féretro. Todos eran iguales. Muy sencillos.

– ¿Has informado a la policía?

– No he hablado con nadie del robo. Quiero recuperar los ataúdes con la menor publicidad posible.

– Esto está fuera de mi especialidad.

– Mil dólares.

– ¡Dios, Spiro, estamos hablando de féretros! ¿A quién se le ocurriría robar féretros? Y ¿por dónde empezar a buscarlos? ¿Tienes alguna pista, alguna idea?

– Tengo una llave y una nave vacía.

– Quizá lo mejor sea que aceptes la pérdida y que la aseguradora se haga cargo.

– No puedo pedir el pago a la aseguradora sin haber informado a la policía, y no quiero a la policía mezclada en esto.

Los mil dólares suponían una tentación, pero el trabajo era más que extraño. Sinceramente, no sabía por dónde empezar a buscar veinticuatro ataúdes perdidos.

– Supongamos que los encuentro… ¿Qué pasa luego? ¿Cómo esperas recuperarlos? Me parece que si alguien es lo bastante mezquino como para robar un féretro, será lo bastante malo como para luchar por conservarlo.

– Vayamos paso a paso. Tu comisión por encontrarlos no incluye su recuperación. Eso será problema mío.

– Supongo que puedo preguntar por ahí.

– Esto tiene que ser confidencial.

Perfecto. ¿Acaso iba yo a querer que alguien supiera que buscaba ataúdes? ¡Vamos!

– Prometo no decir nada. -Cogí el sobre y lo metí en mi bolso-. Otra cosa. Estos ataúdes están vacíos, ¿verdad?

– Claro que sí.

Volví a buscar a la abuela, pensando que tal vez no fuese una misión muy difícil. Spiro había perdido un montón de jodidos ataúdes. No sería muy fácil esconderlos. No era algo que uno pudiese meter en el maletero del coche y marcharse tan campante. Alguien había entrado con un camión y se los había llevado. Tal vez alguien de la casa. Quizá alguien del guardamuebles hubiera timado a Spiro. Pero ¿qué podía hacer luego? El mercado para los féretros es limitado. No podían usarse como macetas o como base de una lámpara. Tendrían que venderlos a otras funerarias. Esos rateros tenían que ser los peores del mundo del hampa. ¡Un mercado negro de féretros!

Encontré a la abuela tomando té con Joe Morelli. Nunca antes lo había visto con una taza de té en la mano, y aquello me desconcertó. Cuando adolescente, Morelli era un salvaje. Dos años en la infantería de marina y doce más en la policía le habían enseñado a controlarse, pero yo estaba segura de que, a menos que lo castrasen, sería imposible domesticarlo del todo. Siempre hubo en él una parte bárbara que zumbaba por debajo de la superficie. A veces me atraía, y otras, me espantaba.

– Mírala, ya está aquí -dijo la abuela al verme-. Hablando del diablo.

Morelli sonrió maliciosamente.

– Hemos estado hablando de ti.

– Vaya, qué bien.

– Me he enterado de que tuviste una reunión secreta con Spiro.

– Cuestión de trabajo.

– ¿Está relacionada con el hecho de que Spiro, Kenny y Moogey fueron amigos en el instituto?

Enarqué una ceja, dándole a entender que me sorprendía.

– ¿Eran amigos en el instituto?

– Inseparables.

– Vaya.

– Por lo que veo, todavía estás de mal humor -dijo con una sonrisa más amplia.

– ¿Estás burlándote de mí?.

– No exactamente.

– Entonces, ¿qué?

Con las manos metidas en los bolsillos, se meció sobre los talones.

– Creo que eres una monada.

– ¡Oh, Dios!

– Es una pena que no estemos trabajando juntos. Si lo hiciéramos, podría hablarte del coche de mi primo.

– ¿Qué le ocurre a su coche?

– Lo encontraron esta tarde. Abandonado. No había cuerpos en el maletero. Ni manchas de sangre. Ni Kenny.

– ¿Dónde?

– En el aparcamiento del centro comercial.

– Puede que Kenny estuviese comprando allí.

– No lo creo. Los de seguridad del centro recuerdan haber visto el coche aparcado toda la noche.

– ¿Estaban puestos los seguros de las puertas?

– Todos menos la del lado del conductor.

Reflexioné un momento.

– Si yo fuera a abandonar el coche de mi primo, me aseguraría de cerrar bien todas las puertas.

Morelli y yo nos miramos fijamente, pero no dijimos lo que pensábamos. Tal vez Kenny estuviese muerto. No había motivos reales para pensarlo, pero tuve una premonición, y me pregunté qué tendría que ver todo aquello con la carta que acababa de recibir.

Morelli reconoció la posibilidad apretando la boca.

– Aja.

Tras echar abajo los tabiques de lo que en tiempos fueran el vestíbulo y el comedor de la gran casa de estilo Victoriano, Stiva había formado una gran sala de espera. La moqueta que cubría el suelo amortiguaba los pasos. Servían el té sobre una mesa de biblioteca de madera de arce al lado de la puerta de la cocina. La iluminación era tenue, había sillas estilo reina Ana, mesitas agrupadas para que la gente pudiera conversar y pequeños arreglos florales distribuidos en diferentes lugares. Habría resultado un lugar agradable de no ser por la certeza de que el tío Harry, la tía Minnie o Morty el cartero se encontraban desnudos en otra parte de la casa, muertos, e inyectados con una buena dosis de formaldehído.

– ¿Te apetece un té? -preguntó la abuela. Negué con la cabeza. Lo que yo quería no era té sino aire fresco y pastel de chocolate. Y quitarme los panties.

– Estoy lista para irnos. ¿Y tú? La abuela miró alrededor.

– Es un poco temprano, pero supongo que ya no me falta ver a nadie. -Dejó la taza sobre la mesa y cogió su bolso-. De todos modos me vendría bien un poco de pastel de chocolate -dijo. Se volvió hacia Morelli, y añadió-: Esta noche en casa ha habido pastel de chocolate como postre, y todavía queda. Siempre preparamos una ración doble.

– Hace mucho tiempo que no como pastel de chocolate casero.

– ¿Ah, sí? -dijo la abuela, alerta-. Bueno, puedes compartir el nuestro. Tenemos mucho.

Un sonido estrangulado se escapó del fondo de mi garganta, y volviéndome hacia Morelli le ordené con la mirada que dijera que no, que no, que no.

Él me dirigió una mirada de ingenuidad que significaba «¿que?», y dijo:

– Me parece estupendo. Me encantaría una ración de pastel de chocolate.

– Bien -anunció la abuela-. ¿Sabes dónde vivimos?

Morelli nos aseguró que encontraría la casa con los ojos vendados, pero, como ya era de noche, para asegurarse de que estuviésemos a salvo nos seguiría. -¡Vaya por Dios! -exclamó la abuela cuando nos encontramos a solas-. ¿Te das cuenta de que le preocupa nuestra seguridad? ¿Conoces a un joven más educado? Y está guapísimo. Además, es poli. Apuesto a que lleva pistola debajo de la chaqueta.

Iba a necesitarla cuando mi madre lo viera en la entrada de su casa. Mi madre miraría por la puerta mosquitera y no vería a Joe Morelli, un hombre en busca de pastel. No vería al Joe Morelli, que graduó en el instituto y se alistó en la infantería de marina. No vería a Morelli el poli. Mi madre vería a Joe Morelli, el calenturiento chiquillo de ocho años de dedos ágiles que me llevó al garaje de su padre para jugar al trenecito cuando yo contaba seis añitos.

– Esta es una buena oportunidad para ti -comentó la abuela cuando aparcamos junto al bordillo-. Te vendría bien un hombre.

– Éste no.

– ¿Qué le pasa a éste?

– No es mi tipo.

– Tienes un gusto pésimo en lo que a hombres se refiere. Tu ex marido es un pelmazo. Todos sabíamos que lo era cuando te casaste con él, pero no quisiste hacernos caso.

Morelli se detuvo detrás de mi coche y bajó de su furgoneta. Mi madre abrió la puerta mosquitera y a pesar de la distancia advertí que apretaba los labios y se ponía rígida.

– Todos hemos venido a comer pastel -explicó la abuela cuando llegamos al porche-. Hemos traído al agente Morelli porque lleva mucho tiempo sin comer pastel casero.

Mi madre apretó aún más los labios.

– Espero no estorbar -dijo Morelli-. Sé que no esperaba invitados.

Esta afirmación inicial abre todas las puertas del barrio. Ninguna ama de casa que se precie reconocerá que su hogar no está preparado para recibir invitados las veinticuatro horas del día. Hasta a Jack el Destripador le franquearían la entrada con pronunciar esa frase.

Mi madre asintió brevemente con la cabeza, se apartó de mala gana y los tres entramos.

Por temor a la bronca, nunca le habíamos hablado a mi padre del incidente del trenecito. Eso significaba que no sentía ni más ni menos desprecio y desconfianza por él que por cualquier otro pretendiente en potencia que mi madre y mi abuela encontraran en la calle. Lo examinó rápidamente, mantuvo una mínima conversación superficial y volvió a centrar su atención en la tele, simulando no hacer caso de mi abuela cuando ésta repartió el pastel.

– Era cierto, el ataúd de Moogey Bues estaba cerrado -observó la abuela-. De todos modos lo vi, gracias al accidente.

Mi madre la miró con expresión de alarma.

– ¿Qué accidente?

Me quité la cazadora.

– La abuela abrió accidentalmente la tapa al enganchársele una manga.

Horrorizada, mi madre alzó los brazos en un gesto de súplica.

– La gente no ha parado de llamar para contarme lo de los gladiolos. Mañana tendré que soportar que me hablen de lo de la tapa del ataúd.

– No estaba muy bien. Le dije a Spiro que había hecho un buen trabajo, pero fue una mentirijilla.

Morelli llevaba chaqueta sobre una camisa negra de punto. Al sentarse, se le abrió la chaqueta revelando la pistola que llevaba a la cadera.

– ¡Bonita pipa! -exclamó la abuela-. ¿Qué es? ¿Una cuarenta y cinco?

– Es una nueve milímetros.

– Supongo que no me dejarías echarle un vistazo, ¿verdad? Me encantaría ver lo que se siente con una pistola como ésa.

– ¡No! -exclamamos todos al unísono. -Disparé contra un pollo una vez -explicó la abuela-. Fue un accidente.

Advertí que Morelli estaba un poco sorprendido.

– ¿Dónde le disparó? -preguntó por fin.

– En el culo. Se lo volé.

Tras dar cuenta de dos raciones de pastel y tres cervezas, Morelli se despegó de la tele. Nos fuimos juntos y nos quedamos hablando en la acera. No había estrellas ni luna en el cielo y casi todas las casas estaban a oscuras. Tampoco había tráfico en la calle. En otras partes de Trenton quizá se tuviera una sensación de peligro por la noche. En el barrio, la sensación era de tranquilidad y seguridad.

Morelli me alzó el cuello de la cazadora para protegerme del aire frío. Me rozó la mejilla con los nudillos y miró fijamente mis labios.

– Tienes una familia agradable.

Entrecerré los ojos.

– Si me besas, gritaré y mi padre saldrá para darte un puñetazo en la nariz.

Por supuesto, omití decir que antes de que ocurriera cualquiera de esas cosas, yo me habría meado.

– Podría dejarlo fuera de combate.

– Pero no lo harías.

Morelli no había soltado el cuello de mi cazadora.

– No, no lo haría.

– Háblame otra vez del coche. ¿No había señales de lucha?

– Ninguna. Las llaves se encontraban en el encendido y la portezuela del conductor estaba cerrada, pero sin seguro.

– ¿Había sangre en el pavimento?

– No he ido allí, pero el laboratorio miró y no halló pruebas tangibles.

– ¿ Huellas dactilares?

– Están analizándolas.

– ¿Objetos personales?

– Ninguno.

– Entonces no vivía en el coche -concluí.

– Veo que estás mejorando en esto de cazar fugitivos. Haces todas las preguntas adecuadas.

– Veo mucha televisión.

– Hablemos de Spiro.

– Spiro me ha contratado para que le solucione un problema.

– ¿Un problema funerario? -dijo Morelli con una amplia sonrisa.

– No quiero hablar de ello.

– ¿No tiene nada que ver con Kenny?

– Lo juro.

La ventana de arriba de la casa se abrió y mi madre asomó la cabeza.

– Stephanie -susurró, pero cualquiera podía oírla-, ¿qué haces ahí fuera? ¿Qué pensarán los vecinos?

– No se preocupe, señora Plum -le gritó Morelli-. Ya me iba.


Cuando llegué a casa, Rex corría en su rueda. Encendí la luz y se paró en seco, abrió de par en par sus ojillos negros y agitó el bigote, indignado ante la repentina desaparición de la noche.

Mientras me dirigía hacia la cocina me quité los zapatos de sendas patadas. Una vez allí, dejé caer el bolso sobre la encimera y pulsé el botón de reproducción de mensajes en el contestador.

Solo había un recado, de Gazzara, que llamó al acabar su turno para decirme que nadie sabía mucho acerca de Morelli. Salvo que trabajaba en algo importante y que tenía que ver con la investigación sobre Mancuso y Bues.

Pulsé el botón para apagar el aparato y marqué el número de Morelli.

El teléfono sonó seis veces antes de que contestara, resollando ligeramente. Probablemente acababa de llegar a su apartamento. No me parecía que hiciera falta hablar de nimiedades, y fui directo al grano.

– Desgraciado.

– Caray, me pregunto quién será.

– Me mentiste. Y lo sabía. Lo supe desde el principio. Eres un idiota.

Se produjo un silencio tenso, y me di cuenta de que mi acusación cubría un gran territorio, así que limité el campo.

– Quiero saber de qué va ese importante caso secreto en el que estás trabajando, y quiero saber qué tiene que ver con Kenny Mancuso y Moogey Bues.

– ¡Ah! Te referías a esa mentira.

– ¿Y bien?

– No puedo hablarte de ello.

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