Capítulo séptimo

ENCUENTRO INESPERADO

Soledad

1

Desde aquella terrible aparición, Anne von Seydlitz evitaba su propia casa. Se había propuesto no pasar ni una noche más en esta casa hasta que se aclarase el asunto. Durante los dos días que estuvo en Munich y que empleó en cambiarse de ropa interior y ordenar asuntos comerciales, tomó una habitación en el hotel en el que también había vivido Kleiber.

Lamentaba lo ocurrido con Adrián, pero en cierto modo estaba contenta de que las cosas hubieran ido así, pues tenía la impresión de que Kleiber se interesaba más por ella que por sus problemas. Y si algo no necesitaba en esta situación, era la persecución de un hombre. Ciertamente que, si viniera, le tendería la mano, y en esto le acudieron a la boca las palabras de su madre adoptiva que con voz severa le enseñó que no se debía nunca rechazar una mano así, ni siquiera la de un enemigo, pero por ahora podía estar segura de que este encuentro no se produciría. Por el momento se acumulaban en la cabeza de Anne tantos pensamientos, que sencillamente no había sitio para un hombre.

Es el orgullo lo que empuja a una mujer engañada hacia una increíble actividad. Increíble habría sido antes para Anne von Seydlitz, apoyada sólo en sí misma, seguir una pista que la llevaba a medio mundo, unida a riesgos y peligros, sólo por aclarar un asunto que, si alguna vez llegara a aclararse, no le proporcionaría la más mínima ventaja. Pero entre ella y lo desconocido, lo enigmático y misterioso, parecía haberse establecido una relación mágica; en cualquier caso Anne se sentía incapaz de renunciar.

¿Era la magia de la maldad, tantas veces descrita, lo que la mantenía presa, lo que se apoderaba de todos sus pensamientos y no la soltaba? ¿Por qué lo hacía?

Ideas como ésta sólo ocupaban en su vida un espacio marginal. En la presente situación estaba bien así, pues de lo contrario Anne von Seydlitz se habría dado cuenta de lo mucho que había cambiado. Nunca en su vida estuvo obsesionada por una idea y miraba más con desagrado que con admiración a las personas que perseguían un objetivo menospreciándose a sí mismas. Ahora, fascinada por una idea, ya no se reconocía, lo postergaba todo, el amor, la vida, el negocio, pero no se daba cuenta. Hay cosas de las que uno no puede huir.

Las pesquisas en California reforzaron en Anne la convicción de que su marido Guido debía de estar metido en un complot de ámbito mundial, con o sin su conocimiento, esto no deseaba decirlo de momento. El descubrimiento de un nuevo texto bíblico no podía ser el único motivo que convirtiera a científicos en cazadores y a otros en cazados.

La señora Vossius, la esposa del profesor, jugaba un papel dudoso en sus reflexiones. Anne dudaba de su sinceridad, sí, incluso con unos días de distancia surgía la pregunta de si Aurelia Vossius no practicaba juego sucio. La pista más importante era sin duda la alusión de Brandon a la orden órfica, en algún lugar del norte de Grecia. Anne no tenía idea de lo que podía esperarla allí, de si en suma conseguiría acceder a tan misteriosa orden, pero la decisión estaba tomada.

Tenía que ir a Leibethra.

2

Gracias a la perfecta descripción de Gary Brandon, Anne von Seydlitz voló a Atenas, luego a Tesalónica, que allí llaman Salónica para abreviar, y se alojó en el Macedonia Palace, Leoforos Megalou Alexandrou, situado en el pintoresco casco antiguo.

Guido, experto viajero a causa de su profesión, le dio una vez un buen consejo: si en una ciudad no tienes amigos, dale una sustanciosa propina al portero del hotel.

El joven recepcionista se llamaba Nikolaos, como casi todos en el lugar, hablaba un inglés brillante y el billete grande que le dio Anne liberó en él insospechadas facultades. Anne se encontró con él, al terminar éste el trabajo, en un café cerca de la torre blanca, desde donde se ve el mar, y empezó a contarle sin rodeos que su marido fallecido estaba envuelto en un complot extraño, cuyos cómplices probablemente debían buscarse en Leibethra. Anne no dio más detalles.

Nikolaos, de no más de veinticinco años, con el pelo negro rizado y ojos inteligentes y oscuros, se sintió halagado por la franqueza y la confianza de la extranjera y le prometió que la ayudaría. Primero, dijo francamente, debía reconocer que había oído hablar de la orden de Leibethra, pero nadie en Salónica conocía más detalles sobre esta gente. La mayoría, igual que él, creían, por oírlo decir, que se trataba de una orden piadosa que gestionaba un manicomio en Leibethra. En cualquier caso los impedidos no eran griegos o gente de los alrededores, sino extranjeros que habían sido trasladados allí.

Probablemente, explicó Anne, se mantiene la institución como tapadera, aunque en realidad se esconde en Leibethra algo muy distinto.

Se daba la casualidad de que Vassileos, el cuñado de Nikolaos, gestionaba un hotel llamado Alkyone en Katerini, una hora en coche al sur de Salónica, y Nikolaos creía recordar que su cuñado le habló una vez del inquietante monasterio suspendido en los peñascos del Olimpo, pero, como no estaba especialmente interesado, no podía acordarse de los detalles.

Al día siguiente, Nikolaos acompañó en su coche a Anne von Seydlitz a Katerini para ver al cuñado Vassileos, quien, a pesar de que Anne se hospedó en su hotel y no en el vecino Olympion y a pesar de ser recomendada con palabras amables por Nikolaos, acogió a la extranjera con gran desconfianza. En general Vassileos se reveló como la cara opuesta de Nikolaos: perezoso y taciturno, introvertido y cerrado, sobre todo frente a sus clientes. A ello se añadía que sólo podía hacerse entender con ayuda de un galimatías compuesto de un alemán con rara pronunciación renana y de un inglés aprendido fatigosamente con el acento seco del norte de Grecia.

La mayoría de la gente es así en este lugar, dijo Nikolaos disculpando su comportamiento malhumorado, y habló con Vassileos en voz alta y muy seriamente. Aunque Anne no entendió una palabra, por los gestos y las reacciones de ambos pudo colegir que Nikolaos amonestaba a su cuñado, que debía tratar mejor a sus clientes y que la kiria de Alemania era muy generosa. Luego dio a Anne su número de teléfono de Salónica, por si necesitaba su ayuda, y se marchó.

Katerini es extraordinariamente pintoresca, incluso en los días fríos y nublados, una ciudad rural apartada de la única autopista del país. No se viaja a Katerini, se pasa casualmente por allí. También en el hotel de Vassileos -se llamaba así, aunque sólo se merecía el nombre de pensión- uno no solía quedarse más de una noche. En eso era Anne von Seydlitz una rareza, y el segundo día, después de haber recorrido las calles de la pequeña ciudad y el pintoresco mercado y no marcharse aún, los viejos sentados en sillas de enea a la puerta de sus casas empezaron a cuchichear sobre quién debía ser la extranjera y qué buscaba allí. Era extraño, pero en un país extranjero, entre gente extranjera, Anne von Seydlitz se sentía más segura que en su casa, donde se creía vigilada y observada.

Bastantes hombres, y no sólo viejos, estaban en cuclillas ante la puerta de sus casas, hombres con rostros angulosos y cejas pobladas, extenuados y endurecidos en su lucha por la vida, que aquí no es miel sobre hojuelas. Cada uno vive del otro, el tendero del albañil, el albañil del maestro de obras, el maestro de obras del propietario del aserradero, el propietario del aserradero del tendero; no como los del sur, que pueden vivir todos de la historia, incluso de las inmundicias que ésta ha dejado en algún lugar.

La pobreza genera desconfianza y las gentes de Katerini eran muy desconfiadas entre ellas, pero sobre todo con los extraños, y una mujer que viajaba sola se hacía más sospechosa, de modo que a ser posible evitaban toparse con la kiria.

3

Sólo Georgios Spiliados, el panadero ambulante, cuyo negocio rodaba por las calles sobre tres ruedas (la parte trasera consistía en una vieja bicicleta incluidos los pedales, la delantera en cambio en una caja de madera con dos ruedas, que era el embalaje de una lavadora que el electricista del pueblo había vendido hacía diez años y en el que Georgios había colocado unas ventanas de cristal para que todo el mundo en la calle pudiera admirar sus baklava y kataifi recién tostaditos), sólo el panadero Spiliados inició una conversación con Anne, cuando ella le compró una pasta, que Georgios envolvió en un papel de estraza por motivos higiénicos. Resultaba que Spiliados antes, hacía ya mucho tiempo, había trabajado en Alemania y ahora se ganaba la vida como autónomo. En el pueblo conocían su nombre griego -y señaló el nombre escrito en su vehículo-, aunque para la mayoría seguía siendo «el alemán».

Si ella pasaba las vacaciones allí, quiso saber Spiliados, entonces había escogido la peor temporada, abril era la época más bonita en Katerini, suave y con aromas de flores. Anne lo negó riéndose y preguntó a su vez si Georgios sabía algo de Leibethra. Entonces el panadero pisó el pedal para largarse cuanto antes; pero antes de conseguirlo, Anne lo agarró del brazo y lo retuvo.

A su pregunta de por qué quería poner los pies en polvorosa, respondió Georgios con otra pregunta: si era de ellos (así se expresó). Sólo cuando Anne le aseguró que no, por Dios, que le interesaba aquella gente por otros motivos, se quedó.

Georgios Spiliados, que generalmente empleaba bastante desparpajo en el trato con la gente, se limpió la frente con la mano y habló en voz baja. Si ella era periodista, quería recordarle que un reportero del Daily Telegraph que anduvo vagando por los alrededores recogiendo información sobre las gentes de Leibethra -incluso pagó dinero por ello-, fue hallado un día con el cráneo hundido. Oficialmente se dijo que se había caído de un peñasco en el Olimpo, pero Joannis, que lo encontró y era amigo suyo, aseguró que en el lugar del hallazgo no había peñasco alguno. Lo mejor sería que se marchara cuanto antes.

Para Anne, Georgios Spiliados era el único hombre que podía ayudarla. Por ello entregó al panadero un billete, que éste rechazó ofendido. No pasó mucho rato para que la ofensa se perdiera en trivialidades y Georgios pusiera el dinero en el borde interior de su gorra. Anne hizo jurar a Spiliados que no revelaría a nadie su interés por Leibethra. Georgios lo prometió.

Quedaron citados para la tarde en su tienda, dos calles más abajo. Si él se retrasaba, avisaría a Vanna, su mujer. Llamarían la atención si seguían hablando mucho rato allí, a la vista del público.

Cuando Anne más tarde entró en la tienda, Vanna asomó la cabeza por una especie de cortina de cordones de plástico en la parte trasera de la tiendecilla embaldosada. El recinto de venta constaba de un mostrador largo y estrecho y de una estantería lisa de madera adosada a la pared, en la que sólo había para vender unas cuantas tortas. Con su bigote y su rostro lleno de arrugas, Vanna hubiera podido ser tomada más bien por la madre de Georgios.

La habitación trasera, a la que invitó a pasar a la extranjera, no estaba provista con menos escasez: en el centro una mesa cuadrada de madera lisa con cuatro sillas, un armario alto sin puertas con vasijas de colores, al lado un lavamanos blanco, en frente un anaquel sostenido en la pared con anchas escuadras. Vanna trajo raki y dijo bitte, la única palabra alemana que conocía.

Poco después apareció Georgios. Anne intentó explicar al hombre por qué había venido a Katerini. Contó el misterioso accidente de Guido y las pesquisas seguidas hasta ahora, que la habían llevado hasta aquí, y cosechó la sincera compasión de Georgios. Éste escuchó su narración, luego bebió de un trago un vaso de raki aguado, cerró la puerta de la tienda, regresó y se sentó de nuevo a la mesa cuadrada. Con los dedos golpeaba la tabla de la mesa; lo hacía siempre que se esforzaba en reflexionar.

La luz pálida de una bombilla desnuda colgada del techo encalado invadía la habitación. Los ojos de Anne iban cambiando del rostro a las manos nerviosas y de nuevo al rostro de su interlocutor. Georgios miraba fijamente frente a sí, callaba, y cuanto más largo era su silencio, menores eran las esperanzas de Anne de que la ayudaría.

– Una historia increíble -dijo finalmente-, increíble de verdad.

– ¿Acaso no me cree?

– Claro, claro -exclamó Georgios tranquilizándola-. Me parece que esta gente es realmente peligrosa. Nosotros apenas sabemos algo de ellos. Lo que se cuenta en el pueblo son sólo rumores. Uno se lo dice a otro al oído. Alexia, la mujer del herrero, pretende haber visto que queman a personas en hogueras y danzan alrededor. Y Sostis, el dueño de la cantera en la pendiente oriental, dice que son locos que se matan unos a otros. Que se trata de personas nueve veces más inteligentes, lo oigo por primera vez. ¿Cómo dijo que se llamaban?

– Órficos, discípulos de Orfeo.

– Demencial. Realmente demencial.

– Creo -explicó Anne al griego- que divulgaron a sabiendas estos rumores por el mundo para desviar la atención de lo que están haciendo.

– Oficialmente -informó Georgios-, Leibethra es un centro de atención para retrasados mentales; pero lo que realmente sucede detrás del muro que impide el acceso al valle no lo sabe nadie. Se abastecen a sí mismos como los monjes del monte Athos, tienen sus propios vehículos con los que efectúan sus copiosas compras en Salónica y el jefe de correos dice que incluso tramitan su correspondencia directamente con la central de correos en Salónica.

– Y disponen de una fortuna inimaginable -añadió Anne.

Georgios meneó la cabeza, incrédulo.

– ¿Y cómo puedo yo ayudarla? -preguntó finalmente el griego.

– ¡Quisiera que usted me llevase a Leibethra! -dijo Anne von Seydlitz con voz decidida.

– Está usted loca -dijo excitado-. Yo no hago eso.

– ¡Le pagaré bien! -replicó Anne-. Digamos… doscientos dólares.

– ¿Doscientos dólares? ¡Usted está realmente loca!

– Cien ahora y cien cuando lleguemos al lugar.

La fría tenacidad con que negociaba Anne von Seydlitz sacó de quicio a Georgios. Se levantó de un salto e iba de un lado a otro en la pobre habitación. Anne lo observaba atentamente. Doscientos dólares era mucho dinero para un panadero de Katerini. ¡Madre santísima, doscientos dólares!

Anne sacó un billete de cien dólares del bolso y lo extendió en el centro de la mesa. De pronto Georgios, sin decir palabra, desapareció por la puerta trasera. Anne escuchaba sus pasos, que subían por la gimiente escalera de madera al piso de arriba. Se maravillaba de su propio valor, pero ahora estaba dispuesta a todo. Si había una oportunidad de echar luz a todo este tenebroso asunto, debía ir a Leibethra.

No sabía exactamente lo que le esperaría allí. Pero como una atracción misteriosa, que reúne al asesino y a su víctima, así sentía Anne la imperiosa necesidad de echar un reconocimiento al monasterio colgado en los peñascos del Olimpo, como si estuvieran allí escondidos todos los secretos. Con la cabeza hundida en sus manos y la mirada fija en el billete de cien dólares, esperaba Anne el regreso de Georgios.

Éste vino con un viejo mapa desplegado. No dijo nada, tomó el billete y en su lugar colocó el mapa plegable.

– Ahí -murmuró y señaló con el dedo medio de su derecha un punto concreto del mapa-: Leibethra.

El lugar estaba marcado con un símbolo, un círculo con una cruz dentro. Indicaba un monasterio. Faltaba la denominación del lugar. En silencio siguió con el dedo la carretera de Katerini a Elasson, indicó una línea delgada y enredada, que probablemente señalaba un camino de herradura poco firme que se perdía en algún lugar de las pendientes del Olimpo, e indicó con un par de movimientos nerviosos que el camino seguía por allí en algún sitio.

– En cualquier caso -murmuró entre dientes de mala gana-, se debe intentar a primeras horas de la tarde. De día lo ven venir a uno de lejos.

– ¡De acuerdo! -replicó Anne como si fuera la cosa más natural del mundo, y valerosamente añadió-: ¿Cuándo?

Spiliados se levantó ceremonioso, apagó la luz y miró al cielo por la ventana.

– Es buena época -dijo-, tenemos media luna. Si usted quiere… mañana.

Después que Georgios hubo encendido de nuevo la luz, se sentó a la mesa junto a Anne. Inclinados sobre el mapa, trazaron un plan para el día siguiente. El griego tenía una moto, una Horex, que no llamaría la atención en la carretera a Elasson. Spiliados la esperaría a las cuatro con la moto detrás de la herrería. No quería armar escándalo, y Anne se adhirió rápidamente al plan. No debían ofrecer a la gente de Katerini motivos para el chismorreo.

4

El primer día debía servir para inspeccionar el terreno. Anne trataba de saber en primer lugar si había alguna posibilidad de penetrar sin ser vista en el complejo monacal de los órficos. Naturalmente sabía que era peligroso y Georgios calificó su propósito de suicidio puro y simple. Pero existía una reflexión que sostenía su seguridad en sí misma: algún motivo debía de haber por el que los órficos hasta ahora le habían perdonado la vida.

La noche era fresca, pero no fría, cuando Anne regresó al hotel. Desde que dejó pagada su cuenta del hotel con una semana de antelación, Vassileos se mostraba inesperadamente amable con ella, lo que en una persona tan malhumorada como él se reducía a las palabras: «kali mera, qué tal» o «kali spera, señora Seydlitz»; pero puesto que Vassileos trataba a la mayoría de gente sin dirigirle la palabra, Anne no debía temer que divulgase su propósito.

Su habitación daba a la calle y esa noche sus pensamientos rondaban en torno a la aventura que le esperaba. Pasada la medianoche, ladraron los perros; uno respondía al ladrido del otro y sus aullidos resonaban por las callejas vacías adoquinadas. De un kaphinion de la esquina, que como la mayoría de casas de Katerini se parecía más a un garaje que a una vivienda, gruñía una interminable música de bouzouki y el extractor del restaurante de Vassileos, que ocupaba la planta baja del hotel Alyone, soplaba al aire libre olores penetrantes de comida zumbando con fragor. Trasnochadores charlaban a gritos de un lado a otro de la calle y no se aproximaban ni transcurrida media hora larga de abierta conversación, lo que les habría ofrecido la oportunidad de bajar el volumen de sus voces. Por cuarta o quinta vez se acercaba con entereza a lo largo de la calle una mujer con tacones altos, que resonaban fuertemente, y a los pocos minutos con la misma entereza volvía de nuevo. Por lo demás la noche sólo era interrumpida por retumbantes automóviles, cuyos conductores usaban el asfalto vacío y liso de la plaza del mercado como pista de carreras para sus coches.

Ella había creído que la ausencia de Kleiber la llenaría de miedo e inseguridad, pero llegó a la conclusión de que había sucedido exactamente lo contrario. Así que Anne desechó el primitivo plan de informar de su propósito al puesto de policía de Katerini, sólo Georgios debía presentar la denuncia en el caso de que no diera señales de vida al cabo de una semana. Ni ella misma sabía explicar de dónde sacaba su coraje.

Por la mañana, aún estaba oscuro, Anne debía de haberse dormido, pues soñó que un terremoto había sacudido el Olimpo y por las escarpadas pendientes fluía lava roja ardiente en innumerables ríos hacia el valle, y hombres y mujeres en brillantes botes metálicos conducían sus ruidosas canoas con largas varas y chocaban entre sí cuando una impedía el paso a otra. Los que conducían los botes cubrían su rostro con máscaras multicolores; iban envueltos en capas amplias y ondulantes, y llevaban guantes blancos, pero por sus movimientos se echaba de ver que eran hombres y mujeres. Muchos botes, que bajaban disparados hacia el valle, se estrellaban contra los peñascos que separaban los ríos de lava y desaparecían chirriando en la borboteante incandescencia.

Al pie de la montaña se unían las distintas corrientes en un río que crecía a lo ancho y arrasaba pueblos y ciudades. Gentes que veían venir la desgracia se quedaban como pasmadas y eran incapaces de huir, también Anne. Pero cuando el río rojo la alcanzó y echando humo y burbujas le quemaba los dedos de los pies, entonces Anne despertó con temblor en sus miembros y arrojó de su cuerpo la pesadilla como cenizas al viento.

A la hora acordada se encontró con Georgios detrás de la herrería en la carretera que conduce a Elasson. Anne se había agenciado pantalones largos y anchos como los que llevaban las mujeres del lugar y el griego la observaba sorprendido porque parecía como las demás mujeres y porque jamás la hubiese creído capaz de ello. Como si quisiera disculparse por su extraña indumentaria, Anne se encogió de hombros. Se rió. Nunca en la vida había montado en una motocicleta, lo que el griego nuevamente se negaba a comprender porque, según dio a entender, todo conductor de automóviles tiene que haberse sentado antes en una moto.

5

La carretera conducía hacia el oeste y se volvía tanto más solitaria, cuanto más se alejaban de Katerini. Sólo de vez en cuando se toparon con un camión, luego vino todavía un cruce con una señal indicadora en blanco y negro, y finalmente la carretera serpenteó por terreno despoblado y árido. Anne tenía los ojos llorosos, no estaba acostumbrada a la brisa de la moto.

Después de media hora de camino redujo Georgios la marcha y buscó con los ojos el arcén izquierdo. Dos cipreses marcaban una bifurcación sin acondicionar. No había señal indicadora y el camino consistía únicamente en dos carriles rellenos de grava. Georgios se detuvo.

– Éste es el camino de Leibethra -dijo y, como si le costase un gran esfuerzo, giró finalmente hacia el sendero.

No era fácil manejar la pesada máquina por el estrecho carril; Georgios ejecutaba verdaderos prodigios de equilibrio.

– ¡Agárrese! -gritaba siempre que cambiaba de carril porque veía que estaba mejor en el otro lado.

Frente a una loma cubierta de cipreses el camino subía empinado. En este lugar la grava del carril estaba tan suelta, que la rueda trasera patinaba y numerosas piedrecitas salían disparadas hacia atrás. Georgios rogó a Anne que subiera la montaña a pie; él mismo conducía la moto por la empinada cuesta hacia arriba ayudándose de ambas piernas.

Oscurecía cuando llegaron al vértice de la cima, marcado por un ancho saliente de peñasco, invisible desde abajo. Georgios apagó el motor y apoyó la moto a un lado. Pestañeaba mirando el paisaje y con el brazo tendido hizo un movimiento hacia el oeste. El camino serpenteaba hacia abajo y al cabo de un kilómetro más o menos -hasta donde se podía ver- subía de nuevo cuesta arriba para desaparecer detrás de un pinar.

– Allí -dijo él- está el acceso al desfiladero que conduce a Leibethra.

Anne respiró hondo. Se había imaginado más fácil el camino. El silencio que la rodeaba era opresivo, el paisaje hostil. A ello se añadía el frío húmedo que penetraba a través de las prendas de vestir.

– Iremos montados hasta la próxima cuesta -dijo Georgios-, el último trecho tendremos que andarlo a pie. Podrían oír el ruido de la motocicleta.

Anne asintió. Le resultaba difícil imaginarse que allá arriba detrás de los negros árboles se iba a encontrar una colonia humana.

Cuando llegaron al lugar indicado, Georgios empujó la moto en el matorral contiguo. A lo lejos se oía un murmullo como de una cascada. Venía de la dirección a donde conducía el camino. Éste subía ahora empinado, lo que no se veía desde abajo porque atravesaba un espeso bosque de coníferas. Anne jadeaba.

– ¡Está usted loca! -observó el griego una vez más sin mirar a Anne.

Ésta no respondió. El griego tenía razón; pero todo lo que había vivido en los últimos meses era una locura. Y este maldito camino tenebroso, empinado y pedregoso era lo único que le acercaba a una solución. Era difícil de comprender para un extraño.

Cuanto más subían en la oscuridad gris, tanto más fuerte se escuchaba el murmullo. Caminando daba la impresión de numerosas voces que susurraban. Del valle subía una ligera brisa que soplaba suavemente a través de las ramas de los pinos. El suelo pantanoso de ambos márgenes del camino despedía cierto tufo.

Luego, de repente, el camino salió del bosque y se abrió la vista a una hondonada, cuyo borde opuesto mostraba un tajo en forma de cuña flanqueado por dos peñascos.

– Esto debe de ser -murmuró Georgios- la entrada del barranco.

Estaba a menos de trescientos metros de distancia y al aproximarse Anne divisó frente al peñasco de la derecha una pequeña choza de madera con una ventana cuadrangular en dirección al valle.

– ¡Oh Dios! -suspiró Anne y agarró el brazo del griego.

– Probablemente es una caseta de vigilancia frente a la entrada del barranco -supuso Spiliados.

– ¿Y qué hacemos ahora? -Anne miraba desconcertada en esa dirección.

El griego no supo dar respuesta y siguió caminando sin decir palabra. Quería cumplir el encargo. Al fin y al cabo no estaba mal pagado.

– Frente a un vigilante armado no tenemos ninguna escapatoria -murmuró enojado.

La garita estaba a oscuras. A un tiro de piedra, Anne y Spiliados buscaron abrigo detrás de unos matorrales, unos pasos fuera del camino. Luego el griego cogió una piedra y la lanzó en dirección a la casa de madera. El proyectil chocó ruidosamente contra la pared de la casa y rodó por el camino. Silencio.

– Parece que los señores levantaron el vuelo -susurró Georgios.

Anne asintió. Con cuidado se acercaron a la cabaña. Daba la impresión de que nadie se había detenido aquí desde hacía mucho tiempo. Anne sacó su linterna y enfocó a través de la ventana: una caja, una mesa sencilla de madera y dos sillas constituían todo el mobiliario. En la pared había colgado un viejo teléfono de campaña, el primer indicio de que en alguna parte de este solitario lugar habitaba gente. La puerta estaba cerrada.

– La gente de Leibethra tiene que sentirse condenadamente segura -observó Anne-, ya que no cubren sus puestos de vigilancia.

– Quién sabe -replicó Spiliados-, tal vez nos vienen observando y andamos a tientas directamente hacia una trampa.

– ¡Usted tiene miedo, Spiliados! -siseó Anne von Seydlitz airada-. Bien, ha cumplido su parte. Se lo agradezco. -Anne alargó la mano al griego-. ¡Aquí tiene sus cien dólares!

Parecía realmente como si Georgios tuviese miedo, pero la observación desfavorable de la kiria tuvo como consecuencia que él replicase obstinado:

– ¡Guarde su dinero! Lo tomaré cuando usted esté de vuelta sana y salva. La acompañaré hasta estar seguro de que ha alcanzado su meta.

No otra cosa había querido conseguir Anne con su provocación; pues sospechaba que le quedaba el trecho más peligroso de camino por recorrer. El sendero poco firme compartía el fondo del barranco con un arroyo caudaloso, que cubría el terreno en aquellos lugares donde ambos rodeaban un saliente de risco, de modo que si uno no quería vadear a través del agua borbollante debía saltar de una roca a otra, una empresa arriesgada a la tenue luz de la luna.

La idea de Spiliados de que probablemente eran observados no le parecía a Anne tan absurda como quiso dar a entender a su acompañante. Aquí en la angostura del barranco no la abandonaba la aprensión de que en alguna parte podía abrirse una esclusa. Entonces no tendrían ninguna posibilidad de escapar. Pero sólo lo pensaba en silencio.

El frío que traía consigo el arroyo le subía por las piernas y brazos haciéndola temblar. Pero tal vez era también la idea de que no había escapatoria de este barranco. Su respiración se hacía más difícil y el aire frío le producía dolor en los pulmones como un cuchillo afilado; pero Anne seguía andando esparrancada, siempre cuesta arriba. Donde el camino iba por terreno despejado había claridad, pero entre las altas paredes rocosas raramente penetraba un rayo de luz. Georgios caminaba delante.

De repente -Anne ignoraba cuánto tiempo llevaba trotinando silenciosa detrás de Georgios- el griego se detuvo. Ahora también lo vio Anne: a menos de cien metros un foco eléctrico iluminaba una caseta de vigilancia situada entre el arroyo y el sendero, que se ensanchaba en este lugar.

Georgios se dio la vuelta.

– Cómo quiere pasar por allí -dijo y miró arriba hacia la cresta del barranco, que aquí era bastante más baja que en el camino recorrido hasta ahora; pero debía de haber todavía una altura de entre cinco y diez metros de peñascos inaccesibles.

– Primero veamos si la garita está ocupada -observó Anne en voz baja, pero no había terminado de hablar cuando se abrió la puerta de la caseta de madera y salió un hombre. Anduvo aburrido unos pasos arriba y abajo. Se podía ver que llevaba colgada un arma. Finalmente desapareció hacia el interior de su choza.

Cautelosamente, Anne y Georgios se aproximaron al puesto de guardia. Parecía una caseta idéntica a la que habían inspeccionado más abajo.

Durante un buen rato estuvieron mirando la barrera; luego Georgios dijo:

– Me parece que los dos contemplamos la misma solución.

– Sí, la única posibilidad de pasar sin ser notado es el arroyo.

– Y está condenadamente frío.

– Sí -dijo Anne. Pero mientras Georgios dudaba si la kiria tomaría sobre sí el riesgo y la fatiga, Anne ya se había decidido.

– Gracias, Georgios -dijo y estrechó la mano al griego. Luego le entregó el dinero y empezó a quitarse los zapatos y los calcetines. Mientras se arremangaba el pantalón, dijo tranquilamente-: Si en una semana no le he dado señales de vida, avise a la policía.

– Me temo que no servirá de nada. Desde que existe el mundo, no se ha perdido por aquí ningún uniforme de policía.

Anne hizo un gesto tranquilizador con la mano: está bien, y se fue.

6

A pocos metros de la choza, donde el rayo de luz echaba un círculo de claridad sobre el camino, entró en el arroyo y vadeó por el agua helada, colocando cuidadosamente un pie detrás del otro. Sostenía el bolso y los zapatos apretados contra su pecho. Por suerte el agua sólo le llegaba a las rodillas. Así, más fácilmente de lo que esperaba, alcanzó la otra parte del puesto de guardia.

Al abrigo de la oscuridad se puso los zapatos y continuó subiendo cuesta arriba. El camino estaba ahora por la derecha encajado en la roca, mientras que por la izquierda la montaña bajaba en un abismo abrupto ofreciendo la vista de un tenebroso y pedregoso valle.

Cuando Anne rodeaba un saliente de peñasco, se detuvo como pasmada: delante de ella se levantaba en la soledad de las montañas una pequeña ciudad vivamente iluminada. Casas y callejuelas parecían como surgidas del terreno. Como si quisiera quitarse un sueño de la mente, Anne se pasó la mano por el rostro. En esto que dirigió la vista hacia arriba y lo que vio casi la dejó sin respiración. Otras casas estaban pegadas a las rocas a una altura de vértigo, pero, a diferencia de las de la ciudad baja, estaban a oscuras, como si ocultasen un lóbrego misterio.

La ciudad de ensueño estaba despoblada. Ni siquiera podía escucharse el ladrido de un perro. Esto hacía la aparición todavía más irreal. Sobre todo la luz penetrante que bañaba las casas de la ciudad baja daba una impresión fantasmagórica, metafísica, como si un rayo hubiese eliminado la vida. ¿Era esto Leibethra?

Al acercarse notó Anne que esta ciudad, que brillaba como la luz diurna, no tenía farolas en las calles; sin embargo, las casas estaban iluminadas de manera inexplicable. Aunque el pueblo estaba pegado a la pendiente de la montaña como una fortaleza inexpugnable, una alta alambrada lo rodeaba en la parte del valle. El camino pedregoso desembocaba en un amplio portalón de entrada. Estaba abierto de par en par. Más allá la calle estaba adoquinada y limpia como un escenario antes del estreno, y de algún modo esta ciudad fantasmal vacía recordaba a un decorado de teatro. Para que pareciese una ciudad real, faltaban el polvo de la calle, los papeles que generalmente hay tirados por el suelo y la hojarasca otoñal de los árboles, pero sobre todo faltaban los sonidos que emite también una ciudad dormida.

Mientras Anne contemplaba el espectáculo de Leibethra como una aparición extraterrestre y pensaba qué debía hacer ahora, sucedió lo más inesperado, escuchó una voz humana monótona, que se acercaba desde el fondo resonando cada vez más fuerte por las calles. Anne pensó de pronto en un sereno medieval, así sonaba por lo menos su clamor, pero al aproximarse reconoció Anne el texto latino de una coral gregoriana.

Atravesó de prisa el portalón y se escondió en la entrada de la primera casa, desde donde, protegida por una columna de piedra, podía divisar toda la calle principal. No tardó mucho y apareció de una de las callejuelas laterales la figura de un hombre. Tenía la cabeza pelada y vestía un ropaje claro, largo, una especie de hábito de fraile, que caía en amplios pliegues de su cuerpo magro. Cantaba su piadosa coral con el fervor de un devoto en la iglesia.

Anne se sobresaltó. ¿La había descubierto? El hombre venía directamente hacia ella mientras seguía declamando con voz firme. Temerosa buscó protección detrás de la columna. Entonces el calvo se detuvo, extendió los brazos y gritó en la noche de modo que resonaba en las paredes de las casas:

– Qui amat animam suam, perdet eam; et qui odit animam suam in hoc mundo, in vitam aeternam custodit eam. -Luego se giró en sentido opuesto y anunció-: Ego sum vía, veritas et vita. Nemo venit ad Patrem, nisi per me.

El hombre vestido de blanco daba una impresión de desvarío. Dejó caer lentamente los brazos y miró al cielo. Así se quedó inmóvil, rígido como una estatua. Anne esperaba que alguien se sintiera molesto por el declamador solitario, que en alguna parte se abriera una ventana o que alguno saliese a la calle. Pero nada parecido ocurrió. Se podía pensar que el calvo era el único habitante de Leibethra.

¿Debía hablarle? Antes de haber tomado una decisión, Anne salió de detrás de la columna, de modo que el otro tenía que verla. Él, sin embargo, permaneció en su postura estática y no se dejó incomodar ni por unas tosecillas insistentes que Anne estaba segura él había oído.

– ¡Hola! -gritó Arme y avanzó un paso hacia el calvo-. ¡Hola!

Entonces éste ladeó la cabeza hacia ella y abrió los ojos con infinita lentitud. No daba la impresión de haberse sorprendido, incluso casi parecía que la estaba esperando, pues le sonrió bondadosamente y le alargó una mano. Sin embargo, lo insólito fue que empezó a hablar y dijo:

– ¿Quién sois vos, forastera?

– ¿Usted entiende mi lengua? -replicó Anne, asombrada.

– Entiendo todas las lenguas -respondió indignado el calvo, como si fuera lo más natural-. No habéis contestado a mi pregunta.

– Me llamo Selma Döblin -mintió Anne. Porque no se le ocurrió otra cosa, empleó el nombre de soltera de su madre.

El calvo asintió:

– No puedo revelaros mi nombre. No me está permitido. Os asustaría. Yo soy la discordia personificada. Llamadme Discordia.

– Curioso nombre para un monje piadoso -replicó Anne.

– Entonces llamadme Soberbia si os gusta más -contestó el hombre-, o Híbrido, pero por el diablo no me llaméis piadoso.

Anne se estremeció porque los ojos antes bondadosos del calvo de un momento a otro habían adquirido una mirada punzante que daba miedo. Discordia o Soberbia o Híbrido o como quisiera llamarse el hombre sostenía la mirada fija, casi hipnótica dirigida a Anne, que vio en él la faz de una persona en la que se mezclaban milagrosamente la estupidez de un demente y la sagacidad de un filósofo, y comprendió en seguida que el hombre calvo que estaba frente a ella pertenecía a aquel círculo protector humano con que se rodeaban los órficos para protegerse de intrusos no deseados. Pero también percibió que este hombre podría serle útil si se daba buena maña.

– Habéis violado la ley -dijo el calvo con voz helada-. Ningún habitante de Leibethra abandona su casa de noche sin ser castigado. Esto debéis saberlo, aunque seáis nueva. Informaré del incidente. -Diciendo esto señaló con el índice hacia el cielo, donde se erigía la ciudad alta en la oscuridad-. ¡Y ahora venid!

El desmirriado monje agarró con fuerza el brazo de Anne y la arrastró junto a él como a una ladrona camino del interrogatorio. Hubiera podido huir, pero en tal caso surgía la pregunta ¿a dónde? Así que se dejó llevar y recorrió con el hermano Discordia toda la calle principal hasta un cruce. La casa de la esquina a la derecha tenía dos pisos igual que las demás, pero era más amplia y tenía muchas ventanitas. Un pasillo desnudo conducía a una escalera con peldaños de piedra y con una barandilla angulosa de hierro. Parecía una jaula gigantesca, porque entre cada piso se había colocado rejilla. Igual que las calles la escalera estaba vivamente iluminada.

Anne intentó no pensar en lo que podía ocurrirle. Lo has querido así, se decía. Sin soltarla, el calvo la condujo, a través de una puerta, a una gran sala en el primer piso. Aquí reinaba una luz crepuscular y Anne reconoció unas veinte literas en las que dormía gente. El dormitorio parecía estar limpio, pero la idea de que uno de los durmientes pudiera de pronto abalanzársele tenía algo de amenaza.

Discordia le indicó una litera vacía cerca de la ventana y desapareció sin decir palabra. Antes del amanecer, esto lo tenía muy claro, tenía que huir de aquí. Discordia iba a delatarla y quién sabe lo que harían con ella.

7

Mientras estaba sentada allí reflexionando, con la cabeza apoyada en las manos, tuvo la sensación de que alguien se le acercaba por detrás, creyó incluso sentir una mano en su pelo. Con un impulso se giró, dispuesta a abalanzarse sobre el atacante, entonces vio la cara asustada de una muchacha, casi una niña, de facciones suaves, delicadas. La muchacha se protegió el rostro con las manos como si temiera ser golpeada. Anne se contuvo. Cuando la muchacha notó que la extranjera no quería pegarle, se acercó, puso su mano en el pelo de Anne y lo acarició como algo muy valioso. Anne comprendió: el pelo de la muchacha estaba cortado al rape. Todas las cabezas en esta habitación estaban rapadas.

– No tengas miedo -susurró Anne, pero la tímida muchacha se asustó y fue a esconderse bajo la manta de su cama.

– No os entiende -llegó una voz del rincón trasero-, es sordomuda, además sufre infantilismo, si sabéis lo que es. -La mujer era vieja, fuertes arrugas cruzaban su rostro y sus párpados caídos transmitían la impresión de una tristeza infinita. Aun así parecía bastante inteligente. Esto no lo podía disimular ni siquiera el pelo rapado, que degradaba a todos a la condición de internos del establecimiento.

Anne examinó a la anciana. Ésta colocó la mano sobre el pecho y dijo casi con orgullo:

– ¡Esquizofrenia hebefrénica, ya entendéis! -Y al cabo de un rato, mientras gozaba del estupor de Anne-: ¿Y vos?

Anne no sabía qué responder. Ostensiblemente la vieja se interesaba por el motivo de su internamiento.

– Podéis hablar abiertamente conmigo -opinó finalmente-, soy médico. -La anciana hablaba bastante alto y Anne temía que los otros del dormitorio despertasen. Como Anne no respondía, la vieja se levantó de su cama. Llevaba una camisa larga de dormir, bajo la que asomaban unos pies blancos anormalmente grandes, y se le acercó.

– Ningún temor -dijo en tono más bajo-. Soy la única normal aquí. Doctora Sargent. Permitidme adivinar por qué estáis aquí. -Diciendo esto se colocó frente a Anne, le apretó con los pulgares los huesos de las mejillas y le levantó el párpado derecho-. Yo diría catatonía perniciosa, si sabéis lo que es.

– No -replicó Anne.

– Bien, la catatonía, es decir extravío a causa de la tensión, se manifiesta a través de trastornos de la función motriz, estados de ansiedad y excitación psíquica. En determinados casos va unida a una subida general de la temperatura del cuerpo. Entonces hablamos de catatonía perniciosa. No deja de ser peligrosa, mi niña.

Los conocimientos y la claridad con que hablaba la anciana, dejaron atónita a Anne. ¿Qué debía pensar de esta enigmática doctora Sargent? Debía reconocer que su pulso iba a toda velocidad, la inesperada situación la inquietaba profundamente y era posible que sus movimientos pareciesen incontrolados; ¿cómo diablos pudo reconocerlo tan rápido la vieja?

– ¿Qué os ha dicho? -preguntó la doctora Sargent de repente.

– ¿Quién?

– ¡Johannes!

– No quiso decir su nombre. A propósito, me llamo Selma, Selma Döblin.

La anciana asintió:

– Llamadme simplemente doctora. Todos aquí me llaman doctora.

– Pues bien, doctora. ¿Por qué usa usted este extraño tratamiento, por qué dice «vos»?

La doctora Sargent levantó las manos:

– Órdenes de arriba. Todo lo que ocurre aquí viene ordenado de arriba. Os aconsejaría no contrariarlos. Aplican duros castigos… ¿Os ha convertido Johannes a la fe cristiana?

– Recitaba algo en latín.

– Pobre muchacho. No lleva mucho tiempo aquí. Es un ex sacerdote que perdió la razón y ahora se cree el evangelista Juan; canta día y noche fragmentos de los evangelios y pretende convertirlos a todos. Un caso típico de paranoia. Sería interesante saber por qué se desató. Existen momentos en que blasfema como un picapedrero. Por lo demás es inofensivo.

– Dijo que nadie podía salir de noche a la calle, que era contrario a la ley.

– Es cierto -respondió la doctora Sargent-, todos lo cumplen menos Johannes. Goza de cierto privilegio. Por qué, nadie lo sabe.

Anne tenía en la punta de la lengua la pregunta: ¿por qué está usted aquí, pues?, ¿acaso no da usted la impresión de ser normal? Sí, se agolpaban todavía muchas preguntas: ¿por qué no se hace usted una idea de dónde pueda venir yo a altas horas de la noche?, ¿por qué conversa conmigo como si llevara tiempo esperándome?, ¿por qué no se interesa con más detenimiento por mi estado mental? Pero todo esto no lo preguntó Anne von Seydlitz. No se atrevió.

– Os harán un diagnóstico -empezó la doctora Sargent de nuevo-, y es recomendable cumplir el cuadro clínico de este diagnóstico. -A Anne le parecía como si la mujer hubiese adivinado sus pensamientos- Dadles el gusto -siseó fuertemente- y no lo pasaréis mal aquí. De lo contrario…

– ¿De lo contrario?

– ¡Nadie ha salido de aquí sin el permiso de arriba! Yo por lo menos no he oído de ningún caso.

Después de estas palabras se hizo una larga pausa, en la que cada una reflexionaba sobre la otra. Finalmente Anne se armó de coraje y preguntó:

– ¿Lleva mucho tiempo aquí, doctora?

La doctora Sargent bajó la vista y Anne temió haber tocado con su pregunta un punto sensible, apropiado para dar un vuelco al estado psíquico de la doctora Sargent; pero al cabo de un rato la mujer respondió resignada, aunque controlada:

– Vivo en Leibethra desde hace doce años. Si bien aquí -y golpeó con el índice el borde de su cama- llevo un año. Esquizofrenia, afirman. ¡Oídlo, esquizofrenia! En realidad mis investigaciones ya no se adaptaban a sus planes.

De pronto la doctora Sargent colocó el dedo sobre su boca. Se oían pasos en el corredor.

– Ronda de control -dijo la doctora-, ¡rápido bajo la manta! -Y antes de darse cuenta, la doctora Sargent la atrajo bruscamente a su cama y estiró la manta de lana cubriéndolas a las dos hasta la cabeza.

En el mismo instante entraron en la sala dos vigilantes uniformados y echaron una ojeada sobre los durmientes. Llevaban gorras de cuero y correaje del que pendía la porra y el estuche de la pistola. Cuando hubieron abandonado la sala, la doctora Sargent retiró la manta y dijo:

– Ahora tendremos paz hasta la mañana. No es recomendable relacionarse con estos tipos. Son brutales, creedme, verdaderos perros sanguinarios.

Anne se levantó. El breve rato con la doctora Sargent debajo de la manta le había proporcionado un profundo malestar. Fue a su litera y se acostó. Ahora notaba el esfuerzo que le había exigido llegar hasta aquí y sus miembros se volvían pesados. Estaba tendida rígida y embotada y escuchando, Anne escuchaba en la noche porque no podía creer que viviera en una ciudad sin sonidos.

Así cayó en un sopor, en un estado de duermevela, aunque una parte de su cerebro no podía dejar de imaginar cómo iba a pasar el día siguiente, no podía dejar de pensar si no sería mejor huir de allí y esconderse. Pero para ello estaba demasiado cansada. La pesadez de su cuerpo la mantenía pegada a la dura litera y Anne tenía la sensación como en sueños de querer huir y no poder porque sus miembros no obedecían.

Así estuvo dos, tres horas entre la tortura y la recuperación, cuando desde fuera se aproximó una voz quejándose llorosa; la voz de hombre repetía la misma palabra. En el silencio sepulcral, Anne encontró el grito interminable bastante extraño, pero de pronto le pareció como si alguien voceara su nombre.

Anne se incorporó. Escuchó con la boca abierta, y ahora lo oía claramente:

– Anne… Anne.

Con cuidado, para no hacer ruido, Anne se levantó y se deslizó hasta la ventana próxima.

En medio de la calle vivamente iluminada, a una distancia de no más de cincuenta metros, había un hombre vestido de negro que llamaba la atención por su cara pálida. Guido. Anne tragó saliva. Se restregó los ojos. Con la derecha se pellizcó la mano izquierda hasta que dolió, pues quería asegurarse de que no estaba soñando. Anne quería gritar. No pudo. Como si el hombre vestido de negro supiera que ella estaba detrás de esta ventana, volvió el rostro hacia ella: era él.

Anne se fue de puntillas a la doctora Sargent. Pero ésta dormía. Primero tuvo que sacudirla para despertarla e incluso cuando estuvo despierta apenas pudo conseguir que mirase por la ventana.

– ¿No oye usted al que grita? -susurró Anne, apremiante.

– Es nuestro evangelista Johannes -refunfuñó irritada la doctora Sargent.

– ¡No! -replicó Anne-. ¡Mire por la ventana!

– Entonces es Mauro, el bailarín de ballet. A veces tienen que capturarlo de noche. Afirma haber bailado antes en el Bolchoi.

Anne agarró del brazo a la doctora Sargent.

– Por favor, venga. Sólo quiero que me confirme lo que veo.

La doctora Sargent se opuso.

– ¿Confirmar? ¿Por qué tengo que confirmarlo?

Anne respondió tartamudeando:

– El hombre que está en la calle… creo… estoy segura… el hombre que está en la calle es mi marido.

– ¿Está aquí?

Al cabo de un largo rato:

– Hace tres meses que murió en un accidente de tráfico.

La inesperada afirmación despabiló a la doctora Sargent. Miró a Anne a la cara y se levantó contrariada como si quisiera decir: si no queda otro remedio. En cualquier caso, con sus gruesos calcetines, que no se quitaba ni de noche, se dirigió a la pequeña ventana y miró hacia fuera. Anne oía aún el grito lastimero:

– Anne… Anne… Anne.

Irritada, la doctora Sargent movió la cabeza a un lado y a otro, se puso de puntillas para ver mejor, luego dio la vuelta y gruñó, mientras volvía a su litera:

– ¡No veo a nadie en la calle!

– ¡Pero escuche los gritos, pues!

– No oigo nada ni veo nada -respondió la doctora Sargent bruscamente-. Alucinación junto con acoasma, enfermedad orgánica de los lóbulos de la sien en el cerebro. -Luego se cubrió con la manta de lana hasta la cabeza dando la espalda a Anne.

Anne no entendió sus palabras, pero escuchaba todavía los gritos y apretó su frente contra el cristal de la ventana: Guido había desaparecido. Sin embargo en su cabeza resonaba el eco maligno: Anne… Anne. Sus ojos perforaban el adoquinado desde donde resonaron los gritos, pero el adoquinado permanecía iluminado y solitario. No podía ser. No debía ser. ¿Estaba al borde de la locura? Anne sentía que su cuerpo estaba tenso a punto de desgarrarse. Empezó a pensar si no estaría viviendo en un mundo imaginario, si no habría soñado la muerte de Guido y sus fatales consecuencias, si la desamparada imagen de su marido no estaría sólo en su propio delirio.

El cristal enfriaba su frente ardiente y Anne la apretaba con toda su fuerza. No estaba en condiciones de pensar que el cristal tiene una resistencia limitada, que cede con un golpe. Temblaba y miraba fijamente la calle vacía, y de sus ojos brotaron las lágrimas. De pronto saltó el cristal hecho trizas con un fuerte estruendo. Anne sintió como un chorro caliente que recorría su cara, luego le pareció caer en la profundidad infinita, percibía el frío de un fondo negro que se aproximaba cada vez más, antes de chocar duramente y perder el conocimiento.

8

Cuando despertó, todavía (¿o de nuevo?) era de noche y en el escueto dormitorio nada había cambiado. Anne se palpó con las manos la cabeza. Llevaba una venda en la frente, pero lo que más la sobresaltó fue notar que tenía el pelo rapado como los demás habitantes de Leibethra.

Aquí no te puedes quedar, fue su primer pensamiento. Pero antes de concebir un plan sobre lo que debía hacer, tuvo conciencia de que así, con la cabeza rapada, había sido admitida en Leibethra: era uno de ellos y no se le ofrecería mejor oportunidad para averiguar el misterio de este lugar. Con todo, tenía miedo, miedo de Guido, que se dejó arrebatar por este teatro, o -si no era él- miedo de aquellos que la habían incluido a ella y a su miedo en sus enredos.

– ¿Qué tal, de nuevo despejada?

Anne miró hacia atrás. Era la doctora Sargent, que, apoyada sobre el antebrazo seguía pendiente de los movimientos de Anne.

– ¿Qué me ha hecho? -quiso saber inquieta y tiraba nerviosa la venda de la cabeza.

– ¡Mejor sería que preguntaseis qué habéis hecho! -replicó echando chispas la doctora Sargent-. Estabais delirando y quisisteis atravesar el cristal con la cabeza. Os habríais cortado el cuello si yo en el último momento no os hubiera arrastrado hacia atrás. Además, continuamente decíais desatinos de un tal Guido.

El tono despectivo de su voz irritó a Anne.

– ¿Debo agradecerle que me haya salvado la vida? -preguntó desafiante.

– Soy la doctora Sargent -dijo la anciana fríamente-, es mi deber salvar la vida.

– Gracias -dijo Anne.

– Está bien.

La luz de la sala estaba amortiguada, pero aún era lo bastante clara como para poderlo ver todo. Anne miró a la ventana.

– ¡Doctora Sargent -gritó por lo bajo-, la ventana!

– ¿Qué pasa con la ventana? -preguntó sin ganas la doctora Sargent.

– Creí que había roto el cristal con mi cabeza…

– ¡Claro que sí!

– ¿Pero el cristal está entero, no? ¿Pretende decirme que ya fue reparado?

– Sí, eso pretendo. ¡Al fin y al cabo, habéis dormido durante cuatro días!

– ¿Cómo?

– Dos días y dos noches. El doctor Normann no se anda con chiquitas. Nadie aquí se anda con chiquitas cuando se trata de tranquilizar a un interno del establecimiento. El valium se usa aquí por bidones.

Anne se subió la manga de la camisa larga que le habían puesto. Ambos brazos revelaban marcas de inyecciones.

– ¿Os sorprende? -preguntó la doctora Sargent-. ¿Os habíais creído que la gente aquí es de naturaleza pacífica? Mirad a vuestro alrededor. Observad a cada uno, a cada uno.

Como por obligación se levantó Anne de su litera y caminó a paso lento por el dormitorio. Allí estaban tendidas mujeres con acromegalia, con grandes cabezas rojas y desproporcionadas, como si fueran talladas en madera; Anne vio seres deformes, con miembros torcidos y muecas estúpidas y otros de una estatura que levantaba dudas de si podían moverse por sí mismos. El corazón de Anne latía ferozmente y la sangre golpeaba sus sienes. Estaba confundida. Habiendo llegado a la cama de la doctora Sargent, se arrodilló y susurro:

– Es horrible. ¿Cuánto tiempo lleva aguantando esto?

– Uno puede acostumbrarse a todo -observó secamente la doctora Sargent.

Comparada con las demás mujeres de esta sala, la doctora Sargent daba la impresión de ser bastante normal. Anne no pudo evitarlo, tenía que soltar la pregunta:

– Dígame, doctora, ¿por qué está usted aquí?

De pronto los ojos de la mujer brillaron feroces y encolerizados. Quería dar una explicación, pero se veía que un pensamiento terrible se lo impedía, y finalmente sólo contestó brevemente:

– Esto tenéis que preguntarlo a los de arriba.

No sería fácil ganarse la confianza de esa mujer. Anne estaba segura de ello. Por esto lo intentó de otro modo, expresando su sospecha de que la doctora Sargent no era aquí paciente, sino que estaba encargada de vigilar la sala. Pero la doctora Sargent nada quiso saber de esto; dijo más bien que aquí cada uno vigilaba al otro, era el principio básico de Leibethra.

Anne desconfió de esta explicación y su sospecha de que la doctora Sargent podía pertenecer a la casta de los órficos y no a la de los enfermos mentales del establecimiento se reforzó aún más, cuando Anne le rogó que la informase más sobre el curioso hermano Johannes, sobre su pasado y dónde se encontraba. Tenía el incierto presentimiento de que este hombre deplorable podía tener alguna relación con su caso.

Sin embargo, la doctora Sargent le dio a entender claramente que tales averiguaciones no eran gratas, sobre todo la doctora Sargent no dejó dudas de que la consideraba a ella, como paciente, un caso de cuidado, después de aquella supuesta aparición en la calle, en la que sencillamente no quería creer. De todos modos no tenía acceso al departamento en el que se encontraba Johannes, así que le pidió que obrase en consecuencia.

A Anne no le pasó por alto que la muchacha sordomuda, mientras duró la conversación, había observado su boca como si quisiera leer cada palabra de sus labios. Por la tarde, en que llevaban a las mujeres al aire libre en pequeños grupos, pudiendo constatar Anne por primera vez la enorme extensión de la ciudad rocosa que se levantaba por encima de sus cabezas, la muchacha sordomuda le dio un billetito plegado a escondidas de los dos guardianes y de la doctora Sargent. El papel contenía un dibujo que, observándolo mejor, representaba un plano con señales y flechas al principio incomprensibles, en cuyo inicio pudo reconocer su propio alojamiento, mientras que al final se podía leer la palabra «Johannes» con doble subrayado.

Aunque Anne durante el día estuvo pendiente de la aparición de Johannes, el deplorable evangelista no se dejó ver, de modo que por la noche, a pesar de la prohibición, fue en secreto a buscarlo. En ello le fue de gran utilidad el dibujo de la muchacha; pues Leibethra era un conjunto enmarañado de casas y callejuelas parecido a un laberinto, como el del Minotauro en Creta; y nadie se maravillaba tanto como la propia Anne de que no sintiera miedo cuando emprendió el camino completamente sola.

Su único reparo era la posibilidad de encontrarse con Guido en una de las callejas intensamente alumbradas. En tal caso, si Guido de repente estuviera frente a ella, no sabría cómo reaccionar. ¿Huir? ¿O abalanzarse contra él y darle un par de cachetes en la cara? ¿O hacerle una observación sarcástica sobre sus escasas dotes de actor?

Las casas de Leibethra no llevaban número, sino letras o palabras clave, y era casi imposible que un extraño pudiera orientarse. Sin embargo el plano de la muchacha sordomuda se reveló tan exacto, que Anne incluso se desvió de la ruta indicada y siguió un ruido extraño que parecía el gemido de un gato o de un perro o de ambos.

Como los demás edificios, tampoco éste estaba cerrado; bastaba hacer correr el pestillo de la puerta de madera para tener acceso a un patio interior, en el que se apilaban en tres pisos jaulas enrejadas de diferentes tamaños unidas por escaleras empinadas de madera. Aunque ni siquiera la mitad de las jaulas estaban ocupadas, reinaba en el patio gran jolgorio, de modo que nadie vio a Anne al entrar.

El fuerte gemido venía de una jaula en la planta baja y, al acercarse a los inquietos animales, distinguió dos horribles seres de fábula, perros lebreles con cabeza de gato y cola sin pelo. De lejos se los habría creído perros, si no hubiera sido por sus movimientos gatunos con los que ayudados de garras afiladas arañaban un tronco de árbol.

Anne se horrorizó por estos seres gatunos desfigurados, pero maquinalmente buscó en el resto de las jaulas otras creaciones del irresponsable criador de animales. Allí había ovejas caprunas con cola de perro poblada y un cerdo con cuernos como un macho cabrío y el doble de tamaño que un animal corriente, de modo que arrastraba la barriga por el suelo.

La jaula más grande estaba reservada a un monstruo de color negro y pardo, que parecía un orangután, pero sólo del ombligo para abajo. El cuerpo superior del monstruo, por el contrario -y esto era lo más horrible-, mostraba una piel rosada, desnuda, como la de una persona. Tenía los brazos anormalmente largos, en cambio las manos, y sobre todo las uñas, eran las de una persona. La cabeza calva, fuertemente enrojecida, con orejas minúsculas, parecía la de un catcher [5], y los ojos, debajo de abultadas cejas, miraban a Anne con tal nitidez, que no se habría sorprendido si el monstruo hubiera comenzado a hablar preguntándole detrás de las rejas qué andaba buscando por ahí.

Esta idea inquietó a Anne y abandonó precipitadamente el criadero estremecedor tomando de nuevo el camino que le había dibujado la muchacha sordomuda. Éste conducía a una estrecha hilera de casas en una plaza, en cuya parte de enfrente tres altos portales abiertos permitían ver una enorme cueva rocosa, de la que surgía el monótono zumbido de generadores y grupos. En la plaza reinaba gran actividad, de modo que Anne pasó casi inadvertida cuando echó un vistazo a la bóveda, desde donde varios ascensores conducían a la parte alta de la ciudad.

La gente que aquí entraba y salía y subía en los ascensores se distinguía claramente del resto de habitantes de Leibethra. Sólo unos pocos llevaban el pelo corto, la mayoría vestía traje oscuro que daba un aspecto distinguido y clerical. Nadie hablaba con el otro y los que se topaban no se dignaban mirarse.

Por lo visto no había guardias que impidieran a cualquiera llegar a la ciudad alta de Leibethra. Anne se asombró por ello, de igual modo que la sorprendían las negligentes medidas de seguridad que en general había en este lugar. Aunque veía guardianes armados de aspecto marcial, éstos no se prodigaban y su apariencia no daba miedo. La paz y la disciplina que reinaban en todas partes la tenían intrigada; al fin y al cabo se trataba de un establecimiento cerrado de proporciones enormes.

Con el plano de la muchacha sordomuda en la mano, Anne seguía buscando el camino hacia Johannes, el evangelista demente, del cual esperaba obtener nuevas informaciones.

9

Halló la casa detrás de una curva de la calleja descrita, reconocible, según se desprendía del plano, por un caño de hierro que pegado a la fachada de la casa iba a parar al pozo. Del caño murmuraba un arroyuelo sobre el adoquinado.

Anne von Seydlitz había esperado hallar una enfermería parecida a la que ella había sido alojada; para su sorpresa, sin embargo, se ocultaba en la casa una biblioteca o comoquiera que se llame una colección de libros e infolios en habitaciones tenebrosas y polvorientas. Al entrar por la puerta entornada y después de atravesar una antesala que conducía a una escalera estrecha de roble, Anne fue testigo de una conversación mantenida en la habitación de al lado, de la cual salía un rayo de luz.

Primero sólo entendió palabras aisladas sin sentido, porque ambas voces hablaban muy agitadas, pero poco a poco percibió claramente el contenido de la discusión. Sobre todo le pareció reconocer la voz del evangelista Johannes, que con voz excitada tronaba contra el otro. Esto asombró mucho a Anne, ya que Johannes, al que había conocido como demente, era tomado muy en serio por el otro; tampoco sus palabras daban motivo para dudar de su juicio.

El tema del que trataban era la primera carta de Johannes, en la que éste prevenía a sus lectores de Asia Menor contra los maestros heréticos, que surgían en gran número cuando se aproximaba el fin del mundo. El desconocido se reía de estas palabras y aludió a Mateo 24, donde el propio Jesús advirtió sobre la existencia de falsos profetas y falsos mesías, lo que, aunque no le faltaban motivos, no fue de utilidad decirlo.

Anne sólo era capaz de seguir superficialmente la discusión especializada, miró intrigada por la antesala. Las habitaciones en las que los libros constituyen la mayor parte del mobiliario reflejan normalmente paz y armonía; sin embargo, en esta sala los innumerables libros tenían el aspecto de ladrillos para edificar un enorme caos. Principalmente la inducía a pensar esto el hecho de que muchos libros no mostraban sus lomos cubiertos, sino la parte delantera blanca, desnuda, o la parte de arriba de igual suerte (lo que sorprendía era que estaban colocados al revés, es decir, con el lomo hacia la pared, o de espaldas, es decir, con la parte de abajo a la pared). A ello se añadía que entre casi cada dos libros brotaban papeles aislados o pilas de papeles y el polvo que los envolvía hacía sospechar que habían sobrevivido hacía tiempo a su primitiva importancia y contenido. No había ningún mobiliario, aparte de una mesa cuadrada alta y de una silla que estaban en medio de la sala.

La discusión de ambos hombres terminó abruptamente y Anne se ocultó detrás de un saliente de la pared en la parte trasera. Primero apareció Johannes en la puerta; meneaba irritado la cabeza, murmuró unas palabras ininteligibles y subió por la estrecha escalera al piso de arriba, donde dio un fuerte portazo.

Poco después siguió el otro con un fajo de documentos bajo el brazo. Anne lo reconoció en seguida, pero el encuentro inesperado dejó muda a Anne, cuando desde la sombra salió al encuentro del hombre. Naturalmente que había oído ya esa voz; se acordó: Guthmann.

Él no la reconoció en seguida, porque Anne llevaba todavía un pañuelo negro alrededor de la frente, encasquetado como un turbante, para ocultar su vendaje.

– Soy Menas. -Guthmann se acercó a Anne e inclinó la cabeza a modo de saludo.

– ¿Menas? ¡Usted es el profesor Werner Guthmann! -replicó Anne, que había recobrado su aplomo-. Y usted me debe todavía una respuesta.

Guthmann se aproximó un poco más y balbució inseguro:

– No entiendo…

– Soy Anne Seydlitz.

– ¿Usted? -Guthmann se espantó. Anne pudo ver cuan sobresaltado estaba el hombre y cómo sus dedos arañaban los documentos.

– ¡Pero esto no es posible! -exclamó.

Anne, inesperadamente, se mostró consciente de su valor; se adelantó un paso hacia Guthmann y observó en un tono agudo:

– Entre estos muros todo es posible. ¿O no lo cree usted así?

Guthmann movió la cabeza asintiendo. Del modo cómo se agarraba a los documentos se podía ver que el encuentro no sólo era penoso para él, sino en extremo desagradable. Anne no se habría sorprendido si de pronto el desconcertado caballero hubiese emprendido la huida.

– Usted me debe todavía una respuesta -repitió Anne insistente-. Yo le dejé una copia del pergamino con un texto copto, pero en vez de traducirlo, usted simplemente desapareció.

– Se lo advertí -replicó Guthmann sin hacer caso de las palabras de Anne-. ¿La han secuestrado hasta aquí?

– ¿Secuestrado? -Anne rió de modo afectado-. He venido por mi propia voluntad. Quiero saber a qué se juega aquí.

Guthmann miraba incrédulo, casi desolado y en tono lloroso dijo:

– Ninguna persona razonable viene libremente a Leibethra.

– ¿Entonces por qué está usted aquí? -preguntó Anne.

– Bueno sí, vine libremente aquí, si se quiere -admitió el profesor-. Bajo el atractivo de la tentación… fue un lazo bien colocado y ahora tengo el cuello dentro.

– ¿Y qué hace usted aquí?

Guthmann inclinó la cabeza como si hubiera esperado la pregunta y respondió:

– Necesitan mis conocimientos y mi trabajo…

– …¡porque Vossius está muerto y era el único que estaba enterado del secreto de Barabbas!

– ¡Dios mío! ¿Cómo lo sabe?

– Profesor Guthmann -comenzó formalmente Anne-, llevo varios meses persiguiendo a un fantasma que ha dejado huellas en los lugares más diversos del mundo. El nombre de este fantasma es Barabbas. Y según parece, se ha deslizado en un evangelio desconocido hasta ahora por la ciencia bíblica. Es, por decirlo así, el quinto evangelio.

– ¡Usted sabe demasiado! -gritó Guthmann espantado-. ¿Por qué no da por terminado el asunto?

– No sé todavía bastante. Sobre todo quiero averiguar la verdad sobre la doble vida de mi marido. ¿Conoce usted a Guido von Seydlitz?

– No -aseguró Guthmann.

– Propiamente debería preguntar: conoció usted a Guido von Seydlitz; pues de hecho perdió la vida en un accidente de automóvil y yo pagué dos mil quinientos marcos por su entierro. Pero hace tres días estaba aquí, de noche, en la calle y gritaba mi nombre, y también estuvo sentado de noche en casa, en nuestra biblioteca. No sé ya qué pensar. En cualquier caso no cederé hasta que no lo tenga todo bien claro.

Durante un buen rato Guthmann no dijo una palabra, tenía la vista fija en el suelo, luego preguntó a Anne:

– ¿Y por qué vino usted hasta aquí?

– Muy sencillo -contestó ella-, el hombre al que llaman evangelista fue el primero que encontré. Se dice que está perturbado y realmente hasta ahora daba esta impresión; pero cuando antes fui testigo de su discusión… en cualquier caso me parece que sabe algo. ¿Quién es este hombre?

– Su nombre es Giovanni Foscolo, pero esto carece de importancia. Es especialista en el Nuevo Testamento y no sólo se sabe de memoria los cuatro evangelios, sino que también cita todas las cartas del apóstol Pablo a los romanos, corintios, gálatas, efesios, filipenses, colosenses, tesalonicenses, a Timoteo, Tito y Filemón, así como el Apocalipsis de Juan. Especialmente conoce todos los nexos, como de Mateo 16,13-20 a Marcos 8, 27-30 o Lucas 9,18-21. Realmente un genio.

– ¡De ahí los numerosos libros antiguos e infolios! -observó Anne mirando alrededor-. ¿Pero por qué todos dicen que está loco si es un genio?

Guthmann se encogió de hombros, pero Anne von Seydlitz tuvo la impresión de que quería ocultarle algo.

– ¿Podría ser tal vez -preguntó Anne, formalista- que el jesuita hubiera dado con un indicio que derrumbó su mundo?

Vio cómo el profesor se espantaba:

– ¿Qué quiere usted decir?

– Bueno, si los órficos gastan tanta energía para averiguar el misterio del quinto evangelio y si Giovanni Foscolo era un investigador genial, sería imaginable que hubiera descubierto el fantasma de Barabbas… y que por ello se hubiese vuelto loco.

Estas palabras inquietaron a Guthmann, que empezó a clasificar sus documentos, y su voz sonaba insegura como al principio del encuentro.

– He hablado demasiado -dijo confuso-, además me están esperando. Si me disculpa.

– ¡No, profesor Guthmann! -protestó Anne-. ¡No puede marcharse por las buenas! Ya me dejó colgada una vez.

Guthmann acalló a Anne con el gesto de levantar la mano.

– Más bajo. En Leibethra todas las paredes tienen oídos. Ambos lo pasaríamos mal, si nos encontraran juntos. Propongo que nos reunamos aquí mañana a la misma hora. -Y antes de que Anne pudiera aceptar la propuesta, Guthmann había dado la vuelta y se había marchado.

10

Anne se quedó sola de nuevo en medio de la ciencia muda, en la que, observándola más de cerca, se había posado el polvo como la nieve en un paisaje de invierno. Y como en un paisaje invernal, Giovanni Foscolo había dejado huellas en la hilera donde cogía libros y los dejaba luego en el mismo lugar. Algunas de estas huellas eran frescas del día o del día anterior, otras en cambio ocultaban su antigüedad bajo un polvo nuevo y no pasaría mucho tiempo hasta que desaparecieran del todo.

Títulos de libros en todos los idiomas danzaban ante los ojos de la visitante clandestina: Mithras-Misterios y cristianismo primitivo, The Damascos-Fragments and the Origins of the Jewish-Christian Sect, Estudios teológicos y críticos: ¿cuándo fue introducido Mateo 16, 17-19?, Los escritos apócrifos del Nuevo Testamento, Liber di Veritate Evangeliorum.

Así como el vestido delata la persona, los libros revelan el origen y la edad; pero llamaba la atención que algunos libros parecían estar marcados, puesto que tenían pintados con un rotulador o con tinta negra una O o bien una P. Y cuantos más títulos leía Anne, tanto más llegaba a la convicción: no eran libros piadosos o constructivos lo que se guardaba aquí, sino al contrario, de los estantes brotaba cierta amenaza hacia el observador. Así que Anne casi no se atrevía a sacar del estante uno de los libros marcados. Llevaba el título Los escritos apócrifos del Nuevo Testamento, en el cual había marcado la letra D en negro, pero en una hojeada rápida no proporcionaba mayor información estimulante, de manera que Anne lo devolvió a su sitio.

En el preciso momento en que Anne se disponía a subir la empinada escalera arriba para hablar con Giovanni Foscolo, oyó pasos que se aproximaban a la casa y le pareció aconsejable esconderse detrás de una librería alta. Dos hombres en uniforme de vigilante entraron por la puerta y fueron directamente al piso de arriba. Anne escuchó un breve, violento, intercambio de palabras, y desde su escondite, protegida por una pared de libros, pudo observar cómo se llevaban detenido al jesuita demente.

Anne siguió a los hombres a una distancia prudencial. Entendió lo que Foscolo en voz alta había gritado de noche: «Bienaventurado quien lee las palabras proféticas y escucha y cumple lo que está escrito. Pues el tiempo está próximo», pero no le servía de nada. Foscolo parecía conocer el camino, pues iba unos pasos delante de los guardias por las calles vacías de gente hasta un gran edificio vivamente iluminado con ventanas blancas opacas y un portal de vidrieras, que tenía el aspecto de una clínica.

En este edificio desaparecieron Foscolo y sus guardianes, y aunque nadie impedía el acceso en la entrada, Anne evitó pisar la casa.

Se sorprendió con la idea de que Guido, si realmente estaba vivo, podría hallarse detrás de estos muros.

Las dos únicas personas que podían ayudarla en esta situación eran la doctora Sargent y el profesor Guthmann. Anne desconfiaba de la médico; también el papel de Guthmann le dio que pensar, pero su reserva parecía sólo una prueba de que sabía más de lo que admitía.

Al día siguiente por la noche Anne acudió a la cita con el profesor. No se extrañó de que la biblioteca, en la que la noche anterior había encontrado a Foscolo y a Guthmann, estuviese abierta y bien iluminada aunque no hubiese nadie. Esto formaba parte de las peculiaridades de Leibethra. Ninguno debía sentirse solo e inobservado, nadie. La curiosidad la empujó hacia la escalera que conducía al piso superior y, aunque Anne subió con cuidado extremo los escalones de madera, provocó ruidos crujientes que habrían revelado su llegada si alguien se hubiese encontrado en la casa.

Anne se detuvo en el rellano. Escuchó y, puesto que nada se movía, avanzó tres pasos en dirección a una puerta cerrada. Anne rechazó la idea de llamar, como convenía a un extraño -pero ¿qué era lo conveniente en este lugar?-, y abrió la puerta. Para su sorpresa, la habitación que se abrió ante sí estaba a oscuras. Anne pulsó el interruptor, se encendió una luz en el techo e iluminó un estudio amueblado con sencillez. Sobre una mesa ancha de madera entre dos ventanas que daban a la calle, se apilaban documentos, mapas y papeles atados con cordel. La pared de la izquierda estaba cubierta de hojas que formaban un mosaico irregular y estaban provistas de caracteres de escritura que Anne desconocía, pero que se parecían a los del pergamino. En la pared derecha había un viejo sofá con un estampado geométrico rojo y marrón, como los que se ven a menudo en Grecia.

Cuando Anne cerró la puerta tras de sí, se asustó, pues de un clavo colgaba el largo hábito con el que Foscolo solía entrar en escena. Sin duda esto era el cuarto de estudio de Foscolo, y Anne se preguntó si éste era el aspecto que debía tener el cuarto de trabajo de un loco. El supuesto caos de papel, que continuaba desde las paredes por la mesa hasta el suelo, donde había amontonados otros documentos, revelaba a todo trance un sistema. Una gruesa encuadernación suscitó el interés de Anne. Colocada arriba sobre un montón, estaba escrita a máquina y llevaba la inscripción: Marc Vossius. La tumba sin nombre de Minia en el Egipto medio y su importancia para el Nuevo Testamento. Este descubrimiento llevó a Anne von Seydlitz a dos significativas conclusiones: Vossius era de hecho la figura clave del caso y una pista hasta el momento desconocida conducía a Egipto.

Mientras excitada hojeaba el manuscrito, cuyo contenido era en gran parte ilegible e incomprensible para Anne, sintió de pronto que alguien estaba detrás de ella. Quiso girarse, pero el miedo paralizó sus movimientos. En este momento de rigidez, un brazo rodeó por detrás su cuello y, antes de que pudiera defenderse, le apretaron un pañuelo contra la boca y la nariz, y Anne perdió el conocimiento.

11

Se despertó somnolienta; en cualquier caso pudo recordar más tarde el siguiente suceso. Si lo soñó o realmente sucedió, era incapaz de decirlo. Tampoco sabía dónde había ocurrido, veía sólo una mujer que se acercaba de la oscuridad hacia ella, que estaba tendida con una fuerte pesadez en sus miembros. La mujer sostenía ante los ojos de Anne un péndulo que oscilaba a un lado y otro.

La desconocida empezó a hablar, hablaba con palabras suaves, imperiosas, y aunque su cara permaneció en la oscuridad, por su voz reconoció Anne a la doctora Sargent. Sonaba sorda y distinta de como la había conocido conversando, y su respiración era dificultosa, como si tuviera que realizar un esfuerzo tremendo. El tono que empleaba la doctora Sargent causaba en Anne tanta repugnancia como todo el aspecto de la mujer y, aunque no estaba en condiciones de moverse, se defendía con todas sus fuerzas contra ella.

– ¿Escucháis mi voz?

– Sí -respondió débilmente Anne y notó que le costaba hablar.

– ¿Veis el péndulo ante vuestros ojos?

– Sí. Lo veo. -Anne lo veía efectivamente, aunque no sabía si tenía los ojos abiertos o cerrados.

– Concentraos en mi voz y sólo en mi voz. Todo lo demás a partir de ahora deja de ser importante para vos. ¿Me habéis entendido?

– Sí -respondió Anne casi mecánicamente. Se oponía a contestar, pero no podía hacer otra cosa.

– Ahora contestaréis a todas mis preguntas y cuando despertéis no recordaréis nada.

Anne se resistía, se rebelaba con toda su fuerza contra su propia voluntad, pero un poder invencible comprimió de su interior la respuesta hacia fuera:

– Contestaré y no me acordaré de nada más tarde.

Estaba enfadada consigo misma y habría querido levantarse de un salto y huir, pero tan pronto como había concebido la idea, la invadía de nuevo la pesadez de plomo y quedábase inmóvil.

– ¿Qué buscáis en Leibethra? -La repugnante voz penetró en ella.

– ¡La verdad! -respondió Anne espontáneamente-. ¡Busco la verdad!

– ¿La verdad?… ¡Aquí no hallaréis la verdad!

Anne quiso preguntar: ¿Dónde pues, si aquí no? Pero sentía que había perdido la capacidad de formular preguntas. Su voz no la obedecía. Inquieta esperó, pues, a la siguiente pregunta de la doctora Sargent.

– ¿Dónde habéis escondido el pergamino? -preguntó la voz fuerte e imperiosa.

– No sé de lo que está hablando -replicó Anne sin pensar.

– ¡Hablo del pergamino con el nombre de Barabbas!

– No lo conozco.

– ¡Vos tenéis el pergamino!

– No.

Fascinada esperó Anne la siguiente pregunta; pero la doctora Sargent guardó silencio. Anne no sabía dónde estaba la médico y, por mucho que se esforzaba en identificar algún ruido que le revelara el lugar en que se hallaba, no oía nada y estaba tendida allí como sorda. El intento de abrir los ojos fracasó, como casi todo lo que pretendía con su voluntad se frustraba en la pesadez de sus miembros y comprendió que la doctora Sargent se esforzaba por someterla con ayuda de la hipnosis.

Las palabras de la médico resonaban como un eco maligno en su cabeza: «Dónde habéis escondido el pergamino… escondido… escondido…».

Anne lo había pensado cientos de veces, y por ello lo tenía presente también en esta situación: si revelas el pergamino, tu vida no valdrá un centavo. No te harán nada mientras no posean el pergamino.

Anne era incapaz de decir cuánto tiempo permaneció en esta rígida parálisis; sólo se aferraba a una idea: no revelar nada. Y de pronto, aunque tenía los ojos cerrados, notó una sombra sobre ella y la voz de la doctora Sargent tronó de nuevo:

– Ahora contestaréis a todas mis preguntas y no callaréis nada que esté en vuestra memoria.

Anne sintió los dedos de la médico sobre su frente, un tacto desagradable, pero no consiguió apartarse y defenderse.

– ¿Conocéis el contenido del pergamino? -preguntó la voz apremiante.

– No, no lo conozco.

– ¡Pero tenéis una copia!

– Nadie la puede descifrar.

– ¿Y el original?

– No lo sé.

– ¡Lo sabéis muy bien! -La doctora Sargent se abalanzó sobre Anne. Esta sintió cómo la mujer la agarraba del brazo y la sacudía. Oía las amenazas de su voz fría, babeante:

– Le haremos hablar con inyecciones.

Pero Anne no podía recordar más.

12

Al despertar, Anne estaba tendida en una sala oscurecida en un silencio artificial. Se incorporó e intentó así sacarse la pesantez de sus miembros. La situación estaba preparada para aterrorizarla, pero Anne no sentía el más mínimo temor. Todo el miedo que tenía lo había gastado durante las pasadas semanas. Al contrario, en situaciones como ésta, desarrollaba Anne un valor desconocido. Se levantó, palpó en la oscuridad hacia un tenue rayo de luz, que dibujaba una raya difusa en la sala, y chocó contra una ventana. Palpó una manilla, la abrió y topó con una persiana de madera, que después de levantar el cerrojo se abrió un resquicio.

La claridad le dolía en los ojos y tardó un buen rato en acostumbrarse. Primero vio únicamente cielo, pero al bajar la vista, vio profundamente debajo de ella un terreno rocoso y comprendió que se hallaba en la ciudad alta. Había sido descubierta y debía reconocer que de ninguna manera había entrado clandestinamente en Leibethra, sino que desde el principio estuvo bajo observación.

Anne no tenía motivos para seguir estando a oscuras, de modo que dejó entrar la luz del día en la habitación y vio una sala pobremente amueblada con tablas desnudas en el suelo y una cama horrible de hierro pintado de blanco. La puerta, como todas las puertas de Leibethra, no tenía cerradura, así que no estaba encerrada, y un vistazo al exterior le permitió divisar un pasillo largo provisto de muchas puertas.

No le pareció adecuado explorar los alrededores. Sólo el hecho de que no la hubieran encerrado, le dio a entender lo seguros que se sentían los órficos. Por lo visto no había ninguna posibilidad de escapar. En su actual situación, Anne estaba aún demasiado fatigada. Le dolía la cabeza y, después de haberse tendido en la cama de hierro y haber hundido la cabeza en sus manos, luchaba contra el sueño y además sentía náuseas. Y mientras Anne fijaba la vista en la extraña habitación, su mirada se posó en una silla en la que había vestidos limpios y planchados, y entonces notó por primera vez que llevaba una grosera camisa de dormir como las de los establecimientos psiquiátricos, y se asustó de su propia imagen.

Pero cuanto más miraba los vestidos -restregándose los ojos, pues creía estar soñando-, tanto más se aceleraba su respiración, su corazón le latía hasta la garganta, la sangre le golpeaba las sienes. La indumentaria que tenía frente a ella en la silla era de Guido.

Anne al principio no se atrevía a tocar la vestimenta, pero luego se acercó impulsivamente y comprobó la parte interior de la chaqueta, donde sabía que estaba la etiqueta de un sastre muniqués. Realmente, era el traje de Guido.

Anne lo dejó caer, como si se hubiera quemado los dedos. De pronto le pareció ver ante sí la imagen amenazadora de Guido. Anne sintió cómo el pánico penetraba en ella. ¿Qué clase de juego espantoso, macabro, estaban practicando con ella Guido, los órficos o quienquiera que se ocultase detrás de todo ello?

Justamente quería abandonar la fría habitación, cuando escuchó en el pasillo los pasos lentos y pesados de un hombre.

¡Guido!

Temblaba por todo el cuerpo; sentía cómo sus rodillas cedían. Desesperada se pegó a la cama de hierro y con los ojos muy abiertos miraba fijamente la puerta.

Los pasos se aproximaban, y cuanto más se acercaban, tanto más amenazador percibía Anne su eco. Finalmente, se detuvieron ante la puerta. Alguien llamó.

Anne tenía un nudo en la garganta. Aunque hubiera querido, no habría podido responder. Le faltaba el aire viendo que la manilla se bajaba lentamente y la puerta se abría. Anne quiso gritar, pero no pudo, sólo podía contemplar cómo la puerta giraba hacia ella.

Por segundos se quedaron mudos uno frente al otro: Anne y… Thales. Era el mejilla colorada, quien habló primero:

– ¿Sin duda no me esperabais? -dijo con la mueca desvergonzada que ella ya conocía y que hacía parecer aún más roja su cara rosada.

Anne, todavía incapaz de hablar, meneaba la cabeza con vehemencia. Había creído estar preparada para el shock que le habría producido el encuentro con Guido. Pero ahora, que se le ahorraba esta cita, debía reconocer que no era en absoluto dueña de la situación y que sólo deseaba una cosa: ¡que Guido estuviera muerto, muerto, muerto!

– Desde nuestro encuentro en Berlín -empezó el mejilla colorada con risa de conejo- nos habéis deparado muchas dificultades con vuestro comportamiento y no quiero ocultaros que estáis jugando a un juego peligroso, incluso un juego muy peligroso.

– ¿Dónde… está… Guido? -tartamudeó Anne, como si no hubiese oído en absoluto las palabras de Thales, señalando al mismo tiempo la indumentaria que estaba en la silla. El rechazo que desde un principio había sentido por este hombre se había convertido en odio. El odio de Anne habría bastado para matarlo.

– ¿Dónde se encuentra el pergamino? -preguntó Thales insensible y sin atender a su pregunta, añadiendo fríamente-: Me refiero, claro, al original -mientras, con desacostumbrada fuerza, expelía aire por la nariz.

Cuando notó que Anne no estaba dispuesta a contestar primero su pregunta, cambió de parecer y dijo con aquel repelente autodominio que lo caracterizaba:

– ¿Estabais casada con Guido von Seydlitz? ¿No dijisteis que perdió la vida en un accidente de tráfico?

La frialdad con que la trataba Thales y la ponía en ridículo, hizo dudar a Anne.

– Sí -respondió-, en un accidente de tráfico.

– Repetiré mi pregunta: ¿dónde está el pergamino? Si queréis, podemos negociar sobre cualquier cantidad. ¿Y bien?

– No lo sé -mintió Anne, y se esforzó por demostrar el mismo autodominio que su interlocutor. En todo caso sonó extremadamente provocador, cuando fríamente añadió:

– Y si lo supiera, no estoy segura de que se lo revelase.

– ¿Ni por un millón?

Anne se encogió de hombros.

– ¿Qué es un millón comparado con el seguro de vida que me proporciona el conocimiento relativo al pergamino? ¿Cree usted seriamente que me ha pasado por alto que todos los que sabían algo del pergamino hayan perecido miserablemente? En realidad, sólo existe una explicación del hecho de que yo esté viva.

Thales no daba la impresión de reflexionar mucho sobre las palabras de Anne. Meneó irritado la cabeza y de su gesto podía desprenderse que no estaba dispuesto a responder a reproches. No obstante el hombre era demasiado inteligente para no variar su estrategia de inmediato: Anne von Seydlitz tenía razón, disponía de mejores cartas… eso debía pensar al menos Thales, y con amenazas no se conseguiría nada de esta mujer.

Por ello cambió el tono y empezó con forzada amabilidad a informarla que desde su llegada a Tesalónica había sido observada por los órficos y, al ver la duda en la cara de ella, observó Thales sonriendo:

– Creo que me subestimáis un poco. ¿Creéis realmente que habéis conseguido introduciros a escondidas en Leibethra?

– Sí -replicó Anne con desafiante franqueza-, en todo caso nadie me descubrió ni me impidió entrar en Leibethra.

Enfurecido como un toro excitado, expelía Thales el aire por la nariz:

– Si habéis pisado Leibethra, fue porque respondía a mi deseo -bufó, pero ya de inmediato puso de nuevo su repelente sonrisa-: Georgios Spiliados, el panadero de Katerini que os llevó hasta aquí, es uno de los nuestros. Esto sólo de pasada.

– ¡Pero no es posible! -gritó Anne von Seydlitz, horrorizada.

– Ya dije que me habíais subestimado. Aquí en Leibethra nada se deja al azar. Lo que ocurre aquí, ocurre porque queremos. ¿Habíais creído poder introduciros en Leibethra clandestinamente? Esta idea es tan absurda como creer que se puede uno escapar de Leibethra. Intentadlo, no lo conseguiréis. Sólo un loco tomaría tal determinación. Ya lo veis, en Leibethra no hay puertas cerradas. ¿Para qué?

No podía hacerse a la idea de que Georgios pertenecía a los órficos.

– Georgios no habló bien de ustedes -dijo reflexiva-, y tuve que convencerle a duras penas de que me trajera hasta aquí. Le pagué bien.

Thales se encogió de hombros con risita de conejo y volviendo las palmas hacia fuera:

– Para conseguir el objetivo, cualquier medio nos sirve, ¿lo entendéis?

Anne sólo podía adherirse a esta opinión, pero calló. Demasiadas cosas pasaban por su cabeza. Finalmente preguntó a Thales:

– ¿Qué han hecho con Guido, con Vossius y con Guthmann? ¡Quiero una respuesta!

Entonces a Thales se le ofuscó la expresión del rostro y dijo:

– A algo tenéis que acostumbraros: en Leibethra no se hacen preguntas, se obedece. En este aspecto somos una orden cristiana muy normal. Pero sólo en este aspecto.

– Tuve una conversación con el profesor Guthmann -empezó Anne.

– Con el hermano Menas -corrigió Thales, y añadió-: lo sé.

– No parecía tener mucha confianza.

– ¿Debía parecerlo?

– Tengo la impresión de que Guthmann tiene miedo.

– Menas es un cobarde.

– Pero un importante científico.

– Según se mire.

– Y ustedes necesitan su experiencia.

– Así es.

– ¿No cree usted que ha llegado el momento de decirme la verdad?

– Ya hacéis otra pregunta -replicó Thales-. Por lo demás, ya conocéis la verdad. Sabéis de qué se trata: en una tumba se halló un pergamino copto y en este pergamino está escrito un quinto evangelio. Por desgracia la importancia de este escrito no se conoció hasta mucho después de que sus fragmentos fueran diseminados por el mundo. -Thales se dirigió a la ventana y cruzó los brazos en la espalda. Mirando afuera, continuó-: Este papel es capaz de quebrar el poder de la Iglesia católica. ¡Con este pergamino destruiremos la Iglesia!

La voz de Thales sonó fuerte y amenazadora, como nunca la había oído.

– Tampoco soy devota de la Iglesia -observó Anne-, pero en vuestras palabras habla un odio abismal.

– ¿Odio? -respondió Thales-. Es más que odio, es desprecio. El hombre es un ser divino. Pero aquellos que se atreven a hablar en nombre de Dios niegan todo lo divino. Dos mil años de historia eclesiástica no son sino dos mil años de humillación, explotación y lucha contra el progreso. Los clérigos han construido enormes catedrales centenarias, en honor de Dios, según decían; en realidad, detrás se ocultaba la idea de oprimir a los cristianos, ponerles ante los ojos su pequeñez y su insignificancia. La insignificancia impide pensar, y pensar es veneno para la Iglesia. La Iglesia se mantiene viva a base de órdenes. Su doctrina consiste simplemente en mandar y obedecer. Y todo bajo una divisa: la fe. Creer es más fácil que pensar. Quien en asuntos de fe pregunte a la razón, obtendrá respuestas no cristianas. Y éste es el motivo por el cual la Iglesia, desde su fundación, se opone al progreso y a la ciencia. El creer se acaba cuando empieza el saber. Todos los disparates que propaga la Iglesia hasta ahora se purificaban con una palabra mágica: fe. A quien se declaraba contra la Iglesia, se le certificaba: le falta la fe. Y contra la fe no existen pruebas, sólo contra la incredulidad. -Thales se giró hacia Anne-: Este pergamino es, para la Iglesia, el explosivo que de un día a otro destruirá su poder, ¿lo entendéis?

– Os ofrezco un millón -oyó decir a Thales-. Pensadlo bien. Más pronto o más tarde conseguiremos de todos modos apoderarnos del papel. Pero entonces ya no os servirá de nada. -Luego Thales abandonó la habitación y sus pasos resonaron en el largo pasillo.

Si era cierto lo que Thales decía, si el pergamino era un explosivo, entonces este documento tenía mucho más valor para la Iglesia romana que para los órficos. Anne se horrorizó de jugar con esta idea.

13

Si bien ahora sabía lo que pretendían los órficos, sobre Guido no había averiguado nada. Pero allí estaba su indumentaria, sus pantalones y su chaqueta, y mientras temerosa los miraba fijamente, como esperando que adquiriesen vida, le vino la idea, a falta de sus propios vestidos, de ponérselos y explorar por sí misma la ciudad alta de Leibethra.

La idea era tan descarada y le vino tan de repente, que le gustó, incluso sonreía satisfecha pensando que Guido no podía aparecérsele mientras ella llevara su traje. No existe ninguna teoría de que el miedo sólo pueda vencerse con el objeto del miedo, por ejemplo: el miedo a las serpientes, tocando una serpiente; el miedo a volar, con un curso de piloto… en el traje de Guido de repente ya no tenía miedo a una aparición de Guido, hasta se propuso llegar por fin hasta el fondo en este macabro juego.

El largo corredor que había delante de su habitación estaba cerrado en los dos extremos por vidrieras opacas, pero tampoco estas puertas estaban cerradas con llave. Todo recordaba a un servicio hospitalario. En el centro había una sala de médicos o enfermeras con una ventana de corredera que daba al pasillo. La sala estaba vacía. Anne escuchó curiosa a través de las puertas, pero no oía ningún sonido. La soledad transmitía una sensación opresiva y Anne empezó a abrir una puerta tras otra en el interminable corredor y cerrarlas luego de haber comprobado que no había nadie dentro.

En la última habitación, en la parte opuesta a su habitación del corredor, Anne se detuvo. Se asustó porque había visto treinta o cuarenta habitaciones vacías y en ésta había un paciente. Anne se acercó.

– ¡Adrián!

Existen situaciones que afectan a uno tanto, que es incapaz de razonar, y el entendimiento se niega a asimilar la realidad. En tal situación se hallaba Anne en ese momento; lo único que pudo expresar fue:

– ¡Adrián! -Y una vez más-: ¡Adrián!

Adrián daba una impresión apática y en todo caso parecía menos consternado que ella y sonreía amistosamente. No cabía ninguna duda que se hallaba bajo el efecto de las drogas.

– ¿Me reconoces, Adrián? -preguntó Anne.

Kleiber asintió y al cabo de un rato dijo:

– Naturalmente.

Teniendo en cuenta la vestimenta de ella y el pelo cortado casi al rape no era en absoluto natural.

– ¿Qué han hecho contigo? -preguntó Anne enfurecida.

En esto que Kleiber se estiró hacia atrás la manga de su pijama y miró su antebrazo. Estaba lleno de picadas de aguja.

– Vienen dos veces al día -dijo fatigado.

– ¿Quiénes?

– Nadie se ha presentado con su nombre -forzó una sonrisa.

Entretanto Anne había comprendido todo el alcance de la situación, ahora asediaba a Kleiber con mil preguntas. Kleiber respondía a duras penas, pero claramente, y así se enteró Anne von Seydlitz de que Adrián había sido secuestrado por un comando de los órficos y por caminos de aventura conducido vía Marsella a Salónica.

– ¡Pero esto es una locura! -se enfureció Anne-. La Interpol te buscará. ¡Tú no puedes desaparecer de un día a otro, tú no!

Kleiber hizo un gesto de rechazo con la mano.

– Estos tipos son gángsters desalmados. Debieron de haberme observado y espiado durante días. En todo caso sabían que estaba en posesión de un billete de avión a Abidyan. Conocían la fecha de salida y el número de vuelo y, cuando llegué a Le Bourget, me arrastraron a un automóvil. Entonces perdí el conocimiento. Al recobrarlo, me encontraba con tres hombres vestidos como curas en una limusina camino del sur de Francia. Nadie me buscará. Oficialmente volé a la Costa de Marfil.

– ¿Y cuánto tiempo llevas aquí?

– No lo sé. Cinco, seis días, tal vez dos semanas. He perdido el sentido del tiempo. Estas malditas inyecciones.

– ¿Y los interrogatorios? ¿Te han exprimido?

Kleiber respiraba con dificultad; se veía que se esforzaba por recordar algo, que intentaba no demostrar debilidad. Finalmente meneó la cabeza:

– No, no hubo interrogatorios, en cualquier caso no puedo recordar que me hayan preguntado o molestado. Tendría que acordarme.

Anne observó con cierta amargura:

– Esta gente de aquí entiende algo de drogas y existen medios que hacen perder la memoria por un tiempo determinado. Pero también la paralizan, de modo que tampoco servirían a esta gente. No, creo que quieren convertirte en un ser completamente dócil y en algún momento empezarán a exprimirte.

Adrián cogió la mano de Anne. El amigo que era dueño de cualquier situación y no se turbaba ante ninguna idea tenía un lamentable aspecto de desamparo.

– Qué querrán ahora de mí -balbució lloroso. En este momento de desamparo del hombre, Anne sintió de pronto una profunda atracción hacia Kleiber: sí, creía reconocer que los ojos del periodista de mundo Adrián Kleiber imploraban ayuda. Y mientras tomaba su derecha entre sus manos, dijo Anne en voz baja:

– Siento lo de San Diego.

Adrián asintió, como si quisiera decir: el pesar es mío. Se miraban y se comprendían, se comprendían como nunca anteriormente.

Hacen falta situaciones anormales para encontrarse uno a otro, y ahora ambos pensaron sin duda lo mismo: aquella noche en el hotel de Munich cuando -inesperadamente para ambos- durmieron juntos en un asomo de locura provocada por la aparición nocturna de Guido en su cuarto de trabajo. Sí, ambos pensaban lo mismo, pues Adrián entendió en seguida a lo que se refería, cuando Anne dijo de inmediato:

– Está aquí. Le he visto dos veces.

– ¿Y crees que es él? -preguntó Kleiber observando el traje de caballero que ella llevaba puesto.

– Ni yo misma sé lo que debo creer, y me da lo mismo; todo es posible. El hecho de que tú estés aquí y de que conversemos no es una locura menor. Cuando te vi, en el primer momento dudé tanto de mis cabales como entonces cuando encontré a Guido.

– Anne -dijo Kleiber apretándole la mano aún más fuerte-, ¿qué pretende hacer esta gente con nosotros?

El tono de su voz reveló miedo. Este no era el Adrián que ella conocía, esto era un desecho de persona, atormentado por mil temores. Aunque ella misma no estaba libre de miedos, se encontraba en mejor estado de ánimo. Sus sentimientos habían superado el límite en que el miedo se convierte en furor, furor contra el causante del miedo.

– No temas -dijo-, mientras no reveles lo que sabes, no te harán nada. No te han traído aquí para eliminarte, eso podían haberlo hecho en París. Piensa en Vossius. No, te han traído aquí porque quieren averiguar de ti dónde se encuentra el pergamino. Y mientras no lo sepan y crean que tú podrías darles una pista decisiva, ¡nada tienes que temer!, ¿lo oyes?

– ¿Pero qué podemos hacer? Más pronto o más tarde nos harán confesar lo que sabemos. No tienen escrúpulos. ¿Qué debemos hacer? -Kleiber llevaba la desesperación escrita en la cara.

– ¡Ante todo no debemos resignarnos a nuestro destino! -replicó Anne, animosa-. Debemos intentar salir de aquí.

– Imposible -observó Kleiber-, se sienten tan seguros, que ni siquiera se molestan en cerrar las puertas de las cárceles.

– Esto es nuestra oportunidad, y es la única.

14

Anne se acercó a Kleiber y la siguiente conversación tuvo lugar únicamente entre susurros:

– Hace días que desde mi ventana observo un teleférico de materiales. Circula irregularmente y hay acceso libre a la estación de montaña.

– Tú crees… -Kleiber miró a Anne.

– ¡Adrián, es nuestra única oportunidad! No deja de ser peligroso, pero he visto que en la góndola de madera incluso se transportan bidones de petróleo. Un bidón de petróleo pesa tanto como tú y yo juntos. Creo que el riesgo de perecer aquí es mayor que el riesgo de la huida.

Kleiber asintió apático y al cabo de un rato de reflexión, que le exigió un evidente esfuerzo, dijo con voz triste:

– Te acompañaría, pero no puede ser. No lo conseguiría. Estas inyecciones paralizan cualquier iniciativa. Inténtalo sola. Tal vez consigas más tarde sacarme de aquí.

En el largo corredor se aproximaban pasos.

– La médico con mi próxima inyección -observó Kleiber desalentado.

La advertencia inquietó a Anne. Bajo ninguna circunstancia se la debía encontrar aquí, de lo contrario todo estaría perdido.

Lo que sucedió en el momento siguiente constituyó más tarde un enigma para Anne. No lo había planeado y, al reflexionar en ello, no podía evitar cierto respeto por sí misma. De otro modo, su comportamiento sólo confirmaba la antigua experiencia de que, cuando se pone a la gente contra la pared o en situaciones desesperadas, es capaz de hacer cosas increíbles. Así también Anne von Seydlitz: sin pensarlo se colocó detrás de la puerta y esperó hasta que se abriera.

También por detrás Anne la reconoció en seguida: era la doctora pequeña y pesada del dormitorio. Evidentemente había tenido el encargo de captar su confianza. La doctora Sargent llevaba una aguja de inyección en la mano. Sin pensarlo, Anne agarró una toalla que colgaba de un clavo detrás de la puerta, la echó sobre la mujercilla y tiró de ambos extremos. La mujer lanzó un grito ahogado, su jeringuilla cayó al suelo sin romperse. Con toda la fuerza de que era capaz, la estranguló. Ésta quedó tan sorprendida que no pudo oponer resistencia, y al poco rato cayó al suelo rígida como una tabla.

Adrián había seguido la inesperada escena con los ojos muy abiertos. Sin embargo, ahora que veía a la médico tendida en el suelo, saltó de su cama y acudió en ayuda de Anne. Pero ella rehusó su ayuda y cuchicheó:

– Este monstruo ya no te hará nada.

Sólo cuando Adrián preocupado exclamó:

– ¡Detente, que la matas! -recobró Anne la razón y aflojó la toalla del cuello de la doctora. Esta respiraba con dificultad y se ahogaba como un pez fuera del agua. Anne no quería matar a la mujer, pero su rabia, expresión de su instinto de supervivencia, no había desaparecido aún. Anne recogió la inyección y la clavó en el muslo de la mujer.

Kleiber examinaba a Anne sorprendido, como si quisiera decir: jamás te habría creído capaz de esto. Finalmente dijo temeroso:

– ¿Qué pasará ahora?

La mujer tendida en el suelo gemía ligeramente. Anne se arrodilló a su lado. Adrián se acurrucó junto a su cabeza.

– ¿Qué sucede después de una tal inyección? -preguntó Anne.

Adrián respiró profundamente. Contestó con dificultad:

– Las primeras dos o tres horas estás flotando como en una nube. Lo captas todo muy lejos, pero eres incapaz de reaccionar. Luego la voluntad deja de obedecerte. Por ejemplo, quieres decir algo, pero no puedes, quieres levantarte, pero tus piernas no te obedecen. Es un estado de total apatía.

Anne reaccionó fríamente.

– Bien -constató secamente-, entonces no tenemos nada que temer de ella, por lo menos en las próximas dos horas.

Kleiber asintió.

– ¿Cómo te sientes?

– Bastante bien -mintió Kleiber.

Anne cogió los brazos de Adrián:

– Hemos de conseguirlo. Si nos cogen, nos matarán. ¡No tenemos otra salida!, ¿comprendes?

El pulso de Adrián se aceleró. Comprendió que ahora debía estar despabilado y poner en movimiento sus últimas fuerzas. No había tiempo ni de pensar. Confiaba en Anne. Con ella, la huida sería un éxito; estaba seguro.

– ¡Ven, agarra ahí! -ordenó Anne cogiendo a la mujercilla por las piernas. Adrián la agarró por los brazos y de esta manera la colocaron sobre la cama. La cubrieron de modo que en una rápida mirada desde la puerta pudieran creer que se trataba de Kleiber. Él se puso rápido su propia ropa; Anne se quedó con el pañuelo que le había caído al suelo; luego salieron de la habitación y Anne cogió de la mano a Adrián:

– ¡Ven!

15

En sus exploraciones por el laberinto de la ciudad alta, Anne había descubierto desde el primer día el pequeño saliente en el que colgaba la góndola del teleférico de materiales y ya el primer día había tomado en consideración usar este medio de transporte para escapar. Como todas las puertas de Leibethra, el acceso a la estación de montaña no estaba vigilado. Bidones vacíos, cajas y sacos se apilaban hasta el techo de la estrecha sala esperando ser transportados al valle. ¿Qué podía ser más fácil que colocarse uno de los sacos en la cabeza y camuflados de este modo flotar valle abajo?

Excitado inspeccionó Kleiber la instalación eléctrica, que en comparación con las demás instalaciones técnicas de Leibethra era bastante primitiva: un pesado interruptor manual con un mango de porcelana pasado de moda accionaba el impulso eléctrico, dos flechas indicaban el sentido de la marcha: montaña y valle. La única dificultad, constató Adrián, estribaría en accionar el interruptor y saltar a la góndola -una caja sin tapa colgada de cuatro cadenas- al arrancar ésta; luego, pensó Kleiber, debían desaparecer en sus sacos y mantenerse quietos, pues la góndola se veía desde la ciudad alta. ¿Acaso conocía ella la estación del valle?

Anne esbozó una sonrisa ladina:

– El hombre que me condujo hasta aquí pertenece a los órficos, cosa que yo no sabía. Me lo asignaron desde el principio. Me enteré aquí. Pero cometió un error, en el camino hacia acá me enseñó la estación del valle. Está apartada detrás del puesto de vigilancia en la entrada de la ciudad baja.

Adrián, excitado, agitó los brazos al aire:

– ¡Una trampa, eso es una trampa!

– No lo creo -replicó Anne tranquila-, aunque… a esta gente hay que creerla capaz de todo. ¿Tienes miedo?

En vez de contestar, Kleiber se echó en los brazos de Anne. Ella sentía que estaba asustado y, si era sincera, debía reconocer que ella también tenía miedo. ¿Qué sucedería si descubrieran su huida a mitad de camino? ¿Ambos sin esperanza suspendidos entre el cielo y la tierra? Anne no deseaba pensar en ello.

Mientras sostenía en sus brazos a Adrián, se le agolpaban de nuevo aquellos sentimientos estancados que en las últimas semanas había reprimido con éxito. Quería a este hombre… aunque no tenía el valor de confesarle su amor. Menos en esta situación. Fuera empezó a llover. Gruesas gotas golpeaban la cubierta de chapa y del valle subían vapores de niebla montaña arriba. Anne frunció el ceño y miró escéptica en el valle.

– ¡Maldición -susurró-, y encima esto!

– ¿Por qué? -contradijo Kleiber-. No podía ocurrimos nada mejor. -Sacó un toldo verde de debajo de los sacos-. De esta manera podemos escondernos debajo del toldo sin levantar sospechas a nadie.

– Tienes razón -respondió Anne, mientras Kleiber, que se había vuelto activo, se ocupaba del interruptor eléctrico.

– Éste es nuestro problema -murmuró Adrián reflexivo.

– ¿Cuál? -Anne se le acercó.

– Si acciono el interruptor, la góndola arranca… sin mí.

– Hum… -Anne puso cara pensativa-. ¿Y ahora?

– Tengo una idea -exclamó Kleiber y buscó por el estrecho cuarto.

– ¿Qué idea?

– Necesito un trozo de alambre o un cordel resistente.

– ¡Aquí! -gritó Anne señalando una cuerda que servía para atar los toldos.

Kleiber cogió la cuerda y ató uno de los cabos al mango del interruptor manual. Luego condujo la cuerda verticalmente hacia abajo, la hizo pasar por el trinquete de la barra de una herramienta y la llevó directamente a la góndola. Anne quedó admirada:

– Es genial. Sí, tiene que funcionar. ¡Sencillamente genial!

Kleiber reía.

– Ya lo veremos. Yo por lo menos no veo ninguna otra posibilidad.

Se levantó viento. Gemía por las rendijas de la estación de montaña y Anne miraba preocupada hacia fuera. Adrián cargó sacos vacíos en la góndola, extendió encima el toldo y dirigió una mirada a Anne. ¡Sube!

– ¿Miedo? -preguntó sonriendo para infundir ánimos.

Sin responder, Anne subió a la góndola y se acurrucó debajo del toldo. Adrián le puso en la mano la cuerda conectada con el interruptor, luego subió él mismo en el basculante vehículo y se acomodó lo mejor que pudo. Por un momento, ambos guardaron silencio mirando el valle, donde se cernía la tormenta.

Para darse valor a sí misma, dijo Anne:

– En diez minutos, todo habrá terminado.

E, irónico, añadió Kleiber:

– Allá abajo está preparado el comité de recepción. -Luego tiró de la cuerda.

Con un chirrido el mango del interruptor fue hacia abajo y al mismo tiempo la góndola de madera, dando tirones y sacudidas, se puso en movimiento. Anne y Adrián se colocaron encima la lona dejando sólo una rendija por la que podían divisar el valle. La lluvia arreciaba, crepitaba ruidosamente a través de la lona. Fuertes rachas de viento hacían balancear la góndola y en su miedo Anne apretó la mano de Kleiber. Sería por el efecto aún duradero de las drogas o por haber recobrado su valor, en todo caso él no evidenciaba tener miedo; parecía dispuesto a todo, pues probablemente ya no podía ocurrir nada peor.

No habían recorrido todavía cincuenta metros en su basculante caja, cuando Anne empezó a temblar.

– Ojalá no se caiga -susurró y cerró los ojos. Cuanto más se alejaba la góndola de la estación de montaña, más se balanceaba en todas direcciones, a los lados y de arriba abajo. Una mirada a través de la pared de lluvia a la ciudad colgante de los peñascos que quedaba atrás mostró a Kleiber la enorme extensión de Leibethra, con sus torres y sus construcciones extravagantes, que con este tiempo más parecían el castillo abandonado de Frankenstein que un monasterio.

Entretanto la góndola había llegado a un punto desde donde no se podía ver ni la estación de montaña ni la del valle, de modo que Kleiber apenas podía comprobar si su vehículo seguía bajando. Lo impedía además el fuerte balanceo.

– ¡Estamos parados! -gritó Anne que había abierto los ojos por un momento-. ¡Han desconectado!

Kleiber apretó con la mano la boca de Anne.

– ¡Sólo lo parece! ¡Estáte tranquila, en unos minutos todo habrá terminado! -Luego él le colocó su brazo por encima de los hombros. Anne tenía la respiración agitada, sentía náuseas. Incapaz de discurrir con claridad, sólo pensaba: ojalá este viaje horroroso termine pronto. Incluso si hubiesen descubierto su fuga y recogido la góndola… ¡lo importante era tener suelo firme bajo los pies!

En lo que se refería a Adrián Kleiber, él estaba acostumbrado por su profesión a situaciones extremas y entre sus mejores cualidades estaba el amor al riesgo. Pero sobre todo podía demostrárselo a Anne en esta ocasión. Hacía tiempo que había observado que las ruedas enganchadas al cable seguían moviéndose valle abajo. Sin embargo, la seguridad en que se mecía Kleiber se interrumpió abruptamente.

Ante ellos apareció un poste de sostén y, antes de darse cuenta, la góndola de madera chocó contra el puntal de hierro. La parte encarada al poste, en la que estaba sentado Kleiber, se hizo trizas y arañó el muslo derecho de Adrián, que lanzó un fuerte grito. Instintivamente, cuando vio venir la desgracia, había atraído hacia sí a Anne para impedir que con el impacto fuera expulsada de la góndola abierta. Esto posiblemente le salvó la vida, ya que ello lo obligó a separarse de la pared exterior. El muslo derecho le dolía y al ponerse la mano al rostro estaba roja de sangre.

– ¡Estás herido! -gritó Anne, histérica.

– No tiene importancia -contestó Kleiber con simulada calma. No sabía cómo era la herida en el muslo. Cuando miró a Anne, vio que lloraba con los ojos cerrados. Kleiber no consideró oportuno decir algo. Sólo añoraba el momento en que llegarían a la estación del valle.

Irreal como una aparición mágica, de pronto se presentó ante ellos un cobertizo de madera, una construcción primitiva de tablas con una abertura grande, oscura. Ni Anne ni Adrián tenían la menor idea de cómo detener la góndola.

– Hay que saltar -gritó Adrián-, tenemos que saltar -y estiró a un lado la lona; pero Anne se apoyaba en la parte delantera con la boca muy abierta incapaz de levantarse. La distancia hasta el suelo era ya sólo de unos dos o tres metros, de modo que habría sido posible saltar de esta altura, pero Anne no podía. Adrián la cogía de los hombros intentando arrastrarla hasta el borde de la góndola y gritaba:

– ¡Ven, lo conseguirás, seguro que lo conseguirás!

En este momento el vacilante vehículo dio de repente una sacudida. Se percibió un temblor del cable, luego se quedó quieto. Sólo la lluvia tamborileaba sobre el techo de chapa.

Poco a poco cedió la rigidez de Anne y Adrián exploró el cobertizo en el que habían aterrizado. El cuarto se parecía al de la estación de montaña; también aquí estaban apilados sacos, cajas y cartones con víveres. Al parecer no habían notado su fuga; en cualquier caso nadie los esperaba.

Adrián y Anne se miraron a los ojos. Se rieron, una risa liberadora, feliz, tras momentos de enorme tensión.

– Todavía no lo hemos conseguido -dijo Anne, mientras miraba hacia afuera a través de una pequeña ventana lateral. A menos de cincuenta metros estaban la caseta de vigilancia y el arroyo, casi invisibles en la espesa lluvia.

– ¿Dónde estamos? -preguntó Kleiber inseguro.

– No te preocupes, conozco el lugar. Si conseguimos pasar inadvertidos por la caseta de los guardias, habremos pasado lo peor. ¡Créeme!

Anne se esforzaba por infundir valor a Kleiber; ella misma no quería creer que sería realmente tan fácil escaparse de Leibethra. Sobre todo, al pensar cómo llegó aquí, la asaltaban dudas. En todo caso no se habría sorprendido si hubiera salido un hombre de la caseta apuntando con el arma y hubiera dicho:

– Los estábamos esperando. Vengan. -Pero nada sucedió.

16

La lluvia no invitaba precisamente a abandonar el cobertizo protector, sin embargo ambos estaban de acuerdo en que no podían quedarse allí ni un minuto más. Kleiber colocó a Anne un saco vacío sobre los hombros, un pobre abrigo contra la lluvia y el frío; él mismo enrolló la lona en un hatillo, luego abrió un resquicio el portal desde donde el camino conducía directamente a la caseta de vigilancia y susurró:

– ¿Por qué diablos no huimos en dirección contraria? ¿Por qué debemos pasar necesariamente por la casa?

Anne abrió un poco más la puerta para que Adrián pudiera ver los alrededores más próximos.

– Por esto -dijo fríamente y Kleiber se dio cuenta de que detrás de la estación bajaba un risco hasta el arroyo. Anne, señalando con el dedo, añadió-: Créeme, es el único camino que lleva al valle.

Entonces Kleiber cogió con una mano el hatillo, con la otra la mano de Anne y ambos corrieron hacia la choza.

La fría lluvia les salpicaba la cara, el suelo estaba reblandecido y cenagoso. Con la vista fija en la casa de los guardias, iban aprisa en esa dirección. Al llegar allí, pasaron agazapados furtivamente, luego fueron a toda carrera por el camino pedregoso hacia el valle, siempre montaña abajo, hasta que Anne, torturada por una punzada en un costado, se detuvo jadeante.

Entre los árboles y a su alrededor murmuraba la lluvia. Huellas de ruedas en el camino delataban que no hacía mucho rato que debía haber pasado un automóvil por allí; pero no se escuchaba ningún ruido. Adrián desenrolló la lona, la estiró sobre su cabeza e invitó a Anne a buscar igualmente abrigo a cubierto de la lluvia.

Así trotaron estrechamente abrazados montaña abajo. No tenían tiempo que perder, no sólo porque pronto sería descubierta su fuga, sino también porque caía el crepúsculo y la oscuridad les impediría avanzar. Apenas hablaban, mientras extenuados daban traspiés camino del valle; de vez en cuando se detenían a escuchar, por si oían ruidos sospechosos, luego continuaban su camino.

Anne tenía dificultades para reconocer el sendero. La lluvia modifica el paisaje. Pero sabía que sólo había un camino hacia el valle. Le dolían los pies porque resbalaba una y otra vez y perdía el equilibrio. A ello se añadía el frío que la agotaba y le anunciaba el fin de sus fuerzas.

Habían recorrido exactamente la décima parte del camino rural hasta desembocar en la carretera general y, cuando Anne lo puso en conocimiento de Adrián, éste opinó que debían buscar cobijo en algún lugar apartado, donde pudieran pasar la noche. Anne se acordó de un pajar o de una majada al final de la parte más empinada del camino, pero hasta allí, expuso, había que caminar aún dos horas y entonces estaría oscuro.

Por este motivo abandonaron el sendero y escalaron un trozo montaña arriba hasta un repecho al pie de un risco, cuyas agujas de piedra se levantaban hacia el cielo como dos dedos de juramento. El viento y la erosión habían debilitado la roca haciendo saltar varias veces la base, de modo que allí donde el peñasco se unía a la tierra se habían formado unas hondonadas o cuevas naturales, aptas como abrigo para pasar la noche.

– No es muy confortable -observó Kleiber-, pero está seco y sobre todo la cueva protege del frío.

Anne se mostró de acuerdo. Ni siquiera de niña había dormido al aire libre, pero ahora todo le era indiferente. Estaba extenuada y sólo quería dormir un poco. A Kleiber le sucedía otro tanto. Aunque intentaba demostrar que todavía dominaba la situación, en realidad se sentía completamente exhausto y al borde del derrumbamiento.

Apoyados en la pared interior de la cueva, intentaron acomodarse un poco. Adrián extendió la lona sobre ellos para protegerse del frío. Así estuvieron dormitando con la esperanza de conciliar el sueño.

– ¿En qué piensas? -preguntó Anne después de dos o tres horas a oscuras. La lluvia había amainado, aunque de los árboles seguían cayendo gotas que golpeteaban el suelo.

Kleiber respondió:

– Estoy meditando sobre la mejor forma de poder salir de aquí. -A través de los vestidos mojados percibía Kleiber el calor que emanaba del cuerpo de Anne.

– Entonces los dos tenemos el mismo pensamiento -observó ella con cierta ironía en la voz-. Y… ¿tuviste éxito en tus reflexiones?

Kleiber se encogió de hombros. La noche era tan negra, que sólo podían intuir sus rostros.

– Nos cazarán, como cazaron a Vossius, a Guthmann y a todos los demás -refunfuñó entre dientes-. Y todo por unos jirones de papel viejo, amarillento. Es absurdo.

– Tú sabes que no es un jirón de papel corriente -replicó Anne irritada-, aunque no conocemos su contenido, su importancia marca época, de lo contrario los órficos no se esforzarían con tanto despliegue por obtenerlo.

– Ahora bien, hay un quinto evangelio. Es posible que por ello se tenga que ampliar el Nuevo Testamento o cambiarlo en algunos aspectos. Pero esto no justifica la agitación que ha desatado; sobre todo no justifica el asesinato de personas sólo porque conocen determinados nexos.

– No, naturalmente que no -gritó Anne, de modo que Adrián le tapó la boca y le recomendó que se contuviera; luego ella continuó con voz más apagada-: La clave del secreto está en el nombre de Barabbas. Mientras no sepamos lo que se trae consigo, andaremos a oscuras.

– No lo sabremos nunca -dijo Kleiber y al cabo de un rato-: Tampoco sé si es razonable averiguarlo. Ya ves a qué nos ha conducido nuestra curiosidad. No faltó mucho para…

– Tú lo llamas curiosidad -interrumpió Anne-, creo que es mejor llamarlo legítima defensa. He sido metida en este asunto y no estaré tranquila hasta no haber aclarado el trasfondo. Entiéndelo, por favor.

Entonces Kleiber apretó con más fuerza a Anne contra sí, como si quisiera disculparse por su objeción. Arrebujados estrechamente uno contra otro, charlaron toda la interminable noche; y cuando uno se interrumpía por la fatiga, empezaba el otro de nuevo. Hablaron de todo lo que les preocupaba.

– He de confesarte algo -dijo Adrián.

– He de confesarte algo -manifestó Anne al mismo tiempo-. Te quiero.

Esta declaración cogió totalmente de sorpresa a Kleiber. Calló.

Y así comenzó una rara noche de amor bajo un saliente de roca, que sólo suele servir como guarida de animales.

Por la mañana, cuando el alba se vislumbraba entre las ramas húmedas de los árboles, se sobresaltaron mucho. De la montaña se acercaban ruidos de motores.

– ¡Descubrieron nuestra fuga! -susurró Anne-. Nos echarán los perros, aquellos engendros horribles que crían allá arriba.

Kleiber intentó calmarla:

– No tengas miedo, cariño, la lluvia está de nuestro lado, ha borrado todas las huellas.

El vehículo se aproximaba. Muy cerca debajo de ellos vieron los faros de un todoterreno, que con el motor gimiendo se abría paso hacia el valle. No pudieron reconocer a los pasajeros. Tan rápido como vino, desapareció como un fantasma en la luz del alba; sólo percibían el ruido del motor a kilómetros de distancia. Anne respiró aliviada.

Por la noche habían preparado un plan: debían presuponer que los órficos mantendrían vigilado el aeropuerto de Salónica; por ello querían llegar hasta el sur del país. Sobre todo querían evitar Katerini, un lugar que, al parecer, estaba infiltrado de órficos. Planearon ir por Elasson a Larissa, donde debían separarse.

Kleiber propuso que Anne efectuara el viaje de regreso a casa por Corfú. Él iría a Patras. En ambas localidades había consulados que los ayudarían. La propuesta de Kleiber se basaba en la idea de que los órficos pondrían en movimiento todos los resortes para atraparlos. Los caminos separados doblaban sus posibilidades. Sobre todo el viaje anónimo en barco era más seguro que un billete de avión. Adrián acordó con ella que el punto de encuentro sería el hotel Castello de Bari.

Tres días más tarde Anne von Seydlitz llegó a Bari; pero no existía ningún hotel Castello, señalado por Kleiber. Tampoco había otro hotel de nombre parecido y no se encontraba ni rastro de Adrián.

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