Capítulo décimo

VIA BAULLARI 33

Crepuscular

1

Con los primeros rayos tibios del sol de febrero, suelen colocar mesas y sillas en la calle ante el café George V en los Campos Elíseos y la gente está sentada con abrigo y ve pasar la animación multicolor de París Revue. Era febrero, pero no había tantos clientes como habitualmente; hombres que intentaban representar lo que no eran y muchachas que intentaban ocultar lo que eran. Fumaban cigarrillos y sorbían café, y de vez en cuando uno dedicaba a otro una mirada o ensayaba una sonrisa convulsiva.

El día antes Anne von Seydlitz había llegado a París para buscar a Kleiber. Él no había contestado al teléfono; aunque lo intentó varias veces, sólo le respondía un hombre en un idioma desconocido, que no entendía. Ahora estaba sentada en el café George V y observaba al camarero en su largo delantal blanco, que estaba limpiando con fervor el gran cristal que debía proteger a los clientes del ruido de la calle.

Inmediatamente después de su llegada, se personó en la vivienda de Kleiber en la avenue Verdun, entre el canal Saint Martin y la gare de l'Est, aunque allí sólo encontró a tres hombres, unos tipos bastante tenebrosos, que únicamente hablaban árabe o persa y la invitaron con abundancia de gestos a entrar, invitación que prefirió no aceptar, después que al pronunciar el nombre de Kleiber ellos sólo se encogieran de hombros sin comprender.

Sus pensamientos se perdían de un lado para otro y, aunque cada vez veía más claro que algo no cuadraba en esta situación, estaba desconcertada, pero no inhibida.

Para ello había vivido demasiadas cosas recientemente. El recelo de Anne surgió ya en Bari, donde no existía el hotel Castello indicado por Kleiber. Se habían visto por última vez en Elasson, en donde sus caminos se separaron. ¡Dios mío, que no le haya pasado nada! ¡De verdad quería a ese Kleiber!

Anne von Seydlitz sacó de su bolso de mano dos monedas, las dejó sobre la mesa redonda de cristal y se fue. Había visto una cabina telefónica y buscaba monedas en el bolsillo de su abrigo. El listín telefónico de la cabina estaba, como en todas partes, deshojado, pero encontró en seguida el número que buscaba: Redacción París Match, rué Pierre-Charon 51. Poco antes de producirse la comunicación, Anne colgó. Abandonó la cabina de teléfono y llamó a un taxi.

– Rué Pierre-Charon -dijo al taxista por la ventanilla y se sentó en el asiento trasero.

El amable portero de la casa editorial, un francés con bigote y ojos alegres, la informó, a su ruego de hablar con monsieur Adrián Kleiber, que el monsieur no trabajaba en París Match desde hacía tres años, tal vez cuatro. Anne no se dejó desanimar. Los pasados meses le habían enseñado mucho, sobre todo cierta obstinación. Así que rogó al portero que la anunciase al director de la revista… ¿cómo era su nombre? Sí, Déruchette. De parte de una amiga de Kleiber, de Alemania.

Después de una larga llamada telefónica, durante la cual el portero la examinaba de arriba abajo con la vista, le indicó el camino del ascensor y le nombró el número de la habitación 504. La secretaria recibió a Anne con la misma cara de menosprecio que el portero; cortésmente, pero bastante fría invitó a la visitante a pasar al despacho del director.

Déruchette se distinguía en primer lugar por colgarle un cigarrillo de la comisura izquierda de la boca, que sólo se quitaba en casos de extrema necesidad. Uno de estos casos pareció ser el saludo a la enigmática dama de Alemania, en todo caso pescó la colilla de la boca con los dedos índice y pulgar de la mano izquierda, tendió su derecha a Anne y la invitó a sentarse en el sofá de cuero negro.

– Es por Kleiber -dijo Anne von Seydlitz-, somos amigos, amigos de juventud, ¿entiende?, nos hemos visto por última vez hace siete días. Le sorprenderá si le digo que estaba en Grecia, pues usted cree seguramente que Adrián Kleiber se halla en algún otro lugar. Pero Kleiber fue secuestrado y pudimos escapar. Queríamos encontrarnos en Bari, pero Kleiber no vino. Ahora estoy preocupada. En su casa viven gentes totalmente extrañas. ¿Tiene usted señales de vida de Kleiber? ¿Sabe usted dónde se encuentra?

El director, que había seguido con gran interés las palabras de Anne, empezó a chupar nervioso de su colilla echando el humo por la nariz.

– Ya sé -empezó Anne de nuevo- que esto suena a locura y estoy dispuesta a contarle todos los detalles de nuestra odisea, pero, por favor, dígame: ¿dónde está Kleiber?

Déruchette seguía sin responder. Empezó a encender ceremonioso un nuevo cigarrillo con la colilla y, cuando hubo terminado el procedimiento, levantó la vista y preguntó a su vez:

– ¿Cuándo dice usted que vio a Kleiber por última vez?

– Hoy hace una semana, en un pueblecito del norte de Grecia llamado Elasson. Desde entonces no tengo ningún rastro de él. Me temo que sus secuestradores lo hayan secuestrado por segunda vez.

– ¿Está usted segura?

Anne habría preferido darle unos cachetazos en la cara a esta persona antipática. Tenía la impresión de que no creía ninguna palabra de lo que ella estaba diciendo y retrasaba sádicamente la información. Habría podido llorar de rabia, pero se dio fuerzas y replicó amistosamente:

– Estoy incluso absolutamente segura. ¿Por qué lo pregunta?

Déruchette se quitó el cigarrillo de la comisura de la boca y Anne vio en ello una señal infalible para una respuesta muy importante. Finalmente, él dijo:

– Porque hace cinco años que Adrián Kleiber está muerto.

Hay momentos en que el entendimiento se resiste a comprender la realidad y reacciona de modo incompatible con los hechos. En la cabeza de Anne todo estaba revuelto. Retazos de recuerdos y pensamientos se cruzaban, se reproducían rápidamente en teorías absurdas, crecían hasta lo incomprensible y estallaban como pompas de jabón, dejando la espuma de una profunda perplejidad. Y así empezó Anne von Seydlitz a reírse a carcajadas; un ataque de risa agitaba su cuerpo; se levantó de un salto, chillaba y reía ahogadamente y seguía con los ojos a Déruchette, que se dirigió a una estantería adosada a la pared, donde estaban apilados los números antiguos de París Match.

Déruchette sacó una revista, la abrió y la sostuvo ante la cara de Anne, que todavía no se había calmado.

– ¿Acaso no hablamos de este Adrián Kleiber? -preguntó dudando debido a la reacción de la visitante.

Anne fijó la vista en un retrato en gran formato de Adrián. Abajo en media página, un cadáver en estado horrible, cuya mano izquierda sostenía una cámara tiroteada, y entre ambas fotografías, un pie de foto: «El reportero de París Match Adrián Kleiber, muerto en la guerra de Argelia».

Lanzando un grito Anne se dejó caer en el sofá, apretaba los puños cerrados contra la boca y miraba fijamente al suelo. Déruchette, que hasta ahora no se había tomado muy en serio la visita, se mostró compasivo, apagó su cigarrillo apretándolo, tomó asiento junto a Anne von Seydlitz y dijo:

– ¿Realmente lo ignoraba, madame?

Anne meneó la cabeza:

– Hasta hace un minuto habría jurado que nos habíamos visto hace una semana. Estuvimos juntos en América, lo liberé en Grecia de la prisión de sus secuestradores. ¿Quién, por la voluntad del cielo, era aquel hombre?

– Un bribón, madame. No existe otra explicación.

Luego (esto no lo dijo, sólo lo pensó), luego me acosté con un bribón. ¿Quién era aquel hombre?

Déruchette mostró un interés sincero. Tal vez olfateaba una historia extraordinaria, en cualquier caso ofreció a Anne su ayuda para esclarecer el asunto y dijo:

– Supongo, madame, que se halla en una situación personal incómoda. Quizá sufrió un duro golpe del destino y se encontraba en una depresión. Estas situaciones son las que, con preferencia, suelen aprovechar los pícaros; pues una persona en estado anormal pierde su capacidad crítica. Quiero decir que sería imaginable que usted en una de estas situaciones excepcionales hubiese reconocido como tal a un hombre que se acercó a usted afirmando que era Kleiber.

– No nos habíamos visto desde hacía diecisiete años -dijo Anne disculpándose-, pero tenía la misma apariencia física que Kleiber. Era Kleiber.

– ¡No puede haberlo sido, madame! -replicó impetuosamente Déruchette poniendo la mano en la página abierta de la revista-. ¡Tiene que resignarse!

Anne miró al director a la cara. El hombre, al que hacía unos momentos quería dar unos cachetazos, ganaba por momentos en simpatía.

– ¡Usted seguramente creyó: ahí viene una loca, y probablemente sigue opinando lo mismo, monsieur!

– ¡De ninguna manera! -replicó Déruchette-. La vida se compone de locuras. De esto vive nuestra revista. He aprendido a manejarlas y mi experiencia es que si se investiga a fondo estas locuras, se ve que no lo son tanto como al principio parecía, que sólo son el resultado de un proceso lógico.

Las palabras del director hicieron reflexionar a Anne von Seydlitz. Habría preferido contarle toda la historia; pero luego le vino a la mente que Déruchette para ella era un hombre completamente extraño y con su exceso de confianza iba a cometer el mismo fallo que había cometido con Kleiber. Por esto dejó que el hombre creyera que se trataba de una historia amorosa, nada más, y la siguiente pregunta confirmó que Déruchette no se imaginaba otra cosa:

– Usted debe aclararse, señora, a quién amó, a Kleiber o a la persona del desconocido. La cuestión de si se puede amar a un ser en la persona de otro ha sido tratada por muchos poetas y siempre con resultado negativo; pero esto no debe en absoluto influir en su decisión.

En este momento Anne von Seydlitz no podía decir por quién se sentía atraída. ¿Amaba a Kleiber o al hombre que se hacía pasar por Kleiber? Pero esta pregunta se le antojaba menos importante que la inesperada situación que surgía por el hecho de que Kleiber no era Kleiber.

¿Para quién trabajaba el falso Kleiber? ¿Había simulado sólo el secuestro y en realidad estaba al servicio de los órficos? Su desaparición sin dejar rastro lo indicaba. Cierto es que este falso Kleiber le robó el pergamino y todas las copias. Anne no sabía siquiera en qué consigna automática él había guardado los documentos. Le tenía confianza.

Ciertamente, a veces se había sorprendido de las respuestas curiosas que daba Kleiber a sus preguntas, pero luego se había dicho que siete [7] años son mucho tiempo y en tanto tiempo muchas cosas se olvidan.

– ¿Y usted no tiene idea de dónde se pueda encontrar el falso Kleiber, madame?

– Tenía una vivienda en la avenue Verdun. Pero ahora viven allí unos árabes.

– ¡Kleiber en la avenue Verdun! -Déruchette rió-. ¡Nunca en la vida habría vivido Kleiber en el Canal Saint Martin! Kleiber era un hombre que llevaba camisas hechas a medida por Yves St. Laurent y usaba maletas de Louis Vuittron; vivía en un apartamento del bulevar Haussmann, uno de los lugares más elegantes de París. ¿Qué quiere hacer ahora?

Anne von Seydlitz revolvió en su bolso y sacó un sobre de fósforos. Abrió la solapa y lo entregó a Déruchette. En el interior, escrito fugazmente a mano, podía leerse: Via Baullari 33 (Campo dei Fiori).

– No sé si esto es importante -observó Anne-, pero en una situación tan desesperada uno se agarra a cosas fútiles. «Kleiber» no sabe que yo tengo este sobre de fósforos. Se le cayó del bolsillo junto con su pañuelo. ¿Le dice a usted algo esta dirección? Evidentemente, italiana. Pero Italia es grande.

Déruchette examinó el escrito y devolvió el sobre a Anne:

– Sólo conozco un Campo dei Fiori y está en Roma. ¿Tenía Kleiber, quiero decir el falso Kleiber, contactos con Italia?

– No lo sé -replicó Anne-, pero por determinados motivos lo creo muy posible. -Junto con esta respuesta Anne se dio cuenta de que estaba confiando demasiado en Déruchette y, si no quería correr el riesgo de irse de la lengua, era ya hora de despedirse.

– Monsieur -dijo cortésmente-, espero no haberle robado demasiado de su valioso tiempo. Le agradezco mucho su ayuda.

– ¡Pero se lo ruego, madame! -Déruchette se esforzó seriamente por aparentar buenos modales-. Si de alguna manera puedo ayudarla en algo, llámeme. Por lo demás, tengo curiosidad personal por conocer el desenlace de su historia.

Delante del edificio de la editorial, rue Pierre-Charon 55, Anne von Seydlitz respiró profundamente. ¿Debía rendirse? No, pensó, esto empeoraría las cosas. En su incertidumbre nunca encontraría la paz. Sobre todo, pensaba, su vida no valía un céntimo, puesto que el falso Kleiber había desaparecido junto con el pergamino. Se le tendería una trampa y disimuladamente se la eliminaría como a Vossius y a todos los demás que conocían el secreto.

2

Tomó la decisión rápido. Al día siguiente Anne von Seydlitz viajó a Roma, donde se alojó en un pequeño hotel de la Via Cavour cerca de la Stazione Termini. Allí también se le confirmó que en el Campo dei Fiori había una Via Baullari, pero, advirtió el portero levantando el dedo índice, no es aconsejable para una señora decente dejarse ver por allí en hora tardía, y diciendo esto giró los ojos al cielo… vaya a saber lo que con ello quería indicar. De día, opinó, era sin embargo un lugar como cualquier otro.

Esta revelación permitió a Anne von Seydlitz echar primero una buena dormida.

En Roma estos días reinaba una gran agitación. Duraba desde el 25 de diciembre, desde que el cardenal Felici leyera en el pórtico de la basílica del Vaticano la bula Humanae salutis, con la que el Papa convocaba un concilio. En el transcurso del día unos prelados repitieron este acto en las tres principales basílicas de Roma. La curia había envuelto en silencio la fecha y, sobre todo, las causas del concilio, lo que dio pie a numerosas especulaciones.

La importancia que daba la curia a este concilio se desprendía de las informaciones de los periódicos, según las cuales su preparación se había confiado a 829 personas, entre ellas 60 cardenales, 5 patriarcas orientales, 120 arzobispos, 219 miembros del clero secular, 281 miembros de órdenes religiosas, de ellos 18 superiores generales.

Días antes, exactamente el viernes 2 de febrero, el Papa anunció la inauguración del concilio para el 11 de octubre.

Parecía enfermo y confuso, sin la sonrisa que antes le caracterizaba. Y cuando una semana más tarde se publicó el escrito papal Sacrae laudis, que exhortaba al clero a leer el breviario como oración expiatoria para el concilio, entonces llegaron los primeros periodistas para averiguar de primera fuente qué se podía esperar del próximo concilio. Sin embargo la curia callaba como las piedras del muro leonino.

Días más tarde, era un jueves, Anne dio al portero la dirección de «Via Baullari», rogándole que, si a última hora de la noche no había regresado, avisase a la policía. En el taxi fue por la via Nazionale hacia la piazza Venezia, donde el tráfico se colapsó emitiendo un concierto de bocinazos ensordecedor, siguió hacia el Corso Vittorio Emanuele, llamado sencillamente Corso por los romanos, hasta la altura del Palazzo Braschi. Allí, indicó el taxista, desembocaba la via Baullari en el Corso.

Después que Anne hubo cruzado el Corso (cruzar una calle principal constituye en Roma una aventura) giró en la Via Baullari y en seguida encontró el edificio de pisos número 33. Quién o qué esperaba encontrar aquí no lo sabía Anne von Seydlitz a ciencia cierta; pero no pensaba ceder por ello. Tal vez se aferraba a la esperanza de hallar aquí a Kleiber, el falso Kleiber, pues todavía no veía claro qué sentimiento era en ella más fuerte, la rabia contra él o la atracción por esta persona. En todo caso no se trataba de reconquistar el pergamino, Anne sólo quería claridad.

Nunca hubiera creído que, apretando el timbre de la puerta en el tercer piso del edificio de Via Baullari 33, los acontecimientos se precipitasen de tal modo que de pronto todas las vivencias desconcertantes y tenebrosas de los últimos meses se alinearían en una secuencia lógica. Sobre todo no hubiera creído nunca que la solución del asunto sería tan clara y sencilla.

El hombre que abrió la puerta era Donat.

– ¿Usted? -dijo él con un deje alargado de voz, aunque sin sobresaltarse por la aparición de Anne.

Por el contrario Anne von Seydlitz no emitió durante un rato ningún sonido. Sus pensamientos estaban tan fijos en Kleiber, el falso Kleiber, que necesitó un buen rato para recobrar la palabra.

– Debo confesar -dijo entonces- que no esperaba encontrarle a usted aquí.

Donat hizo un gesto con la mano en señal de disculpa y replicó:

– Siempre predije que un día aparecería usted por aquí, debido a su terquedad. ¡Lo sabía!

Anne miró a Donat, inquisitiva.

– Sabe usted -empezó a explicar Donat-, para conseguir nuestro propósito la hemos estado observando continuamente.

– ¿Nosotros? ¿Quiénes nosotros?

– En todo caso nosotros no somos la gente que usted sospecha que está detrás de todo esto. ¿Pero no quiere pasar?

3

Anne von Seydlitz entró y fue conducida a una sala sombría con una larga mesa de conferencias en el centro rodeada de una docena de sillas pasadas de moda. Dos ventanas altas daban a un patio interior, de modo que de todos modos no podía entrar mucha luz; pero aun así las celosías estaban bajadas. El parquet vetusto crujía de forma repelente y excepto la mesa y las sillas no había otro mobiliario, de modo que cada ruido en la sala semivacía iba acompañado de un pequeño eco.

– Le diré de antemano -empezó Donat después de haber tomado asiento- que el pergamino está en nuestro poder. Pero no tenga miedo, la indemnizaremos correctamente, por lo menos tan bien como lo habrían hecho los órficos.

Todo sonaba sobrio, casi comercial, y Donat hablaba con una amabilidad que no tenía nada en común con la tenebrosa confusión de antes. Como si hubiera adivinado sus pensamientos, dijo Donat de repente:

– Estábamos muy presionados y el pergamino es para nuestros amigos realmente de capital importancia. Cambiará el mundo, de ello estoy seguro, y por ello tuvimos que aplicar métodos extraordinarios para conseguirlo. Lo mismo hicieron también los otros.

– Perdone usted -interrumpió Anne, que seguía intranquila el discurso de Donat-, no entiendo una palabra de lo que dice. ¿Quiénes son propiamente todos los que andan detrás del pergamino?

Donat esbozó una sonrisa de suficiencia y contestó:

– Bueno, por un lado están los órficos, con los que tuvo usted una relación desagradable. Creo que sobre ellos no necesito perder ninguna palabra. Luego está un segundo grupo, que con gran despliegue se esforzó por apoderarse del pergamino. Son los jesuitas y agentes del Vaticano. Y luego existe un tercer grupo. Lucha en nombre de Alá, el Altísimo, contra los infieles y poseedores de escritos, como se dice en el Corán. Llegará el día en que todos los infieles desearán ser musulmanes.

Mientras Donat hablaba, la vista de Anne se posó en un disco redondo con caracteres árabes en la pared opuesta. Examinó críticamente a Donat, pues en su mente se levantó una sospecha. Aunque todo vibraba en ella, se esforzó por poner cara de póquer:

– De algún modo -dijo reservada- todo esto me parece grotesco. Cada grupo dice actuar en nombre del Altísimo y al mismo tiempo no retroceden ante el homicidio ni el asesinato.

– Permítame -objetó Donat-, ahí existe una gran diferencia. El dios de los órficos es el saber todopoderoso. El dios de los cristianos es un lacayo de la curia, es decir, los verdaderos dioses de la Iglesia son los señores prelados, monsignori y cardenales de la curia. Sólo hay un dios verdadero, que es Alá y Mahoma su profeta.

– ¡Pero también el Islam prohíbe matar!

– El Corán dice textualmente: No matéis a ninguna persona, pues Dios lo ha prohibido… a menos que sea en nombre de una causa justa. La búsqueda del pergamino era una causa justa, tal vez la más justa de todas. Finalmente dice el Profeta: luchad contra los infieles. Sólo se los puede vencer con sus propias armas. Su arma más peligrosa es la escritura y esta escritura debe sustituir ahora en vosotros el golpe mortal.

El odio y el fanatismo con que hablaba Donat motivaron a Anne von Seydlitz a preguntar:

– ¿Es usted…?

– Sí -la cortó Donat-, soy musulmán. ¿Quería preguntar esto, no?

– Esto quería preguntar -repitió Anne y añadió-: Pero hay algo a este respecto que me interesa: ¿en qué se fundamenta su profundo odio contra la institución de la Iglesia?

Donat llevaba una chaqueta ligera, alisada. De su bolsillo sacó una cartera. La abrió con cierta devoción, como se abre un libro muy valioso, y sacó una fotografía. La puso delante de Anne sobre la mesa. La foto mostraba un monje en hábito benedictino o franciscano: Donat. Donat callaba.

Éste era, pues, el motivo. Desde el principio, desde que se encontró con este hombre por primera vez, le llamó la atención que tuviera algo de clerical. El hábito no sólo cambia la indumentaria, sino también el rostro. ¿Pero qué cosa llevó a Donat a colgar los hábitos?

– El motivo fue una mujer -empezó Donat a relatar por sí mismo-, el motivo fue Hanna Luise, más tarde mi mujer.

De pronto todo estaba de nuevo alineado ante ella, como una hilera de imágenes vivientes; el accidente de Guido, la enigmática mujer en su automóvil. ¿Qué tenía que ver con Guido?

– Entonces no pude decirle toda la verdad -continuó Donat-, de todas maneras no me habría creído y una verdad a medias le habría infundido más desconfianza. Pero para mí sólo había un objetivo: el pergamino, ¿entiende?

Anne no entendía nada y, aunque tenía la impresión de que Donat se esforzaba francamente por aclarárselo todo, los nexos se le ocultaban.

– ¿Quién era la mujer en el coche siniestrado de mi marido? -preguntó apremiante y luego algo insegura añadió-: ¿Está vivo Guido?

– Su marido está muerto, señora von Seydlitz. Lo que sucedió respecto a su marido difunto en Schebernack va a cuenta de los órficos. Querían destrozarle los nervios, pensaban que así obtendrían más fácilmente el pergamino. Y con referencia a la mujer que estaba en el coche de su marido, aunque llevaba los documentos de identidad de mi mujer, no era mi mujer.

– ¿Entonces quién?

– No lo sé. Sólo sé que debió ser una agente de los órficos; pues los órficos estaban en posesión de los documentos personales de mi mujer.

En la cabeza de Anne todo andaba revuelto.

– Permítame la pregunta -preguntó Anne disculpándose-, ¿su esposa está inválida en una silla de ruedas? ¿Qué, por los cielos, tiene que ver su esposa con los órficos?

Donat reflexionó brevemente, luego se levantó y dijo: -Mejor será que Hanna misma se lo cuente. ¡Venga!

4

Por un pasillo con muchas puertas a todos lados, Donat condujo a la visitante a una segunda escalera estrecha de la que, un piso más abajo, un pasillo bajo, mal iluminado, llevaba a un edificio trasero con muchas ventanitas y un número igual de salas. Aquí dominaba una peculiar atmósfera de oficina. Anne oía el teclear de una máquina de escribir y de un télex.

– Oficialmente -remarcó Donat- esto es un centro islámico de cultura, pero en realidad desde hace tres años no nos ocupamos sino del quinto evangelio. -Al final del pasillo, Donat abrió una puerta y la invitó a pasar con un gesto de la mano.

La sala estaba bien iluminada. Ante una mesa que alcanzaba las cuatro paredes estaba sentada Hanna Luise Donat en su silla de ruedas. También la mujer parecía menos sorprendida de lo que la inesperada presencia de Anne hubiera permitido suponer. Se mostró extremadamente cordial y Anne notó que ante ella tenía pegadas sobre la mesa copias del pergamino completo, cincuenta o sesenta fragmentos alineados. Indicó con la barbilla uno de los trozos desgarrados:

– Y este fragmento, el último de la hilera, tal vez le resulte conocido. No, no es un original, sólo una copia de trabajo. El original está en una caja fuerte y lo llevaremos a un sitio donde esté realmente seguro.

Naturalmente reconoció Anne von Seydlitz de nuevo su fragmento. Estuvo a punto de decir: ¿y para esto tanto lío? Pero se contuvo.

Donat explicó a su mujer que había informado a la visitante, ya sabía de qué se trataba, pero que sobre todo a la señora von Seydlitz le interesaba saber qué mujer estaba en el automóvil de su marido y cómo consiguió apoderarse de los documentos de ella.

La mujer en la silla de ruedas desvió la vista y miró a Anne:

– Usted debe saber que soy de profesión filóloga clásica y arqueóloga y he trabajado para el Comité International de Papyrologie de Bruselas. En un congreso en Bruselas nos encontramos por primera vez, el benedictino Donat y yo. Y así ocurrió que nos enamoramos. Nuestras visitas a congresos se hacían más frecuentes, pues al principio eran para nosotros la única posibilidad de encontrarnos. Al principio los dos pensábamos que el enamoramiento sería pasajero, pero sucedió al contrario, del enamoramiento surgió el amor. La situación nos abocó a serios conflictos de conciencia. Donat pidió dispensa a la curia. Primero la curia no respondió en absoluto, después de un año llegó la advertencia de que, si no lo podía dejar en seguida, le era permitido pecar, pero no se le podía dispensar del celibato. Con otras palabras: la Iglesia toleraba que un monje mantuviera una relación secreta, pero no le permitía reconocerlo públicamente ni casarse con la mujer. Entonces sólo vi una salida, desaparecer de un día para otro de la vida de Donat. Acertó a acercarse a mí en un congreso en Munich un señor bien vestido. Se llamaba Thales.

– ¿Thales? -Anne se sobresaltó. Intuía los nexos.

– Thales explicó que dirigía un instituto en Grecia y buscaba un experto en pergaminos y papirología y me ofreció unos honorarios desvergonzadamente altos. Yo vi una posibilidad de desaparecer y de olvidar a Donat. Naturalmente yo no sospechaba que con mi firma me había adscrito a la orden secreta de los órficos y, cuando descubrí la relación, era demasiado tarde. Se es órfico toda la vida…

La voz de la mujer en la silla de ruedas se volvió insegura, empezó a temblar y la comisura de sus labios se contraía convulsivamente cuando continuó:

– Quería acabar, volver a mi antigua profesión, pero me retenían. Me negué a trabajar, más tarde incluso a tomar alimentos, entonces Orfeo, que es su juez supremo, decidió establecer un juicio de Dios. Echan a los órficos que no cumplen sus leyes por las peñas frigias. A quien sobreviva a la caída, lo dejan marchar. Nadie quiso decirme si alguien había sobrevivido alguna vez. Yo sobreviví, pero ya no podía mover mis piernas. Dos locos de la ciudad baja me transportaron hasta la carretera de Katerini y me abandonaron en una cuneta. Poco después me encontró un camionero. Más tarde se dijo que yo había sido atropellada y que el conductor se había fugado.

Se veía cuánto afectaba a Hanna Donat la narración. Respiraba a breves intervalos y miraba al vacío. Donat le cogió la mano y se la apretó.

Dirigiéndose a Anne, dijo:

– Cuando me enteré, me quité los hábitos y me fui. Lancé una maldición al cielo y vociferé mi dolor. Aquel día maduró en mí la decisión de vengarme de la Iglesia porque no era una Iglesia de misericordia, sino un instituto de funcionarios inmisericordes. «Aunque se cubran con sus vestiduras», dice Mahoma, el profeta, «Alá conoce tanto lo que esconden como lo que muestran públicamente; pues Él conoce cada rincón del corazón humano».

Entonces la mujer en la silla de ruedas tomó de nuevo la palabra y dijo:

– Se me había privado de la facultad de moverme, pero la fuerza de mis ideas estaba intacta. Ahora conocía el empeño de los órficos y sabía que tenían competidores que se esforzaban por todos los medios en poseer el quinto evangelio: los fundamentalistas islámicos. Yo sola no hubiera tenido el valor de luchar contra dos grupos a la vez: contra los órficos y contra la mafia de la curia. Me faltaba asimismo la seguridad de que Donat aún podía amarme, a mí, una inválida incapaz de moverse.

– No debes hablar así -interrumpió Donat a su mujer-. El amor no depende de la capacidad de mover cualesquiera miembros. Cuando te vi por primera vez, te amé a ti, no a tu andar.

Anne von Seydlitz se sorprendió por las emotivas palabras del hombre. Este Donat era un hombre con dos almas, una cariñosa, sensible ante su mujer y otra radical, sin contemplaciones frente a la Iglesia. Finalmente ella repitió a Donat la pregunta:

– ¿Cómo fue que la mujer en el coche de mi marido se presentó como su mujer?

– La noticia de que un anticuario alemán, probablemente sin conocer su valor, se hallaba en posesión del último fragmento que faltaba del quinto evangelio y, por consiguiente, el más importante, se extendió como un reguero de pólvora entre todos los que estaban interesados. Una cita para comprarlo, que Thales había acordado con su marido en Berlín, les pareció a los órficos de repente demasiado tarde, de manera que le enviaron previamente a una agente, desconocida para nosotros, que debió abandonar a mi mujer en Grecia. Las circunstancias exactas de su marido con esta mujer son difíciles de reconstruir.

– Por lo que sé, Guido se hallaba camino de Berlín. En este momento, sin embargo, debió de haber vendido ya el pergamino al profesor Vossius, pues no lo llevaba consigo y más tarde apareció con Vossius en París. A este respecto, surge naturalmente la pregunta: ¿qué objetivo perseguía la mujer en el coche de Guido?

– Me parece bastante posible -interrumpió Donat- que los órficos, que naturalmente creían que su marido tenía todavía el pergamino, le colocasen un pájaro seductor, una mujer que debía guiñarle el ojo y así conseguir apoderarse del pergamino y quién sabe… -Donat interrumpió su verbosidad.

– Puede decir tranquilamente lo que piensa -tomó la palabra Anne-, quién sabe si el hombre sólo buscaba una aventura. Tal vez. Pero luego ocurrió el terrible accidente.

Donat asintió.

– ¿Y Vossius? -preguntó Anne, a quien de repente le pasaban mil ideas por la cabeza-. ¿Quién tiene al profesor Vossius sobre su conciencia?

– Vossius no luchaba solo. Era uno de los órficos. Si murió de muerte violenta, huelga la pregunta sobre sus asesinos.

– Entiendo -respondió Anne, reflexiva-, sólo una cosa sigo sin comprender. Islamistas, órficos y la curia se ocupan durante tres años de traducir el quinto evangelio. ¿Por qué precisamente es tan importante este pequeño fragmento, que para conseguirlo se mate a personas y se despliegue medios enormes, por qué?

5

Hanna Donat hizo una seña a su marido y él empujó la silla de ruedas hasta el lugar en el que sobre la mesa estaba pegada la fotocopia del pequeño trozo de pergamino. Casi devotamente miró los caracteres ilegibles y dijo:

– Creo que tiene derecho a saber de qué se trata. Al fin y al cabo, aunque no disponga de él, es usted todavía la propietaria legal. -Luego divagó informando sobre los cuatro evangelios, que fueron escritos a una distancia de entre cincuenta y noventa años de la fecha en que ocurrieron los hechos por personas que no conocían la figura del protagonista y se copiaban unos a otros como alumnos desvergonzados. Junto a ellos existe una serie de apócrifos, evangelios cuyo interés histórico es todavía mucho menos importante que los propios evangelios. En otras palabras, la tradición cristiana del Nuevo Testamento se sostiene sobre pies de barro. Por el contrario la autenticidad del quinto evangelio fue confirmada incluso por los científicos naturalistas. El método de la termoluminiscencia ha probado que este pergamino fue escrito exactamente en la época que describe su autor, en todo caso antes que los otros cuatro evangelios, y este evangelio da una versión muy distinta de la vida de Jesús de Nazaret.

Anne objetó que la Iglesia conseguiría también en este caso interpretar las cosas satisfactoriamente para ella.

Entonces la mujer en la silla de ruedas meneó la cabeza.

– Esto sería posible en un pasaje u otro, pero no en éste. Se lo reproduzco textualmente: «… EL QUE ESCRIBIÓ ESTO / LLEVA EL NOMBRE DE BARABBAS / Y SABED QUE BARABBAS ES EL HIJO DE JESÚS DE NAZARET / SU MADRE SE LLAMA MARÍA MAGDALENA / JESÚS, MI PADRE, ERA UN PROFETA / PERO COMO CONVIRTIÓ EL AGUA EN VINO E HIZO ANDAR A LOS COJOS COMO LOS MAGOS EGIPCIOS / ALGUNOS GRITARON QUE ERA UN DIOS / SIN EMBARGO ESTO OCURRIÓ CONTRA SU VOLUNTAD…».

6

Tardó un buen rato Anne von Seydlitz en comprender la trascendencia de estas palabras. Permaneció largo tiempo pensando; no era una persona muy creyente y mucho menos devota, pero lo que había escuchado la llenó de inquietud porque una idea se imponía sobre todas las demás: el conocimiento de este escueto texto traería consecuencias devastadoras si se publicaba. La vida devota de miles de millones de personas desde hace dos mil años, la institución de la Iglesia, el Vaticano… todo ruido y humo.

– ¿Entiende usted ahora -se dirigió Donat a la visitante-por qué nosotros, los órficos y el Vaticano lo hemos intentado todo para conseguir apoderarnos de este trozo de pergamino?

Anne asintió muda.

– Por lo demás estoy autorizado a ofrecerle como indemnización la suma de un millón de dólares. ¿Está de acuerdo?

Anne von Seydlitz sólo asintió. Había comprendido muy bien que los islamitas con este pergamino tenían el poder en sus manos para cambiar el mundo; y lo harían, no lo dudaba.

Anne comprendía ahora mucho de lo que había ocurrido en las pasadas semanas y meses, y le parecía casi ridículo cómo el azar le atribuyó el papel clave en un fragmento de la historia mundial. Una y otra vez sus ojos se posaban sobre los caracteres del escrito que no podía leer y eran tan importantes, y de repente tuvo miedo, miedo de este secreto y preguntó:

– ¿El original… dónde se halla el pergamino ahora?

La mujer en la silla de ruedas miró a Donat, que dirigió la vista a Anne y respondió:

– Seguramente no espera usted que se lo diga; pero el pergamino se encuentra en un lugar donde está seguro de un golpe inesperado de los demás.

– ¿Y ustedes tienen la única copia que existe?

– ¡La pregunta quisiera hacérsela yo a usted! Si en la película que tiene usted están las últimas copias que se hicieron, entonces puedo contestar su pregunta afirmativamente. Por lo demás, las copias en este caso no tienen valor como material de prueba. La curia las falsificaría, como ha falsificado ya otros escritos. Para destruir a la Iglesia hacen falta pruebas claras.

– ¡Rauschenbach y Guthmann! -gritó Anne inesperadamente-. A ambos les dejé copias del pergamino.

Donat respondió sosegado:

– Lo sabemos. Ambas copias se hallan en poder de los órficos. Al pobre Rauschenbach lo asesinaron porque creían que usted le había entregado el original. Y Guthmann está aún a su servicio. Se halla en Roma con un comando asesino. Tenían un espía en el Vaticano, un jesuita listo llamado doctor Losinski. Ignoran hasta el momento que llevaba un doble juego. Había un alemán de nombre Kessler, igualmente jesuita. Ambos trabajaban en el mismo proyecto. -Diciendo esto Donat hizo un gesto con la mano señalando el pergamino extendido sobre las mesas-. Cuando ambos se hicieron amigos, los órficos se alarmaron, pues pensaban, erróneamente, que Kessler era uno de los nuestros. Ambos debían morir en un atentado. Losinski, efectivamente, murió, Kessler sobrevivió.

– ¡Dios mío! -susurró Anne en voz baja.

– Kessler está ahora de nuestra parte -añadió Donat-. Y queda todavía alguien que finalmente se puso bajo nuestra protección. Pero para ello mejor la dejamos sola.

7

Donat agarró la silla de ruedas de su mujer y la empujó hacia fuera, sin decir una palabra más. Anne, totalmente desconcertada, se quedó sola en la casa extraña. Perpleja se dirigió a la mesa con los numerosos e incomprensibles pedazos del quinto evangelio, aquel poderoso rompecabezas, en el que su fragmento ahora era colocado como última piedra clave que aclaraba todo el enigma, una piedra que podía echar a rodar un enorme alud que pasaría por encima de la Iglesia, del Papa y de la fe. Se estremeció al tener de repente plena conciencia de que este texto olvidado durante mucho tiempo, frente al cual se hallaba ahora, o por lo menos el original que se guardaba en un lugar seguro, tenía el poder de cambiar todo el mundo. Y nada sería ya como era.

Oyó cómo detrás de ella se abría la puerta y se dio la vuelta. Ante ella estaba Kleiber, el falso Kleiber, con un ramo de flores de aves del paraíso, de color naranja-azul.

Anne avanzó un paso hacia él, sin saber lo que con ello quería expresar. Estaba profundamente insegura. Así estaban ambos uno frente a otro y cada cual esperaba indeciso una palabra del otro.

– No sé -empezó Kleiber finalmente tartamudeando, ¿debo disculparme? ¿Qué debo hacer?

– ¿Qué te gustaría? -preguntó Anne con un deje de burla.

– Realmente no lo sé -replicó Kleiber evasivo-. Naturalmente soy consciente de que te engañé de un modo miserable.

– Ah, sí. Por descontado.

– Pero sólo te engañé con mi identidad, no con mis sentimientos. Eran sinceros. Desde el principio.

– ¿Y crees que se pueden separar?

– Yo creo que sí.

– Tienes que explicármelo.

– Lo intentaré. Así pues, yo no me llamo ni Adrián ni Kleiber, mi nombre es Stephan Oldenhoff. Pero como Kleiber soy periodista, francamente no tan famoso, sino uno que vende una historia aquí y otra allá y está contento si puede pagar su alquiler. Así que tomas cualquier encargo que dé dinero. Un día un hombre me dirigió la palabra y dijo que yo tenía un parecido asombroso con otro periodista, y me preguntó si estaba dispuesto, por una gran cantidad de dinero, a hacer el papel del otro. No lo pensé dos veces y dije que, si no era nada ilegal, lo haría… los honorarios eran realmente muy altos. Quien me contrató se llamaba Donat y el encargo era conseguir la posesión del pergamino.

»Para ello Stephan Oldenhoff debía convertirse en Adrián Kleiber. Externamente no era demasiado difícil, puesto que sabíamos que tu último encuentro con Kleiber quedaba diecisiete años atrás. Donat había investigado a fondo, si bien la mejor información la obtuvo de su mujer. Nadie conocía mejor las costumbres de Kleiber que Hanne Luise Donat, su viuda. Es que se casó con ella. Desde entonces ya no te mandó flores por tu cumpleaños.

»Yo estaba bien informado de tu situación y recibí de los fundamentalistas todo el apoyo imaginable. Pero también sabía que me amenazaba un gran peligro de los órficos, sobre todo desde el momento en que tuve el pergamino en mi poder… o más exactamente: desde el momento en que los órficos creyeron que yo tenía el pergamino en mi poder. Por ello me vino la idea de viajar a América. Allí me encontraba seguro.

Anne meneaba la cabeza. Le resultaba difícil creer las palabras de Oldenhoff.

– ¡Luego -opinó tras un rato de reflexión- tu secuestro a Leibethra era también simulado!

– ¡Que te crees tú eso! -gritó Oldenhoff, desarmado-. Fue la pura verdad. Cuando los órficos averiguaron que el pergamino no lo tenías tú, sino que yo debía tenerlo escondido, me secuestraron al modo de los mafiosos sicilianos. Realmente no sé cómo me llevaron a Leibethra ni lo que me hicieron para obligarme a revelar el escondite del pergamino. El hecho es que te debo la vida; pues si hubiesen averiguado que el pergamino se hallaba desde hacía tiempo en manos de los fundamentalistas, probablemente me habrían matado.

Anne von Seydlitz miró al falso Kleiber a la cara. Lo odiaba; pero no como se odia a un enemigo o a un adversario, Anne odiaba a Oldenhoff sólo y exclusivamente porque era Oldenhoff y no Kleiber. Pero esto era una de aquellas clases de odio que fácilmente se convierten en amor, y este punto estaba más cerca de lo que ella creía.

8

Desde aquel encuentro en el edificio trasero de la Via Baullari había pasado exactamente una semana. Anne von Seydlitz se había retirado a Capri para reponerse con unas vacaciones, para reflexionar. Vivía en una suite del Hotel Quisisana, perversamente caro… se lo podía permitir. Donat le había entregado un cheque por un millón de dólares; pero a pesar del dinero, Anne no era feliz. Le parecía haber vivido durante los últimos meses la vida de otra persona, y tardó mucho hasta que sus dudas se convirtieran en sorpresa y su sorpresa en convicción de que no lo había soñado, sino realmente vivido.

En largas noches de insomnio golpeaba un eco maligno en su mente: Barabbas, Barabbas, Barabbas. Hacía daño como un sordo dolor de cabeza y Anne estaba al borde de la desesperación. Intuía lo que vendría, era una de las pocas personas capaces de intuirlo, pero no podía imaginarse en modo alguno cómo se produciría esta catástrofe (no podía llamar de otra manera lo que se avecinaba). Una vez se sorprendió enviando una jaculatoria al cielo, algo que borrase lo sucedido hasta ahora como la lluvia que limpia una imagen del adoquinado.

Naturalmente era descabellado, puesto que se puede influir en el futuro, pero no en el pasado. Y así forjaba Anne von Seydlitz planes sobre el modo de cómo podría escapar de la catástrofe en un lugar lejano. Sin embargo, luego ocurrió todo de forma muy distinta.


Lunes, 5 de marzo de 1962.

Vuelo ALITALIA 932 Roma-Ammán. A bordo, 76 pasajeros y ocho miembros de la tripulación. En la fila 8 A y B un hombre regordete y calvo. Junto a él, su mujer inválida. Inscritos en la lista de pasajeros: Donat, señor y Donat, señora. Ambos fueron conducidos a bordo por una vía separada de los demás pasajeros. La señora Donat, en silla de ruedas. Al sobrecargo le llamó la atención el maletín que la mujer inválida llevaba atado con una cadena en la muñeca.

En la fila 6 en el asiento D, un señor vestido de oscuro con pelo gris corto. Adornaba la solapa de su traje con una cruz dorada del tamaño de una uña. Inscrito en la lista de pasajeros: Manzoni, señor Manzoni llegó a bordo en el último minuto. Llevaba consigo una bolsa de viaje negra.

En breves intervalos durante el vuelo, Manzoni se giraba y miraba hacia Donat y su mujer inválida. Ambos lo miraban provocativamente a los ojos. Manzoni sonreía satisfecho, desvergonzadamente. Parecía como si cada uno se sintiera vencedor sobre el otro, los Donat sobre Manzoni, Manzoni sobre los Donat.

Tras ochenta minutos de vuelo Manzoni agarró la bolsa negra. Buscaba algo dentro con los dedos. Donat vio aún que sacó la mano de la bolsa y riendo hizo una impetuosa señal de la cruz. Entonces se produjo un relámpago deslumbrante. Una explosión. El avión estalló en mil pedazos, a 25.000 pies de altura sobre el nivel del mar.

9

Naturalmente no hay testigos de esta última escena. Pero así o de modo parecido pudo haberse desarrollado.

La agencia italiana de prensa ANSA informó el 5 de marzo de 1962: Roma: Un avión de pasajeros de la compañía italiana ALITALIA estalló hoy lunes en pleno vuelo de Roma a Ammán y se precipitó al mar. A bordo se hallaban 76 pasajeros y 8 miembros de la tripulación. El avión cayó a unas 60 millas al sur de Chipre y unas 90 millas al oeste de Beirut, una de las zonas más profundas del Mediterráneo. Miembros de la tripulación de un destructor norteamericano pretenden haber visto cómo el avión estallaba en el aire. Fragmentos del aparato se hundieron en el mar envueltos en llamas. Se tiene por seguro que ninguno de los 84 viajeros sobrevivió a la catástrofe. Sólo existen de momento especulaciones sobre la causa del accidente. Un portavoz de ALITALIA declaró en Roma que no se podía descartar el hecho de que la explosión del aparato fuese causada por una bomba.

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