Capítulo sexto

LA PATA EQUINA DEL DIABLO

indicios

1

En la parte frontal de la larga sala, a través de cuyo alto ventanal a la izquierda caía la brillante luz matinal de un día de otoño romano, lucía, también visible desde los sitios de atrás, la inscripción en letras de oro: Omnia ad maiorem Dei gloriam. Todo para mayor gloria de Dios. Mesas estrechas estaban colocadas transversalmente, como peldaños de una escalera, ordenadas exactamente a la misma distancia una detrás de otra, y sólo a la derecha, donde se apilaban libros e infolios hasta el alto techo (cada hilera provista de una clave de letras, con abreviaturas como «Scient. theol.» o «Synop. hist.» o «Mon. secr.», que revelaban mucho saber y santidad), había un pasillo estrecho por el cual los jesuitas vestidos de negro y gris tenían acceso a sus lugares de trabajo.

La sala, situada en un edificio trasero de la Universidad Gregoriana en la piazza della Pilotta, una imponente construcción de los años treinta, más parecido a un arrogante ministerio que a un alma mater, era desconocida a la mayoría de estudiantes, e incluso los estudiantes del instituto bíblico, que se despistaban en el laberinto de pasillos y escaleras llegando hasta aquí por azar, veían cómo un vigilante les impedía la entrada ante la gran puerta de dos hojas. El que entrase en la sala -y por la apariencia del hábito no se trataba en absoluto de estudiantes- debía firmar en un libro que había allí y dirigirse en silencio a su labor.

Sobre las mesas estrechas y largas había planos plegables extendidos como en un despacho de arquitectos, aunque observándolo más detenidamente se distinguían los rollos de manuscritos, igual que un rompecabezas único y gigantesco, compuesto de cientos de campos pequeños aislados e irregulares así como numerosas partes sin cubrir por las cuales asomaba la madera lisa de las mesas como en un cuadro que ha saltado la pintura.

Algunas mesas estaban abandonadas, en otras se agrupaba media docena de jesuitas, de la treintena que había en la sala, y realizaban su trabajo con una sistemática indescifrable. (Naturalmente que era sistemático el trabajo de los jesuitas, un sistema esmerado, sagaz, ordenado casi matemáticamente; pero debía fijarse uno muy bien, sobre todo observarlo muy de cerca, para reconocer que los fragmentos de papel fijados sobre las mesas eran además en todas ellas las mismas copias de un original, en total treinta rompecabezas idénticos.)

De forma distinta, como los caracteres de las personas, se dedicaban los jesuitas a su labor: unos hundían su frente en las manos y miraban fijamente en profundo desespero como aquel pecador en el Juicio Final de Miguel Ángel; otros se habían armado de grandes lupas y bosquejaban sobre hojas blancas aquello que les transmitía la lente de aumento, extraños caracteres, a menudo incompletos; otros danzaban con rostro diabólico en torno a sus textos, como si se tratara de jugar al escondite con un adversario invisible.

Allí donde se juntaban los seis alrededor de una mesa, a diferencia de los otros sitios, reinaba una gran excitación, porque, lo que no sucedía todos los días, el doctor Stepan Losinski, un polaco macilento con un pequeño cráneo pelado al rape, ojos hundidos y nariz aguileña, pronunció una serie de palabras, en este caso una serie de frases, según las cuales él creía que los caracteres coptos pertenecían a uno de los fragmentos y produjo el estremecimiento de los que le rodeaban, como si se tratase de un asunto horripilante.

– «Él no era la Luz -leía Losinski señalando con el dedo el texto que tenía delante sobre la mesa- pero quería dar testimonio de la Luz. La verdadera Luz, que ilumina a todo hombre, vino al mundo. Él estaba en el mundo, y el mundo se hizo por él, pero el mundo no lo reconoció, y estuvo bien así…»

El profesor Manzoni, profeso, y uno de los cuatro asistentes del General de la orden y como tal encargado de la dirección del grupo de trabajo sometido al más estricto secreto, apartó a un lado a los circundantes, se inclinó sobre el papel de notas de Losinski, lo comparó con el modelo fijado sobre la mesa, moviendo, mientras leía, los labios en silencio, y dijo finalmente en su voz aguda, desagradable:

– Esto suena indiscutiblemente a Juan, capítulo primero, versículos ocho a once.

Manzoni asintió. Entre ambos reinaba una enemistad irreconciliable, si bien el polaco era un simple coadjutor, y el italiano, profeso y uno de los cinco altos dignatarios de la orden, de modo que por el rango y el status el otro no podía ser un rival de igual condición. Su rivalidad se basaba más bien en el campo científico. Como científico bíblico Losinski era un as, por lo menos en lo que se refiere al Nuevo Testamento, y como tal había corregido varias veces a Manzoni, señalándole incluso penosos fallos, indignos para un hombre de su rango y capaces de deteriorar el prestigio de la orden, que se consideraba orgullosa la tropa de élite de la ciencia cristiana.

Los demás sonrieron, estaban acostumbrados a las escaramuzas de ambos, que a menudo se acaloraban como gallos de pelea y en una mezcla de italiano y latín se lanzaban malévolas puyas como «caveto, Romane» (traducido: «¡apártate de mi vista, romano!»), a lo que el adversario respondía siempre con las palabras: «Nullos aliquando magistros habuis nisi quercus et fagos» («¡Anda ya, que no has tenido por maestros sino las encinas y las hayas!»).

Los curiosos modales que empleaban los tolerantes frailes no podían ocultar que se estaban ocupando por encargo de la más alta jerarquía de un asunto que los tenía tan confusos como en la construcción de la torre de Babel. Por el instituto bíblico de la Gregoriana había sido declarado secretum máximum, es decir, confidencial en primer grado, comparable sólo al misterio de los diez días, que el Papa Gregorio borró del calendario, cuando introdujo la división del tiempo que lleva su nombre. Manzoni se había rodeado de coptólogos, filólogos clásicos, exegetas de la Biblia y los mejores paleógrafos de la escuela de Traubes y Schiaparellis, conminados a guardar secreto bajo juramento de la orden y sin que uno solo supiera de qué se trataba realmente.

Para ser exactos, el trabajo de los treinta jesuitas se basaba en este momento sólo en puras teorías, pero toda la Iglesia se basa en hipótesis, y por esto la curia se toma en serio cada nueva teoría. En este caso habían aparecido fragmentos de un pergamino, un terrible memento para la Santa Madre Iglesia, como la misteriosa inscripción en la cena del rey de Babilonia Belsazar, que encontró un trágico fin. Ninguno de los intelectuales se atrevía a manifestar de qué podía tratarse, teniendo en cuenta que cada vez aparecían nuevas hojas y fragmentos de la misma fuente, sólo por los indicios bastante terroríficos.

Lo agravaba además el hecho de que los fragmentos, según habían demostrado las pruebas con el método del radiocarbono, debían datarse en el siglo primero de nuestra época, una época que siempre pone en vilo a la curia romana tan pronto como aparezca un legado escrito. Evidentemente no era la primera vez que se había tratado de forma inadecuada un hallazgo casual o una excavación clandestina y para obtener grandes beneficios se había dividido y vendido en diversos países, sin sospechar siquiera el contenido de los rollos de pergamino.

Aparte de lo que estaba escrito en el texto copto, hasta hace cinco años en que algunos expertos descifraron fragmentos aislados, no se había encontrado ninguna referencia que mostrara un parecido tan asombroso con los textos evangélicos de san Mateo, san Marcos, san Lucas y san Juan, si bien a veces con curiosas desviaciones e inexactitudes, comparables con el contraste que existe entre los tres evangelios coherentes de Mateo, Marcos y Lucas y el totalmente distinto de Juan, que pone todavía hoy en tantas dificultades a la Iglesia, como el dogma de la virginidad de María.

Hecha esta observación previa, puede entenderse por qué el General de la orden Piero Ruppero fue encargado por el Santísimo Padre bajo estricto secreto de comprar con ayuda de sus hermanos más capaces de la Societatis Jesu todos los fragmentos posibles, ponerlos bajo llave y traducirlos o, cuando su adquisición fuera imposible, conseguir copias del texto. El general Ruppero había delegado según el orden S. J. el proyecto confidencial a su asistente general Manzoni, quien a su vez pidió expertos a los asistentes regionales de las sesenta y tres provincias, entre ellos el polaco Losinski, un hombre cuya imagen externa hasta podía asustar al diablo igual que un hisopo de agua bendita.

Losinski tenía materia de agente secreto; era un tipo con agallas y -sobre todo en el trato con Manzoni- de una franqueza que a veces sobresaltaba a los demás. Losinski no parecía un coadjutor de la Societatis Jesu, ni siquiera de cerca; al contrario, en caso de necesidad podía aparentar un alcahuete de los bajos fondos, que trafica por la vida con antigüedades. Los realmente piadosos, solía decir, son aquellos a los que no se les nota la piedad. (Esta frase iba dirigida en primera línea a Manzoni, que llevaba siempre su éxtasis -por no emplear ninguna palabra censurable- en su pálido rostro y no podía esconder al jesuita ni siquiera vistiendo el traje oscuro de calle.)

La fuerza especial de Losinski estaba en su versatilidad y en su habilidad mundana, que los frailes generalmente suelen perder. A su extraordinaria destreza había de agradecer que consiguiera traer de un viaje a América tres fragmentos del citado rollo de pergamino. Uno lo adquirió a un coleccionista privado, si bien por una cantidad sustanciosa; otro lo cambió en el instituto bíblico de la Universidad de Filadelfia por un fragmento más grande de ritual; el tercero, tal vez el más significativo, lo adquirió Losinski al menos como copia útil, porque en San Diego le impidieron ver el original del instituto de literatura comparada de la Universidad de California, sin saber qué importancia tenía cada uno de esos tres mosaicos.

Los dos primeros fragmentos del rollo de pergamino no fueron significativos para completar los numerosos campos del difícil rompecabezas, sólo el tercero, que sólo era una copia, constituyó un enigma para el jesuita atendiendo al contenido de sus palabras, pero sobre todo respecto a su disposición en el lugar correcto. Ciertos puntos de referencia permitían colocarlo en tres lugares distintos, y esto no facilitaba el trabajo.

Por indicación de Manzoni, Losinski había mantenido correspondencia con la universidad californiana intentando conseguir el original ofreciendo a cambio un autógrafo de Leonardo sobre investigaciones anatómicas. No obtuvo respuesta. Con sorpresa debió enterarse Losinski por el periódico de que su interlocutor en la negociación, el entonces director del instituto, después de un atentado con ácido a una pintura de Leonardo en el Louvre de París había sido apresado e ingresado en un centro psiquiátrico.

La noticia lo conmocionó profundamente. Él había conocido al profesor Marc Vossius como un hombre culto, satisfecho de la vida, aunque se mostraba esquivo en relación con su labor investigadora. Cómo pudo Vossius perder el juicio, era para el jesuita inexplicable. Losinski vio que su única oportunidad era visitar a Vossius en París y preguntarle por el significado de su fragmento. Pero encontró a un Vossius distinto de aquel con quien había negociado en California, lo que Losinski atribuyó al lamentable estado psíquico del paciente. En todo caso Vossius se había mostrado reservado y lo había remitido al instituto de la universidad, que era el competente en estos asuntos, de modo que el jesuita tras una breve discusión concluyó la entrevista despidiéndose con una bendición y encomendándolo al Altísimo.

Los jesuitas de la Gregoriana en Roma estaban lejos de relacionar el pergamino con el profesor demente; sin embargo, a partir de aquel suceso iniciaron estudios paleográficos de este fragmento con especial intensidad, y por primera vez nació la sospecha de que el profesor podía haber falsificado la copia cedida, haberla modificado diabólicamente en algunos puntos esenciales o haberla provisto de fallos adicionales con el fin de impedir que otros le pisaran su propia investigación. Pues con el saber crecen las dudas, y en ningún lugar existe tanta desconfianza como en la ciencia y en la investigación.

2

Manzoni y Losinski eran el mejor ejemplo de desconfianza científica. El sagaz polaco intentaba, siempre que tenía oportunidad de ello, provocar con sus conocimientos al desidioso, pero sin duda no menos inteligente, italiano y ponerlo en aprietos delante de los demás jesuitas. Manzoni sufría porque a su vez nunca había logrado ridiculizar al polaco, aunque lo había intentado muchas veces. Manzoni, un hombretón como un armario, con la cabeza cuadrada y pelo gris cortado a la plancha, no sólo se movía con mayor indolencia que Losinski, sino que pensaba más lento, lo que también externamente daba esta impresión rara en un italiano con su hablar arrastrado y sus enervantes pausas entre frases aisladas.

La parte del texto que Losinski acababa de leer era adecuada para enzarzarse en un nuevo debate fundamental sobre qué significado podía atribuírsele al rollo de pergamino; en ello Manzoni y Losinski tenían puntos de vista dispares. Aun cuando hasta ahora se había traducido la décima parte de todo el rollo de pergamino -y en absoluto por orden, sino con numerosas lagunas-, en base al contenido, que eran los hechos y las enseñanzas de Jesús, se podía concluir que se trataba del texto de un evangelio.

Losinski juntó las manos, pero no lo hizo por devoción sino para dar mayor énfasis a sus palabras:

– Hermano en Cristo -dijo dirigiéndose a Manzoni-, admito que el texto presente cierto parecido con el de Juan, pero debe tener en cuenta que este pergamino es cincuenta años más antiguo que el texto original del evangelio de San Juan. El evangelio de San Juan procede de alrededor del año 100 después de Cristo; científicos naturalistas han determinado irrefutablemente que este escrito es del año 50. De ello se deduce: no es nuestro autor, cuyo nombre ni siquiera conocemos todavía, quien copió el texto, sino Juan.

– ¡Venga ya! -Manzoni tomó aliento-. Existen más de una docena de evangelios apócrifos y otros tantos hechos de los apóstoles apócrifos. Hay un evangelio de Tomás, un evangelio de Judas, un evangelio de los egipcios, las actas de Pedro, las de Pablo y las de Andrés, incluso un intercambio de correspondencia entre Séneca y Pablo y entre Jesús y Abgar de Edessa. Estas chapuzas devotas no han perjudicado en absoluto los intereses de la Iglesia. Encuentro exagerado el secretismo de nuestra labor.

Entonces Losinski agitó los brazos fuera de sí ante la cara de Manzoni, de modo que los demás jesuitas se juntaron para ser testigos de un debate eminentemente clerical.

– ¡No los puede comparar! -gritó airado el polaco-. Todos los que usted califica de apócrifos son escritos que de forma lamentable imitan documentos del Nuevo Testamentó. Ni siquiera con la intención de falsificar, sino con un propósito piadoso. Pero lo más importante es que todos, y esto está demostrado, proceden de una época muy posterior.

En esto que Manzoni levantó irritado el puño y golpeó ruidosamente la estrecha mesa.

– Me niego a emitir juicios sobre el Nuevo Testamento con métodos de las ciencias naturales. La investigación de la Biblia es asunto de filólogos e historiadores y por mí también de paleógrafos, criptólogos y lingüistas. Pero los radiólogos deberían quitar sus manos de los cuatro evangelios.

– ¡Cinco! -dijo Losinski con aquella desvergonzada sonrisa en el rostro, que exhibía en los momentos de triunfo y que lo hacía tan odioso a los demás jesuitas.

– ¿Cómo dijo?

– Dije cinco, hermano en Cristo. En cualquier caso ya no podemos excluir la posibilidad de que sean cinco los evangelistas que se ocuparon de la doctrina y la vida de nuestro Señor Jesús.

La declaración de Losinski sembró inquietud entre los frailes. Una extraña inquietud, extraña porque cada uno, desde que empezó su labor, sabía en qué trabajaba. La mayoría, sin embargo, se había hecho a la idea de que no podía ser aquello que no debía ser, y las claras palabras de Losinski causaron tanto horror en los monjes como pensamientos pecaminosos. Pero el placer y la tortura de pisar los talones a los pensamientos pecaminosos infundieron en los jesuitas de la Gregoriana un creciente anhelo por conocer la verdad.

Kessler, uno de los más jóvenes del grupo, pertenecía al bando de Losinski, que impelía el asunto sin contemplaciones hacia un resultado. Tomando el hilo de la conversación, manifestó:

– Si nuestra hipótesis de que existe un quinto evangelio se confirma, entonces el autor de nuestro texto no sería el quinto evangelista, sino el primero; luego Marcos debería dejar el sitio a éste, cuyo nombre no conocemos.

– ¡No hay pruebas! -rechazó Manzoni la suposición.

– No, no hay pruebas -replicó el joven Kessler-, pero existe una interesante observación.

– Escuchamos.

– Lo que les falta a los cuatro evangelios conocidos son datos biográficos de la vida de nuestro Señor Jesús. En los cuatro evangelios uno busca inútilmente alguna información sobre la apariencia de nuestro Señor. ¡Nada! ¿Por qué? Estamos de acuerdo con la doctrina de la Iglesia según la cual ninguno de los cuatro evangelistas conoció a nuestro Señor y sólo transcribió la tradición oral. No los guiaba el interés histórico. Intentaban ofrecer una ayuda para la fe. Marcos tenía el propósito de ganarse a los romanos con palabras sugestivas. Mateo intentaba convencer a sus contemporáneos judíos que en Jesús se había cumplido la expectativa humana de la antigua alianza. Lucas, el intelectual, utilizó como fuente el evangelio de Marcos, pero se dirigió a las élites cultas y se ocupó de cuestiones filosóficas como la problemática del Espíritu Santo. Juan, por el contrario, bailó fuera del círculo, incluso podría decirse que presuponía el conocimiento de los tres evangelios sinópticos anteriores cuando escribió su obra tomando como tema principal las propias manifestaciones de nuestro Señor Jesús. Pero ninguno de los cuatro hace referencia a su carácter ni a su persona.

– Por Dios, hermano en Cristo -lanzó Manzoni con su voz circunspecta-, no es ninguna novedad lo que usted dice. Dudo también de que sea importante conocer la apariencia de nuestro Señor Jesús. Si medía 180 centímetros de alto, pesaba 75 kilos y como la mayoría de sus contemporáneos tenía el pelo largo y oscuro.

– Ciertamente que no -replicó el joven Kessler y sus ojos brillaron sagaces detrás de sus lentes sin montura-, pero si lo supiéramos, también usted, hermano en Cristo, debería admitir que la fuente que nos diera esa información se distinguiría de las otras en que su autor habría conocido directamente a Jesús.

De repente se hizo el silencio en la sala. Incluso aquellos que hasta ahora estaban concentrados en sus fragmentos de texto, se detuvieron y levantaron la vista. Kessler sostenía en su mano un trozo de papel apergaminado, aproximadamente de veinte por veinte centímetros, un calco, como el que usaban todos los jesuitas, colocando la hoja transparente sobre el modelo y reproduciéndolo a lápiz. Esta técnica ofrecía la posibilidad de restaurar los fallos sobre la hoja sin dañar el original.

– Desde ayer tengo conmigo el resultado -dijo Kessler-, he querido una vez más consultarlo con la almohada…

– ¡Bueno, no nos impaciente más, Kessler -Manzoni estaba desenfrenado, resoplaba como un rocín enojado-, háganos partícipes de sus conocimientos!

Se había implantado entre los jesuitas la costumbre de que aquel que hubiera traducido o restaurado un fragmento comunicase su trabajo para luego entre todos debatir su contenido o su probabilidad. Kessler, que gozaba de la dudosa ventaja de trabajar el principio del rollo de pergamino -o lo que por diversos indicios podía considerarse el principio-, no había disertado hasta ahora sobre su trabajo. El motivo era que el principio de cada rollo de pergamino presentaba los mayores daños, rasgaduras, desflecos, falta de esquinas y de partes, de manera que hacía más difícil esta labor.

– Quisiera anticipar -comenzó Kessler- que ya he comentado mi restauración y traducción con nuestro hermano Stepan Losinski y que él ha aprobado mi versión. Según esto, el pergamino empieza con tres líneas, que nos faltan y que probablemente no podrán hallarse porque se trata de un daño mecánico. El desbordamiento de la cuarta línea se inserta con las palabras: «… Padre. Jesús, que dijo de sí mismo que había venido de Dios como maestro, para darnos la señal… Mesías enviado… así yo fui su testimonio… como el Padre ama al Hijo… y la gente admiraba su figura, que medía cuatro varas hasta la coronilla, y su ondeante cabello de color del ébano, mientras que yo crecí pequeño como la mayoría de hombres en Galilea. Para escuchar su voz suave acudían gentes de lejos…»

Al principio callaron los padres y parecía que cada uno rumiase el texto una vez más para sí. Manzoni fue el primero en reaccionar.

– Dios mío -dijo y formuló la pregunta-: ¿Qué cantidad de texto es seguro, qué cantidad ampliado o cuestionable por otros motivos?

– El veinte por ciento es ampliado -respondió el doctor Kessler-, la quinta parte.

– ¿Y la descripción de nuestro Señor Jesús?

– Puede darse por segura. Es la parte mejor conservada, puesto que el texto generalmente es mejor al final que al principio. -Kessler entregó a Manzoni el calco del pergamino.

Manzoni devoró el apunte con los ojos. Sus movimientos bruscos, que normalmente eran tan ajenos al profeso como la duda sobre un dogma de la Santa Madre Iglesia, revelaban la tensión interior que lo había apresado. Mientras con el índice y el dedo medio de su derecha señalaba cada palabra, sus labios se movían. Finalmente devolvió la hoja a Kessler, miró por el alto ventanal hacia fuera y dijo, sin apartar la vista:

– Si se demuestra que su traducción es correcta, tendría usted razón, hermano en Cristo. Luego, de hecho, el autor de este texto tendría que haber estado muy unido a nuestro Señor Jesús. -Y antes de regresar a su lugar de trabajo en la parte frontal de la sala, añadió en voz baja-: Buen trabajo. En efecto, buen trabajo.

3

Losinski empujó a Kessler en un costado e hizo un movimiento con la cabeza señalando al profeso que se alejaba.

– Si es todo lo que tiene que decir a esto -susurró al joven.

Kessler meneó la cabeza.

– Le vino de sorpresa. Creo que es demasiado para sus entendederas -rió-: ¡Pobre Manzoni!

También Losinski murmuró un poco; luego se puso serio:

– Debemos contar con que nos internen. Depende de la importancia que den a nuestros conocimientos, pero no sería la primera vez que la curia diera un paso semejante. El cónclave es una invención de la Iglesia Católica.

– Para elegir al Papa.

– Para elegir al Papa; en sus orígenes, para obligar a los cardenales a elegirlo con rapidez. Entretanto otra idea pesa más: el secreto. Ningún cristiano debe saber cómo se elige al Papa, quién estuvo a favor, quién en contra. Me imagino que la tarea que estamos llevando a cabo podría ser más importante para la curia que la elección de un nuevo Papa y su esfuerzo por mantener el secreto.

– ¡Hicimos el juramento de la orden, hermano en Cristo!

– Su fe en el juramento, en el honor, pero mire a su alrededor. ¿Confiaría en alguno de los aquí presentes? ¿En el holandés Veelfort, en el litigante de Francia o en su compatriota Röhrich? Juramento por aquí, juramento por allá, no me fiaría un pelo del tercio de nuestros cofrades si les acechara la tentación.

– ¿Tentación?

Losinski se encogió de hombros y giró las palmas de las manos hacia fuera, como si quisiera decir: ¿quien sabe? Sin embargo, Kessler no pudo explicarse lo que pretendía decir con ello. En cualquier caso no encontró sus pensamientos precisamente virtuosos.

Con la vista baja, el polaco se acercó más a Kessler:

– Sabe usted, el árbol de la sabiduría tiene muchos envidiosos, pues desde que el hombre existe, se esfuerza por saber. Y como el saber es como una especie de gozo, como el placer de la carne, así la ignorancia es una suerte de dolor; y puesto que sólo unos pocos se alegran del dolor, todos aspiran al conocimiento, al saber, y este saber y, en relación con él, este poder lo reclama para sí la Santa Madre Iglesia. ¿O acaso me contradiría usted si afirmo que el influjo del Papa sobre sus ovejas se funda principalmente en que sabe más que ellas?

– ¡Hermano en Cristo! -La indignación de Kessler no era simulada. Nunca había escuchado palabras tan heréticas de boca de un fraile.

Losinski movió la mano indicando la inscripción en la parte frontal de la sala, donde el profeso estaba sentado inclinado sobre su mesa:

– El lema de nuestro fundador Ignacio dice Omnia ad maiorem Dei gloriam, no Omnia ad maiorem ecclesiae gloriam. Estamos al servicio del Altísimo, no al servicio de la Iglesia.

Una vez más apareció aquella mueca desvergonzada en su rostro, luego continuó:

– El hecho de que portugueses, franceses, españoles, suizos y finalmente los alemanes hubieran prohibido nuestra orden es bastante condenable, pero que hasta un Papa fuera llevado a dar este paso es una vergüenza para la institución de la Iglesia. ¿Por qué lo hizo? Los libros de historia nos quieren hacer creer que fue por influjo de los Borbones; pero no: Clemente XIV temía nuestro saber. En eso que nos hallamos en una situación no muy halagüeña. Imagínese qué sucedería si nuestra hipótesis prosperase, que tenemos que vernos con cinco evangelios, que nuestros cuatro evangelios se remontan a un evangelio más antiguo.

– Sinceramente, no he pensado en las consecuencias -replicó Kessler prudentemente-, pero creo que esto depende del contenido de la declaración que figure en el pergamino.

– El diablo mete en todas partes su pata equina. -Losinski miró inquisitivamente al joven fraile. Lo apreciaba por su inteligencia sagaz, que se distinguía claramente de la pesadez de Manzoni, pero no sabía si podía confiar en ese alemán. Lo conocía demasiado poco. Pues lo que nadie desde fuera podía sospechar era que bajo la piadosa capa de la Societatis Jesu se habían desarrollado complicidades más propias de un cártel de dudosa legalidad que de una comunidad religiosa cristiana.

– No sé si comparte usted mi opinión, joven amigo -siguió Losinski-, pero estoy de parte del «Doctor mirabilis», Roger Bacon, que rechazaba la apelación a la autoridad eclesiástica, que sin motivos razonables reivindica el derecho a la fe y lo mismo al método filosófico-dialéctico, porque no permite que cada uno entienda las cosas por sí mismo. Bacon defendía la opinión de que no todo conocimiento resultante de una investigación científica debía necesariamente divulgarse; pues en cerebros equivocados era capaz de causar más daño que beneficio.

Kessler rió:

– ¡Sobre ello se puede discutir mucho, aunque esas ideas tienen ya setecientos años!

– La edad no las hace peores. Aristóteles vivió hace dos mil trescientos años, pero su demostración de la existencia de Dios pone todavía hoy en apuros a los filósofos que por lo general dudan y ponen pegas a todo. ¿Acaso opina usted de otro modo, hermano en Cristo?

– Soy coptólogo y paleógrafo. Nunca estudié a fondo los escritos de Aristóteles.

– Un fallo. Aristóteles mantiene a raya incluso a los más escépticos. Sabe usted, para demostrar la existencia de Dios, parte del tiempo. El tiempo es eterno. Pero el tiempo también es movimiento, hacia delante el futuro, hacia atrás el pasado. Sin embargo, todo lo que está en movimiento necesita un motor. Se puede suponer que para mover el motor del movimiento eterno se necesita otro motor y para mover éste otro y así continuamente. Pero como esto no puede ir hasta el infinito, tiene que haber un primus movens, un primer motor, que no sea movido por nada. Este motor es Dios.

– ¡Es una buena idea! -exclamó Kessler, y un jesuita de barbilla, que se sintió molestado en su trabajo, levantó la vista y exigió silencio.

– Es una buena idea -repitió Kessler en voz baja-, pero nos hemos apartado del tema. ¿Cree usted que es mejor mantener en secreto el resultado de nuestras investigaciones, si lo he entendido bien?

Losinski se encogió de hombros, lo que a este hombre enjuto daba un aspecto de buitre, y dijo:

– Esto no es una decisión mía ni suya. Creo que ni siquiera él puede meter baza -diciendo esto señaló a Manzoni con un movimiento de cabeza que dejaba entrever cierto desprecio-. En cualquier caso -añadió por fin-, debería ser más reservado en la divulgación de sus investigaciones. Lo que usted guarde en la cabeza, nadie se lo podrá robar, hermano en Cristo.

Después de estas palabras, cada uno se dirigió a su lugar de trabajo, Losinski al pie del primer ventanal de la sala, Kessler al otro extremo de la hilera de mesas, ante la pared de libros que llegaba al techo.

La conversación con el cofrade polaco había desconcertado a Kessler. Era incapaz de comprender lo que quiso decir, pero le pareció que estaba hablando en una clave que Kessler desconocía.

Por la noche del mismo día, que transcurrió sin otra novedad, Manzoni tomó aparte a Kessler y le advirtió con voz seria que debía tener cuidado con Losinski. Cierto que Losinski era un científico extraordinario y además poseía una cultura general eminente, que ni siquiera se detenía ante disciplinas poco ortodoxas para un clérigo como la música de jazz y el esoterismo, pero en el fondo de su corazón Losinski era un hereje y él, Manzoni, podía imaginarse que por treinta monedas de plata traicionaría a nuestro Señor Jesús como Judas Iscariote.

Las palabras de Manzoni causaron en Kessler un efecto disonante y respondió fríamente: ni siquiera un profeso tiene derecho a juzgar a un cofrade, sobre todo no siendo culpable de ningún delito. Hasta Pedro, que negó tres veces a nuestro Señor antes de que cantara el gallo, obtuvo el perdón por ello.

Manzoni contrarrestó diciendo que no se tomara sus palabras tan a pecho. Naturalmente que estaba lejos de acusar al reverendo padre Stepan Losinski de un ultraje contra la fe, pero era un secreto a voces que vivía en tensa discordia con la Santa Madre Iglesia. Él, Manzoni, preferiría que él, Kessler, se arrimase mejor al doctor Lucino, un padre de fe inquebrantable, o al francés Bigou, que estaban abiertos a cualquier conversación.

Así lo prometió Kessler -qué otra cosa podía hacer-, pero al regresar a casa, al convento de los jesuitas en el Aventino, donde residía desde que inició su labor en la Gregoriana (otros jesuitas, desacostumbrados a la vida conventual, vivían en pensiones de la ciudad), no se le quitaba de la cabeza la idea de que se veía envuelto en una sutil red de conexiones, que parecían a propósito para turbar la armonía de los frailes. ¡Qué quiere decir concordia! Desde hacía semanas, experimentaba Kessler la mórbida sensación de que se erigía entre sus cofrades un muro invisible que los dividía en dos bandos, sin poder distinguir a qué bando pertenecía él.

4

El comportamiento de los jesuitas, alejado de todo temor de Dios y de toda piedad, llenó de ira a Kessler y se sorprendió en los días siguientes poniendo más interés en el comportamiento de sus cofrades que en el trabajo científico. Losinski vivía como él en el convento de San Ignacio en el Aventino, incluso tenían la habitación en el mismo pasillo, pero hasta ahora no se había fijado en el polaco. Los jesuitas son clérigos regulares, es decir, se distinguen de otras órdenes por prescindir del hábito propio, visten el hábito de los clérigos seculares en el lugar en que se encuentren. Tampoco conocen el servicio de coro y su vida está impregnada menos del espíritu monacal que del mundano.

Así Kessler observó, al fijarse más en el polaco, que éste algunas tardes abandonaba el convento y no regresaba hasta medianoche, lo que no llamaba la atención en la ilustre comunidad, si no fuera por lo regular de sus salidas. Kessler dudaba si decírselo a Losinski o si, sencillamente, una tarde debía seguirlo. Se decidió por pisarle los talones como un lacayo a su señor.

Por la tarde siguiente, alrededor de las 20 horas, abandonó Losinski su habitación, dejó, como de costumbre, la llave en la portería, subió a paso rápido por la via di Santa Sabina hasta la piazzale Romulo e Remo, donde subió a un taxi. Kessler lo siguió en un segundo automóvil. El trayecto transcurrió por la margen del Tíber hasta la piazza Campo dei Fiori, donde Losinski se apeó del taxi y torció por una callejuela lateral oscura, que conduce al Corso Vittorio Emanuele. Allí desapareció por la entrada de un edificio alto de seis pisos.

Kessler no tuvo el valor de seguir inmediatamente a Losinski en la casa. Por esto dejó pasar cierto tiempo esperando en la acera de enfrente. Los dos primeros pisos estaban a oscuras, el tercero, cuarto, quinto y sexto estaban iluminados. Finalmente se atrevió a cruzar la calle.

Los portales de los edificios romanos son un capítulo aparte; dan la impresión de pompa y prosperidad, incluso cuando detrás sólo se esconde una casa de pisos de alquiler venida a menos. Esto podía aplicarse a esa entrada. Cuatro placas pulidas de latón indicaban un abogado, dos médicos y una agencia de publicidad llamada Presto. El cuadro de timbres pasado de moda, como podía distinguirse con la pobre iluminación, abarcaba ocho nombres que no merecen ser citados. La puerta estaba cerrada y Kessler regresó al convento y reflexionó.

Presa de aquella curiosidad pecaminosa que puede convertirse en anhelo insaciable como la pasión por una mujer, decidió Kessler averiguar a escondidas lo que hacía Losinski. Apenas el cofrade dos días después abandonó su celda y tomó la dirección de la piazza Romulo e Remo, Kessler se fue a la portería, tomó del clavo la llave de la habitación de Losinski, colocó la suya en el mismo lugar y se proporcionó el acceso a la habitación del cofrade.

El cuarto no era muy distinto de su propia celda: un armario con tres puertas de la época de Pío X, negro, majestuoso y construido a conciencia, apropiado para guardar el Codex Juris Canonici; un escritorio aún más antiguo con puertas simétricas en ambos lados, adornada cada una con un corazón, y en un estado que parecía haberse salvado no sin daños de los disturbios de Colonia acaecidos bajo Gregorio XVI (la silla que se le había destinado, con respaldo alto y provista de tablitas verticales, no hacía juego con el mobiliario del estudio sino por su fealdad); y un lavabo cuadrado de madera con la fuente hundida, de apariencia insignificante como Benedicto XV, pero igual que éste de extrema utilidad, por lo que se refiere a su propia misión. El mueble más moderno era el lugar de reposo del tiempo de Pío XII, una cama turca monstruosa, color rojo oscuro, cuyo pedestal levantaba la caja de la cama.

El mobiliario descrito se apretujaba en una superficie de no más de tres por cinco metros. Del techo colgaba una bombilla blanca para la iluminación. Había una sola ventana alta en la parte estrecha encarada a la puerta. Una alfombra de palmito, que alguna vez fue roja y se había vuelto marrón por las numerosas pisadas, cubría el parquet de madera, que a cada paso gemía y crujía ligeramente como el velamen de una vieja goleta.

Kessler se movía de puntillas por la celda, aunque ello no impedía los ruidos, y abrió el ala izquierda del armario. El interior rebosaba de libros, documentos manoseados y fajos de cartas distribuidos en cuatro compartimentos (el caos del arca de Noé antes del diluvio no sería mayor). Detrás de las dos puertas que se abrían en el centro, había a la izquierda ropa interior amontonada; separada por una tabla vertical, la parte derecha contenía la vestimenta de Losinski, trajes oscuros cuidadosamente planchados y un abrigo negro, como a los jesuitas les gusta llevar.

Bajo el compartimiento de la indumentaria había colocado transversalmente un saco repleto, no muy diferente de los sacos marineros en los que la gente de mar guarda su ropa. Dos cinturones de cuero con hebillas mantenían cerrada la abertura en la parte de arriba. Kessler palpó con las manos el contenido anguloso, pero cuanto más palpaba el misterioso saco mayor era su curiosidad por saber lo que se escondía en el saco de lona verde. Con decisión rápida, abrió las hebillas.

– ¡Jesús, María! -exclamó el jesuita y una vez más-, ¡Jesús, María! -Kessler sacó del saco un zapato de señora rojo como el fuego, con tacón alto y fino; nunca en la vida había tocado un calzado tan pecaminoso. El pie diminuto que alguna vez llevó esta obra de arte debió formar curvas excitantes y su portadora daría sin duda la impresión de que estaba siempre de puntillas con el propósito de que sus piernas pareciesen más largas de como las concibió su creador. Probablemente llevaba medias transparentes de color negro y una costura como una línea de lápiz desde la pantorrilla hasta el muslo.

Confuso por los pensamientos sucios metió Kessler de nuevo el pecado rojo en el saco y quería cerrarlo con asco, pero no pudo sin echar antes un vistazo al resto del contenido: numerosos zapatos sueltos de distinto modelo, sandalias aireadas, rígidos botines negros, incluso había una bota alta con el tacón tan afilado como un lápiz.

Llamó la atención de Kessler una forma blanca como la nieve con largas cintas blancas, tenía que sacarla. Su intuición no lo engañó: se trataba de una zapatilla de ballet de una bailarina.

– ¡Jesús, María! -¡Qué suave era la suela de cuero! Kessler metió la mano dentro, pero la sacó en seguida como si hubiera cometido un sacrilegio. Este zapato sólo había sido hecho para las piernas cubiertas con medias blancas de una muchacha joven, que como tallos de flor desaparecen debajo de un vestidito arremangado en alto. Kessler se detuvo.

De pronto comprendió que la colección de calzado reunida con sucias intenciones por Losinski le proporcionaba los mismos pensamientos pecaminosos que al polaco, al que había condenado por lo que descubrió. Con gran confusión, Kessler cerró el saco y lo colocó de nuevo en el armario. Estaba a punto de cerrar la amplia puerta, cuando su mirada se posó en un maletín marrón nada vistoso, no mayor que un misal, que estaba arriba sobre el monstruoso armario.

Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar la maleta. Estaba cerrada. En el primer cajón del escritorio Kessler encontró tres llaves distintas, de las cuales la más pequeña parecía ser de la maleta. Lo era. Tras la experiencia del saco pecaminoso, Kessler estaba preparado para todo, y sin embargo no daba crédito a sus ojos cuando levantó la tapa: la maleta contenía dinero, billetes de veinte y cien dólares cuidadosamente apilados.

Kessler, que carecía de cualquier relación con el dinero, no tenía idea de cuánto podía ser, ¿diez, cincuenta o cien mil? Pero este descubrimiento le confirmó la opinión de que algo no cuadraba con Losinski, y mientras cerraba la maleta, la subía sobre el armario y volvía a poner la llave en el cajón, Kessler reflexionaba sobre el juego que se traía el cofrade, si tenía cómplices y qué fin perseguía.

Situaciones como ésta son adecuadas para atraer un perro rastreador a una falsa pista, porque un olfato cubre todos los demás. Por esto Kessler no se detuvo en otras reflexiones y buscó indicios adecuados para desenmascarar de algún modo a Losinski.

Las gavetas del escritorio, tres en una parte, tres en otra, de cuyo contenido Kessler se prometía lo mejor, revelaron pocos resultados, porque en el desorden, más propio de una mente trastornada que de un miembro de la Societatis Jesu, no pudo hallar ningún objeto que permitiera sacar conclusiones sobre las intenciones o las relaciones de Losinski.

Así que repetidas veces se dirigió Kessler a la puerta izquierda del armario, detrás de la cual sabía que estaban los documentos y los libros. Los libros delatan; pero más pérfidamente delatan los libros que uno no tiene. Un breve repaso le bastó a Kessler para comprender que a Losinski no le interesaba la literatura constructiva obligada para un cristiano piadoso y muy poco las obras teológico-filosóficas de tradición jesuítica. En su lugar acribillaban sus ojos impresos heréticos como The History of the Knights Templars, o El movimiento mesiánico de independencia desde la aparición de Juan el Bautista hasta la caída de Jacobo el Justo, según la nueva valoración de la Conquista de Jerusalén de Flavio Josefo y las fuentes cristianas, o La esperanza bíblica en el Salvador como problema religioso-político, o La imposibilidad fisiológica de la muerte de Cristo en la cruz, o La transmisión de milagros de los sinópticos en relación con la transmisión oral, cada uno de ellos adecuado para difamar la fe cristiana.

¿Tenía razón Manzoni al decir que Losinski era un hereje? ¿Por qué diablos empleaba entonces a ese hereje en un proyecto de interés tan fundamental para la Iglesia?

Para Kessler sólo había una explicación: Manzoni podía despreciar a Losinski, incluso odiarlo, pero necesitaba su saber. Era incuestionable que el polaco era más culto que el resto; únicamente esto le había creado muchos enemigos. ¿Pero era Losinski insustituible? ¿No se imponía aquí la pregunta de que el menospreciado Losinski era mantenido en sus filas porque en cualquier otro lugar podría causar más daño que en la Gregoriana?

¿Qué sabía Losinski?

Entre las tapas de los documentos, Kessler encontró copias, bosquejos, reconstrucciones y reproducciones de antiguos papiros y pergaminos escritos en idioma griego y copto. Cientos de referencias bibliográficas estaban escritas en los márgenes con una caligrafía diminuta y depurada, que contradecía el desorden del resto, y permitían sacar la conclusión de que Losinski había hincado el diente en este problema como el lobo que no abandona la oveja una vez que la ha apresado. A Kessler le faltaba el sosiego para contrastar cada hoja, pero en un primer repaso pudo constatar que se trataba en general de textos protocristianos y cristianos primitivos, la especialidad de Losinski. Numerosos dibujos y fotografías del Arco de Tito, una construcción romana del emperador del mismo nombre, sólo permitían sacar una conclusión, que Losinski se ocupaba o se había ocupado de un problema al margen de la Gregoriana.

Una hoja guardada con especial cuidado entre dos gruesos cartones atrajo el interés del joven jesuita, porque, cerrada al vacío con un papel transparente, era exactamente igual que aquel fragmento cuya traducción había entregado pocos días antes. Sin embargo, la apariencia engañaba, ya que el texto copto era parecido al suyo pero en ningún caso igual. Este escrito fragmentario estaba extraordinariamente bien conservado y legible, de modo que Kessler, sin querer, trató y luego procedió a descifrar el escrito parduzco, primero ocupándose de las palabras más fáciles de leer como nombres propios y topónimos o el sujeto de la frase si se hallaba claramente al principio, tal como suelen hacer los paleógrafos.

De este modo desde el principio dio con un nombre que lo hizo detenerse, porque era poco corriente y extraño como el nombre de Jesús, sobre todo en un texto copto. El nombre era Barabbas.

¿Barabbas?

Los pensamientos de Kessler se interrumpieron bruscamente, porque oyó pasos en el corredor que se aproximaban. Por ello colocó rápidamente de nuevo la hoja entre los cartones y la guardó en el lugar donde la había encontrado. Contuvo la respiración y escuchó. En momentos como éste los segundos parecen horas, por lo menos Kessler tenía esta sensación, y sólo se atrevió a respirar de nuevo cuando los pasos se hubieron alejado en la dirección contraria.

Este suceso asustó tanto a Kessler que le temblaba todo el cuerpo; por ello prefirió acabar por este día su rastreo. Cambió la llave en el llavero de la portería, se retiró a su celda y tal como estaba se dejó caer sobre la cama. Con las manos cruzadas detrás de la nuca miraba fijamente al techo.

5

Su primera idea fue que debía confiarse a Manzoni. Se acordaba de las palabras de su superior en la orden, quien, cuando se le encargó esta misión en Roma, había hablado de integridad, que era precisamente el motivo por el cual había sido elegido, y realmente en toda su vida Kessler no se había hecho culpable de nada, lo que habría sembrado dudas a este comportamiento. Pero si hablaba con Manzoni, debía admitir que había entrado a escondidas en la celda de Losinski, sin hablar ya de las otras cosas, por la pureza de la Santísima Virgen.

¿Cómo podría hacer hablar a Losinski? ¿Debía simplemente abordarlo, preguntarle en qué oscuras investigaciones se ocupaba el cofrade? El polaco lo negaría todo y él, Kessler, sería puesto en ridículo en cualquier caso, tanto si ocultaba su espionaje como si lo revelaba. Losinski no era el hombre que uno u otro pudiera sacar de quicio; no, Kessler debía admitir que en fuerza y en voluntad era inferior a ese hombre. Y si no se lo confesara nunca…, Kessler empezaba a dudar en lo más íntimo si él mismo no se habría metido en algo, si un día no se aclararía todo por sí mismo como el árbol genealógico de Sem en el primer libro de Moisés.

Cierto, allí estaba el asunto con el contenido pecaminoso del saco en el armario de Losinski, difícil de admitir en un religioso; pero ¿acaso no se regodeó él mismo con el mismo placer que el otro en el torpe calzado? Era Losinski mejor fraile por aplacar el deseo carnal, que fustiga a veces incluso al cristiano más piadoso con la fuerza de las plagas de Egipto, y satisfacer su inquieta fantasía con cuero y seda, mientras él -el Señor sea misericordioso con un pobre pecador- en tales días visitaba las casas del Trastevere, donde en entradas sombrías algunas mujeres levantan sus faldas ante cualquier hombre, eso si tan siquiera llevan faldas, con lo que hasta el celibatario más estricto se ve confrontado con la diferencia que por voluntad del Padre surgió de la costilla de Adán. Y si el día después de la festividad del Sagrado Corazón de la Inmaculada, cuando por el calor apretaba el instinto, no se hubiera encontrado en el más loco de estos establecimientos al padre Francesco de los minoristas, que lo confesaba todas las semanas, él mismo no sólo se habría dedicado al placer del mirón lascivo, sino que se habría arrojado a los brazos de una puta pelirroja. Pero ambos vieron en su encuentro una señal del Altísimo, y abandonaron juntos el lugar sin hablar más de ello.

En lo referente a la inescrutable actividad de Losinski, parecía más bien aconsejable buscar la amistad del polaco y ganarse su confianza; al fin y al cabo fue él quien le recomendó prudencia en la traducción del pergamino, una admonición que hasta hoy a Kessler sigue pareciéndole enigmática.

Sin embargo, el polaco no se lo ponía fácil a Kessler. En los días siguientes procuraba evitarlo conscientemente, en cualquier caso ésa era la impresión que daba. Incluso durante el trabajo en la Gregoriana, donde era corriente la discusión sobre palabras y fragmentos de texto, Losinski permanecía callado contra su costumbre. Inclinado sobre sus traducciones, no habló palabra durante dos días, y al requerimiento cortés de Kessler sobre si avanzaba, contestó con un huraño no, de modo que a Kessler le pareció aconsejable por su parte dar un amplio rodeo en torno a él.

A pesar de ello, Kessler no perdió de vista a su cofrade, anotaba hechos aparentemente inocuos, como la compra de un periódico en el kiosco o el camino hacia el buzón de correos y seguía a Losinski todos los pasos, en tanto podía hacerlo sin ser descubierto. Esto sucedía a los pocos días con la frescura que estimulaba a Kessler a actuar como un detective de novela barata cambiándose de vestido y así conocer cada vez mejor la vida que llevaba el enigmático hombre.

Al día siguiente de Todos los Santos Losinski abandonó de nuevo el convento y se dirigió en taxi a la via Cavour, donde hizo detener el coche ante la escalinata de piedra que a la derecha conduce arriba a la iglesia de San Pietro de Vincoli. Vestía como siempre un abrigo negro y su apariencia no revelaba de ningún modo la de un jesuita. Sin girarse -tan seguro se sentía ya Losinski- subió la escalera tomando los escalones de dos en dos; a Kessler le costaba seguirlo.

San Pietro de Vincoli es conocida por las cadenas del apóstol Pedro, que se guardan allí, pero también sobre todo por la escultura del Moisés de Miguel Ángel, una de las mayores tragedias de la historia del arte, y no habría sido extraña la visita de Losinski a este lugar. Tampoco parecía notable el hecho de que el cofrade fuese directamente a uno de los rudos confesonarios y se arrodillase frente a la celosía de madera, mientras se santiguaba; sin embargo, Kessler, que observaba la escena detrás de una columna muy próxima, notó que la confesión del jesuita más bien parecía una reprimenda al confesor. Losinski no buscaba revelar sus pecados, sino que cantaba las cuarenta al desgraciado de dentro, de modo que aquél se quedó mudo, eso al menos parecía.

El proceso terminó abruptamente. Por la rendija debajo de la celosía de madera, provista según el sentido de la Santa Madre Iglesia para suministrar por ella estampas piadosas a los confesos, apareció un grueso sobre que Losinski rápidamente escondió en el bolsillo de su abrigo. Él mismo devolvió por idéntica vía un sobre más pequeño, se santiguó rápidamente y se alejó.

El encuentro confirmó a Kessler en la opinión de que el cofrade polaco se llevaba un doble juego. Dejó ir a Losinski, pues en ese momento le interesaba más saber quién se hallaba dentro del rudo confesionario. Kessler estaba seguro de que no era ningún sacerdote que escuchaba la confesión de los pobres pecadores.

Pero, en efecto, salió del confesionario un hombre de edad mediana y aspecto monástico, aunque llevaba una indumentaria moderna y cuidada. A diferencia de Losinski, daba la impresión de estar intranquilo y miraba inquisidor a todas partes antes de abandonar la tenebrosa iglesia.

Kessler lo seguía a una distancia prudencial, y no se habría sorprendido si el hombre hubiese tomado el camino del Vaticano por el corso Vittorio Emanuele y allí hubiera desaparecido en una de las dependencias. Sin embargo, Kessler se equivocó. El desconocido se tomó un café en uno de los bares de la via Cavour y siguió el rumbo directo al hotel Excelsior, uno de los lugares más finos de la ciudad.

En el vestíbulo había tanto gentío, que Kessler no corría ningún riesgo si se aproximaba unos pasos al hombre. En su comportamiento había algo de mundología y el joven jesuita, que naturalmente no era reconocible como tal, se sintió algo desamparado en comparación con este desconocido de apariencia más bien joven.

El enigmático encuentro de Losinski con el desconocido en San Pietro de Vincoli había dejado a Kessler en un estado de completa perplejidad, y ni siquiera la meditación que todavía la misma tarde hizo en el reclinatorio de su celda (en la celda de Losinski, constató más tarde, faltaba este mobiliario) tuvo la virtud de ayudarle en sus conjeturas. Pero si bien hasta ahora había dudado por diferentes motivos de la maldad del polaco, ahora, después del intercambio en el confesionario, estaba seguro de que Losinski estaba envuelto en negocios poco claros y sucios.

Kessler no se atrevía a decidir si se trataba del proyecto secreto de la Gregoriana o de otro asunto; tampoco se atrevía a hablar de ello a Losinski, porque éste lo negaría todo y lo acogería con tanto resquemor, que Kessler nunca más podría averiguar el trasfondo. Pero quería averiguarlo.

Cuanto más reflexionaba sobre ello, tanto más crecía en Kessler el convencimiento de que entre todos los cofrades de la Societatis Jesu reinaba la desconfianza y la sola idea de que en su falta de prevención pudiera ser utilizado lo irritaba violentamente. Tan violentamente, que se propuso ir al fondo de la cuestión.

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