Capítulo octavo

EL ATENTADO

oscuros cómplices

1

Cada vez que se encontraban, y esto sucedía obligatoriamente varias veces al día, Kessler bajaba los ojos… Estaba avergonzado. Se avergonzaba con el remordimiento de un cristiano, porque desde hacía semanas estaba siguiendo a este Stepan Losinski, al que tanto admiraba en su disciplina científica, sospechando que era un criminal, a pesar de que a ambos les unía el lazo de su orden y el encargo secreto en la Universidad papal Gregoriana. No obstante, era precisamente este encargo secreto lo que sembraba la creciente discordia entre los jesuitas y convertía en una farsa, como celebrar la Pascua antes de Ramos, el lema en el frontis de la sala -Omnia ad maiorem Dei gloriam- en la que, resguardados del mundo exterior, se ocupaban de descifrar aquel pergamino.

Ahora bien, la discordia en sí no es mala, ni siquiera desechable, porque las opiniones contrapuestas sirven mejor a un proyecto que la armonía estúpida; pero este principio no es aplicable a las cuestiones de fe de la Iglesia romana, porque ya el evangelista Mateo puso en boca de su Señor y Maestro las palabras: Se levantarán falsos mesías y falsos profetas; y darán señales y obrarán grandes milagros para intentar engañar incluso a los elegidos.

Ésta era la hora profetizada, en cualquier caso así lo creían aquellos jesuitas partidarios del profesor Manzoni, pues aquel día en que dio a conocer el nuevo fragmento del texto del pergamino creció la sospecha de que en lo que tocaba a nuestro Señor Jesús podía haber sido muy de otro modo. En todo caso se habían formado en la sala dos bandos, uno en concordia con Manzoni, que se resistía a los nuevos conocimientos con palabras piadosas como José a la mujer de Putifar, y los de la discordia, que tenían en Losinski su líder. A éstos pertenecía también Kessler.

El doctor Kessler no participaba lo más mínimo en la traducción del pergamino copto; estaba muy bien informado del contenido hasta ahora conocido y no tenía ninguna duda de que se trataba del evangelio primitivo y, según él y Losinski, era sólo cuestión de semanas para que la curia declarase secreto su trabajo y aislase del mundo exterior a los jesuitas que se ocupaban de ello, como al colegio cardenalicio en cónclave.

Losinski, el taimado polaco, seguía yendo por la noche dos veces por semana en dirección al Campo dei Fiori, donde giraba en la oscura calle lateral y desaparecía al cabo de cien metros en el edificio de seis pisos. Por lo menos siete veces lo siguió Kessler, inadvertidamente y con la esperanza de observar algo llamativo o tan sólo alguna pista sobre el motivo de su correría nocturna. Pero únicamente se había metido las piernas en el vientre de tanto esperar de pie, llamando la atención de dos policías que, casualmente o no, volvían sobre sus pasos, por lo que Kessler consideró más aconsejable largarse.

En ningún otro lado como en Roma van tan unidos de la mano la piedad y el delito, y no son una excepción los clérigos envueltos en maquinaciones delictivas. El diablo también lleva traje talar. En cualquier caso Kessler creía a Losinski enredado en negocios oscuros, pero quizá también en libertinajes sexuales de baja estopa a los que se entregaba dos veces por semana. Eso pensaba.

Pero nada es tan absurdo como la realidad, y la realidad se le reveló a Kessler de modo inesperado el día después de la epifanía, mejor: por la noche de este día, que era frío y gris como la mayor parte de los días por esta época del año. Había seguido una vez más a Losinski hasta el enigmático edificio, esta vez, sin embargo, con el firme propósito de abandonar sus averiguaciones en caso de que nuevamente no tuviera éxito. Por este motivo Kessler se arriesgó más que las veces anteriores, pisando los talones al polaco y siguiéndolo incluso en el tenebroso edificio de pisos, donde Losinski desapareció detrás de una puerta pintada de blanco en el tercer piso. En la placa de la puerta se podía leer: Rafshani, un nombre árabe, más bien persa, que nada le decía, que a lo más hizo volar su fantasía como el descubrimiento de estilizados zapatos de señora en la celda de su cofrade.

Y mientras Kessler escuchaba con una oreja pegada a la puerta de la vivienda y con la otra vigilaba lo que ocurría en la escalera de la casa, sucedió lo inesperado: la puerta se abrió de dentro y de repente Losinski estaba frente a él, pequeño y como un buitre con su nariz aguileña y sus ojos hundidos.

Ambos se miraron sin decir palabra, pero las dos miradas decían lo mismo: aja, te pillé. Losinski, que recobró la serenidad más rápidamente que el otro, se acercó mucho a Kessler, cambió su cara en una risa irónica, ladeando la cabeza como un buitre -en él una señal de ganas de atacar-, y susurró ligeramente:

– ¿Me está usted espiando, hermano en Cristo? Era lo último que esperaba de usted. Veritatem dies aperit…

De hecho Kessler se sentía cogido como un acólito en actos pecaminosos, por esto no encontró respuesta, aunque su voz interior le decía que era propiamente Losinski quien se debía sentir cogido en falta. Pero éste cerró la puerta tras de sí, agarró del brazo al cofrade y lo empujó escaleras abajo:

– Creo que deberíamos conversar. ¿No opina usted igual?

Kessler asentía con vehemencia. Por lo pronto parecía haber desaparecido la tensión entre los dos. Así al menos se lo parecía a Kessler y, después de haber abandonado el tenebroso edificio, Losinski reanudó la conversación. No daba en absoluto la impresión de inseguridad y quiso saber amablemente si él, Kessler, había averiguado algo sobre él, Losinski. Kessler lo negó y admitió que al principio sólo le llamaron la atención sus ausencias regulares del convento de San Ignacio; pero a raíz de sus fuertes ataques a Manzoni se puso a reflexionar y le picó la curiosidad. Losinski asentía sonriendo.

2

En el Campo dei Fiori buscaron una trattoria y el polaco pidió lambrusco. Por qué los curas prefieren beber lambrusco no debe ser tratado más ampliamente aquí, sólo es digno de mención para la continuidad de la historia en el sentido de que el lambrusco desata la lengua más rápidamente que cualquier otro vino dulce y puede suponerse que Losinski a todo trance escondía detrás de ello una intención.

Mucho rato anduvo a ciegas Kessler respecto a dónde quería llegar el cofrade, incluso se sorprendía de que Losinski no le hiciera ningún reproche; pero no se lo hizo. Al contrario, el polaco elogió la inteligencia y el conocimiento de Kessler, superior al de la mayoría de cofrades y por ello adecuado para realizar tareas mucho más importantes que la traducción de un pergamino copto según las instrucciones de la curia romana, y añadió:

– Si usted entiende lo que quiero decir.

Durante un rato reflexionó Kessler sin éxito, luego respondió con un movimiento de cabeza:

– No entiendo palabra, hermano Losinski, lo siento.

Losinski se pasó la palma de la mano por su cabeza rasurada, un indicio habitual de que meditaba fatigosamente, luego sirvióse a él y a Kessler otro vaso de lambrusco y comenzó circunspecto:

– En rigor, nuestro trabajo es una farsa, porque Manzoni falsifica nuestra traducción del pergamino.

– ¿Falsifica?

– Sí, falsifica. Y precisamente por encargo de la curia. La Congregación para Cuestiones de la Fe tiene las máximas dificultades para asimilar el contenido del quinto evangelio, que, como ambos sabemos, es precisamente el primero. Los señores purpurados temen por sus privilegios y por esto el Santo Oficio ha ordenado armonizar el quinto evangelio en palabra y contenido con los conocidos para que no surja ninguna discusión sobre la fiabilidad de los otros cuatro; existen ya bastantes herejes que dan trabajo a la Congregación para la Fe.

– ¡Pero esto no es posible, hermano en Cristo! -Kessler golpeó con la mano en la mesa.

– Es posible -aseguró Losinski y dejó escapar de su calva-: El Oficio hará todos los esfuerzos por impedir la publicación del pergamino.

– Aunque sin lugar a dudas es auténtico…

– Aunque sin lugar a dudas es auténtico. ¡Ya sabe cuál es la mejor virtud cristiana!

– La humildad.

– Oh no, hermano en Cristo: callar. Piense en la Causa Galilei. Hasta hoy ningún Papa ha encontrado una palabra amable para el deplorable Galileo Galilei, a pesar de que cualquier niño aprende en la escuela que Urbano VIII condenó injustamente a Galileo. La Iglesia conmemora este error no con humildad, sino con el silencio.

Kessler miraba fijamente su vaso y asentía.

– ¿Por qué -continuó con vehemencia Losinski- los jesuitas somos la orden menos apreciada del Papa? ¿Por qué nuestra orden fue prohibida más de una vez? Porque no podemos callar. Gracias a Dios no podemos callar.

– Gracias a Dios no podemos callar -repitió Kessler, fija la mirada en su lambrusco y con voz borrosa. El vino espumoso no dejaba de hacer efecto-. Gracias a Dios -repitió- no podemos callar. ¿Pero qué tiene que ver esto con que usted, hermano Losinski, dos veces por semana visite un edificio tenebroso y pase allí la noche? -Kessler se sobresaltó apenas hubo dicho la frase. Pero ya que se había atrevido a tanto y no tenía nada más que perder, y porque intuía lo que sucedía en esta casa, se aventuró con la observación:

– ¡El celibato nos destruye a todos!

Losinski no entendió. Miró a Kessler inquisitivo como si hubiese acabado de afirmar que el sol, en efecto, gira alrededor de la Tierra, pero poco a poco fue comprendiendo y se echó a reír fuertemente, y su risa se oía por encima del ruido normal de la trattoria.

– ¡Ahora entiendo, hermano en Cristo! -gritó y giraba los ojos al cielo como San Antonio de Padua en éxtasis-. Pero está usted en camino errado. Esta es una casa muy honorable… en todo caso por lo que respecta al sexto mandamiento. Si le interesa, puedo darle una dirección discreta adonde sólo va gente de nuestra condición.

– ¡Oh, no, no quise decir esto! -rehusó Kessler y sintió cómo le enrojecía la cabeza-. ¡Le pido perdón por mis pensamientos sucios!

– Bueno -refunfuñó Losinski con un gesto impetuoso de la mano que debía de significar: ¡no tiene importancia!, y se acercó al cofrade-: Lo tengo a usted por tan inteligente como crítico.

– Este es el principio de nuestra orden. De lo contrario yo no sería miembro de la Societatis Jesu.

– Ahora bien -Losinski hizo una pausa. Se pasó la mano por la cabeza y veíase cuánto se esforzaba por hallar las palabras adecuadas. Finalmente preguntó-: ¿Qué ocurre con su fe, hermano, entiéndame, no con la fe en el Altísimo, quiero decir, cuál es su postura ante la autoridad de la Madre Iglesia, ante sus dogmas de fide divina et catholica, el Privilegium Paulinum o el celibato?

La pregunta cogió desprevenido a Kessler, que no sabía a ciencia cierta qué contestar. Losinski era un tipo astuto, debía creérselo capaz de cualquier infamia. Así que respondió con prudencia, casi dogmáticamente:

– Las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia están sometidas a diversos grados de certeza dogmática. De divina fide es una verdad revelada por Dios, que está por encima de cualquier duda, el grado de certeza de fide divina et catholica prevé que se asegure el carácter revelado de una verdad y que éste se enseñe también sin reservas; de fide definita por el contrario es el más débil, es el carácter de certeza definido por el Papa ex cathedra. Si se refiere a ello, el dogma de la infalibilidad del Papa se apoya en el hecho de que el Concilio Vaticano I fue legal. Respecto al Privilegium Paulinum, me lo pone fácil. Le remito a la primera carta de Pablo a los corintios. De ahí deriva la Iglesia la norma canónica, según la cual un matrimonio válido entre no bautizados puede anularse si uno de los cónyuges se convierte al catolicismo y contrae nuevo matrimonio con un católico. De la misma carta a los corintios adquiere el celibato su fundamento bíblico. Pablo habla de la preocupación del soltero por las cosas del Señor, mientras que el casado se halla dividido.

Como si le doliese la respuesta, la cara de Losinski cambió en una mueca. Durante un rato no dijo palabra, de modo que Kessler pensaba qué habría dicho de malo; luego el polaco lo riñó enfadado diciéndole que no necesitaba clases particulares sobre la doctrina de la Iglesia. Que ya se la había tragado en una época en que él, Kessler, todavía cagaba en los pañales, por la Santísima Trinidad, así se expresó.

A pesar de su rabia evidente, Losinski pagó la consumición de ambos, pero esta noche no halló una palabra amable para Kessler. En silencio ambos tomaron el camino del convento de San Ignacio.

¿Qué había hecho de malo? Por mucho que lo pensaba, Kessler no halló ninguna explicación al comportamiento de Losinski.

3

Al día siguiente, después del trabajo en el instituto, el joven habló al más viejo: tenía que decirle en qué y con qué lo había ofendido, le pedía perdón por adelantado.

¿Ofendido? Ésta no es, dijo Losinski, la palabra adecuada. Más bien lo había defraudado. Al fin y al cabo, no le había preguntado por la doctrina de la Iglesia, sino su opinión personal. No obstante, si ésta coincide con aquélla, entonces cualquier conversación entre ambos era una pérdida de tiempo y Manzoni, sin duda, un interlocutor agradecido.

Éste era pues el motivo del silencio incomprensible de Losinski. Ahora bien, si él se manifestaba, Kessler no necesitaría esconderse más tiempo, y éste respondió que no había duda sobre por qué partido se inclinaba, él respetaba a Manzoni por su cargo de profeso, pero él, Losinski, era superior al otro en inteligencia y en espíritu crítico, y por ello debía ser para cada cofrade un ejemplo, incluso en su actitud de rechazo frente a la Iglesia de funcionarios.

Las palabras de Kessler hicieron brillar los ojos de Losinski. Se había equivocado agradablemente con este muchacho. Kessler sabía guardar exquisitamente para sí su propia opinión -y con ello se diferenciaba fundamentalmente de él mismo-, cosa que distingue a las personas realmente inteligentes. Si había un cofrade útil para su movimiento, éste era Kessler.

Para convencer a un hombre como Kessler de que su vida hasta el momento estaba determinada por el error, no necesitaba palabras altisonantes, sino hechos irrefutables, y por ello Losinski decidió conducir al cofrade alemán por la misma senda que lo había convertido a él, Stepan Losinski, de Paulo a Saulo.

Primero fue con Kessler al antiguo foro romano y no se mostró dispuesto ni siquiera a hacer una alusión sobre el nexo que este lugar tenía con el quinto evangelio. El sol estaba bajo y calentaba el frío de la tarde. En el punto más alto de la Via Sacra, allí donde un arco de triunfo propaga los hechos gloriosos del emperador Tito, Losinski se detuvo y dijo:

– No sé cuáles serán sus conocimientos de historia romana, hermano, pero si le explico cosas que ya sabe, dígamelo.

Kessler asintió.

– Este arco -continuó Losinski- fue construido en el año 81 por el emperador Domiciano en memoria de su hermano Tito. Según la opinión generalizada de los expertos, esta construcción ensalza la victoria del emperador Tito sobre los judíos en el año 70. Pero esto es sólo una verdad a medias.

– ¿Una verdad a medias?

– Los relieves en el interior del arco muestran al emperador con una cuadriga y una diosa de la victoria, que sostiene una corona sobre su cabeza. En la parte opuesta, unos legionarios romanos transportan los objetos del botín del Templo de Jerusalén, el candelabro de siete brazos y trompetas plateadas. Los relieves indican no sólo el triunfo de los romanos sobre los judíos, sino que también glorifican el triunfo romano sobre la religión judía. Creo que no le cuento nada nuevo.

– No -replicó Kessler-. ¡Si sólo supiera a dónde quiere llegar!

Losinski rió irónico. Se regocijaba con la inquieta curiosidad del cofrade, finalmente lo cogió del brazo y lo condujo alrededor del arco de triunfo. En la parte que mira al Coliseo señaló otro relieve:

– Igualmente escenas de la marcha triunfal de Tito. Pero ahora fíjese, hermano en Cristo. -Losinski empujó a Kessler hacia la parte opuesta-: ¿Qué ve?

– Nada. Piedra erosionada. Incluso se podría sospechar que estas piedras fueron colocadas más tarde en este lugar.

– Buena observación -gritó Losinski y golpeó el muro con la mano-. De hecho es así.

– De acuerdo -replicó Kessler-, pero yo no comprendo qué relación pueda tener esto con nuestro problema.

Losinski tomó aparte a Kessler y le invitó a sentarse en los escalones del templo de Júpiter Stator, distante a menos de un tiro de piedra, luego sacó una fotografía de la cartera y de pronto recordó Kessler que cuando allanó la celda del polaco vio numerosas vistas del arco de Tito. La fotografía mostraba un relieve, no distinto del que había en el interior del arco triunfal. Representaba legionarios romanos que transportaban a Roma toda clase de objetos del botín.

– No lo entiendo -dijo Kessler y quería devolver la fotografía.

Sin embargo Losinski la rechazó y empezó a explicar:

– Al iniciar mi trabajo con el pergamino, yo buscaba material comparativo en los escritos apócrifos y Manzoni me consiguió el permiso para indagar en el archivo secreto del Vaticano y fotocopiar texto de pergaminos de la misma época. El esfuerzo era por lo demás poco útil; sobre todo exigía mucho tiempo, porque ni siquiera los scrittori, guardianes de estos secretos, están enterados de ellos. Me pasé días y noches en el archivo y vi con mis propios ojos cosas que un hombre piadoso ni tan sólo se atreve a imaginar. La vida de una sola persona es demasiado breve para echar un vistazo, y mucho menos leer, a todo lo que se guarda allí, y me asaltó la idea de si una Iglesia que tanto tiene que esconder puede ser la Iglesia de la verdad como siempre se las da de serlo.

– ¡Una idea terrorífica! -Kessler consideró un deber hacer esta observación.

– En cualquier caso rebusqué en el archivo secreto del Vaticano mucho más de lo que habría exigido propiamente mi trabajo y en esto me topé con este documento. -Losinski golpeaba con el índice la fotografía que tenía Kessler en la mano.

– ¿Con este relieve?

– Por la Santísima Trinidad, sí. Me pregunté lo mismo que se pregunta usted ahora, hermano en Cristo, y, dicho para su consuelo, tampoco encontré ninguna respuesta. Entonces yo aún no sabía que este relieve procedía del arco de triunfo de Tito. Sólo encontré muy extraño que esta representación fuese clasificada de «alto secreto» por la Iglesia y se guardase detrás de puertas de hierro blindadas, que sólo pueden ser franqueadas por algunos escogidos. Oficialmente yo no debía haber visto siquiera el relieve, pues antes de iniciar mis investigaciones hube de jurar que en el departamento cerrado sólo me ocuparía de los asuntos que me habían encargado. Pero en un momento de descuido, de los dos que hubo durante mis dos meses de trabajo, fotografié la piedra.

Kessler agitó la foto:

– ¿Y esto es el retrato?

Al confirmarlo Losinski, Kessler sostuvo la fotografía directamente ante sus ojos como si pudiera de este modo descifrar el misterio. Luego preguntó:

– ¿Cómo diablos llegó este relieve al archivo secreto del Vaticano? Pero sobre todo… ¿por qué?

Losinski sonrió satisfecho de su sapiencia:

– A su primera pregunta: ha caído en el olvido que en la Edad Media el foro estaba enterrado bajo varios metros de escombros y por encima pastaban las vacas. Otras ruinas servían de fundamento o de muros de fortificaciones. Lo mismo el arco de Tito. Estaba incluido en la fortificación de Frangipania y durante años no se podían ver los relieves de su parte exterior. La fortaleza fue demolida, y cuando el papa Pío VII en 1822 expresó el deseo de restaurar el arco de Tito, entonces el restaurador Valadier descubrió en la parte externa esta representación de los legionarios romanos. Pío, quien, como sabemos, apreciaba nuestra orden, se mostró al principio muy satisfecho por este descubrimiento del siglo I, pero una mañana vino acompañado del cardenal secretario de Estado Bartolomeo Pacca y exigió del restaurador que el relieve fuera sacado inmediatamente y trasladado al Vaticano. Valadier replicó a Su Santidad que no era posible sin correr el riesgo de que se desplomase el arco de Tito. Entonces Pío ordenó desmontar piedra a piedra el arco de triunfo y volverlo a montar en el mismo lugar. En el lugar del relieve con los legionarios, Pío mandó colocar travertino para así dar la impresión de que el relieve había sido víctima de la corrosión del tiempo. Sin embargo desde aquella época el original se guarda en el archivo secreto del Vaticano. Ahora, a su segunda pregunta, hermano Kessler.

Sin quitar la vista de la fotografía, dijo Kessler:

– Esto suena fantástico. Tiene que haber un motivo para impedir que los cristianos devotos vean esta representación. Yo mismo sólo distingo soldados con su botín, con utensilios y animales, que se llevan a casa, no veo ninguna mujer desnuda ni ninguna blasfemia contra la Iglesia una, santa y católica. ¡Pero algo debió inquietar a Su Santidad! ¡Reviento si no me inicia inmediatamente en el secreto!

– La verdad no lo hará feliz -objetó Losinski-, ¡debo advertírselo!

– Es posible -replicó Kessler-, pero la ignorancia me pone enfermo. ¡Así que hable ya!

4

Los dos hombres se levantaron. A Losinski le resultaba más fácil hablar caminando. Sobre todo no debía temer oyentes indeseados y así anduvieron en dirección a la curia sobre lisos adoquines de la calle santa, y Losinski empezó a divagar preguntando a Kessler:

– Hermano, ¿recuerda un caso que publicaron los periódicos hace dos meses: un profesor desquiciado echó ácido en el Louvre sobre un cuadro de la Virgen de Leonardo?

– Sí, lo recuerdo vagamente -respondió Kessler-, otro lunático. Lo internaron en un manicomio, donde murió. Pobre loco.

– Eso cree. -Losinski se detuvo y observó inquisitivamente a Kessler.

Éste rióse con menosprecio y observó:

– ¡Seguro que no lo hizo por amor al arte!

– No -respondió Losinski-, pero tal vez por amor a la verdad. -Y a continuación añadió-: Tiene que guardar silencio. ¡Ni una palabra de lo que voy a decirle ahora! Es por su propio interés.

– ¡Doy mi palabra por Dios y por todos los santos! -El lugar cargado de historia, las columnas e imágenes con dos mil años de antigüedad, parecieron a Kessler el marco adecuado para una revelación importante.

Losinski había esperado esta reacción, pero no se dejó turbar y continuó:

– Hace casi dos milenios que existe un secreto en el que sólo unos pocos están iniciados. Se transmite de generación en generación con la condición de que nadie lo fije por escrito. Pues el primer guardián de este secreto pronunció las palabras: todo escrito proviene del diablo. Para que lo inexplicable no se pierda, se les permite a los conocedores del secreto poner en clave a su modo su terrible saber.

– Entiendo -interrumpió Kessler al coadjutor y su voz sonó excitada-. Leonardo da Vinci fue uno de los portadores del secreto y este profesor tiene que haber hallado algún indicio de ello.

– Sí, así debió ser. Pues el profesor echó el ácido directamente a una zona del cuadro, donde apareció algo que nadie podía imaginar: la Virgen de Leonardo llevaba un collar con ocho piedras preciosas diferentes. Cuando me enteré, comprendí en seguida de qué se trataba. Era el mismo descubrimiento que había hecho el cardenal secretario de Estado de Pío VII en el relieve del arco de Tito.

Kessler permaneció de pie asombrado. Saltaba inquieto de un pie a otro.

– Si no supiera que usted es una persona seria, hermano Losinski, creería que me está tomando el pelo.

Losinski miró con gravedad, asintió y continuó:

– Comprendo sus dudas, Kessler. Todo esto es difícil de asimilar, sobre todo teniendo noticia de un momento a otro. Yo mismo he trabajado durante años y me he enterado de la verdad a retazos, era como si compusiera un mosaico con piedrecitas distintas, de manera que poco a poco pude ver el conjunto de la imagen. Usted, hermano, se ve confrontado de golpe con el conjunto de la imagen.

– ¡Volvamos a Leonardo! -exigió Kessler febrilmente.

– El profesor alemán, que enseñaba en América literatura comparada, debió toparse a través de sus estudios literarios con una pista que le reforzó su noción de que Leonardo da Vinci estaba en el secreto y lo había cifrado en una de sus obras. En este caso un collar, en el que trabajó con precisión cada piedra, de modo que cualquier experto pudiera identificarla.

– ¿Y cuando hubo terminado su collar lo pintó por encima?

– Exacto. Cabe la sospecha de que dejara alguna indicación sobre este secreto, una pista con la que se topó el profesor en el curso de sus investigaciones y que ningún historiador del arte tomó en serio. Parece que no veía otra manera que ésta de demostrar su teoría.

Por mucho que le fascinara la explicación, Kessler seguía mostrándose escéptico ante Losinski:

– Ahora bien, supongamos que tenga usted razón y que Leonardo conocía de hecho un secreto universal, entonces surge naturalmente la pregunta: ¿por quién fue iniciado y a quién confiaba a su vez el secreto?

Losinski fijó la vista al suelo. Callaba y parecía ofendido por la pregunta. Este Kessler parecía no seguir con la debida seriedad sus palabras. Finalmente contestó:

– No lo sé, yo no lo sé. Tal vez lo saben otros. Hay grandes inteligencias en cuya obra existen indicaciones que nadie sabe interpretar. Antes de Leonardo está Dante, después de él están Shakespeare y Voltaire, sobre todo Voltaire, cuyo nombre, que se dio a sí mismo (él se llamaba Arouet), es un anagrama, como son anagramas ocultos el collar de Leonardo y la representación del arco de Tito. Las dos representaciones y el nombre de Voltaire tienen en común que están compuestos de ocho letras. Estoy seguro de que bajo el nombre de Voltaire se oculta una pista sobre su confidencia. He descompuesto el nombre en sus letras intentando formar con ellas palabras francesas, que, alineadas, den un sentido, me he pasado noches en ello… sin éxito.

– Tal vez se equivoca usted con su tesis. Tal vez detrás del nombre de Voltaire sólo se esconde un simple juego de palabras.

– Sí, lo sé, algunos simplones ven en el nombre de Voltaire un anagrama de AROVET L(e) J(eune), es decir, Arouet el Joven. Pero esta burda interpretación es indigna de un Voltaire. Un hombre que se cuenta entre las inteligencias más grandes de la historia mundial no se oculta detrás de un inocente juego de palabras. Voltaire, si bien creía en Dios como origen del orden moral, estaba en desacuerdo con los misterios cristianos, sobre todo con la Iglesia católica. El ser humano, afirmaba, no necesita una salvación divina y puso de vuelta y media los textos bíblicos. Esto es muy raro en un hombre de su tiempo, pero resulta comprensible partiendo de la base que conocía un secreto universal. ¡Kessler, estoy seguro de que estaba bien informado cuando adoptó este extraño nombre de Voltaire!

– Con permiso -objetó Kessler-, si le entiendo bien, ¿entonces Voltaire está relacionado con este relieve del arco de Tito?

Losinski tomó la fotografía de la mano del cofrade y se la puso, provocador, ante la cara:

– ¿Qué ve usted en esta foto, Kessler?

– Legionarios romanos con su botín.

– ¿Y de qué botín se trata?

– Veo una jofaina, tal vez de oro, un cordero, una rama de árbol, un alce, un estandarte, un yugo de bueyes, un pato y una espiga. ¿Qué hay de raro en ello?

– En el botín propiamente… nada, casi nada. Pero existe una pista, que debe levantar sospechas a un observador atento.

– ¡El alce!

– Exacto. En el país en que los legionarios de Tito cogieron el botín hay los más diversos animales salvajes, pero ningún alce. Esta paradoja fue elegida, pues, intencionadamente por el autor del relieve para dar una pista de que detrás de la representación se esconde un mensaje secreto.

– Pero el emperador Tito debió de haber aprobado el proyecto y haber dicho a su escultor: «No me acuerdo de haber visto un alce en nuestro botín de guerra».

– Esto habría hecho sin duda, hermano, pero Tito no vio nunca el arco de triunfo que lleva su nombre. Fue construido después de su muerte por su hermano y sucesor Domiciano, y el joven tenía tales problemas, que las particularidades del monumento le eran tan indiferentes como las palabras de los filósofos romanos. Y los propios romanos eran un pueblo necio. Sólo conocían su capital y todo lo que había más allá de sus fronteras lo consideraban exótico. Ni siquiera les habría llamado la atención si se hubieran trasladado pingüinos en este botín.

5

Losinski y Kessler entretanto habían llegado al extremo opuesto del Foro, pasando por delante de la curia y del arco de Septimio Severo, detrás del cual la Via Consolazione circunda el Capitolio. Kessler debió reprocharse después haber elegido precisamente este camino para su conversación, aunque en realidad fue idea de Losinski.

Desde la calle penetraba el ruido del tráfico, que molestaba las explicaciones de Losinski, pero excluía la posibilidad de oyentes indeseados. Así el polaco reanudó la charla y dijo:

– En el séquito del emperador Tito debieron haberse encontrado personas que se habían confrontado en el este con el nuevo movimiento cuyos activistas se llamaban cristianos. Para los romanos, estos christiani no eran sino seguidores de una de las numerosas sectas procedentes de Oriente; pero en torno al hombre que la había popularizado trepaban tantos mitos y leyendas, que la gente afluía en tropel a la secta. El hombre afirmaba seriamente ser hijo de un dios desconocido y dio pruebas haciendo cosas de las que ni siquiera los magos se atrevían a jactarse: con su brujería sacó de cinco panes y dos peces comida para cinco mil hombres, sin contar a las mujeres ni a los niños; convirtió el agua en vino y resucitó a los muertos. Cuando los romanos lo condenaron por blasfemo, fue muerto por los judíos [6], y luego sucedió algo que desconcertó completamente a las gentes de aquella época. Los seguidores de este hombre afirmaron haber visto con sus propios ojos que su maestro había resucitado de entre los muertos.

– Alto, hermano -objetó Kessler-, habla usted como un hereje. Lo que hace no está bien.

La objeción enfureció a Losinski, que arrugó la frente y replicó:

– Quizá debería escucharme hasta el final, hermano, luego podrá opinar libremente.

Ahora estaban a corta distancia uno frente a otro, casi como adversarios dispuestos a medir sus fuerzas, Losinski de cara al Foro, Kessler con la vista al Capitolio. Losinski miraba fríamente y seguro de vencer, Kessler crítico, pero inseguro por el talante científico del coadjutor. En esta actitud comenzó de nuevo:

– Sobre todo por el celo misionero de un constructor de tiendas de campaña llamado Pablo, que nunca conoció a su maestro, el movimiento adquirió fuerte concurrencia, de modo que paulatinamente se convirtió en una amenaza para los dioses oficiales de Roma. En todo el imperio se formaron comunidades con seguidores de esta secta; no sólo en Palestina, en Asia Menor y Grecia, incluso en Roma, el domicilio de los dioses, tenían los cristianos sus adeptos. Sí, estas gentes poseían un celo misionero como ninguna otra religión había manifestado. Y puesto que se aislaban de todo lo que no fuera su religión y practicaban ritos extraños en sus reuniones secretas, pronto fueron objeto de murmuración en todo el imperio romano. Su fanatismo era tan exagerado, que defendían su opinión preconcebida incluso frente a personas que habían conocido directamente al hombre milagrero de Nazaret. Y cuando vino una de estas personas y afirmó que lo de Jesús era muy diferente, yo lo sé mejor que nadie, entonces amenazaron con lapidar a este hombre, que sólo huyendo pudo salvarse de la muerte. Huyó a Egipto y escribió todo lo que había vivido.

– Dios mío -balbuceó Kessler y miró la fotografía. Cada vez más cosas adquirían sentido de repente. No era tan ingenuo para creer que Losinski se lo había inventado. Si había conocido a una persona seria, ésta era el coadjutor de Polonia. Este hombre examinaba cada asunto dos veces antes de darlo por válido. Kessler sospechaba que en el momento siguiente se sacaría un as de la manga, que a él, Kessler, lo dejaría mudo. Guardó silencio, pero su cabeza estaba a punto de estallar por la tensión.

Con una sonrisa de satisfacción en la comisura de los labios, característica de los sádicos, gozaba Losinski del momento antes de añadir finalmente:

– Lo que este hombre explicó, lo escucharon otros maravillados; pero siempre que intentaban proclamarlo públicamente, eran acallados por los cristianos, que los expulsaban, los mataban o los intimidaban con amenazas. Por ello formaron un movimiento secreto contra los cristianos, en el que participaron hombres significativos. Reconocieron que nada, ni la mentira ni la verdad, podía impedir la afluencia de gente a una secta que a causa de los recientes acontecimientos de la época se hallaba viento en popa. En consecuencia, codificaron de distinta manera lo que sabían para las futuras generaciones. El artista que hizo los relieves del arco de Tito, o bien era él mismo un activista de este contramovimiento, o bien fue sobornado para elegir precisamente esta representación sin conocer su significado. Cuando Pío VII descubrió la secuencia de palabras en el relieve, debió de sobresaltarse grandemente; pues en el archivo secreto del Vaticano se guarda un cofrecillo sellado por el Papa respectivo del que se dice que cada sucesor en la cátedra de Pedro sólo puede abrirlo una vez y después debe cerrarlo y sellarlo de nuevo. Al parecer, los Papas que abrieron este cofrecillo se derrumbaron sin sentido como alcanzados por un rayo o desde ese momento su carácter cambió de modo extraño…

Como exorcizado, Kessler estaba pendiente de los labios de Losinski. Vio cómo dejaron de moverse, cómo su boca se torció en una mueca y un torrente de sangre salía de su lengua, cómo lentamente giraba sus ojos al cielo y, sin un sonido, doblaba sus rodillas como en una película en cámara lenta. Al mismo tiempo sintió Kessler un dolor agudo en el brazo derecho.

Sólo ahora penetraba en sus oídos el ruido producido por un fusil automático. Provenía de la Via Consolazione, situada más arriba, donde él, tambaleándose, observó una motocicleta ocupada por dos hombres y una refulgente boca de fuego. Luego quedó inconsciente.

6

Cuando Kessler, sentado y apoyado a una pared, volvió en sí, unos auxiliares sanitarios intentaban colocarle una venda en el brazo. Uno de ellos, un joven de pelo corto, dijo que había tenido suerte de haber sobrevivido, a aquel de allí -y en esto señaló a Losinski que permanecía inerte en el suelo- le han dado de lleno. Un tiro en la nuca.

Sólo horas más tarde comprendió Kessler lo que este día había sucedido en el Forum Romanum y que Losinski había sido víctima de un atentado, y se preguntaba una y otra vez: ¿fue intencionado o casual que él sobreviviera?

Como siempre que la policía italiana anda a ciegas fue hallado en seguida un culpable. Detrás, se dijo, estaba la mafia y Kessler tuvo que someterse a interminables interrogatorios, en los que su condición clerical no le sirvió de ayuda, pues, como se sabe, no pocas veces la sotana sirve de camuflaje a la delincuencia organizada. Cuando finalmente se comprobó la identidad eclesiástica de Kessler y el doctor Stepan Losinski fue enterrado en el cementerio de los jesuitas, empezaron de nuevo los interrogatorios, porque un funcionario de instrucción experto en lenguaje y escritura había constatado una sospechosa igualdad de nombre entre Kessler y un Capo di tutti Capi, es decir, un jefe de jefes llamado Bobby Cesslero, que era buscado desde hacía tres años mediante requisitorias sin que la policía poseyera una foto de él. Cesslero, apodado «il Naso» («el Narices»), dejó desde Italia pasando por Francia hasta América un rastro de aromas detrás de él, puesto que falsificaba los perfumes más caros del mundo y los vendía en cantidades industriales; pero qué aspecto tenía Cesslero, nadie lo sabía.

Por ello pasaron dos semanas largas hasta que pudiera descartarse esta sospecha y Kessler se viera en condiciones de reanudar su trabajo. Pero Kessler ya era otro. El atentado, del cual sólo le había quedado una cicatriz de cuatro centímetros en el brazo, lo había cambiado a él y a su forma de pensar. Más de una vez se sorprendía pensando como posiblemente hubiera pensado Losinski, combinando nexos como Losinski los pudiera haber combinado; sí, incluso notó, para sobresalto suyo, que sonreía irónicamente como Losinski cuando se discutían partes de texto del pergamino.

Naturalmente Kessler se preguntaba (una débil formulación para interminables noches de insomnio) quién pudo haber tenido interés de eliminar a Losinski, a él o a ambos, y entonces se descubría a sí mismo como cómplice, como a uno que, para determinada gente, sabía demasiado, aunque sólo conocía aún media verdad. En una de estas noches de insomnio en la celda del convento, sacó su chaqueta y una vez más examinó el jirón parduzco en la parte de arriba de la manga derecha, desgarrado por el disparo, y una vez más le vino la idea de que debió ser un azar del destino haber sobrevivido. En todo caso no era intención de los autores del atentado, pensaba él, y de ello infería Kessler que debía andar con mucho cuidado…, un segundo intento no fallaría.

Kessler debía suponer que aquellos que pretendían atentar contra su vida sospechaban que había sido iniciado en el secreto por Losinski. ¿Quizás el conocimiento de toda la verdad no le habría proporcionado ni un minuto más de tranquilidad? Kessler vivía atormentado por las dudas de lo que podía haber sucedido en las citas secretas del Campo dei Fiori. El creía firmemente ahora que de ningún modo Losinski había cometido un pecado contra el sexto mandamiento en aquel edificio, como sospechaba antes, sino que más bien sus escapadas nocturnas a aquel barrio tan poco elegante estaban relacionadas con esta historia.

Y mientras reflexionaba esto y acariciaba la manga desgarrada de la chaqueta, su mano percibió algo en el bolsillo interior de la americana… la fotografía de Losinski, doblada y plegada. Uno de los auxiliares sanitarios, en el Foro, probablemente se la metió en el bolsillo creyendo que era suya. Aunque la fotografía estaba arrugada como un bolso de la compra, se podían reconocer los detalles y Kessler empezó instintivamente a escribir uno debajo de otro en una hoja los símbolos del botín de guerra, primero en su lengua materna, luego al lado en latín.

Éste fue aproximadamente el resultado:


Jofaina Balnea

Cordero Agnus

Rama Ramus

Alce Alces

Estandarte Bellicum

Yunta Bigae

Pato Anas

Espiga Spica


Luego leyó las iniciales de las palabras latinas: BARABBAS.

– ¡Gran Dios! -se le escapó a Kessler. Con este nombre se topó precisamente en un fragmento del texto del quinto evangelio: ¡Barabbas! Por la Santísima Trinidad, ¿qué misterio se ocultaba detrás de este nombre?

7

Al día siguiente en la Gregoriana, Kessler sólo estaba concentrado a medias en su trabajo. Desde el atentado parecía distraído; aun cuando no quería admitirlo, tenía miedo.

Manzoni parecía cambiado desde la muerte de Losinski. Cierto que nunca le había gustado el polaco, pero la moral cristiana imponía hablar de él con un sentimiento de compasión; sin embargo Manzoni veía en el asesinato de Losinski más bien un problema de organización relativo a la tarea del pergamino copto.

A Kessler le pareció que Manzoni le había entregado con toda intención un fragmento que casi no daba oportunidad de trabajarlo debido a su estado defectuoso. No más grande que la palma de la mano, tenía tantos agujeros como un pedazo de tela apolillada. Ni una palabra se unía a la otra… una empresa inútil.

Varias veces al día se encontraban las miradas de ambos hombres, sin que ninguno dijera una palabra. Parecía como si hubiesen aceptado en silencio su enemistad. Y mientras Kessler se contemplaba las manos, pensaba cómo podría coger a Manzoni. Manzoni, cuyo principal cometido era pasearse entre las hileras de traductores como un maestro de escuela y discutir aquí y allá sobre algún pasaje del texto, reflejaba, cada vez que pasaba junto a Kessler, cierta alegría maliciosa en sus ojos, que no podía pasar inadvertida a los demás y a él le irritaba hasta en la sangre.

Y de repente -no había querido pero sin duda era una manifestación de su furor-, Kessler gritó por encima de dos o tres mesas a Manzoni:

– Diga, professore, ¿quién es realmente este Barabbas?

En la sala se hizo un silencio de muerte. Todos los ojos se dirigieron a Manzoni, quien, como si quisiera abalanzarse sobre el desvergonzado gritón, fue rápidamente con la cabeza roja al encuentro de Kessler, se inclinó y desconcertado miró fijamente el agujereado trozo de pergamino. La pregunta pendía en la sala como una frase blasfema de Karl Marx, aunque Kessler sólo había hecho una pregunta.

Primero examinó Manzoni el pergamino, luego la expresión de la cara de Kessler, finalmente le ordenó:

– ¡Muéstreme el pasaje! ¿Dónde se ha tropezado con Barabbas?

Kessler reía irónicamente porque notaba que había tenido éxito con su provocación y por ello retrasaba la respuesta. En esto comprendió que Manzoni debía conocer al menos tan bien el texto que tenía ante sí, que le sorprendió la alusión al nombre. Kessler se enfureció: ¿para qué entonces tenía que esforzarse con este fragmento?

– Le he preguntado algo, hermano en Cristo -susurró Manzoni en voz baja. La situación, sobre todo que el resto de los hermanos estuviese oyendo, le resultaba extremamente desagradable. Por esto se colocó muy cerca de Kessler, para que éste hablara lo más bajo posible. Pero Kessler no se dejó amilanar y respondió en voz más alta de lo necesario:

– Monsignore, primero le hice yo una pregunta. ¿Por qué no contesta?

Evidentemente, el profeso no había contado con tanto desparpajo en la boca del joven jesuita. Carraspeaba inseguro y miraba nervioso a su alrededor, después sacó un pañuelo blanco y lo pasó por su cuello (un gesto que servía para ganar tiempo).

– ¿Barabbas? -dijo finalmente con simulada calma-. No entiendo su pregunta, Barabbas es el autor de este escrito. ¡Usted lo sabe!

Kessler no cedió:

– Ésta no es mi pregunta, monsignore. Lo que quiero saber es: ¿quién se oculta detrás de este nombre?

– Una pregunta que carece totalmente de sentido -respondió el profesor Manzoni insolente-, entonces podría hacer también la pregunta: ¡quién se esconde detrás del nombre de Pablo!

– ¡Una pésima analogía! -gritó Kessler-. No necesito hacer esta pregunta porque ya ha sido contestada en innumerables tratados teológicos.

Finalmente encontró Manzoni una réplica para hacer callar a Kessler, dijo:

– Será nuestra misión investigarlo; ¿por qué no acepta encargarse de ello, hermano en Cristo? -Manzoni rió y con él aquellos jesuitas que sabía de su parte-. Pero ahora le toca el turno a mi pregunta -dijo Manzoni que había recobrado su aplomo-. ¿En qué lugar tropezó usted con el nombre de Barabbas?

– En ningún caso aquí en esta hoja roída por los ratones -dijo Kessler-, tenía sólo un presentimiento…

– ¿Un presentimiento? ¿Qué significa que usted tenía un presentimiento?

Kessler se encogió de hombros y torció el rostro, pero no contestó, miró a Manzoni y sonrió con suficiencia. Sí, se mostraba claramente indiferente y desinteresado, y esto tenía que infundir miedo a su adversario. Los ojos de Manzoni se extraviaban nerviosos por la sala, como si buscase ayuda en otro, pero los demás se dedicaban con especial solicitud al estudio de los textos.

8

A partir de aquel momento, un foso profundo de desconfianza separó a Kessler y Manzoni, y Kessler propiamente tenía que haber esperado que el profeso lo mandase a casa con la excusa de que se negaba a colaborar; sin embargo, no sospechaba cuánto le temía Manzoni. Manzoni estaba convencido de que Kessler, gracias a Losinski, sabía más de lo que admitía. Por esto habría sido estúpido excluir al joven alemán; al contrario, el plan de Manzoni era confiar a Kessler tareas especiales para impedir que divulgara sus conocimientos. Cada orden dispone de un montón de esas funciones especiales adecuadas para hacer desaparecer a un clérigo durante años, si no para siempre.

Kessler debió de haberlo intuido -y observando más objetivamente su situación tal propósito era evidente-, en todo caso obró con mucha prudencia y desplegó una actividad desacostumbrada. Fracasó en el primer intento de sacar nuevas informaciones a través de la herencia de Losinski. Aunque el superior del convento de San Ignacio, un pequeño romano de pelo blanco llamado Pío, le dio autorización para rebuscar bajo su vigilancia en la habitación de Losinski (al fin y al cabo habían sido amigos), la celda del convento ya había sido minuciosamente registrada -lo que el superior negó con indignación-, en cualquier caso faltaban todos los documentos y sobre todo la carpeta, que daban pistas sobre las investigaciones. Incluso el saco con el calzado, con el que Losinski se había recreado más de la cuenta, había desaparecido.

Para Kessler, entre las huellas que había dejado Losinski, sólo había una que prometía éxito: la casa cerca del Campo dei Fiori. Naturalmente debía contar con que sería observado paso por paso. Por ello estableció un plan de cómo podría sacudirse posibles perseguidores. El plan era tan sencillo como genial: exploró a pie un complicado trayecto desde San Ignacio al Campo dei Fiori, sin aproximarse a ningún destino concreto; un día después montó a última hora de la tarde una bicicleta que había pedido prestada al portero. Con ella iba más rápido entre el intenso tráfico romano que con cualquier otro medio de transporte.

Kessler desapareció con su bicicleta por la entrada tenebrosa y fría del edificio. Y mientras subía las escaleras anchas y gastadas hacia la vivienda que tan a menudo había visitado Losinski, pensaba en lo que le esperaba. No lo sabía, sólo seguía una sensación que le decía que las frecuentes visitas a esta casa estaban de algún modo relacionadas con su descubrimiento. Ni siquiera sabía cómo conseguiría entrar, excepto con la indicación de que era amigo de Losinski y había sobrevivido milagrosamente al atentado.

Al mismo tiempo le vino a la memoria una conversación que hacía tiempo había mantenido con Manzoni. Trataron de Losinski y las palabras del profeso resonaban todavía en su oído: debía tener cuidado con Losinski, pues aunque Losinski era un científico extraordinario, en el fondo de su corazón era un hereje, y Manzoni podía imaginarse que Losinski traicionase a nuestro Señor Jesús por treinta monedas de plata como Judas Iscariote.

Después de todo lo que había averiguado de Losinski, estas palabras adquirían otro peso. Parecía como si Manzoni y Losinski se hubiesen diferenciado menos en el saber que en la disposición de divulgar este saber. El silencio, en sí, no es ningún pecado, en cualquier caso ninguno de los diez mandamientos lo prohíbe; sin embargo, la Iglesia ha conseguido pecar más callando, que otros con palabras malvadas.

Sin detenerse apretó Kessler el timbre que estaba junto a la puerta pintada de blanco en el tercer piso. En el interior se aproximaban pasos, la puerta se abrió en un breve resquicio, y la cara ancha de un hombre asomó por la abertura:

– ¿Qué quiere? ¿Quién es usted?

– Mi nombre es Kessler. Soy un amigo de Losinski -dijo Kessler en voz baja. En este momento había olvidado todo lo demás.

– Losinski no tenía amigos -replicó el hombre a través de la abertura de la puerta y se dispuso a cerrarla.

Entonces Kessler metió la mano y gritó encolerizado:

– ¡Soy el hombre que debía ser asesinado con él!

Durante un buen rato no sucedió nada. Luego se abrió lentamente la puerta y apareció la figura de un hombre rechoncho con una calva lisa. El hombre hizo un gesto con la mano invitándolo y Kessler entró. Se quedó parado en medio de la antesala con seis puertas en todas direcciones. El hombre rechoncho se le acercó y antes de darse cuenta le tiró del brazo. En el mismo momento se abrió una de las puertas y Kessler vio una mujer en silla de ruedas.

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