Capítulo primero

ORFEO Y EURIDICE

causando la muerte

1

A su alrededor era todo blanco y, como si le dolieran las paredes blancas, el suelo blanco, las puertas blancas relucientes y los deslumbrantes tubos de neón, Anne hundió su rostro en las manos. No comprendía nada. Sólo había escuchado la palabra «coma» y que él estaba muy mal. Una figura asexuada en bata blanca la arrinconó en la silla explicándole con delicadeza, como una azafata aérea que infunde confianza en el reglamento para el caso de urgencia, que los médicos harían lo humanamente posible, que aquello podría durar mucho y que hiciera el favor de rellenar el formulario y firmarlo.

La hoja estaba en el suelo junto a ella. De vez en cuando se abría una de las puertas relucientes. Suelas de goma rechinaban sobre el largo pasillo y desaparecían por otra puerta. De algún lugar llegó el ritmo de una máquina apisonadora, olía a fenol y el calor era casi insoportable.

Anne alzó la vista, aspiró profundamente el aire, abrió su abrigo de entretiempo, se reclinó hacia atrás en la silla con los ojos cerrados y cruzó los brazos. Los labios le temblaban y sentía un dolor que no podía localizar. Intuía que su vida se partía en dos y le vino a la mente una idea de su infancia, cuando a veces deseaba que una palabra mágica pudiera borrar una vivencia y todo fuera como antes.

Nunca había pensado qué ocurriría si a uno de los dos le sucediera algo. Amaba a Guido, y el amor no pregunta por el final. Pero ahora reconocía lo necio de esta actitud. No estaba preparada para una llamada telefónica así: «Lo sentimos mucho, pero hemos de darle una mala noticia. Su marido ha tenido un accidente grave. Hágase a la idea de lo peor».

Como en un sueño, Anne fue a la clínica a toda velocidad. No sabía por qué camino había llegado ni dónde aparcó el coche. Incapaz de pensar con claridad, había preguntado a dos o tres batas blancas «¿cuidados intensivos?» y aterrizado finalmente en aquel pasillo de luz penetrante, donde el tiempo parecía no tener fin.

Se asustó al sorprenderse con la idea de renovar la casa y vender la tienda de antigüedades, de hacer primero un viaje largo para distanciarse. A Guido nunca le pudo convencer para hacer un viaje alrededor del mundo. Odiaba los aviones.

¡Dios mío! Anne saltó de la silla, se avergonzaba de estos pensamientos e iba inquieta de un lado para otro con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo. La negligente actividad de los portadores de bata blanca, que pasaban por su lado sin apenas dirigirle una mirada, causaba el efecto de una provocación y faltó poco para que Anne se abalanzara sobre una de las enfermeras para gritarle que se trataba de la vida de su marido, que si no lo comprendía.

No llegó a ocurrir porque en ese momento salió de una puerta un hombre flaco con los cristales de los monóculos sucios. Mientras se dirigía a Anne, desataba las cintas de un tapabocas verde colgado del cuello y luego se limpió la frente con el brazo.

– ¿Señora von Seydlitz? -preguntó con voz apagada.

Anne sintió cómo sus pupilas se dilataban, cómo la sangre golpeaba en su cabeza. Retumbaba en sus oídos. El rostro del doctor no revelaba ninguna emoción.

– Sí -Anne exhaló un sonido apenas perceptible. Su garganta estaba seca y ronca.

El médico se presentó. Pero mientras decía su nombre cambió el tono de voz y cayó en la salmodia de un sepulturero. Al fin y al cabo, lo que seguía lo había dicho muchas veces:

– Lo siento mucho. Toda la ayuda llegó tarde para su marido. Puede que en esta situación sea un consuelo para usted si le digo que tal vez es mejor así. Su marido nunca habría recobrado el conocimiento. Las heridas del cráneo eran demasiado graves.

A pesar de que Anne aún percibió que el doctor le daba la mano, en su airado desamparo dio media vuelta y se marchó. Muerto. Por primera vez comprendió la rotundidad de esta palabra.

En el ascensor, como en todos los ascensores de las clínicas, olió a comida. Asqueada, salió huyendo apenas se abrieron las puertas.

Marchó a casa en taxi. No estaba en condiciones de ponerse al volante. Dio al conductor un billete sin decir palabra, luego se ocultó en su casa. De pronto todo le pareció extraño, frío y repulsivo. Se quitó los zapatos, subió precipitadamente la escalera, entró en su habitación y se dejó caer sobre la cama. Luego, por fin, estalló en llanto.

Esto sucedió el 15 de septiembre de 1961. Tres días después, Guido von Seydlitz fue enterrado en el cementerio del bosque. Al día siguiente comenzaron -por lo pronto digámoslo así- los sucesos extraños.

2

Para que Anne von Seydlitz no ofrezca desde el principio una imagen errónea, lo que perjudicaría el contenido real de la historia, se deben desgranar algunas palabras sobre esta mujer. Anne Seydlitz no usó nunca el «von», que revelaba la condición aristocrática de su marido. A su marido, como tratante de arte, podía serle útil el título nobiliario, pero Anne más bien se burlaba de esa «nobleza de fábrica» otorgada en el siglo XIX. En aquella época, fabricantes dignos de mérito eran elevados de un día a otro al estamento de la nobleza. Este dudoso procedimiento generó estirpes tan curiosas como la de los Von Müller o la de los Von Meyer.

Anne tenía suficiente conciencia de sí misma para andar por la vida como señora Seydlitz, pues la educación y una belleza áspera se unían en ella de un modo tan fascinante, que en cualquier lugar donde se presentara se convertía en el centro de la reunión. Como todos los que no sólo no sufren por su inteligencia, sino que además saben sacarle provecho, Anne poseía chispa y sus picardías eran a menudo la comidilla del día. Le gustaba coquetear con su edad de cuarenta años recién cumplidos diciendo que se hallaba sólo en la quinta década. Naturalmente la muerte de su marido le afectó mucho. Y precisamente cuando empezaba a asimilar el sufrimiento, que le había llegado de modo tan inesperado, la llamaron por teléfono de la clínica pidiéndole que recogiese las últimas pertenencias de su esposo.

Aunque no le fue fácil, Anne cumplió el requerimiento el mismo día. Una enfermera le entregó contra recibo un saco de plástico cerrado herméticamente, que junto con la ropa de Guido contenía el reloj y la cartera. Allí se enteró, más bien de pasada, que Guido en el momento del accidente no estaba solo en el automóvil.

– La acompañante únicamente sufrió heridas leves, hoy se le dio de alta.

– ¿La acompañante?

Anne von Seydlitz arrugó la frente, un síntoma claro de su agitación interior.

La enfermera mostró su sorpresa de que la señora von Seydlitz nada supiera de la acompañante, incluso desconfió y fue a pedir consejo al médico jefe antes de revelar el nombre. Anne reconoció en él al doctor que le había dado la funesta noticia y consideró oportuno disculparse por su actitud desconsiderada.

El doctor manifestó que su comportamiento, debido a las circunstancias, no estaba fuera de lo común, hasta lo calificó de bastante normal. Con todo Anne consiguió, tras un duro tira y afloja, averiguar el nombre y la dirección de la acompañante de su marido.

No conocía a la mujer. En principio sólo trataba de saber algo más sobre las circunstancias del accidente.

Con este fin se puso en contacto con la policía. Allí se enteró de que el automóvil ocupado por dos personas, un hombre y una mujer, se salió de la calzada en el kilómetro 7,5 de la autopista Munich-Berlín y, después de dar varias vueltas de campana, cayó sobre un talud, quedando con las ruedas hacia arriba. La mujer sobrevivió al accidente, sin duda porque fue arrojada del vehículo. Para aclarar las causas del accidente, se examinaría la carrocería del automóvil siniestrado.

Si podía ver el coche.

Naturalmente, si deseaba pasar por este mal trago.

El garaje, situado al norte de la ciudad, ofrecía espacio para dos docenas de coches accidentados, y por lo menos otros tantos estaban abandonados al aire libre. Eran automóviles abollados, desgajados, quemados, que estaban unidos al destino de alguna persona.

Por más que se había propuesto mantenerse fría y serena, empezó a temblarle todo el cuerpo al ver la chatarra, y tardó un buen rato hasta que se atrevió a aproximarse. El tablero de mandos estaba doblado por el medio. En la parte izquierda se veían restos de sangre. Los parabrisas delantero y trasero se hallaban, partidos en añicos, encima de los asientos abollados. El capó quedó reducido a la mitad de su longitud normal. El maletero estaba abierto y las abolladuras impedían cerrarlo. Apestaba a gasolina, a aceite y a plástico quemado.

Casi devotamente rodeaba Anne el vehículo siniestrado, cuando su mirada se posó en un maletín de documentos que estaba en el maletero. El funcionario de policía que la acompañaba asintió y consideró que podía llevárselo. Sacó el maletín de cuero y lo acercó a Anne.

– ¡Pero éste no es el maletín de mi marido! -gritó Anne dando un paso atrás. Hizo un movimiento como si el hombre le colocase una asquerosa alimaña ante las narices.

– Entonces será de la acompañante -estimó apacible el policía. No llegaba a comprender la excitación de la mujer.

– ¿Pero dónde está el maletín de documentos de mi esposo? ¡Llevaba consigo un maletín de color marrón con su monograma G.v.S. grabado encima!

El funcionario se encogió de hombros.

– ¿Está usted segura?

– Totalmente segura -respondió Anne y tras reflexionar un momento dijo-: ¡Démelo!

Puso el maletín sobre el techo del coche siniestrado, accionó toscamente las cerraduras y abrió la tapa. El contenido -ropa interior (dicho sea de paso no muy fina), cosméticos y cigarrillos- pertenecía sin duda a la mujer.

– ¿Puedo llevármelo? -preguntó Anne.

– Naturalmente.

Cerró el maletín y se marchó.

3

La indecible tristeza, el dolor y el vacío que dejaron en ella la muerte de Guido parecían haber sido barridos de repente, incluso vivía unos cambios de humor insólitos: el dolor, que por lo general desaparece al cabo de los años, se transformaba en Anne de una hora a otra en amargura, hasta llegó a sentir odio por su marido, al que había enterrado un día antes. Diez años de matrimonio, de supuesta felicidad, se derrumbaron súbitamente, como un edificio ruinoso bajo la pala de la excavadora. Sentía como si hubiese perdido a su esposo dos veces, una varios días antes… y luego ahora.

Camino de casa, que Anne recorrió en taxi, se le despertaron recuerdos, pensamientos, vivencias, que ahora de pronto adquirían un significado. Su mano izquierda se agarraba al asa del maletín como reuniendo fuerzas para un ataque terrible. Con la otra mano rebuscaba en su abrigo el papelito que le dio el médico en la clínica: Hanna Luise Donat, Hohenzollern-Ring 17.

Anne se mordió el labio inferior. Lo hacía siempre que estaba furiosa. Luego colocó el papelito delante de la cara del taxista.

– Lléveme al Hohenzollern-Ring 17.

La casa al este de la ciudad no era una dirección elegante, pero, por lo que se podía ver en el crepúsculo, tenía un aspecto cuidado, formal. En la puerta de hierro pintada de gris que cerraba los muros del jardín, había una placa oval de latón, sin nombre. Anne no titubeó ni un momento. Apretó el botón del timbre. En el interior de la casa, situada algo más atrás, se encendió la luz y poco después apareció en la puerta un hombre bajo y algo corpulento.

– ¿Vive aquí Hanna Luise Donat? -gritó Anne al hombre.

Él, sin responder, fue a su encuentro con una llave, abrió la puerta de hierro gris del jardín, le extendió la mano, en cuyo dedo índice faltaba la primera falange, y dijo mientras se inclinaba con torpe cortesía:

– Donat. Usted quiere ver a mi mujer. ¡Pase, por favor!

La solicitud con que el hombre, sin preguntar lo que quería, dejó pasar a Anne la maravilló, pero en su ira lo pasó por alto, en aquel momento sólo tenía un objetivo: quería ver a esa mujer.

Donat condujo a Anne a una habitación pobremente amueblada, con dos viejos armarios y un cuadro recargado de principios de siglo:

– ¡Por favor, aguarde un momento!

Desapareció por una de las puertas altas, pintadas de color claro. Al cabo de un rato volvió, mantuvo la puerta abierta y rogó a Anne que entrase.

Naturalmente Anne tenía una idea de la mujer que la esperaba en la habitación. Imaginaba una mondonga, con el pelo peinado hacia arriba y los labios pintados de un color vivo, rolliza en las partes típicas, exactamente así como se imagina uno a la que se lía con un hombre casado, y con esa idea crecía su rabia.

Se había figurado con minuciosidad el encuentro. Sobre todo se había jurado permanecer tranquila, fría y cínica, pues sólo así podía herir a la extraña. Quería decirle que era Anne von Seydlitz, la esposa, y que siempre había querido conocer a la mujerzuela con la que Guido efectuaba sus presuntos viajes de negocios. La quería invitar a recoger la indumentaria manchada de sangre de su marido, como recuerdo, por así decirlo. Pero ocurrió de modo totalmente distinto.

En el centro de la estancia, adornada con plantas verdes, estaba sentada una mujer, más o menos de la misma edad que ella. Rígida como una estatua, las piernas cubiertas con una manta, estaba sentada en una silla de ruedas. Todos los movimientos, que el cuerpo del cuello hacia abajo le negaba, se reflejaban en su hermoso rostro.

– Soy Hanna Luise Donat -dijo amablemente la mujer en su silla de ruedas y con una leve inclinación de la cabeza indicó a la visitante que se acercase.

Anne se quedó petrificada. Ella, tan locuaz que nunca se quedaba sin dar una respuesta, carecía de palabras en este momento imprevisto. Así sucedió que la inválida, por lo visto acostumbrada a situaciones como ésta, con voz expresamente tranquila dijo:

– ¡Por favor, siéntese! -Y tras un momento en el que nada ocurría, añadió con más apremio-: ¿No quiere decirme qué cosa la condujo a mí, señora…?

– Seydlitz -completó Anne.

No conseguía reprimir su nerviosismo, revolvió en su bolso, sacó el papelito y leyó, cosa que en tal situación resultaba ridícula:

– Hanna Luise Donat, Hohenzollern-Ring 17.

– Correcto -comentó la mujer en la silla de ruedas, y el hombre se colocó detrás y empujó a la inválida más cerca de la visitante.

Anne balbuceó unas palabras de disculpa: sin duda la habían inducido a error, pero en la clínica le dieron este nombre y esta dirección. Una mujer llamada así había estado en el automóvil accidentado de su marido y, después de permanecer tres días en la clínica, había sido dada de alta.

– Este malentendido -apostilló el hombre- lo puede aclarar fácilmente su esposo.

– Está muerto -dijo Anne fríamente.

– Perdone, lo siento, no podía saberlo.

Anne asintió. De cualquier modo que considerase el caso, esta mujer no podía ser ni la acompañante en el automóvil, ni la paciente en la clínica. Pero mientras ella encontraba la situación misteriosa, por no decir inquietante, los otros dos se mostraron extremamente interesados por lo ocurrido en los últimos días. Antes de que pudiera ser involucrada en una larga conversación aclaratoria, puso el maletín en la mano del hombre y se despidió más rápido de lo que habrían aconsejado las buenas maneras.

4

Aquella noche Anne no pudo conciliar el sueño. Andaba por la gran casa como un fantasma buscando sin éxito su alma. Enfundada en una larga bata blanca, se sentó en la escalera que conducía a su dormitorio e intentó encontrar una explicación a todo ello. A veces creía estar soñando; luego escuchaba los lejanos ruidos de la noche. Esperaba que en cualquier momento rodase una llave en la cerradura y Guido entrase en la casa, como siempre lo había hecho, pero nada ocurrió y al punto su delirio alcanzó el peligroso grado en que no se puede distinguir entre la fantasía y la realidad.

Anne se asustó al sorprenderse a sí misma frente a la puerta del dormitorio de Guido, golpeando con la mano el marco y gritando a su marido que era un putero y pensando otros insultos similares, como si él se hubiese encerrado en la habitación.

Lo ocurrido en los últimos días era demasiado para ella. Llorando como un niño, cayó de rodillas ante la puerta y dio rienda suelta a su ira. Pues las lágrimas de Anne no eran lágrimas de dolor por haber perdido a su esposo, sino que lloraba de rabia, rabia de él y de su desfachatez, rabia por haber confiado ciegamente en Guido, mientras él abusaba vilmente de esta confianza.

Por su modo de ser y su carácter, Anne podía aguantarlo todo menos la idea de su propia estupidez; pues Anne von Seydlitz era una mujer de rara inteligencia, una mujer que siempre había sabido emplear esta inteligencia con un propósito legítimo. Nada odiaba tanto como la necedad, y ahora, víctima de su propia estupidez, se odiaba a sí misma.

Lágrimas de ira se pegaban a su cara como jarabe. En cierto modo se avergonzaba de ella. No podía recordar haberse abandonado alguna vez de esta manera, ni siquiera de niña cuando vivía en un orfanato.

En el cuarto de baño estaba el saco de plástico que había recogido de la clínica. Reconoció el reloj de Guido, un Hamilton de oro de 1921, año en que nació Guido, quien consiguió el reloj en una subasta. En la parte de abajo había grabada una dedicatoria: Syd to Sam 1921. Anne abrió la bolsa, sacó el traje manchado de sangre y extendió los pantalones y la chaqueta como la figura de un muñeco. Estando así tendido el traje preferido de él, Anne empezó a pisotear la vestimenta con los pies desnudos, como si quisiera causar daño a Guido. Como si quisiera sacarle una confesión, pataleaba salvajemente el suelo del cuarto de baño, resollando de rabia y emitiendo una y otra vez la misma palabra:

– ¡Embustero! ¡Embustero! ¡Embustero!

En su danza orgiástica, sintió algo resistente en el traje. Inesperadamente Anne sacó el billetero de Guido. Su respiración era intensa cuando extrajo de la cartera un fajo de billetes de banco. Conocía el resto del contenido: tarjetas de crédito y los documentos del coche. Pero al empezar a contar mecánicamente los billetes, encontró una entrada amarilla. Ópera de Berlín, miércoles, 20 de septiembre, a las 19 horas.

Anne sostenía la entrada con el pulgar y el índice de ambas manos. Por Dios, Guido no era aficionado a la ópera. Podía contar con los dedos de una sola mano las pocas veces que habían ido a la ópera juntos. Para Anne era una prueba más de cómo Guido la había engañado. Y ella pertenecía a la clase de mujeres que lo perdonan todo menos la certeza de ser burladas por el marido.

Mientras extendía el contenido de la cartera delante de sí en el suelo del cuarto de baño como un rompecabezas, empezó a ordenar sus ideas. Llevaba tanto tiempo enredada obsesivamente en la doble vida de su marido, que no había alternativa: no pararía hasta haber aclarado todos los detalles.

La luz tenue del alba, que alrededor de las siete penetraba por la ventana mezclándose con el amarillo de las lámparas de pared, apaciguó el ánimo de Anne. Este sosiego no eliminó su ira, aunque le permitió vislumbrar más claramente su objetivo.

Anne era cualquier cosa menos una fisgona; pero ya se sabe que el adulterio libera rasgos desconocidos del carácter. En su caso, hasta se podría decir: su rabia la protegía del derrumbamiento total.

Mientras telefoneaba a la clínica, donde, como esperaba, le dijeron que aquella mujer del accidente automovilístico, que se hacía llamar Hanna Luise Donat, tenía una apariencia bien distinta de la mujer en silla de ruedas, fijó la vista en la fecha de la entrada de la ópera: 20 de septiembre. ¡Hoy!

Anne chasqueó los dedos y por primera vez desde hacía días afloró una sonrisa en la comisura de sus labios, una sonrisita diabólica. Sin duda abrigaba pocas esperanzas, pero cuanto más tiempo sostenía la entrada en la mano, mayor era la sensación de que la representación operística iba a proporcionarle alguna pista. No podía ni quería imaginarse que Guido, de un día para otro, se hubiese vuelto un forofo de la ópera y acudiese a una representación él solo, y encima sin decir una palabra.

5

En el avión que la llevaba a Berlín, Anne repasaba la época de los seis o siete últimos años, en que su matrimonio se había convertido en rutina, no precisamente inaguantable, pero de modo que parecía no haber estímulos en su relación, ni peleas ni reconciliaciones; todo iba -como suele decirse- sobre ruedas. Entonces, hace seis o siete años, consideró seriamente iniciar una aventura con el joven aprendiz de la empresa, que no le quitaba el ojo de encima tan pronto como ella entraba. Este deseo, que embarga a toda mujer al alcanzar los llamados mejores años, la torturó durante meses; pues por una vez la hubiese excitado probar la impresión que causaban sus treinta y cinco años en un jovencito tímido, aunque no poco atractivo.

Por esta vía indirecta esperaba Anne recordarle a su marido que el matrimonio es algo más que trabajo, éxito y dos salidas de vacaciones al año. Pero al ser consciente de pronto en la trastienda, durante una tranquila tarde del lunes, que había llamado a Wiguläus -éste era el nombre del estudiante y también su aspecto- con intención de seducirlo (incluso llevaba ropa interior lila y medias del mismo color), volvió a la realidad y a la senda de la virtud. En cualquier caso, cuando el jovencito con sus manos blancas y delgadas comenzó a magrearla por debajo de su jersey de cachemira como un panadero amasa la pasta, levantó la mano y propinó al muchacho una sonora cachetada advirtiéndole con simulada firmeza, como correspondía a una mujer casada, que no lo volviera a repetir, pero que por lo demás olvidase el incidente.

Sólo mucho más tarde comprendió que esta experiencia constituía la clásica victoria de la mente sobre el sentimiento, un raro triunfo, que al paso de los años no siempre parece absolutamente deseable. En el caso descrito, tal vez un desliz consumado -para evitar la horrible palabra fornicación- habría sido eficaz, suponiendo que el marido se enterase y se hubiesen reconciliado adecuadamente. Mucho más debía de dolerle que su fidelidad a Guido hubiese sido profanada de modo tan pérfido; ahora más que nunca se arrepentía no haberse entregado al joven Wiguläus, en vez de mantener una relación ordenada como un matrimonio normal.

El hotel en el que Anne se alojó (hotel Kempinski) no tiene especial interés para el desarrollo de la historia, en cambio sí la representación de ópera (Orfeo y Eurídice de Christoph Willibald Gluck); sean ambos mencionados para completar el relato. En todo caso, ella tomó asiento en la ópera, patio de butacas, séptima fila. Esperó al último momento y se sorprendió de ver a su derecha a un señor de mejillas coloradas, bien afeitado, con gafas Truman, al que sólo le faltaba el hábito talar para parecer un canónigo, y a su izquierda una anciana encantadora si no hubiese estado chupando caramelos de eucalipto durante todo el tiempo.

¡Pista falsa!, le rondaba por la cabeza mientras sobre el escenario un castrado flaco con voz de contralto se esforzaba por parecer el triste Orfeo. Anne se dejó arrullar por la música de Gluck; por cierto que la música era muy adecuada a su estado de ánimo y no se dio cuenta de que el tipo bien afeitado de su derecha comenzó a observarla con miradas furtivas.

Tal vez hubiera gozado de las miradas; el caso es que durante la pausa se quedó sentada en su sitio, desconcertada y hundida en sus pensamientos, hasta que la fila se llenó y el tipo de las mejillas coloradas se sentó a su derecha. Mientras se acomodaba en la butaca, ladeó la cabeza hacia ella y le dijo casi sin mover los labios:

– En este sitio esperaba yo a Guido von Seydlitz. ¿Usted quién es?

Anne guardó silencio. Pero este silencio no fue fácil. Ahora debía sopesar cada palabra. ¡Por lo pronto no meter la pata! No encontró respuesta en absoluto a la observación del desconocido. Sin duda conocía a Guido. ¿Qué quería de él aquí, en la ópera? ¿Qué relación tenía con la misteriosa mujer del coche siniestrado?

Podía renegar de Guido, decirle un nombre cualquiera y afirmar que había comprado la entrada a un desconocido; pero esto habría significado perder toda oportunidad de aclarar el misterio. Y ahora que la situación parecía más embrollada que antes quería saber sólo una cosa: ¿qué juego se traían a sus espaldas?

Después de haber sostenido demasiado tiempo su mirada desafiante, Anne contestó la pregunta con forzado sosiego:

– Soy Anne von Seydlitz, su esposa.

El tipo de las mejillas coloradas parecía haber esperado esta respuesta, en cualquier caso no dio la impresión de inquietarse; al contrario, más bien mostraba malhumor, echó aire por la nariz -una costumbre que Anne no soportaba- y preguntó exigente como un funcionario enojado tras la ventanilla:

– ¿Y qué noticia me trae?

En este momento Anne vio claro que estaba en marcha algo que ella desconocía. Ciertamente, no existe en el mundo ningún tratante de arte que no haya hecho negocios al margen de la legalidad, y ella conocía este o aquel cambalache de su marido, que no necesariamente había aportado importantes beneficios; pero siempre lo sabía y tales negocios solían cerrarse con una comida exquisita en un local elegante, nunca en la fila de una representación de ópera.

Naturalmente, podía haber dicho la verdad, que no tenía la más remota idea, porque su marido había fallecido en accidente de automóvil, pero lo juzgó erróneo, por lo que decidió jugar a la enterada mientras pudiera. Una de las cualidades más sobresalientes de Anne era mantener la cabeza fría en situaciones anormales, y no de otra manera debe calificarse ésta. Si algo causaba inseguridad, era su frialdad, su apatía por sus encantos. En este caso, sin embargo, no causaba ninguna impresión, lo sentía perfectamente. ¿Había envejecido tanto en los últimos días o llevaba escrito el furor en el rostro como una erinia? El desconocido aún esperaba la respuesta.

– ¿Noticia? -dijo Anne con estudiada timidez.

Y mientras ella aparentaba buscar las palabras como un niño atrapado en una mentira, el tipo bien afeitado la interrumpió:

– Medio millón es lo acordado. ¡No debería tensar demasiado el arco! Así pues, ¿qué quiere?

En este momento se apagaron las luces, el director de orquesta subió al podio, el público aplaudió cortésmente, se levantó el telón y Orfeo (contralto) anduvo delante de Eurídice (soprano) durante sus buenos veinte minutos sin volverse, tal como prescribía el libreto. Luego surgieron algunas intenciones de suicidio por parte del castrado, quien pretendía cimentarlas con el aria «Ah, la he perdido», pero la ejecución del deseo se hacía esperar y Anne fue perdiendo el interés en ello. Sus pensamientos giraban en torno al hombre extraño sentado a su derecha, y sintió cómo se le formaban gotas de sudor en la nuca.

El tercer acto no acababa nunca. Ella apenas podía mantenerse quieta, una vez cruzó la pierna derecha sobre la izquierda, otra vez la izquierda sobre la derecha, se agarró al bolso negro de mano y se imaginó cómo brillaría su cara al encenderse las luces. Por Dios, pensó, tiene que ocurrir algo, y aún flotaba en el aire la pregunta del hombre. Sintiéndose entre la espada y la pared y sin saber cómo salir del atolladero, siseó a un lado:

– Pienso que deberíamos negociar de nuevo…

– ¿Cómo?

– Pienso que deberíamos…

– ¡Pssst! -sonó en la octava fila, y el tipo bien afeitado, al punto que se pudiera distinguir a oscuras, hizo un gesto tranquilizador con la mano indicando sin duda que él la había entendido perfectamente y sólo para mostrar su indignación había susurrado el «¿cómo?».

Mientras Orfeo y Eurídice, cantando, se unían en un abrazo, lo que en esta ópera es un indicio infalible de que se acerca el final, ella notó que el desconocido sacaba una tarjeta de su americana y hacía garabatos con un bolígrafo.

Con el acorde final, bajó el telón, el público aplaudió y precisamente en el momento en que la penumbra del patio de butacas era eliminada por una luz clara y resplandeciente, el hombre de al lado se levantó de un salto, le apretó la tarjeta de visita en la mano y, empujando con desconsideración, salió del centro de la fila de espectadores, antes de que Anne pudiera seguirlo.

Más tarde, en el foyer, Anne examinó la tarjeta de visita, en la que se recomendaba el alquiler de coches AVIS, Budapester Strasse 43, en el Europa Center, de lo que sin duda el tipo de las mejillas coloradas no pretendía informar. Anne dio la vuelta a la tarjeta y reconoció una anotación desgarbada escrita en una caligrafía pasada de moda: «mañana 13 h-museo-Nefertiti-nueva oferta».

¡Al diablo con el tipejo! El hombre le resultaba odioso en extremo. Ya se sabe: existen personas con las que uno se encuentra por primera vez, apenas intercambia una palabra con ellas, pero con todo le resultan a uno indescriptiblemente antipáticas. Anne odiaba a los hombres de mejillas coloradas y a los que tienen un cutis brillante como una corteza de tocino.

Sin embargo, no dudó un segundo que mañana iría a la cita.

6

El lugar de la cita habría desconcertado a cualquier otra; al fin y al cabo Nefertiti era una reina egipcia. Anne von Seydlitz sabía que el busto calcáreo de Nefertiti, mundialmente famoso, excavado por los alemanes a fines del siglo pasado, estaba expuesto en el museo de Dahlem. El punto de encuentro le confirmó la primitiva sospecha de que el desconocido iba detrás de un valioso objeto antiguo.

Gentes así son muy apreciadas por los tratantes de arte porque están dispuestas a pagar cualquier precio por el objeto deseado. Entre esa clientela, Anne conocía a más de un coleccionista que, aun siendo acaudalado, se había endeudado peligrosamente sólo por hacerse con la propiedad de algún objeto ridículo de gran valor, que le parecía adecuado para coronar su colección.

Algo semejante sospechaba tras la intención del desconocido y, porque temía verse envuelta en algún asunto delictivo (un hombre que engaña a su mujer es capaz tambien de dedicarse a negocios ilícitos), decidió que en el encuentro de mañana explicaría al tipo de las mejillas coloradas la muerte de su marido; luego debería soltar el gato del saco y aclarar qué cosa era lo que valía tanto dinero y por qué todo se realizaba de una manera tan rara. Esto pensaba.

Al mediodía todos los museos del mundo están semivacíos y el museo de Dahlem no era una excepción. Anne halló al hombre de la ópera sumido en la contemplación de los mosaicos del suelo. Lo reconoció de lejos, aunque, a la luz del día y vestido con una trinchera, daba la impresión de ser mucho más joven. Estaba con los brazos cruzados a la espalda mirando fijamente el mosaico.

Anne se le acercó por un lado. El otro pareció darse cuenta, pero no levantó la vista ni la miró. Perdido en sus pensamientos, de pronto empezó a hablar:

– Éste es Orfeo con su lira, uno que conocía los secretos de la divinidad -y sonreía casi confundido. Luego continuó-: Existen muchas versiones sobre su muerte. Una dice que fue muerto por un rayo de Zeus como castigo por haber revelado a los hombres la sabiduría divina. Créame, ésta es la única versión correcta.

Anne se quedó como tiesa; se había imaginado este encuentro de modo muy distinto y ahora él comenzaba con una lección sobre Orfeo. ¿Orfeo? No podía ser una simple casualidad: la noche anterior el Orfeo de Gluck y ahora estaba él delante del mosaico echando la parida sobre la muerte del cantante.

Al cabo de un rato, el hombre levantó la vista, examinó a Anne como a un bicho raro, luego cruzó los brazos por delante y en esta actitud, mientras con un pie se pisaba el otro, empezó a hablar:

– Bueno, estamos dispuestos a subir nuestra oferta a los tres cuartos de millón…

El uso del plural dio que pensar a Anne. Ningún verdadero coleccionista usaba el pronombre «nosotros». Un coleccionista de pro, y por tal tenía Anne al mejilla colorada, conocía sólo la primera persona del singular «yo». Por primera vez le vino la sospecha de haberse metido, sin querer, en un asunto de servicios secretos. El servicio de inteligencia es, junto con la Iglesia, la única institución que sólo conoce el vocablo «nosotros».

– Me parece que no nos entendemos -dijo Anne.

Mejilla colorada tomó aire.

– ¿No es usted la señora von Seydlitz?

– Sí. ¿Y usted quién es?

– Esto no tiene nada que ver con nuestro negocio; pero si le ayuda, llámeme Thales.

No ayudó, y Anne encontraba ridículo llamarle «Thales», aunque de alguna manera el nombre le sentaba bien.

– Me interesa -insistió Thales-, me interesa sobre todo una cosa: ¿dónde se halla en estos momentos el pergamino?

Anne recibió la pregunta con disimulada calma, aunque mil cuestiones le pasaban por la mente. ¿Qué pergamino? No tenía ni idea. ¿Qué le había ocultado Guido? Normalmente estaba enterada de todos los negocios, al menos de los más importantes. ¿Por qué le había ocultado precisamente este asunto, un pergamino de tres cuartos de millón?

De repente empezó a atar los cabos sueltos e intuyó por qué el maletín de Guido había desaparecido en el accidente. Sin embargo, seguía velado el papel que jugaba en todo aquello la mujer.

Su largo silencio ponía a Thales visiblemente nervioso; en cualquier caso echaba de nuevo aire por la nariz de aquel modo tan odioso. Sonaba como cuando se cierran las puertas del metro.

– ¿Dónde está Von Seydlitz? -Thales añadió una segunda pregunta a su primera pregunta.

– Mi marido está muerto -respondió Anne con voz firme, sin que la impregnara una brizna de dolor, y miró al mejilla colorada a los ojos.

Él frunció el ceño, de modo que sus cejas pobladas asomaron tras los cristales de las gafas. No podía decirse que la respuesta lo afectara como la muerte de una persona conocida; más bien parecía inseguro y preocupado por el desarrollo del negocio. Por cuanto no era tristeza lo que de repente impregnó su voz llorosa, sino más bien autocompasión:

– Pero si la semana pasada nos llamamos por teléfono. ¡No puede ser!

– ¡Así es! -manifestó Anne rotundamente.

– ¿Un infarto?

– Un accidente de tráfico.

– Lo siento de veras.

– Está bien. -Anne bajó la vista-. Para adelantarme a su pregunta: sí, continuaré con el negocio y, en cierto modo, soy ahora su interlocutora.

– Entiendo. -La voz de Thales sonó resignada. Sin duda prefería a Guido como socio. Posiblemente el mejilla colorada por principio no deseaba mujeres. Por su aspecto podía llegarse a esta conclusión. Era igual, esto sólo reforzaba la posición de ella.

Thales intentó forzadamente reanudar de nuevo la conversación:

– Nos entendimos bien, su esposo y yo, realmente muy simpático, un hombre de negocios correctísimo. -Con la mano izquierda hizo un gesto impetuoso, como un mal actor, para indicar que sería mejor moverse del lugar. Parecía esmerarse por mantener el encuentro lo más discreto posible.

– ¿Conocía usted a mi marido? -preguntó Anne mientras caminaban, mirando aburrida los objetos egipcios expuestos a ambos lados de la sala.

– ¿Qué significa conocer? -respondió Thales-. Estábamos negociando.

¿Por qué Guido nunca pronunció el nombre de Thales? Algo no cuadraba. En el fondo se había propuesto decir la verdad al mejilla colorada, confesarle que no sabía de qué iba la cosa ni dónde estaba el pergamino por el que estaba dispuesto a pagar una fortuna; pero luego sucedió todo al revés, porque el desconocido se puso a hablar y volvió a emplear el pronombre personal «nosotros».

– Usted se pregunta naturalmente por qué nosotros estamos dispuestos a desembolsar tanto dinero por un trozo de pergamino con un par de inscripciones antiguas. Sólo por la cantidad puede usted imaginar lo valioso que es para nosotros, no queremos ocultarlo. Y no puedo imaginarme que alguien le ofrezca más. Es muy importante para nosotros que nadie se entere de la existencia del pergamino y más aún que nadie lo compre, y para no ponerla a usted en dificultades, queremos permanecer absolutamente en el anonimato. Pagaremos la cantidad exigida en metálico, en mano, el trato no necesita figurar en ningún balance. ¿Entendido?

Anne no lo entendía en absoluto. Sólo comprendió que el extraño hombre que tenía al lado estaba dispuesto a pagar tres cuartos de millón por un objeto que supuestamente se hallaba en su poder y del cual ella no tenía la más remota idea… y posiblemente incluso era robado.

De repente, Thales preguntó sin rodeos:

– ¿Ha traído el pergamino? Quiero decir, ¿está aquí en Berlín?

– No -contestó Anne sin pensarlo y diciendo la verdad.

La respuesta causó honda decepción en el mejilla colorada.

– Entiendo -dijo con expresión consternada, y con una rapidez que la desconcertó inclinó cortésmente la cabeza para despedirse.

Mientras se daba la vuelta, todavía dijo:

– Tendrá noticias nuestras, adiós.

A diferencia de la noche pasada, esta vez Anne pudo seguir fácilmente al mejilla colorada, incluso podía haberlo parado para preguntarle cualquier cosa; pero pronto desechó la idea, porque ignoraba lo que en resumidas cuentas quería de él.

7

Anne no se quedó ni un día más en Berlín. Tenía la inexplicable sensación de que algo extraño podía suceder. Las calles cubiertas de niebla, el vapor apestoso de las alcantarillas y el tráfico ruidoso, todo ello de repente producía en ella el efecto de una amenaza. Nunca había experimentado algo semejante, porque no hubo ocasión. Al fin y al cabo era una mujer con los pies en el suelo y sólo podían asustarla los balances con números rojos y el fisco.

Pero ahora se sorprendía apartándose a un lado cuando un automóvil se detenía junto a ella y dando un rodeo en la acera en torno a un mendigo sólo porque éste la miraba esperanzado. Le parecía como si todo girase a su alrededor, a pesar de que los acontecimientos seguían sin estar relacionados con su persona.

En el vuelo a Munich, del que le quedó un recuerdo agradable (era desde hacía tiempo su único recuerdo agradable) porque lucía el sol sobre las nubes y podía disponer para ella sola de toda la fila de butacas, Anne intentó hallar una explicación a lo que había ocurrido en los últimos días. No la encontró. Se preguntaba si el accidente mortal de Guido era una casualidad o alguien habría echado una mano.

Al llegar a casa encontró pegada a la puerta una tarjeta roja con el sello de la policía, advirtiéndole en una nota escrita a mano que se personase en la comisaría de su distrito. Sólo con abrir la puerta vio claro el motivo de la citación. Unos ladrones habían revuelto toda la casa, forzado armarios y cómodas, desparramado sin orden ni concierto el contenido, sacado los libros de los estantes, descolgado los cuadros e incluso habían dado la vuelta a las alfombras.

Al ver este caos, Anne se sentó en una silla y se echó a llorar. Para su sorpresa, los ladrones no se habían llevado ni la valiosa cubertería de plata ni la colección de figuras de porcelana; incluso después del primer balance constató: no faltaba nada, ni siquiera el dinero en efectivo, unos cientos de marcos, que estaba a la vista en el escritorio barroco.

Con ello comprendió que no eran ladrones normales, sino que el hecho tenía relación con el maldito pergamino. Sin duda buscaban el pergamino en la casa, no lo encontraron y se fueron sin haber logrado su propósito. Gente que está dispuesta a pagar tres cuartos de millón por un pergamino no roba plata.

Sin embargo había alguna cosa que no rimaba en sus reflexiones: por ejemplo, por qué estas personas negociaban con ella en Berlín mientras allanaban su casa en Munich. O por qué sabían que ella estaba ausente e ignoraban en cambio la muerte de su marido.

En la comisaría pertinente, Anne se enteró de que unos vecinos habían denunciado el robo al ver a dos sospechosos con linternas en el jardín. También se le comunicó que la investigación del automóvil siniestrado no indicaba ni un defecto técnico ni la acción de alguien extraño; en otras palabras, sólo Guido era responsable de su muerte, un fallo humano (el calificativo más impersonal que existe por la muerte de una persona).

El funcionario le entregó en un sobre algunos objetos insignificantes encontrados durante la investigación del coche siniestrado, entre ellos una llave de buzón echada en falta hacía tiempo, una tarjeta de crédito con idéntica historia, una estilográfica rota, que hasta donde le alcanzaba la memoria nunca la había visto en Guido, y… un cartucho de película. Faltaba la cámara, que siempre había estado en la guantera del automóvil, y al preguntar por ella le respondieron que en el coche siniestrado no se había encontrado ninguna cámara.

En una situación tan sin salida como ésta, en la que, al parecer, no había una sola causa ni un solo motivo -a) Anne quería saber aún con quién su difunto había efectuado sus supuestos viajes de negocios, b) le interesaba conocer con urgencia dónde se hallaba el pergamino; tres cuartos de millón al fin y al cabo no eran una friolera, y c) pretendía echar luz sobre un asunto en el que, sin saberlo, se hallaba más comprometida de lo que podía desear-, en tal situación casi metafísica se agarra uno a cualquier clavo ardiendo: en el fondo, cuando llevó la película a revelar, Anne esperaba ver las fotografías de la querida de su marido; sólo buscaba la confirmación de sus sospechas. Entonces el mundo habría estado de nuevo en orden, por lo menos a este respecto; había pensado mal de Guido y de los hombres en general, y tal vez había tomado la decisión de vengarse de un modo u otro con la mencionada generalidad.

De aquí que Anne von Seydlitz quedase al principio frustrada cuando le entregaron la película revelada y, en vez de escenas picantes, aparecieron una serie de fotografías que no podían ser más aburridas, pero que de pronto la electrizaron como la descarga de un enchufe. Se veían imágenes de una inscripción desvencijada, treinta y seis, y todas con el mismo motivo.

¡El pergamino! Anne se apretó la boca con las manos. Observando mejor los negativos, podía colegirse que las fotografías habían sido hechas a toda prisa al aire libre mientras alguien sostenía el valioso objeto ante la cámara. Wiguläus, de quien Anne sospechó de inmediato, negó haber participado en las fotografías, aseguró sin embargo conocer el original por haberlo visto en la caja fuerte de la tienda, cosa que lo había sorprendido, ya que en la caja fuerte sólo se guardaban objetos de mucho valor, como joyas u objetos artísticos de oro. A la pregunta de si Guido le había hablado alguna vez del pergamino, el joven respondió que no, que se había enterado de su existencia por el libro de entradas de mercancía, en el que había anotado la compra, según le indicaron, por un valor de mil marcos.

De hecho el objeto estaba debidamente anotado como «pergamino copto». Bajo el epígrafe «origen», halló Anne la anotación: privado. Wiguläus no podía decir con certeza cuándo vio el pergamino por última vez en la caja fuerte, probablemente el mismo día en que murió Guido von Seydlitz y, excusándose, añadió que no había considerado que el pergamino fuese tan importante como para interesarse por él.

Si sabía qué parte del texto del pergamino reproducía.

Oh no, sonrió Wigulaus, seguramente el valor del escrito no consistía en el contenido, sino en su antigüedad. Por lo demás, había muchos renglones ilegibles. Sólo el hecho de que fuera ofertado en el mercado del arte permite deducir que apenas tenía valor histórico.

Así esta conversación terminó como otras muchas que Anne había mantenido desde la muerte de Guido, con un profundo recelo y el propósito firme de averiguar por sí misma el secreto del pergamino. Por lo menos tenía ahora varias copias de diferente calidad de imagen, todas ellas aproximadamente del tamaño de media cuartilla, sobre las que un experto sería capaz de pronunciarse. Anne abrigaba ahora secretamente la sospecha, que no sabía cómo argumentarla, de que la muerte de Guido estaba relacionada de alguna manera con el pergamino.

8

Era aquella autodenominada forma de lógica que en los extraños sólo hace menear la cabeza, pero que al interesado le parece tan clara, que desconfía de cualquiera que dude. Llevada por esta desconfianza, Anne se ocupó de buscar un experto para que le explicase el contenido del pergamino. Pero como temiese que le hicieran preguntas incómodas sobre el origen y el paradero del documento, se dirigió no a un experto reconocido de arte e historia copta, sino que tomó los servicios de un intermediario de expertos conocido en la ciudad, el cual a cambio de dinero suministraba especialistas de cualquier ramo imaginable, la mayoría de veces profesores eméritos viejísimos y medio ciegos u hombres de letras borrachos, aunque con respetables conocimientos, quienes estaban dispuestos a emitir juicios periciales al gusto del cliente.

El doctor Werner Rauschenbach pertenecía a estos últimos. Vivía en una buhardilla de la Kanalstrasse, cuyas casas reflejaban deterioro, pero también un alquiler módico.

– ¡Cuidado con la escalera! -le había advertido a Anne por teléfono-. ¡Los escalones tienen agujeros y la barandilla ya no aguanta mucho! -No exageraba.

La vivienda de Rauschenbach se reveló digna de tenerse en cuenta desde diversos puntos de vista, se distinguía sobre todo por dos cosas que Anne nunca había visto en tan poco espacio: libros y botellas, una combinación nada extraña, pero inesperada en tal hacinamiento. Los libros estaban adosados a las paredes, en su mayoría sin la ayuda de un estante, había legajos de impresos en el suelo amontonados al parecer sin orden hasta la altura de las rodillas, entre ellos botellas, botellas cuadradas de vino tinto. El único trozo de pared libre del tétrico lugar de trabajo estaba ocupado por una foto amarillenta de Rita Hayworth sacada de una revista de los años cuarenta.

Allí parecía que el tiempo de Rauschenbach se había detenido; en esta habitación había encerrado su mundo de ensueños hecho de embriaguez y ciencia, que él justificaba, sin ser requerido a ello, ante cualquiera que lo visitase. Y así Anne debió soportar toda una biografía, aunque no sin compasión, pues la historia demostraba que una persona, una vez descarriada, casi no tiene oportunidad de llevar una vida normal. Casi siempre comienza con un fracaso matrimonial, y en Rauschenbach no era distinto. Si el alcohol era la causa de la ruptura o la ruptura la causa del alcohol, no quedó claro en su descripción.

Anne debió escuchar que el padre había perdido en el juego el dinero que ganaba en su negocio de paños. Él mismo había pasado la infancia y la juventud en un internado religioso, cuya consecuencia había sido que todavía hoy daba un largo rodeo por no topar con una iglesia y golpeaba a cuanto cura se le presentase. Pronto, demasiado pronto, corrigió, se casó con una mujer mayor, que llevaba un vestido blanco y una corona nupcial verde, pero esto era lo único que recordaba una boda. La mujer gastaba más de lo que él ganaba -los historiadores del arte no están precisamente bien pagados-, deudas, pérdida del trabajo, divorcio, gracias a Dios sin niños.

Durante esta confesión de la vida, sonaba en algún lugar un tocadiscos con el coro de presos «patria amada», lo que habría sido soportable si el aparato no hubiese repetido siempre el mismo disco. Rauschenbach, de natural enjuto y largo, con ojos salientes, mientras hablaba estaba sentado en un sillón de madera, viejo y crujiente. Cuando por fin hubo conjurado con palabras su destino, dijo:

– ¿Qué valor tiene para usted el peritaje, señora Seiler?

– Seydlitz -corrigió Anne cortésmente y añadió-: Hay un malentendido. -Y en esto sacó una gran fotografía de un sobre-. No quiero un peritaje. Vea, aquí tengo la copia de un pergamino. Quisiera saber ¿qué clase de objeto es éste, qué dice el texto y qué valor le calcularía usted al original?

Rauschenbach tomó la copia en la mano y la observó estirando los brazos. Al mismo tiempo ponía una cara como si hubiese bebido vinagre.

– Mil -dijo, sin quitar la vista de la fotografía-, quinientos ahora y el resto al entregar el encargo, sin factura.

– De acuerdo -respondió Anne, quien en seguida había comprendido que un pobre perro como Rauschenbach no trabajaba por amor al arte sino por mera supervivencia.

Sacó de su bolso cinco billetes de cien y los colocó encima de la mesa de cocina pintada de negro, que servía de escritorio-. ¿Cuánto tardará?

– Depende -consideró el flaco y se dirigió a la única ventana de la buhardilla que iluminaba apenas la habitación-. Depende de lo que tengamos entre manos. ¿El original no está a su disposición, señora Seiler?

– Seydlitz. -Anne procuraba dar la menor información posible sobre el misterioso pergamino-. No -dijo lacónicamente.

– Entiendo -refunfuñó Rauschenbach-. ¿Objeto robado?

Aquí explotó Anne:

– ¡Por favor, señor doctor Rauschenbach! Me han ofrecido el pergamino para comprarlo y yo quiero saber de usted si vale el dinero que piden y, sobre todo, qué es. Pero si usted tiene reparos… -Anne hizo lo único correcto en tal situación: pidió que le devolviese el dinero y con ello disipó de una vez todas las dudas del hombre.

– No, no -gritó éste-, no me malinterprete, pero soy prudente y en este sentido no puedo responsabilizarme de nada. No crea que no sé que todas las personas que acuden a mí tienen un motivo. Al fin y al cabo el profesor Guthmann pasa por ser el experto por antonomasia. Naturalmente usted tiene un motivo fundado para acudir precisamente a mí, pero esto no será inconveniente mientras se quede entre nosotros, si entiende lo que quiero decir, señora… Seydlitz.

Por lo menos ha retenido el nombre, pensó Anne, y al mismo tiempo fue consciente de que este tipo, al que acudían principalmente personas que tenían algo que ocultar, era un buen candidato al chantaje. Esta idea le causó malestar, pero antes de que pudiera seguir en sus dudas, Rauschenbach, concentrado en la fotografía como un criminalista, empezó a hablar lentamente:

– Hasta donde puedo distinguir, se trata de un papel copto, aunque la escritura es griega, mezclada con caracteres domóticos, típico del cóptico del primer siglo después de Cristo. Suponiendo que el pergamino sea auténtico y no una falsificación, lo que yo sólo podría determinar examinando el original, ello significa que el objeto tiene una antigüedad de por lo menos un milenio y medio.

Rauschenbach sintió que Anne clavaba los ojos en él visiblemente nerviosa e intentó desde un principio reducir sus expectativas:

– Espero no defraudarla si le digo que papeles de esta clase no son raros y en consecuencia tampoco muy valiosos. Se han encontrado a montones en cuevas y monasterios, la mayoría documentos sin importancia, pero también textos bíblicos y escritos de agnósticos. Si están bien conservados, estos pergaminos se pagan a mil marcos, pero por lo que puedo ver no se trata de un objeto de primera categoría. Sepa, señora…

– Seydlitz -completó Anne excitada.

– Sepa, señora Seydlitz, que no hay muchos coleccionistas de manuscritos coptos, y los museos y bibliotecas se interesan sólo por rollos completos, sobre todo por textos coherentes que sirvan de base para investigaciones científicas.

Anne asintió.

– Entiendo. ¿Así que no se puede imaginar que este pergamino, suponiendo que sea auténtico, constituya para alguien un objeto especialmente codiciado?

Rauschenbach miró a Anne a la cara. El modo de formular la pregunta pareció haberlo impresionado. Intentó sonreír.

– Quién sabe qué y por quién puede ser objeto de codicia. Mil marcos -concluyó meneando la cabeza-, yo no daría más por él.

Anne pensaba cómo podría aclarar al otro la importancia de este pergamino sin delatarse a sí misma. Naturalmente hubiera podido contar a Rauschenbach todo lo sucedido hasta ahora, pero dudaba que la creyera. Además no le tenía confianza, por lo que le rogó que tradujera el texto lo más fielmente posible o al menos reprodujera su contenido.

Entonces Rauschenbach sacó una botella de debajo de la mesa y se sirvió un vaso panzudo hasta el borde.

– ¿Quiere también un trago? -preguntó más bien con la mente ausente y esperando que Anne rehusara. Luego, mientras su derecha ejecutaba un movimiento inquieto sobre la fotografía, inició una larga explicación sobre la dificultad de descifrar estos textos antiguos; una copia, y además mala, lo hace aún más difícil. Anne no estaba segura si Rauschenbach era sólo demasiado perezoso y quería ganar dinero rápido con un dictamen superficial o si tenía otro motivo para no enfrentarse con el texto.

Como si el vino tinto hubiese afinado sus sentidos, Rauschenbach parecía haberle adivinado el pensamiento, y dijo sumido en el papel:

– Usted cree naturalmente que yo sólo quería facilitarme la tarea, pero puede estar tranquila, le entregaré una traducción en tanto lo permita este material. Aunque -movió el dedo índice- no se haga demasiadas ilusiones.

Anne miró a Rauschenbach.

– Créame -insistió éste-, ha habido códices enteros de la época copta que nadie los quería. Quiero decir que con este tipo de hallazgos no basta su descubrimiento, sino que es necesaria la aportación científica del descubridor, que lo documenta todo y lo relaciona dentro de un contexto histórico. Mire, un pergamino o un papiro no es una momia, ni una escultura, ni una máscara de oro, que suscitan el entusiasmo de la gente. A este respecto, uno de los descubrimientos más importantes, el llamado códice Jung, anduvo errante por el mundo hasta que despertó el interés de la ciencia. Es una historia increíble… pero no quiero aburrirla.

– Oh, no -contestó Anne-, usted no me aburre en absoluto. -Con todo, no podía borrar la impresión de que Rauschenbach se esforzaba en quitar importancia a su pergamino. Y mientras éste se llenaba otra vez el vaso, Anne reflexionó sobre el motivo que podría haber tras la actitud de Rauschenbach.

– El descubrimiento del códice Jung -prosiguió Rauschenbach- se remonta al año 1945. En aquella época unos fellahs [1] egipcios hallaron en una tumba dentro de tinajas quince manuscritos coptos, libros con tapas de cuero carcomido, por los que nadie parecía interesarse. Los vendieron por un par de piastras en El Cairo, en donde uno de estos libros recaló en un museo, otro a manos de un anticuario. Los once restantes -quemaron dos para calentarse- desaparecieron por vías oscuras para no volver nunca más. Sólo se oían rumores de su paradero. Puede haber diversos motivos por el desinterés hacia estos considerables manuscritos, pero una razón era sin duda el contenido agnóstico de estos libros.

– ¿Puede explicarlo mejor?

– Por agnosis o agnosticismo cada cual entiende una cosa diferente, y ello tiene sus razones. En los primeros siglos de la época de transición hubo filósofos y teólogos que empezaron a estudiar el origen y la naturaleza del hombre. Algunos agnósticos eclesiásticos, como Orígenes o Clemente de Alejandría, pretendían así reforzar la fe cristiana. Agnósticos seglares como Basilides o Valentino construyeron con ello una mística oriental. Claro que se atrajeron la enemistad de los otros al afirmar que el mundo era la dudosa obra de una mente creadora imperfecta y maligna. Así que nada del Dios bondadoso que flota sobre las aguas. -Rauschenbach ahogó la risa-. Pero volvamos a nuestro descubrimiento de los manuscritos: el anticuario cairota llevó el códice a América con la esperanza de hallar un comprador que le pagase una cantidad razonable. Sin resultado, como se demostró. Ningún coleccionista, ningún museo parecía interesarse por el manuscrito. Años más tarde el objeto apareció en Bruselas. Entretanto había cambiado de propietario, que lo puso de oferta en el mercado de arte. Un mecenas suizo compró el códice y lo regaló al instituto C. G. Jung de Zúrich. Allí se conserva todavía y desde entonces se llama el códice Jung.

– ¿Y los otros once libros de este hallazgo?

– ¡Una historia de aventuras! Al principio, después de ser descubiertos, se tenían por desaparecidos y debía temerse lo peor. Pero un coptólogo francés, que acertó a ver el códice guardado en el museo, informó a la Academia de Ciencias de París sobre el manuscrito y su significado. El informe apareció en un diario cairota. A consecuencia de ello una señorita entrada en años comunicó que había heredado de su padre, un numismático cairota, estos once códices y que estaba dispuesta a venderlos al museo copto. Precio: 50.000 libras. Era una suma respetable, aunque bastante adecuada al valor objetivo, ya que los códices contenían alrededor de mil páginas en lengua copta escritas con caligrafía apretada y -esto lo había descubierto entretanto el profesor francés- no menos de ochocientos cuarenta textos agnósticos diversos. Pero a los organismos responsables les faltó el dinero, y entonces, puesto que los libros ya eran conocidos, surgieron de repente compradores de todo el mundo para los valiosos objetos. Sin embargo el gobierno egipcio les echó el cerrojo y, aun cuando ningún centro estaba dispuesto a pagar la suma exigida, ordenó sellar en una caja los once libros antiguos y la entregó al museo para su custodia. Siete años permanecieron allí tirados, se negoció y se regateó, entretanto estalló la revolución y los egipcios tenían otras preocupaciones. Finalmente la propietaria legal hubo de reclamar judicialmente sus derechos. Aunque ahora se sabe dónde hallar los códices, sólo se conocen extractos de su contenido.

– ¿Es posible?

– Para ello hay muchos motivos, algunos inocentes y otros no tanto. Los científicos son gente vanidosa. Uno que se haya familiarizado con la materia raramente está dispuesto a enseñar las cartas, y por ello algunos trabajan media vida en un tal objeto. Los coptos representan en Egipto una minoría religiosa: la religión oficial es el Islam, por lo que el interés de los departamentos gubernamentales por la reelaboración de la historia de la religión copta es escaso, como se puede imaginar. Pero existe otro motivo, tal vez el más interesante, para que no se publiquen textos de esta clase.

– Me pica usted la curiosidad.

– Pues bien, estos documentos antiguos fueron redactados por personas muy inteligentes que querían comunicar algo a la posteridad, algo que sabían y de lo cual el vulgo no tenía idea. Secretos de la humanidad, por así decirlo.

– ¿Y quiere decir que todavía hoy existen estos secretos?

Rauschenbach asintió.

– Incluso estoy convencido de ello. -Tomó el vaso de vino, se tragó el contenido emitiendo sonidos guturales y se limpió la boca con el revés de la mano.

Anne lo miró. Siga hablando, quería decirle. Pero calló. Más tarde, de ello estaba convencida, se irritaría por haber dejado escapar la oportunidad, pero se hallaba incomprensiblemente cohibida para hacerle más preguntas; sentía que Rauschenbach no quería continuar hablando y seguramente habría sacado cualquier pretexto. Por ello volvió al motivo concreto de su presencia allí y preguntó:

– ¿Qué opina? ¿No podría provenir este pergamino del hallazgo descrito por usted?

– ¡Esto es imposible! -contestó sin pensar y, como si quisiera cerciorarse de nuevo, sostuvo la fotografía ante sus ojos-. Esto es realmente imposible.

– ¿Y por qué está usted tan seguro?

– Porque su documento es un pergamino.

– Sí, ¿y…?

– En los manuscritos citados se trataba de papiros. Pero esto no debe desanimarla. Existen suficientes pergaminos que por razón de su contenido son mucho más valiosos que manuscritos de papiro.

Así terminó la conversación. Rauschenbach dijo a Anne que volviese al cabo de tres días, para entonces habría aclarado el texto.

Camino de casa, que recorrió a pie, Anne se hacía conjeturas sobre el extraño comportamiento de Rauschenbach. No se había imaginado el encuentro de otra manera, pero había algo que la molestaba: el inteligente doctor Rauschenbach había perdido muchas palabras sobre textos coptos, pero ni una sobre el contenido del pergamino, tampoco expresó ninguna hipótesis, algo anormal en un bebedor charlatán como él.

Anne no sabía qué conclusión sacar de este comportamiento. También dudaba de si el dictamen esperado sería de fiar; por otro lado no hallaba ningún motivo claro de por qué Rauschenbach había de engañarla. La circunstancia de que él no respondiera a sus gustos, a causa de su vida degenerada que con excesiva diligencia atribuía a su difícil destino, no debía llevar necesariamente a inferir que era un mal científico o negligente. La mayoría de genios se distinguen precisamente por su estilo de vida anormal.

9

Durante los tres días siguientes, Anne intentó ordenar sus ideas, sorprendiéndose de que allí donde sencillamente no sabía más, no podía hallar explicación a los acontecimientos, empezaba a inventar historias que al final le daban miedo, un miedo terrible, inexplicable. En una de estas fantasías se encontraba con Rauschenbach, que la perseguía para apoderarse del misterioso pergamino, y con Donat, el marido de la inválida, el cual, Dios sabe cómo, había preparado el accidente mortal de tráfico como en una novela policíaca.

En estos días, contra su antigua costumbre, empezó a beber, sobre todo coñac, que al principio aún le gustaba, pero que después de haber tomado en exceso le revolvía el estómago de tal manera, que tenía que vomitar una y otra vez. Se odiaba por ello y era incapaz de expresar lo que le pasaba. Le sucedía como a una mariposa en el centro de una corriente de aire, a la que una fuerza violenta impide volar en la dirección deseada. Anne se sentía empujada en la corriente de aire por una fuerza desconocida, que la enredaba cada vez más en situaciones inconcebibles, y no era lo suficientemente enérgica como para salir de este dilema. Pensaba en hacer una maleta pequeña, sólo lo imprescindible, y volar en el próximo avión al Caribe sin dejar señas; pero ya en el instante siguiente se encontraba con el mejilla colorada que la esperaba al bajar del avión. Anne sufría manía persecutoria, el convencimiento enfermizo por el que uno interpreta demencialmente que cualquier expresión banal o encuentro casual va dirigido contra él.

¿Pero dónde estaba la salida de este círculo infernal? ¿Quién se atrevía a negar que en los últimos días y semanas habían ocurrido cosas que se lo ponían difícil para no dudar de su juicio? Guido estaba muerto, una mujer enigmática que había en su coche desapareció sin dejar rastro, desconocidos la perseguían y le ofrecían un dineral por un objeto que supuestamente no vale más de unos cientos de marcos. Esto eran hechos y no quimeras.

En cualquier caso Anne no se sentía muy bien cuando el viernes, alrededor de las 17 horas, fue a ver a Rauschenbach, según lo acordado. De algún modo él encajaba en esta casa deteriorada; le resultaba difícil imaginárselo en otra. Antes de apretar el timbre en una concavidad semejante a un embudo, oyó música. Por eso apretó el botón durante más tiempo del pertinente a una visita, con el fin de que Rauschenbach, arrullado por la música y el vino tinto, no desoyera el timbre.

Pero él no reaccionó. Un nuevo timbrazo impetuoso quedó sin respuesta. Anne golpeó la puerta con la mano.

– ¡Doctor Rauschenbach! -gritó enojada-. ¡Doctor Rauschenbach, abra de una vez!

El ruido que metía hizo salir al portero, un yugoslavo vivaz con un pie anquilosado, lo que no le impedía con el otro sano, tomando los escalones de dos en dos, subir al piso de arriba con increíble rapidez.

– ¿Doctor no está aquí? -preguntó sonriente.

– ¡Sí, tiene que estar, escuche la música! -contestó Anne.

El yugoslavo escuchó atentamente apretando una oreja contra la puerta y constató:

– Música sólo si doctor en casa. Pero quizá… -hizo un gesto como alguien que vacía un vaso y guiñó un ojo.

Pero el portero no había terminado aún su pantomima indicando que Rauschenbach posiblemente había vuelto a beber más de lo que la sed exige, cuando Anne sintió como si le hubieran dado un latigazo: desde el interior sonaba «Ah, la he perdido…», el aria de Orfeo y Eurídice. Anne apretó a su vez el oído a la puerta; sentía golpear el pulso en sus sienes; no había duda: ¡el aria de Orfeo!

– ¿No tiene una llave de repuesto? -Anne increpó al yugoslavo.

Él no entendía su nerviosismo, buscó tranquilamente en el bolsillo, sacó una llave grande y vieja, y la colocó ante las narices de la mujer.

– Llave maestra -dijo sonriendo irónico-. Va bien con todo.

– ¡Entonces, abra ya! -rogó Anne.

Encogiéndose de hombros para indicar algo así como: no sé si es correcto, pero si usted se empeña…, metió la llave deforme en la cerradura y Anne se precipitó en la vivienda.

Rauschenbach estaba sentado a su escritorio, el tronco caído hacia delante, la cabeza ladeada sobre la tabla. De la boca, torcida en una mueca, colgaba la lengua, gris, seca y extraordinariamente larga; tenía los ojos abiertos, pero sólo se veía el blanco. Observándolo mejor, Anne reconoció unas manchas oscuras en su cuello. Rauschenbach había sido estrangulado.

En el gramófono sonaba todavía el aria. Cuando terminó, se levantó el brazo del tocadiscos como movido por un espíritu, se colocó de nuevo y repitió la melodía infinitamente triste.

– ¡No, no, no! -gritó Anne tapándose los oídos con ambas manos, después se precipitó hacia el aparato. Un graznido desagradable y luego silencio.

10

En las noches siguientes, Anne durmió mal.

Tenía la impresión de que sólo perdía la conciencia durante unos segundos, unos breves segundos frente a las interminables horas de la noche. Se esforzaba enérgicamente por mantener los ojos abiertos y mirar fijamente al techo, donde con intervalos irregulares se dibujaban las luces de los coches que pasaban y tras una breve procesión desaparecían; pues tan pronto como cerraba los ojos, penetraban en ella imágenes que la torturaban como dolorosos parásitos. Las imágenes se aferraban como sanguijuelas en su memoria, y se le aparecían a Anne tan claras, tan significativas, que le resultaba difícil y casi imposible distinguir entre una idea fija y la realidad. Más de una vez estando en vela se preguntó si estaría loca, si su mente ya no trabajaba correctamente, si eran sueños las fantasiosas imágenes que se reflejaban en ella, imágenes que habían destruido el aparato controlador de la razón.

¿Acaso tú misma estabas sentada en el automóvil siniestrado, empezó a preguntarse seriamente Anne, acaso el choque paralizó tu cerebro y mutiló tu memoria, acaso vas sin conciencia por la vida haciendo y viviendo cosas que están fuera de cualquier realidad, acaso este estado en que te encuentras se llama muerte?

En estos momentos Anne intentaba a veces levantarse para demostrar que todavía tenía dominio de sí, pero una y otra vez fracasaba en el intento. Sencillamente le faltaban fuerzas para imponer su voluntad, como si alguien se hubiera apoderado de ella y dirigiese cada gesto y cada pensamiento. Entonces empezó a gritar palabras y el sonido de su voz, que resonaba en las paredes, la tranquilizó, la despertó de su tormento y abrió los ojos.

Debo averiguar la verdad, se repetía a sí misma.

La muerte de Rauschenbach la había colocado en una nueva situación desagradable. En cualquier caso, Anne hubo de someterse a interrogatorios embarazosos. Tenía dificultades para aclarar a la brigada de investigación criminal que desconocía el estilo de vida que llevaba Rauschenbach y que únicamente lo había visto una vez antes de su muerte. Por lo demás, Anne no vio la necesidad de encubrir el motivo de su cita con el experto. Explicó a la policía que había dejado a Rauschenbach la copia de un viejo pergamino para su peritaje.

Sin embargo se demostró que esta declaración había sido un error. Pues por un lado no se encontró la copia en casa de Rauschenbach, por otro la afirmación de Anne según la cual el pergamino había desaparecido en el accidente de su marido parecía misteriosa y poco creíble, de modo que Anne von Seydlitz, si bien no se la consideraba sospechosa del asesinato, era acusada de jugar un papel poco transparente en este caso.

Aunque Anne no veía relación entre la muerte violenta de Rauschenbach y el pergamino, no se descartaba tal posibilidad. La desaparición de la copia indicaba en todo caso, y cuanto más pensaba en ello más le asaltaba la sospecha, que Guido pudo no haber muerto de muerte natural. Pero para continuar debía conocer el significado del pergamino, debía averiguar su valor histórico y artístico o saber algo de su contenido.

Anne recordó al respecto un hombre al que Rauschenbach había nombrado de paso y que por el nombre no le era desconocido, aunque nunca había tenido relación con él. ¿Cómo dijo Rauschenbach? «¡Al fin y al cabo el profesor Guthmann pasa por ser el experto por antonomasia!»

Con una segunda copia Anne se dirigió al Instituto de la Meiserstrasse, un edificio pomposo de la época nazi, que tenía una caja de escalera con escalones a los lados y barandas de mármol. En el segundo piso encontró una puerta de dos hojas pintada de blanco con el nombre de Guthmann, si bien el letrero indicaba enérgicamente que las visitas debían anunciarse y acceder por la habitación 233, cosa que Anne cumplió.

11

Uno se imagina con frecuencia a los profesores de un instituto universitario como honorables señores maduros con barriga y vistiendo traje oscuro con chaleco. Guthmann no encajaba en absoluto en este cliché. Llevaba vaqueros, el pelo ondulado semilargo y daba más bien la impresión de un asistente mal pagado que la del director de un instituto. En el centro del despacho, que por lo menos tenía doble altura que las construcciones modernas, había una mesa larga antigua y esparcidos por encima, libros abiertos, numerosas hojas escritas y legajos de manuscritos atados con cintas como paquetes de regalo.

Guthmann sacó de debajo de la mesa un taburete gastado de madera, rogó a Anne que tomara asiento y le preguntó qué deseaba. Anne se sirvió de la misma historia que había contado a Rauschenbach: le habían ofrecido el pergamino para comprarlo y quería conocer su valor y su contenido. Guthmann tomó la copia y la examinó con los ojos fruncidos. En esto afiló la boca e hizo una mueca como de dolor. Guardaba silencio.

De repente se levantó de un salto como si hubiera descubierto algo terrible, agarró de entre los libros y manuscritos una gran lupa, se dejó caer de nuevo sobre la silla y dirigió la lente de arriba abajo sobre la copia. De vez en cuando meneaba la cabeza irritado, pero seguidamente la comisura de los labios se contrajo en una sonrisa y sonrió comprensivo.

– ¿De dónde lo ha sacado? -quiso saber Guthmann.

– No lo tengo -respondió Anne ateniéndose a la verdad e insegura añadió-: Sólo me lo han ofrecido.

– Entiendo -replicó Guthmann sin quitar la vista de la lámina-. ¿Por cuánto lo venden, si no es indiscreción?

Anne se encogió de hombros.

– Tengo que hacer una oferta.

– Sabe usted -comenzó incómodo el profesor-, los pergaminos coptos no valen mucho, hay demasiados en el mercado. El valor de una pieza como ésta viene determinado, no tanto por su antigüedad o su conservación, como por el contenido del texto. Y este texto no me parece interesante. Aquí -Guthmann tomó la lupa e indicó a Anne un renglón concreto- aquí leo el nombre de «Barabbas».

– ¿Barabbas?

– Un fantasma histórico. Aparece tanto en textos coptos como judíos. Los textos bíblicos se refieren a él como instigador. Incluso los rollos manuscritos del mar Muerto lo nombran, aunque sin dar indicios sobre su importancia. Un colega llamado Marc Vossius, que enseña en la Universidad de San Diego de California, ha dedicado media vida a este Barabbas y por ello algunos lo tienen por loco.

De pronto Anne von Seydlitz se despabiló.

– Si le entiendo bien, profesor, existe un personaje histórico llamado Barabbas tan importante, que su nombre aparece en diferentes tradiciones, sin que hasta hoy se haya conseguido analizar el significado de este… de este fantasma.

– Así es.

– ¿Y este Barabbas aparece nombrado en el pergamino?

Guthmann tomó la lupa con la mano, parpadeó a través del cristal y dijo:

– Al menos así lo parece.

– ¿Hay más fantasmas históricos como éste?

– Oh, sí -respondió el profesor-. No todos fueron tan comunicativos como Julio César, cuya vida conocemos de su propia mano; por otra parte muchos escritos se han perdido. Por ejemplo de Aristóxenos, un discípulo de Aristóteles, apenas sabemos nada, aunque fue una de las personas más sabias que han existido. Escribió 453 libros, pero no ha quedado ninguno. De Barabbas sólo conocemos el nombre y algunas alusiones a su personalidad.

En el transcurso ulterior de la conversación, Guthmann dio a entender que él mismo estaba interesado por el pergamino y Anne comprendió por qué el profesor se resistía a emitir una estimación sobre el valor del documento. Finalmente dijo que debía dejárselo durante una semana larga. Necesitaba todo ese tiempo para estudiar el manuscrito. No se habló de los honorarios.

Anne se sentía un poco aliviada tras la visita al profesor Guthmann. No habría sabido explicar por qué, aunque ahora se veía confirmada en la sospecha de que el pergamino jugaba un papel central en todas las cosas raras de los últimos días.

Cuando atravesó el portal del instituto y salió fuera, un hombre al que creía haber visto antes se deslizó por delante de ella, pero inmediatamente rechazó la idea. Demasiadas imágenes, demasiadas personas la visitaban cada noche como para tener aún el valor de expresar una sospecha.

Camino de casa buscó un bistró en la Theresienstrasse, donde sobre mesas altas de mármol se sirven suculentas especialidades de pasta. Anne reflexionaba. No podía quitarse de la cabeza el nombre de Barabbas.

Por la noche, mientras daba vueltas en la cama y aparecían y desaparecían imágenes como en noches anteriores, empezó a hablar en voz alta:

– Barabbas, ¿quién eres? Barabbas, ¿qué quieres de mí?

Temerosa aguzaba el oído en la noche por si el misterioso poder, que ya había actuado de modo tan terrible, daba una respuesta, pero el silencio reinaba en la solitaria casa, sólo interrumpido regularmente por las campanadas al estilo Westminster del viejo reloj de pared situado en la planta baja.

Estás trastornada, ya lo creo, tú estás loca, susurraba Anne en su modorra sólo para infundirse valor, cayendo luego en la somnolencia que aumenta la fantasía y atolondra la mente como una droga. Anne creyó ser también una imaginación suya el timbre del teléfono que de repente la asustó, y se apretó la almohada sobre la cabeza hasta que dejó de oírlo.

Quizá, pensó Anne después de haberse tranquilizado, debería consultar a un psiquiatra, en vez de andar con el pergamino de un coptólogo a otro. Pero entonces posiblemente no averiguaría jamás la verdad del por qué se mató Guido y por qué al buscar ella una explicación topaba siempre con un muro de silencio.

Y otra vez sonó el teléfono con aquella infamia de la que sólo es capaz un tal aparato en las horas de dormir. Mientras Anne hundía aún la cabeza en la almohada, le vino la sospecha de que ese ruido no eran imaginaciones, no, realmente sonaba.

Buscó con los dedos medio a oscuras el auricular y contestó ebria de sueño:

– ¿Diga?

– ¿Señora von Seydlitz? -se oyó del otro lado de la línea.

– Sí.

– No debería seguir investigando el pergamino -dijo una voz de hombre-. Es por su bien.

– ¡Oiga! -gritó Anne excitada-. ¡Oiga! ¿Quién habla? -Se cortó la línea. Colgaron.

Anne creía reconocer la voz, pero no estaba segura de si era Guthmann. Y si lo fuera, ¿qué razones tendría el profesor para llamarla a estas horas; de qué quería advertirla?

No aguantaba estar en la cama. Se levantó, fue al baño, dejó correr el agua fría del grifo sobre su cara, se vistió rápido y encendió la cafetera. El aparato gurgitaba ruidosamente el agua hirviendo en el filtro como un sapo en época de desove. El aroma que desprendía tenía el efecto de despejar la cabeza. Ella se sentó en un sillón sosteniendo con ambas manos la taza de café.

– Barabbas -susurró para sí misma-, Barabbas -y meneó la cabeza.

Así estuvo sentada pasando frío y con la mirada fija al frente hasta que clareó, lo que para Anne fue una liberación.

12

En situaciones sin salida como ésta, hay momentos en que la tensión cede sin más a una visión en la que de pronto aparece un resquicio de esperanza de resolver todos los problemas con la ayuda de una varita mágica. Así le sucedió a Anne von Seydlitz. Guthmann sabía mucho más sobre el pergamino de lo que había revelado en el encuentro del día anterior. Mirando retrospectivamente podía incluso creer que el profesor lo sabía todo. Como el experto en el campo de la coptología, sin duda no sólo conocía el contenido, sino que estaba informado también de las connotaciones que tan valioso hacían el documento.

Anne no encontraba adecuado visitar al profesor en su instituto y hablar con él; pues si Guthmann sabía más de lo que había revelado en la primera visita, entonces no lo divulgaría fácilmente en una segunda visita. Si quería tener alguna oportunidad, Anne debería sorprender al profesor. Se propuso sobornarlo con una cantidad sustanciosa; pues a juzgar por su apariencia, Guthmann daba la impresión de necesitar dinero.

Alrededor de las 17 horas aparcó su coche frente al instituto de manera que pudiera ver la entrada. Su plan consistía en atrapar a Guthmann, rogarle que accediera a una conversación y después de cenar juntos hacerle una generosa oferta, lo bastante generosa para hacerlo hablar.

Al cabo de tres horas y media, alrededor de las ocho y media, un portero se colocó ante el portal disponiéndose a cerrar el edificio, Anne bajó del coche, cruzó la calle corriendo y preguntó si el señor Guthmann estaba aún en la casa. El contestó que no había nadie más, pero se cercioró con una llamada telefónica que quedó sin respuesta.

Al día siguiente, después de otra noche de insomnio, Anne ya estaba a las siete y media de la mañana en el lugar. También esta vez su espera fue infructuosa. Guthmann no vino. No veía ningún motivo para no visitar al profesor en su domicilio. Obtuvo la dirección del listín de teléfonos: Guthmann, Prof. Dr. Werner.

Werner Guthmann vivía en una casa adosada de un barrio periférico al oeste de la ciudad, donde el precio de los inmuebles era razonable. Al sonar el timbre, abrió una mujer de mediana edad. Se mostró reservada. Anne le explicó incómoda su deseo; el profesor era la única persona que podía ayudarla. Pero antes de acabar de contar su historia en el portal, la interrumpió la mujer diciéndole que sentía mucho no poder ayudarla, su marido hacía dos días que había desaparecido sin dejar rastro. La policía lo estaba buscando.

Anne se estremeció. Parecía como si el condenado pergamino tuviera pegada una maldición, que la perseguía como una sombra. Se despidió precipitadamente y, mientras se dirigía al coche, le vino repetidas veces la idea de estar completamente loca. Pero a continuación se agitó en ella la conciencia de que estaba en sus cabales, porque podía analizar sin reservas y de manera lógica su situación y las circunstancias que habían conducido a ella. No obstante parecía haberse posado sobre ella y sobre su vida una fuerza misteriosa, como un pulpo que estaba en condiciones de alargar sus tentáculos hasta alcanzar un botín lejano.

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