Capítulo segundo

DANTE Y LEONARDO

secretos en clave

1

No tiene sentido que la gente diga, de alguien que ha puesto fin a su vida, que no estaba en sus cabales. Vossius tenía la mente tan clara que -contra su costumbre- le venían continuamente algunas cifras a la memoria, cifras que para él y para la situación en que se hallaba no tenían significado alguno. Así recapacitó seriamente si en realidad había de gastar veinte francos en el ascensor, que lo subiría a la tercera plataforma, o si debía ahorrarse un par de francos y subir a pie hasta la primera plataforma. Por un dibujo esquemático que estaba junto a la caja, se enteró de que la primera plataforma sólo estaba a 57 metros de altura, pero era más que suficiente para arrojarse a la muerte. Mas luego se dijo a sí mismo: sólo se muere una vez, y él quería ver París de nuevo desde arriba, a trescientos metros de altura. Así que se alineó pacientemente en la cola ante una de las taquillas de la caja, con la firme intención de acabar con su vida al precio de veinte francos, desde arriba del todo.

Los visitantes de la torre Eiffel se ven sometidos a una dura prueba de paciencia, porque las colas de personas que quieren tomar por asalto el monumento son todos los días casi interminables, incluso en un desapacible día de otoño como éste. Empezando por él, comenzó a contar a los que esperaban. Eran noventa y calculó que, si cada uno tardaba veinte segundos en adquirir el billete, debería esperar media hora.

Ciertamente, son ideas insensatas de cara a la muerte, pero deben reproducirse únicamente para describir la claridad de su mente, que uno u otro tal vez posteriormente le pudiera negar. Tal era su lucidez, que discretamente -es decir, de aquel modo expresamente casual que no pasaba inadvertido a cualquier observador atento- examinaba a las personas que iban delante y detrás de él por ver si no se daban cuenta de su comportamiento singularmente tranquilo, que define a una persona que sólo tiene un objetivo a la vista. Incluso se sorprendió tosiendo ligeramente, aunque no sentía necesidad de ello, sólo para no causar una mala impresión.

En algún momento de estos minutos de espera que parecían interminables, le vinieron a la mente las noticias periodísticas que levantaría su salto desde la torre Eiffel. Tal vez bajo «Varios» o, aún más denigrante, en una columna titulada «Información local», entre un accidente de tráfico en la rué Tivoli y el robo en una casa del barrio latino. Y eso que lo que se llevaba con su muerte era tan importante, que habría desplazado al día siguiente todos los titulares de este mundo.

No tenía miedo de lo que se proponía, porque no es necesario tener miedo de la muerte, sólo de la agonía, y ésta en su caso sería tan rápida, que no le quedaría tiempo para lamentarse. En algún lugar había leído que en general uno no sentía ningún dolor al lanzarse de una torre alta, porque poco antes del golpe perdía el conocimiento.

Sólo le causaba escepticismo la idea de cómo podría saberse realmente si esto no era una vaga teoría, pues nadie había sobrevivido a la práctica. Sin embargo, no le asaltaba ninguna duda, a pesar de ser consciente de que la decisión de acabar con su vida no obedecía a la voluntad propia. Pero su determinación era tan fuerte, que nada podría hacerla cambiar.

De algún modo su firme resolución le había levantado el ánimo, así que silbó a una rubia elegante que paseaba su palmito (no de otra manera se puede llamar la exhibición de su vestido nuevo) mientras giraba los ojos como un santo barroco. Jamás lo habría hecho, ¡un caballero de su edad y posición!

De pronto vio claro que había llevado una vida responsable seguida con admiración por la sociedad, comportándose según las expectativas que exigía su posición. No sin orgullo había vivido su vida, la vida de un científico prestigioso, profesor de literatura comparada. Eligió esta asignatura porque, gracias a su extraordinaria memoria, estaba particularmente dotado y la consideraba importante, aunque sólo uno de cada mil sepa explicar que se trata de comparar ciencias literarias.

Sacrificó su matrimonio a las musas, más exactamente a un proyecto de investigación de la California State University de San Diego (¿qué quiere decir: sacrificado? El decoroso matrimonio mediocre se habría roto también sin la decisión de ir a Leibethra). Así que se había avenido bien para disolver sin demasiado escándalo el ideal de la convivencia humana impuesto por la sociedad y cambiar la presión de una cátedra americana por la libertad de un instituto internacional de investigación.

Vossius dio unos pasos lentos hacia su final. Encontraba desagradable que los de atrás avanzasen en seguida a toque de codos. En general se le hacía larga la espera, insoportable la cola de gente, y empezó a sentir la sensación inexplicable que se apodera de uno que se siente acorralado.

Esta forma de acorralamiento le había impedido toda su vida asistir a actos organizados; según declaración suya debían ser calificados así aquellos en los que más de seis personas se reúnen en torno a una mesa. Vossius se había acostumbrado a resolver razonamientos difíciles no sentado, sino caminando, como Aristóteles y sus discípulos. La estrechez produce necedad, rezaba una de sus afirmaciones citadas a menudo, que él sabía cimentar con numerosos ejemplos históricos.

En general el profesor tenía costumbres que estaban fuera de lo corriente, así que lo marcaban como un hombre bastante raro. A ello contribuía también que Vossius se prescribiera, a intervalos irregulares de dos a cuatro meses, una cura de hambre en la que durante ocho días sólo tomaba agua mineral. El motivo de esta autodisciplina no eran problemas de peso, como tal vez se pudiera pensar, más que nada Vossius creía aumentar así su concentración y su capacidad intelectual. Precisamente durante una de estas curas de hambre descubrió las huellas del misterio de Barabbas.

Su ayuno, pues, respondía más a una filosofía que a la preocupación por su salud, que Vossius más bien descuidaba. No consideraba su profesión como un medio para ganar dinero, lo que supondría medir con exactitud las cuarenta horas semanales; no, su profesión era para él una necesidad, casi podría decirse una pasión, que no podía abandonar ni siquiera de noche. Las cabalgadas nocturnas por el mundo de la literatura comparada, en las que seguía alguna pista hasta el agotamiento total (cola y cigarrillos de tabaco negro hacían el resto), lo conducían a menudo al borde del colapso. No, Vossius no había llevado una vida sana. Su profesión era de aquellas pasiones que lo carcomen a uno, pero que nunca lo matan.

Si hubiera sospechado que un día sería víctima de su propio saber, no habría elegido jamás esta terrible profesión; como probo funcionario o con un oficio con sentido artístico habría llevado una vida honrada, sin necesidad de huir de sí mismo. Sócrates se equivocaba -y sin duda no era la primera vez- al decir que el saber es el único bien de la humanidad y la ignorancia el único mal. La ignorancia puede significar una gran suerte y el saber, una desgracia atroz, existen incontables ejemplos de ello. Y generalmente no se tiene mala intención al decir que los necios son los más felices: lo son. Su vida es un paraíso y su trabajo ganancia de pan y no afectado por un bosque de dudas, que rodee impenetrable su saber, porque el saber no es otra cosa que una forma siempre repetida de la duda.

¿Qué otra cosa sino la duda ha proporcionado a la humanidad su mayor conocimiento? Y si él, Vossius, no hubiera dudado que Dante, Shakespeare, Voltaire y Goethe, sí, hasta un Leonardo, eran algo más que geniales narradores de historias, si no hubiera sospechado que compartían el secreto de un misterio inconcebible, habría permanecido ignorante, pero feliz.

Ahora debía temerse a sí mismo, a su saber y a los que iban detrás de su saber. (Vossius había pasado por alto en este momento que estaba huyendo de las consecuencias de un acto criminal.) Indiferente, casi aburrido, lo que sin embargo, según lo dicho, no correspondía en absoluto a su estado interior, hundió las manos en los bolsillos de los pantalones. Su derecha retrocedió involuntariamente al sentir la botellita en su bolsillo.

No era la botellita en sí lo que le produjo una nueva inquietud, sino la obra que había ejecutado su contenido corrosivo, inodoro, incoloro, aceitoso. H2SO4. Mientras con los dedos acariciaba la angulosa botellita, miraba a todas partes, pero no divisó ningún movimiento del que hubiera podido inferir que alguien le estaba persiguiendo.

Desde la tapa de alcantarilla, sobre la que estaba, subía un hedor vomitivo a tibias aguas residuales y, para evitarlo, Vossius quería salirse de la fila, sin embargo resistió para no llamar la atención. Ridículo, pensó, lo fácil que era cometer un atentado en esta ciudad y lo sencillo que resultaba escabullirse.

Externamente no era difícil, pues, por más extraordinario y genial que fuese el profesor Vossius con respecto a su entendimiento, su apariencia era mediocre. En su edad de cincuenta y cinco años recién cumplidos no había nada atípico. Su cara suave ovalada estaba dominada por una nariz larga, delgada, y una frente alta, como se suele decir cuando hay entradas en el cabello. No obstante, Vossius estaba lejos de sufrir por algún que otro defecto en su aspecto exterior, como por ejemplo sus orejas alargadas, de las que salían matas de pelo como un juncal de un pantano. Examinada más de cerca, esta cara reflejaba en sí algo armónico y una amabilidad vivaracha que dimanaba de sus ojos pequeños. Estos ojos se movían sin cesar; incluso daban la impresión, tras un breve encuentro, que continuamente iban en busca de algo nuevo. Su vestimenta era correcta, pero alejada de la última moda también en este día memorable, en el que llevaba sobre la camisa abierta un traje de color caqui y una trinchera beige arrugada.

2

Desde que tenía uso de razón, amaba París. Estudió aquí después de la guerra, vivió en la rué des Volontaires cerca del Instituto Pasteur, en una buhardilla, bajo el tejado, en casa de una viuda que siempre llevaba colgada una colilla en la comisura de los labios y que la alquilaba para mejorar la renta de su difunto. Dos ventanas de la buhardilla daban al patio, y el mobiliario había conocido tiempos mejores, tal vez hasta el asalto a la Bastilla; en cualquier caso, del sofá de patas duras, que durante el día servía de asiento y por la noche de cama, salía pelo negro de rocín en todos los sitios imaginables, y olía a caballo.

En invierno, cuando el viento, a través de los marcos de las ventanas cubiertos con cartones, bramaba como el aullido de los perros sin amo bajo los puentes del Sena, la estufa negra, redonda, de acero salía excesivamente cara, pero sobre todo madame Marguery, como se llamaba la fumadora empedernida, se mostraba avara con las briquetas caloríferas y rehusó su ruego de subir seis escaleras arriba el preciado bien (con la esperanza de desviar una que otra caloría para sí). Madame contaba las briquetas con la minuciosidad de un contable y las distribuía, cuatro por día, por lo que Vossius todavía ahora temblaba de frío con sólo recordarlo.

Pero la necesidad aguza el ingenio, sobre todo si se trata de las necesidades normales de cada día. En el rastro que había en torno a la Porte de Clignancourt y en casa de los traperos del Village Saint-Paul, se conseguían en aquella época por un par de céntimos libros viejos con tapas duras de cartón, a los que por motivos incomprensibles les faltaba la portada o algunas páginas. Aunque se sentía unido al papel impreso casi por juramento de honor, Vossius no tuvo reparos en alimentar con ellos su estufa, si bien, hay que admitirlo, con mala conciencia.

Sea dicho para salvaguardar su honor que Vossius examinaba cada libro antes de quemarlo, no por su capacidad de combustión, sino, como correspondía a un futuro científico, respecto al contenido intelectual que, como pronto experimentaría el joven Vossius, era diametralmente opuesto al valor calorífico de la obra. En síntesis: los libros delgados mostraban un contenido intelectual más alto que los gruesos, pero estos últimos ardían más tiempo.

En todo caso debe atribuirse a la avaricia de madame Marguery que Vossius pescara un día entre los libros calefactores un ejemplar de la Divina Comedia de Dante, impreso sin lugar ni año en lengua italiana, el cual se distinguía de los otros que había quemado hasta entonces por una monstruosidad: todos los libros, como se ha dicho, sufrían el trauma del descalabro, eran viejos e incompletos, y por ello prácticamente invendibles. Menos esta edición de Dante. Esta Divina Comedia contenía, junto con las tres partes principales conocidas, «Inferno», «Purgatorio» y «Paradiso», un epílogo «Veritá», una parte que no existía o no podía existir porque faltaba en todas las ediciones conocidas de esta obra.

Más tarde se maldijo a sí mismo por no haber echado el libro en la estufa negra de acero. Pues todo empezó con este insignificante libro manoseado, de cuyo precio no podía acordarse, pero seguro que no eran más de veinticinco céntimos. Claro que no lo sospechaba. Estos veinticinco céntimos que Vossius había gastado, no con intención de edificar su espíritu, sino por la desdeñable necesidad de calentarse, habían de cambiar su vida, peor aún, debían ser la causa de que sólo viera la alternativa de tirarse de la torre Eiffel.

Volvamos a Dante: todo estudiante de literatura se entera en el primer semestre de los enigmas que envuelven como un tejido su obra principal o digamos, para ser más exactos, que la obra consta exclusivamente de enigmas, que ya empiezan con el título: Divina Comedia. Que se sepa, Dante Alighieri no tituló su obra de «Divina Comedia», sino sólo «Comedia», pero esto precisamente subraya el misterio de este libro; pues no es ninguna broma, en absoluto. Sin embargo, eligió el título no sin intención.

Durante siglos la gente creía que un libro que se ocupa del infierno, del purgatorio y del paraíso debía ser una obra devota en el sentido de la Santa Madre Iglesia. Pero el hábito no hace al monje, y en su paso por el paraíso, a pesar de toparse con reyes, poetas y filósofos paganos, Dante no encuentra papas, para los que sólo tiene palabras de desdén. De devoción, pues, ni hablar. Dios nos asista: hasta detrás de la Virgen María se esconde Beatriz, el amor imposible de su joven corazón.

Sin duda Dante era astuto, tal vez el que más sabía de su tiempo, por esto con frecuencia sólo se desahogaba con alusiones que permiten inferir un conocimiento más profundo que el manifestado por escrito. No se ha conservado ni una línea manuscrita del poeta, lo que da pie a nuevas especulaciones e indujo a los florentinos a crear una cátedra de Dante, ya medio siglo después de su muerte. Pero como ocurre casi siempre que los profesores se ocupan del destino de una persona se enredaron en violentos debates sobre lo que Dante quiso decir y esconder. Contaron versos (14.000) y descubrieron en la construcción de la obra un misterioso simbolismo numérico, que permite conjeturar que detrás de la Comedia se esconde mucha más sabiduría. Las tres partes principales se dividen en 33 capítulos cada uno: 3 por 33 es igual a 99, y 99 se considera el número perfecto.

Los números son a menudo el reflejo del orden cósmico o humano, eso ya lo sabían los griegos y también Dante juega con este simbolismo, cuando escribe que el paraíso se forma con nueve cielos concéntricos alrededor del globo terráqueo o que el embudo del infierno se precipita en nueve círculos hasta el centro de la tierra, sede de Lucifer. En todo caso, Dante tenía conocimiento de la magia de los números y de su significado simbólico, por ejemplo del sentido cósmico del número 4 (elementos, estaciones, edad del mundo) o de la compenetración de lo material y lo espiritual con el número 6. Pero sabía mucho más.

¿Era casualidad que no subsistiese oficialmente ningún original de la Comedia de Dante, que la primera copia no apareciese hasta quince años después de su muerte?

Según parecía, Vossius había hallado casualmente entre su material académico de combustión un ejemplar impreso de aquella desaparecida edición original de Dante, y se sirvió de la ayuda de un romanista amigo para averiguar el contenido del epílogo «Veritá». Pero el amigo, un piadoso joven llamado Jerome, se llevó el libro a casa por la noche y al día siguiente lo lanzó a los pies de Vossius diciéndole que era una pérdida de tiempo traducir semejante basura, pues se trataba de una falsificación que nada tenía que ver con el original, ni sobre todo con Dante Alighieri. Vossius entonces no vio motivo alguno para dudar de la explicación de su amigo, pero como se trataba de un libro muy antiguo y además de una curiosidad, lo guardó; hasta sobrevivió varias mudanzas en las que otras cosas se perdieron.

3

Entretanto, esperando en la cola, llegó a la taquilla, donde Vossius, según lo decidido, sacó un billete por valor de veinte francos, que le daba derecho a usar el ascensor hasta la plataforma más alta. Discretamente miró de nuevo a su alrededor si lo perseguían, no detectó nada extraño y se dirigió detrás de dos damas maduras a la jaula acristalada para esperar el ascensor.

No esperó largo rato. Las puertas correderas se abrieron con gran estrépito y los visitantes se precipitaron en la gigantesca jaula como animales de circo. Con un tirón el ascensor se puso en movimiento. Igual que en todos los ascensores del mundo, la gente por causas indescifrables dirigía su mirada a las puertas. Nadie se atrevía a mirar al otro a la cara. Mucho menos Vossius, que temía ser reconocido. Así que también como los demás fijó los ojos con estudiada indiferencia hacia las puertas correderas.

De esta guisa le pasó por alto que en la parte trasera del ascensor había dos hombres que no lo perdían de vista. Llevaban chaquetas oscuras de cuero, que les daban un aire algo marcial, reforzado aún más por su duplicidad. También estos dos fingían indiferencia, pero fijándose mejor se habría podido descubrir cómo se entendían con los ojos y con breves movimientos impulsivos de la cabeza.

El ascensor se paró con un movimiento que provocó un ligero hormigueo en el estómago, sobre todo en Vossius, que sentía una profunda aversión por los ascensores. Las puertas se abrieron con idéntico ruido metálico y los visitantes, que hasta ahora habían guardado un recogido silencio, se precipitaron estrepitosamente hacia la plataforma.

Vossius atentamente dejó salir a los otros primero. Así los dos hombres con las chaquetas de cuero no pudieron evitar tener que bajar antes que la persona vigilada, dirigiéndose uno hacia la izquierda y el otro hacia la derecha.

La vista de la primera plataforma de la torre Eiffel es en cierto modo preferible a la de los pisos superiores, porque desde aquí los edificios de la ciudad están tan cerca, que casi se pueden tocar. Para ser un suicida al que sólo pocos momentos separaban de su acción, Vossius se comportaba con una tranquilidad poco habitual. Sin perder siquiera un momento pensando en lo que se había propuesto, se dirigió a la parte de enfrente de la galería, se apoyó con los brazos en la baranda y miró sobre el Sena hacia el Palais Chaillot, donde la gente, como hormigas, parecía muy agitada. Allí, en el parque, había pasado a menudo sus tardes de estudiante, con un par de libros entre el equipaje, aunque muchas veces quedaban sin abrir a causa de las numerosas muchachas bonitas que uno encontraba, casi siempre patinando.

Una de las patinadoras se llamaba Avril, un nombre con el que no se había de topar jamás en la vida, igual que no se encontró nunca más con Avril. Era irlandesa, tenía el pelo rojo de fuego peinado a lo garçon, la piel blanca como la nieve y pecas en la nariz y en las mejillas, que al sol brillaban como bombillitas, pero eran invisibles con el cielo cubierto, un raro enigma de la naturaleza. Avril contó que estudiaba ballet, y ambos pasaron muchos días y noches juntos. Ella no cedía nunca a su deseo de verla bailar, aunque nada deseara él con tanto ardor.

Tampoco hablaba nunca de baile clásico y así sucedió lo que tenía que suceder: Vossius la siguió un día a hurtadillas desde su vivienda en la rué Chapón hasta el Quartier, donde ella desapareció en un cabaret llamado Carnavalet, al que acudían sobre todo argelinos. Avril bailaba allí no tanto ballet como desnuda sobre la mesa (en cualquier caso el escenario no era mayor), y cuando Vossius la sorprendió así, aunque sin hacerle ninguna escena, la muchacha de un día para otro desapareció de París. Según supo más tarde, se fue a África corriendo tras un argelino.

Vossius sonreía mirando hacia el Palais de Chaillot; era su primera sonrisa de este día y le vino la idea a la cabeza de que probablemente sería la última de su vida.

En este momento, en el que para él el tiempo no existía, en el que sólo había un agujero negro al que iba a lanzarse, sintió cómo sus brazos eran arrastrados violentamente a su espalda y apretados contra su cuerpo. Estaba indefenso.

– ¡Ningún movimiento, monsieur!

Dos hombres se habían acercado a él por la izquierda y por la derecha, y mientras uno le agarraba los brazos a la espalda, el otro palpó su indumentaria con experta rutina, sacó de la chaqueta la cartera y de los pantalones la botellita angulosa de color marrón.

– Monsieur -dijo el primero con atenta corrección-, queda usted provisionalmente detenido. ¡Síganos, sin ofrecer resistencia!

Todo ocurrió tan rápido y tan inesperadamente que Vossius no encontró palabras de protesta y soportó con resignación que uno de los hombres le colocase las esposas a la espalda, lo que le causaba dolor. Pero la mayor tortura del momento no era este dolor, sino que le impedían volar hacia el gran agujero negro, como se había propuesto.

4

Naturalmente que Vossius sabía perfectamente por qué lo habían detenido, y tenía idea de a dónde iban a llevarlo. Por esto no hizo preguntas. Siguió a los hombres hasta un viejo Peugeot azul que estaba aparcado frente a la parada de taxis en el Quai Brauly y, en una postura bastante incómoda, tomó asiento en la parte posterior.

La prefectura de policía del bulevar du Palais, a unos pasos de Notre Dame en la Île de la Cité, ofrece desde fuera una impresión bastante amable y con ello se asemeja al resto de edificios públicos de la ciudad, que al entrar cambian de cara y su atractivo se convierte en todo lo contrario. Lo mismo la prefectura, que desde el exterior recuerda un palacio encantado como el Louvre, pero en su interior, al laberinto del Minotauro, una impresión que no consiguen cambiar las columnas ni las escaleras y balaustradas con ornamentos.

Vossius fue conducido a una habitación del segundo piso, donde un comisario llamado Gruss lo recibió formalmente y le preguntó el nombre, lugar y fecha de nacimiento, profesión y lugar de residencia, mientras los dos hombres de chaqueta de cuero estaban sentados allí en silencio.

– Usted sabe, monsieur -dijo Gruss con simulada cortesía- que se le acusa de un delito y por ello puede negarse a declarar, pero -y con ello cambió el tono de voz que de pronto sonó amenazadora- ¡yo no se lo aconsejaría, monsieur!

Gruss hizo señas con la cabeza a uno de los que llevaban chaqueta de cuero. Este se levantó y abrió una puerta lateral. Entró un empleado del museo del Louvre, reconocible por el uniforme gris y la gorra. El empleado dijo su nombre y Gruss le preguntó, señalando con un gesto a Vossius, si lo reconocía.

El empleado del museo asintió y declaró que sí, que este hombre se había acercado a la pintura de Leonardo, había sacado una botellita y lanzado su contenido, no a la cara de la dama representada, sino sobre el escote, y antes de que pudiera intervenir y detenerlo, había desaparecido, ¡Dios mío, un cuadro tan valioso!

El empleado del museo fue conducido afuera y Gruss preguntó a Vossius:

– ¿Y qué dice usted a esto, monsieur?

– ¡Es cierto! -contestó Vossius.

El comisario y los otros dos le miraron.

– Así que usted admite haber perpetrado el atentado con ácido contra la Virgen en el rosal de Leonardo da Vinci.

– Sí -confirmó Vossius.

El comisario se sintió tan inseguro ante la inesperada confesión, que se movía intranquilo en su silla como si estuviese sentado sobre una piedra ardiente. Finalmente halló de nuevo las palabras, pero al mismo tiempo cambió el tono de voz en una artificiosa amabilidad y preguntó, como si estuviese hablando a un niño:

– ¿Y quiere usted tal vez revelarnos por qué lo ha hecho, monsieur? Quiero decir, ¿hay un motivo para su delito?

– ¡Naturalmente que había un motivo! ¿O cree usted que hubiera hecho una cosa así por aburrimiento?

– ¡Interesante! -Gruss se elevó detrás del escritorio que impedía su atención, se apoyó sobre un codo y respondió con una sonrisa cínica-: ¡Ah, profesor, estoy muy intrigado!

Diciendo esto subrayó exageradamente la palabra «profesor», como si temiera una respuesta científica que nadie pudiese entender.

– Me temo -comenzó Vossius incómodo- que si le digo la verdad, me tomará por loco…

– De hecho también lo temo -interrumpió Gruss-. Incluso temo tenerlo por loco sea cual fuere su declaración, monsieur.

– Precisamente -refunfuñó Vossius.

Luego se hizo un largo silencio, en el que inquisidor e inquirido se miraban callados, cada uno pensando cosas distintas. Gruss estaba realmente impaciente por saber el motivo que iba a dar este loco, mientras que Vossius sentía un miedo indefinido y el pavor de que lo declarasen incapacitado, sea cual fuere la explicación que diera para justificarse. ¿Cómo debía comportarse, pues?

Con la esperanza de provocar a Vossius y de este modo obtener una respuesta, Gruss hizo la observación:

– Me han dicho que al detenerlo daba usted la impresión de que quería tirarse de la torre Eiffel.

– Es verdad -respondió Vossius, pero inmediatamente lamentó su confesión, de pronto comprendió el peligro en que se hallaba y la reacción no se hizo esperar.

– ¿Está usted bajo tratamiento médico? -preguntó fríamente Gruss-. Quiero decir, ¿sufre usted depresiones? Puede hablar francamente de ello. Lo averiguaremos de todos modos.

Vossius se apresuró a responder:

– ¡No, por el amor de Dios! No intente acosarme en esta dirección. ¡Estoy completamente normal!

– ¡Está bien, está bien! -Gruss levantó ambas manos-. No se haga ilusiones. La incapacitación tal vez le ahorraría la cárcel.

La palabra flotaba en la habitación como el tufo del humo frío de cigarrillo: ¡incapacitación! Vossius tomó aliento. La sonrisa del comisario, un avance desvergonzado y desdeñoso del labio inferior mientras estiraba hacia arriba la comisura de la boca, reveló su regocijo por la reacción de Vossius. Este hombre no ha pensado en absoluto que se le pueda tomar por loco y mucho menos que se le pueda tratar como a un loco.

¿Cómo debía comportarse Vossius? Igual que muchas otras veces en su vida, también en este caso la verdad era lo más increíble. Se le escucharía, se le sonreiría y antes de que aportase una sola prueba para justificar su declaración, se le encerraría bajo llave, a él, un pobre profesor loco de… ¿cómo se llamaba su asignatura? ¿Literatura comparada?

Por esta razón, Vossius se esforzaba por contestar con distanciamiento las preguntas que le dirigía Gruss. Le interesaba no causar en absoluto la impresión de que no estaba bien de la cabeza. Dicho francamente, se había imaginado un interrogatorio como aquél de muy distinta manera, duro y despiadado, como había visto en las películas policíacas; en cambio aquí, en esta habitación pelada del segundo piso de la prefectura de policía, todo se desarrollaba amablemente, casi parecía una entrevista para darle empleo. Notó que ni Gruss ni ninguno de los dos funcionarios policiales tomaban apuntes o abrían un expediente, a pesar de darles repetidamente fechas y direcciones relacionadas con su pasado.

Vossius estaba demasiado nervioso para comprender la causa de esta actitud. Toda su preocupación, su cuidado, de no revelar algo que levantara la más mínima sospecha de enajenación mental producía en él una tensión que lo dejaba ciego y sordo para lo evidente.

En esta atmósfera cargada entraron de pronto dos hombres vestidos de blanco; uno traía consigo un maletín, el otro llevaba bajo el brazo correas anchas y hebillas, y a una señal del comisario se acercaron a Vossius, lo levantaron de la silla como a un inválido y dijeron, cada uno por sí, pero ambos a la vez:

– Bien, monsieur, vamos a dar una vueltecita en coche. ¡Venga!

Aunque la situación no podía ser más clara, Vossius tardó varios segundos en comprender lo que sucedía, y cuando comprendió por fin que la cosa no tenía remedio, ya los dos muchachos se lo llevaban cogido fuertemente por sus antebrazos a través del corredor hacia la escalera. Lo primero que pensó Vossius fue que no debía permitirlo, sí, incluso consideró desprenderse y huir lo más rápido posible. Pero luego triunfó la sensatez y razonó que tal actitud sólo podría ser interpretada como una prueba más de su paranoia, por lo que se entregó a su destino.

5

El automóvil, al que los dos, con infantiles palabras, le invitaron a subir, tenía las ventanillas enrejadas y por su carrocería de techo alto más bien parecía una furgoneta para el transporte de hortalizas pintada de blanco. Vossius notó desazonado que, apenas se había sentado en el banco trasero, echaban el cerrojo por fuera a la puerta corredera. A la pregunta que dirigió a la cabina del conductor a través de una ventana también enrejada y con la que pretendía saber el lugar de destino del viaje, recibió Vossius la respuesta de que se tranquilizase, que se preocupaban por su salud y que todo ocurría por su bien; una información que lo puso tanto más nervioso, cuanto más parecía destinada a calmarlo.

Durante el trayecto por el bulevar Saint Michel en dirección a Port Royal, Vossius preparó un plan de cómo había de prevenir el tratamiento que era de esperar. En todo caso, se propuso ceder a todas las exigencias con acentuada cortesía, no ofrecer con su comportamiento ningún motivo para el ataque y sólo confiarse a un perito, de profesor a profesor por así decirlo.

Al llegar al hospital St. Vincent de Paul, el automóvil giró a la derecha, a una señal del claxon se abrió una pesada puerta de hierro y, al pasar, Vossius vio un letrero blanco con la inscripción «Psiquiátrico». No pierdas los nervios ahora, se dijo a sí mismo sin mover los labios, y obedeció sin rechistar la petición de los enfermeros de acompañarlos al interior de la prolongación del edificio. El eco que producían las pisadas en el interminable pasillo daba miedo.

Al final, uno de los enfermeros golpeó una puerta, la abrió un médico de pelo blanco con las cejas oscuras muy pobladas. Asintió, como si los hubiese esperado, y extendió la mano a Vossius:

– Doctor Le Vaux.

– Vossius -contestó Vossius e intentó sonreír, pero le salió tan mal, que lamentó en seguida el embarazoso intento y puso una cara que subrayaba lo grave de la situación-. Profesor Marc Vossius.

– El autor del atentado con ácido; además intento de suicidio en la torre Eiffel -dijo el otro enfermero entregando un papel a Le Vaux, luego los dos abandonaron la habitación por una puerta en sentido contrario. Entretanto, el doctor examinó la ficha con el brazo estirado, la colocó sobre un escritorio blanco de metal y pidió a Vossius que se sentara en un taburete tapizado de plástico negro. Apestaba incomprensiblemente a sardinas.

– Doctor Le Vaux -comenzó Vossius con el propósito de mantenerse lo más tranquilo posible-, tengo que hablar con usted.

– ¡Más tarde, querido, más tarde! -interrumpió Le Vaux y apretó con ambas manos los hombros del paciente, sentándolo.

– El caso es que… -Vossius intento de nuevo el dialogo, pero Le Vaux seguía imperturbable y repitió mientras levantaba los párpados de Vossius:

– ¡Más tarde, querido, más tarde! -Sonaba por un lado como si lo hubiera dicho miles de veces, y por otro como si no quisiera prestar atención a lo que oía.

Como un mecánico que efectúa la revisión de un coche según un plan establecido, Le Vaux le presionaba los pulgares contra los huesos de las mejillas, le ejecutaba movimientos circulares con los dedos índice y medio sobre los temporales preguntando indiferente sin esperar en absoluto una respuesta:

– ¿Duele?

Con un martillo de goma, haciendo la misma pregunta con idéntica indiferencia, golpeó la frente de Vossius y luego la rodilla derecha cruzada sobre la izquierda.

Vossius decía que no; por lo demás no deseaba imaginarse lo que hubiera sucedido de haber dicho que sí, que sentía dolor. Estaba desesperado porque presentía haber ingresado en un sistema que no le ofrecía ninguna posibilidad de evadirse.

Mientras tomaba notas en su escritorio, Le Vaux juntó sus pobladas cejas como si reflexionase fatigosamente.

– ¡Hable de su infancia! -dijo de súbito-. Usted tuvo una infancia difícil, ¿no? ¿Cómo era la relación con su madre? ¿Qué clase de relación tiene usted con las mujeres en general? ¿Qué le movió a echar ácido a los pechos de la Virgen? ¿Sentía haciendo esto como si estuviese orinando? ¿Experimentó un claro alivio después del hecho?

Vossius no pudo contenerse, se levantó de un salto, pataleó en el suelo como si quisiera triturar las increíbles preguntas del doctor, igual que el gigante Gargantúa aplastaba los peñascos, y se rió maliciosamente y triunfante:

– ¡Ánimo, doctor, ánimo, seguro que se le ocurren más cosas! -gritó resoplando ira y su cabeza enrojeció como un tomate. Precisamente ésta era la reacción que a todo trance habría querido evitar, ya que suministraba vulgares argumentos a su adversario. Vossius miró espantado al doctor Le Vaux.

Para el doctor estos arrebatos no eran nada especial; por lo demás, cuando uno de los enfermeros asomó la cabeza por la puerta ofreciéndole su ayuda, la rehusó con un leve gesto de la mano, como diciendo: con éste puedo arreglármelas solo. Se limitó a decir:

– Por favor, tranquilícese. Le pondré una inyección y luego se sentirá mejor.

– ¡Inyecciones no, inyecciones no! -balbuceó Vossius, mientras el doctor con desvergonzada parsimonia levantaba la jeringuilla.

– La inyección es realmente inocua -aseguró con una sonrisa de sádico y añadió-: Comprendo su excitación.

Vossius temblaba por todo el cuerpo. ¿Qué hacer? Hervía de ira y de indignación. Por un instante pensó abalanzarse sobre el engreído psiquiatra y emprender la huida, pero luego triunfó su sensatez y la convicción de que no llegaría lejos. Sus ojos buscaron la ventana a su derecha, pero al verla sus pensamientos se desvanecieron. Todas las ventanas de este edificio tenían rejas.

Sosteniendo la jeringuilla entre el dedo índice y el medio como un habano caro, el doctor se colocó ante Vossius, se trajo una silla y preguntó:

– ¿Qué le hizo tomar la decisión de querer tirarse de la torre Eiffel? ¿Fue el miedo al castigo por el atentado con ácido o se siente usted perseguido?

– ¡Claro que me siento perseguido! -surgió inesperadamente de Vossius, una respuesta que lamentó de inmediato, pero que ahora ya no podía retrotraer.

– Comprendo -Le Vaux aparentaba compasión.

– ¡Nada comprende usted! -respondió Vossius enérgico-, ¡pero nada! Si le contase los antecedentes de la historia, entonces más que nunca me declararía usted enfermo mental.

Le Vaux asintió y contempló la jeringuilla entre sus dedos con cierta satisfacción, como pueda sentirla un atracador que mantiene en jaque a su víctima con el arma cargada.

– Cuéntemelo de todas formas -manifestó condescendiente.

– ¡Retire la jeringuilla! -exigió Vossius.

El doctor le hizo caso y Vossius reflexionó fatigosamente.

– No sé cómo debo explicarle mi situación -comenzó incómodo-. Si le digo la verdad, seguro que me tomará por loco.

– ¡Tal vez deberíamos hablar mañana! -objetó Le Vaux.

– ¡Oh, no! -contradijo Vossius obstinado. Confiaba todavía en que el psiquiatra notaría que él, Vossius, estaba en el lugar erróneo, que era tan normal como cualquier otro, y añadió-: Mañana mi situación será la misma de hoy.

Situaciones como ésta no le eran extrañas a Le Vaux. Conocía demasiado bien las inhibiciones que invaden a un enfermo mental a la hora de justificar su acción, y había experimentado que este retraimiento crece con la inteligencia del paciente. Sin duda con Vossius se enfrentaba a un hombre de inteligencia superior a la normal. Para facilitar a Vossius la charla, empleó trucos de viejo psiquiatra, como ir a la ventana, cruzar los brazos a la espalda y mirar con aparente desgana hacia fuera, como diciendo: puede tomarse el tiempo que quiera. Tuvo éxito.

– Usted cree naturalmente que vertí el ácido sobre la pintura de Leonardo en un ataque de ofuscación mental -empezó Vossius con dificultad-, pero, créame, tenía la mente clara, tan clara como ahora que estoy hablando con usted. Los motivos arrancan de hace muchos años y han de buscarse en mi trabajo como profesor de literatura comparada.

Santo cielo. Le Vaux se giró y miró a Vossius. Ahora temía una lección sobre la asignatura del paciente, que en todo caso respondía al cuadro sintomático típico de la esquizofrenia, aquella enfermedad que inexplicablemente ataca con preferencia a las personas cuya inteligencia superior al promedio se convierte en una carga.

Vossius parecía adivinar el pensamiento del doctor, cosa inhabitual en un paciente, pues en general ocurre más bien que es el psiquiatra quien cree conocer el pensamiento del paciente. En cualquier caso, dijo Vossius al asombrado Le Vaux:

– Puedo imaginarme que usted está pensando en si soy un caso de simple paranoia o de esquizofrenia paranoica, y resulta difícil demostrar que ni un diagnóstico ni otro son correctos. Escuche, doctor, soy tan normal como usted o cualquier otro.

Entretanto Le Vaux había vuelto a su típica postura frente a la ventana, miraba fijamente hacia fuera, aunque había entrado el crepúsculo y ya no se podía ver nada. Por lo menos guardaba silencio, para Vossius un indicio de que estaba escuchando.

– Hace ocho años, solicité por primera vez al Museo del Louvre que el cuadro Virgen en el rosal fuese sometido a un examen quimiotécnico y de rayos X. Pero entonces como ahora me tomaron por loco, sólo con una diferencia: antes me dejaron libre. La respuesta que me hicieron llegar decía: que con interés se había tomado nota de mi teoría, no obstante se veían en la imposibilidad de atender mi sugerencia. El valioso cuadro podía sufrir daños con ello. Naturalmente eso era una estupidez; pues como se sabe, en todas las partes del mundo, y no menos en el Louvre, las obras de arte son sometidas a la investigación de las ciencias naturales. De este modo se desenmascararon Rembrandts que no lo eran, en otras obras se pudo determinar la autoría de un artista, así que no es un procedimiento fuera de lo corriente. No, el motivo de la actitud negativa del Louvre era que un profesor de literatura había hecho un descubrimiento de gran trascendencia, un descubrimiento que correspondía a un historiador del arte. Creo que la rivalidad entre los profesores de arte no es diferente que entre los médicos.

Una observación aguda, que Le Vaux en el fondo no podía menos que compartir, con lo que Vossius, sin sospecharlo, había conseguido atraerse cierta simpatía. El tono de repente era totalmente distinto, cuando Le Vaux preguntó:

– Dígame, monsieur le professeur, ¿qué sentido debía tener la investigación? Quiero decir, ¿qué se prometía con ella?

Vossius respiró profundamente. Sabía que lo que iba a decir sería decisivo para su ulterior fortuna. Si había sólo una mínima oportunidad, debía aprovecharla ahora contando la verdad. La idea de tener que pasar años, meses, aunque sólo fueran semanas, detrás de estos muros, entre personas dignas de compasión por su desvarío, esta expectativa le hizo olvidar todos sus escrúpulos, debía revelar lo que sabía.

6

Leonardo -Vossius empezó divagando- fue uno de los mayores genios que jamás hayan vivido. Muchos de sus contemporáneos lo tenían por loco, porque se ocupaba de asuntos incomprensibles para ellos. Disecaba cadáveres para estudiar la anatomía humana, construía aviones, palas excavadoras, carreteras de montaña y submarinos, que sólo siglos más tarde se convertirían en realidad. Fue inventor, arquitecto, pintor e investigador y poseía unos conocimientos sólo revelados a unos pocos a lo largo de los milenios. También sabía cosas que no debía y que sólo pocas personas conocían.

– No lo entiendo -interrumpió Le Vaux. Vossius parecía haber despertado el interés del psiquiatra.

– Mire -explicó Vossius-, en este mundo existen personas sabias, no muchas, pero una cantidad respetable. Sin embargo, iluminadas (una palabra horrible, pero no conozco otra mejor), no llegan a una docena. Son personas que comprenden todos los nexos, que saben qué es lo que, en lo más íntimo, mantiene unido al universo. Leonardo da Vinci era una de ellas, pero casi nadie lo sabía. La mayoría lo tomaban tal vez por un hombre de talento, no más. Uno que sabía que detrás de Leonardo se escondía un genio era Rafael. Admiraba a Leonardo por su arte pictórico, pero lo idolatraba por su clarividencia. Rafael no fue iniciado en el saber de Leonardo, aunque conocía su existencia. Por ello Rafael, en su cuadro La escuela de Atenas, pintó la cabeza de Leonardo da Vinci para representar a Platón, uno de los seres más inteligentes que han vivido en nuestro planeta. Algunos vieron en ello un cumplido, otros lo ignoraron porque no le encontraban explicación. Muy pocos conocen la verdad.

– ¿Y habló Leonardo alguna vez de este saber?

– No como un predicador ambulante o un charlatán. Dejó indicaciones en sus notas escritas, enigmas para la crítica literaria y artística. Empleaba metáforas extrañas. Escribió que el cuerpo de la Tierra es de la misma naturaleza que un pez, respira agua en vez de aire y está atravesado por venas que, como la sangre en el cuerpo humano, corren por debajo de la superficie y suministran el jugo vital al planeta. Bastante ingenuo para alguien que se ocupaba de la aviación.

Le Vaux acercó su silla a Vossius y se sentó frente a él, con los codos apoyados en las rodillas. El hombre, sobre todo su discurso, empezaba a interesarle. Los paranoicos son capaces de los pensamientos más raros, y estos pensamientos se caracterizan por ser absurdos, aunque lógicos en sus consecuencias, incluso a veces estrictamente científicos. Le Vaux observaba cada movimiento de su paciente, pero ni los gestos de las manos ni la motricidad de los ojos revelaban ningún tipo de anomalía que hubiera permitido diagnosticar sobre el estado mental de este hombre.

– El gran Leonardo -Vossius reanudó su discurso- consideraba menos significativa su pintura que su ciencia. En todo caso no vertió en su testamento ninguna palabra sobre sus cuadros, en cambio hizo el recuento uno por uno de todos sus libros y manuscritos, como si hubieran sido lo más importante de su vida. Una de estas obras lleva por título Trattato della Pittura y contiene, junto con penetrantes ideas sobre el arte, alusiones enigmáticas sobre Dios y el mundo.

– ¿Por ejemplo?

– Por ejemplo la referencia a un cuadro divino inspirado por la naturaleza, «donde un buitre está rodeado de rosas, con un secreto en el corazón, cubierto con mucho minio y adecuado para derribar la palma». Generaciones de historiadores del arte hicieron conjeturas en torno a esta descripción, llegando a concluir que el cuadro había desaparecido.

– ¿Y? ¡Deje que lo adivine, monsieur, usted lo ha redescubierto! ¿Cierto?

– Cierto -respondió Vossius sin darse importancia.

– ¿Y dónde, si me permite la pregunta?

Vossius rió.

– En el Louvre, doctor. -Su voz sonaba ahora muy excitada-. Sólo que era muy diferente de cómo los caballeros se lo habían imaginado.

– ¿Y cómo?

– El cuadro supuestamente extraviado de Leonardo da Vinci era la Virgen en el rosal.

– Interesante -observó el doctor Le Vaux. Incuestionable, se enfrentaba a un caso típico de paranoia demente. Lástima por la inteligencia de este hombre. Le Vaux no quería en el fondo hacer más preguntas y apenas prestaba atención cuando Vossius continuó su explicación.

– Desde un principio me pareció claro que este problema no podría ser resuelto por historiadores del arte, sino sólo por críticos literarios. Dante Alighieri me descubrió el camino.

¡Oh Dios! Le Vaux se esforzaba visiblemente por mantenerse serio. Estaba profesionalmente entrenado para ello, pero este Vossius exigía demasiado.

– Seré breve -anunció Vossius, al que naturalmente no se le escapaba el estado convulsivo del psiquiatra-, pero debe pensar que todo ello se prolongó durante años. Escribí un trabajo bastante reconocido en círculos de expertos sobre el simbolismo de las plantas y los animales en la Divina Comedia de Dante. En él descubrí que Dante, igual que Leonardo, habla a veces mediante enigmas, usa metáforas y alegorías que se esconden tras el argumento de su libro y con cuya ayuda intentaba proporcionar a un pequeño grupo de iniciados unos conocimientos capaces de conmover al mundo. En Dante está lleno de plantas y animales, y sólo se puede entender el camino al infierno si se conoce su significado. Así Dante habla del leopardo, del león y de la loba queriendo significar con ello los vicios de la lujuria, la soberbia y la avaricia, y si menciona un águila, se puede estar seguro de que se trata del apóstol san Juan. Primero fue sólo una intuición, pero cuanto más tiempo llevaba ocupándome de los escritos de Leonardo, tantos más paralelismos descubría en sus formulaciones, de manera que se me ocurrió leer a Dante como a Leonardo. Volviendo a la enigmática referencia de su Tratado de la pintura: En el cuadro divino en el que un buitre está rodeado de rosas, se trata efectivamente de la Virgen en el rosal, pues el buitre pertenece a los llamados «marialia». Como muchos símbolos, también procede de la mitología. Orígenes ve en este pájaro el misterio de la concepción virginal, porque, según la leyenda, la hembra del buitre es fecundada por el viento de levante.

Las palabras de Vossius no dejaron de causar impresión en el psiquiatra, aun cuando parecían sólo una confirmación del diagnóstico ya decidido.

– Suponiendo que su teoría sea correcta -dijo Le Vaux-, ¿qué pasa con el enigma escondido debajo del minio?

– Para averiguarlo, me dirigí al Louvre con el ruego de examinar el cuadro por rayos X. Tenía una sospecha: Leonardo usaba minio en sus colores, y no sería el primero ni el último artista que hubiera dejado un mensaje en uno de sus cuadros universalmente conocidos, en este caso, sin embargo, un mensaje de incalculables consecuencias.

Le Vaux miró a su paciente con tensa expectación.

– En efecto -dijo Vossius-, Leonardo siempre expresó la opinión de que este enigma podría derribar una palma, no, ¡dijo la palma!

– ¿La palma?

– El símbolo de la palma se usa para la victoria, la paz y la castidad. A menudo los mártires llevan un ramo de palmas en la mano. Pero la palma es el símbolo de la Iglesia.

Se hizo un largo silencio. Le Vaux reflexionaba.

– Quiere decir con ello que Leonardo da Vinci…

– Sí -interrumpió Vossius-, afirmo que Leonardo conocía un terrible secreto capaz de provocar el derrumbamiento de la Iglesia como el tronco de una palmera que se eleva en el cielo.

– ¡Ah, ahora lo comprendo! -gritó el doctor Le Vaux de repente-. Con su atentado con ácido sobre el cuadro de Leonardo, usted quería obtener la prueba de su teoría. ¿Lo consiguió?

Vossius se encogió de hombros.

– Fue todo tan rápido. Tuve que huir antes de que me descubriesen.

Le Vaux asintió y dijo:

– Usted sabe, monsieur le professeur, que sólo tiene una posibilidad para evitar la prisión. Tendré que hacerle un dictamen de paranoia.

– ¿Paranoia? -Vossius aspiró profundamente-. ¡Pero ni usted mismo se lo cree!

Le Vaux levantó sus pobladas cejas:

– ¿Qué creería usted en mi lugar? -Luego requirió a su paciente que se descubriera el brazo derecho.

Vossius obedeció como en trance. No podía comprender que el doctor no le creyese. Éste palpó con dedos suavemente el antebrazo hasta que encontró una vena que le parecía adecuada, aplicó la aguja de la inyección y pinchó.

– Por lo pronto, esto le hará bien -dijo aún.


Un día después se podía leer en el diario Le Figaro la siguiente noticia:

«Atentado con ácido a la Virgen de Leonardo. París (AFP). Un profesor alemán en un ataque de enajenación mental roció con ácido sulfúrico el cuadro Virgen en el rosal de Leonardo da Vinci. El atentado perpetrado en el Louvre, a consecuencia del cual el cuadro resultó seriamente dañado, ha ocasionado un asombroso descubrimiento. Es evidente que el artista había pintado la Virgen con un collar compuesto por ocho piedras preciosas, sin embargo luego, por razones desconocidas, la joya fue cubierta de pintura. Entre los restauradores del Louvre se ha suscitado ahora un debate sobre si hay que dejar a la Virgen con el collar original o si se debe pintar de nuevo encima de la joya. El autor del atentado, quien seguidamente intentó suicidarse, fue ingresado en el hospital psiquiátrico de St. Vincent de Paul.»

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