Capítulo quinto

EL PERGAMINO

buscando huellas

1

Lo que más inquietaba a Anne von Seydlitz en su situación era no saber qué papel estaba jugando ella. ¿Era un papel secundario que le había tocado en esta tragedia a causa de su curiosidad o un destino inexorable le había asignado el papel principal? Anne no podía sino representar su papel.

En momentos como aquel en que encontró muerto a Rauschenbach o se enteró de la muerte de Vossius, pensaba Anne: sólo tienes una vida, ¿por qué la arriesgas? En estos momentos surgía también la pregunta sobre si había alternativa. ¿Cómo debía comportarse? ¿Hacer como si no ocurriera nada? ¿Huir?

Anne se sentía mejor enfrentándose al destino. Sobre todo creía haber llegado a un punto en el que ya no hay retorno posible.

Adrián Kleiber se había convertido durante estos días en un sostén imprescindible. Era el hombre en el que podía apoyarse cuando sus emociones amenazaban degenerar en pánico ciego e irracional, como si la persiguiera el diablo. Luego se sentía tranquila y relajada y transportada de nuevo a la época en que Guido y Adrián todavía eran amigos.

Pero algo en ella se oponía continuamente a ese pasado, y tal vez éste era el motivo por el cual Anne, de modo inexplicable para él, rechazaba al amigo de juventud tan pronto como éste hacía ademán de aproximarse a ella. Anne intentaba explicárselo con muletillas; como todo necesita su tiempo, y como Kleiber sentía verdadero interés por Anne se resignó.

Éste fue el motivo por el que Adrián Kleiber, en el viaje de regreso juntos a Munich, se mostró de acuerdo en tomar una habitación de hotel y no vivir en los confortables aposentos de la casa de ella, lo que de hecho habría sido lo correcto. El Hilton distaba unos diez minutos en automóvil de su chalet, era frecuentado principalmente por hombres de negocios y al día siguiente había de ponerles en las manos, de un modo que nadie se atrevía a esperar, el indicio sin duda más importante.

El motivo de su repentina marcha de París había sido la pista de Donat en una de las copias del pergamino, y Anne sostuvo que sería mejor visitar al hombre al día siguiente sin anunciarse y confrontarlo con la fotografía; entonces tendría que aclarar cómo había llegado a la fotografía su dedo índice amputado.

Olía a invierno y por el este de Munich soplaba un viento helado, cuando Anne von Seydlitz y Adrián Kleiber, alrededor del mediodía, llegaron a la casa del Hohenzollern-Ring 17. En el jardín, el jardinero estaba ocupado en rapuzar el ramaje de tres arces que estaban juntos. Observó detenidamente a los visitantes y se aproximó a la cerca cuando éstos pidieron entrar.

– ¡Buenos días! -dijo retirando hacia el cogote su gastado gorro de tela.

– ¡Quisiéramos ver al señor Donat! -gritó Anne por encima de la cerca.

– ¿A Donat? Pues -dijo el jardinero apoyándose con los brazos sobre la puerta de hierro pintada de gris- llegan ustedes un par de días demasiado tarde.

– ¿Demasiado tarde? ¿Qué significa?

– ¡Donat se ha ido, eso significa, bella señora, que se marchó, voló!

– No lo entiendo.

– Ni yo tampoco -replicó el jardinero-, pero cuando vine el martes de la semana pasada, yo vengo todos los martes, la casa estaba vacía, sin muebles, Donat y su mujer desaparecidos. Llamé al administrador para averiguar qué pasaba, pero él tampoco sabía nada. No le inquietó demasiado porque el alquiler estaba pagado con tres meses de adelanto. Yo cobro del administrador. Sí, así está la cosa.

Anne y Adrián se miraron. En su desconcierto Anne estaba a punto de llorar, fijaba rígidamente la vista en la vieja casa vacía sin cortinas y repetía:

– Sí, así está la cosa. -Sonaba amargo, y en ella renació la terrible sospecha de haber pisado un camino prohibido.

Sin pedírselo, el jardinero empezó a contar:

– ¿Saben?, yo en realidad no conocía a esa gente de nada; por esto no puedo decir ni bueno ni malo de ellos. No se llevaban muy bien entre ellos. Pero no es fácil tener a una mujer siempre en silla de ruedas. Quién sabe lo que pasó. Bueno, pero a mí no me importa. ¿Conocían ustedes a los señores desde hacía tiempo?

– No, no -se apresuró a responder Anne, y añadió la pregunta-. ¿Realmente no sabe usted dónde está esa gente?

El jardinero movió la cabeza.

– Ni siquiera el vecino de al lado se dio cuenta de que se habían marchado. No entiendo cómo de la noche a la mañana se puede marchar uno con todos sus bártulos, en verdad, no lo entiendo.

Anne forzó una sonrisa. Respiró profundamente. La sensación desagradable que había tenido en un primer momento cedió un poco. Ya no debía temer que encontraría en esta vieja casa algo que iba a aterrarla, algo doloroso.

Cuando iban hacia el automóvil de ella, Adrián rodeó a Anne con el brazo. Parecía tan desconcertado como ella.

– ¿Y ahora? -preguntó Anne sentándose al volante-, ¿qué vamos a hacer?

– Deja que lo hablemos mañana -respondió Kleiber y se estiró en el asiento del coche-. Estoy cansado y, cuando estoy cansado, no puedo pensar. Llévame al hotel.

Anne se despidió frente al hotel con un beso fugaz. En casa se sintió indispuesta. Le parecía extraña la casa, amenazante. Los cuadros de las paredes y las esculturas, en los que siempre había sentido placer, la miraban ahora de forma misteriosa. Sólo por hacer algo, Anne encendió la luz, revisó sin ganas la correspondencia que se había amontonado y se sirvió un coñac sin probarlo. Había llegado a un punto en que ya no podía más y su única esperanza se dirigía a Kleiber.

Kleiber le había profesado mucho más cariño del que ella estaba dispuesta a reconocer ante sí y sobre todo ante él; pero el shock a causa de Guido la había afectado profundamente. Sin duda le costaría mucho esfuerzo, después de todo lo que había pasado, entregarse de nuevo a un hombre. Adrián lo deseaba, ella lo sentía, pero temía que un día pudiera convertirse en una catástrofe. Apretó las manos sobre sus ojos. ¡No pienses en ello!

En el fondo estaba loca. Corría tras un fantasma hasta casi perder el juicio, y sólo por su orgullo herido, porque su marido la había engañado a espaldas de ella. Más de una vez se preguntó Anne si valía la pena, si conocer el nombre y los hechos dirigiría su vida a vías más tranquilas. Pero la pregunta era ociosa porque se hallaba tan atrapada en las investigaciones iniciadas, que no podía obrar de otra manera: no le quedaba otra alternativa que seguir.

2

Debía de haberse dormido, pues sonaba el teléfono, la asustó muchísimo, como un disparo desgarrando el silencio. Anne miró el reloj. Pasaban de las 21 horas. Se dirigió al teléfono, que sonaba estridente y hostil, y se deslizó en torno al aparato, desconfiada como una gata. ¿Quién podía ser a esa hora? Primero lo dejó sonar esperando que el comunicante desistiría, pero cuando ya no pudo resistir el ruido, descolgó.

Era Kleiber.

– He de hablar contigo urgentemente -dijo. Tenía la voz excitada.

– Ahora no -respondió Anne-. Estoy cansada, ¡entiéndelo!

Kleiber no cedió.

– Tomaré un taxi. En diez minutos estoy contigo.

– ¡Qué te has creído! -Anne se enfadó-. Creí que en este aspecto todo estaba claro entre nosotros. Así que sé razonable.

Pero antes de que Anne von Seydlitz colgase el auricular, oyó de la otra parte de la línea:

– Hasta ahora. -Luego la línea quedó muerta.

Anne se propuso rechazar a Adrián Kleiber en la misma puerta. Andaba de un lado para otro en el pasillo de la casa buscando las palabras adecuadas para despachar al visitante nocturno; sin embargo, cuando Kleiber llegó, ella ya había olvidado el discurso.

– ¿No quieres dejarme entrar? -dijo Kleiber y apartó a Anne delicadamente a un lado. Y antes de que ella pudiera replicar algo, preguntó-: ¿Dónde está la llave que el enfermero del hospital de St. Vincent de Paul encontró bajo la almohada de Vossius?

No estás en tus cabales, quiso gritar Anne, vienes a altas horas de la noche y preguntas por la llave de debajo de la almohada del profesor; pero luego miró la cara de Adrián, que reflejaba tanta seriedad, y sin decir nada se dirigió al escritorio barroco y puso la llave en la mano de Kleiber.

Él la colocó sobre la mesa del salón, buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó otra llave y la colocó junto a la primera. Sobre la mesa estaban dos llaves iguales de metal amarillo brillante, con el asidero recubierto de un forro de plástico conquiforme.

Anne observó las dos llaves, luego miró a Adrián y dijo:

– No lo entiendo. ¿De dónde has sacado la segunda llave?

Adrián esbozó una sonrisa picara. Gozaba de saber algo más que ella. Finalmente respondió y casi sonó ridículo:

– Esa es la llave de mi habitación del hotel.

– ¿En el Hilton?

– Sí.

Ahora comprendió Anne toda la trascendencia de este descubrimiento.

– Esto significa, si lo entiendo bien, que Vossius antes de ser detenido vivía…

– …en un hotel Hilton. Sobre todo, que posiblemente guardó cosas importantes en su habitación o en la caja fuerte del hotel. De lo contrario, no habría guardado la llave como la niña de sus ojos.

– Pero posiblemente ya hayan tirado las cosas, llegaremos sin duda demasiado tarde.

– ¡Pues no! -replicó Kleiber-. Me he informado en el hotel. Los objetos abandonados por los clientes se guardan durante tres meses, las joyas y los objetos de valor incluso medio año.

El sentimiento espontáneo que le produjo esta noticia fue de gratitud y con este sentimiento se abalanzó al cuello de Adrián, lo besó y gritó:

– ¡Esto significa que tenemos una nueva pista!

– Sí, tenemos una nueva pista -repitió Kleiber-. Aunque hay tres hoteles Hilton en París, pero tal vez no sea difícil encontrar el correcto.

Anne rió distendida.

– ¡Qué casualidades hay en la vida! Si hubieses elegido otro hotel, nunca habríamos dado con esta pista.

– ¡Nunca elijo malos hoteles!

– Claro que no -se disculpó Anne con picardía-, y qué bueno que te hayas ido al hotel.

– En realidad, fue idea tuya.

– Podría decirse que tuve una premonición. Esto existe realmente.

– Lo sé -replicó Adrián-, pero en el fondo es ocioso discutir sobre las causas que nos han llevado a la nueva pista. Lo principal es que la tenemos.

El descubrimiento casual les infundió valor después de la depresión que les había causado la desaparición de Donat, y decidieron volver al día siguiente a París. A Anne no le vino mal, ya que durante la breve estancia en su casa constató que en ningún otro lugar eran tan grandes sus miedos y presentimientos.

Cerca de medianoche Kleiber se despidió. Acordaron encontrarse por la tarde, puesto que Anne quería pasar a echar un vistazo a la tienda. Después, cuando estaba tendida en la cama, no podía tranquilizarse. Escuchaba atentamente ruidos insignificantes, como la lluvia, que acababa de iniciarse, y el zumbido de los coches que pasaban levantando tras de sí una nube de agua.

Sus pensamientos giraban en torno a Vossius, cuyas explicaciones los habían excitado tanto como su muerte repentina. Si Vossius hubiera vivido sólo un día más, tal vez el enigmático rompecabezas habría configurado algo reconocible y les habría devuelto la tranquilidad que con los sucesos de las últimas semanas habían perdido.

3

Paulatinamente, pensó ella, debía volverse normal, pensar con normalidad, sentir con normalidad, reaccionar con normalidad. La falta de sentimientos y aquella frialdad que experimentaba en lo más íntimo la inquietaba porque amenazaba con convertirla en otra persona, o tal vez ya lo era, una persona sin corazón, sin ideas claras y apegada a un solo sentimiento: el miedo.

Podía hablar de la suerte de haber encontrado a Adrián Kleiber, la sola persona en quien se había confiado sin temor a ser tomada por psicópata. El propio Kleiber se había enredado tanto con el caso, que ahora tampoco él estaba en condiciones de salirse o de decir sencillamente esto no me importa en absoluto, déjame en paz con tus locuras.

¡Silencio! Anne se sobresaltó. Le parecía haber oído la puerta de la biblioteca, cuyo picaporte dio un ligero quejido. Se sentó en la cama y aguzó el oído. Sentía cómo le subía la sangre a la cabeza. Con cautela respiraba por la boca. Así estuvo sentada rígidamente durante unos dos interminables minutos; luego se dejó caer en la almohada. Lloraba. Los nervios. Debía admitir que estaba destrozada de los nervios, que por la noche tenía frecuentes sobresaltos y escuchaba ruidos extraños, y lógicamente ahora también se habría equivocado.

Sollozaba y aún no había concluido su pensamiento cuando abajo un vaso se hizo trizas. ¡La copa de coñac que se había servido! Anne palpó debajo de la almohada. Sacó un gran cuchillo de cocina, que últimamente guardaba allí, y lo sostenía ante sí como una espada; luego se levantó y salió de puntillas del dormitorio.

Como en trance, andaba a tientas por el pasillo oscuro hacia la escalera que conducía a la planta baja. No necesitaba luz, pues a diferencia de cualquier intruso conocía la casa como su bolso. Y la oscuridad era su mejor arma. Sus mejillas ardían como fuego al pisar el primer peldaño y escuchar.

Nada.

En este momento deseaba encontrar un ladrón allá abajo, sólo porque así podría consolarse de que realmente no estaba loca. Decidió que en caso de haber sido una alucinación dirigiría el cuchillo contra sí, pondría fin a todo antes de arruinar su salud.

Sentía cómo el enorme cuchillo temblaba en su mano. Anne no sabía si tendría fuerzas para clavar el cuchillo en el cuerpo de un intruso; pero luego se dijo: ¡lo harás, lo matarás, lo conseguirás!

Al llegar al escalón más bajo, Anne se dirigió a la izquierda. El suelo de mármol estaba helado, pero con dos pasos sus pies alcanzaron la alfombra persa. Pasó por delante del aparador con un florero, todavía faltaban cinco o seis pasos para llegar a la biblioteca.

La puerta estaba entornada y por la estrecha rendija salía un rayo de luz macilenta, que la iluminación de la calle echaba dentro de la habitación. Anne se detuvo. Escuchó. Su vista penetró por la rendija de la puerta. En cierto modo había esperado distinguir el centelleo de una linterna o bien oír cómo alguien abría cajones y armarios. Pero nada de ello ocurría, absolutamente nada.

Oh, no, no te engañabas, se dijo Anne en silencio, oíste con tus oídos la rotura de la copa, y puesto que las copas no se tiran al suelo ellas solas, alguien tiene que encontrarse en esta condenada habitación, y tú lo vas a matar con este cuchillo.

Pero luego todo sucedió increíblemente rápido: con el cuchillo en la mano derecha empujó Anne la puerta y la abrió, con la izquierda pulsó el interruptor, se encendió la luz del techo, brillante como un relámpago en la noche, y Anne miró fijamente en la sala de la biblioteca.

Lo que vio, la dejó helada. Como en un acto reflejo, intentó huir, pero notó que le flaqueaban las piernas. El brazo derecho con el cuchillo se cayó balanceándose como el de un espantajo, echaba la cabeza hacia atrás como si quisiera deshacerse, inútilmente, de una atracción magnética.

Frente a ella, en el sillón, estaba sentado Guido. El grito la liberó y le devolvió el movimiento. Anne dejó caer el cuchillo, dio la vuelta, corrió al ropero, se echó un abrigo encima, metió los pies en unos zapatos cualesquiera, arrancó la llave de la puerta, se precipitó a la calle y corrió hacia su automóvil. Con el motor aullante marchó a toda prisa por las calles desiertas. No tenía rumbo fijo, pero algún instinto la guió hacia el hotel en el que vivía Adrián.

Las lágrimas rodaban por sus mejillas. Las luces se desdibujaban en manchas de colores informes sobre el piso de las calles, mojadas por la lluvia. Era incapaz de formarse una sola idea clara; únicamente la imagen de Guido, sentado rígidamente en su sillón, se le aparecía una y otra vez. Anne se frotó los ojos con el brazo como si quisiera borrar un espejismo. Inútil. Lloraba en alta voz, se abandonó a la desesperación intentando así expulsar la imagen de su cabeza; sin embargo la aparición se había incrustado en sus sentidos de forma imborrable.

Anne dejó el coche abierto estacionado frente al hotel. Más tarde no podía recordar si había apagado el motor. Dijo su nombre al portero adormilado y le rogó que despertase urgentemente a Kleiber, y como éste no contestaba al teléfono, Anne se precipitó escaleras arriba, habitación 247, golpeó con el puño contra la puerta y gritó en voz baja, implorante:

– ¡Adrián, soy yo, abre!

Cuando Adrián abrió, Anne se echó a su cuello, lo besó febrilmente y arañaba sus brazos con los dedos. Adrián no sabía qué le pasaba, pero sentía su perturbación y que él la tranquilizaba. No le pareció oportuno hacerle preguntas, por esto se limitó a acariciarle suavemente el pelo.

La necesidad imperiosa de sentirlo, la hizo olvidar todo a su alrededor. Le parecía ver de lejos cómo, sin soltarlo, se arrancaba el abrigo del cuerpo, atraía a Adrián hacia el suelo alfombrado y lo rodeaba con sus muslos. Como una araña a su botín, mordió aún llorosa a Kleiber, lo besó con desesperación febril. Con el apasionamiento de una larga frustración, se abalanzó sobre él hasta que Kleiber finalmente comprendió que Anne quería hacer el amor.

Kleiber había anhelado su cariño, sin embargo ahora, en estas extrañas circunstancias, se sentía bajo los efectos del shock y se mostró más bien calmado, lejos de estar en condiciones de responder a su apasionamiento.

Finalmente ambos quedaron tendidos sin aliento sobre la alfombra. Anne miraba fijamente al aire, Adrián la observaba de lado. Sin quitar la vista del techo de la habitación, habló Anne ronca, sin ninguna inflexión en la voz:

– Guido está en casa, sentado en la biblioteca.

Kleiber callaba. Sólo cuando ella acercó su cara rozando casi con la suya, él la miró.

– ¿No oíste lo que dije? Guido está en casa, sentado en la biblioteca.

– Sí -respondió Kleiber, pero en la expresión de su rostro Anne pudo ver que no se tomaba en serio lo que le había dicho.

– ¡Dios mío! -exclamó-, sé que suena a locura, pero créeme, estoy en mi sano juicio. -Y luego le contó Anne su vivencia nocturna. Aunque se esforzaba por mantenerse tranquila, sus palabras surgían cada vez más atropelladas, tartamudeaba sin querer y finalmente acabó sollozando como un niño que se siente desamparado e incomprendido-. Leo en tu cara que no me crees -dijo llorando.

Kleiber consideró mejor no contestar. Trató de coger su mano, pero Anne la retiró. Luego tomó el abrigo de ella.

– Póntelo, estás temblando -dijo Adrián y Anne obedeció.

Durante unos minutos permanecieron mudos, sentados uno junto al otro al borde de la cama. Cada uno sentía el calor del otro. Y aunque estaban tan cerca, cada cual lo experimentaba de distinta manera. Adrián intentaba encontrar una explicación a la repentina erupción apasionada de Anne. Naturalmente estaba convencido de que ella había sido víctima de un espejismo, tal vez de un anhelo, como alguien que ahogándose en pleno océano imagina una isla de salvación. Pero deducir de ello un apasionamiento sexual, superaba su capacidad de comprensión. Anne se sentía mucho mejor después de lo ocurrido. No veía motivo de reflexionar sobre la apasionada seducción, porque la vivencia anterior ocupaba todos sus pensamientos. ¿Cómo podría convencer a Adrián de que era normal?

– Me tomas por loca, ¿verdad?

– Déjalo -respondió Kleiber-, ésa no es la cuestión. Creo que efectivamente has visto a Guido; pero esto nada tiene que ver con la realidad, ¡compréndelo! Tienes los nervios destrozados, no hay que olvidarlo. No tiene nada que ver con la paranoia. La mente te ha hecho una mala jugada. Me parece más importante saber cómo te puedo sacar de esta crisis.

Las palabras de Adrián molestaron a Anne. Sus ojos centelleaban airados. Gritó:

– ¡Vístete, te lo ruego, vístete y ven conmigo!

Kleiber consideró que no era aconsejable contradecir a Anne. Al contrario, pensó, si iban juntos a su casa reconocería por sí misma que había sido víctima de una alucinación. Así pues, Kleiber se vistió y marchó con Anne a la casa de ella.

4

La lluvia había amainado dando lugar a un viento helado de otoño. En el camino del hotel a la casa de Anne, no pronunciaron una palabra, y Adrián se fijó en que la inquietud de Anne crecía con cada kilómetro. Cuando Anne giró del cinturón a la calle lateral, desde donde la casa podía divisarse perfectamente, dijo excitada:

– ¡Allí! -e indicó la luz de las ventanas-. Juro que la casa estaba completamente oscura cuando la dejé.

Adrián asintió.

Anne estacionó el coche en la acera de enfrente, apretó su frente contra el volante y cerró los ojos, como si quisiera conjurarlo todo para que no sucediera. Respiraba con dificultad.

– No -dijo finalmente-, no me llevarás de nuevo a esta casa. Tengo miedo, ¿entiendes? Si está Guido dentro, tengo miedo de él. Si no está, tengo miedo de mí misma.

Adrián intentó levantarle la cabeza, pero Anne la mantuvo apretada con fuerza contra el volante. Adrián replicó:

– Anne, ahora tienes que ser valiente. No tiene sentido que te escondas de la verdad. Tienes que mirar la verdad con tus ojos, de lo contrario te volverás loca. ¡Ven!

– Mis nervios no lo resisten.

– Tienen que resistirlo, ¡ven te digo!

Al notar que sus palabras no causaban efecto, Adrián se apeó, se dirigió a la parte del conductor, abrió la puerta del automóvil y sacó a Anne del vehículo con fuerza pero delicadamente. Anne lo dejaba hacer. No se opuso, porque en el fondo daba la razón a Kleiber: si no quería arrastrar toda la vida esta psicosis, debía entrar en la casa.

– Agárrame -pidió temerosa Anne y enganchó su brazo al torso de Adrián. La calle estaba vacía y el viento les soplaba a la cara, de modo que se alegraron al alcanzar la protección de la entrada de la casa. A lo lejos dio las horas el reloj de un campanario. Debían de ser las cinco o las seis, pero era irrelevante, en cualquier caso no clareaba aún el día.

Anne dio a Kleiber la llave. No podía recordar si en su huida había cerrado de golpe la puerta de la casa. Adrián tenía que abrir, ya que ella no estaba en condiciones de hacerlo.

Kleiber era cualquier cosa menos una persona miedosa. Pero en el momento de abrir la cerradura y empujar con cuidado la puerta, sintió el pulso en sus sienes. Ya no estaba tan seguro de que los nervios le hubiesen jugado una mala pasada a Anne. ¿Acaso no habían vivido en los días pasados las cosas más inverosímiles? ¿No se habían encontrado con un loco -a tenor de los hechos no podía calificárselo de otro modo-, que, como se demostró, era completamente normal? ¿No había dudado él, Kleiber, de que fuera verdad todo lo que Anne contaba? ¿Tal vez Guido von Seydlitz no estaba realmente muerto? ¿Estaría él detrás de la escenificación de los enigmáticos acontecimientos?

Sostenían la respiración y escuchaban. En la calle pasó en bicicleta un joven repartidor de periódicos.

– ¡Ven! -dijo Kleiber tomando a Anne de la mano.

Aunque era su propia casa, Anne se sentía como una intrusa. Le parecía como si estuviese investigando la vida de una mujer extraña.

Kleiber se detuvo en medio del vestíbulo, miró inquisitivo a Anne y ella indicó con la cabeza la última puerta a la derecha. Estaba abierta aproximadamente un palmo y a través de la rendija salía un rayo de luz.

Adrián sintió la mano sobre su mano como un trozo de hielo; casi tuvo que arrastrar a Anne. Cuando estuvieron frente a la puerta de la biblioteca, Kleiber alargó la mano y empujó la puerta. Anne apretaba temblorosa la mano de Adrián.

Cuando la puerta permitió ver en la biblioteca, Anne lanzó un grito. El sillón estaba vacío.

– Sé lo que piensas -dijo Anne después de permanecer un buen rato uno junto al otro sin decir palabra.

– Tonterías -replicó Kleiber.

– Tú piensas que estoy tan mal de los nervios, que veo fantasmas -insistió Anne.

Kleiber repitió:

– Tonterías -e intentó abrazar a Anne. Se quedó en el intento, pues Anne se deshizo de él y se precipitó de una habitación a otra. Finalmente subió presurosa la escalera al piso de arriba y Kleiber, que se había quedado en la planta baja, oía salvajes portazos. Cuando bajó la escalera, Anne estaba visiblemente más tranquila.

– Nada -decía-, nada.

En la biblioteca Adrián estaba ensimismado contemplando los pedazos de cristal de la copa de coñac.

– Yo no he roto la copa -aseguró Anne que estaba observando a Kleiber-. Me sobresaltó el estrépito de la copa, de lo contrario no habría bajado.

Adrián asintió sin mirar.

– Esto significaría… dijo reflexionando e hizo una prolongada pausa.

– ¡Di ya lo que piensas!

– …que tiraron la copa al suelo intencionadamente para llamar tu atención.

– Pero también alguien pudo romperla sin querer en la oscuridad.

– Es posible -replicó Adrián-, pero en este caso el causante habría huido. En ningún caso se habría quedado sentado en el sillón.

– ¡El causante era Guido! -gritó Anne altamente excitada.

– ¡Está bien! -desvió Adrián.

– ¡Era Guido! Estuve casada con él diecisiete años. ¡Era Guido!

– ¡Por favor, tranquilízate! -Kleiber agarró a Anne por los hombros y la miró fijamente-. De hecho es totalmente irrelevante si el hombre era Guido o cualquier otro. Estoy convencido de que el individuo quería infundirte miedo, tal vez impedir así que siguieras investigando. Si ese hombre del sillón era realmente Guido, entonces significa que está vivo y que se lleva contigo un juego asqueroso, sean cuales fueren los motivos que pueda tener. Si ese hombre era otro con la máscara de Guido, el motivo es el mismo: pretenden acabar contigo.

– Pero era Guido -replicó Anne llorosa.

– Bueno. Era Guido. ¿Qué llevaba puesto?

Anne intentó recordar.

– Estaba demasiado excitada para fijarme en cómo iba vestido; pero llevaba un traje oscuro, gris oscuro o marrón; sí, creo que era uno de los trajes de Guido.

– ¿De su ropero?

– Creo que ambos pensamos lo mismo -replicó Anne.

El ropero de Guido en el piso de arriba ocupaba toda una pared. Trajes, chaquetas y pantalones colgaban muy apretados. Entre ellos, dos perchas vacías.

– ¿Falta algo? -preguntó Kleiber.

Anne removió cada prenda de vestir con la mano.

– No estoy segura -dijo-, pero creo que faltan dos trajes, el que Guido llevaba puesto en el accidente y otro traje gris oscuro. ¡Sí, exactamente ése!

– Esto significaría que Guido o el hombre que se hizo pasar por Guido estaba ya en la casa antes de que llegases esperando la oportunidad de darte un susto de muerte.

– Así debe de ser -contestó Anne-, de otro modo la cosa no se explica.

A estas alturas ella ya no sabría decir con seguridad si el hombre del sillón era Guido o sólo un impostor de su marido. Pero Adrián tenía razón: no tenía importancia quién se escondía detrás, pues uno era tan pérfido como el otro.

Anne evitó sentarse en el sillón; en vez de ello, lo hizo en la silla negra de madera tallada, procedente de un antiguo monasterio, apoyó la cabeza sobre sus manos e intentó una vez más poner en orden sus pensamientos. No le cabía en la cabeza por qué el adversario desconocido estaba empeñado en llevarla a la locura al tiempo que protegía su vida. ¿Lo hacía por puro sadismo o pretendía sacar algún beneficio? No halló respuesta.

– ¿Tenías el certificado de defunción de Guido? -La pregunta de Kleiber le pareció peregrina a Anne.

– ¿El certificado de defunción?… Sí, claro. -Abrió el escritorio.

Mientras ella rebuscaba entre los papeles, siguió preguntando Kleiber:

– ¿Viste a Guido después de muerto?

Anne negó, había rehusado verlo. ¡Las heridas eran tan horribles! Cuanto más buscaba, los movimientos de ella se volvían más agitados.

– ¡El certificado de defunción estaba aquí, en el legajo! -aseguró ella-. Puedo jurarlo. Pero ahora que recuerdo, el certificado de defunción lo recibió la funeraria.

Adrián no dio especial importancia a lo que ella decía y preguntó:

– ¿Crees posible que Guido esté con vida? Quiero decir, ahora, después de todo lo ocurrido.

Anne apoyó de nuevo la cabeza en sus manos y miró desconcertada frente a ella. Hace un par de horas, inmediatamente después de la terrible vivencia, habría rechazado enojada la pregunta. Naturalmente que había reconocido a Guido, el hombre con el que había pasado diecisiete años de matrimonio. Sin embargo ahora debía reconocer que la imagen exterior de este hombre no se había grabado de tal modo en la memoria que pudiera distinguirlo de un impostor. Meneó la cabeza y pensó: vives muchos años con una persona, crees conocerla en lo más íntimo y luego te enteras de que lleva una doble vida y no estás en condiciones de hacer de ella una descripción pormenorizada.

Como Anne no hallase respuesta, Adrián formuló la pregunta de otro modo:

– ¿Quiero decir si crees a Guido capaz de este macabro juego del escondite?

– Hasta hace un par de semanas, no -respondió Anne-, impensable, no. Pero después de todo lo ocurrido entre medio… ¿Sabes?, no fuimos un matrimonio desgraciado, claro que tampoco especialmente feliz; pero en comparación con la mayoría, juzgaba nuestro matrimonio bastante positivo. Cierto que Guido viajaba mucho; pero le tenía confianza, en cualquier caso no tenía motivos para quejarme. Me acuerdo de una conversación muy seria que tuvimos. El tema era que cada uno de nosotros hacía su propio camino, lo que permitió a Guido observar que ahora era así en un matrimonio moderno; le respondí que si sentía la necesidad de engañarme, lo hiciera a escondidas, sin que yo me enterase. Parece que Guido lo interpretó como una invitación. En cualquier caso la mujer que estaba en su coche no permite otra conclusión.

A través de la ventana clareaba una desagradable mañana de diciembre, y Anne se levantó y fue a la cocina a preparar café. Entonces se dio cuenta de que debajo del abrigo todavía estaba desnuda, tal como había huido de la casa, y subió al piso de arriba para vestirse.

Cuando volvió, Anne dijo:

– Podría imaginarme que Guido lo escenificó todo, sentía inclinación por lo macabro, incluso pudo tener un motivo; a pesar de ello, sería ilógico.

– También lo veo así -Adrián se mostró de acuerdo-. Si Guido hubiera pensado en desaparecer para siempre, seguro que habría hallado otra solución más sencilla. Sobre todo surgiría por otro lado la pregunta: ¿quién es el hombre que está en la sepultura de Guido? No, me parece imposible.

– Incluso si hubiera tenido interés en eliminarme, no habría conseguido nada. Su muerte está registrada, ni siquiera podría reclamar sus propios bienes.

5

Mientras bebían café y charlaban, Anne y Kleiber llegaron a la conclusión de que la misteriosa aparición de la pasada noche debía de estar relacionada con el resto de los acontecimientos y no tenía nada que ver con Guido. Sin embargo, les quedó poco clara la intención que se escondía detrás de la macabra representación. Anne era consciente de haber reaccionado mal, lo había hecho tal como esperaba el misterioso director de escena. Deseaba haberse reído del hombre, haberle llamado actor de teatrucho y haberlo expulsado de casa. ¡Dios mío, pensó, nervios hay que tener!

La idea le vino de repente y debe ser entendida a tenor de lo precedente: Anne sintió de pronto la necesidad de ir a ver la tumba de Guido. Esto era extraño, porque desde su infancia odiaba los cementerios. A los seis años había estado frente a la tumba de su padre y la vivencia le quedó grabada en la memoria. Desde entonces evitaba los cementerios. Tras el entierro de Guido, encargó el cuidado de la sepultura a una funeraria y decidió no pisar siquiera otra vez aquel cementerio.

Recordaba perfectamente la sencilla ceremonia fúnebre, aunque había vivido como a través de un velo la bajada del ataúd en la sepultura. En el fondo no quería verlo, y durante largo tiempo había reprimido aquel día con éxito -eso al menos creía-, sin embargo ahora de repente una misteriosa fuerza la empujaba hacia la tumba, como si quisiera asegurarse de que Guido efectivamente estaba cubierto por una capa de tierra marrón y sucia.

Cuando ella expuso a Kleiber este deseo con la esperanza de que le acompañaría al Waldfriedhof, Adrián puso cara de incrédulo, porque conocía su aversión; pero al ver su mirada decidida accedió a acompañarla. Anne dio a entender que sólo estaría convencida de la muerte de Guido si veía que su tumba estaba intacta.

6

La sepultura estaba intacta, es decir, provista de un mármol gris y de flores, tal como ella lo había encargado a la funeraria, y Kleiber se preguntaba por qué se habían tomado la molestia de llevar a cabo este control. Pero Anne, al regreso, daba la impresión de una mayor firmeza; casi parecía liberada, aunque nada había cambiado en la situación.

Respecto a la relación entre ambos, Anne mostraba la misma actitud reservada que antes y él no había esperado otra cosa. Aunque se habían amado en el suelo de su habitación del hotel como dos amantes después de una separación de años, Anne parecía haber reprimido esa vivencia como una pesadilla; sí, incluso Adrián dudaba de si el apasionamiento formaba parte del mundo de ella, de si aquel extraordinario acto de amor no era tal vez un cortocircuito en su vida anímica.

Naturalmente que lo más sencillo habría sido hablar de ello con Anne; pero Adrián no se atrevía, porque creía conocer la respuesta: debía dejarle tiempo, ella no estaba preparada… tal como lo había explicado en el primer encuentro, y no habría sorprendido a Adrián si Anne, en una conversación así, hubiese negado de plano haber sufrido el arrebato de pasión.

En cuestión de amor, Adrián no poseía una vida sentimental excesivamente intensa, y esto era uno de los motivos por los que a pesar de su edad aún no se había casado ni había pensado hacerlo. No podía quejarse de falta de mujeres, pero en la mayoría de casos una tal relación no duraba más de un año. Lo más tarde al cabo de un año, cualquier mujer sabía que este hombre sólo se tomaba en serio un solo cónyuge: su profesión.

Adrián era consciente de este hecho y comprendía que las mujeres después de un cierto tiempo se retirasen de su vida, o también que aparecieran y desaparecieran de vez en cuando. Así no tenía pocas amantes, pero ninguna fija, si bien no sufría por ello.

Con Anne parecía distinto. Tal vez porque Anne desde el principio había levantado una barrera entre ellos. No estaba acostumbrado. Las mujeres siempre se lo habían puesto fácil, tal vez demasiado fácil, de modo que cada inexpresado «no me toques» ejercía en él un estímulo especial. Y aquel atraco sexual en borrachera de sueño constituía una de sus vivencias más importantes en punto a erotismo.

Su inclinación amistosa hacia Anne se convirtió desde aquella noche en el hotel en una verdadera pasión que superaba todo lo que había existido hasta entonces. Algo que jamás habría considerado posible: por amor de Anne había abandonado su profesión y declarado un asunto privado el «caso», detrás del cual había visto al principio una historia interesante (hasta había fotografiado en secreto al profesor Vossius en el hospital de St. Vincent).

Para Anne había dos motivos por los que Kleiber se ocupaba con tanta intensidad por su caso: uno, su curiosidad personal -un buen reportero siempre es curioso-, otro, que Adrián sabía muy bien que sólo se ganaría a Anne si la liberaba de esa red de vínculos desgraciados.

Todas las esperanzas de ella se basaban ahora en la insignificante llave de un hotel Hilton de París. Existen tres de esta cadena. El Hilton del aeropuerto en Orly resultó una pista falsa. Lo mismo el Hotel France et Choviseul en la rué St. Honoré, donde al enseñar la llave fueron recibidos con desconfianza, pero les dijeron que un profesor Marc Vossius nunca se había alojado en este hotel, en cualquier caso no en los pasados tres meses y no bajo ese nombre.

Quedaba el París Hilton en la avenue de Suffren, no lejos de la torre Eiffel. Por la experiencia de sus anteriores pesquisas, Anne y Adrián encontraron aconsejable no hablar de ello a la recepción, sino al gerente del hotel, un alsaciano distinguido que hablaba muy bien alemán y al que le contaron que Vossius, tío de Anne, había muerto inesperadamente en el hospital St. Vincent de Paul y entre sus pertenencias se había hallado esta llave, probablemente había dejado equipaje en el hotel.

La historia sonaba creíble y Wurz, así se llamaba el gerente, desapareció un momento por detrás de una puerta de cristal opaco, regresó con una ficha diciendo que quedaban tres días de alojamiento en descubierto de monsieur Vossius. Después de abonar la factura, les sería entregado en mano el equipaje del monsieur, una maleta y una cartera, que madame hiciera el favor de firmar aquí.

Kleiber extendió un cheque y el portero les dio el equipaje. Con nuevas esperanzas marcharon en el Mercedes de Adrián a la casa de él en la avenue de Verdun.

7

Qué sospechas pudieron haber tenido de que el equipaje del profesor podría llevarles a una nueva pista decisiva, no lo sabían en este momento ni ellos mismos; pero Adrián actuaba según una vieja norma periodística de recoger toda la información posible, incluso aquella que en principio no parecía tener sentido, pues podía ser decisiva en una etapa posterior de la investigación.

En este caso no necesitaron ambos esperar a nuevos conocimientos. Si bien en la maleta sólo había ropa blanca y prendas de vestir, en cambio en la cartera se hallaba, junto con libros y mapas (algo curioso: un mapa extraordinariamente exacto del norte de Grecia y otro no menos preciso del Egipto medio), una carpeta con copias de escritos antiguos, no muy distintas de la copia que poseía Anne.

El descubrimiento más excitante en esta carpeta fue sin embargo un sobre de gran formato sellado ligeramente. Anne lo dio a Kleiber para que lo examinase. Éste lo miró y se encogió de hombros.

– ¡Ábrelo! -dijo Anne, nerviosa.

Adrián rasgó el sobre y sacó algo parduzco, quebradizo, colocado entre dos folios transparentes. Anne lo reconoció en seguida.

– ¡Eso es! -gritó excitadísima.

– ¿Qué? -preguntó Kleiber enojado-. ¿Qué es?

– ¡El original! ¡Esto es el pergamino por el que aquel Thales en Berlín me ofrecía tres cuartos de millón!

– ¿Por este trozo de papel viejo?

– Por este, como tú lo llamas, trozo de papel viejo. Estoy segura.

Anne y Adrián se miraron y parecían pensar lo mismo: si este pedazo de pergamino era el documento tan buscado, entonces tuvo que haber habido contactos antes de la muerte de Guido entre éste y Vossius, o bien Vossius consiguió hacerse con la posesión del pergamino después del terrible accidente. Y naturalmente surgía la pregunta: ¿había jugado Vossius con las cartas marcadas?

Un cotejo de las dos copias dio como resultado: Anne tenía razón. Esto era el pergamino que, por el motivo que fuera, a unos importaba una fortuna, a otros incluso el asesinato. Esta idea la inquietó. Pues por muy importante que fuera el hallazgo, era peligroso en la misma medida.

– Probablemente -murmuró Anne- he sobrevivido hasta aquí porque sabían que sólo poseía las copias. Si se conoce que el original se halla en nuestras manos, que Dios nos coja confesados.

– Pero no podemos hacer nada con ello -dijo Adrián-. Tenemos que contratar un experto para conocer el significado del pergamino. Por lo demás, la hoja vale una fortuna.

– Precisamente con ello están especulando algunos cómplices. Opinan que yo flaquearía ante la cantidad ofrecida. Luego, creo, mis días estarían contados. No, este pergamino es para mí un seguro de vida.

Excitados por el pergamino, no vieron al principio otros dos hallazgos: un billete de avión Tesalónica-Atenas-París de Olympic Airways, al que inicialmente no dieron importancia, y una carta sin fecha y sin sobre, escrita por mano suave en inglés. En el encabezamiento, el remitente: Aurelia Vossius, 4083 Bonita View Drive, San Francisco.

– Vossius estaba casado -observó Adrián.

– En efecto -replicó Anne y empezó a leer la carta. No era larga, exactamente veinte líneas escritas delicadamente; era una carta de despedida, los años pasados con él, Vossius, habían sido los mejores de su vida y ahora que su matrimonio estaba roto, no se arrepentía de nada. Aunque no comprendía en absoluto sus planes, le deseaba mucho éxito, y tal vez ambos caminos se cruzarían de nuevo.

Love-Aurelia.

– ¿Sabe acaso que Vossius está muerto? -preguntó Anne sin esperar respuesta-. Una carta muy tierna.

– Al profesor tampoco debió serle indiferente -opinó Kleiber-, de lo contrario no la habría guardado.

Anne asintió con la cabeza.

– Al margen de si el profesor estaba casado, a mí me parece que lo más interesante es la indicación de que no comprendía sus planes. La cuestión es si estos planes estaban relacionados con el enigmático pergamino.

– ¡Quién sabe! -replicó Adrián-. Ahí sólo cabe una posibilidad: pregúntaselo.

– ¿En California?

– ¿Por qué no? La mujer es probablemente la única que aún nos puede ayudar. En cualquier caso ella conoce mejor el trasfondo de su trabajo.

Las objeciones de Anne, según las cuales la mujer no querría dar información a unos europeos extraños sobre el marido divorciado, no fueron pasadas por alto. Por ello debían inventar una historia que tirase de la lengua a la ex esposa de Vossius, o bien -y esto era idea de Kleiber- contarle a la mujer toda la verdad. Querían entregar a la señora Vossius la carta de despedida, que sin duda era importante para la mujer, mientras que ellos apenas podían hacer nada con ella. De este modo conseguirían ganar su confianza.

Así de una hora para otra decidieron volar a San Diego. Esto suponía cierta ventaja para su seguridad. ¿Sabían acaso si estaban sometidos a observación, si les seguían los pasos, si registraban todos sus movimientos? En cualquier caso, después de todo lo ocurrido, no parecía descabellado.

Por esto Adrián elaboró un plan astuto para poner a buen seguro los documentos del equipaje de Vossius. A tal efecto Anne abandonó sola la casa para ir en taxi al Louvre, mientras que al mismo tiempo Kleiber, con los documentos del profesor, salía por la puerta del patio, atravesaba un cobertizo de bicicletas y llegaba al Quai de Valmy, desde donde, cruzando el canal Saint Martin, alcanzó su banco en la place du Colonel Fabien.

Kleiber mantenía un compartimiento en la caja fuerte del banco para guardar no tanto su fortuna como documentos importantes que de vez en cuando tenía que manejar a causa de su profesión. En este cofre guardó el pergamino y el resto de papeles de Vossius.

Adrián y Anne se encontraron para comer en el restaurante de la Bourse du Commerce y se alegraron del éxito de su jugada. Adrián había pedido licencia a la redacción, lo que no causó extrañeza ya que a menudo investigaba un tema durante semanas antes de regresar con el reportaje hecho. Habían reservado el vuelo a California para el día siguiente, salida a las 9.30 horas en Le Bourget.

8

California los recibió de modo inesperado, con tormentas y lluvias torrenciales, raras aquí y por ello más recias. Sobre todo la continuación del vuelo desde Los Ángeles a San Diego, a lo largo de la costa hacia el Sur, se convirtió en una batalla del piloto contra los elementos, de manera que Anne estuvo contentísima cuando el pequeño aparato, que venía del este volando peligrosamente cerca del mar de casas, se posó en el Airport Lindbergh Field.

Kleiber conocía la ciudad de viajes anteriores y había reservado habitación en un hotel situado en North Harbor Drive, desde donde la vista sobre San Diego Bay alcanzaba hasta la isla Coronado. En el muelle estaba anclado el Star of India, un velero del siglo pasado renovado varias veces, que ahora servía de museo. A la habitación en el sexto piso -Adrián había alquilado deliberadamente dos habitaciones individuales juntas- se subía por un ascensor adosado a la fachada exterior del hotel.

Pasaron el primer día durmiendo, con breves interrupciones para una cena y un corto paseo hasta la estación de término del ferrocarril de Santa Fe. Cuando despertaron a la mañana siguiente, la Bay reflejaba colores turquesas al sol, como si no hubiera aquí nunca mal tiempo.

Alrededor del mediodía alquilaron un automóvil para ir a Bonita, al sur de la ciudad, donde, según les explicó el amable portero, un joven mexicano, encontrarían la casa que buscaban. Así que tomaron la Freeway número 5 en dirección a Tijuana, a los diez minutos de viaje abandonaron la autopista en la salida East Street, atravesaron un kilómetro largo de suburbio, con restaurantes rápidos, gasolineras, supermercados, y llegaron directamente a la Bonita Road, de la que tras dos kilómetros, en los que se extendía a la izquierda un cuidado campo de golf, se bifurcaba en un semáforo a la izquierda una calle que subía hasta la dirección buscada.

La casa de madera de planta baja, cubierta con tablillas de madera como la mayoría de casas de los alrededores, vista desde la calle estaba situada algo más abajo y ofrecía una vertiginosa vista sobre el valle. Los naranjos revelaban la preferencia de los moradores por el cultivo verde, sobre todo esterlicias y agaves de un metro de alto daban a la casa más bien sencilla un cierto aire exótico.

Aurelia Vossius no estaba en casa, pero la vecina, una asiática del este con el pelo negro, que se había afincado aquí con su marido durante la guerra de Corea -según relató con toda franqueza-, explicó que la señora Vossius trabajaba en el City Council de San Diego y solía regresar alrededor de las 17 horas, y preguntó si le podía dar algún recado.

Adrián y Anne rehusaron y dijeron que volverían al cabo de tres horas. Tiempo suficiente para una excursión a Coronado, que está unido a la tierra firme por un puente alto que cubre la Bay de San Diego como el arco de un laúd.

Al regresar a la Bonita View Drive, la señora Vossius ya estaba informada de su visita; la vecina le había dicho también que los extranjeros debían de ser alemanes.

Aurelia Vossius, una linda americana de Nebraska, que después de servir en la Marina se quedó colgada en San Diego, los recibió con cortesía americana, sin abandonar cierta desconfianza. Sólo cuando Anne sacó la carta de Aurelia a Marc Vossius -la reconoció a primera vista-, desapareció la inseguridad de sus ojos y rogó a los visitantes que entraran en la casa.

Habían quedado en no mencionar la sospecha de asesinato en el caso de Vossius, puesto que faltaban pruebas y la información se basaba en los dudosos indicios ofrecidos por el enfermero; pero, pensaron, no debían dejar ninguna duda sobre la muerte del profesor a su esposa divorciada. Finalmente estaba el motivo por el cual ellos, Anne y Adrián, tenían en su poder las pertenencias del finado, entre las que se hallaba esta carta.

La señora Vossius, en cuya imagen aparecía la tenacidad y el dominio característico de las personas bajitas, recibió la noticia estoicamente, aun cuando -y esto podía colegirse por su reacción ante la carta- todavía mantenía un fuerte lazo con Vossius. Tampoco sabía nada del atentado con ácido de su ex marido, aunque no pareció extrañarse sobremanera; en cualquier caso los visitantes tuvieron la impresión de que estaba acostumbrada en el pasado a sufrir por el comportamiento obstinado del profesor.

Para ganarse su confianza y para que Aurelia Vossius viera que el destino de Anne y del profesor estaban ligados de forma enigmática, Anne empezó a divagar describiendo sin apartarse de la verdad la muerte de su marido y los acontecimientos que siguieron y que la llevaron hasta aquí.

Un destino idéntico une, y la señora Vossius poco a poco se confió a los extranjeros, abandonó su reserva inicial y dijo, tras haber escuchado la historia de Anne:

– Espero no sobresaltarles si les digo que no me ha sorprendido todo esto.

Anne y Adrián se miraron. No se esperaban esta declaración.

– No -continuó Aurelia Vossius-, ni siquiera me sorprende la muerte de Marc. Era previsible. Creo, incluso, que lo han empujado a la muerte.

– ¿Quiénes?

– ¡Ellos! Los órficos, los jesuitas, la mafia de investigadores, qué sé yo cuántos iban tras él.

Anne y Adrián eran todo oídos:

– ¿Órficos, jesuitas, mafia de investigadores? ¿Qué significa todo esto?

La pequeña mujer hurgaba en una cajetilla de cigarrillos mentolados. Sus dedos revelaban ahora un gran nerviosismo.

– Ustedes dos son probablemente los únicos con los que puedo hablar abiertamente -dijo mientras encendía un cigarrillo-, cualquier otro me tomaría por loca.

9

– Si lo recuerdo bien -empezó Aurelia echando al aire a cortos intervalos una nube de humo-, el dilema comenzó hace diez años, cuando Marc llegó a California. Tenía un contrato de cátedra e investigación de la Universidad de San Diego para su asignatura de literatura comparada. Era considerado uno de los mejores del mundo en su campo; pero ya al iniciar su trabajo cometió un fallo grave, se encaró con los historiadores del arte, concretamente les dijo a ellos, los expertos, lo que aún no sabían ni podían saber, y esto tuvo una consecuencia: Marc desde el principio sólo tenía enemigos.

– ¿De qué se trataba?

– Dicho sencillamente: Marc suministró a los profesores de arte una teoría, según la cual Leonardo da Vinci no sólo era un artista genial, sino también un gran filósofo poseedor de unos conocimientos secretos que podían cambiar el mundo. Esto no les gustó a los investigadores del arte, que un crítico literario se atreviese a desafiar su grandeza, y aconsejaron a Vossius que mejor se quedara con Shakespeare y con Dante.

– Algo parecido nos contó Vossius en París -observó Anne-. El atentado con ácido no iba dirigido contra la pintura o lo que representaba, ni mucho menos contra Leonardo, sino que iba contra los investigadores del arte y su terca actitud. Esto nos explicó Vossius. ¿Pero usted nombró a los «órficos» y a los jesuitas?

Con un gesto condenatorio, la señora Vossius expresó su despecho. Finalmente aplastó su cigarrillo y murmuró algo así como:

– Gángsters, todos ellos son unos gángsters.

Anne y Adrián se hicieron señas con los ojos. No les pareció aconsejable insistir con más preguntas. Si Aurelia Vossius quería hablar, lo haría libremente.

– El profesor -dijo Anne más bien de pasada- estaba muy orgulloso de haber hallado en el cuadro un indicio de Barabbas.

La señora Vossius levantó la vista.

– ¿Así que lo halló? -su voz sonó amarga.

– Sí, en el cuadro apareció un collar, con cuyas piedras se podía juntar el nombre de Barabbas.

– Ah. -Aurelia parecía desconcertada-. Así pues, ya lo saben todo…

– Oh, no, al contrario -se apresuró a replicar Anne-, cuando fuimos al día siguiente a la clínica, después de que el profesor nos hubiera explicado su investigación, él ya estaba muerto.

– ¿Creen que fue casualidad? -preguntó fríamente Aurelia.

Anne se sobresaltó.

– ¿Qué quiere decir, señora Vossius?

– Bueno, no creo que Marc haya muerto de muerte natural.

– ¿Por qué no, señora Vossius?

Aurelia Vossius bajó los ojos y dijo con cierta turbación:

– Supongo que han leído mi carta a Marc. En ella vieron claro que no nos separamos a las malas. Sí, los años con Marc fueron los más bellos de mi vida. -Diciendo estas palabras arrugó la carta con las dos manos, después continuó-: Pero luego su afán investigador desplazó nuestro amor. Hay hombres que están casados con su profesión; esto es muy difícil de soportar para una mujer. Con Marc era distinto, él veía en su profesión una querida y esto conduce inexorablemente a la catástrofe. Sólo tenía una idea: su querida. Y cuando venían otros a disputarle la querida, se volvía majara.

– ¿Qué quiere decir con: se volvía majara? -preguntó Anne.

– En busca de pruebas para su hipótesis, Marc recorrió varias veces medio mundo, compró papiros y pergaminos que nunca mostró a nadie y rebasó el presupuesto de su instituto de investigación hasta tal extremo, que la Universidad de San Diego le comunicó una reprensión y lo amenazó con echarlo. Marc se negaba tozudamente a revelar los resultados de sus nuevas investigaciones. Callaba; incluso yo sólo me enteré marginalmente de lo que se trataba.

– ¿Y de qué se trataba? -Anne se removía inquieta en su silla.

– ¿Es usted católica? -preguntó directamente la señora Vossius dirigiéndose a Anne.

– Protestante -replicó ésta sorprendida y como un susurro añadió-: En cualquier caso sobre el papel.

– Yo debería -continuó Aurelia- comenzar por el principio. Puesto que Marc se negaba a publicar nada relativo a su investigación y por ello debía contar con el despido, presentó la renuncia al cargo. No éramos pobres, pero para el oficio poco lucrativo de un intelectual privado mis ingresos solos no alcanzaban. En uno de sus viajes Marc había conocido a un extraño joven. Se llamaba «Thales» y…

– ¿Cómo? -gritó Anne con gran excitación-. ¿Thales, un hombre de pelo blanco con mejillas anormalmente rojas y la devota apariencia de un fraile?

– No lo sé -replicó la señora Vossius-, nunca vi a ese hombre, pero era algo así como un fraile. Pertenecía a los órficos, una oscura orden de élite, que supuestamente sólo acoge las mentes más preclaras del mundo, el más destacado de la materia respectiva.

– ¡Thales! -gritó Anne y meneó la cabeza.

– ¿Lo conoce usted?

– ¡Claro! Iba detrás de un viejo pergamino que creía estar en poder de mi marido. Tras la muerte de Guido me encontré con él en Berlín. Se comportó de modo muy extraño y me ofreció mucho dinero por un pequeño documento.

La señora Vossius asintió en señal de acuerdo:

– La orden órfica es muy rica. Esta gente dispone de un capital increíble. Marc me contó que Thales sólo había reído cuando le presentó las necesidades financieras de su investigación. Le dijo que Marc podía disponer de tanto dinero como hiciera falta.

– Increíble -se admiró Kleiber-, pero el asunto tendría naturalmente un gancho.

– La gente puso condiciones. Primera condición: Marc debía quemar las naves e ingresar en la orden, que se halla en algún lugar del norte de Grecia. Segunda condición: Marc debía poner todas sus investigaciones al servicio del movimiento órfico. Tercera condición: el contrato, una vez cerrado, era indisoluble, es decir, tenía validez de por vida. Marc aludió en mi presencia a las dos primeras condiciones, sobre la tercera hablamos detenidamente. Era la que le daba mayor reparo. Marc contaba que a su pretexto de que no sabía cómo pensaría sobre su vida al cabo de diez años, Thales le respondió que precisamente debía meditarlo antes. Los órficos, una vez aceptados en la comunidad, disponen de tantos conocimientos secretos, que constituyen un peligro para el mundo. Por ello, en caso de querer abandonar la orden, eran obligados por la comunidad a suicidarse.

– ¡Están locos! -gritó Kleiber-. ¡Locos!

La señora Vossius se encogió de hombros.

– Es posible. Pero tal vez entiendan ustedes ahora por qué no creo en una muerte natural de mi ex marido.

– Entiendo -susurró Adrián y miró de lado a Anne. Ambos se entendieron: no, en las presentes circunstancias realmente no parecía adecuado confesar toda la verdad a la señora Vossius.

Pero ella se levantó, fue a la librería que estaba frente a la chimenea y sacó un papel de un cofrecillo de madera.

– La última carta de Marc -dijo y acarició con el revés de la mano el papel plegado longitudinalmente. Luego, sin leer una sola letra, reprodujo palabra por palabra el contenido de la carta. Vossius, dijo, había tenido la idea de abandonar la orden. Hubo diferencias porque el profesor quería publicar su descubrimiento. Los órficos, en cambio, hubieran querido guardar para sí su conocimiento porque, decían, el saber es el único poder verdadero sobre la Tierra. Marc no aclaró nunca qué había de extraordinario en su descubrimiento; sólo indicó que era capaz de convertir a todo el Vaticano en un museo y al Papa en una figura de opereta.

– Evidentemente el profesor no era amigo de los Papas -constató Adrián con una sonrisa de satisfacción.

– Los odiaba -añadió la señora Vossius-. Los odiaba con toda su alma no por motivos de fe, sino por saber. Estaba obsesionado con la idea de vengar a Galileo Galilei, a quien la Iglesia trató tan mal y hasta hoy no ha rehabilitado. El 22 de junio era siempre para él un día de reflexión, en el que se retiraba a meditar en algún lugar y juraba venganza.

Anne, que seguía embelesada con las palabras de la señora Vossius, preguntó:

– ¿Qué significa el 22 de junio?

– Un 22 de junio Galileo fue condenado por la Inquisición a renegar del sistema copernicano. Sólo pensar en este suceso, ponía a Marc enfermo y agresivo, porque, según decía, la necedad había vencido a la sabiduría.

Esta exposición era perfecta para aclarar el curioso carácter del profesor Marc Vossius. De pronto encajaba en esta imagen el atentado con ácido sobre el cuadro de Leonardo. Vossius necesitaba la publicidad de su caso para atraer la atención hacia su descubrimiento.

– ¿Y usted no tiene idea -preguntó de nuevo Anne- de qué descubrimiento hizo el profesor?

La señora Vossius miró a ambos a los ojos, como si quisiera examinar si eran dignos de confianza. Respiró profundamente, aunque sin responder. Desde hacía una retahíla de años Aurelia Vossius arrastraba consigo cosas de las que no podía hablar a nadie, que sólo ella sabía, y ahora venían dos extranjeros ¿y debía confesárselo todo?

Por otro lado no la abandonaba la idea de que ella y la mujer extranjera estaban unidas por una especie de comunidad de destino; en cualquier caso no dudaba de que también Von Seydlitz había sido víctima de un atentado. Esto fue lo que la decidió.

Se levantó.

– Vengan conmigo -dijo.

Condujo a Anne y Adrián a una habitación pequeña y cuadrada, cuya ventana al jardín estaba casi cubierta de arbustos, de modo que apenas podía entrar la luz. Incontables libros antiguos y un escritorio liso no dejaban lugar a ninguna duda de que se trataba del cuarto de trabajo del profesor.

– Tal vez les parezca extraño -observó la señora Vossius-, pero desde la partida de Marc no he cambiado nada. Pueden mirarlo todo con tranquilidad.

Más bien por confusión -Anne se ocupaba mentalmente del extraño proceder de la señora Vossius- examinó las hileras de libros en las paredes, y para su perplejidad constató que se trataba de una colección de biblias y comentarios sobre el Nuevo Testamento, libros en todos los idiomas, y algunos con una antigüedad de varios siglos. Los infolios despedían un olor acre.

– Mi marido encontró un evangelio desconocido hasta ahora, digamos un evangelio primigenio, sobre el que se basan los otros cuatro -dijo la señora Vossius con tranquilidad-. Es decir, Marc encontró sólo partes. Procedían de un conjunto de pergaminos hallados hace una serie de años en Minia, en el Egipto medio. Un pulidor que buscaba piedra caliza dio con el escondite. Regaló el viejo rollo de pergamino a sus tres hijos, que se lo repartieron y cada uno consiguió dinero vendiendo su parte. Marc intentó seguir la pista de cada trozo. Pronto notó que otros iban detrás de esos fragmentos y ello desencadenó una verdadera guerra.

La explicación de Aurelia desconcertó completamente a Anne Seydlitz.

– Este evangelio -dijo para sí- debe de contener cosas que alguna gente quiere mantener en secreto… -Anne estaba pensando en el accidente de Guido. Ya no tenía dudas de que Guido había sido víctima de un atentado para conseguir el pergamino.

– ¡Ahí, mire! -La señora Vossius sacaba libros de la estantería, los abría, los colocaba ante la cara de Anne. En los libros había pasajes marcados, otros subrayados, otros ampliados con inscripciones extrañas, un laberinto de líneas de enlace, cruces y palos, y ello no sólo una vez ni diez, sino cientos de veces en cientos de libros con acotaciones al margen, indicaciones, traducciones y conexiones. Al tuntún cogía Aurelia Vossius nuevos libros de los estantes y enseñaba sus anotaciones e indicaciones cada vez más grotescas.

En uno de los libros Anne leyó las líneas subrayadas: «Ante todo guardaos del fermento de los fariseos, que es la hipocresía. Nada hay oculto que no deba descubrirse, y nada escondido que no llegue a saberse. Por esto, todo lo que decís en las tinieblas será oído en la luz; y lo que habláis al oído en vuestros aposentos será pregonado desde los terrados».

Vossius había escrito al margen con tinta roja:

Lucas 12,1-3

Mateo 10, 26 s.

Marcos 8,15

Lucas 8,17

Barabbas 17, 4

La última línea estaba con doble subrayado.

¡Barabbas! Anne von Seydlitz se estremeció, indicó con el dedo el párrafo del libro y se lo enseñó a Kleiber. Éste miró a Anne: Barabbas, el fantasma.

Anne debió reunir todo su valor para formular la siguiente pregunta, ya que al fin y al cabo no podía prever cómo reaccionaría Aurelia Vossius:

– Señora Vossius, ¿le contó el profesor qué pasaba con este «Barabbas»? -Al mismo tiempo sostenía el párrafo en cuestión ante la cara de Aurelia.

– ¿Barabbas? -Aurelia Vossius leyó, reflexionó y meneó la cabeza-: No recuerdo que hubiera mencionado nunca este nombre.

– Curioso -replicó Anne hojeando el libro.

En otro lugar estaba marcado el siguiente texto: «Éste es el testimonio de Juan, cuando los judíos de Jerusalén le enviaron a algunos sacerdotes y levitas para que le preguntaran: "¿Quién eres tú?". Juan aceptó decírselo y no lo negó. Reconoció: "No soy el Mesías". Entonces le preguntaron: "Pues ¿quién eres?, ¿Elías?". Contestó: "Yo no soy Elías". Le dijeron: "¿Eres el profeta?". Contestó: "No". Le preguntaron de nuevo: "Dinos quién eres para que llevemos una respuesta a los que nos han enviado. ¿Qué dices de ti mismo?". Juan contestó: "Yo soy la voz del que clama en el desierto: preparad el camino del Señor como lo anunció el profeta Isaías"».

También en este lugar había anotaciones del profesor:

Juan 1, 19

Mateo 11,14; 17,10

Marcos 9,11

¿¿Barabbas?? Barabbas subrayado de nuevo.

– No -reanudó la señora Vossius su conversación-, nunca pronunció este nombre. Lo oigo por primera vez. Estoy segura. ¿Qué significa?

Kleiber, concentrado en el texto, respondió con un movimiento de cabeza:

– Por las acotaciones al margen pudiera colegirse que los textos se complementan en los demás evangelistas, y esto significaría que Barabbas es el autor de este quinto evangelio. El hecho mismo no aclara, sin embargo, la explosividad que rodea a ese nombre dondequiera que aparezca.

– El nombre de Barabbas -añadió Anne- ha de tener algún significado secreto, parece una palabra clave, que sólo puede ser útil a los iniciados, igual que la llave de un secreto de extraordinaria importancia.

La señora Vossius daba la impresión de no entender absolutamente nada. ¿Representaba una comedia o realmente no tenía idea de lo que ocupó a su marido durante ocho años? En cualquier caso, en el momento en que Anne y Adrián revolvían los libros de la biblioteca, daba la impresión de estar inusualmente sosegada. Probablemente había aceptado su destino y el de su esposo.

Desconcertada por las innumerables indicaciones en los distintos libros, Anne preguntó a la señora Vossius si el profesor nunca le había hablado de sus investigaciones, si nunca le había revelado el objetivo de su trabajo.

Vossius, respondió Aurelia, era un hombre muy hermético. Naturalmente que había hablado de su trabajo, sin embargo estas conversaciones la ponían en dificultades, a menudo no entendía sus razonamientos, sobre todo cuando se trataba de su disciplina, la literatura comparada. Marc, dijo, tenía dos personalidades, el hombre corriente y amable, con el que jugaba al golf en el Bonita-Club, y el científico obstinado, que tenía dificultad para adaptarse a la vida diaria. Por desgracia el segundo reprimía cada vez más al primero, lo que precisamente no favoreció su matrimonio. Pero, manifestó finalmente la señora Vossius, probablemente he dicho demasiado.

Anne y Adrián vieron en ello una invitación a marcharse, y se despidieron.

10

En el viaje de regreso al hotel, que primero transcurrió en silencio porque cada cual intentaba ordenar sus pensamientos, inquinó Anne por fin:

– ¿Qué te pareció la señora Vossius?

Kleiber contrajo su rostro en una mueca entre la risa y el llanto.

– Difícil de decir -replicó-, no quisiera afirmar que miente; pero no puedo desechar la impresión de que la señora Vossius nos ha callado algo importante.

– ¿Que ella no sabía en qué trabajaba su marido?

– Por ejemplo -contestó Kleiber-. No puedes estar casada durante ocho años con un hombre sin saber con qué gana su dinero.

– Bueno, sí lo sabía. Sólo que no conocía los detalles de lo que hacía Vossius. Yo sé también lo que haces en tu profesión, sin tener conocimiento de los detalles. Dicho sinceramente, tampoco me interesan, por lo que es completamente razonable que la señora Vossius no se haya interesado por el trabajo del profesor.

Kleiber meneó la cabeza:

– Sencillamente, no puedo imaginármelo. El hombre viajó por medio mundo buscando un trozo de pergamino. Él debió explicarle a su mujer por qué tal trozo de papel era tan importante para él. Y si no lo explicó por sí mismo, la mujer se lo habría preguntado. Pero esto lo negó la señora Vossius. No la creo.

Cuando pasaron por el campo de golf del Bonita-Club, Kleiber detuvo el automóvil.

– ¿No dijo la señora Vossius que habían jugado al golf aquí?

– Sí, claro -respondió Anne-. Creo que ambos tenemos la misma idea.

Kleiber giró hacia el amplio aparcamiento. En la terraza del edificio del club conversaban sentados algunos jugadores y bebían té helado. Anne y Adrián se presentaron como amigos alemanes de Vossius y preguntaron si alguien había conocido más estrechamente al profesor.

Qué significa conocido, nos encontrábamos, fue la respuesta, pero quien mejor conocía al profesor era sólo Gary Brandon, su asistente, y uno señaló la pista próxima, donde un hombre y una mujer intentaban sacar una pelota del rough. Eran Gary y su mujer.

Gary Brandon y su esposa Liz, a diferencia de su marido bastante entrada en carnes, resultaron muy cordiales y atentos. En una breve conversación se enteraron de que entretanto Brandon había sucedido a Vossius en el cargo. Cuando Anne contó a los Brandon la muerte de Vossius en París, Liz les preguntó si no querían pasar por la noche a tomar una copa. Les gustaría saber algo más de lo sucedido.

A Anne y Adrián les vino de perlas la invitación. Tal vez a través de los Brandon podrían averiguar algo más sobre Vossius y su trabajo.

Gary y Liz vivían en Coronado, en la calle 7, al oeste de la Orange Avenue, en un bungalow de madera con un diminuto jardín en la entrada y un pequeño patio interior en la parte trasera, en el que murmuraba un ridículo surtidor cuya charca estaba iluminada con luz eléctrica que cambiaba de color cada diez segundos como un camaleón asustado. En las paredes y en el mobiliario rústico parduzco, se exhibían fotografías enmarcadas -debía de haber dos centenares- con el matrimonio Brandon en el círculo de su amplia familia o de numerosos amigos -las más antiguas, de los años cuarenta.

La conversación derivó rápidamente a Vossius, quien, como se reveló, tenía un gran admirador en Gary Brandon. Vossius, según explicó Brandon, disponía de la memoria absoluta, una cualidad que sólo se da en un caso entre millones y que permite a quienes la poseen almacenar en su cerebro lo que leen y, cuando lo necesitan, reproducirlo al cabo de muchos años palabra por palabra. Ya sólo por esta habilidad estaba predestinado Vossius para la ciencia literaria comparativa. Vossius era capaz de trabajar de modo tan preciso como un ordenador en una época en que los demás se esforzaban por hacer ficheros, una suerte para la ciencia. El profesor citaba indiscriminadamente de memoria textos de la Divina Comedia de Dante y del Fausto de Goethe y los comparaba; era un genio. Seguramente -y en este momento Brandon se puso serio- esta memoria absoluta tuvo la culpa de que Vossius poco a poco, pero con creciente nitidez, perdiera el juicio.

Pero Vossius les había parecido completamente normal cuando hablaron con él en St. Vincent de Paul, dijo Anne molesta. Si bien al principio habían sospechado también que Vossius no estaba en su claro juicio, luego de varias conversaciones quedaron despejadas todas las dudas.

Precisamente, opinó Brandon, esto era típico de su comportamiento. Se podía discutir con Vossius de los problemas más complicados sin darse cuenta de que el mismo hombre empezaba a decir disparates.

Tenía sus temas preferidos; uno de ellos era la pretensión de lo absoluto de la Iglesia romana. A diferencia de la apologética, Vossius negó que la superioridad del cristianismo sobre las demás religiones se pudiera demostrar sin echar mano de la fe cristiana, es decir, sólo por métodos científicos o racionales, y continuamente aportaba pruebas en contra, la última al parecer este nuevo evangelio.

La pregunta de cuál era el contenido de este nuevo evangelio era incapaz de contestarla Brandon. Nadie en el instituto podía contestarla, pues Vossius se había erigido alrededor suyo un muro de secretismo. Podía ser que los fragmentos juntados por él fueran parte de un evangelio no descubierto, pero guardó obstinado silencio sobre su verdadero significado.

¿Incluso ante su asistente?

Incluso ante su asistente.

Naturalmente que esto era muy extraño y a la larga produjo el distanciamiento, pues ya no tenía nada que ver con su propia asignatura. Fue una lástima, pues él estimaba realmente a Vossius.

Mientras Brandon hablaba, Anne había examinado las numerosas fotografías, y su vista quedó pendiente de una. Mostraba a Gary y Liz con otra pareja ante el magnífico decorado del Monument Valley. El segundo hombre era Vossius en una actitud petulante casi jovial, como nunca lo habían conocido. La segunda mujer, una belleza de cabellera larga, desató en Anne la sospecha de que la había visto antes, aunque no sabía dónde.

Liz notó la mirada de Anne y dijo que habían pasado de ello cinco años. Una historia trágica.

Anne miró inquisitiva a Liz.

– ¡La historia de Hanna y Aurelia! -replicó Liz-. ¿No la conoce?

– No -dijo Anne-, ¿qué historia?

Gary quitó a su mujer la respuesta de la boca y habló con mucha prudencia:

– Marc y Aurelia llevaron durante unos años un matrimonio muy feliz. Hasta que vino Hanna. Ella era filóloga clásica y enseñaba además arqueología. Hanna pertenecía al grupo escaso de mujeres que son listas como el rayo y al mismo tiempo extraordinariamente bellas. Hanna movía un dedo y Marc la obedecía. Para Aurelia en cambio se derrumbó el mundo; ella luchó, pero luchaba por una posición perdida. Nos daba lástima. Creo que aún hoy sigue queriéndolo.

La explicación de Brandon aclaraba un poco el comportamiento de Aurelia Vossius. Qué esposa informa abiertamente que su marido la ha engañado.

– Para nosotros -continuó Gary-, la situación no fue nada fácil. Estimábamos a Aurelia, pero también apreciábamos a Hanna. En los últimos años Hanna se apropió completamente de Marc, tanto en su vida privada como en su vida profesional. Y cuanto más pienso en ello, más me convenzo de que Hanna fue asignada a Marc.

Anne y Adrián se echaron una mirada inquisitiva.

– ¿Qué quiere decir asignada? -preguntó Kleiber-. Tiene que explicárnoslo.

– Bueno, fue Hanna quien puso a Vossius en relación con la llamada orden de los órficos. Creo que Hanna pertenecía a esa orden antes de llegar a California y vino con el objetivo de atraerse a Marc.

– ¿Conoce usted más detalles sobre esa misteriosa orden? -inquirió tímidamente Anne.

– Misterioso es el adjetivo correcto para ese club. Los órficos son un mito entre los científicos y muchos creen que no existen: un grupo, que reúne en un lugar a los más grandes genios de la Tierra y pone a su disposición inagotables medios. Si no hubiera sido asistente de Vossius, también habría pensado así. Realmente existen y son poderosísimos… y peligrosos. Yo incluso los tengo por criminales en sus maquinaciones. Es bien sabido que no son precisamente ingenuos en la consecución de sus metas…

– ¿Qué metas? -interrumpió Kleiber.

– Vossius -replicó Gary-, al que una vez formulé la misma pregunta (eso fue poco antes de que precipitadamente levantase el campo de aquí), me respondió de esta manera: cada día en la ignorancia es un día perdido.

– Nada se puede objetar a ello -constató Kleiber.

– No -replicó Gary Brandon-, pero esos órficos viven en un fanatismo de saber y, como todo fanatismo, es peligroso. Creo que esa gente pisa cadáveres y estoy muy contento de no ser tan inteligente como Vossius o como Hanna. De este modo me mantengo a cubierto de la persecución.

– ¿Opina usted que en ambos su inteligencia fue causa de su ruina? -Adrián puso cara divertida.

– Sí, suena a disparate -replicó Brandon-, los apóstoles de Orfeo continuamente están buscando genios. Un científico normal no despierta su más mínimo interés. -Se rió.

– ¿Y tenía Vossius idea de lo que le esperaba con los órficos?

Gary Brandon se encogió de hombros:

– Nunca habló de ello y, si le he de ser sincero, nunca me interesó… yo no sabía cómo iba a terminar. Marc sólo tenía ojos para Hanna, y con ella habría ido a la selva africana. Una historia terrible.

– ¿Y usted no ha tenido más noticias del profesor Vossius?

– Nunca más. Aurelia recibió una carta de él. No nos contó lo que decía y no quisimos entrometernos, ¿comprende?

– ¿Sabían dónde estaba Vossius?

– En algún lugar de las montañas del norte de Grecia. Marc nombró una vez el lugar donde se halla el monasterio órfico: Leibethra. Me apunté el extraño nombre porque es difícil de retener, luego lo busqué en los mejores mapas, sin éxito. Incluso las grandes enciclopedias desconocen el lugar. Finalmente lo encontré en un vetusto diccionario de la antigüedad clásica. Allí se podía leer que Leibethra era un lugar situado al pie del Olimpo en la región macedónica de Priteria, y según diversas tradiciones parece que en este lugar Orfeo nació, murió o fue enterrado. Los habitantes de Leibethra eran tenidos desde antiguo por proverbialmente idiotas.

Dirigiéndose a Kleiber, Anne manifestó:

– Grecia no está fuera del mundo. Si todavía queda una posibilidad… -Mientras, una y otra vez fijaba la mirada en la fotografía.

11

Más tarde, después que Anne y Adrián se hubieran despedido de los Brandon, a cuyo efecto tuvieron que prometerles que les comunicarían todas las novedades sobre el caso Vossius, más tarde pues, en el viaje de regreso a su hotel, los pensamientos de Anne giraban todavía en torno a la fotografía, y Kleiber preguntó por el motivo de su silencio, y como Anne no contestase o no quisiese contestar, manifestó más para provocar a Anne que por convencimiento:

– Liz y Gary Brandon tampoco nos lo han dicho todo, como Aurelia Vossius.

Anne lo contradijo enérgicamente.

– Creo que los Brandon nos han dicho todo lo que saben. Están interesados personalmente en el caso, de lo contrario (a diferencia de la señora Vossius) no nos habrían pedido que les mantuviésemos informados de su desarrollo. Tengo la impresión de que la historia les ha afectado mucho.

– Aunque Brandon debería estar contento de que Vossius inesperadamente le hubiese dejado libre el puesto. Tienen que haber sido buenos amigos.

– Sólo que la mujer de la fotografía, la querida de Vossius…

– Hablaban con cierto respeto de ella, más por admiración que por afecto. Si realmente fue asignada por los órficos a Vossius, entonces el caso adquiriría una nueva dimensión. Se convertiría poco menos que en un asunto de espionaje.

Esto no quiso admitirlo Anne.

– Parece que se te dispara la fantasía -dijo con un deje de burla en la voz para volverse seria en seguida-: Ciñámonos a los hechos.

– ¡Hechos, hechos! -rugió Adrián como si Anne lo hubiera herido en lo más íntimo-. Los hechos en esta historia son más disparatados de lo que habría podido imaginar la desbordante fantasía de un poeta.

Anne asintió y calló como disculpándose. Al llegar frente al hotel, donde Adrián aparcó el automóvil, Anne propuso dar un paseo. El sol estaba bajo sobre la Bay, y el agua del mar verdeazulada centelleaba y brillaba en mil chispas blancas. De las ventanas traseras del chiringuito flotante de pescado en la B-Street-Pier salía un humo apestoso a aceite quemado, y vendedores ambulantes del México vecino, colocados detrás de sus tenderetes de cartón piedra, apremiaban a los paseantes con frases graciosas a cambiar de camisa o de pantalones, que ellos tenían una cosa y la otra.

– Casi no me atrevo a decirlo -empezó Anne reticente, mientras tomaban el camino hacia el norte, donde el tráfico era más tranquilo-, pero no puedo quitarme de la cabeza a la mujer de la fotografía.

– ¿La querida de Vossius?

– Sí, la querida de Vossius.

– ¿Qué pasa con ella? -Kleiber cerró el paso a Anne y la miró a los ojos.

Anne daba la impresión de estar desconcertada.

– Ya te dije -comenzó vacilante- que buscando a la mujer que estaba con Guido en el momento del accidente estuve en casa de Donat…

– …el hombre que de repente se esfumó.

– El mismo. El hombre, ese Donat, tenía una mujer inválida de medio cuerpo, estaba sentada en una silla de ruedas y no podía mover ningún miembro de su cuerpo, solamente la cabeza.

– Qué pasa con esta mujer, ¡dilo ya!

– Creo que esa mujer de la silla de ruedas es la mujer de la fotografía en casa de los Brandon, la querida de Vossius.

Kleiber se separó de Anne, dio dos pasos hacia el malecón y miró las danzantes olas. Se esforzaba inútilmente por ordenar el estado de cosas hasta donde era posible con los conocimientos actuales, inútilmente, como se ha dicho.

– Así pues, Brandon nos ha ocultado algo.

– Él no sabía que yo había tenido un extraño encuentro con Hanna Donat.

– O lo sabía y tenía motivos para ocultar la verdadera identidad de ella.

– Tonterías -replicó Anne con aspereza-, entonces habría dado cualquier otro nombre.

– Sólo dijo el nombre, Hanna.

– Precisamente. ¡Tampoco le preguntamos por el apellido!

– Y estás segura de que esa Hanna es la mujer de Donat.

– La presunta mujer de Donat -lo corrigió Anne-. Y tampoco estoy muy segura. Sólo que se parecen una barbaridad; pero un accidente de consecuencias tan graves cambia el rostro. Podía haber sido ella: Hanna Luise Donat.

– ¡Hanna Luise Donat! -gritó Kleiber y agarró del brazo a Anne-. Este es el nombre que usó la mujer que sufrió el accidente con Guido.

En el rostro de Anne se reflejaba la profunda perplejidad del momento, tragó saliva por desesperación, porque no sabía qué hacer ahora, porque de un momento a otro había visto claro que Guido no la había engañado, que se hallaban atrapados en el laberinto de intrigas malignas y terror anónimo. Ahí estaba de nuevo aquel miedo indescriptible a lo desconocido, que en todas partes la encontraba, que en todas partes la acechaba, miedo.

Kleiber condujo a Anne de vuelta al hotel. Y no tuvo nada en contra de que Anne se emborrachara en su habitación con una botella de Malt hasta perder el conocimiento. Cuando estuvo dormida, Kleiber abandonó la habitación de ella y llamó por teléfono a Gary Brandon preguntándole si Hanna, la querida de Vossius, se llamaba Donat de apellido.

Oh, yes, contestó Brandon, ¿acaso no lo había dicho?

12

El inesperado descubrimiento de que entre el profesor Vossius y la mujer del coche de su marido había habido una misteriosa relación parecía haber sacado a Anne de quicio. No quería comer y tenía dificultades para tragar cualquier cosa. Las comidas nerviosas, precipitadas, de los dos días siguientes terminaban a menudo de forma abrupta, porque Anne se levantaba de la mesa de un salto e iba a vomitar. Si Adrián iniciaba una conversación, notaba al poco tiempo que Anne no le escuchaba.

Y luego vino la fatal mañana del jueves, cuando Kleiber en su desespero abrazó a Anne y la cubrió de cariño, la acarició y la besó, como un curandero milagroso aplicando su inusitada terapia.

En el primer momento parecía que Anne gozaba del calor del hombre, como si quisiera entregársele; pero cuando Kleiber la empujó al sillón de su habitación del hotel, donde casualmente se desarrollaba la escena, cuando él se arrodilló ante ella y hundió la cabeza en su regazo, entonces de repente Anne pegó una sacudida como si su cuerpo se hubiera electrocutado, agarró a Adrián por los pelos, lo lanzó a un lado y le gritó que si no tenía otra cosa en la cabeza y que se fuese al diablo.

Kleiber concluyó el penoso incidente, más doloroso para él que para Anne (ella parecía aquella mañana no estar en sus cabales), marchando al aparcamiento del hotel, subiendo al coche, poniendo el motor en marcha, lo que le produjo un efecto altamente tranquilizante, y conduciendo el pesado Dodge por la Freeway número 5 en dirección Sur.

Tras diez minutos de viaje rápido, Kleiber cruzó la frontera mexicana, donde le acogió con ruido, polvo y múltiples olores apestosos «la pequeña ciudad más grande del mundo», según rezaba una pancarta colocada sobre la carretera. Un día entero y media noche bebió Kleiber en los bares de Tijuana, se quitó de encima bandadas de niños pedigüeños igual que muchas putas baratas como si fueran insectos y alrededor de medianoche emprendió el regreso a San Diego a través de la frontera, que se extendía como una ancha línea blanca iluminada.

Llegado al hotel, el portero le comunicó que la señora Seydlitz había decidido adelantar el viaje y, a la pregunta de Kleiber sobre si había dejado algún recado, el amable viejo le aseguró que no, que lo sentía.

Sería erróneo decir que en este momento lo lamentaba. Anne lo había herido en lo más íntimo y no podía imaginarse qué habría sucedido en caso de que Anne hubiese seguido en la habitación contigua. ¿Cómo habría tenido que comportarse? ¿Pedirle perdón? ¿Por qué? ¿Acaso no la trató en las últimas semanas con todo el recato y la gentileza que caracterizan a un verdadero amigo?

Sin duda con la escena del día anterior Anne había humillado de modo imperdonable a Kleiber. No sólo los sucesos recientes, sino también la personalidad de Anne había adquirido algo inquietante, veleidoso. Con todo, había aprendido a amar a esa mujer, a pesar de su comportamiento cada vez más caprichoso, su mezcla de desamparo y de viva inteligencia, su necesidad de protección por un lado y su independencia por otro. Sí, la amaba y deseaba con vehemencia la solución de sus problemas; sin embargo, si hacía balance de la investigación conjunta, debía admitir que sus problemas personales antes se habían acrecentado que disminuido. Y Anne von Seydlitz parecía haber llegado a la convicción de que podía arreglárselas sin él. ¿No era la partida la mejor prueba de ello?

Kleiber reflexionó sobre qué debió haber pasado por la cabeza de Anne, si al menos hubo sitio para él. ¿Acaso no lo había usado, aprovechado su ayuda, y ahora que sabía que no la podía ayudar más lo expulsaba como a un inmigrante molesto? ¿Tenía él otra alternativa que seguirla?

Con los pensamientos llorosos que acometen al hombre empapado de tequila y sin quitarse la ropa, Kleiber se quedó dormido en su cama del hotel.

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