CAPÍTULO DECIMOSEXTO. LAMA.

Se intensificaba considerablemente mi adiestramiento en los viajes astrales, en que el espíritu, o ego, abandona el cuerpo y permanece unido a la vida de la Tierra sólo por el Cordón de Plata. A mucha gente le cuesta trabajo creer que podemos viajar de este modo. La verdad es que todos lo hacen cuando duermen. En Occidente casi siempre es involuntario; en Oriente los lamas lo hacen con plena conciencia. Así conservan un recuerdo pleno de lo que han hecho, lo que han visto y dónde han estado. En Occidente se ha perdido este arte y por eso cuando se despiertan creen que han tenido lo que ellos llaman un «sueño».

Todos los países han poseído un conocimiento de estos viajes astrales.

Por ejemplo, en Inglaterra se atribuyen a las brujas, que pueden volar. Pero las escobas no son necesarias excepto como medio de racionalizar lo que la gente no quiere creer. En los Estados Unidos se dice que los espíritus de los hombres rojos (indios) vuelan. En todas partes existe un conocimiento apagado de estas cosas. A mí me enseñaron a viajar astralmente y cualquiera puede aprenderlo.

Otro arte de fácil dominio es la telepatía, pero no la que suele explotarse como espectáculo. Afortunadamente, se empieza a reconocer la eficacia de la telepatía. El hipnotismo es otra de las artes orientales. Yo he realizado operaciones quirúrgicas en pacientes hipnotizados; por ejemplo, amputarles una pierna, y otras de la misma importancia. El paciente no sufre nada y se despierta en mejores condiciones que cuando le someten a la anestesia. Ahora, según me dicen, se utiliza el hipnotismo en cierta medida en Inglaterra.

La invisibilidad es asunto mucho más complicado y hay que alegrarse de que sólo esté al alcance de una minoría muy reducida. Teóricamente es muy fácil, pero en la práctica presenta dificultades casi insuperables. Sólo tienen ustedes que pensar en lo que atrae nuestra atención un ruido, un movimiento repentino, un color vivo… Lo que nos hace fijarnos en una persona son los ruidos que produce y sus movimientos rápidos. En cambio, una persona inmóvil pasa fácilmente inadvertida o, por lo menos, nos resulta familiar. Cuando el cartero llega a una casa, es fácil oír decir que nadie ha estado allí. Y sin embargo, no ha sido un hombre invisible el que ha traído las cartas, y es frecuente pasar junto a personas en las cuales, por la fuerza de la costumbre de verlas, no nos fijamos. En cambio, siempre vemos a un policía, porque casi todos tenemos una conciencia culpable. Para lograr el estado de invisibilidad hay que suspender toda acción y también interru mpir nuestras ondas cerebrales. Si dejamos que el cerebro funcione (piense), otra persona que se encuentre cerca adquiere inmediata conciencia telepática de la presencia de aquel individuo; es decir, lo ve, y entonces se hace imposible el estado de invisibilidad. En el Tíbet hay hombres que pueden hacerse invisibles a voluntad porque pueden interrumpir sus ondas cerebrales.

Pero insisto en que debe considerarse afortunado que sean tan pocos.

La levitación se puede lograr, pero es un sistema de viajar poco recomendable, ya que requiere un gran esfuerzo. El verdadero adepto utiliza el viaje astral, que es muy sencillo con tal que se tenga un buen profesor. Yo lo tenía y pude (y aún puedo) viajar astralmente. En cambio, no he conseguido nunca hacerme invisible, a pesar de lo mucho que me he esforzado para ello. Habría sido magnífico poderme esfumar cuando hubiera querido hacer algo desagradable, pero esto me estaba negado.

Tampoco -como ya he dicho- he poseído nunca talento musical. Mi canto sacaba de quicio a mi maestro de música, pero esto no era nada comparado con la conmoción que causé cuando intenté tocar los címbalos creyendo que cualquiera podía usarlos y, por desgracia, cogí en medio de ellos la cabeza de un pobre monje. Me advirtieron secamente que me dedicase sólo a la clarividencia y a la medicina.

Practicábamos mucho lo que el mundo occidental conoce por yoga.

Desde luego es una gran ciencia que puede perfeccionar a un ser humano hasta un extremo casi inverosímil. Mi opinión es que los occidentales no pueden cultivar el yoga sin introducir en él considerables modificaciones.

Hemos conocido esa ciencia desde hace muchos siglos y nos enseñaron las posturas más adecuadas desde la infancia. Nuestros miembros, el esqueleto y los músculos están adiestrados para el yoga. En cambio, los occidentales, sobre todo si son personas de edad madura, pueden lastimarse seriamente si intentan adoptar esas posturas. Eso no es más que mi opinión como tibetano, pero debo insistir en que no es aconsejable la práctica de esos ejercicios si no se modifican bastante. Además, se necesita un profesor nativo de extraordinarias facultades y que conozca perfectamente la anatomía masculina y la femenina para evitar daños corporales. Y no sólo pueden perjudicar gravemente las forzadas posturas que adoptamos, sino también los ejercicios respiratorios.

El secreto principal de los fenómenos tibetanos que tanto asombran al mundo radica en una cierta manera de respirar. Ahora bien, si no se aprende a hacerlo bajo las enseñanzas de un sabio y experimentado profesor, esos ejercicios respiratorios pueden resultar muy perjudiciales e incluso mortales. Muchos viajeros han escrito sobre los lamas corredores que pueden influir en el peso de su cuerpo (y no me refiero a la levitación) y correr a gran velocidad durante horas y horas casi sin tocar la tierra. Se necesita mucha práctica y el corredor tiene que hallarse en estado de semitrance. La mejor hora es ya anochecido, cuando hay estrellas que mirar, y el terreno debe ser monótono, sin nada que rompa ese estado sonambúlico. En efecto, el hombre que corre así puede ser comparado a un sonámbulo. Sólo tiene en la mente su destino manteniéndolo constantemente ante el Tercer Ojo y va recitando sin cesar el mantra adecuado. Correrá durante horas y horas y llegará a su punto de destino sin cansancio alguno. Este sistema posee una sola ventaja sobre el del viaje astral. En este último se mueve uno en el campo del espíritu y no puede llevarse consigo objetos materiales. El arjopa, como llamamos al corredor, puede, en cambio, llevar su carga normal, pero tiene desventajas respecto al que viaja en el plano astral.

La respiración adecuada permite a los adeptos tibetanos sentarse desnudos sobre hielo a cinco mil metros o más de altitud y mantenerse con un calor tal que el hielo se derrite y el adepto suda copiosamente.

Una breve digresión: el otro día dije que había hecho esto yo mismo cerca de seis mil metros sobre el nivel del mar. La persona que me escuchaba me preguntó con toda seriedad: ¿con marea baja o con marea alta?

¡Ha intentado usted alguna vez levantar un objeto pesado teniendo los pulmones vacíos de aire? Inténtelo y verá que le resulta casi imposible. Entonces respire lo más profundamente que pueda, contenga el aliento y podrá levantar el pesado objeto con facilidad. Y si se encuentra usted irritado o asustado, respire también profundamente aspirando la mayor cantidad de aire que pueda y contenga la respiración durante diez segundos. Luego espire ese aire lentamente. Repita esto por lo menos tres veces y verá que le va disminuyendo la velocidad de los latidos y que llega a calmarse por completo. Todo esto puede probarlo cualquiera sin perjuicio alguno para su salud. Mi conocimiento del dominio de la respiración me ayudó a resistir las torturas japonesas y las demás torturas que hube de padecer como prisionero de los comunistas, y les aseguro que los japoneses, aun en sus peores momentos, son unos gentlemen comparados con los comunistas. Por mi desgracia he conocido a unos y a otros en sus peores facetas.

Había llegado la hora de examinarme para el grado de lama, aunque, como ya saben ustedes, me habían concedido ese título años antes. Se trataba, pues, de una confirmación. Pero antes tenía que ser bendecido por el Dalai Lama. Todos los años bendice a todos los monjes del Tíbet individualmente.

El Más Profundo toca a la mayoría con una borla atada al extremo de un bastón. A aquellos a quienes favorece de un modo especial, o que son de mayor categoría, los toca en la cabeza con una de sus manos. A los predilectos los bendice colocándoles las dos manos sobre la cabeza. A mí por primera vez me impuso las manos sobre el cráneo y me dijo en voz baja:

– Lo estás haciendo muy bien, muchacho; pórtate aún mejor en tus exámenes. Justifica la fe puesta en ti.

Tres días antes de mi decimosext o cumpleaños me presenté a los resultados de los exámenes. Con gran alegría -y la expresé ruidosamente- supe que era de nuevo el primero de la lista. Me alegraba por dos motivos:

porque el lama Mingyar Dondup quedaba como el mejor profesor y porque sabía que el Dalai Lama estaría muy satisfecho con mi maestro y conmigo.

Unos días después, cuando el lama Mingyar Dondup me estaba ilustrando en su habitación, se abrió la puerta bruscamente y un mensajero jadeante, con la lengua fuera y los ojos desencajados, se precipitó hacia nosotros.

Traía en la mano el tradicional bastón de los mensajes.

– Del Más Profundo -dijo casi sin aliento- al Honorable lama médico Martes Lobsang Rampa. -Y sacando de su túnica la carta envuelta en el pañuelo de seda ritual, añadió-: Con la mayor velocidad, Honorable señor, he corrido hacia aquí.

Entregado su mensaje, nos volvió la espalda y partió como una flecha, aún más rápido que viniera. ¡Pero esta vez iba en busca de chang!

No me atrevía a abrir el mensaje. Desde luego, estaba dirigido a mí; pero ¿qué contenía? ¿Más estudios? ¿Más trabajo? Era muy grande y de un aspecto terriblemente oficial. Mientras no lo abriese no podría saber qué contenía y por tanto no se me podía culpar de que no hiciese lo que allí se me ordenaba. Esto pensé en un principio, pero cuando oí que mi Guía, sentado detrás de mí, se estaba riendo, le entregué la carta con el pañuelo. La abrió (es decir, le quitó el envoltorio) y sacó dos hojas dobladas que extendió con parsimonia y leyó con deliberada lentitud para poner aún más a prueba mi paciencia. Por último, cuando vio que yo estaba a punto de estallar en mi impaciencia por saber de una vez lo peor, me dijo:

– Muy bien; puedes respirar de nuevo. Tenemos que ir al Potala para ver al Dalai Lama inmediatamente. Y te advierto, Lobsang, que aquí se insiste en que debemos darnos la mayor prisa y se especifica que debo acompañarte.

Tocó el gong, y al ayudante que entró le dio instrucciones para que ensillaran en seguida nuestros dos caballos blancos. Nos cambiamos de hábito en unos instantes y elegimos nuestros dos mejores pañuelos de seda.

Fuimos juntos a ver al Abad y le dijimos que debíamos ir al Potala llamados por el Más Profundo.

– Al Pico, ¡eh! Ayer estaba él en el Norbu Linga. Pero, en fin, ya dirá la carta a dónde tenéis que ir. Debe de tratarse de algún asunto oficial.

En el patio esperaban unos monjes -mozos de cuadra- con nuestros caballos. Cabalgamos pendiente abajo y poco después subimos por la cuesta del Potala. Para aquella distancia no me recía la pena ir a caballo a no ser por la ventaja de que así podíamos subir más cómodos por las enormes escalinatas hasta lo más alto del edificio. Nos esperaban a la entrada de la terraza, y en cuanto descabalgamos se llevaron nuestros caballos y nos condujeron con rapidez a las habitaciones particulares del Dalai Lama. Entré solo e hice los actos de ritual.

…Siéntate, Lobsang -me dijo él…-. Estoy muy contento contigo. Y también estoy muy contento con Mingyar por la parte que ha tenido en tu triunfo. He leído todos tus ejercicios escritos.

Temblé al oír esto. Uno de mis muchos defectos, según me han dicho, es que tengo un inoportuno sentido del humor y de vez en cuando tuve la malhadada idea de ponerlo en práctica al contestar las preguntas de los exámenes, porque hay preguntas que verdaderamente se prestan a tomarlas a broma. El Dalai Lama leyó mis pensamientos y se rió de buena gana, diciéndome:

– En efecto, tu sentido del humor no es siempre oportuno, pero… -E hizo una larga pausa durante la cual temí lo peor, para terminar añadiendo-:

…me ha divertido mucho todo lo que dices.

Pasé dos horas con él. Al terminar la primera hora de la entrevista, el Dalai Lama hizo llamar a mi Guía y le dio instrucciones sobre mi futura preparación. Tendría que prepararme para la Ceremonia de la Muerte Pequeña.

Debía visitar -con el lama Mingyar Dondup- otras lamaserías y estudiaría con los Descuartizadores de los Muertos. Como eran de baja casta, lo mismo que su trabajo, el Dalai Lama me dio una autorización escrita para que conservase mi elevada condición social, a pesar de mi trato con ellos. En ese documento ordenaba a los Descuartizadores del Cuerpo que me prestasen «toda la ayuda necesaria para que los secretos de los cuerpos le sean revelados al honorable lama médico y que pueda descubrir la razón fisica por la que el cuerpo queda desechado. También podrá disponer de cualquier cuerpo o parte de él que necesite para sus estudios. ¡Ya ven ustedes de qué se trataba!

Antes de seguir contando lo referente a la eliminación de los cadáveres quizá sea conveniente escribir algo más sobre los puntos de vista tibetanos sobre la muerte. Nuestra actitud en esto es completamente distinta de la de los pueblos occidentales. Para nosotros un cuerpo no es más que una cáscara o caparazón, mero material envolvente del espíritu inmortal. Para nosotros un cadáver vale menos que un traje viejo y gastado. En el caso de que una persona muera normalmente, es decir, no a consecuencia de un acto violento inesperado -accidente o no-, consideramos que se produce el siguiente proceso: el cuerpo está ya defectuoso, estropeado, enfermo y se ha hecho tan incómodo para el espíritu que ya éste no puede aprender más.

Así, ha llegado la hora de desechar esa cubierta, ese cuerpo. Paulatinamente se va retirando el espíritu y se exterioriza fuera de la carne. La forma del espíritu es exactamente del mismo perfil que su versión material y puede ser vista con toda claridad por una persona clarividente. En el momento de la muerte el Cordón que une el cuerpo físico con el espiritual se debilita y acaba partiéndose. Entonces el espíritu se suelta y se va a la deriva. Esto es lo que llamamos muerte. Pero a la vez se produce un nacimiento a una nueva vida, pues el Cordón es semejante al cordón umbilical que debe ser cortado para lanzar a una criatura recién nacida a una existencia propia. En el momento de la muerte se extingue en la cabeza el brillo o relumbre de la fuerza vital. Este relumbre puede ser visto también por un clarividente. Decimos que el cuerpo tarda en morir tres días. Se requiere ese tiempo para que cese toda actividad física y el espíritu, alma, ego, o yo, se libere por completo de su envoltura carnal. Creemos que existe un doble etéreo formado durante la vida del cuerpo. Este doble puede convertirse en un fantasma.

Probablemente todos ustedes habrán mirado fijamente a una luz intensa y al volver la cabeza han seguido viendo la misma luz durante un rato.

Estimamos que la vida es eléctrica, un campo de fuerzas, y el doble etéreo que permanece después de la muerte es semejante a la luz que vemos después de mirar a un foco real; o sea, en términos eléctricos es como un fuerte campo magnético residual.

Si el cuerpo tiene poderosas razones para adherirse a la vida, entonces se intensifica el doble etéreo hasta formar lo que se conoce corrientemente por un fantasma y vagará por los sitios que le son familiares. Por ejemplo, un avaro puede tener tal apego a sus sacos de dinero que todo su ser esté concentrado en ello. Lo más probable es que muera pensando con terror en lo que irá a ser de su dinero y, de este modo, en el momento de su muerte se fortalece su «personalidad etérea». El feliz heredero de los sacos de dinero se sentirá muy inquieto durante las noches. Dirá que «el viejo Fulano de Tal está rondando su dinero». Y tiene razón: es muy probable que el fantasma de Fulano de Tal esté furioso por que sus manos (espirituales) no puedan apoderarse de ese dinero.

Hay tres cuerpos básicos: el cuerpo carnal, en el cual aprende el espíritu las arduas lecciones de la vida; el cuerpo etéreo o magnético, que nos vamos haciendo cada uno de nosotros con nuestras ambiciones y nuestras pasiones de toda clase; y, por último, un tercer cuerpo, el puramente espiritual, el «alma inmortal». Tal es nuestra creencia lamaísta y no, necesariamente, la creencia budista ortodoxa. Una persona que muere tiene que pasar por tres etapas: hay que eliminar su cuerpo físico, tiene que disolver se su doble etéreo y su espíritu ha de ser ayudado para que encuentre el camino que le conducirá al mundo del espíritu. En el Tíbet auxiliamos al hombre con miras a su muerte antes de que ésta ocurra. El adepto no necesita estos auxilios, pero el hombre o mujer ordinarios -o sea los trappa- han de ser guiados en todas esas etapas. Puede resultar interesante la descripción de todo esto.

Un día, el Honorable Maestro de la Muerte me mandó llamar y me dijo:

– Ha llegado la hora de que estudies los métodos prácticos para liberar el alma, Lobsang. Me acompañarás.

Anduvimos por largos pasillos, descendimos por resbaladizos escalones y por fin llegamos a donde se alojaban los trappas. Allí, en un «hospital», un anciano monje estaba a punto de emprender el camino que todos debemos tomar antes o después. Había tenido un ataque y estaba muy débil.

Le faltaban las fuerzas casi por completo y en seguida vi que se le desvanecían sus colores áuricos. Había que mantenerlo consciente a toda costa hasta que le faltase por completo la vida. El lama que me acompañaba tomó entre las suyas las manos del monje y le habló cariñosamente -Te acercas, anciano, al momento en que te librarás de las penalidades de la carne. Sigue mis consejos para que puedas escoger el mejor camino, el camino más fácil. Tus pies se enfrían. Tu vi da se va escapando y se acerca el momento en que nada quede de ella en tu cuerpo. Piensa con calma, anciano, y te convencerás de que nada hay que temer. Tu vida va saliendo de tus piernas y tu vista se apaga. Y el frío trepa por tu cuerpo, siguiendo la estela que deja tu vida al marcharse. Serénate en estos últimos instantes, anciano, pues nada has de temer porque se te vaya la vida hacia la Mayor Realidad. Las sombras de la noche eterna te empañan la vista y la respiración te falla por momentos. Se acerca el instante en que tu espíritu se verá definitivamente libre para disfrutar de los placeres del otro mundo. Serénate, anciano; ha llegado el momento de tu liberación.

Mientras hablaba, el lama iba acariciando la cabeza del moribundo desde la nuca a la coronilla siguiendo un sistema que, según está bien probado, libera el espíritu sin dolor. Prosiguió hablándole en voz suave y convincente explicándole los obstáculos que encontraría en su camino y la manera de evitarlos. Le describió con toda exactitud su camino, el camino que ha sido «cartografiado» por los lamas telepáticos que han pasado al Otro Lado y que han seguido comunicándose desde allí por telepatía con sus antiguos compañeros.

– Se te apaga la vista, anciano, y te falla la respiración. Se te enfría el cuerpo y ya no oyen tus oídos los ruidos de esta vida. Serénate, anciano, y marcha en paz, porque ya está aquí la Muerte contigo. Sigue el camino que te hemos indicado y gozarás de paz y alegría.

Seguía acariciando la cabeza del anciano mientras el aura de éste se extinguía del todo. De pronto el lama emitió un sonido explosivo que forma parte de un antiquísimo ritual. Ese ruido inesperado y violento, libera del todo el espíritu, que se debilita para soltarse definitivamente del cuerpo.

La fuerza vital se había concentrado por encima del cuerpo en una móvil masa en forma de nube y se retorcía confusamente hasta formar como una esquemática reproducción del cuerpo, al que aún se hallaba sujeto por el Cordón de Plata. Poco a poco se fue adelgazando y deshilachando el Cordón y, como cuando se rompe el cordón umbilical, el anciano nació a su nueva vida. Lentamente, como una nube que se eleva en el cielo o como el humo del incienso en el templo, se fue alejando aquella forma espiritual. El lama siguió dando instrucciones, por medio de la telepatía, para guiar al espíritu en la primera etapa de su viaje.

– Estás muerto, nada tienes ya que hacer aquí, todos tus vínculos con la carne han sido cortados. Estás en el Bardo. Sigue tu camino y nosotros seguiremos el nuestro. Continúa por la senda que te hemos indicado.

Abandona por completo este Mundo de la Ilusión y penetra en la Mayor Realidad. Has muerto. Sigue tu camino.

Las nubecillas de incienso calmaban todas las inquietudes de aquella atmósfera con sus suaves vibraciones. A lo lejos se oían tambores con sus apagados redobles. En lo alto de la terraza de la lamasería una trompeta de bajos tonos enviaba al campo su sereno mensaje funerario. Y por los corredores nos llegaban los sonidos normales de esta vida, el suave roce de las botas de fieltro, los mugidos de algún yak, ruido de conversaciones… Pero en esta pequeña habitación había un silencio total, el silencio de la muerte, sólo interrumpido por el murmullo de las instrucciones telepáticas que el lama seguía enviando. Otra muerte, otro anciano que había emprendido la eterna rueda de las existencias, quizás aprovechando lo que había aprendido en esta vida, pero obligado a proseguir hasta que alcanzase la budeidad mediante un larguísimo esfuerzo.

Sentamos al cadáver en la correcta posición del loto y enviamos a buscar a los que preparan los restos mortales, y también llamamos a otros lamas para que continuasen comunicándose telepáticamente con el espíritu que acababa de marcharse. Durante tres días continuó esto, turnándose los lamas. En la mañana del cuarto día llegó uno del Ragyab. Venía de la Colonia de los Descuartizadores de los Muertos, situada donde la carretera de Lingkhor entronca con el Dechhen Dzong. Con su llegada los lamas dieron por terminadas sus instrucciones telepáticas y el Descuartizador se hizo cargo del cadáver. Le hizo adoptar la forma de un círculo y lo envolvió con un paño blanco. Balanceándolo suavemente se cargó el bulto a las espaldas y se marchó. Fuera tenía un yak. Sin vacilar colocó el cadáver sobre los lomos del animal y emprendió con él la marcha. En el lugar donde eliminaba a los cuerpos el Transportador entregaría su carga a los Descuartizadores.

El «lugar» era una desolada extensión de terreno en la que sobresalían enormes «jorobas» y en la que había una gran losa de piedra. En las cuatro esquinas de la losa había unos agujeros abiertos en la piedra y en ellos, clavados, unos postes. Otra losa de piedra tenía también agujeros, pero sólo hasta la mitad del grosor de la piedra.

El cadáver era colocado sobre la losa. Se le quitaba el sudario. Las piernas y los brazos quedaban atados a los cuatro postes. Entonces el jefe de los Descuartizadores sacaba un gran cuchillo y hacía en el cuerpo largos cortes para luego poder «pelar» la carne en largas tiras. Después cortaba los brazos y las piernas para separarlas del tronco. Finalmente, cortaba la cabeza y la abría.

En cuanto veían llegar al yak con su fúnebre carga, los buitres descendían de las alturas y se posaban en las rocas para esperar pacientemente.

Parecían espectadores en un teatro al aire 1ibre. Estos pajarracos observan una estricta ordenación social, y el menor intento por alguno de ellos, más audaz, de adelantarse a los dirigentes, producía una especie de motín para castigar al transgresor.

Después de realizar las operaciones que he descrito, el Descuartizador abría el tronco del cadáver. Metiendo en él las manos extraía el corazón, a cuya vista el jefe de los buitres caía en picado, como uno de esos modernos aviones que luego había yo de conocer, y se llevaba el corazón que le ofrecía el Descuartizador en sus manos abiertas. El buitre que le seguía en categoría descendía a recoger el hígado y se retiraba con él a una roca para co mérselo. Los riñones, los intestinos eran repartidos entre los buitres dirigentes.

Luego se cortaban en trozos pequeños las tiras de carne para dárs elas a los buitres del «pueblo». A uno de los pajarracos le tocaba medio cerebro y un ojo, a otro la restante mitad del cerebro y otro ojo, y a cada uno de ellos algún pedazo. En poquísimo tiempo -es increíble el poco tiempo que bastaba- habían sido devorados todos los órganos y la carne toda, no quedando sobre la losa más que los huesos pelados. Entonces se machacaban éstos con pesadas mazas hasta pulverizarlos. ¡A los buitres les gusta mucho ese polvo!

Estos Descuartizadores eran gente de extraordinaria habilidad. Les enorgullecía su oficio y sólo por pura afición examinaban todos los órganos para averiguar la causa de la muerte. Una larga experiencia les permitían hacer esto con notable precisión. En realidad, no había un motivo serio que justificase este interés, pero constituía para ellos una tradición indagar la enfermedad por la cual «abandonaba el espíritu su vehículo». Por supuesto, si una persona había sido envenenada -intencionada o accidentalmente- se descubría infaliblemente. El tiempo que pasé estudiando con ellos me fue de gran provecho en mi carrera. Tardé muy poco en aprender a disecar cadáveres. El jefe de los Descuartizadores se colocaba a mi lado y me iba indicando todo lo que merecía mi atención. Por ejemplo, me decía: «Este hombre, mi Honorable Lama, ha muerto de una obstrucción circulatoria.

Vamos a cortarle esta arteria… Aquí está, es un coágulo que impedía pasar a la sangre.» O bien: «Esta mujer, mi Honorable Lama, según me parece a primera vista, debe de haber muerto de alguna deficiencia en una glándula.

Veamos.» El hombre hacía varios cortes con su cuchillo en la carne de la mujer y por fin encontraba la confirmación de sus primeras impresiones.

Para ellos era una satisfacción poderme enseñar cuanto sabían. Estaban enterados de que yo practicaba con ellos por orden directa del Más Profundo. Si yo no estaba allí y recibían un cadáver que presentaba un interés especial desde el punto de vista médico, me avisaban y no lo «desmenuzaban» hasta que yo llegara.

Pude examinar centenares de cadáveres y nada tiene de extraño que dominase luego la cirugía. El cuerpo humano me resultaba tan conocido por dentro como por fuera. Este procedimiento es infinitamente más eficaz que el habitual en las Facultades de Medicina occidentales, donde varios estudiantes han de distribuirse un cadáver en las salas de disección. Estoy plenamente convencido de que aprendí más ciencia médica – sobre todo más práctica- con los Descuartizadores que, más tarde, en una escuela médica equipada con todos los últimos adelantos.

En el Tíbet los cadáveres no pueden ser enterrados. Costaría muchís imo trabajo a causa de lo muy rocoso que es nuestro suelo y de la fina capa de tierra que lo cubre. Tampoco es factible la cremación, por motivos económicos. Escasea la leña, y para quemar un cuerpo humano tendríamos que encargarnos del transporte a lomos de yaks y a través de altísimas montañas.

Costaría un dineral. Tampoco podemos utilizar el procedimiento de arrojar los cadáveres al agua, ya que la corrupción de éstos infectaría el agua de los ríos que han de beber los vivos. De manera que sólo nos queda un medio: hacerlos desaparecer por el aire gracias a la colaboración de los buitres, que se comen, no solamente la carne, sino también los huesos convenientemente pulverizados Nuestro sistema se diferencia del occidental sólo en dos cosas los occidentales entierran a sus muertos y dejan que se los coman los gusanos en vez de los buitres; y en segundo lugar, en Occidente se entierra, a la vez que el cuerpo humano, la posibilidad de conocer la causa de la muerte. Nadie puede estar seguro de que los certificados de defunción que extienden los médicos expresen la verdadera causa de la muerte. En cambio, nuestros Descuartizadores tienen siempre buen cuidado de cerciorarse de qué ha muerto una persona.

Todos los ciudadanos del Tíbet «desaparecen» del modo que he explicado, excepto los lamas de más elevada categoría que son Encarnaciones Anteriores. A éstos se les embalsama y se les coloca en un ataúd con tapa de cristal para exhibirlos luego en un templo, o bien se les embalsama y se les recubre de oro. Esté último procedimiento es de un gran interés. Yo intervine muchas veces en esas operaciones. Ciertos norteamericanos que han leído mis notas sobre este asunto no pueden creer que empleásemos de verdad oro; dicen que «ni siquiera los norteamericanos, con toda su técnica, podrían hacerlo». Desde luego, reconozco que no era nuestra especialidad la producción en masa, sino que trabajábamos como artesanos. No podíamos fabricar ni un solo reloj que valiese un dólar. En cambio, éramos capaces de recubrir de oro un cadáver.

Una tarde me llamaron de parte del Abad, que me habló así:

– Una Encarnación Anterior está a punto de abandonar su cuerpo. Está en la Valla de la Rosa. Quiero que vayas para que puedas presenciar su Conservación en lo Sagrado.

Así que de nuevo tuve que sufrir las incomodidades de un viaje a caballo hasta Sera. En esta lamasería me llevaron enseguida a la habitación del anciano abad. Sus colores áuricos estaban a punto de extinguirse y sólo tardó una hora en convertirse en espíritu puro. Por ser abad y un sabio notable, no era necesario enseñarle el camino que había que emprender por el Bardo. Tampoco era preciso que esperásemos los tres días de siempre. Dejamos al cadáver sentado en la actitud del loto durante aquella noche mientras los lamas lo velaban.

En cuanto amaneció, desfilamos en procesión por el centro de la lamasería hasta el templo. Desde allí, por una pequeña puerta, entramos en unos pasadizos secretos que conducían a unos sótanos. Delante de mí dos lamas llevaban el cadáver en una litera. Aún conservaba la posición del loto. Los monjes que nos seguían entonaban unas salmodias y cuando se callaban agitaban unas campanillas de plata. Ibamos vestidos con nues tros hábitos rojos y, encima, unas estolas amarillas. Nuestras sombras danzaban, ampliadas y deformadas por la luz de las lamparillas y las antorchas a lo largo de los muros. Por fin, llegamos ante una puerta de piedra, sellada, que estaba a unos ciento setenta metros de profundidad. Habíamos descendido continuamente por una sucesión de secretos corredores. Entramos en aquella sala, cuya temperatura era casi glacial. Los monjes depositaron el cadáver cuidadosamente en el suelo. Lo dejaron en la misma actitud del loto que tenía y se marcharon todos menos tres lamas, que se quedaron con el cadáver y conmigo. Centenares de lamparillas iluminaban brillantemente aquel lugar.

Era una luminosidad amarillenta. Desnudamos al cadáver y lo lavamos con todo cuidado. Por los orificios normales del cuerpo fuimos sacando los órganos del cuerpo y guardándolos en jarrones, que luego cerramos y sellamos.

Lavamos y secamos todo el interior y luego vertimos en él una laca de fabricación especial. Con ello se formaba en el interior del cuerpo una dura costra que mantenía su aspecto exterior como en vida. Después rellenamos el vacío corporal con ciertas materias, poniendo mucha atención en que no se alterase la forma. Vertimos aún más laca hasta saturar el relleno, que así se solidificó. Pintamos con laca la superficie exterior del cuerpo y la dejamos secar. Sobre esta endurecida superficie aplicamos una Solución mediante la cual pudiesen quitarse más adelante, sin arrancar la piel, las finas hojas de seda transparente que pegábamos sobre ella. Una vez hecho el vendaje de seda, lo recubrimos con otra capa de laca (de una clase diferente) y el cadáver quedó listo para la fase siguiente de la preparación. Primero lo dejamos secar durante un día y una noche. Cuando volvimos a la habitación, estaba ya bien seco y duro, en la actitud del loto. Lo llevamos procesionalmente a otra habitación situada más abajo, que era un horno construido de tal manera que las llamas y el calor circulaban por fuera de sus muros y mantenían la estancia a una temperatura elevada e igual.

El suelo estaba cubierto con una gruesa capa de polvo especial y en el centro de ella colocamos al cadáver. Abajo, los monjes se disponían ya a encender el fuego. Luego fuimos llenando la habitación, desde el techo al suelo, con una sal especial de cierto distrito del Tíbet y con una mezcla de hierbas y minerales. Quedamos en el pasillo y cerramos y sellamos la puerta de la habitación con el sello de la lamasería. Dimos la orden de encender el horno. Durante una semana estuvo encendido, alimentado con ramas, manteca y boñiga de yak. Corrientes de aire caliente recorrían la Cámara de Embalsamar. Al final del séptimo día no se añadió ya más combustible. Las llamas se fueron extinguiendo. Los gruesos muros de piedra crujían y gemían al irse enfriando. Por fin, estuvo el corredor lo bastante enfriado para que pudiésemos entrar. Pero había que esperar otros tres días hasta que la habitación se hubiera enfriado. Así, once días después de haberla sellado, rompimos el sello y empezamos a quitar la masa de sal, hierbas y minerales que habíamos metido allí. Esta labor nos llevó un par de días. Por fin, quedó vacía, excepto el cuerpo, que permanecía sentado en la posición del loto.

Lo levantamos con el mayor cuidado y lo llevamos a la habitación de arriba donde había sido embalsamado y donde podríamos examinarlo mejor a la luz de las lamparillas.

Fuimos arrancándole suavemente el vendaje de seda hasta que quedó la piel al descubierto. Había sido un trabajo perfecto. Aparte de que la piel era mu cho más oscura, parecía el cuerpo de un hombre dormido que en cualquier momento podía despertarse. Conservaba la misma forma que un hombre vivo y no tenía arrugas. De nuevo aplicamos una capa de laca al cuerpo desnudo y luego les tocó su turno a los orfebres. Eran artífices de perfecta habilidad, capaces de cubrir la carne muerta con oro. Realizaban su labor lentamente, aplicando una capa tras otra de un oro fino y blando.

Fuera del Tíbet el oro vale una fortuna, pero nosotros lo consideramos sólo como un metal sagrado. Por ser incorruptible, el oro simboliza el estado espiritual definitivo del hombre.

Los monjes orfebres trabajaban con un cuidado exquisito, atentos a los más pequeños detalles. Cuando terminaron habían conseguido una estatua de oro exactamente igual a un ser humano y en la que aparecían hasta los más ínfimos detalles de la piel, de las coyunturas, etc… Trasladamos el cuerpo, que ahora pesaba mucho con el oro, al Salón de las Encarnaciones y lo colocamos en un trono de oro, como las demás figuras que allí se encuentran desde hace muchos siglos sentadas en fila como jueces solemnes que contemplan con ojos semicerrados las debilidades de la actual generación.

Allí hablábamos en un susurro y andábamos de puntillas, como para no despertar a estos muertos vivientes. Me atraía muy especialmente uno de los cuerpos. No sé qué extraño poder me tenía inmovilizado ante él, completamente fascinado. Parecía estarme mirando sonriéndose con una expresión omnisciente. Me sacó de aquel trance alguien que me tocó levemente en el brazo. Me sobresalté y casi me desmayé de terror.

– Ese eres tú, Lobsang, en tu Encarnación Anterior. Creíamos que te reconocerías.

Muy conmovidos, salimos ambos. Sellaron la puerta.

A partir de entonces tuve libre acceso al Salón de las Encarnaciones y pude estudiar con toda calma las muchas figuras allí reunidas. Iba solo y me sentaba a meditar ante ellas. Cada una tenía escrita su historia, que yo estudiaba con el mayor interés. Allí encontré toda la historia de mi Guía el lama Mingyar Dondup en sus encarnaciones anteriores y un resumen de sus facultades y méritos, así como los honores que se le habían conferido y cómo había abandonado este mundo en cada encarnación.

También estaba mi historia y, como es natural, la estudié con toda mi atención. Había noventa y ocho figuras de oro. Era una cámara abierta en la roca y su puerta estaba muy bien oculta. Tenía ante mí la historia del Tíbet.

O, por lo menos, eso me figuraba yo. En realidad, la historia primitiva no la reconocería hasta más adelante.

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