CAPÍTULO DECIMOCTAVO. ¡ADIÓS, TIBET!

Pocos días después, cuando mi Guía y yo estábamos sentados en la orilla del Río de la Felicidad, se acercaba un jinete a todo galope. En cuanto miró en nuestra dirección y reconoció al lama Mingyar Dondup se detuvo tan bruscamente que levantó una nube de polvo.

– Tengo un mensaje del Más Profundo para el lama Lobsang Rampa -dijo en cuanto hubo descabalgado junto a nosotros.

Y sacó de dentro de la túnica el largo rollo envuelto en el pañuelo de seda ritual. Me lo entregó arrodillándose tres veces ante mí, volvió a mo ntar en su caballo y se alejó al galope.

Ahora estaba mucho más seguro de mí mismo. Lo ocurrido en los subterráneos del Potala me había dado una gran seguridad. Abrí el mensaje y lo leí antes de pasárselo a mi Guía y amigo el lama Mingyar Dondup:

– Tengo que ver al más Profundo esta mañana en el Parque de la Joya.

También tú tienes que venir, Maestro.

– No es corriente que se adivinen las decisiones de nuestro Precioso Protector, pero creo, Lobsang, que pronto tendrás que marcharte a China.

En cuanto a mí, como ya te he dicho, regresaré muy pronto a los Campos Celestiales. Aprovechemos, pues, este día lo mejor que podamos, ya que tan poco tiempo nos queda para estar juntos.

Por la mañana recorrí la familiar senda hasta el Parque de la Joya. Me acompañaba el lama Mingyar Dondup. Ambos íbamos pensando lo mismo:

que ésta sería quizá la última vez que caminásemos juntos. Este pensamiento debía de conocérseme en la cara, pues, cuando vi yo solo al Dalai Lama, dijo:

– La partida, los momentos de tomar nuevas sendas, son siempre penosos.

Aquí en este pabellón me paso muchas horas meditando, preguntándome si haría bien en quedarme o en marcharme cuando nuestro país sea invadido. Cualquiera de estas dos decisiones causaría dolor a algunos.

Nuestro camino está ahí, inexorable, ante nosotros, Lobsang, y para ninguno resultará fácil. La familia, los amigos, nuestro país, todo ello ha de ser abandonado, y ya sabes que la Senda que hemos de tomar supone muchas penalidades, torturas, incomprensiones, falta de fe… En fin, todo esto es muy desagradable. Las costumbres de los extranjeros son muy extrañas y desconcertantes. Como ya te he dicho en otra ocas ión, sólo creen en lo que ven por sus propios ojos. Sí, sólo creen en lo que pueden someter a prueba en sus cámaras de la Ciencia. Sin embargo, la mayor de todas las ciencias, la ciencia del Super-Ser, ésa la desconocen por completo. Pero ésta es tu senda, la que has escogido antes de venir a esta vida. Lo he preparado todo para que puedas marcharte a China dentro de cinco días.

¡Cinco días! Había contado con cinco semanas. Mientras mi Guía y yo subíamos por la empinada cuesta de nuestra Montaña de Hierro no hablamos en absoluto. Cuando estábamos ya dentro del Templo, me dijo el lama Mingyar Dondup:

– Tendrás que visitar a tus padres, Lobsang. Enviaré a un mensajero.

¿Mis padres? El lama Mingyar Dondup había sido para mí más que un padre y que una madre. Y pronto saldría de este mundo. Desde luego, antes de que yo regresara al Tíbet, al cabo de unos cuantos años. Lo único que podría ver de él para entonces sería su estatua, su cuerpo embalsamado y cubierto de oro en el Salón de las Encarnaciones, como una túnica vieja y desechada.

Estos cinco días tuve muchísimo que hacer. Del Museo del Potala me trajeron ropa occidental para que me la probase. No es que fuera a llevarla en China, ya que allí sería más adecuada mi vestimenta de lama, pero convenía que mis compañeros viesen cómo me quedaba. ¡Qué traje! Aquellos espantosos tubos de tela me apretaban las piernas y no me atrevía a doblarlas.

Comprendí entonces por qué no podían sentarse los occidentales en la actitud del loto: su ropa tan estrecha se lo impedía. Desde luego, pensé que había arruinado toda mi vida futura por tener que llevar aquellos tubos de tela. Me pusieron una especie de sudario blanco y me ataron en torno al cuello una horrible tira de no sé qué tejido, y haciéndome un nudo corredizo, me lo apretaron como si fueran a estrangularme. Encima me pusieron una absurda prenda con parches y agujeros. En aquellos parches era donde los occidentales guardaban las cosas en vez de llevarlas en el interior de la túnica, como es lo normal. Pero lo peor no había llegado aún. Me pusieron en los pies unos gruesos y pesados guantes y me los ataron fuertemente con unos cordones negros que terminaban en unos remates metálicos. Los mendigos que se arrastran de rodillas por la carretera de Lingkhor apoyándose en las manos llevan a veces en éstas unos guantes parecidos, pero eran lo bastante sensatos como para no ponerse en los pies sino buenas botas de fieltro tibetanas. Creí que aquel instrumento de tortura me destrozaría los pies y que no podría ir a China. En la cabeza me colocaron una taza grande invertida con un borde todo alrededor y me dijeron que estaba vestido como un caballero occidental disfrutando de sus ocios. Claro que tendrían ocio, pues ¡cómo iban a trabajar vestidos de semejante manera!

Al tercer día visité a mis padres. Fui solo, y a pie, lo mismo que había salido por primera vez de mi casa en dirección al monasterio. Pero esta vez era lama y abad. Mi padre y mi madre me esperaban en casa como a un huésped excepcionalmente distinguido. En la tarde de aquel día entré con mi padre en su despacho y firmé y anoté mi rango en el Libro de la Familia.

Luego regresé también a pie a la lamasería que durante tanto tiempo había sido mi verdadero hogar.

Los dos días restantes transcurrieron pronto. En la tarde del último día tuve otra entrevista con el Dalai Lama para despedirme de él y recibir su bendición. Me apenó mucho abandonarle. La próxima vez que lo viera – ambos lo sabíamos muy bien- sólo quedaría de él su cuerpo embalsamado.

Ya no estaría allí su espíritu.

Al amanecer del día siguiente emprendimos el viaje. Me marchaba tan a disgusto que iba mucho más lentamente de lo que debía. Otra vez me encontraba sin hogar, camino de lugares extraños y teniéndolo que aprender todo de nuevo. Cuando llegamos al desfiladero nos volvimos desde aquella altura para contemplar un buen rato y por última vez la ciudad santa de Lhasa.

Por encima del Potala volaba una cometa solitaria.


FIN


* * *

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