CAPÍTULO DECIMOTERCERO. PRIMERA VISITA A CASA.

Habíamos llegado a tiempo para las ceremonias del Logsar o Año Nuevo. Teníamos que limpiarlo y arreglarlo todo. El decimoquinto día, el Dalai Lama iba a la catedral para asistir a las solemnidades religiosas.

Cuando éstas terminaban salía en procesión dando la vuelta por el Barkhor, la carretera circular que rodeaba el Jo-kang y a la mansión del Consejo, dando la vuelta a la plaza del mercado, circuito que terminaba entre los grandes edificios comerciales. Entonces empezaban las diversiones. Los dioses estaban ya aplacados con las funciones religiosas y la gente podía divertirse a sus anchas. Se hacían gigantescas armazones -de diez a quince metros de altura- que sostenían unas imágenes hechas con manteca de color. Algunas de estas figuras tenían bajorrelieves que representaban diversas escenas de nuestros Libros sagrados. El Dalai Lama daba unas vueltas en torno a ellas para verlas bien. Los monasterios que modelaban las figuras más atractivas se llevaban el título de los mejores escultores en man teca del año. A nosotros los de Chakpori no nos interesaban en absoluto estas carnavaladas. Nos parecían infantiles. Tampoco nos interesaban las carreras de caballos sin jinete que se celebraban en la llanura de Lhasa. En cambio, nos gustaban las figuras gigantescas que representaban a ciertos personajes de nuestras leyendas. El cuerpo de estos gigantes se construía con una ligera armazón de madera a la que se fijaba una enorme cabeza muy realista. Por detrás de cada ojo llevaba encendida una lamparilla cuya luz vacilante producía la impresión de que los ojos se movían. Un monje hercúleo iba montado en altísimos zancos dentro de la armazón y la hacía andar. A estos monjes les solían ocurrir toda clase de accidentes. A veces metían un zanco en un boquete, o se resbalaban, y tampoco era raro que se soltara una de las lámparas y ardiese toda la figura.

Años después me convencieron una vez para que llevase la figura de Buda, dios de la Medicina. Tenía por lo menos ocho metros y medio de altura.

Su flotante ropaje me envolvía los zancos y por allí dentro volaban muchas polillas, ya que la ropa llevaba mucho tiempo almacenada. Mientras avanzaba por la carretera con gran dificultad, el polvo que se desprendía de los enormes pliegues de tela me hacía estornudar continuamente. A cada estornudo me parecía que iba a caerme. Además, al estornudar hacía saltar la manteca derretida de las lámparas y me caía sobre mi cráneo afeitado y dolorido. Hacía allí un calor horrible y un olor mareante. Normalmente la manteca de una lá mpara es sólida, aparte del «charquito» que se forma en torno al pabilo. En aquel calor asfixiante se había derretido toda ella: el pequeño agujero abierto hacia la mitad de la figura no caía a la altura de mis ojos y me era imposible bajar de los zancos o esperar a que abriesen otro. Lo único que podía ver era la parte de atrás del gigante que marchaba delante de mí y por el balanceo que llevaba y los brincos que daba a cada momento comprendí que el pobre desgraciado que iba dentro lo estaba pasando tan mal como yo. Sin embargo, sabiendo que el Dalai Lama contemplaba el desfile, no había más remedio que continuar sofocado por los enormes pliegues de tela y medio tostado por el sebo derretido. Con el calor y el esfuerzo, es seguro que perdí varios kilos aquel día. Y lo más grande fue que aquella noche me dijo un importante lama:

– Lobsang, tu representación ha sido excelente. ¡Qué gran comediante harías!

Por supuesto no le dije que los movimientos tan cómicos de mi gigante habían sido del todo involuntarios por mi parte. A partir de entonces decidí no volver a llevar en mi vida una de esas figuras.

No mucho tiempo después -unos cinco o seis meses- hubo un repentino y terrible huracán con nubes de polvo y piedrecillas. Me encontraba en aquel momento en la terraza de un almacén recibiendo instrucciones sobre la manera de cubrir un tejado con láminas de oro para que no entrase por él ni una gota de agua. El vendaval me llevó en volandas y me lanzó a otro tejado situado a unos siete metros más abajo. Otra ráfaga me arrastró por la falda de la montaña hasta la carretera de Lingkhor a más de cien metros.

Era un suelo pantanoso y caí de cara al fango. Sentí que se rompía algo y me figuré que sería una rama. Atontado intenté levantarme del fangal, pero sentí un dolor agudísimo cuando quise mover el brazo izquierdo. Logré ponerme de rodillas y luego en pie y avancé a duras penas por la carretera.

Estaba a punto de desmayarme de dolor y no podía pensar con claridad.

Lo único que deseaba era subir a lo alto de la montaña lo antes posible.

Iba dando tumbos casi a ciegas hasta que a medio camino me salieron al encuentro unos monjes que habían bajado para ver qué nos había sucedido a mí y a otro chico, al que también se había llevado el viento. Pero éste cayó sobre las rocas y se mató. Me llevaron en brazos hasta la habitación de mi Guía. Este me examinó rápidamente y me dijo:

– Lobsang, te has roto un brazo y un hueso del cuello. Tenemos que arreglártelos. Te dolerá mucho, pero será porque yo no lo pueda evitar.

Mientras hablaba, y casi antes de que yo pudiera darme cuenta, me entablilló.

Estuve todo el día inmóvil y al siguiente me dijo el lama Mingyar Dondup:

– No podemos dejar que te retrases en los estudios, Lobsang de modo que trabajaremos aquí mismo. Como a todos nosotros, te fastidia un poco aprender cosas nuevas; así que voy a quitarte esa resistencia para el estudio por medio del hipnotismo.

Cerró los postigos, y la habitación quedó a oscuras excepto por la pequeña luz de las lamparillas del altar. Sacó de no sé dónde una cajita, que puso en un estante que había frente a mí. Me pareció ver unas luces muy brillantes, luces de colores, unas rayas de color y luego todo terminó en una silenciosa explosión de luminosidad.

Cuando me desperté debían de haber pasado ya varias horas. El lama abrió la ventana y vi que las moradas sombras de la noche empezaban a cubrir el valle. En el Potala destellaban unas lucecitas y otras se encendían en torno a los edificios, mientras la guardia de noche hacía la ronda. Desde la ventana se abarcaba toda la ciudad, donde empezaba la vida nocturna.

Mi Guía habló por fin:

– Bueno, por fin has vuelto a nosotros. Creíamos que te encontrabas tan bien en el mundo astral que te resistías a volver. Y supongo que, como de costumbre, tendrás mucha hambre.

Al oírselo decir comprendí que, en efecto, estaba hambriento. Me trajeron en seguida de comer y el lama me habló mientras yo comía:

– Según las leyes naturales, tendrías que haber abandonado ese cuerpo, pero tus estrellas han decidido que tienes que vivir para acabar muriendo en la tierra de los Indios Rojos (los Estados Unidos) dentro de muchos años. Ahora nuestros compañeros están celebrando un servicio religioso por el que nos ha abandonado. El viento lo estrelló contra las rocas.

Pensé que los que se marchaban de esta tierra eran los más afortunados.

Mi experiencia en los viajes astrales me había enseñado que se pasaba allí mucho mejor que en este mundo. Pero recordé que no estamos aquí porque nos guste, sino para aprender cosas, lo mismo que no se va a la escuela porque sea divertido, sino para ilustrarse; y qué es la vida en la tierra sino una escuela? Y, por cierto, una escuela muy dura. Me dije: «Aquí estoy con dos huesos rotos y tengo que seguir aprendiendo. ¡Qué se le va a hacer!» Durante dos semanas intensificaron mi enseñanza. Según me dijeron, era para impedirme pensar en los huesos rotos. Al final de la quincena se me habían soldado, pero me sentía rígido y el hombro izquierdo y el brazo me dolían mucho.

Cuando entré en la habitación del lama Mingyar Dondup aquella mañana, le encontré leyendo una carta. Levantó la vista y me dijo:

– Lobsang, tenemos un paquete de hierbas que llevar a tu Honorable Madre. Puedes ir tú mismo mañana por la mañana y quedarte todo el día.

– Estoy seguro de que mi padre no desea verme -repliqué-. Cuando se cruzó conmigo en las escaleras del Potala hizo como si no me viera.

– Es natural. Sabía que acababas de estar con el Dalai Lama, sabía que habías recibido un honor extraordinario y no podía hablarte si yo no estaba contigo, ya que eres mi pupilo por orden del propio Dalai Lama. -Se me quedó mirando muy risueño-: De todos modos, no te preocupes, pues tu padre no estará mañana en casa. Ha ido a Gyangse y tardará unos días aún en regresar.

A primera hora del día siguiente me dijo mi Guía:

– Estás algo pálido, pero vas limpio y bien arreglado y eso le gustará a tu madre. Aquí tienes un pañuelo. No olvides que ya eres un lama y has de obedecer las reglas. Viniste aquí a pie. Hoy irás en uno de nuestros mejores caballos blancos. Monta el mío, que necesita ejercicio.

Me entregó una bolsa de cuero llena de hierbas medicinales. La había envuelto en un pañuelo de seda como muestra de respeto. Me pregunté cómo podría llevarlo limpio y acabé quitando el pañuelo y guardándolo den tro de mi hábito con la intención de volver a liar la bolsa en él cuando estuviera cerca de casa.

Montado en el caballo blanco descendí por la pendiente del monte.

Hacia la mitad de la cuesta se detuvo el caballo y volvió la cabeza para mirarme.

Por lo visto no le gusté, porque dio un gran relincho y arrancó en un furioso galope como si quisiera liberarse de mí lo antes posible. Comprendí su actitud, ya que tampoco él me era simpático.

En el Tíbet los lamas más ortodoxos montan en mulas, por aquello de que son asexuales. Los lamas menos exigentes cabalgan en caballos o en ponies. En cuanto a mí, siempre procuraba ir andando si era posible. Al pie del monte torcimos a la derecha. Suspiré con alivio: el caballo estaba de acuerdo conmigo en que debíamos ir por ese camino, quizá porque siempre se atraviesa la carretera de Lingkhor en la dirección de las manecillas del reloj, por motivos religiosos. De modo que torcimos a la derecha y cruzamos el camino de la ciudad de Drebung, para continuar por el circuito de Lingkhor. Dejamo s atrás el Potala -que me pareció menos atractivo que nuestro Chakpori- y atravesamos la carretera que va a la India, dejando el Kaling-chu a la izquierda y el Templo de la Serpiente a nuestra derecha. A la entrada de mi casa me vieron llegar los criados y se apresuraron a abrir las puertas. Entré directamente en el patio, dándome importancia, con mi caballo y con la esperanza de no caerme de él. Afortunadamente pude apearme con dignidad porque mientras descendí lo sujetó un criado.

Con toda solemnidad el mayordomo y yo intercambiamos nuestros pañuelos rituales.

– ¡ Bendita sea esta casa y todo lo que hay en ella, Honorable lama médico, señor nuestro! -dijo el mayordomo.

– Que la bendición de Buda, el más puro, el que todo lo ve, sea con vosotros y os conserve la salud.

– Honorable señor, la señora de la casa me ordena que os conduzca hasta ella.

Y entramos (como si no pudiera haber ido solo) mientras yo me buscaba por dentro del hábito el pañuelo destinado a envolver la bolsa de cuero.

En el piso de arriba entré en la mejor habitación de mi madre. «Nunca pude penetrar aquí cuando no era más que un hijo», pensé. Y estuve a punto de salir corriendo cuando vi que la habitación estaba llena de mujeres.

Pero antes de que pudiera huir se dirigió mi madre hacia mí; hizo una reverencia y me dijo:

– Honorable señor e hijo, mis amigas han venido para oírte contar el honor que te ha concedido el Precioso Protector.

– Honorable madre: las reglas de mi Orden me prohíben contar lo que el Precioso me ha dicho. El lama Mingyar Dondup me ha encargado traerte esta bolsa con hierbas y ofrecerte el pañuelo del saludo.

– Honorable lama -dijo-, estas señoras vienen desde muy lejos para escuchar de tus labios lo que sucede en la Casa del Más Profundo. ¿Es verdad que lee revistas indias? ¿Y es cierto que tiene un cristal por el que mira y puede ver a través de los muros de nuestras casas?

– Señora -respondí-, sólo soy un pobre lama médico recién llegado de una larga excursión por las montañas. No soy el más indicado para hablar de lo que hace el jefe de todos nosotros. Sólo he venido como mensajero.

Una joven se acercó a mí y me dijo:

– ¿No te acuerdas de mí? ¡Soy Yaso!

A decir verdad, apenas podía reconocerla, pues se había desarrollado mucho y ¡estaba tan cubierta de adornos! Nueve mujeres eran demasiada complicación para mí. A los hombres sabía cómo tratarlos, pero las mujeres me desconcertaban. Me estaban mirando como si yo fuera un jugoso manjar y ellas unos hambrientos lobos de las llanuras. Sólo había una solución sensata: la retirada -Honorable madre, he entregado mi mensaje y debo regresar a mis deberes. He estado enfermo y tengo mucho que hacer.

Hice una inclinación, me volví y me retiré lo más dignamente que pude.

El mayordomo había vuelto a su trabajo y uno de los criados me sacó el caballo.

– Ayúdame a montar y ten cuidado porque hace poco que me partí un brazo y un hueso del hombro y no me puedo manejar solo.

El criado abrió la puerta y emprendí la marcha en el momento en que mi madre salía al balcón y me gritaba algo. El caballo blanco torció a la izquierda para que pudiéramos ir en el sentido de las manecillas del reloj por la carretera circular de Lingkhor. Fui lo más lentamente posible, pues no quería regresar tan pronto.

Una vez de nuevo en nuestra lamasería, me presenté al lama Mingyar Dondup. Me miró fijamente.

– Pero, Lobsang, ¿acaso te han perseguido por la ciudad todos los fantasmas errantes? Traes cara de asustado.

– Imagínate, Maestro. Mi madre tenía allí a todas sus amigas esperando que les contase todo lo que yo supiera del Más Profundo y todo lo que me dijo cuando hable con El. Entonces le dije que las reglas de la Orden me prohibían contarlo. Y me escapé mientras aún era tiempo. ¡Qué horror, tantas mujeres con la vista clavada en mí!

Mi Guía se rió a carcajadas, y cuanto mayor era mi gesto de asombro, más se reía.

– El Dalai Lama quería saber si te habías adaptado de verdad a nuestra vida o si aún echabas de menos tu casa.

La vida lamástica había trastornado mis valores sociales y las mujeres me resultaban ya criaturas extrañas (y aún lo siguen siendo para mí).

– Mi casa es ésta. No, no quiero volver a la Casa de mi Padre. Me produce un grandísimo malestar ver a todas esas mujeres pintadas, con tantas cosas en el cabello y mirándome como un carnicero puede mirar a un cordero. Además, chillan como condenadas; y -bajé la voz hasta un mu rmullo – ¡qué horribles son sus colores astrales! ¡Sus auras son espantosas!

En fin, Honorable lama Guía, no hablemos de esto.

Durante varios días me estuvieron gastando bromas sobre mi visita.

Me decían: «¡ Parece mentira, Lobsang, dejarte asustar por unas cuantas mujeres!» O bien: «Lobsang, tienes que ir a casa de tu Honorable Madre porque da una fiesta y necesita que sus amigas se entretengan.» A la mañana siguiente me dijeron que el Dalai Lama tenía un gran interés en verme de nuevo y había dispuesto que me enviaran a mi casa cuando mi madre d ie ra una de sus numerosas fiestas de sociedad. Nadie obstaculizaba las decisiones del Más Profundo. Todos le queríamos, no sólo como dios en la tierra, sino como el verdadero hombre que era. Desde luego tenía un carácter un poco fuerte, pero también era fuerte el mío y nunca dejaba que sus gustos personales interfiriesen en sus deberes de Estado. Ni se irritaba más de unos minutos seguidos. Era la Cabeza suprema del Estado y de la Iglesia.

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