CAPÍTULO CUARTO. A LAS PUERTAS DEL TEMPLO.

La carretera conducía directamente a la lamasería de Chakpori, el Templo de la Medicina Tibetana. ¡Qué dura escuela había de ser ésta! Anduve aquellos kilómetros mientras la luz del día se hacía más intensa. A la puerta del recinto exterior encontré a otros dos niños que también pedían entrada. Nos miramos con curiosidad y me atrevo a asegurar que a ninguno de nosotros le preocupó mucho lo que vio en los otros dos. Pensábamos que teníamos que ser sociables si queríamos aliviar en algo la dureza del tratamiento a que nos someterían.

Estuvimos algún tiempo llamando a la puerta tímidamente, pero nadie respondió. Entonces uno de los otros dos se agachó, cogió una piedra de buen tamaño y la arrojó con fuerza. Hizo el suficiente ruido para que se presentara en seguida un monje blandiendo un bastón que nuestro espanto veía tan largo como un arbolillo.

– ¿Qué queréis, diablejos? -exclamó -. ¿Acaso creéis que no tengo nada que hacer sino abrir la puerta a unos críos como vosotros?

– Queremos ser monjes -repliqué.

– Más me parecéis unos monos que unos monjes. Bueno, esperad aquí y no os mováis. El Maestro de los Acólitos os verá cuando pueda.

Cerró de un portazo y casi deja en el sitio a uno de los chicos que se había acercado imprudentemente. Nos sentamos en el suelo, cansados. La gente entraba y salía del monasterio. Nos llegaba un agradable olor a comida a través de un ventanuco produciéndonos un verdadero suplicio, ya que teníamos un hambre terrible. Por fin se abrió la puerta con violencia y un hombre alto y de extremada delgadez apareció en el umbral.

– ¡Vamos a ver -rugió- qué quieren estos miserables vagabundos!

– Queremos ser monjes -dijimos a coro.

– ¡Qué pena! -exclamó-. ¡Qué basura nos mandan ahora!

Nos hizo señal de que entrásemos en el recinto amurallado que formaba el perímetro de la lamasería. Nos preguntó quiénes éramos y por qué íbamos allí. Comprendimos sin dificultad que no nos daba la menor importancia.

A uno de mis compañeros, hijo de un pastor, le dijo:

– Entra, y si sales bien de tus pruebas podrás quedarte.

Y al otro:

– Y tú, chico, ¿dijiste que eras hijo de un carnicero? ¿Un cortador de carne? ¿Un transgresor de las leyes de Buda? ¿Y te atreves a pisar este suelo?

Márchate corriendo si no quieres que vaya detrás de ti dándote latigazos por todo el camino.

El desgraciado olvidó su cansancio y salió disparado mientras el mo nje le seguía amenazando. Sus pies apenas tocaban el suelo.

Me quedé solo. Mal empezaba mi séptimo aniversario. El monje me miró feroz y casi estuve a punto de desmayarme de puro miedo. Levantó su bastón como para pegarme.

– Y tú, ¿qué me has dicho que eres…? ¡Ajá, un joven príncipe que quiere entrar en religión! Primero tenemos que ver de qué madera estás hecho. Aquí no hay sitio para los príncipes enclenques y mimados. Ahora mis mo vas a dar cuarenta pasos hacia atrás y te sentarás en actitud contemplativa hasta que yo te avise. Pero, óyeme bien: no moverás ni siquiera los párpados.

Pronunciadas estas sobrecogedoras palabras, se volvió bruscamente y se marchó. Con gran tristeza recogí mi paquetito y anduve cuarenta pasos de espaldas. Me arrodillé y luego me senté con las piernas cruzadas como me habían ordenado. Así me pasé todo el día, absolutamente inmóvil. El viento me azotaba formando montoncitos de tierra en las palmas de mis manos, que mantenía vueltas hacia arriba. La tierra, además, se apilaba sobre mis hombros y se metía entre mis cabellos. Cuando el sol empezó a ponerse, el hambre me torturaba ya de un modo insoportable y la sed me resecaba la garganta. Desde el amanecer no había probado alimento ni bebida.

Con gran frecuencia pasaban monjes que ni siquiera me miraban. Los perros vagabundos se paraban a olisquearme con curiosidad, pero todos se marchaban sin molestarme. Pasó un grupo de niños y uno de ellos me arrojó una piedra que me dio en un lado de la cabeza causándome una herida.

Me brotó la sangre, pero ni siquiera me moví. La idea de un fracaso me espantaba.

Porque si fracasaba en esta prueba mi padre no me dejaría entrar más en casa y no tenía adónde ir ni hubiera sabido qué hacer para ganarme la vida. Así que no tenía más remedio que permanecer inmóvil como una estatua, con todo el cuerpo dolorido y con las articulaciones anquilosadas.

El sol se escondió detrás de las montañas y el cielo se oscureció. Empezaron a brillar estrellas en la negrura del cielo, y a través de las ventanas de la lamasería vi como se encendían miles de lamparillas. Soplaba un viento helado que silbaba en las hojas de los sauces y empezaron a rodearme todos estos misteriosos sonidos que forman la extraña música de la noche.

Continué inmóvil y no sólo por el miedo que tenía a moverme y a las consecuencias de un fracaso, sino porque estaba ya tan anquilosado que no podía moverme. Por fin oí el suave ruido de las sandalias de los monjes que se acercaban por el sendero enarenado. Luego comprendí que eran los pasos de un solo hombre, de un anciano que avanzaba a tientas por la oscuridad arrastrando los pies. Apareció ante mí una silueta, la de un anciano monje retorcido como un árbol muy viejo. Le temblaban las manos, cosa que me preocupó porque estaba derramando el té que me traía. En la otra mano llevaba una escudilla de tsampa. Me entregó las dos cosas. Al principio no pude moverme para cogerlas. Adivinándome el pensamiento, dijo:

– Tómate esto, hijo mío, porque durante las horas de oscuridad se te permite que te muevas.

Bebí el té y pasé la tsampa a mi propia escudilla. El monje siguió hablándome:

– Ahora duerme, pero en cuanto lance el sol sus primeros rayos vuelve a tomar la misma posición porque es ta es una prueba, hijo mío, y no la caprichosa crueldad que puedes creer. Solamente aquellos que triunfen en esta prueba podrán ingresar en nuestra Orden y aspirar a sus más elevados puestos.

El anciano recogió la taza y la escudilla y se marchó. Me puse en pie y estiré las piernas; luego me eché de lado y acabé de comerme la tsampa.

Estaba cansadísimo. Me apresuré a buscar una depresión del suelo para acomodar en ella la cadera y, colocando debajo de la cabeza como almohada mi túnica de repuesto enrollada, intenté dormirme.

Mis siete años no habían sido fáciles. Ni por un solo momento dejó mi padre de aplicarme las normas más férreas, pero aún así, ésta era la primera noche que pasaba fuera de casa y había permanecido el día entero inmóvil, hambriento, con una sed terrible. Todo había de parecerme forzosamente agradable en contraste con estas penalidades. No tenía idea de lo que pudiera traerme el día siguiente, ni qué más exigirían de mí. Ahora tenía que dormirme solo bajo un cielo frío, aterrorizado por las tinieblas y angustiado por el futuro inmediato.

Me parecía que acababa de cerrar los ojos cuando me despertó el toque de una trompeta. Al abrir los ojos vi que era el falso amanecer con la primera luz del ya cercano día reflejada en el cielo por detrás de las montañas.

Sobresaltado, me incorporé y volví a adoptar la actitud contemplativa sentado con las piernas cruzadas. Poco a poco fue animándose el monasterio.

Poco antes tenía el aspecto de una ciudad dormida, una masa inerte.

Luego empezó a respirar suavemente y a agitarse con pequeños movimientos como cuando una persona se despierta. Minutos después era ya un murmullo que se fue transformando en un fuerte zumbido como el de un enjambre de abejas en el calor del verano. De vez en cuando se oía alguna trompeta, como el chillido de un pájaro distante, o sonaba el bajo ronquido de una caracola que me recordaba a las ranas llamándose unas a otras en el pantano. Al aumentar la claridad vi pasar grupos de cabezas afeitadas, por detrás de las abiertas ventanas, aquellas ventanas que a la luz del crepúsculo matutino parecían las cuencas vacías de una monda calavera.

A medida que el día avanzaba se me iban poniendo rígidas las articulaciones, pero no me atrevía a moverme. Luchaba denodadamente contra el sueño, porque si me movía y fracasaba en mi prueba, no tendría adónde ir ni de qué vivir. Mi padre había dicho bien claro que si no me aceptaban en la lamasería, tampoco me admitiría él en casa. Pequeños grupos de monjes salían de los diversos edificios dirigiéndose a cumplir con sus misteriosas funciones. Pasaban niños que a veces me lanzaban puñados de tierra y piedrecitas o me insultaban groseramente. Pero mi inmovilidad acababa cansándolos y se alejaban. Otra vez, al anochecer, empezaron a encenderse las lámparas y de nuevo vi aparecer las estrellas, ya que la luna se levantaba tarde. Solíamos decir que en esos días la luna era joven y no podía viajar con rapidez.

Un nuevo temor aumentaba mis sufrimientos: ¿me habrían olvidado?

¿Era una nueva prueba, la de que me pasara sin té ni tsampa más de un día?

Hacía más de veinticuatro horas que no había probado alimento alguno y ni una sola gota de líquido. De pronto algo despertó en mí la esperanza y tuve que contenerme para no ponerme de pie de un salto. Sonaba un ruido por el sendero, como de pasos. Pero pronto vi que era un enorme mastín negro que arrastraba algo. Ni siquiera se fijó en mí, sino que continuó con su misión nocturna. Se me hundió la poca esperanza que tenía. Estaba a punto de llorar. Me repetía continuamente a mí mismo que esa debilidad la tenían sólo las niñas y las mujeres.

Por fin oí claramente que se acercaba el anciano monje. Esta vez me trató aún con más benevolencia.

– Aquí tienes comida y bebida, hijo mío, pero todavía no ha llegado el final. Aún te queda mañana y haz todo lo posible por no moverte, pues la mayoría fracasan en el último instante.

Con estas palabras se volvió y se alejó. Mientras me hablaba me bebí el té y comí la tsampa que había pasado a mi escudilla. Después me tumbé tan incómodamente como la noche anterior y dándole vueltas en mi cabeza a todo aquello, en mi insomnio llegué a la conclusión de que era una gran injusticia que me obligasen a sufrir tanto, ya que no deseaba en absoluto ser monje de ninguna secta. Me habían colocado en una situación en que me era tan difícil elegir como un animal de carga al que hacen pasar por una estrecha senda al borde de un precipicio. Por fin me dormí.

Al día siguiente, que era el tercero, y mientras persistía en mi inmovilidad contemplativa, noté que había aumentado mi debilidad hasta el punto de sentir mareos. Los edificios que tenía ante mí flotaban en una neblina en que se mezclaban las ventanas, los colores, las montañas y los monjes. Con un tremendo esfuerzo pude superar este ataque de vértigo. Me aterraba la perspectiva de un fracaso después de lo mucho que había resistido. El suelo pedregoso en que estaba sentado me parecía lleno de cuchillos que me destrozaban la parte más delicada de mi piel. En uno de los escasos momentos de buen humor (fomentados por mí conscientemente para darme ánimos) pensé en la gran suerte que había tenido de no ser una gallina, incubando huevos, porque entonces tendría que haberme pasado mucho más tiempo sentado de aquel modo.

Me parecía que el sol no se movía; el día era interminable, pero llegó por fin el crepúsculo. El viento de la tarde jugaba con una pluma que cerca de mí había dejado caer un pájaro. Una vez más empezaron a encenderse las lucecitas, una tras otra, en las ventanas. «Ojalá muera esta noche – pensé-; porque esto no podré seguir resistiéndolo.» Y en aquel preciso instante apareció ante mí el Maestro de los Acólitos.

– ¡Ven muchacho! -me dijo. Intenté levantarme, pero sólo conseguí caerme de bruces, de cara al suelo-. ¡Muchacho, si quieres descansar, te pasarás ahí otra noche! No puedo esperar más.

Me apresuré a coger mi paquete y conseguí dar unos pasos vacilantes hacia el Maestro de los Acólitos.

– Entra -me dijo-. Atiende al servicio nocturno, y ya me verás por la mañana.

Dentro hacía una temperatura agradable y el olor del incienso me reconfortaba.

Mis sentidos, aguzados por el hambre, me indicaban que había comida cerca; de modo que seguí a un numeroso grupo de monjes que se dirigía hacia la derecha. Así llegué hasta la comida: tsampa y té con manteca.

Me abrí paso hasta la primera fila, como si ya tuviera toda una vida de práctica. Los monjes trataban de agarrarme por la coleta, pero fallaban y no consiguieron impedir que me colase por entre sus piernas. La comida t iraba de mí con una fuerza irresistible.

En cuanto comí un poco me sentí algo mejor y seguí a los monjes, que se dirigían al templo para el servicio nocturno. Me encontraba demasiado cansado para saber lo que hacía, pero nadie se fijó en mí. Cuando se alejaron los monjes me eché detrás de una columna gigantesca y allí, sobre el suelo de piedra y con mi lío debajo dela cabaeza, me quedé profundamente dormido.

Un estampido horroroso, como si me hubiera estallado la cabeza, y un griterío.

– ¿Un chico nuevo, es un hijo de nobles! ¡Vamos a colgarlo! Uno de los acólitos agitaba como una bandera la túnica que me había quitado de debajo de la cabeza y otro tenía mis botas de fieltro. Me tiraron a la cara unos puñados de tsampa. No quedó uno de ellos que no me atizara puñetazos y patadas a granel, pero no me resistí, creyendo que aquello sería una nueva prueba para ver si obedecía la decimosexta de las Leyes que ordenaba:

«Soporta los sufrimientos y las desgracias con paciencia y humildad.» De pronto se oyó un potente grito y esta pregunta:

– ¿Qué pasa ahí?

Los chicos murmuraron, aterrados:

– ¿Es el viejo Sacudehuesos, que está de ronda!

Mientras me quitaban la tsampa de los ojos, se me acercó el Maestro de los Acólitos y me hizo levantar tirándome de la coleta:

– ¡Cobarde! ¿Y tú eres el que quiere ser uno de nuestros futuros dirigentes?

¡Bah, toma, para que aprendas! -Y me atizó una serie de golpes infinitamente más dolorosos que los que acababan de darme los acólitos-.

¡Desgraciado, cobardón; ni siquiera intentas defenderte!

Aquella paliza no tenía trazas de acabarse. Recordé las palabras del viejo Tzu cuando se despidió de mí: “(Recuerda todo lo que te he enseñado”

Inmediatamente y casi sin saber lo que hacía le apliqué al monje una pequeña presión que Tzu me había enseñado. El Maestro, cogido por sorpresa, lanzó un grito de dolor y pasando por encima de mi cabeza cayó de bruces contra el suelo de piedra, despellejándose la nariz mientras se deslizaba, hasta que le inmovilizó el choque de su cabeza con una columna de piedra. Se oyó claramente este ruido: jonk. «Ahora sí que me matan – pensé-; ya se acabaron todas mis preocupaciones.”

Parecía como si todo el mundo se hubiera inmovilizado. Los demás chicos contenían la respiración, horrorizados. El huesudo monje se levantó por fin. Su alta estatura parecía aún más imponente. Le brotaba sangre de la nariz. Pero, con gran asombro por mi parte, sus rugidos eran ahora de risa:

– ¿Quién eres tú, jovencito: un gallito de pelea o una rata acorralada?

Eso es lo que vamos a averiguar.

Se volvió hacia el grupo de los chicos y señalando a un muchacho de catorce años, alto y desgarbado, le dijo:

– Tú, Ngawang, que eres el gran matón de esta lamasería, procura demostrar que el hijo de un carretero vale más que el hijo de un príncipe cuando se trata de luchar.

Por primera vez me sentí agradecido a Tzu, el viejo monje- policía. En los días de su juventud había sido campeón de judo de Kham. 1 Me había enseñado, como él decía, “todo lo que sabía”. Había tenido yo que luchar con hombres adultos y puedo asegurar que en esta científica lucha, en que no cuentan la fuerza ni la edad, había llegado a ser uno de los mejores.

Ahora, al saber que todo mi futuro dependía del resultado de esta lucha, me sentía muy seguro de mí mismo.

Ngawang era un muchacho fuerte, pero de movimientos muy desgarbados.

Comprendí en seguida que estaba acostumbrado a luchar de un modo directo para sacarle el mayor partido posible a su fuerza física. Se lanzó contra mí intentando inmovilizarme. Pero gracias a Tzu y al entrenamiento a que me había sometido, sabía muy bien qué hacer. En el momento en que Ngawang llegó a donde yo estaba, me aparté un poco y le retorcí ligeramente el brazo. Entonces se resbaló, dio media vuelta y acabó cayendo de cabeza. Estuvo unos minutos gimiendo en el suelo, pero en seguida se levantó de un salto y se lanzó de nuevo contra mí. A la vez que él hacía este movimiento, me tiraba yo al suelo y le retorcía una pierna. Esta vez cayó sobre su hombro izquierdo. Pero tampoco esta vez se dio por vencido. Tras unos pasos vacilantes saltó hacia un lado, agarró un pesado incensario y empezó a imprimirle velocidad, agarrándolo por las cadenas. Esta arma es de difícil manejo; demasiado pesada y muy fácil de evitar. Mientras él se disponía a arrojarme el incensario corrí a meterme debajo de sus brazos y le apreté levemente con un dedo en la base del cuello, tal como Tzu me había enseñado. El efecto fue fulminante. Como una roca desde lo alto de una montaña cayó Ngawang después de haber soltado el incensario, que estuvo a punto de matar a algunos de los monjes y chicos que contemplaban la pelea.

Mi rival se pasó casi media hora en absoluta inconsciencia. El “toque”

especial que yo le había aplicado se usa frecuentemente para liberar del cuerpo al espíritu y facilitarle un buen viaje astral y para otros fines semejantes.

1 El sistema tibetano es diferente y más avanzado de loqueen el mundo suele conocerse por ajudo»; pero lo llamo así en este libro porque ci nombre tibetano nada significa para los lectores occidentales.

El Maestro de los Acólitos se me acercó, me dio una palmada en la espalda que casi me tiró al suelo e hizo esta afirmación que casi parecía una contradicción:

– Niño, eres un hombre.

A esto repliqué con unas palabras que podrían haber parecido desvergonzadas:

– Entonces, ¿tengo derecho a comer algo, señor? Apenas he comido en estos últimos días.

– Hijo mío, come y bebe cuanto quieras y luego le dirás a cualquiera de éstos, pues a partir de ahora eres el jefe de ellos, que te lleve adonde yo estoy.

El anciano monje que me había dado de comer y beber durante mi prueba vino a hablarme:

– Hijo mío, has hecho muy bien dándole su merecido a NgaWang, que era el matón de los acólitos. Ahora ocuparás su lugar y dirigirás a tu grupo con amabilidad y compasión. Te han enseñado bien. Procura utilizar bien tus conocimientos y no los pongas al servicio de malos fines. Ven conmigo y te daré comida y bebida.

El Maestro de los Acólitos me acogió con toda amabilidad cuando fui a su habitación:

– Siéntate, muchacho, siéntate. Tengo que ver ahora si tus proezas en la educación están a la altura de tus facultades físicas. Te prevengo que haré todo lo posible para cogerte en falta; así que mucha atención.

Me hizo un gran número de preguntas, orales unas, y otras por escrito.

Durante seis horas estuvimos sentados uno frente a otro en los almohadones hasta que por fin el Maestro se dio por satisfecho. Se puso en pie y me dijo:

– Muchacho, sígueme. Voy a llevarte ante la presencia del Abad. Es una hora impropia, pero ya sabrás por qué vamos ahora.

Le seguí por los anchos corredores. Dejamos atrás las oficinas, los templos interiores y las escuelas. Subimos unas escaleras, recorrimos aún más pasillos, dejamos a un lado los Vestíbulos de los Dioses y los almacenes de hierbas. Aún más escaleras, hasta que por fin salimos a la terraza y nos dirigimos hacia la casa del señor Abad, que estaba edificada sobre ella.

Cruzando la puerta de oro, dejando atrás al Buda de oro y dando la vuelta al Símbolo de la Medicina, entramos por fin en la habitación particular del Abad.

– Inclínate, muchacho, inclínate y haz lo que yo haga -me dijo el Maestro en voz baja; y luego, dirigiéndose al Abad-: Señor, aquí está el muchacho llamado Martes Lobsang Rampa.

Una vez pronunciadas estas palabras, el Maes tro de los Acólitos se inclinó tres veces y luego se postró en el suelo. Yo hice igual, poniendo una atención desesperada para hacerlo todo acertadamente.

El impasible Abad nos miró y dijo:

– Sentaos.

Así lo hicimos. Nos instalamos en los almohadones a la manera tibetana.

El Abad se pasó un gran rato mirándonos fijamente, si hablar. Luego dijo:

– Martes Lobsang Rampa, estoy enterado de todo lo que han predicho sobre ti. Tu prueba de resistencia ha sido dura, pero por un buen motivo.

Este motivo lo conocerás dentro de algunos años. Ahora debe bastarte saber que de cada mil monjes, solamente uno está dotado para las altas empresas, para alcanzar el más completo desarrollo espiritual. Los demás se limitan a desempeñar su tarea diaria. Son obreros manuales, los encargados de hacer girar los molinillos de las preces sin preguntarse el por qué. De ésos no nos faltan; en cambio, escasean los que sean capaces de preservar nuestra sabiduría cuando, dentro de un cierto número de años, se cierna sobre nuestro país una nube extranjera. Tú serás educado especialmente. Te someteremos a una preparación intensiva, y dentro de pocos años habrás adquirido más conocimientos de los que logra tener un lama normalmente en toda su vida. El Camino será muy difícil y con frecuencia doloroso. Forzar la clarividencia cuesta muchos sufrimientos y para viajar por los planos astrales se requieren nervios inalterables y una voluntad tan dura como una roca.

Escuché con todos mis sentidos. Todo aquello me parecía demasiado difícil. Desde luego no me creía capaz de semejante energía. El Abad prosiguió:

– Aprenderás aquí la medicina y la astrología. Te ayudaremos con todos nuestros medios. También serás iniciado en las artes esotéricas. Tu camino figura ya en el mapa que te corresponde, Martes Lobsang Rampa.

Aunque sólo tengas siete años de edad, te hablo como a un hombre, pues como hombre te han educado.

Inclinó la cabeza y el Maestro de los Acólitos se levantó e hizo una profunda reverencia. Yo le imité y salimos juntos. Hasta que no estuvimos de nuevo en su habitación, no rompió el Maestro el silencio.

– Muchacho, tendrás que trabajar agotadoramente y de un modo incesante.

Pero te ayudaremos cuanto podamos. Ahora voy a hacer que te afeiten la cabeza.

En el Tíbet, cuando un muchacho ingresa en la vida monacal le afeitan la cabeza dejándole un solo mechón. Este mechón se lo quitan cuando le imponen su «nombre sacerdotal” y pierde el suyo de familia; pero de todo esto hablaremos más adelante.

El Maestro de los Acólitos me condujo, haciéndome recorrer tortuosos pasillos, a una pequeña habitación: la «peluquería».

Allí me ordenaron sentarme en el suelo.

– Tam-chü -dijo el Maestro-, aféitale la cabeza a este niño. Quítale también el mechón del nombre porque se lo vamos a imponer inmediatamente.

Tam-chó se inclinó, me agarró la coleta con la mano derecha y la levantó verticalmente, diciendo:

– ¡Vaya muchacho, qué magnífica coleta tienes! ¡Qué bien engrasada y cuidada! Da gusto cortarla.

Sacó no sé de dónde unas tijeras grandes de las que se emplean para el jardín y gritó:

– Tishe, ven acá y sostén esta coleta.

Tishe, el ayudante del peluquero, llegó corriendo y me sostuvo la coleta tiesa tirando tan fuerte de ella que estuvo a punto de levantarme en vilo.

Con la lengua fuera y emitiendo extraños gruñidos manipuló Tam-chó aquellas enormes tijeras, deplorablemente romas, hasta que logró cortarme la coleta, pero esto no era más que el principio. El ayudante trajo un cacharro con agua caliente, tan caliente que me hizo tirarme al suelo cuando me la echó por la cabeza.

– ¿Qué te pasa, chico? ¿Te he quemado?

Le dije que sí, y procuró tranquilizarme:

– Eso no tiene importancia, así me será mucho más fácil afeitarte la cabeza.

Cogió una navaja de afeitar de tres filos, instrumento muy parecido al que teníamos en casa para raspar los suelos de madera. Al cabo de lo que me pareció una eternidad quedó mi cabeza tan lisa como una piedra.

– Ven conmigo -me dijo el Maestro. Me condujo a su habitación y me enseñó un libro-. Vamos a ver, ¿cómo te llamaremos?

– Estuvo murmurando algo entre dientes y de pronto exclamó-:

Ya está, de ahora en adelante te llamarás Yza-mig -dmar-Lah-lu. Sin embargo, en este libro seguiré usando el nombre de Martes Lobsang Rampa, porque es más fácil para el lector occidental. Me sentía tan desnudo como un huevo recién puesto mientras me llevaron a una clase. Con la magnífica educación que me ha bían dado en casa me pusieron en la clase de los acólitos de diecisiete años. Me sentía como un enano entre gigantes.

Mis compa ñeros me habían visto vencer a Ngawang, de manera que no me molestaron. Todo fue muy bien y no hubo más que un incidente con un grandullón estúpido que se puso detrás de mí y me frotó el cuero cabelludo, que aún tenía muy dolorido. Para mí fue un asunto muy sencillo. Le metí los dedos por las junturas de los codos y le hice dar alaridos de dolor. Tzu me había enseñado muchos recursos infalibles como aquél. Todos los instructores de judo a quienes hube de conocer más adelante conocían a Tzu y todos ellos decían que era el mejor luchador de judo de todo el Tíbet. No volvió a molestarme ningún muchacho. Nuestro profesor, que estaba vuelto de espaldas cuando el grandullón me frotó la cabeza, se dio cuenta en seguida de lo que estaba sucediendo. Se rió tanto que no pudo continuar la clase.

Eran casi las ocho y media de la tarde y nos quedaban tres cuartos de hora antes del servicio religioso, que empezaba a las nueve y cuarto. Pero me duró poco la alegría. Cuando salimos de la clase me hizo señas un lama.

Me acerqué a él y me dijo:

– Ven conmigo.

Le seguí, preguntándome qué nuevo fastidio me estaba reservado. Me llevó a una sala de música donde había veinte niños recién ingresados como yo. Tres músicos estaban sentados ante sus instrumentos: uno ante un tambor, el otro con una caracola y el tercero con una trompeta de plata. Dijo el lama:

– Cantaremos para probar vuestras voces y ver los que sirven para el coro.

Los músicos tocaron un aire muy conocido para que todos pudiéramos cantarlo. El maestro de música, en cuanto empezamos a cantar, hizo un gesto de estupefacción que se convirtió en una mueca de pena. Levantó ambos brazos y gritó:

– ¡ Ya basta; esto no podrían resistirlo ni los propios dioses! Emp ezad de nuevo, pero ahora cantad en serio.

De nuevo empezamos y otra vez nos interrumpió. Esta vez el maestro de música se dirigió a mí:

– Niño, ¿te quieres burlar de mí? Los músicos van a tocar ahora para que cantes tú solo.

De nuevo empezó a sonar la música y yo a cantar. Pero no tardó en mandarme callar el maestro, que me dijo, frenético:

– Martes Lobsang, entre tus talentos no se incluye la música. En los cincuenta y cinco años que llevo aquí nunca he oído a nadie que cantase tan mal. A la hora en que demos clase de música te dedicarás a estudiar otras cosas. Durante los servicios religiosos no cantarás, porque si no, estropearías los coros mejor conjuntados. ¡Vete de aquí, enemigo de la música!

Me estuve paseando hasta que las trompetas anunciaron que había llegado la hora del último servicio religioso. ¿Era posible que la noche anterior hubiera entrado yo en la lamasería? Me parecía que llevaba allí una eternidad. Tenía la sensación de estar flotando en el vacío o andando en sueños y sentía un hambre horrorosa. Más valía así, pues si hubiera comido me habría dormido al instante. Alguien me agarró por la túnica y me levantó en volandas. Un gigantesco lama, de cara simpática, me levantaba hasta su hombro y me decía:

– Vamos, chico, que llegarás tarde al servicio y te la vas a ganar. Debes saber que si llegas tarde te quedarás sin cenar y te sentirás tan vacío como un tambor. -Entró en el templo llevándome aún en alto y se sentó detrás de los niños. Con todo cuidado me colocó en un almohadón frente a él-: No apartes tu vista de mí y pronuncia las mismas respuestas que yo, pero cuando cante… ¡ja, ja!… estáte calladito.

Le agradecí mucho su ayuda. ¡Había recibido tan pocas muestras de amabilidad! Hasta entonces todo me lo habían en señado a gritos o a golpes.

Debí de adormilarme porque de pronto me di cuenta con un sobresalto de que había terminado el servicio religioso y el gran lama me había llevado dormido al refectorio y me había puesto delante una taza de té, tsampa y unas verduras hervidas.

– Come, muchacho, y vete luego a la cama. Ya te enseñaré dónde dormirás. Esta noche puedes dormir hasta las cinco de la mañana y luego ven a verme.

Estas palabras fueron las últimas que oí hasta que a las cinco de la mañana me despertó con gran dificultad un chico que me había tratado con simpatía el día anterior. Vi que me hallaba en una habitación muy espaciosa echado sobre tres almohadones.

– El lama Mingyar Dondup me ha encargado que te despierte a las cinco -me dijo el muchacho.

Me levanté y apilé los almohadones contra la pared como vi que habían hecho los otros. Mis compañeros salían y el que me había despertado añadió:

– Tenemos que darnos prisa para desayunar y luego he de llevarte ante el lama Mingyar Dondup.

Me estaba acostumbrando a vivir allí, pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que estuviese a gusto ni que deseara continuar en la lamasería. Sin embargo, pensaba que, como no tenía opción, lo mejor que podía hacer era no complicarme aún más la vida.

Durante el desayuno, el Lector estuvo recitando algo de uno de los ciento doce volúmenes del Kan-gyur, o sea, las Escrituras budistas. Debió de comprender que yo estaba distraído porque, interrumpiéndose, me riñó:

– ¡A ver, ese chico nuevo! Qué acabo de decir? Dímelo en seguida.

– Señor, dijo usted: «Ese chico no está escuchando, le daré su merecido» -contesté inmediatamente y casi sin saber lo que decía. Todos se rieron y hasta el Lector sonrió, cosa rara, y aclaró que me había preguntado por el texto de las Escrituras, pero que por esta vez me perdonaba.

Durante todas las comidas los Lectores permanecen ante un atril, donde tienen abiertos los libros sagrados y leen en ellos. Los monjes no pueden hablar durante las comidas ni pensar en el alimento que están tomando. Se considera esencial que ingieran los sagrados conocimientos a la vez que la comida. Todos estábamos sentados en los almohadones, y la mesa que teníamos ante nosotros era de medio metro de altura. No se nos permitía hacer ruido alguno a la hora de comer y se nos prohibía rigurosamente apoyar los codos sobre la mesa.

Desde luego, la disciplina era férrea en Chakpori. Este nombre significa Montaña de Hierro. En la mayor parte de las lama serías había poca disciplina, ni siquiera una rutina. Los monjes podían trabajar u holgar, como quisieran. Quizás uno de cada mil deseara progresar, y éstos eran los únicos que llegaban a ser lamas, pues lama significa «superior» y esta palabra no se puede aplicar a todos los monjes. En cambio, en nuestra lamasería la disciplina era ferozmente estricta, íbamos a ser especialistas, dirigentes de nuestra clase, y se consideraba que para nosotros eran esenciales el orden y la disciplina más severos. A los muchachos no se nos permitía usar los hábitos blancos normales en los acólitos, sino que debíamos llevar las ropas rojas oscuras de los monjes admitidos. También teníamos unos monjescriados que se ocupaban en las funciones domésticas de la lamasería. A nosotros mismos se nos obligaba a ocuparnos por turno en las tareas domésticas.

Con ello se procuraba que no nos exaltásemos demasiado. Teníamos que recordar siempre el viejo mandato budista:

“Como tú eres el ejemplo, haz sólo el bien de los demás y no lescauses daño alguno. Ésta es la esencia de la enseñanza de Buda.”

Nuestro Abad, el larna Cham-pa La, era tan severo como mi padre y exigía una obediencia ciega e instantánea. Uno de sus dichos favoritos era:

«La lectura y la escritura son las puertas de todas las buenas cualidades»; de manera que nos hartamos de leer y de escribir.

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