CAPÍTULO TERCERO. ÚLTIMOS DÍAS EN MI CASA.

En casa había aún gran actividad. El té se consumía en cantidades increíbles y los alimentos empezaron a desaparecer de nuevo cuando los invitados que se quedaban a pasar la noche creyeron conveniente fortalecerse para el sueño. Todas las habitaciones estaban ocupadas y no había sitio para mí. Así, vagaba yo por mi casa, desconsolado, sin saber qué hacer.

Cuando encontraba algo por el suelo le daba un puntapié, pero ni aun así me venía la inspiración. Nadie se fijaba en mí. Los invitados estaban cansados y felices, y los criados, cansados e irritables. Me dije: "Los caballos son más sensibles. Me iré a dormir con ellos.”

En las cuadras había un calorcillo muy agradable. El forraje estaba suave, pero yo no lograba conciliar el sueño. Cada vez que me adormilaba se acercaba algún caballo a olerme o me despertaba un súbito ruido de la casa. Poco a poco se fueron callando todos allá arriba. Me incorporé y vi por la ventana cómo se iban apagando las luces, una tras otra, hasta no quedar más que la fría luz azul de la luna reflejada vivamente por las mo ntañas cubiertas de nieve. Los caballos se habían dormido, unos en pie y otros tumbados de costado. También yo conseguí dormirme. A la mañana siguiente me despertó una sacudida y una voz que me decía: "Levántate, Martes Lobsang. Tengo que sacar los caballos y me estorbas." Así que me levanté y entré en la casa en busca de comida. Había mucho movimiento.

Los rezagados se preparaban para partir y mamá revoloteaba de un grupo a otro para aprovechar bien la charla de última hora. Mi padre discutía con un amigo sobre las mejoras que quería introducir en la casa y en los jardines.

Le decía que pensaba importar cristal de la India para encristalar las ventanas. En el Tíbet no había cristal, y traerlo de la India costaba muchísimo.

Las ventanas tibetanas tienen marcos sobre los cuales se extiende un papel encerado y translúcido, pero no transparente. Por fuera, las ventanas estaban protegidas por unos gruesos postigos de madera cuya finalidad no era tanto impedir la entrada de los ladrones como evitar la entrada en la casa de la arena arrastrada por los fuertes vientos. Esta arenilla (a veces también arrastraba piedrecillas) rasgaba las ventanas de papel no protegidas por postigos. Y también causaba arañazos y pequeñas heridas en caras y manos; así que en la época de los vendavales, los viajes resultaban muy peligrosos. La gente de Lhasa solía vigilar temerosa el Pico, y cuando se cubría repentinamente con una neblina negra, todos corrían a refugiarse antes de que les azotara este viento cargado de cortante arenilla y grava. Y no sólo estaban alerta los seres humanos, sino también los animales. No era raro ver a los caballos y a los perros adelantarse a hombres, mujeres y niños en la precipitada búsqueda de un refugio. A los gatos nunca los sorprendía el vendaval, y en cuanto a los yaks, estaban completamente inmunizados contra ese azote.

Cuando se hubo marchado el último de los invitados, me llamó mi padre y me dijo:

– Ve a las tiendas y compra todo lo que necesites. Tzu sabe lo que te hace falta.

Pensé en las cosas que necesitaba: una escudilla de madera para la tsampa, una taza y un rosario. La taza se compondría de tres partes: un pie, la tapa propiamente dicha, y el borde, que había de ser de plata. El rosario sería de madera con sus ciento ocho cuentas muy bruñidas. El número sagrado ciento ocho indica también las cosas que un monje ha de recordar.

Partimos, Tzu en su caballo y yo en mi pony. Al salir del patio torc imos a la derecha y luego otra vez a la derecha hasta que salimos del Camino Circular y dejamos atrás el Potala. Miré al rededor como si viese la ciudad por primera vez. ¡Y es que mucho temía estarla viendo por última vez!

Las tiendas estaban atestadas de ruidosos mercaderes que acababan de llegar a Lhasa. Unos traían té de China, y otros telas de la India. Nos abrimos paso por entre la multitud hasta las tiendas que deseábamos visitar. A cada momento saludaba Tzu a algún viejo amigo de sus buenos tiempos.

Tenía que comprarme una túnica de color marrón rojizo. Debía comprármela de un tamaño superior a mi medida y no sólo porque estaba creciendo, sino por otro motivo igualmente práctico. En el Tíbet los hombres llevan una vestidura voluminosa atada estrechamente por la cintura. La parte de arriba se abullona y forma como un bolsón donde el varón tibetano lleva todas las cosas que necesita fuera de casa. Un monje, por ejemplo, lleva la escudilla para la tsampa, una taza, un cuchillo, varios amuletos, un rosario, una bolsita con cebada tostada y, muchas veces, una buena provisión de tsampa. Pero no olviden ustedes que un monje lleva encima todo lo que posee en este mundo. Mis pequeñas y conmovedoras compras fueron supervisadas severamente por Tzu, que sólo me permitió adquirir lo imprescindible y, en todo caso, artículos de mala calidad, como convenía a un "pobre acólito": sandalias con suelas de cuero de yak, una bolsita de cuero para llevar la cebada tostada, una escudilla de madera para la tsampa, una taza de madera -¡nada de plata con que yo había soñado!- y un cuchillo corriente. Estos objetos, más un vulgar rosario que yo mismo tendría que pulimentar, constituirían mis únicas posesiones. Mi padre era varias veces millonario, dueño de inmensas fincas en todo el país, y atesoraba valiosísimas joyas y, desde luego, mucho oro. Yo, mientras me estuviese educando en vida de mi padre, no sería más que un monje pobre. Volví a mirar la calle con sus casas de dos pisos y aleros muy salientes. Y también volví a fijar la atención en las tiendas que exponían sus géneros en tenderetes a la puerta:

aletas de tiburón, sillas de montar y demás cosas tan dispares como éstas.

Escuché una vez más la cháchara de los mercaderes y de sus clientes, que regateaban con buen talante los precios. Nunca me había parecido tan atractiva la calle y pensé en los afortunados que la veían a diario y que seguirían viéndola. Unos perros sin dueño vagaban por allí olfateando y saludándose con gruñidos, y los caballos relinchaban bajo, como hablándose unos a otros para entenderse, mientras esperaban a sus amos. Los yaks lanzaban sus profundos gemidos mientras se abrían paso por entre la gente, por en medio de la calle. Y detrás de aquellas ventanas tapadas con papel encerado, ¡cuántos misterios me atraían! ¡Cuántos géneros maravillosos procedentes de todas las partes del mundo habrían entrado por aquellas macizas puertas de madera y qué historias contarían estas casas si pudiesen hablar!

Miraba yo todo esto como se mira a un viejo amigo. No me pasaba por la cabeza que pudiese ver de nuevo estas calles, aunque sólo fuera de tarde en tarde. Pensé en las cosas que me habría gustado haber hecho y en las cosas que habría querido comprar. Pero mi ensoñación fue interrumpida tajantemente. Una mano inmensa y amenazadora cayó sobre mí, me cogió la oreja y me la retorció brutalmente mientras que la voz de Tzu gritaba para que todo el mundo pudiese oírlo: " Martes Lobsang! Acaso te has dormido en pie? No sé que os pasa a los chicos de hoy. No eran así en mi infancia.”

A Tzu no parecía preocuparle si me dejaba atrás sin mi oreja o si le seguía al ritmo de sus tirones. Naturalmente, no había más solución que irme tras él. Todo el camino de regreso fue rezongando y protestando entre dientes contra la generación actual, gentecilla inútil que se pasa el tiempo pensando en las musarañas, como atontada. Por lo menos, hubo algo que me salió bien: cuando tomamos la carretera de Lingkhor, se levantó un viento muy desagradable, y Tzu, que iba delante de mí, me protegía con su corpachón.

En casa, mi madre estuvo examinando las cosas que habíamos comprado.

Luego me llevó de visita a las demás casas ilustres de Lhasa para que presentara mis respetos a los notables de la ciudad. Y la verdad es que aquel día no me sentía muy respetuoso.

A mamá le encantaba la vida social y el visiteo y disfrutó mucho en aquella ronda de visitas. Hablaba sin cesar de menudencias y dimes y diretes, mientras yo me aburría inmensamente. A mí todo aquello me era insoportable, pues no estoy hecho de la madera de los que aguantan a los tontos con absoluta resignación. Mi único deseo era divertirme un poco, en los pocos días que me quedaban, yéndome a lanzar cometas, saltar con mi pértiga, y disparar con el arco. En cambio, me veía obligado a dejarme exhibir como un yak premiado para que me dijeran estupideces todas aquellas ancianas que no tenían más que hacer en todo el día que estarse sentadas en sus almohadas de seda y llamar a una criada cada vez que les hacía falta la cosa más insignificante.

Pero no fue sólo mi madre la que me fastidió. Papá tenía que vis itar la lamasería de Drebung y me llevó para que la conociese. Drebung es la mayor lamasería del mundo con sus diez mil monjes, sus enormes templos, sus casitas de piedra y los edificios con terrazas que se elevan escalonadamente.

Esta comunidad era como una ciudad amurallada y, como toda buena ciudad, se mantenía a sí misma. Drebung significa "montón de arroz" y desde lejos parece, efectivamente, un montón de arroz. Sus torres y cúpulas brillan extraordinariamente. En aquella ocasión no me hallaba yo en condiciones de apreciar la belleza arquitectónica: lo único que me preocupaba era estar perdiendo lastimosamente el poco tiempo de que disponía, un tiempo precioso.

Mi padre conversaba con el abad y sus ayudantes mientras yo vagaba desconsolado de un lado a otro. Temblé de espanto cuando vi cómo trataban a algunos novicios de los más pequeños. El Montón de Arroz era, en realidad, no una sola lamasería, sino siete reunidas; siete órdenes distintas, siete colegios independientes que se habían agrupado. Era tan inmensa que no bastaba con un solo hombre para regirla. La gobernaban catorce abades, que por cierto eran de una rigurosísima severidad en cuanto a la disciplina.

Me alegré cuando este "agradable paseíto por la soleada llanura" -y cito palabras de mi padre- se acabó por fin, pero aún más me alegró saber que no me destinarían a Drebung, ni a Sera, que está a cuatro kilómetros y me dio al norte de Lhasa.

Por fin terminó la semana. Me quitaron las cometas y las regalaron a otros niños; mis arcos y mis flechas tan lindamente adornados con plumas fueron partidos en un acto simbólico para indicar con ello que yo había dejado de ser niño y no era propio que perdiera el tiempo con esos juegos.

Sentí que a la vez me partían el corazón, pero a nadie pareció importarle.

Por la noche envió mi padre a buscarme. Acudí a su despacho, una habitación maravillosamente adornada y con muchos libros antiguos y valiosos en las estanterías que llenaban las paredes. Papá se sentó a un lado del altar principal de la casa que, correspondía, estaba en su habitación, y me ordenó que me arrodillase ante él. Así empezaba la ceremonia llamada de la Apertura del Libro. En este descomunal volumen, apaisado (de un metro de anchura por unos veinticinco centímetros de altura) se hallaban consignados todos los detalles de la historia de nuestra familia durante muchos siglos. Allí constaban los nombres de los fundadores de nuestro linaje y los hechos que les ha bían valido ascender a la categoría de nobles. También podían leerse en sus páginas los servicios que había prestado mi familia a nuestro país y a nuestro Guía. En aquellas páginas tan viejas y amarillentas se encerraba una viva lección de historia. Ahora, por segunda vez, se abría el Libro para algo que me concernía directamente. La primera vez fue cuando hubo que inscribir mi concepción y mi nacimiento, al ocurrir este último. Allí estaban todos los detalles de que se habían valido los astrólogos para sus predicciones. Ahora tenía que firmar yo el Libro, ya que mañana empezaba para mí una nueva vida al ingresar en la lamasería.

Las tapas, de madera artísticamente labrada, volvieron a cerrarse. Mi padre cerró solemnemente los broches de oro que aprisionaban las gruesas hojas de papel de junípero hechas mano. El libro era tan pesado que incluso mi padre vaciló un poco al levantarlo para volverlo a colocar en el cofre de oro donde lo guardaba. Con toda reverencia introdujo el cofre en el pequeño foso de piedra que había debajo del altar. Calentó cera en un pequeño brasero de plata, la vertió sobre los bordes de piedra e impuso en ella su sello para tener la seguridad de que el libro no sería tocado por nadie.

Se volvió hacia mí y se instaló cómodamente sobre unos almohadones.

Tocó el gong y al instante apareció un criado que te nía ya preparado el té. Después de un largo silencio, me contó mi padre la historia secreta del Tíbet, la historia que se remonta a miles y miles de años, la historia que ya era muy antigua cuando se produjo la Inundación. Me contó lo que había sucedido cuando todo el Tíbet fue barrido por un mar antiguo y que esto no era una invención sino un hecho real que había sido confirmado por las excavaciones. "Incluso ahora -me dijo-, cualquiera que excave cerca de Lhasa podrá sacar a luz fósiles marinos y extrañas conchas." Además, se han encontrado artefactos de metales desconocidos y de los que no podía saberse para qué sirvieron. A veces los monjes que visitaban ciertas cuevas en estedistrito descubrían objetos y se los llevaban a mi padre. Me en señó algunos. Luego cambió de tono:

– La Ley ordena que a los hijos de familias nobles se les imponga la mayor austeridad, mientras que a los de clase baja se les tendrá compasión.

Pasarás por duras pruebas antes de que se te permita ingresar en la lamasería.

Me insistió en la absoluta necesidad de obedecer todas las órdenes que me dieran. Sus últimas instrucciones no eran precisamente las más apropiadas para tranquilizarme. Dijo:

– Hijo mío, crees que soy duro y que no me preocupa lo que puedas sufrir, pero no olvides que mi primera preocupación es mantener limpio el nombre de nuestra familia. Por eso te digo: si fracasas en esta prueba a que has de someterte para ingresar en la lamasería, no vuelvas a esta casa. Serás un extraño para nosotros.

Y sin pronunciar una palabra más me despidió con un ges to.

A primera hora de la tarde me despedí de mi hermana Yaso. Se emocionó mucho. ¡Habíamos jugado tanto juntos! Y no tenía más que nueve años, mientras que yo cumpliría siete al día siguiente.

A mi madre no pude verla. Se había acostado y ni siquiera pude decirle adiós. Entré en mi habitación por última vez y arreglé los almohadones que formaban mi cama. Me acosté, pero no pude dormir. Me pasé mucho tiempo pensando en las cosas que me había dicho mi padre. Pensé en lo mucho que le molestaban los niños a papá. Me espantaba la idea de que al día siguiente tendría que dormir por primera vez fuera de mi casa. Paulatinamente fue cruzando la luna el cielo. Un pájaro nocturno se posó en el alféizar de la ventana. Desde el tejado me llegaba el flap-flap de los banderines de las preces que el viento batía. Por fin me quedé dormido, pero en cuanto los primeros rayos del sol sustituyeron a la luz de la luna me despertó un criado que me traía una escudilla de tsampa y una taza de té con manteca.

Mientras me tomaba este sobrio des ayuno, Tzu entró en mi cuarto y me dijo:

– Bueno, muchacho; nuestros caminos van a separarse. Estoy muy contento porque por fin podré dedicarme a mis caballos. Espero que te las arreglarás bien. Recuerda todo lo que te he enseñado.

Y, sin más, dio la vuelta y salió de la habitación.

Aunque entonces no podía yo comprenderlo, este sistema es el mejor.

Las despedidas emotivas me habrían hecho mucho más di fícil salir de casa por primera vez y para siempre, como pensaba yo por entonces. Si mamá hubiera salido para despedirme es indudable que habría yo hecho todo lo posible para convencerla para que no me dejara partir de casa. Muchos niños tibetanos llevan vidas muy tranquilas y agradables, mientras que la mía era de lo más dura; y más adelante pude enterarme de que la falta de despedidas la había ordenado mi padre para hacerme inculcar desde muy pe queño la disciplina, el sacrificio y la firmeza.

Terminé el desayuno, me guardé la escudilla de tsampa y la taza en la parte delantera superior de mi túnica e hice un paquete con una túnica de repuesto y un par de botas de fieltro. Cuando salí de mi habitación me esperaba un criado encargado de advertirme que no debía hacer ruido para no despertar a la gente de la casa. Recorrí el pasillo. Me abrieron la puerta. El falso amanecer había sido sustituido por la oscuridad que precede a la verdadera alba. Ya estaba en la calle. De este modo salí de mi casa, solo, asustado, con el corazón oprimido.

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