CAPÍTULO SEGUNDO. FIN DE MI INFANCIA.

– ¡Ay, Yulgye, no me des esos tirones de pelo! ¡Si sigues así, me quedaré más calvo que un monje!

– Estáte quieto, Martes Lobsang. Has de tener la coleta bien tiesa y engrasada. Si no, tu Honorable Madre me ajustará las cuentas.

– Pero, Yulgye, no es preciso que seas tan rudo. Me estás arrancando la cabeza.

– No puedo hacerlo con más suavidad con la prisa que tengo.

Y allí estaba yo, sentado en el suelo, mientras un zafio criado me retorcía la coleta, que estaba ya más tiesa que un yak helado y más brillante que el agua del lago cuando refleja la luz de la luna.

Mamá se movía con tal rapidez y hacía tantas cosas a la vez que me daba la sensación de tener varias madres. A última hora había mucho que hacer; órdenes, preparativos, y, sobre todo, mucho parloteo. Yaso, dos años mayor que yo, se afanaba por la casa como una mujer de cuarenta años. Mi padre se había encerrado en su habitación particular y se libraba así de la fenomenal algarabía. ¡Ojalá me hubiese permitido quedarme con él!

No sé por qué, pero mi madre había dispuesto que fuésemos a la catedral de Lhasa, el Jo-kang. Por lo visto, había que rodear de cierto ambiente religioso el comienzo de la fiesta. A eso de las diez de la mañana (el tiempo es muy elástico en el Tíbet) un gong de tres tonos nos llamaba desde el punto en que habíamos de reunirnos todos. Y todos íbamos montados en ponies: papá, mamá, Yaso, y cinco más, incluyéndome a mí. Cruzamos la carretera de Lingkhor y torcimos a la izquierda hasta el pie del Potala. Éste es un monte de edificios. Mide más de ciento veinte metros de altura y tiene una longitud de unos ciento cincuenta. Seguimos hasta más allá del pueblecito de Shó, a lo largo de la llanura del Kyi Chu, y media hora después estábamos frente al Jo En torno a esta catedral se apiñaban casitas, tiendas y puestos callejeros para tentar a los peregrinos. La catedral llevaba allí unos mil trescientos años para acoger a los devotos. En su interior, su suelo de piedra presentaba el desgaste -varios centímetros- causado por los pies de los peregrinos durante muchos siglos. Los peregrinos daban vueltas con toda reverencia en torno al Circuito Interior, y a la vez hacían girar los molinillos de las oraciones repitiendo sin cesar el mantra: Om! Mani padme Hurn!

Enormes vigas de madera, ennegrecidas por el tiempo, soportaban el techo, y el denso olor del incienso continuamente quemado se elevaba como las nubecillas del verano en la cumbre de la montaña. Adosadas a los muros estaban las doradas estatuas de nuestras deidades. Unas fuertes pantallas de basta tela metálica protegían las sagradas imágenes de aquellos cuya codicia pudiera superar a su devoción. La mayoría de las estatuas más familiares estaban casi enterradas en montones de piedras preciosas acumuladas allí por los fieles que habían pedido algún favor. En candelabros de oro macizo lucían constantemente unas velas cuya luz no se había extinguido ni una sola vez durante los mil trescientos años pasados. De los oscuros rincones nos llegaban los sonidos de las campanas, los gongs y los bajos profundos de las bocinas de concha. Recorrimos el Circuito como lo exigía la tradición.

Una vez cumplido el rito, subimos a la terraza del edificio. Sólo podían hacerlo unos cuantos privilegiados. Mi padre tenía derecho a subir al tejado por ser uno de los Custodios.

Nuestra forma de gobiernos (sí, en plural) puede resultar interesante.

Hela aquí:

A la cabeza del Estado y de la Iglesia, que es el definitivo Tribunal de Apelación, se hallaba el Dalai Lama. Cualquier tibetano podía acudir a él con una petición. Si ésta era justa, o si trataba de reparar una injusticia, el Dalai Lama ordenaba que se atendiera a la petición o que se hiciese justicia.

Bien puede asegurarse que todos los tibetanos, probablemente sin excepción alguna, lo amaban e incluso lo adoraban. Era un autócrata; usaba de su poder y su dominio, pero nunca para obtener una ganancia personal, sino para el bien del país. Sabía que llegaría la invasión comunista. Sí, lo supo muchos años antes de que ocurriese y convencido de que la libertad se eclipsaría durante algún tiempo, dispuso que un pequeño número de entre nosotros fuese preparado especialmente para que el arte y la ciencia del sacerdocio no se olvidasen.

Después del Dalai Lama había dos Consejos y por eso escribí antes "gobiernos" en plural. El primero era el Consejo Eclesiástico. Estaba constituido por cuatro monjes con categoría de lamas. Eran responsables, ante El Más Profundo, de cuanto se refería a las lamaserías y a los conventos de monjas. Dependían de ellos todos los asuntos eclesiásticos.

Le seguía en importancia el Consejo de Ministros, con cuatro miembros -tres seglares y un clérigo- que se ocupaban en los asuntos generales del país y eran responsables de la relación estrecha entre la Iglesia y el Estado.

Dos altos funcionarios, que bien podríamos llamar Primeros Ministros, actuaban como "agentes de enlace" entre los dos Consejos y exponían los puntos de vista de ambos ante el Dalai Lama. Estos enlaces tenían una extraordinaria importancia durante las escasas reuniones de la Asamblea Nacional. Esta se hallaba formada por cincuenta hombres que representaban a las más ilustres familias y lamaserías de Lhasa. Sólo se reunían en casos de gran gravedad para el país. Por ejemplo, en 1904, cuando el Dalai Lama tuvo que huir a Mogolia al invadir los ingleses Lhasa. Y, a propósito, debo decir que muchos occidentales han creído muy erróneamente que El Más Profundo "huyó cobardemente". El Dalai Lama no huyó. Las guerras en el Tíbet pueden compararse a una partida de ajedrez. Si el rey cae, la partida se ha perdido. El Dalai Lama era el "rey" de nuestro ajedrez. Sin él nada habría quedado por qué combatir; era imprescindible que se pusiera a salvo para que el país no se desintegrase. Los que le acusan de cobardía en cualquier sentido no saben lo que dicen.

La Asamblea Nacional podía aumentarse hasta casi cuatrocientos miembros cuando llegaban todos los dirigentes de nuestras provincias. Hay cinco provincias: la Capital -como suele llamársela a Lhasa- se hallaba en la provincia del Centro, Ü-Tsang. Shigatse está en el mismo distrito. Cartok es el Tíbet occidental; Chang, el Tíbet septentrional, mientras que Kham y Lho-dzong son, respectivamente, las provincias del Este y del Sur. Con el transcurso del tiempo aumentó el poder del Dalai Lama y cada vez decidía más cosas sin la intervención de los Consejos ni de la Asamblea. Y nunca estuvo el país mejor gobernado.

La vista desde el tejado del templo era magnífica. Hacia el este se extendía la llanura de Lhasa, de un verde reluciente y con bastantes árboles.

El agua destellaba por entre los árboles. Los ríos de Lhasa van a afluir al Tsang Po, a unos sesenta kilómetros de distancia. Al norte y al sur se elevan las enormes cadenas montañosas que cierran nuestro valle y lo aíslan del resto del mundo.

En las estribaciones abundan las lamaserías. Más arriba, unas pequeñas ermitas se asoman peligrosamente a los precipicios. Hacia el oeste se ven las montañas gemelas de Potala y Chakpori, conocida esta última con el nombre de Templo de la Medicina.

Entre estas montañas, la Puerta Occidental brillaba con la fría luz de la mañana. El cielo estaba amoratado, color que resaltaba contra la blanca pureza de la nieve de las lejanas montañas. Unas nubecillas algodonosas se alejaban. Mucho más cerca, en la ciudad propiamente dicha, veíamos el palacio del Consejo pegado al muro norte de la catedral. El Tesoro quedaba muy cerca y lo rodeaba el Mercado con los tenderetes de los mercaderes, en que se podía comprar casi todo. Más acá, un poco hacia el este, un convento de monjas casi tocaba al edificio de los Eliminadores de los Muertos.

En el recinto de la catedral había un incesante ir y venir de visitantes de este templo, que es uno de los lugares más sagrados del budismo.

Hasta allá arriba nos llegaba el runrún de las charlas de los peregrinos que habían recorrido inmensas distancias y que traían presentes para nuestros dioses con la esperanza de obtener la bendición divina. Algunos traían animales que habían salvado de los carniceros y que compraron sacrificando el escaso dinero que poseían. Salvar una vida, sea de un animal o de un hombre, representa un gran mérito y los dioses lo tienen muy en cuenta.

Mientras contemplábamos estas escenas antiquísimas y siempre nuevas, oímos cómo subían y bajaban las voces de los monjes en una salmodia mezclándose el bajo profundo de los ancianos con la voz trémula y aguda de los acólitos. Sonaban los tambores y las doradas voces de las trompetas.

Se oían sollozos contenidos, murmullos y rezos, formando todo ello una extraña mezcla que nos tenía como hipnotizados.

Los monjes daban muestras de gran actividad y pasaban constantemente de un lado a otro. Algunos vestían hábitos amarillos, y otros, morados, pero la mayoría llevaba una túnica marrón rojizo. Éstos eran los monjes "ordinarios". Los que lucían mucha ornamentación dorada procedían del Potala y lo mismo los que se cubrían con vestiduras color cereza. Los acólitos iban de blanco y los monjes-policías, de rojo oscuro. Todos ellos, o casi todos, tenían algo en común: que por muy nuevas que fueran sus túnicas llevaban en ellas remiendos que eran réplicas de los remiendos de la túnica de Buda. Los extranjeros que han monjes tibetanos o retratos de ellos, suelen hablar de su "ropa remendada". Ignoran que esos remiendos forman parte de la vestimenta por muy lujosa que ésta sea. Los monjes de la lamasería de Ne-Sar, que existe desde hace mil doscientos años, lo hacen tan bien que aplican sobre sus hábitos unos parches más claros para que se vean bien.

Los monjes llevan los hábitos rojos de la Orden; hay muchos tonos de rojo según el sistema que se emplee para teñir el paño de lana. Desde el marrón rojizo hasta el rojo ladrillo, todo ello es "rojo". Ciertos monjes con cargos oficiales, que ejercen sus funciones en Potala, usan unas chaquetas doradas sin mangas encima de sus túnicas rojas. El oro es un color sagrado en el Tíbet -el oro es siempre puro e inalterable- y es el color oficial del Dalai Lama. Algunos monjes o altos lamas del séquito personal del Dalai Lama están autorizados para llevar túnicas de oro sobre las rojas corrientes.

Desde la alta terraza del Jo-kang podíamos ver muchas de estas figuras con chaquetas de oro y apenas alguna de los altos funcionarios del Pico.

Mirábamos hacia arriba y veíamos ondear las banderas donde están inscritas las oraciones, y también admirábamos las relucientes cúpulas de la catedral.

El cielo estaba muy hermoso con sus tintes morados y sus jirones de nubecillas, como si un artista hubiera pasado a la ligera un pincel cargado de blanco por el lienzo del cielo. Mi madre rompió el hechizo: “Bueno, estamos perdiendo el tiempo. Me echo a temblar cada vez que pienso en lo que estarán haciendo los criados. Tenemos que darnos prisa". De modo que emprendimos precipitadamente la retirada y, montados en nuestros pacientes ponies, nos dirigimos por la carretera de Lingkhor hacia lo que yo llamaba la "gran prueba", pero que mi madre había considerado como su Día Grande.

Una vez de regreso en casa, mamá repasó por última vez todo lo que se había preparado y comimos para fortalecernos en vista de los acontecimientos.

De sobra sabíamos que en estas ocasiones los invitados se quedan ahítos, pero que los pobres anfitriones no prueban bocado. Después no tendríamos tiempo para comer.

Por fin llegaron los monjes-músicos con su banda estruendosa. Los hicieron pasar a los jardines. Venían cargados de trompetas, clarinetes, gongs y tambores. Traían colgados sus címbalos del cuello. Entraron en los jardines con gran estrépito, producido por sus instrumentos que entrechocaban a cada instante. Pidieron cerveza para ponerse a tono e inspirarse.

Durante la media hora siguiente se produjo una horrible algarabía de estridencias mientras los monjes afinaban sus instrumentos.

Cuando el primero de los invitados apareció a lo lejos estalló una gran gritería en el patio. El invitado llegaba seguido por una cabalgata de hombres armados y de abanderados. Abrieron de par en par las puertas y dos columnas de criados nuestros se alinearon a cada lado para darles la bienvenida a los recién llegados. El mayordomo se adelantó con sus ayudantes, que llevaban un buen surtido de esos pañuelos de seda que regalamos en el Tíbet a manera de saludo y bienvenida. Hay ocho clases de pañuelos y es de la mayor importancia no confundirse y darle a cada cual el que le corresponde, si no, el invitado se ofenderá para toda la vida. El Dalai Lama da y recibe solamente pañuelos de la primera categoría. A éstos les llamamos kbata y la manera de presentarlos es la siguiente: el donante, si es de igual condición social que el que lo recibe, se mantiene bastante apartado y con los brazos completamente extendidos. El destinatario queda también con los brazos extendidos mientras el otro se inclina levemente y, acercándose, coloca el pañuelo sobre las muñecas del destinatario. Éste se inclina a su vez, coge el pañuelo, le da una vuelta con una señal de aprobación y se lo entrega a un criado.

En el caso de que un donante regale un pañuelo a una persona de condición social mucho más elevada, él o ella se arrodilla con la lengua fuera (saludo tibetano equivalente a quitarse el sombrero) y colocan los kbata a los pies del destinatario. Este coloca entonces su pañuelo en torno al cuello del donante. En el Tíbet todo regalo debe ir acompañado siempre por los kbata adecuados y lo mismo las cartas de felicitación. El Gobierno usa pañuelos amarillos en vez de los blancos corrientes. Cuando el Dalai Lama desea manifestar que una persona merece el más alto honor, coloca personalmente un kbata al cuello de la persona en cuestión y le ata un hilo rojo de seda, con un triple nudo, sujetando el kbata.

El colmo del honor, en este caso, es cuando el Dalai Lama levanta después sus manos con las palmas hacia fuera. Los tibetanos creemos firmemente que la historia de cada persona está escrita en la palma de su mano y el Dalai Lama, al mostrar así las suyas, demuestra que tiene la mayor confianza en la persona a la que confiere este honor. Más adelante iba yo a tener este honor.

Nuestro mayordomo permanecía, pues, a la entrada con un ayudante a cada lado. Se inclinaba ante los recién llegados, aceptaba sus kbata y se los pasaba al ayudante que tenía a la izquierda.

El ayudante de la derecha le iba dando mientras la categoría de pañuelo que correspondía a cada invitado para devolver la atención. Se lo ponía sobre las muñecas extendidas o al cuello (según el rango) del invitado. Todos estos pañuelos eran utilizados innumerables veces.

El mayordomo y sus ayudantes apenas podían atender a tantos invitados como llegaban. De las provincias, de la ciudad de Lhasa y de sus alrededores llegaban galopando por la carretera sombra del Potala. Las damas que habían viajado a caballo recorriendo una gran distancia llevaban una careta de cuero para proteger del polvo su piel. Con frecuencia estas caretas presentaban un rudimentario parecido con las auténticas facciones. Llegada a su destino, la dama se quitaba la careta, así como la capa de piel de yak en que se envolvía. Mientras más feas y más viejas eran las mujeres, más hermosos y jóvenes eran los rostros fingidos en las caretas.

En nuestra casa había una gran actividad. Los criados traían continuamente más almohadones. En el Tíbet no usamos sillas, sino que nos sentamos con las piernas cruzadas sobre almohadones con un grosor de casi veinticinco centímetros y bastante amplios. Los mismos almohadones se usan para dormir, pero entonces, naturalmente, hay que poner varios juntos.

Nos resultan mucho más cómodos que las sillas o las camas.

Primero se les ofrecía a los invitados té con manteca y se les conducía a una espaciosa estancia convertida en refectorio. Allí podían tomar unos refrescos, que les entretuvieran hasta que empezase la fiesta propiamente dicha. Habían llegado unas cuarenta mujeres de las primeras familias de Lhasa, cada una con su séquito femenino. Mamá atendía a algunas de estas señoras, mientras que otras recorrían la casa examinando los muebles y ornamentos y calculando su valor. Me asombraba ver juntas tantas mujeres de tan diversa edad, tamaño y tipos. Surgían de todos los rincones de la casa y no vacilaban en preguntarles a los criados dos veces, qué costaba esto, o cuánto podía valer aquello. En fin, se conducían como cualesquiera mujeres de cualquier país del mundo, aunque quizá con mayor espontaneidad.

Mi hermana Yaso iba de un lado a otro con su vestido nuevo y con un peinado que ella consideraba como de última moda, pero a mí me parecía horrible, aunque en todo lo que respecta a la mujer, no había que hacerme mucho caso, pues tenía arraigados prejuicios. Desde luego, aquel era el día grande para las mujeres.

Algunas de ellas complicaban las cosas: me refiero a las damas de alta sociedad del Tíbet, que estaban obligadas a poseer una gran variedad de vestidos y muchas joyas. Tenían que lucir unos y otras y como esto las habría obligado a estarse mudando a cada de Lingkhor para tomar finalmente nuestro camino privado a la momento -cosa difícil en visita- se hacían acompañar por muchachas que actuaban de modelos como en las casas de modas occidentales. Estas eran las chicas chung. Desfilaban ataviadas con los vestidos y joyas de mi madre, se sentaban y bebían innumerables tazas de té con manteca y de vez en cuando pasaban a cambiarse de vestido y de joyas. Charlaban con los invitados y actuaban en realidad como anfitrionas ayudantes de mi madre.

Durante el día, estas jóvenes se cambiaban de atavío de cinco a seis veces.

A los hombres les interesaban más las distracciones de los jardines.

Mis padres habían contratado a una Troupe de acróbatas Tres de ellos sostenían una pértiga de casi cinco metros de altura. Otro acróbata trepaba por el palo y se colocaba cabeza abajo sobre el extremo. Luego, sus compañeros retiraban violentamente la pértiga y le dejaban caer dando vueltas hasta aterrizar de pie con felina agilidad. Unos chicos que contemplaban el espectáculo se fueron a un rincón apartado para ejecutar por su cuenta aquella acrobacia. Encontraron una pértiga de unos tres metros de altura, la sostuvieron vertical y el más atrevido trepó por ella e intentó ponerse cabeza abajo. Se dio un gran batacazo, cayendo sobre los demás. Pero como todos tenían la cabeza muy dura no sufrieron con la aventura más que unos chichones del tamaño de un huevo.

Apareció mi madre, que conducía a las señoras para que admirasen el espectáculo y escuchasen la música. Esta fluía sin cesar porque los monjes-músicos estaban ya bien caldeados gracias a las grandes cantidades de cerveza tibetana que habían ingerido.

Para esta ocasión extraordinaria se había vestido mamá con más lujo que nunca. Llevaba una falda rojo oscuro de lana de yak que le llegaba casi a los tobillos. Sus botas de fieltro tibetano -unas botas altas- eran de una extremada blancura, con suelas de un rojo vivo. Su chaqueta, del tipo bolero, era de un amarillo rojizo, un extraño color parecido al del hábito de monje de mi padre. Cuando más adelante me dediqué a la medicina podría haber descrito ese color como "yodo en una venda". Debajo llevaba una blusa de seda morada. Todos esos colores armonizaban y habían sido escogidos para presentar diferentes clases de vestidos monacales.

Cruzándole el hombro derecho, lucía una banda de brocado de seda sujeta en el lado izquierdo de la cintura por un broche de oro macizo. Desde el hombro hasta la cintura era la banda de un rojo-sangre, pero desde este punto iba pasando de un amarillo limón pálido a un azafrán oscuro, cerca ya del borde de la falda.

Le rodeaba el cuello un cordón de oro que sostenía los tres amuletos que siempre llevaba. Se los habían regalado cuando se casó. Uno era de la familia de ella, otro de la familia de mi padre, y el tercero -honor rarísimo- se lo había dado el propio Dalai Lama. Lucía muchas joyas, porque en las mujeres tibetanas el uso de las joyas y los ornamentos señala la importancia de su condición social. Cada vez que un marido sube de categoría en la escala social está obligado a comprarle a su mujer nuevas joyas y adornos.

Mamá se había pasado varios días preparándose un peinado excepcional de ciento ocho pequeñas trenzas, cada una de ellas no más gruesa que una cuerda de látigo. Ciento ocho es un número sagrado tibetano y las damas con el cabello suficiente para hacérselas todas ellas son envidiadas como las mujeres más afortunadas del mundo. El cabello, dividido a estilo "madonna", quedaba sujeto por un marco llevado sobre la cabeza como un sombrero. En este marco de madera laqueada estaban engarzados diamantes, jade y discos de oro. El cabello se esparcía sobre él como las rosas sobre un enrejado.

Mi madre tenía unos pendientes de coral de un peso tan grande que se veía obligada a usar un hilo rojo para sujetárselos bien a las orejas y evitar el peligro de que se le rasgase el lóbulo. Estos pendientes le llegaban casi a la cintura. Me producía verdadero pasmo verla mover la cabeza.

Los invitados se paseaban admirando los jardines o se sentaban en grupos para hablar de política. Las señoras no dejaban de charlar de sus cosas:

"Sí, querida, la señora Doring está poniendo un suelo nuevo. Ha encontrado unos guijarros muy bien pulimentados que tienen un brillo precioso.

"¿No han oído ustedes hablar de ese joven lama al que han visto tanto con la señora Roakasha?", etc. Pero, en realidad, todos hacían tiempo hasta que llegara el gran acontecimiento del día. Todo aquello no era sino una manera de caldear el ambiente para el gran momento de la fiesta en que los sacerdotes-astrólogos predecirían mi futuro y señalarían el camino que yo habría de tomar en la vida.

A medida que atardecía se aplacaban las actividades de los invitados.

Estaban ya ahítos de bebida y comida y dispuestos a escuchar. Cuando las pilas de alimentos disminuían, los criados volvían a reponerlas; pero todo esto fue parándose. Los acróbatas, cansados ya, se retiraban uno a uno a las cocinas para poder descansar y beber más jarros de cerveza.

Los músicos seguían tocando con todo entusiasmo y formaban un ensordecedor estruendo con sus trompetas, címbalos y tambo res. Los pájaros que solían refugiarse en nuestro jardín habían desaparecido, asustados por aquel insólito estrépito. Y no solamente los pájaros eran los asustados: los gatos se escondieron no sé dónde desde que aparecieron los primeros invitados.

Incluso los gigantescos mastines negros que guardaban nuestra casa se habían dormido. Habían tenido buen cuidado de atiborrarlos de comida para que no estropeasen la fiesta ladrando y mordiendo a la gente.

En nuestros amurallados jardines, a medida que oscurecía surgían chicos jugando como gnomos por entre los árboles, balanceando los farolillos encendidos y quemando incienso. Saltaban de rama en rama como pájaros.

Rodeando la casa habían instalado unos incensarios dorados de los que se elevaban gruesas columnas de humo fragante. Cuidaban de ellos unas viejas que, a la vez, hacían girar los molinillos de plegarias -que hacen un ruido de carraca- y que a cada giro envían al cielo miles de oraciones.

Mi padre se hallaba en un susto continuo. Sus jardines amurallados eran famosos en todo el país por las carísimas plantas importadas que contenía.

En este Día Grande, aquello parecía un parque zoológico sin guardias ni rejas. Papá se paseaba nervioso retorciéndose las manos y lanzaba leves gemidos de angustia cada vez que un invitado se detenía ante una planta y arrancaba tranquilamente una flor. Corrían mayor peligro los perales y albaricoqueros y los manzanos enanos. Los árboles más grandes -álamos, sauces, juníperos, abedules y cipreses estaban festoneados con banderitas que llevaban inscritas las plegarias y que flameaban en la leve brisa de la tarde.

Por fin se puso el sol tras los distantes picos del Himalaya. De las lamaserías nos llegaba el sonido de las trompetas que anunciaban el paso de otro día y por todas partes se encendían centenares de lamparillas. Colgaban de las ramas, se balanceaban en los bordes de los aleros, muy salientes, de las casas y otras flotaban sobre las plácidas aguas del lago ornamental.

Unas parecían sostenidas por las joyas de los lirios acuáticos y eran arrastradas hacia los cisnes que buscaban refugio cerca de la isla.

Sonó un gong de tono muy grave y todos se dispusieron a contemplar el paso de la procesión. En los jardines habían erigido un amplio estrado con un lado completamente abierto. Dentro habían instalado una alta tarima y, sobre ella, cuatro sillas tibetanas. La procesión se acercaba a esta tribuna.

Cuatro criados llevaban verticalmente unos palos con banderas en su extremo superior. Luego aparecieron cuatro trompeteros con trompetas de plata. Siguiéndoles iban mi padre y mi madre. Llegados ante la tribuna subieron al estrado. Detrás, dos ancianos de una edad incalculable, que habían venido de la lamasería del Oráculo del Estado, en Nechung y que eran los astrólogos más sabios del país. Habían acertado en sus predicciones repetidas veces. La semana anterior los habían llamado para que le hicieran un vaticinio al propio Dalai Lama. Ahora se disponían a hacer lo mismo para un chico de siete años. Se habían pasado varios días estudiando sus papeles y haciendo cálculos. Habían discutido interminablemente sobre trinas, eclípticas, sesquicuadrantes y las influencias opuestas de esto o de lo otro. Ya me ocuparé de astrología en otro capítulo.

Dos lamas llevaban las anotaciones y cartas de los astrólogos. Otros dos se adelantaron para ayudar a los ancianos a subir los escalones de la tribuna. Los dos viejos estaban muy juntos, y parecían dos antiguos relieves en marfil. Sus deslumbrantes túnicas de brocado chino amarillo acentuaban su vejez. Sobre la cabeza llevaban altísimo s sombreros sacerdotales, bajo cuyo peso parecían hundirse sus arrugadísimos cuellos.

La gente se apiñó en torno a la tribuna, sentándose sobre los almohadones que llevaron los criados. Cesaron las charlas, ya que todos estaban pendientes, con enorme expectación, de la cascada voz del astrólogo jefe.

Este dijo: "Lha dre mi cho-nang-chig" (Dioses, diablos y hombres, todos ellos se conducen de la misma manera), y así podían empezar ya a predecir el futuro. Pero aún tenía que hablar una hora seguida. Luego se concedió a sí mismo diez minutos de descanso, para estarse luego otra hora exponiendo las líneas generales del porvenir "Ha-le! Ha-le!" (extraordinario, extraordinario!), exclamaba el público entusiasmado.

Y de aquel prolijo discurso sobre el futuro en general y el de un chico de siete años en particular, se deducía en resumidas cuentas que yo debía entrar en una lamasería después de dar una clara prueba de resistencia y que luego me prepararían para la carrera de sacerdote-cirujano. Esto significaba sufrir grandes penalidades, abandonar la patria y vivir entre gente extranjera, perderlo todo, empezar de nuevo a cero y quizá triunfar a la larga.

Paulatinamente fue dispersándose la multitud. Los que habían venido de muy lejos pasarían la noche en nuestra casa y se marcharían a la mañana siguiente. Otros partían ya con sus séquitos y con antorchas. Con mucho caracoleo de caballos, roncos gritos de los criados, órdenes e imprecaciones, se fueron formando las comitivas en el patio. De nuevo se abrió la inmensa puerta y empezó a salir la gente. Se fueron haciendo más débiles a lo lejos el plop-plop de los caballos y la voz de los jinetes hasta que sólo hubo silencio en la noche.

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