CAPÍTULO DECIMOQUINTO. EL NORTE SECRETO… Y LOS YETIS.

Por aquella época fuimos a las montañas de Chang Tang. En este libro sólo dispongo de espacio para una breve descripción de esa región. Para contar aquella expedición con la extensión que merece serían necesarios varios libros. El Dalai Lama había bendecido uno por uno a los quince miembros de la expedición y todos partimos entusiasmados, montados en mulas; las mulas llegan a donde no llegan los caballos. Avanzamos lentamente por el Ten gri Tso y seguimos hacia los inmensos lagos de Zilling Nor y mucho más hacia el norte. Poco a poco escalamos la cordillera de Tangla y llegamos por fin a un territorio absolutamente inexplorado. Es difícil decir el tiempo que tardamos, ya que el tiempo nada significaba para nosotros. No teníamos por qué apresurarnos; reservábamos nuestras energías para lo que luego había de venir.

Aquella región, cada vez era más elevada, me recordaba el paisaje lunar que solía mirar por el telescopio del Potala: interminables cadenas de montañas y barrancos de una profundidad insondable. Aquí el paisaje era igual: montañas ligadas unas a otras, inacabablemente, y precipicios sin fondo. Avanzábamos por este «paisaje lunar» y a cada momento se nos hacía más difícil la marcha, hasta que las mulas no pudieron continuar. El aire rarificado las agotaba; les era imposible subir por los rocosos puertos por donde nosotros gateábamos penosamente gracias a las cuerdas de pelo de yak. Dejamos las mulas en el sitio más abrigado que pudimos encontrar y con ellas se quedaron los cinco miembros más débiles de la expedición.

Les protegía de las terribles ráfagas de viento una roca saliente que se elevaba a gran altura y a cuya base había una caverna que el tiempo con su erosión había abierto en la parte más blanda de la roca. Desde allí arrancaba una vereda que bajaba en precipitada pendiente hasta un valle donde crecían, aunque esparcidos y escasos, algunos pastos con que podrían alimentarse las mulas. Por aquella meseta corría un riachuelo que luego caía en catarata por otro precipicio que comenzaba al borde del valle. Y caía a centenares de metros de profundidad, tanto, que se dejaba de oír hasta el ruido de su caída.

Allí descansamos dos días. Nos dolía la espalda del peso de nuestra impedimenta y parecía como si nos fuesen a estallar los pulmones por falta de aire. Después de aquel descanso, proseguimos la ascensión cruzando hondonadas y barrancos. Para pasar sobre algunos de éstos teníamos que arrojar ganchos que se clavaban en el hielo y a los que habíamos atado cuerdas con la esperanza de que no se soltaran. El que pasaba a la otra parte del precipicio ayudaba a los demás. A veces no podíamos clavar los ganchos y entonces uno de nosotros se ataba la cuerda a la cintura y oscilaba como un péndulo para pasar al otro lado y tender desde allí la cuerda. Esto lo hacíamos por turno, pues era una tarea muy difícil y peligrosa. Un monje murió. Se había elevado mucho por nuestra parte del precipicio y al dejarse balancear calculó mal el impulso y se estrelló contra el muro de enfrente con terrible fuerza, dejándose pedazos de la cara y del cerebro en las dentadas rocas. Rescatamos el cuerpo tirando de la cuerda, y le hicimos un funeral.

No podíamos enterrar el cadáver porque sólo había por allí rocas; de modo que le dejamos expuesto al viento, a la lluvia y a las aves. El monje a quien tocaba el turno estaba muy nervioso y le sustituí yo. Tenía la convicción de que, con las predicciones que se habían hecho sobre mi porvenir, nada podría sucederme y mi fe quedó recompensada. A pesar de la predicción, me balanceé con mucha precaución y alcancé el borde del otro lado con la mayor suavidad posible. El corazón me latía como si fuera a estallar y por fin conseguí mi objetivo. Mis compañeros me siguieron uno por uno.

En lo alto del precipicio descansamos un poco y nos hicimos té, aunque a semejante altitud no podía calentarnos el té. Algo menos cansados, volvimos a cargarnos con nuestros bultos y proseguimos hacia el corazón de esta terrible región. Pronto llegamos a una capa de hielo -quizás un glaciar- y nuestro avance se hizo aún más penoso. Carecíamos de botas claveteadas, de hachas para el hielo, así como de lo demás que suele constituir el equipo de un montañero; nuestro equipo consistía sólo de unas botas corrientes de fieltro, cuyas suelas estaban atadas con pelo de yak para que agarrasen mejor, y las cuerdas y ganchos imprescindibles.

Conviene saber que en la mitología tibetana hay un infierno frío. El calor es una bendición para nosotros, de modo que como símbolo de mayor castigo hubo que hacer que el infierno fuera frío. ¡Esta excursión por las montañas me demostraba lo que puede ser el frío!

Después de tres días de este avance tan dificultoso por la helada superficie, temblando con el viento gélido y deseando no haber visto nunca aquel lugar, nos condujo el glaciar en pendiente hasta un paso entre dos filas de gigantescas rocas. Descendíamos sin cesar, a tropezones y resbalando, hasta una profundidad incalculable. Por fin, varios kilómetros más allá, doblamos una arista montañosa y nos encontramos de pronto con una densa neblina blanca. Al principio no sabíamos si era nieve o una nube, porque se presentaba con una compacta blancura. Al acercarnos vimos que era efectivamente niebla que se deshilachaba.

El lama Mingyar Dondup, el único de nosotros que había estado antes allí, sonrió satisfecho y dijo:

– Os veo muy mohínos, pero debéis alegraros porque vais a tener una sorpresa muy agradable.

Nada veíamos que pudiera ser agradable: niebla, frío insoportable, hielo bajo nuestros pies y un cielo congelado cubriéndolo todo. Y unas rocas con colmillos como los de la boca de un lobo, rocas que nos causaban magulladuras y arañazos. ¿A qué placer podía referirse mi Guía?

Avanzábamos envueltos en la niebla y casi arrastrando los pies sin saber adónde íbamos. Nos apretábamos los hábitos para darnos una ilusión de calor y jadeábamos y temblábamos de frío. De pronto nos detuvimos todos, petrificados de asombro y terror. La niebla estaba caliente, y el suelo también.

Los que venían detrás tropezaron con nosotros. Algo tranquilizados, dentro de nuestra estupefacción, por la risa del lama Mingyar Dondup, reanudamos a ciegas la marcha para alcanzar al que iba en vanguardia y que avanzaba dando golpes en el suelo con su bastón como un ciego. Empezamos a tropezar en piedras y nuestras botas resbalaban en un suelo de guijarros.

¿Piedras? ¿Guijarros? Entonces, ¿dónde estaba el hielo? De repente se aclaró la niebla y nos en contramos con… en fin, miré a mi alrededor creyendo que me había muerto de frío y que había ido a parar a los Campos Celestiales. Me froté los ojos con las manos, ya calientes, me pellizqué y di con los nudillos contra una piedra para ver si seguía siendo carne y no sólo espíritu. Miré en torno mío con más calma y vi que mis ocho comp añeros estaban allí. ¿Sería posible que todos nos hallásemos ya en el cielo? En tal caso tendría que estar con nosotros el décimo miembro de la expedición que se había matado contra la roca. O, por el contrario, ¿éramos todos nosotros dignos de disfrutar de aquel paraíso?

Treinta latidos antes estábamos temblando de frío al otro lado de la cortina de niebla. Ahora, treinta latidos después -por el reloj de nuestro corazón- estábamos a punto de desmayarnos de calor. Del suelo brotaban nubecillas de vapor y la atmósfera vibraba a causa de éste. Junto a nosotros corría un arroyuelo de agua casi hirviendo. Nos rodeaba una hierba intensamente verde. Nunca he visto un verdor semejante. Unas plantas de anchas hojas nos llegaban a la altura de la rodilla. Estábamos deslumbrados y atemorizados. Indudablemente, aquello era cosa de magia. Entonces, el lama Mingyar Dondup nos dijo:

– Si la primera vez que yo lo vi puse la cara que tenéis ahora vosotros, ¡vaya aspecto que tendría! Parece como si creyerais que los dioses del hielo os están gastando una broma pesada.

Estábamos inmovilizados por el asombro y el temor, y mi Guía nos dijo:

– Saltemos sobre el arroyo y con mucho cuidado de no caernos dentro porque el agua está hirviendo. Pocos kilómetros más allá llegaremos a un sitio magnífico donde podremos descansar.

Como siempre, tenía razón. A poco más de cuatro kilómetros nos tumbamos en el suelo cubierto de musgo, no sin antes quitarnos las túnicas, pues no podíamos resistir el calor. Había allí árboles que nunca había visto y que probablemente nunca volveré a ver. Por todas partes crecían flores de vivo colorido. Unas espléndidas enredaderas subían por los troncos de los árboles y colgaban de sus altas ramas. Un poco a la derecha del delicioso lugar en que reposábamos había un pequeño lago cuyas ondas y círculos indicaban la vida que encerraba en sus aguas. Aún no habíamos podido reaccionar contra la impresión recibida y seguíamos convencidos de que estábamos ya fuera de la Tierra. Lo que no sabíamos es si era el frío lo que nos había matado o la primera oleada de calor que recibíamos.

El follaje era de una exuberancia increíble. Ahora que he viajado mucho puedo calificarla de vegetación tropical, pero vimos varias clases de aves que ni siquiera ahora sé cuáles son. Era un terreno volcánico en el que abundaban los manantiales de agua caliente y percibíamos olores sulfurosos.

Mi Guía nos dijo que sólo existían dos lugares como aquél en las mo ntañas tibetanas.

Nos explicó que el calor subterráneo y las corrientes de agua hirviente fundían el hielo, y que las altísimas murallas rocosas aprisionaban el aire caliente. La densa niebla blanca que habíamos cruzado era como la frontera de la zona fría y la caliente. También nos dijo que había visto esqueletos de animales gigantescos, animales que en vida debieron de tener unos diez metros de altura. Más adelante pude yo ver esos esqueletos.

Allí fue donde por primera vez vi un yeti. Estaba yo inclinado cogiendo hierbas medicinales cuando algo me hizo levantar la cabeza. A unos nueve metros de mí se hallaba el extraño ser del que tanto había oído hablar. Los padres tibetanos suelen asustar a sus niños cuando son traviesos, diciéndoles: «Si no eres bueno, te llevará un yeti.» Por fin, pensé, unyeti iba a llevarme con él. Y, la verdad, no me hacía gracia. Nos quedamos mirándonos fijamente, inmovilizados por el miedo, durante un tiempo que me pareció eterno. Me estaba señalando con una mano mientras emitía un curioso maullido. Me pareció notar que le faltaban los lóbulos frontales y que la frente la tenía aplastada a partir de las mismas cejas, muy pobladas e hirsutas. También la barbilla le retrocedía y tenía los dientes muy anchos y salientes. Sin embargo, la capacidad de su cráneo, con excepción de la frente, resultaba muy parecida a la del hombre moderno. Sus manos eran grandes, y también sus pies. Era patizambo y con los brazos mucho más largos de lo normal. Observé que el yeti andaba con la parte exterior de los pies, como los seres humanos. Los monos y animales semejantes no andan con las palmas de las manos y los pies.

Seguramente debí de hacer algún movimiento brusco, quizás un brinco, cuando pude reaccionar, porque el yeti chilló de pronto, se volvió y se alejó dando saltos. Me pareció que daba los saltos con una sola pierna. Mi reacción fue también salir corriendo… en la dirección opuesta, claro está.

Luego, cuando pude pensar con calma sobre aquel encuentro, llegué a la conclusión de que había batido el récord tibetano de sprint para altitudes su periores a siete mil metros. Luego vimos varios yetis a lo lejos. Se apresuraron a esconderse en cuanto nos divisaron y nosotros, por supuesto, no los perseguimos. El lama Mingyar Dondup nos dijo que estos yetis eran precedentes de la raza humana que habían tomado un camino diferente en la evolución y que sólo podían vivir en los sitios más recónditos. Con gran frecuencia hemos oído historias de yetis que han abandonado estas regiones para hacer incursiones cerca de los sitios habitados. Se habla también de yetis machos que han raptado a mujeres solitarias. Quizá sea éste el procedimiento que siguen para perpetuar su especie. Algunas monjas tibetanas nos lo han confirmado. Concretamente recuerdo que en un monasterio de monjas nos dijeron que una de ellas fue raptada por un yeti una noche en que se había alejado. Sin embargo, no es de mi competencia escribir sobre estas cosas. Sólo puedo decir que he visto yetis y crías de yetis, y también esqueletos de estos seres casi fabulosos.

Algunas personas han puesto en duda lo que he contado sobre los yetis.

Incluso se han escrito libros sobre ellos; pero sus autores reconocen que no han visto ni uno. Yo, en cambio, los he visto. Hace años se reían de Marconi cuando aseguró que iba a enviar un mensaje por radio a través del Atlántico. Los sabios occidentales dictaminaron solemnemente que el hombre no podría viajar a más de setenta y cinco kilómetros por hora, ya que pasada esa velocidad morirían por la presión del aire; y cuando se decía que existían unos peces que eran «fósiles vivientes», se consideraba esto una patraña. Ahora los hombres de ciencia los han visto, los han capturado y disecado. Y si el hombre occidental se sale con la suya, nuestros pobres yetis serán también capturados, disecados, conservados en alcohol.

Creemos que los yetis se han refugiado en estas zonas montañosas y que en el resto del mundo se ha extinguido su especie. Cuando se ve uno de ellos por primera vez produce una impresión de terror. La segunda vez se siente compasión por estas criaturas de una época antiquísima que están condenados a desaparecer por las exigencias de la vida moderna.

Estoy dispuesto, cuando expulsen a los comunistas del Tíbet, a acompañar a una expedición de escépticos y enseñarles nuestros yetis. Merecerá la pena ver las caras que ponen estos hombres tan civilizados cuando se enfrenten con algo tan ajeno a su experiencia materialista. Podrán llevar reservas de oxígeno y todo el equipo técnico moderno. A mí me bastará con mi viejo hábito monacal. Las cámaras fotográficas y cinematográficas probarán la verdad. En aquellos días no contábamos en el Tíbet con máquinas fotográficas.

Nuestras antiguas leyendas dicen que hace muchos siglos había en el Tíbet playas bañadas por los mares. Y es indudable que se pueden encontrar fósiles de peces y de otras criaturas marinas sólo con excavar un poco.

Los chinos tienen una creencia semejante. Las tablas de Yü, que se hallaban en el pico de Kou-lou del monte Haing, en la provincia de Hu-pei, dicen que El Gran Yü descansó en aquel sitio (en el año 2278 antes de J.C.), después de su formidable trabajo de desecación de las «Aguas del Diluvio», que en aquel tiempo sumergieron a toda China, excepto a las montañas más altas. Creo que la piedra oriental la quitaron de allí, pero hay imitaciones en Wu-ch’ang Su, cerca de Hanpow. También hay una copia en el Templo de Yu -lin, cerca de Shao hsing Fue, en Chekiang. Según nuestras creencias, el Tíbet era entonces un territorio bajo junto al mar y por razones que no hemos llegado a saber hubo unos horribles terremotos, como resultado de los cuales quedaron sumergidos muchos terrenos, mientras otros se elevaron en forma de montañas.

Las montañas de Chang Tang eran ricas en fósiles y en ellas abundaban las pruebas de que toda esta zona había sido costa. Había conchas gigantes de vivos colores, curiosas esponjas de piedra y corales. También era fácil encontrar oro. Las pepitas de oro abundaban tanto como los guijarros.

Los manantiales que brotaban de las profundidades de la tierra salían a todas las temperaturas, desde la ebullición hasta estar casi heladas. Es una tie rra de contrastes fantásticos.

Nos rodeaba una atmósfera caliente y húmeda, cuya existencia en el Tíbet ni siquiera podíamos sospechar. A unos metros, con sólo cruzar el telón de niebla, hacía un frío tan intenso como para cristalizar a un cuerpo humano. Crecían por allí las más raras hierbas medicinales y para encontrarlas habíamos hecho este viaje. También había una gran variedad de frutas que nunca habíamos visto. Las probamos y nos agradaron tanto que comimos más de lo prudente. Esto tuvimos que pagarlo. Durante la noche y todo el día siguiente estuvimos demasiado ocupados, para poder coger hierbas. No estaban nuestros estómagos acostumbrados a tan jugosos alimentos.

Por supuesto, no volvimos a comer ni una sola fruta más.

Nos llevamos todas las hierbas y plantas que pudimos y emprendimos el regreso a través de la niebla. La impresión de frío repentina al otro lado del telón de niebla fue terrible. Es muy probable que todos nosotros sintiéramos el impulso de volver y quedarnos a vivir en el cálido paraíso que acabábamos de abandonar. Uno de nuestros lamas sucumbió con el frío.

Pocas horas después de pasar el telón de niebla cayó al suelo sin sentido, y aunque hicimos todo lo posible por reanimarlo se marchó a los Campos Celestiales aquella misma noche. Se durmió y no despertó ya. Nos repartimos su carga entre los demás a pesar de que íbamos cargados hasta el máximo.

De nuevo recorrimos, ahora en sentido inverso, el camino que tan penosamente trajimos. El calor del oculto valle nos había quitado las pocas fuerzas que nos quedaban y además apenas teníamos ya alimentos. Durante los dos días que tardamos en llegar a donde habíamos dejado las mulas, no comimos en absoluto. Ni siquiera nos quedaba té.

Cuando todavía teníamos que recorrer unos kilómetros, perdimos a otro compañero, víctima del frío, el hambre y el terrible esfuerzo de la marcha. Y cuando por fin llegamos al campamento base, sólo encontramos cuatro monjes esperándonos que corrieron hacia nosotros en cuanto nos vieron para ayudarnos a caminar un poco más cómodamente durante los últimos metros. Sólo eran cuatro. Al quinto se lo había llevado una ráfaga de viento y lo había estrellado contra el fondo del cañón. Poniéndome boca abajo mientras me sostenían por los pies para que no resbalase en la nieve, pude verle allá abajo como una mancha roja. Pero no era sólo el color rojo de su hábito, sino rojo-sangre.

Los tres días siguientes los dedicamos a descansar y recobrar una parte de las energías perdidas. No era sólo el cansancio y el agotamiento lo que nos impedía movernos, sino el espantoso viento que rugía entre las rocas y que lanzaba como proyectiles montones de guijarros metiéndolos en nuestra cueva entre nubes de polvo. El agua del arroyo volaba pulverizada por el viento. Durante la noche la tempestad ululaba en torno a nosotros como una legión de rabiosos demonios que buscasen nuestra carne. De algún sitio cercano nos llegó un ruido como de arrastre, que terminó en un terrible golpe sordo que hizo temblar la tierra. Era un inmenso pedazo de montaña que había sido arrancado por el viento y el agua produciendo un corrimiento de tierras. A primera hora de la mañana del segundo día, antes de que la luz del alba hubiese llegado al valle y cuando estábamos todavía en la luminosidad que precede en las alturas al amanecer, se desprendieron otras enormes rocas del pico en cuya base nos encontrábamos. Las sentimos llegar y nos acurrucamos en el fondo de la cueva, empequeñeciéndonos lo más posible. El alud cayó con un estruendo pavoroso, como si todos los diablos se precipitaran sobre nosotros con sus carros de batalla. Todo tembló en torno nuestro y durante un buen rato siguió cayendo una lluvia de piedras. Desde el fondo del cañón, mucho tiempo después, nos llegó el eco y la vibración de las rocas que caían al fondo. Así quedó enterrado nuestro compañero.

El tiempo empeoraba. Decidimos la marcha para el amanecer del día siguiente, antes de que fuera demasiado tarde. Cargamos nuestro equipo sobre las mulas, revisándolo todo cuidadosamente y examinando a los animales, por si se habían herido con el cataclismo. Al amanecer, el tiempo se había calmado un poco. Partimos muy animados con el incentivo de volver al monasterio. Habíamos salido quince y regresábamos once. Avanzábamos con gran lentitud; estábamos muy fatigados y teníamos los pies llenos de ampollas. El tiempo nada significaba para nosotros. Sentíamos mucha hambre, pues nos habíamos pues to todos a media ración.

Por fin divisamos los lagos y con alegría vimos que una caravana de yaks pastaba por allí cerca. Los mercaderes nos dieron la bienvenida, nos proporcionaron comida y té e hicieron todo lo posible por aliviar nuestro cansancio. Estábamos llenos de magulladuras y arañazos, nos colgaba la ropa en andrajos y nos sangraban los pies al estallar las grandes ampollas.

Pero por lo menos algunos de nosotros habíamos conseguido regresar de las alturas de Chang Tang. Era la segunda vez que mi Guía había estado allí. Quizá sea el único hombre del mundo que haya hecho dos viajes semejantes.

Los mercaderes nos cuidaron bien. Sentados en torno a las fogatas y rodeados por las tinieblas movían la cabeza asombrados mientras escuchaban nuestras aventuras. Y nosotros lo pasábamos muy bien escuchando sus relatos de viajes a la India y de sus encuentros con otros mercaderes del Hindu-Kush. Lamentábamos tener que separarnos de aquellos hombres y deseábamos que fueran en nuestra misma dirección. Pero habían estado en Lhasa recientemente, y nosotros, en cambio, teníamos que ir hacia allá; de modo que por la mañana nos separamos deseándonos mutuamente buen viaje y felicidad.

Muchos monjes no conversan con los mercaderes, pero el lama Mingyar Dondup sostenía que todos los hombres son hermanos; la raza, el color o las creencias nada importan. Lo único que cuenta son las intenciones y las acciones de los hombres.

Con renovadas fuerzas, emprendimos el regreso. El paisaje se iba haciendo más verde y fértil y por fin llegamos a la vista del deslumbrante oro del Potala y de nuestra lamasería de Chakpori, que estaba un poco más elevada que el Pico. Las mulas son animales muy sensatos; las nuestras tenían prisa por regresar a su pueblo -Shó- y nos resultaba muy difícil contenerlas. ¡Cualquiera habría dicho que eran ellas las que habían subido al Chang Tang y no nosotros!

Ascendimos por el pedregroso camino de la Montaña de Hierro con la natural alegría de haber vuelto de Chambala, como llamamos al helado Norte.

Empezó la ronda de recepciones, pero primero teníamos que ver al Más Profundo. Su reacción fue muy significativa:

– Habéis hecho -nos dijo- lo que yo habría querido hacer. Habéis visto lo que yo deseo ver por encima de todo. Soy omnipotente y, sin embargo, me tiene prisionero mi pueblo. A mayor poder, menor libertad; a mayor categoría, mayor servidumbre. Podéis creerme; todo lo daría por ver lo que vosotros habéis visto.

Al lama Mingyar Dondup, como jefe de la expedición, le fue concedido el Pañuelo de Honor con los rojos nudos triples. A mí, por ser el mie mbro más joven, me correspondió la misma distinción.

Durante varias semanas estuvimos visitando las otras lamaserías para dar conferencias, distribuir hierbas raras y darme a mí la oportunidad de conocer otros distritos. Primero tuvimos que visitar «Las Tres Sedes», o sea Drebung, Sera y Ganden. Desde allí nos alejamos mucho, hasta Dorjetahag y Samye, a ambas orillas del río Tsangpo, a unos sesenta kilómetros.

También visitamos la lamasería de Samden, entre los lagos Dü-me y Ya mdok, a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar. Era un alivio seguir el curso de nuestro propio río, el Kyi Chu. En verdad era éste un nombre muy adecuado: el Río de la Felicidad.

Mi educación proseguía sin cesar mientras cabalgábamos, cuando nos deteníamos y durante los descansos. Se acercaban mis exámenes para el título de lama. Por eso no tardamos en regresar a Chakpori para que no me distrajese demasiado.

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