CAPÍTULO DECIMOPRIMERO. TRAPPA.

Con todo mi juvenil entusiasmo me dedicaba a prepararme para salir bien en los exámenes al primer intento. Al acercarse la fecha de mi duodécimo aniversario fui aflojando paulatinamente en los estudios, pues los exámenes empezaban el día después de mi cumpleaños. En los años anteriores había estudiado intensamente astronomía, anatomía, ética religiosa, los idiomas tibetano y chino, caligrafia, matemáticas e incluso la manera de mezclar bien el incienso. Me había quedado muy poco tiempo para distraerme.

El solo «juego» que pude permitirme fue el judo, y esto porque tenía que examinarme de él como de otra asignatura cualquiera. Unos tres meses antes me había dicho el lama Mingyar Dondup: «No repases tanto, Lobsang, que así se te atasca la memoria. Tienes que estar absolutamente tranquilo, como lo estás ahora, y verás cómo te brota el conocimiento.» Llegó el día. A las seis de la mañana otros quince candidatos y yo nos presentamos en la sala de exámenes. Primero asistimos a un breve servicio religioso para ponernos en el estado de ánimo adecuado, y luego, para asegurarse de que ninguno de nosotros ocultaba nada, fuimos desnudados y registrados y después nos dieron ropa limpia. El presidente del tribunal examinador encaminaba la procesión desde el pequeño templo de la sala de exámenes a las cabinas cerradas. Eran éstas unas cajas de piedra de dos por tres metros y dos y medio de altura. Por delante de las cabinas patrullaban unos monjes-policías. Nos encerraron a cada uno de nosotros en una cabina a la que aplicaron un sello. Cuando estuvimos todos ya encerrados, los monjes nos trajeron con qué escribir y la primera serie de preguntas, pasándonos esto por una trampilla que había en la pared. También nos llevaron té y tsampa. El monje que nos servía nos dijo que podíamos tomar tsampa tres veces al día, y té cuanto quisiéramos. Debíamos desarrollar un tema al día y esto durante seis días y nos aplicaríamos a ello durante la primera luz de la mañana hasta que no se pudiera ver ya, al anochecer. Estos cubículos carecían de techo, así que nuestra iluminación era la de la sala.

Bajo ningún pretexto podíamos salir de nuestras celdas. Cuando la luz empezaba a escasear, aparecía un monje por el ventanuco y nos pedía los ejercicios. Entonces nos podíamos echar a dormir hasta el amanecer. Puedo decir por experiencia que cuando se pasa uno catorce horas escribiendo un ejercicio, puede uno probar de sobra sus conocimientos y sus nervios. El resto del día podíamos pasarlo como quisiéramos. Tres días después, cuando los examinadores hubieron leído y corregido nuestros ejercicios, nos fueron llamando uno a uno. Nos hicieron muchas preguntas basándose sólo en los puntos más débiles que habían encontrado y este interrogatorio ocupaba el resto del día.

A la mañana siguiente tuvimos que ir los dieciséis a la habitación donde nos enseñaban el judo. Este examen era puramente físico y cada uno de nosotros tenía que luchar con otros tres candidatos. Los que perdían eran enseguida eliminados. Todos mis rivales fueron perdiendo y, al final, sólo gracias al entrenamiento a que me había sometido Tzu, fui el único que quedó. Por lo menos, había quedado con la máxima puntuación en judo.

Pudimos descansar al día siguiente de lo mucho que habíamos trabajado, y al otro nos informaron del resultado. Habíamos aprobado cinco.

Con ello alcanzábamos la graduación de trappa o monjes-médicos. El lama Mingyar Dondup, a quien no pude ver durante todo el tiempo que duraron los exámenes, me llamó para que fuese a su habitación. En cuanto entré, me dijo contento:

– Has quedado muy bien, Lobsang. Eres el primero de la lista. El Abad ha enviado un informe especial al Más Profundo. Quería proponerle que te hicieran lama inmediatamente, pero yo le he quitado esta idea de la cabeza.

Al ver mi apenada expresión me explicó: «Es mucho mejor que llegues a lama por el estudio normal y paso a paso. Si te dan ahora ese título, perderás mucha preparación que más adelante puede ser vital para ti. Sin embargo, puedes trasladarte a la habitación junto a la mía, porque es seguro que saldrás bien del examen para lama cuando llegue el tiempo.» Aquello me parecía justo. Todo lo que mi Guía decidía estaba yo dispuesto a acatarlo como lo mejor. Me emocionaba pensar que mi triunfo era también suyo y que suponía una victoria para él haberme educado tan bien que lograse el primer puesto en todas las asignaturas.

Unos días después llegó a nuestro monasterio un mensajero jadeante, con la lengua fuera y casi a punto de morir – en apariencia-, con un recado del Más Profundo.

Los mensajeros empleaban siempre este talento histriónico para impresionar al destinatario de sus mensajes con la rapidez que habían corrido y el enorme trabajo que les había costado realizar su misión. Pero como el Potala estaba sólo a un kilómetro y medio o poco más, pensé que su representación era excesiva.

El Más Profundo me felicitaba por mi buen éxito en los exámenes y me decía que a partir de entonces se me consideraba como un lama. Tendría que llevar hábitos de lama y disfrutar de todos los derechos y privilegios de esa condición. Estaba de acuerdo con mi Guía en que debería examinarme cuando tuviera dieciséis años, «ya que de ese modo podrás estudiar todo, porque de lo contrario te perderías, y tus conocimientos se enriquecerán mucho más con esos estudios».

Teniendo ya la categoría de lama podría estudiar con mayor libertad sin verme obligado a asistir a las clases. También implicaba mi condición el que cualquier especialista podía enseñarme para que aprendiese con mayor rapidez.

Una de las primeras cosas que tuve que aprender fue el arte de relajarme, sin el cual no es posible emprender un verdadero estudio de la metafísica.

Un día entró el lama Mingyar Dondup en la habitación donde me hallaba estudiando varios libros. Me miró y dijo: «Lobsang, estás en tensión.

No progresarás en el mundo contemplativo si no te relajas. Te enseñaré a hacerlo.» Me dijo que me tendiese para empezar, pues aunque se puede uno relajar sentado, e incluso de pie, es mejor aprender primero a hacerlo tendido.

– Imagínate que te has caído por un precipicio -me dijo mi Guía-.

Imagínate que estás ya destrozado en el suelo con los miembros en la misma posición en que han caído y la boca ligeramente abierta, pues sólo así descansan los músculos de las mejillas.

Procuré ponerme exactamente en la posición que él me pedía.

– Ahora figúrate que tus piernas y brazos han sido invadidos por unos hombrecillos que te obligan a esforzarte porque te están tirando de los músculos. Diles a esos hombrecillos que se vayan de tus pies para que no sientas en ellos movimiento ni tensión alguno. Procura que tu mente explore los pies para asegurarte de que ningún músculo está funcionando.

Hice todo lo posible para imaginarme a aquellos diminutos seres.

Luego pensé en un Tzu muy pequeñito que me tiraba de los dedos de los pies. Para mí fue una gran satisfacción ordenarle que me dejara tranquilo.

El lama prosiguió:

– Luego harás lo mismo con las piernas. Seguramente tienes a toda una tropa trabajándote las pantorrillas, Lobsang. Esta mañana han tenido que esforzarse mucho las pobres mientras saltabas. Ya es hora de que descansen.

Diles que se retiren hacia tu cabeza. ¿Se han ido ya? ¿Estás seguro?

Compruébalo con tu mente. Haz que te dejen en paz los músculos hasta que se queden flojos e inmó viles.

De pronto hizo un movimiento brusco señalándome una pierna.

– Mira, has olvidado a uno en el muslo. Veo a un hombrecillo que te está tirando de un músculo. Echalo, Lobsang, échalo.

Y por fin quedaron mis piernas totalmente relajadas.

– Ahora debes hacer lo mismo con los brazos -prosiguió- empezando con los dedos. Haz que toda esa gentecilla te suba por las muñecas, luego a los codos y después a los hombros. Imagínate que estás ordenándoles a esos hombrecillos que se retiren de todos los puntos de tu brazo.

Cuando lo conseguí y él se convenció de ello, me dijo:

– Ahora vamos con el cuerpo propiamente dicho. Figúrate que tu cuerpo es un monasterio. Piensa en todos los monjes que tienes ahí dentro tirándote de los músculos para obligarte a trabajar. Diles que se vayan. Diles que abandonen la parte baja de tu cuerpo primero y después todo lo demás.

Oblígales a que te suelten todos los músculos de modo que tu cuerpo quede sujeto solamente por la cubierta exterior y que todo lo que contiene se afloje y quede en una posición natural. Entonces podrás decir que has logrado relajarte de un modo absoluto.

Quedó muy satisfecho con mi apariencia, porque dijo:

– Lo más importante para relajarse es quizá la cabeza. Veamos lo que podemos hacer con ella. Veo que tienes a ambos lados de la boca unos músculos en tensión. Afloja los dos lados, Lobsang. No tienes que hablar ni que comer; así que, por favor, no hagas ningún esfuerzo inútil. Y ¿por qué tienes los ojos entornados? No hay ninguna luz tan fuerte como para que te moleste; así que ciérralos con suavidad, dejando caer los párpados como si se cayeran ellos solos, sin tensión alguna. -Se volvió y miró por la ventana abierta-. Ahí está precisamente el que sabe relajarse mejor en el mu ndo:

un gato. Podrías aprender de él. Nadie le supera en eso.

Se tarda mucho en escribir todo esto y parece extraño y difícil cuando se lee, pero la verdad es que basta un poco de práctica para relajar el cuerpo en un segundo. El sistema que he expuesto nunca falla. A todos aquellos que viviendo en la constante inquietud de la civilización occidental se encuentran tensos y excesivamente fatigados, he de aconsejarles que practiquen ese método, así como el sistema mental que voy a exponer ahora. Para este último me aconsejó el lama Mingyar Dondup que procediese de un modo diferente.

– De nada serviría reposar físicamente si la mente está soliviantada y sin reposo. Mientras yaces ahí relajado fisicamente procura seguir con la mente el rumbo de tus pensamientos, pero sin poner una gran atención ni interesarte demasiado por ellos. Míralos con indiferencia y convéncete de lo triviales que son. Y entonces detén el curso de estos insignificantes pensamientos; prohíbeles terminantemente que sigan circulando. Imagínate un cuadrado negro, un puro vacío, y tus pensamientos que intentan saltar de un lado a otro. Al principio, algunos intentarán saltar hasta al borde del abismo.

Lánzate tras ellos y oblígalos a volver a donde estaban al principio y luego los obligarás a saltar de nuevo sobre ese negro vacío. Pero imagínate como si lo estuvieras viendo y en muy poco tiempo conseguirás ver la negrura sin esfuerzo alguno. A partir de ese momento disfrutarás de un perfecto relajamiento mental y físico.

También esto es más difícil explicarlo que hacerlo. Con poca práctica se logran unos resultados estupendos. La mayoría de la gente no cierra nunca su mente ni sus pensamientos y son como los que pretenden ejercitarse físicamente sin interrupción durante el día y la noche. Una persona que intentase andar sin descanso durante unos cuantos días y noches no tardaría en caerse al suelo; en cambio, nunca damos reposo a la mente.

Todo lo que hacíamos estaba encaminado a ejercitar la mente. Si aprendíamos el judo, era como ejercicio de autodominio. El lama que nos enseñaba este método de lucha podía defenderse de diez ataques a la vez y vencerlos. Sentía una gran afición por el judo y trataba de hacerlo lo más interesante posible.

– Las llaves que estrangulan -solía decir- pueden parecer salvajes y crueles a los occidentales, pero este punto de vista es erróneo. Como ya he dicho, basta tocar ligeramente a una persona en el cuello para dejarla sin conocimiento en una fracción de segundo. La leve presión paraliza el cerebro sin dañarlo.

En el Tíbet, donde no hay anestesia, utilizábamo s con frecuencia esa presión para las operaciones quirúrgicas e incluso para la extracción de dientes difíciles. El paciente no se daba cuenta de nada. También se emplea en las iniciaciones cuando se suelta al ego del cuerpo para que emprenda un viaje astral.

Con este entrenamiento nos inmunizábamos contra las caídas. Una de las finalidades del judo es aprender a caer sin hacerse daño; los chicos acostumbrábamos a saltar desde lo alto de un muro de tres a cuatro metros para divertirnos.

Un día sí y otro no, antes de empezar los ejercicios de judo, teníamos que recitar los Pasos del Camino de Enmedio, piedra angular del budismo.

Puntos de vista rectos: opiniones libres de toda ilusión y de egoísmo.

Rectas aspiraciones: que nos conducen a tener intenciones y opiniones elevadas y dignas.

Palabras rectas: las que usará toda persona amable, considerada y v erídica.

Recta conducta: que nos hace pacíficos, honrados y desprendidos.

Vida recta: para obedecer este mandamiento hay que evitar causar daño a hombres y animales y se dará a estos últimos todos sus derechos como seres.

Esfuerzo recto: hay que tener autodominio y someterse a una preparación constante.

Pensamiento recto: tener los pensamientos adecuados y hacer siempre lo que está bien.

Visiones rectas: placer que se deriva de la meditación sobre las realidades de la vida y sobre el Super- Ser.

Si alguno de nosotros cometía alguna falta contra estos mandamientos, teníamos que yacer cara al suelo a la entrada del templo para que todos los que entrasen pasaran por encima de nuestro cuerpo. Allí había que permanecer desde el alba hasta el anochecer sin moverse en absoluto, sin comer y sin beber. Además, se consideraba como una gran vergüenza.

Ya era lama, y uno de los distinguidos, uno de los superiores. Este título resultaba muy halagüeño, pero era muy difícil mantenerse a la altura de la situación. Antes tenía que obedecer las treinta y dos reglas de la conducta sacerdotal. Una vez nombrado lama, me encontré, horrorizado, que debía obedecer nada menos que doscientas cincuenta y tres reglas. Y en Chakpori el buen lama no quebrantaba ni una sola de ellas. Me parecía que la cabeza acabaría estallándome de tantas cosas como había que aprender en el mundo. Pero resultaba muy agradable sentarse en la terraza y ver cómo llegaba el Dalai Lama al Norbu Linga o Parque de la Joya, que estaba allí abajo, cerca de nuestro monasterio. Tenía que ocultarme mientras contemplaba al Precioso Protector, pues nadie podía mirarle de arriba abajo.

También podía ver, al otro lado de nuestra Montaña de Hierro, dos hermosos parques: el Khati Linga, y al otro lado del río que llaman el Kaling Chu, el Dodpal Linga (significa parque). Más al norte se hallaba la Puerta Occidental, o sea, el Pargo Kaling. Más cerca, casi al pie del Chakpori, se elevaba un monumento que conmemoraba a uno de los héroes de nuestra historia, el Rey Késar, que vivió en los bélicos días que precedieron al budismo y a la paz del Tíbet.

¿Que si trabajábamos? A todas horas, aunque también teníamos alguna distracción, ya que era un placer charlar con hombres como el lama Mingyar Dondup. Para estos hombres sólo tenía un objetivo la vida: la paz y ayudar al prójimo. Otra compensación era poder admirar aquel hermoso valle tan verde y poblado de magníficos árboles. ¡Qué estupendo contemplar cómo fluían las azules aguas que serpenteaban en las montañas, ver los relucientes monumentos religiosos, las pintorescas lamaserías y ermitas colgadas en alturas inverosímiles! Y era un placer mirar con la debida reverencia las doradas cúpulas del Potala tan próximas a nosotros, y los brillantes tejados del Jo-kang, poco más allá, hacia el este. La camaradería de los otros monjes, la rudeza bien intencionada de los monjes menores, el familiar olor a incienso que impregnaba los templos… Todas estas cosas que constituían nuestra vida la hacían digna de vivirse. Desde luego, había que pasar malos ratos, pero no importaba: en toda comunidad hay gente incomprensiva y de poca fe, pero en Chakpori eran los menos.

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