12

Justo ahora mismo, a las seis y veintidós de la tarde, cuando mi tía Lola acaba de golpear el llamador en la puerta de nuestra casa, ha estallado una llamarada roja sobre la cara oculta de la Luna. La manera de llamar de mi tía Lola no se parece a ninguna otra: es rápida, decidida, ligera, casi burlona, golpes rápidos de la aldaba que tienen algo de mensaje telegráfico. Cuando yo era pequeño su cercanía me daba siempre una secreta felicidad que era intensamente erótica. El propulsor principal de la nave Columbia se ha encendido para situarla en una órbita elíptica. Los astronautas se asoman a una oscuridad que jamás han intentado traspasar unos ojos humanos, y durante los próximos cuarenta y ocho minutos permanecerán aislados de toda comunicación con la Tierra, navegando por esa región de sombra a la que no llegan las señales de radio. Dormía con mi tía Lola en las noches heladas de invierno y me apretaba contra ella para cobijarme de la oscuridad y del frío, y a mi tía le daba una risa que se me contagiaba y los dos escondíamos las cabezas bajo las mantas pesadas y la piel de borrego para que nadie nos escuchara. Dentro de menos de veinticuatro horas el módulo lunar Eagle se separará del módulo de mando Columbia, desplegará sus patas articuladas y encenderá sus motores para emprender un descenso de cien kilómetros hacia un punto situado en el Mar de la Tranquilidad. Sólo dos de los tres astronautas culminarán esa parte del viaje. El tercero, Michael Collins, permanecerá solo en el módulo de mando, desde la tarde del domingo hasta la del lunes, dando vueltas alrededor de la Luna, casi treinta horas en ese tiempo insomne sin noches ni días que mide el reloj en el panel de mandos. Solo y atento, en guardia, mirando la negrura exterior sobre el horizonte gris del satélite, en el que verá aparecer la esfera distante y azulada de la Tierra, dividida por un cerco de sombra.

Recorto informaciones, titulares y fotografías del periódico y las voy pegando en las hojas anchas y recias de un cuaderno de dibujo.}Los vuelos espaciales son el mayor exponente de la nueva era en la que ha entrado la Humanidad y han sido posibles gracias a los computadores electrónicos}.

Atesoro recortes, datos y palabras, refugiado en mi habitación, en lo más alto de la casa, como si viviera en un faro o en un observatorio astronómico, yo solo, igual que el astronauta Collins mientras sus dos compañeros caminan sobre la Luna. Palabras traídas del griego y del latín que nombran hechos de la ciencia y tienen resonancias de mitología. Aposelenio, periselenio. El punto más alejado de la órbita elíptica se llama aposelenio, y sitúa a la nave Columbia a 314 kilómetros de la superficie de la Luna:

periselenio es el punto más cercano, a 112 kilómetros.}?No llegará un día en el que esas máquinas superrevolucionadas se rebelen contra los amos que las construyeron y que ya no podrán seguir controlándolas?} A las 22:44, esta noche, el propulsor se encenderá automáticamente de nuevo para que la nave adopte una órbita circular, a cien kilómetros de altura. "Las matemáticas explican el Universo", dice el Padre Director, "hacen visibles para la limitada razón humana las leyes eternas y sutiles que trazó Dios en la Creación". El espacio negro por el que viaja el Apolo Xi es un vacío tan perfecto como el de la pizarra en la que el Padre Director dibuja círculos y elipses y garabatea fórmulas con un trozo de tiza.

La sustancia blanca de la tiza está hecha con las conchas pulverizadas de unos moluscos diminutos que se extinguieron hace doscientos millones de años, tan innumerables que forman los acantilados blancos de la costa sur de Inglaterra. Nada es simple, nada es lo que parece a primera vista, y cualquier fragmento mínimo de la realidad contiene tales posibilidades de conocimiento y de misterio que da vértigo asomarse a ellas. Millones de ángeles cabrían en la punta de un alfiler, y todos los ceros que pueden dibujarse en la pizarra de la clase detrás de un solo uno no bastan para expresar la duración de la cienmillonésima parte de la Eternidad. Hacia cualquier lado que mires te asalta un mareo de cifras imposibles. ¿Qué mortandades, qué extinciones masivas de espermatozoides provoco yo mismo cada vez que me hago una paja, despilfarrando así los dones del plan divino establecido en el Génesis,}Creced y multiplicaos?} Millones de moluscos tuvieron que morir para que existiera el cabo de tiza con el que el Padre Director escribe una ecuación aterradora en la pizarra: el polvo de sus conchas fósiles se queda flotando en el aire cuando el Padre Director se limpia las manos o da una palmada para llamar nuestra atención o formular una nueva amenaza, la fecha de un examen cercano. ¿Y si hay miles, millones de otros mundos habitados por seres inteligentes, a una distancia tan inmensa que jamás podremos tener noticias de ninguno de ellos, por mucho que hablen los periódicos de avistamientos de naves extraterrestres? Aparte del Sol, la estrella más cercana a la Tierra es Alfa Centauro, y está a más de cuatro años luz, billones de veces más lejos que la Luna.}Posiblemente, el problema que más está en la calle se refiere a la posibilidad de que estos hombres de otros planetas tuvieran también pecado original}, escribe en}Singladura} el periodista L. Quesada, al que la gente llama Lorencito, y que cada día llena páginas y páginas de información sobre el viaje a la Luna, aparte de intervenir en un programa semanal sobre Ufología y misterios del espacio que yo procuro escuchar cada viernes por la noche en Radio Mágina. Anoche terminó la emisión recitando un poema sobre el Apolo Xi que al parecer le había llegado de manera anónima, aunque él insinuó con tono de misterio que por el estilo y por el matasellos se podría asegurar que su autor era alguno de los poetas que escriben en nuestra ciudad, tan abundante en ellos, y no de los peores:

}El hombre por el Cosmos se aventura, supera con su espíritu el espanto de tanta inmensidad jamás hollada…} -Pobre Lorencito -dice mi tía Lola, que es cliente suya en El Sistema Métrico-. El viaje a la Luna va a acabar con él. Está muy pálido, dice que no duerme, y se equivoca midiendo las telas y haciendo las cuentas de las cosas. Esta mañana le entró un mareo cuando estaba atendiéndome y tuvo que sentarse, y le trajeron un vaso de agua. El pobre sudaba, pero no de calor, sino de escalofríos.

Como que después de pasarse el día entero de pie atendiendo al público se va corriendo a su casa a escribir para el periódico, y a veces se pasa la noche entera escribiendo y escuchando las últimas noticias en la radio, y antes del amanecer ya está en la Telefónica haciendo cola para dictar sus artículos. Y eso que no le pagan, pero a él le da lo mismo.

– Será que es tonto.

– O que tiene mucha vocación.

– ¿Y ése qué sabe de la Luna y de los astronautas, si se ha pasado la vida cortando telas y rezando rosarios? -Ha estudiado por correspondencia -dice mi tía Lola, con mucha convicción-. Tiene un diploma de periodista, y otro de astrólogo.

– ¿De astrólogo o de astrónomo? -A tanto no llego yo, hijo mío.

Mi tía Lola tiene los labios pintados de rojo, la risa fácil, los dientes luminosos, las encías frescas y rosadas, los ojos grandes subrayados por el rímel de las pestañas. Se casó con un hombre que ha ganado mucho dinero, pero desde que era muy joven y desde que yo tengo memoria la he recordado siempre así: como una flor lujosa en nuestra casa sombría de trabajo y austeridad, a salvo del desgaste de las tareas domésticas y de la resignación obstinada con que mi madre y mi abuela sobrellevan sus vidas. Desde muy joven se pintaba las uñas y los labios y se pasaba las horas delante del espejo, o escuchando las canciones de la radio, sin hacer mucho caso de las órdenes de mi abuela ni dejarse doblegar por sus castigos. Sus tacones repican jubilosamente por las escaleras y los portales de la casa, al mismo tiempo que se expande por ella el aroma de su colonia y el sonido de las pulseras que agita al mover las manos mientras habla. Mi tía Lola trae consigo el resplandor del dinero y el de la vida a todo color que se ve en los anuncios de las revistas satinadas que hay siempre en su casa, y que ella deja en la nuestra cuando ya las ha leído: anuncios de cosas que nosotros no tenemos y que nos parecerían puramente fantásticas si no las hubiéramos visto en casa de mi tía Lola y en la tienda de electrodomésticos de su marido: televisores de pantalla enorme y abombada, frigoríficos, lavadoras, lavavajillas de un blanco refulgente que se corresponde con la sonrisa de las mujeres casi siempre rubias que posan junto a ellos, estufas de gas, calentadores de agua, aspiradoras, planchas de vapor, máquinas de afeitar eléctricas, relojes de pulsera sumergibles a los que no hace falta darles cuerda. "Usted puede llevar ahora el reloj Omega que los astronautas utilizaran en el viaje a la Luna". En las revistas que nos trae mi tía Lola y de las que yo recorto las fotos en color de los reportajes sobre el proyecto Apolo mujeres tan jóvenes y tan bien vestidas como ella, sin el menor rastro de desgaste del trabajo físico, toman el sol vestidas con bañadores incitantes a la orilla del mar o junto al azul del cloro de las piscinas y sostienen en la mano, con una sonrisa de invitación que no deja de tentarme, frascos de cristal con perfumes de nombres en francés y recipientes de plástico con etiquetas de productos que yo no sé para qué sirven y no he visto nunca en la realidad, a no ser cuando he curioseado en el armario de su cuarto de baño: cremas bronceadoras, depilatorias, anticelulíticas, champús para cabellos teñidos, mascarillas faciales. Ni siquiera en los anuncios de la televisión los electrodomésticos, los coches y las mujeres que los anuncian resplandecen tanto, al ser en blanco y negro. En las revistas de mi tía los frigoríficos de los anuncios están abiertos y llenos de alimentos casi tan exóticos como las cremas de belleza: yogures de todos los colores, botellas grandes de Coca-Cola y de Fanta de naranja y limón, frutas mucho más redondas y perfectas que las que nosotros criamos en nuestra huerta, piñas tropicales, leche embotellada, bloques de mantequilla en envoltorios relucientes, cajas de queso en porciones que tienen dibujada en la tapa la cabeza de una vaca risueña.

Desde antes de que mi tía Lola entrara en casa y me llamara yo ya he sabido que venía, tan sólo por su manera enérgica de golpear el llamador, con un poco de guasa, antes de empujar la puerta entornada de la calle. Me llama asomándose al hueco de las escaleras y yo dejo mi cuaderno, las tijeras y el puñado de recortes y bajo enseguida a darle un beso y a respirar el júbilo de su presencia. Mi hermana también ha sabido que venía y entra corriendo de la calle, dejando el corro sonoro de sus amigas, con las que jugaba a la comba. Mi tía Lola siempre trae novedades y regalos: hoy, un puñado de revistas y de periódicos recientes para mí, una cinta del pelo para mi hermana, y también una pequeña nevera portátil llena de helado que ella misma ha hecho en un aparato eléctrico recién llegado a la tienda de su marido. En el corral, a la caída de la tarde, bajo la parra llena de racimos todavía verdes y sonora de avispas y de pájaros, mi madre y mi abuela dejan su labor de costura para deleitarse con los helados de chocolate y café y leche merengada que mi tía saca de su nevera portátil como de una chistera de prodigios y con las historias y las novedades que ha traído.

Mi tía corta una porción de helado, haciendo sonar sus pulseras, le pone a los lados dos galletas finas y cuadradas y nos la va pasando, chupando la parte derretida que le chorrea por los dedos. Mi hermana lame el suyo, probándose con la mano que le queda libre la cinta para el pelo, y yo devoro a bocados el mío, su triple capa de chocolate, leche merengada y café, mientras empiezo a hojear los periódicos de los últimos días, sus primeras páginas ocupadas por grandes titulares.

"?Qué les espera a los astronautas cuando salgan de la cápsula? Inquietud universal. Aldrin pregunta a su director espiritual qué actitud debe adoptar al pisar la Luna".

– El último adelanto -dice mi tía Lola-. Se bate el helado, dándole a un botón, se pone en el molde, se guarda en el congelador del frigorífico y a la media hora ya puedes comértelo, y es mucho más sano y más sabroso que los de las heladerías.

– Pero es que nosotros no tenemos frigorífico -dice melancólicamente mi hermana.

– Ni falta que nos hace -dice mi abuela-. Para qué lo queremos teniendo un pozo tan fresco.

– Pues porque no queréis. Carlos viene con la furgoneta, lo instala en un rato y se lo pagáis en tantos plazos que ni os daríais cuenta.

– ¿Y qué hacemos con los plazos de la cocina de butano y de la tele? -dice mi madre.

– Hija mía -mi abuela siempre tiene un punto de seca censura cuando le habla a mi tía Lola-. Tu marido siempre está queriendo vendernos cosas.

– Más falta nos haría una lavadora.

– ¿Y una máquina de lavar los platos? -¿También hay máquinas para eso? -Para tener una lavadora primero tiene que haber agua corriente.

– En eso tiene razón el chiquillo.

Mira que seguir trayendo el agua de la fuente en cántaros, en los tiempos que corren.

– Bien rica y bien fresca que está la que nos trae tu padre de la fuente de la Alameda.

– En la burra, en las aguaderas de esparto. Se tarda menos en llegar a la Luna que en ir y volver de la Alameda.

– Pues nos compramos un grifo, lo pegamos en la pared y ya está.

– Cállate, niña, no digas tonterías.

– ¿Quieres no hablarle así a tu hermana? En las revistas hay páginas enteras a todo color con fotografías del proyecto Apolo. Reflectores blancos iluminan de noche el cohete gigante Saturno V sobre la plataforma de despegue, rodeado de nubes que parecen producidas por la combustión de los motores y son de los gases de refrigeración del combustible. Ciento diez metros de altura y siete mil toneladas de peso, y en el pináculo la pequeña forma cónica de la nave Columbia, un resplandor blanco y vertical en la noche, observado desde lejos por los espectadores que aguardan en las playas, en torno a hogueras encendidas, controlado en cada pormenor por los ingenieros que no duermen y miran las pantallas de los computadores electrónicos, escuchando cada uno en sus auriculares los números de la cuenta atrás. Hace tres días, hace poco más de setenta y cinco horas, y la nave diminuta y frágil que en el momento del despegue parecía a punto de ser devorada por el fuego de los motores ha recorrido más de trescientos mil kilómetros y está ahora mismo en órbita alrededor de la Luna.

Con las escafandras puestas, un poco antes de entrar por la escotilla de la cápsula, los tres astronautas saludan desde la pasarela roja que se separará del cohete en el momento del despegue: sonríen, sin escuchar ya nada, las tres cabezas sumergidas en el silencio de las esferas de plástico, con sus trajes blancos, moviendo en un gesto de adiós las grandes manos enguantadas, avanzando luego con pasos pesados sobre las suelas de buzo con las que dos de ellos pisarán el polvo de la Luna. Pero entonces los trajes espaciales y las mochilas con los depósitos de aire y los instrumentos de comunicación pesarán seis veces menos que en la Tierra, y los astronautas experimentarán una ligereza superior a la de los nadadores en el agua. Tomas un leve impulso, das un salto y te quedas flotando, y caes despacio de nuevo unos metros más allá, entre el polvo tenue y lentísimo que tus pies han levantado, y que probablemente no se había estremecido desde mucho antes de que se formaran los continentes de la Tierra. "?Contendrán los asteroides de la Luna algún agente nocivo que introducido en la cabina espacial resulte un peligro para las vidas de los astronautas y desencadene una trágica epidemia en nuestro planeta?" -He ido a casa de Baltasar -dice mi tía Lola, seria de pronto-. La sobrina le decía mi nombre, pero yo creo que no me ha conocido.

– Al día de Santiago no llega.

– A esa gente tan mala parece que no la mata ni la muerte misma.

– Ave María Purísima -mi tía Lola se santigua, pero de una manera aproximada-. No digáis eso de una persona que está agonizando.

– La mujer creo que ya ni lo mira.

Con lo señora que es no quiere andar limpiándole la mierda.

– ¿Baltasar se hace caca, como los niños chicos? -Las personas se van del mundo igual que vienen a él, cagándose encima.

– No digas eso, Dios nos libre -dice mi madre-. Seguro que con las personas buenas el Señor tiene más compasión.

– La sobrina le limpia el culo y le lava los calzoncillos en la pila, y mientras la señora se pasa el día peinándose, pintándose la cara y viendo la televisión.

– Con lo que va a heredar, bien podrá comprarse un aparato en color.

– Dice Carlos que la gente se ha vuelto loca comprando teles, con esto de la Luna.

Según la mujer de Baltasar los televisores en color ya están inventados, y aunque su marido y ella podrían tener uno, a pesar de lo caros que son, hasta ahora han preferido no hacerlo, ya que el color se produce en esos aparatos en virtud de unos polvos muy finos, de diversas tonalidades, que flotan en el interior de la pantalla. Pero ella ha sabido -se lo dijo a mi abuela, confidencialmente- lo que los vendedores mantienen oculto, y es que por ahora esos polvos no están perfeccionados y se gastan muy pronto, de modo que las imágenes, al principio nítidas y de colores brillantes -"igual que en el cine"-, poco a poco van empalideciendo, y los colores se apagan, de modo que al poco tiempo lo que uno vuelve a tener es un televisor en blanco y negro.

– Esa mujer es tonta -dictamina mi tío Carlos, el marido de mi tía Lola, que debe de saber de lo que habla, porque se ha hecho rico en poco tiempo vendiendo electrodomésticos, sobre todo televisores-. Qué sabrá ella de receptores a todo color, si hasta ayer mismo estaba arrancando cebollas en el campo.

Que se llame Carlos es un indicio de que mi tío estaba destinado a llegar lejos en la vida. Ni en nuestra familia ni en todo el barrio de San Lorenzo hay nadie que se llame así.

Los hombres se llaman Pedro, Manuel, Luis, Juan, Francisco, Antonio, Nicolás, José, Lorenzo, Vicente, Baltasar. Heredan esos nombres de sus abuelos y se los transmiten a sus nietos varones, y los celebran austeramente cada año en el día del santo, que es mucho más importante que el cumpleaños, y que está relacionado con el paso de las estaciones y de los trabajos del campo. Será que el cumpleaños conlleva una idea lineal del tiempo, de cambio sin regreso, y el santo parece que asegura lo que a ellos más les gusta, la monotonía agraria de la repetición. El cumpleaños es individual, pero el santo es colectivo: lo celebran juntos todos los que llevan el mismo nombre en la familia, y los nombres son tan repetidos que algunos días de santo tienen algo de fiesta local. Carlos es un nombre de personaje rico, o de personaje de película o novela de la radio, casi como Ricardo, o Daniel, o Gustavo. Si uno se llama Carlos es seguro que no trabaja al sol ni con sus manos y que celebra su cumpleaños. De joven mi tío Carlos trabajaba de aprendiz en un taller de reparación de máquinas de coser Singer. Como era espabilado y simpático, de aprendiz pasó a dependiente en la tienda, y al poco tiempo, cuando ya empezaba a cortejar a mi tía Lola, dejó la tienda para instalarse por su cuenta y se hizo representante de cocinas de gas. A mi abuelo aquella decisión del aspirante a novio de su hija más joven le hizo sospechar que el individuo en cuestión carecía de juicio. ¿Quién iba a querer cocinar en aquellos aparatos, cuando los de carbón eran tan económicos y tan seguros, y además cuando todas las mujeres lo que preferían era cocinar en una buena lumbre de leña de olivo? El gas era un peligro, un veneno atroz. Él, mi abuelo, se acordaba de haber oído decir, cuando era muchacho, que el gas era un arma terrible que mataba a millones de hombres en la Guerra Europea. Podía estallar con más fuerza que un obús y hundir una casa entera, y envenenaba la comida que se preparase con él, según bastaba ver mirando la llama azul y enfermiza con la que ardía.

Al poco tiempo, mi tío Carlos había vendido tantas cocinas de gas que ahorró lo bastante para abrir una tienda, en un portal de un edificio en la calle Nueva que sólo unos años más tarde derribó entero para construir una de las primeras casas con ascensor que hubo en Mágina, con un escaparate enorme en la planta baja y un letrero luminoso que atravesaba en diagonal la fachada entera, y en el que intervenían como elementos decorativos una pantalla de televisor, el esquema de un átomo, las ondas electromagnéticas, un rayo y un nombre raro y sonoro, resultado de unir las tres primeras letras de su nombre y las del de mi tía:

Carlol-Electrohogar 2.000.

Cuando obtuvo de mi abuelo el permiso para visitar a mi tía Lola en el portal todas las noches y sacarla a misa y de paseo los domingos, mi tío Carlos se compró una Vespa y unas gafas de sol. Como yo no había conocido a nadie hasta entonces que usara gafas de sol y condujera una moto, las dos cosas quedaron asociadas durante mucho tiempo en mi imaginación al dinero y al éxito. Mi tío Carlos llegaba a la plaza de San Lorenzo en su Vespa y la frenaba delante de nuestra puerta y hacía sonar la bocina varias veces, con una cierta cadencia, para llamar a mi tía Lola, que estaba ya esperando su llegada, vestida y pintada, oliendo a colonia, a laca, a polvos de maquillaje y a lápiz de labios.

La oía bajar por las escaleras con el repique ligero de sus tacones -"Chiquilla, que te vas a matar", le advertía en vano mi abuela- y luego, tras la persiana de un balcón, la veía recogerse el vuelo de la falda y sentarse en el sillín detrás de mi tío Carlos, abrazada a su cintura.

Me moría de celos.

Sin quitarse las gafas de sol mi tío aceleraba la moto enfilando la calle del Pozo, y sus bocinazos asustaban a los burros y a los mulos que volvían cargados del campo, a los rebaños de cabras, de ovejas o de vacas que a la caída de la tarde bajaban a beber agua al pilar de la puerta de Granada, el mismo en el que lavaban la ropa las gitanas que unos años des- pués me trastornaban con sus tetas temblorosas y blancas, agitadas por el movimiento enérgico de frotar la ropa con jabón sobre las tablas estriadas de madera. Mi madre, mi abuela y yo nos asomábamos a veces para asistir a la partida de la moto, con mi tía sentada de lado con las rodillas juntas y la corola de la falda cubriendo el sillín, como si la despidiéramos para un viaje largo y lleno de incertidumbres.

Ella nos decía adiós, agitando una mano luminosa de pulseras y de uñas pintadas, como una actriz en el noticiario del cine. Con sus alpargatas a chancla, con sus delantales viejos, en los que se secaban las manos enrojecidas y ásperas, mi madre y mi abuela parecían pertenecer no a otra generación, sino a otro mundo más pobre y antiguo que el que habitaba mi tía Lola. Yo sentía sin darme cuenta la vejación doble de quedarme con ellas y de que mi tía Lola me dejara por otro.

– Se va a matar un día ese chalado con la moto, sin ver nada, con las gafas oscuras, con el cigarro en la boca -vaticinaba sombríamente mi abuelo, mirando el reloj de pared cuando acababan de dar las once de la noche y mi tía Lola aún no había regresado-. Se va a matar y va a matarla a ella, y si no se mata se buscará una ruina, metiéndose en todos esos negocios.

Después de cada vaticinio mi tío Carlos se lanzaba a un negocio todavía más audaz y ganaba el doble de dinero. Al poco tiempo de casarse con mi tía Lola inauguró la tienda Carlol-Electrohogar 2.000, con su gran escaparate en el que se apilaban los televisores, y que mi abuelo miraba moviendo la cabeza con una expresión lúgubre, pensando que nadie iba a comprar aquellos aparatos tan caros y tan complicados, y de imágenes tan mezquinas por comparación con el tamaño glorioso de las pantallas y los colores magníficos del cine. ¿Y cuántos televisores tendría que vender su yerno para pagar los plazos de la hipoteca insensata en la que se había metido al construir el edificio entero en el que estaba la tienda, y las facturas de electricidad por la iluminación del escaparate y del letrero con aquel nombre estrambótico que la mayor parte de la gente que pasara por la calle Nueva ni siquiera sabría pronunciar? Mi tío Carlos vendía televisores, frigoríficos, lavadoras, lavavajillas, cocinas eléctricas y de gas, aspiradoras, pero se negaba a vender o a reparar aparatos de radio como el que nosotros teníamos en casa.

– Ese producto tiene los días contados -le decía a mi abuelo, espantándolo con una prueba más de su temeridad y su falta de juicio-. Cuando se le estropee su receptor lo mejor que hace usted es tirarlo.

En los primeros tiempos del noviazgo de mi tía Lola, mi tío Pedro y mi tío Manolo eran todavía muy jóvenes, y seguían trabajando en el campo con mi abuelo. La opinión que tenían sobre el aspirante a novio de su hermana oscilaba entre considerarlo un botarate o un sinvergüenza. No siendo, además, de una familia campesina, vistiendo trajes, usando colonias y gafas de sol, incluso un anillo de oro, y fumando cigarrillos rubios, era posible que también tuvieran dudas acerca de su hombría, y, simultáneamente, sin que advirtieran la contradicción, sobre la rectitud de sus intenciones con respecto a mi tía Lola, que al fin y al cabo era la hermana más joven y por lo tanto aquella cuya honra era preciso custodiar.

Por encargo de mi abuelo, mi tío Pedro y mi tío Manolo empezaron a seguir a la pareja a una cierta distancia, turnándose si les parecía oportuno como dos policías que no quieren alarmar a un sospechoso. Si mi tía Lola iba con su novio al Ideal Cinema -y al patio de butacas, que nadie de nuestra familia había pisado hasta entonces-, mi tío Pedro y mi tío Manolo entraban a la misma sesión, pero a los altos del gallinero, y desde allí se asomaban para mantener la vigilancia. Les hacían señas inclinados sobre la barandilla, incluso les silbaban para llamar su atención, en parte para advertir de su presencia censora, y en parte también por la ilusión pueril de celebrar que su hermana estaba sentada como una señora en el patio de butacas. Ella, que los había estado observando de reojo desde el principio del paseo, fingía no verlos, y hasta procuraba distraer la atención de su novio, temiendo con razón que montara en cólera. Pero los dos hermanos insistían en los saludos, en los silbidos y en los visajes desde el gallinero, y el novio, en el límite de la paciencia, la tomaba de la mano para llevarla a otra localidad que no fuera visible desde arriba. Lo malo era que los sábados y los domingos el cine estaba siempre lleno, así que mi tío Carlos tenía que conformarse y hacer como que no se enteraba de nada, o perdía del todo la paciencia y se llevaba a mi tía del cine. Pero este ardid tenía que emplearlo cuando las luces ya estaban apagadas, porque si los dos hermanos se daban cuenta de la retirada salían a toda prisa ellos también, y esperaban escondidos en un portal de la calle Real a que aparecieran los novios, o los buscaban hasta encontrarlos en algún punto del itinerario forzoso que seguían las parejas: calle Real, plaza del General Orduña, calle Mesones, calle Nueva, explanada del hospital de Santiago y regreso.

El problema era que los domingos por la mañana mi tío Manolo y mi tío Pedro estaban trabajando en el campo y no podían mantener la vigilancia.

Fue así como mi abuela y mi madre idearon el remedio de utilizarme a mí como carabina infantil de los novios, y me regalaron sin proponérselo algunas de las mañanas de domingo más felices de mi vida, ayudando además a mi secreta reconciliación con mi tío Carlos, hacia el que hasta entonces había sentido unos celos enconados, un rencor venenoso. Hasta entonces, los domingos por la mañana, cuando yo veía a mi tía Lola vestirse y maquillarse, la felicidad que me daba observarla -con su punzada de emoción eróticaestaba ensombrecida por la conciencia de que todo eso lo hacía ella para gustarle al intruso que vendría a buscarla. La seguía por la casa tan dócilmente como un pequeño perro doméstico y la observaba desde mi breve estatura con la misma devota atención.

Si se lavaba en la palangana, delante del espejo oval que había en su cuarto, yo le tenía preparada la toalla.

La miraba sin pestañear mientras me contaba historias o películas o cantaba las canciones de moda que sonaban en la radio, y que no eran las mismas que les gustaban a mi madre y a mi abuela, porque muchas veces, cuando mi tía subía el volumen para escuchar mejor una de sus canciones y la cantaba al mismo tiempo, bailando incluso, poniéndome a mí a bailar con ella -las rodillas flexionadas, las caderas moviéndose, el cuerpo entero basculando sobre los talones-, enseguida se escuchaban los gritos de alguien ordenándole que bajara la radio, que nos íbamos todos a volver locos con aquella música. A mi tía le daba la risa y no hacía ningún caso, y yo sentía miedo por ella.

Me daba cuenta, con melancolía confusa, de la diferencia entre ella y el resto de nosotros, en esas mañanas de domingo en que aparecía arreglada y perfumada, con sus tacones blancos de punta, que le daban una forma tan delicada a los tobillos y a los empeines, a sus piernas sin medias, con su peinado alto y sus faldas en forma de corola. Mientras tanto mi madre y mi abuela iban vestidas con batas viejas y mandiles y alpargatas de cáñamo y si se arreglaban era para ir a misa o a un entierro y se vestían de oscuro.

Veía todo eso con mis ojos infantiles como una especie de augurio que no hubiera sabido expresar y que nunca confesé a nadie. Cuando sonaba el llamador de la puerta mi tía Lola bajaba a toda velocidad las escaleras para abrirle a su novio, dejando atrás el revuelo de la falda y las enaguas y un olor a jabón y a colonia, a lápiz de labios, a laca de uñas. Se inclinaba hacia mí para darme un beso de adiós y yo aprovechaba ese instante para disfrutar toda la voluptuosidad que se contenía en él: los labios rojos, el rímel subrayando sus ojos tan grandes y sus largas pestañas, las clavículas, los brazos desnudos, la tela estampada del vestido, que era la única cosa de colores vibrantes que había en nuestra casa, con excepción de las flores de los geranios. Y cuando se había ido yo advertía en la penumbra del portal el gesto de reprobación con que mi madre y mi abuela la habían despedido y me ponía silenciosamente de parte de ella, con un fervor apasionado, con la abnegación de un caballero que defendería a su dama contra los acechos de los monstruos sombríos y de las maledicencias que se cebaran con ella, y que además no le reprocharía su frivolidad ni su ingratitud al marcharse con otro.

– La señorita se va sin hacer ni siquiera su cama.

– Y mira cómo lo deja todo. Ésa se arregla mucho, pero por donde pasa parece que han pasado las cabras.

– Una cabeza de cabra es la que ella tiene.

– Sale a la calle y ya se va riendo.

– A ver si tanta risa no termina en llanto.

Pero ahora, en virtud de la consigna de vigilancia estricta, que se aplicaba a cada movimiento de mi tía Lola, yo, su partidario más ferviente, era enrolado como espía, sin que nadie advirtiera de qué lado estaba mi lealtad. Y los domingos por la mañana, en vez de asistir tristemente a su transformación, que me recordaba la de Cenicienta en el cuento, yo me beneficiaba de ella, recibía dichosamente su influjo luminoso, al menos en el tiempo en que mi tío Carlos aún no se había comprado la Vespa, haciendo cualquier vigilancia imposible. Me ponían mis mejores pantalones cortos y mis tirantes de hebilla plateada, me lavaban la cara y las rodillas con el estropajo hasta dejármelas enrojecidas, me ponían mis calcetines blancos y mis zapatos charolados, y cuando mi madre y mi abuela habían terminado de arreglarme era mi tía Lola quien se encargaba de la última inspección, agregando un detalle imaginativo o caprichoso, quizás desordenándome el flequillo demasiado recto que mi madre había aplastado con agua sobre la frente.

Y cuando sonaba la llamada -un repique especial del llamador que era la contraseña de los novios-, yo era el primero que bajaba y abría la puerta, y como el novio no estaba todavía autorizado a entrar en la casa me quedaba con él en la plazuela, explicándole que mi tía Lola iba a bajar enseguida, con un principio de complicidad que sin embargo no excluía del todo el antiguo rencor.

– Mujeres -me decía él, apoyándose en la esquina, con un cigarrillo rubio en los labios, como haciéndome una confidencia que me sería útil en la vida-. Siempre te hacen esperar.

Al salir, mi tía miraba rápidamente a su alrededor para ver si había alguna vecina espiando y le daba al novio un beso instantáneo como el picotazo de un pájaro, y eso bastaba para que reviviera en mí el antiguo rencor. Un momento después ya estaban mi madre y mi abuela en la puerta, y en la de Baltasar su mujer y la sobrina, y tal vez había algunas vecinas más que habían aparecido con una escoba o asomadas a las ventanas, regando las macetas.

– Andad con Dios.

– Lola, no tardes.

– No se preocupe, señora, que no pienso robarla.

– No le compréis marranerías al niño, que se le quitan las ganas de comer.

Yo iba entre ellos, con el instinto del niño celoso que procura impedir la excesiva cercanía entre dos adultos.

Sobre el empedrado de la calle del Pozo resonaban los tacones de mi tía Lola, y en los bolsillos de su novio tintineaban llaves o monedas, el metal del mechero. Yo era consciente de la singularidad de mi tía y del modo en que la miraban las otras mujeres -también me había fijado en cómo la miraban a veces los hombres por la calle-, y me imaginaba que ella y Carlos eran mis verdaderos padres, o unos tíos mundanos y muy viajeros que llegaban a buscarme desde un país lejano y me llevaban luego con ellos en un tren o en un transatlántico. Salía con ellos de la plaza de San Lorenzo y de los callejones donde transcurrían nuestras vidas y me llevaban a los espacios abiertos por donde se paseaba la gente muy arreglada en las mañanas del domingo: el paseo de Santa María, en el que repicaban las campanas de las iglesias con el toque de la misa mayor; la calle Real y el paseo del Mercado, donde la banda municipal tocaba en el kiosco de la música; la plaza del General Orduña, donde estaban el kiosco de periódicos y tebeos y el puesto de los helados, y frente a ellos, al otro lado de la estatua del general taladrada de disparos, los tenderetes de los soportales, donde se vendían tebeos, novelas del Oeste, sobres de cromos, pelotas de goma, bolsas de pipas, pirulís sabrosos de caramelo rojo circundado por una banda de azúcar, indios y vaqueros de plástico, cinturones con cartucheras y pistolas de juguete, espadas, corazas y hasta morriones de romanos. Me sentaba con mi tío Carlos y mi tía Lola en un velador de aluminio de la cafetería Monterrey y me embebía en la lectura del tebeo y en el sabor del refresco que me habían comprado y se me olvidaba por completo mi vigilancia recelosa. Ya no me sentaba entre los dos, ni me fijaba en lo que hacían con las manos. Las cañas de cerveza que les había servido el camarero tenían el mismo resplandor dorado de la mañana de domingo. A mi tía, cuando bebía un trago, la espuma blanca le manchaba los labios, y luego quedaba en la copa vacía un cerco de carmín.

Bajábamos luego por el Rastro hacia los jardines de la Cava, junto al cine de verano, que eran la gran novedad en nuestro vecindario, con sus fuentes de taza, sus bancos de piedra, sus setos de arrayán y sus macizos de rosas y jazmines que trepaban por pérgolas pintadas de blanco, dominando toda la amplitud del valle del Guadalquivir. Yo ya estaba mareado de cansancio, aturdido de felicidad, empachado de pirulís y cacahuetes, de patatas fritas, de almendras saladas, pero en los jardines de la Cava, donde había también puestos de helados y refrescos y vendedores ambulantes de globos y de juguetes, aún quedaba ocasión para un regalo más. Mi tía y su novio se sentaban en un banco, a la sombra de las rosaledas y los setos, y yo me olvidaba por completo de ellos, jugando con mi pelota de goma o con mi diligencia del Oeste o mi barquito de vela, leyendo mi tebeo que tenía colores brillantes y un olor a tinta tan delicioso como el de la vegetación de los jardines. Si había empezado la temporada de verano, miraba los cartelones de la película que pondrían esa noche, y el bastidor con fotogramas colgado junto a la taquilla. Me asomaba con una sensación de vértigo a la balconada que daba al valle del Guadalquivir, mirando las huertas, las extensiones de sembrados, los olivos que progresaban en líneas rectas hacia las laderas de la sierra, de un azul no mucho más oscuro ni menos transparente que el cielo. En aquel lugar la gente era muy parecida a mi tía y a su novio, tan joven como ellos, tan impecable y pujante como los setos y los rosales del parque, tan nueva como la pintura blanca de las pérgolas. Las parejas de novios paseaban tomadas del brazo, los hombres con trajes, gafas oscuras y pelo brillante, las mujeres con vestidos claros y zapatos de tacón, y los más modernos se tomaban de la mano según una moda reciente que mi tía Lola y mi tío Carlos habrían aprendido en alguna película y adoptado con entusiasmo, y que empezaban a practicar en cuanto doblaban la última esquina de la calle del Pozo y mi madre y mi abuela ya no podían verlos.

Una mañana, sobre nuestras cabezas, en los jardines de la Cava, apareció una avioneta blanca que había venido volando por encima de los tejados y las torres de los palacios y los campanarios de las iglesias. En su cola ondeaba una larga bandera amarilla con un letrero que decía: "Cinzano". En medio de los jardines todo el mundo miraba hacia el cielo haciéndose visera con las manos. La avioneta dio un giro sobre la pantalla del cine de verano y se alejó hacia el valle y la sierra, dejando un largo rastro blanco en el cielo sin nubes, un blanco tan limpio como espuma de cerveza. Se iba volviendo muy pequeña y ya no se oía el ruido del motor, que a mi tía le había hecho taparse los oídos mientras pasaba sobre nuestras cabezas y parecía que fuera a rozarlas. Poco a poco, cuando ya casi no se la veía en el cielo, la avioneta hizo un amplio giro y el sol relumbró un instante en sus ventanillas. Llegó a la altura del cuartel de Infantería, al final de la ciudad, y desde allí volvió en línea recta hacia donde nosotros estábamos, cada vez más cercana y más atronadora.

Pasó sobre la pantalla del cine de verano agitando con un vendaval las copas de las palmeras que hay detrás de ella, y al sobrevolar de nuevo los jardines de la Cava sentimos un golpe de viento contra nuestras caras y vimos un instante, tras las ventanillas cuadradas, la cara con gafas de sol y la camisa blanca con galones del piloto. La gente aplaudió cuando una mano apareció saludando por una ventanilla, y algunos padres alzaban en brazos a sus hijos pequeños que estiraban las manos como queriendo alcanzar las alas blancas de la avioneta. La banderola amarilla de Cinzano vibraba en el cielo muy azul con un resplandor de oro, restallando en el viento. Volvimos todos las cabezas según la avioneta pasaba volando cada vez más bajo sobre el mirador de las murallas y luego sobre el campanario cubierto de hiedra de la iglesia de San Lorenzo, en dirección a la plaza de Santa María. Mi tío Carlos le indicaba la trayectoria del vuelo a mi tía con un brazo extendido, y el otro se lo pasaba como por casualidad por la cintura, sobre el talle estrecho de su vestido estampado.

– Pues eso no es nada -dijo mi tío Carlos cuando la avioneta ya se había perdido en el cielo, más allá de la sierra de Mágina-. Ha dicho el presidente Kennedy que muy pronto el hombre llegará volando a la Luna.

– ¿Y ese presidente quién es? -dijo mi tía.

– El de Estados Unidos, el que más manda en el mundo.

– ¿Más que Franco? -Como de aquí a Lima…

Volvimos a casa por la calle del Pozo, yo ahora entre ellos, y cuando mi tío se fue y mi madre y mi abuela pusieron la comida, un potaje de garbanzos con espinacas o acelgas, a mí casi me dieron arcadas nada más ver la olla y oler los garbanzos, el repollo, el tocino.

– Mira que te lo advertimos, hija mía, pero tú ni caso. Le habéis dado porquerías al niño y ahora no quiere comer.

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