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Después del sol de las cinco de la tarde en la plaza y del aire ardiente, denso del olor húmedo de la savia en los álamos, el portal de la casa de Baltasar, cuando empujo la puerta entornada, es un pozo fresco de sombra:

como cuando me inclino sobre el pozo en nuestro corral y miro al resplandor líquido del fondo y siento en la cara la penumbra fresca en la que resuenan tan nítida y poderosamente el golpe del cubo de estaño contra el agua al hundirse y luego el agua que lo desborda cuando es izado por la soga. A una cierta hora, en las noches de luna llena, se ve la luna exactamente repetida en el fondo del pozo, en el centro de una negrura húmeda más densa que la del cielo. Así verán quizás los astronautas ahora mismo la Tierra por las claraboyas de la nave Apolo Xi, redondas como el brocal del pozo y como el espejo móvil del agua en el fondo. La Tierra azulada, alejándose, envuelta parcialmente en remolinos de nubes, tapada a medias por la noche que cubre un gajo de su esfera, deslumbrada de sol en su hemisferio diurno, girando despacio, mientras nuestro vecino Baltasar agoniza, igual de lentamente, echado en su gran sillón de mimbre, los ojos entornados y la boca entreabierta, en un cuarto que huele a sudor viejo, a cañería y a heces, y en el que las cortinas echadas sólo dejan entrar una tenue raya de la claridad cegadora de julio. En la superficie de la Luna la radiación solar no filtrada por ninguna atmósfera eleva la temperatura a ciento diecinueve grados: en las zonas de sombra hace un frío de doscientos treinta grados bajo cero.

No he llamado a la puerta, porque en nuestra plaza las puertas sólo se cierran a la caída de la noche, y en verano mucho más tarde, cuando se disuelven los grupos de vecinos que sacan las sillas al fresco de la calle y conversan huyendo del calor de las habitaciones cerradas, cuando ha acabado la última sesión en el cine de verano y el barrio se queda desierto y en silencio. He empujado la puerta, que es más pesada que la nuestra y tiene una sonoridad más rica al abrirse, y al principio parece que nadie advierte mi llegada. También los golpes del reloj que hay en la pared suenan más profundos que en el de nuestra casa. Faltan dieciocho minutos para la ignición de la tercera fase del cohete Saturno.

Cuando los motores de cada una de las fases y los depósitos de combustible que los alimentan han cumplido su tarea se desprenden de la nave principal y se quedan flotando como satélites de chatarra. Mientras mis pupilas se habitúan a la penumbra me quedo quieto en el portal, esperando a que alguien aparezca, con el miedo a que me vean de pronto y me tomen por un intruso.

Pero la trayectoria de la nave no la lleva en línea recta hacia un objetivo inmóvil, sino hacia el punto de su órbita en el que se encontrará la Luna el sábado que viene por la tarde, según el cálculo infalible de las computadoras.

Mis ojos empiezan a distinguir los contornos de las cosas al mismo tiempo que algunos sonidos se precisan en el pesado silencio y algunos olores familiares y otros extraños llegan a mi olfato. Sobre los olores conocidos de casa opulenta y espacios anchurosos -cuero, cobre bruñido, ropa limpia en profundos armarios, trigo en las cámaras, aceite en las tinajas del sótanoahora prevalece, infectando el aire, un olor de medicinas y de algo que se parece a un principio adelantado de putrefacción.

Yo nunca he olido la muerte humana ni el sudor de miedo en la ropa usada de un enfermo. Conozco el hedor de los animales que llevan muertos varios días y el del estiércol y el del agua estancada y el de las patatas que se han podrido dentro de un saco y manchan los dedos de una sustancia blanda y casi líquida como carne descompuesta. Pero nadie a quien yo quisiera se me ha muerto. Nunca he escuchado una respiración agónica. Cuando mi padre oye un redoble fúnebre de campanas o ve pasar un entierro hace siempre la misma broma: "Se ve que era alguien que venía de familia de muertos".

Ahora, en el gran portal embaldosado, según voy distinguiendo las figuras en las estampas de las paredes, la madera pulida de los muebles, también escucho y huelo, oigo un rumor lejano de pasos, de voces murmuradas, una respiración que suena como esos fuelles de cuero áspero con los que se aviva un fuego declinante. La plaza soleada y ardiente se ha quedado muy lejos, aunque esté sólo a unos pasos. Los sonidos de la calle me llegan tan débilmente ahora como si la penumbra en la que he ingresado fuese un forro de guata envolviendo las cosas. Por eso me sobresalta la voz cercana de alguien que ha venido hacia mí sin que yo lo advirtiera.

– Mi tío te está esperando. ¿Por qué tardabas tanto? ¿No sabes la mala espera que tiene? La sobrina diminuta y tullida se seca las manos enrojecidas con el delantal, o tan sólo se las frota con él en un gesto nervioso. Tiene la cara grande, de color oliváceo, el pelo rizado y muy oscuro, las piernas y los brazos muy flacos, las rodillas protuberantes y torcidas. Mi abuelo dice que es leal como un perro a sus tíos porque la salvaron de la miseria cuando murieron sus padres de hambre o de enfermedad al final de la guerra y no tenía más porvenir que el orfanato y una muerte segura y temprana, tan enfermiza como era. Según mi abuela Baltasar y su mujer la recogieron para tener una criada y hasta una esclava sin pagar un salario. Cuando yo era muy pequeño la sobrina se acercaba a mí para abrazarme y darme besos y yo me echaba a llorar espantado y corría a refugiarme en las faldas de mi madre. No porque fuese fea o contrahecha, sino porque era inexplicable a mis ojos simples de niño: arrugada y adulta y a la vez de estatura infantil, la cabeza tan grande y el cuerpo desmedrado, la joroba en la espalda, los párpados enrojecidos sin pestañas.

– Tú cada día más alto -dice, con una media sonrisa en su cara entristecida-. Tú cada día más alto y yo más enana.

Levanta la cabeza para mirarme y ve todavía al niño que he sido hasta hace muy poco. Camina delante de mí, a cojetadas, arrastrando unas zapatillas viejas, vestida con un mandil más bien andrajoso que revela todas las penurias y fatigas del trabajo doméstico, como sus manos enrojecidas de lavar y fregar y sus rodillas amoratadas de tanto doblarse sobre ellas para fregar los suelos. La mujer de Baltasar dice que para qué van a comprar ellos una lavadora, si su sobrina deja la ropa más reluciente que cualquiera de las que anuncian en la televisión.

"Le quito el entretenimiento de lavar a mano en la pila del corral y le doy un disgusto". Camino tras ella por un pasillo que sé adónde conduce: a la sala donde tantas veces nos sentábamos para ver la televisión. La sobrina pesa tan poco que sus pasos no suenan sobre las baldosas, tan sólo se oye el roce de sus alpargatas viejas. La huella de cada paso que den los astronautas sobre el polvo de la Luna permanecerá indeleble durante millones de años. En la Luna no hay viento ni lluvia ni tampoco un núcleo de metales candentes como el que hierve en el centro de la Tierra. La Luna es un satélite muerto, una isla desierta de rocas y polvo en medio del espacio.

Ahora el aire se vuelve más cálido y denso, y más profundo el olor a cerrado. En la sala donde está Baltasar, de espaldas al gran televisor apagado, hay un olor a retrete y a cuadra, a orines rancios: también a aceite y a queso. Si los astronautas vomitan mareados por la ingravidez sus vómitos quedan flotando en el aire.

Si no controlan las náuseas cuando tienen puesta la escafandra podrían ahogarse con los vómitos. Hay una pila de grandes quesos encima de la mesa, sobre un lienzo blanco. Un hombre gordo, rojizo, con un blusón negro, está pesando un queso en una romana, frente al sillón de mimbre en el que al principio me parece que no hay nadie. Otro hombre, más al fondo, recoge un fonendoscopio, un termómetro, utensilios acerados de médico, y los va guardando en un maletín. Los dos me miran cuando entro con una curiosidad remota, como si la habitación fuera mucho más grande y apenas pudieran distinguir mi presencia.

– Tío -dice la sobrina, en voz baja, acercando la cara al sillón de mimbre-, aquí lo tiene usted.

Pero ese hombre no parece Baltasar: aún no está muerto y ya se ha vuelto un desconocido, en los pocos días que han pasado desde la última vez que lo vi. Ha sufrido una transformación como las de los seres monstruosos de las películas, como el hombre que se convierte en Hombre Lobo delante de un espejo o la Momia terrosa que se disgrega en polvo en un sarcófago. Su cara es ancha y grande, como siempre, pero ahora parece un odre viejo que se ha quedado vacío.

En vez del color cobrizo de la piel, quemada por tantos años de sol y amoratada por el vino y los atracones de comida, ahora veo una sustancia amarillenta y agrisada del color de las vejigas de cerdo que los niños hinchan como pelotas de goma después de las matanzas. El cuerpo entero se ha desmadejado, ha encogido y a la vez está descoyuntado, y ya apenas rebosa de los brazos y del respaldo del sillón de mimbre, que antes crujía bajo su peso enorme. Las manos no las reconozco: más pálidas que la cara, los huesos resaltando bajo la piel y las uñas que ahora son enormes. Una mano se mueve débilmente en el aire hacia mí. Me acerco al olor, a la respiración, al sudor viejo, al aliento podrido.

– No le conviene hablar, ni irritarse -dice la voz del médico, al fondo, en una zona donde la penumbra es más densa-. Tiene que ahorrar las fuerzas que le quedan.

Pero no parece que le hable a Baltasar, ni a la sobrina que se ha retirado en silencio, y menos aún al hombre del blusón negro que sostiene en la mano una balanza, como esas estatuas de la Justicia. El médico enuncia algo en el tono de quien sabe que no va a ser obedecido, ni siquiera escuchado, como formulando un principio que no necesita dirigir a nadie. Ahora el médico mira la escena, desde fuera de ella, con los brazos cruzados, con una actitud de indulgencia en la que yo también estoy incluido.

Tiene el pelo gris, muy pegado a las sienes, y viste un traje claro y una pajarita. Pertenece a otro mundo, no a nuestra plaza, ni a nuestro vecindario. Ni siquiera parece que le afecte el calor. Lleva un pañuelo blanco en el bolsillo superior de la chaqueta y huele suavemente a loción o a colonia.

– Quieren engañarme -dice Baltasar, separando muy poco los labios, con los ojos casi cerrados, y el gesto de su mano abarca más allá del hombre del blusón y del médico-. El muerto al hoyo y el vivo al bollo. Creen que me voy a morir ya mismo y vienen para robármelo todo.

Respira más fuerte, agotado por el esfuerzo de hablar, y la mano que había alzado cae sobre el regazo como un gran pájaro muerto. Cierra los ojos y cuando vuelve a entreabrirlos sus pupilas húmedas están fijas en mí, reconociéndome.

– Pero a éste no lo engañáis -la boca se tuerce con una intención de sarcasmo-. Éste sabe más de números que todos vosotros.

El plural y la mirada sin dirección precisa de Baltasar parecen aludir a una congregación de fantasmas, no a las dos personas que estaban a su lado cuando yo entré. La boca es grande, de dientes enormes que se entreven cuando los labios forman muy despacio las palabras, dejando salir el aliento enfermo. Son como los dientes crueles de los burros cuando retraen los belfos porque están en celo o a punto de morder. Otras veces, en los últimos meses, Baltasar me ha llamado para que venga a repasar las cuentas que le hacen proveedores o aparceros, incluso las que su sobrina o su mujer traen de la tienda. Tiene miedo de que le estafen, de que le sisen, de que se aprovechen de su vista debilitada y de la somnolencia que le provocan las pastillas, las inyecciones de morfina que alivian la mordedura del cáncer que se lo está comiendo le permiten dormir un poco por las noches. Quien algo teme, algo debe, dice mi abuela, y mi madre la mira como asustada por su falta de compasión hacia un hombre que se está muriendo.

Ahora la respiración se va convirtiendo en un sordo mugido. El sudor brilla en la frente de Baltasar, como reblandecida en un líquido caliente, empapa su pelo escaso. Una baba blanca se adhiere a las comisuras de su boca. Un corazón puede seguir latiendo varios días en el interior de un cadáver, decía esta mañana un médico en la radio, en un programa sobre trasplantes. "La ciencia española asombra al mundo: el doctor Barnard y un padre dominico, afortunado beneficiario de un trasplante de corazón, asisten en Madrid a un congreso internacional presidido por el marqués de Villaverde". Me imagino cómo será oír el corazón de Baltasar con el fonendoscopio que tiene todavía en sus manos el médico.}?Dónde puso Dios el soplo de la vida?}, preguntaba untuosamente el locutor, que hablaba como un cura.}?En el corazón o en el cerebro? ¿Por dónde empezamos a morirnos?} Y mi abuela le dijo a mi madre, "hija mía, quita la radio, que no quiero oír esas cosas tan tristes".

– Le pondré ahora una inyección -dice el médico.

El otro hombre ha dejado sobre la mesa la balanza y mira a Baltasar, con el aire de incomodidad de quien tiene que irse y no sabe cómo hacerlo, cómo desprenderse de una situación que se le va volviendo pegajosa, igual que el sudor en la cara de ese hombre que está agonizando en la siesta tórrida de julio. -Nada de inyecciones hasta que no estén hechas las cuentas -la voz de Baltasar ha recuperado una parte de su rudeza autoritaria, y sus ojos, abiertos de nuevo, diminutos entre la carne rojiza de los párpados, se han vuelto con reprobación hacia donde está el médico, el lugar lejano de donde proviene su voz-. Qué más quisiera éste que quedarse con lo que es mío.

– Ni que fuera uno un ladrón, Baltasar -dice el hombre del blusón negro-. Como si usted no me conociera.

– El dinero no conoce a nadie -dice la voz lóbrega, el aire escaso silbando en los bronquios enlodados-. Las cuentas son las cuentas.

El dedo índice, la uña curvada, señalan la mesa, donde hay una libreta de hojas cuadriculadas, un cabo de lápiz.

– Repásalas tú. Cuenta bien los quesos, y que los vuelva a pesar delante de ti -me ordena Baltasar-.

Éste sabe mucho de números -ahora parece que se dirige vagamente al médico-. No como su abuelo.

– Pero Baltasar, si los quesos ya estaban pesados, si usted mismo ha vigilado la balanza -el manchego, impaciente, agobiado por el calor y los hedores del aire en la sala cerrada, se limpia la frente con el faldón de su blusa negra. Hombres como él pasan con mucha frecuencia por la calle, llegados a Mágina desde el norte, desde el otro lado de la Sierra Morena. Cargan al hombro sacos de lona blanca en los que abultan los quesos que vienen a vender, y llevan también balanzas o romanas para pesarlos.

– Que los peses, cojones -por un momento Baltasar se incorpora y tiene el mismo vozarrón grosero que la enfermedad ha ido minando en los últimos meses: la autoridad brutal que no tolera desobediencia o dilación, que ni siquiera las concibe.

El hombre pone, uno por uno, los quesos en un platillo de la balanza, va añadiendo o quitando pesas de hierro en el otro hasta que los dos quedan equilibrados: yo he de comprobar la exactitud de la operación, y repasar los números torpemente escritos con un cabo de lápiz en la libreta sobada, en las hojas oscurecidas por las manos sudorosas del vendedor ambulante, y hacer de nuevo cada una de las sumas y multiplicaciones. A mi espalda escucho el aliento pedregoso de Baltasar, tan sombrío como si brotara del fondo de una cueva, el afán con que aspira el aire caliente que traspasa con tanta dificultad las cavernas arruinadas de sus pulmones y sus bronquios, donde ahora mismo siguen proliferando las células del cáncer. Se remueve en el sillón de mimbre, queriendo incorporarse para ver más de cerca las lentas operaciones del pesado y anotación del importe de su mercancía, queriendo vigilar que la balanza no está siendo manipulada y que va a obtener la compensación exacta que merece su dinero. El médico observa, y cuando sus ojos se encuentran con los míos sonríe ligeramente y se encoge de hombros. El manchego, rojo de calor y tal vez de furia, transpira con un olor que se confunde con el de la corteza humedecida de sus quesos y mira de soslayo a Baltasar, que ahora, agotado por un empeño excesivo, ha vuelto a dejarse caer contra el respaldo del sillón y tiene la boca abierta y los ojos entornados, la papada colgando como un odre viejo y vacío de sus quijadas de muerto. Pero sigue respirando, ahora casi inaudiblemente, y la mano abatida sobre el regazo se alza de nuevo hacia mí en un gesto imperioso, ordenándome que me acerque, que le enseñe las cuentas del cuaderno. Huele tanto a podrido, a sudor, a heces, a orines de viejo, que he de contener la respiración para que no me den arcadas. El médico le toma el pulso a Baltasar y nos indica al manchego y a mí que salgamos de la habitación. Ha llenado una jeringa con un líquido incoloro y palpa con las yemas de los dedos el rastro de una vena violácea en el brazo muy pálido del moribundo, tan flaco ahora como las piernas de su sobrina tullida. El cuerpo casi muerto y el corazón todavía latiendo, el cerebro hirviente de maquinaciones y recelos.}El trasplante de cerebro es una posibilidad que está siendo objeto de sobrecogedores experimentos con animales}, dice en una noticia que recorté del periódico en casa de mi tía Lola.}Científicos soviéticos han conseguido injertos de cabeza de perro. Un cerebro de mono conectado a un sistema de irrigación sanguínea se mantuvo vivo durante dos semanas}.

– Ven al jardín -dice la sobrina-.

He preparado una limonada.

– Es que tengo que irme.

– Cállate y ven conmigo.

De frente la cara de la sobrina está cruzada de arrugas diminutas, y sus ojos acuosos tienen un cerco de carne floja y piel enrojecida. Por detrás parece una niña rara y algo monstruosa, sin cuello, con la cabeza muy grande, con un andar a saltos por culpa de la cojera que tiene algo de juego infantil. La sigo por un corredor en penumbra, que termina en una cortina de cuentas, más allá de la cual la luz violenta de la tarde es tamizada por las hojas de la parra, y por las de la glicinia que trepa por las paredes y se enrosca al armazón de hierro de una pérgola. Los racimos de la glicinia son de flores moradas: los de la parra aún no han empezado a madurar. Hay macetas con jazmines y con aspidistras de grandes hojas de un verde oscuro reluciente. En casa de Baltasar también las plantas tienen un aire de prosperidad que les falta a las de la mía. Entre las hojas de la parra zumban las avispas y en un plano algo más lejano se oye un rumor de palomas o tórtolas, de agua saltando en una fuente de taza.

El médico se está lavando las manos en una palangana, y se las seca luego con un paño que le pasa respetuosamente la sobrina. Humedece el paño en el agua y se lo pasa por el cuello y la frente, y cuando la sobrina entra de nuevo con dos vasos de limonada en una bandeja -oscila tanto que parece a punto de volcarla- el médico le ayuda a ponerla sobre la mesa de mármol.

Alza el suyo hacia mí, en un vago gesto de brindis.

– Así que dicen que eres muy buen estudiante.

– Buenísimo -dice la sobrina-.

Quiere ser astronauta.

El médico me mira con ironía y curiosidad y yo noto que enrojezco: primero el calor en las mejillas, luego en la frente, en el cuello, el picor en el cuero cabelludo.

– ¿Eso es verdad? -Si se pudiera…

Hablo con la cabeza baja, sin mirarlo a los ojos.

– ¿Tu padre es agricultor? -Sí, señor. Hortelano.

– Neil Armstrong se crió en una granja, en un pueblo mucho más pequeño que Mágina…

– Watanaka, en un estado que se llama Ohio.

– ¿No le he dicho yo que era listísimo? -interviene la sobrina, que ya parecía que se iba.

– El padre de un gran amigo mío también era hortelano. Pero a él le pasaba como a ti: quería ser otra cosa.

– ¿Vivía por aquí cerca? -me atrevo a preguntar.

Ahora la sonrisa y la actitud tranquila del médico me ofrecen confianza, aunque soy muy consciente de que pertenece a un mundo y a una clase muy alejados de los míos: el traje, la corbata de lazo, la autoridad inapelable y más bien remota de quienes ejercen esa profesión, que a mí me parecen omnipotentes y ricos, como toda esa gente que vive en casas con placas doradas junto a la puerta, en la calle Nueva: cirujanos, abogados, ingenieros, notarios, hacia los que he aprendido a sentir una mezcla de miedo y de reverencia, al advertirla en las conversaciones de mis mayores. Van al notario y se ponen un traje oscuro de entierro y ya parece que han empalidecido antes de salir de casa.

– Vivía justo enfrente de esta casa -dice el médico-. En la del rincón.

– Ahora vive un ciego en ella.

– ¿Tú lo conoces? -No habla con nadie de la plaza.

A mis amigos y a mí nos daba mucho miedo cuando éramos chicos.

– Yo he oído la historia del hortelano de la casa del rincón, al que mataron al final de la guerra, pero no digo nada. En mi casa dicen siempre que no se debe hablar más de la cuenta, que el que habla paga, y el que se destaca.

– ¿Dónde estudias? -En el colegio salesiano.

– Gran error. Las sotanas y el conocimiento racional son incompatibles.

?Y por qué no vas al instituto? -Yo quería ir, pero a mi padre le dijeron que los curas enseñan más.

– Claro que enseñan: la transubstanciación de la carne y la sangre de Cristo. La Inmaculada Concepción de la Virgen María -el médico se echa hacia atrás y suelta una carcajada-. El misterio de la Santísima Trinidad. Grandes verdades de la ciencia. Y el}Cara al sol}, por supuesto. Vete cuanto antes. O mejor:

no vuelvas nunca. Te pueden dañar el cerebro irreparablemente. Mira cómo han dejado al país. ¿Qué te gusta estudiar? -}No hables}, pienso, me acuerdo de una expresión que usan mi padre y mi abuelo: el médico es un hombre de ideas. Uno de esos que se van de la lengua y por razones que yo no llego a entender y que se parecen a la fatalidad de la desgracia acaban en la cárcel o en algún sitio peor, en las tapias del cementerio, que está a las afueras de Mágina, un poco más allá de mi colegio. En la pared blanca he visto desconchones y agujeros que según mi padre eran impactos de balas.

Si se raspara la cal podrían encontrarse las salpicaduras secas de la sangre.

– Me gustan mucho la Historia y las Ciencias Naturales.

– ¿La Astronomía? -Sí, señor.

– Habrás visto hoy a mediodía el despegue del Apolo Xi. ¿Sabes quién es Wernher von Braun? -Sí, señor. El ingeniero del cohete Saturno.

– Gran invento. ¿Y sabes qué inventó antes? Ya parece que se le ha olvidado a todo el mundo. Las V-1 y las V-2. Las bombas propulsadas por cohetes que los nazis mandaban contra Londres al final de la guerra. Millares y millares de muertos. Quemados, deshechos por las explosiones, aplastados por los edificios que se hundían. El arma secreta de Hitler, producto del talento del ingeniero Von Braun. Un nazi. Un coronel de las SS. Un criminal de guerra. Fabricaban las V-1 y las V-2 en cuevas excavadas bajo las montañas. Excavadas por trabajadores esclavos que morían a millares, de hambre y de agotamiento, azotados con los látigos de los amigos y colegas del coronel Von Braun. Y en vez de estar en la cárcel, o de haber sido ahorcado, como se merecía, ahora es un héroe del mundo libre. Un pionero del espacio. Así que no te lo creas cuando te digan que los nazis perdieron la guerra. Uno de ellos está a punto de conquistar la Luna…

El médico apura la limonada, se limpia la boca con un pañuelo blanco que luego dobla y vuelve a poner en el bolsillo superior de la chaqueta clara. Abre su maletín, quizás para comprobar que no olvida nada, y vuelve a cerrarlo con un golpe enérgico.

– Pobre hombre -dice, señalando vagamente hacia el interior de la casa-.

Se resiste tanto a morir que se le hace más dolorosa la agonía. Ha sido muy fuerte y el cáncer tarda mucho en acabar con él.

– ¿Cuánto le quedará de vida? -No es vida lo que le queda -el médico se encoge de hombros, ya de pie, el maletín de cuero negro y usado bajo el brazo-. Es pura resistencia orgánica. ¿Cuántos años tienes? -Trece. Trece años y medio. -El cáncer de este hombre crece más rápido que tú.

Cuando ya había apartado la cortina sonora de cuentas, el médico se vuelve hacia mí, con su expresión conspirativa de curiosidad y de burla.

– Escápate cuanto antes de los curas. Todavía estás a tiempo. El cerebro humano es un órgano demasiado valioso como para estropearlo con rezos y supersticiones eclesiásticas.

Desaparece por fin al otro lado de la cortina, y creo escuchar, mezclada con el ruido de las cuentas, su voz que vuelve a renegar contra Wernher von Braun, la voz de un hombre acostumbrado a dirimir a solas sus discordias con el mundo:

– ¿Un héroe del espacio? Un criminal de guerra…

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