18

Está empezando a amanecer cuando doblo la esquina y llego a la plaza, dejando a mi espalda la Casa de las Torres. En el cielo liso, azul marino, todavía no tocado por la primera claridad que se insinúa como una línea de niebla violeta al fondo del callejón que da al este, hacia los campanarios de Santa María, la única estrella bien visible todavía es Venus, muy cerca de la luna llena. Pero Venus no es una estrella, sino un planeta, dice mi voz impertinente, quizás oscurecida por el frío ligeramente húmedo del amanecer, mi voz que quiere explicarlo todo y está adiestrada no para hablar con nadie sino para actuar como mi compañía solitaria, la voz de mi conciencia. La Luna ha perdido consistencia y volumen y ahora es un disco plano y translúcido como una oblea a punto de disolverse en el azul más claro del día. Pero todavía no, todavía parece que ha acabado la noche y no comienza la mañana, que el tiempo se ha inmovilizado en esta perfección de silencio, de claridad indecisa entre el gris y el azul. En los callejones empedrados y desiertos por los que he venido la noche perduraba densa en el interior de las casas, en los zaguanes y las bodegas, en los dormitorios donde postigos y cortinas mantienen una oscuridad estancada de respiraciones, de sábanas recalentadas y de cuerpos sumergidos todavía en lo más profundo del sueño. Detrás de los balcones tan herméticamente cerrados parece que no viviera nadie: que los últimos habitantes aseguraron postigos y cerrojos antes de irse para siempre.

Es tan temprano que ni siquiera se han levantado todavía los hombres más madrugadores, los que se ponen en la oscuridad los pantalones de pana, las camisas blancas y las alpargatas y bajan a las cuadras para aparejar los mulos antes de salir hacia el campo, de modo que se adelanten a la luz del día y al calor y cuando el sol empiece a estar alto ellos ya hayan terminado con sus tareas más agotadoras. La hora de la fresca, la de regar en las huertas, la de recoger los frutos más tiernos, para que el calor no los reblandezca y se dañen fácilmente. Pero no hay nadie levantado todavía, no hay en ninguna ventana esa turbia luz eléctrica que ilumina a los madrugadores extremos o a los que se han levantado en medio de la noche para preparar la medicina de un enfermo o calentar el biberón de un niño. Habré venido caminando por la calle de la Luna y del Sol, que parece más larga porque tiene una curvatura medieval de ballesta y no se ve su final sino cuando uno ya ha llegado a la última esquina. En una enciclopedia de la biblioteca pública he leído que en las ciudades medievales las calles se trazaban estrechas y en curva para evitar las rachas directas del viento y como precaución contra el avance de un posible invasor, que no podría saber lo que iba a encontrarse unos pasos más allá. De la biblioteca pública, que está en la plaza que llaman de los Caídos, donde hay un ángel de mármol que levanta del suelo a un héroe muerto o moribundo, vuelvo en invierno cuando ya es noche cerrada, y en verano cuando el cielo está claro todavía pero ya apuntan las primeras estrellas y los vencejos y los murciélagos cruzan el aire rosado en sus cacerías de insectos. Vuelvo de la biblioteca con uno o dos libros bajo el brazo, que leeré y devolveré en unos pocos días, agradecido siempre del don inexplicable de que los libros no se acaben nunca y no me cuesten nada, siempre disponibles para el capricho de mi curiosidad y para mi gula de palabras impresas. Hasta hace poco sólo retiraba novelas. Julio Verne, Conan Doyle, Salgari, Mark Twain, H.

G. Wells. Era el Hombre Invisible y el Viajero en el Tiempo, el capitán Nemo en el Nautilus y Robinson Crusoe en su isla desierta y el ingeniero Barbicane en la bala de cañón disparada hacia la Luna. Era Tom Sawyer y me desleía en la emoción sentimental y erótica de haber conquistado a la rubia Becky Thatcher.

Era Tom Sawyer y me escapaba con mis amigos a jugar a piratas y a náufragos en una isla en el centro de un gran río y encontraba un tesoro. Era Jim Hawkins y espiaba escondido en un barril de manzanas las maquinaciones de John Silver y era Huck Finn y me daban por muerto mientras yo me dejaba llevar en una balsa por la corriente inmensa del Mississippi como un joven proscrito que presta ayuda a un esclavo fugitivo. Era Espartaco en una novela de un autor desconocido para mí que se llamaba Howard Fast y me encontraba una noche abrazado a una mujer desnuda junto al resplandor de una hoguera. Al recordar con la viveza de una alucinación esa escena una noche agobiante de calor e insomnio del mes de julio noté por primera vez que de la cosa endurecida e hinchada que yo frotaba, sacudía, estrujaba con una mano sudada y muy torpe, brotaba de golpe un chorro cálido de algo que despedía un olor tan intenso, tan escandaloso, como el relámpago de gusto en el que me pareció que me desvanecía. Temí que la ira de Dios me hubiera fulminado con un rayo invisible en la oscuridad de mi cuarto. No sabía si aquel instantáneo desvanecimiento que me traspasaba las ingles era la flecha del paraíso supremo o el rayo del castigo de Dios, si me iba a morir mientras me derramaba como un joven libertino destinado al Infierno o si estaba encontrando en lo más secreto y lo más desconocido de mí mismo el gran secreto de mi vida futura. "A Dios no se le oculta nada", decía el Padre Director, "ni en las tinieblas más profundas, ni en lo más cerrado del pensamiento". A partir de esa noche los libros castos de Verne y Wells perdieron parte de su lustre.

Veía en el cine de verano a las esclavas que mostraban los muslos por una hendidura de la túnica en las películas de gladiadores y me excitaba tanto que temía que iba a eyacular y que la gente de los asientos cercanos iba a percibir el olor denso del semen. Me corría por la noche en mi cuarto del último piso y cuando despertaba por la mañana tenía la sensación de que el olor duraba todavía y se había extendido por toda la casa.

Innumerables veces fui Sinuhé y me volví enfermo de deseo acariciando el vientre y los pechos desnudos tras una túnica de gasa y la cabeza afeitada de la ramera o sacerdotisa egipcia Nefernefer. Igual que los grillos producen su canto rozándose los élitros yo aprendí a administrarme un placer siempre renovado y siempre disponible rozando con mi mano la parte de mi cuerpo que desde que era muy niño se había hinchado sin explicación ni consecuencias cada vez que veía de cerca el escote de una mujer, sus piernas desnudas. Como un grillo inexperto en la jaula de mi cuarto o en la del retrete me consagraba al aprendizaje del roce de mis élitros, como un niño que repite una y otra vez la misma frase escolar en el teclado de un piano. En los sueños puntuales de cada noche un cuerpo femenino era durante unos segundos tan cálido y tangible como el semen que brotaba sin la intervención de mi mano ni de mi voluntad. No había cara joven de mujer en la que yo no buscara el instante una emoción que tenía algo de reconocimiento. Veía una cara que me gustaba mucho y quería atesorarla intacta en la memoria y hacerla visible a voluntad en mi imaginación, pero la olvidaba siempre. En el cine, o durante la lectura de un pasaje erótico de un libro, la imaginación enfebrecida, el organismo inundado de hormonas masculinas, envolvían la realidad en una luz turbia y aceitosa de sueño. Como en esos cuadros de harenes orientales que venían en las láminas de algunos libros de arte de la biblioteca, mujeres desnudas, carnosas y ofrecidas me rodeaban entre nubes de vapor en el espacio mísero del retrete, protegido por un trozo de cuerda atado a una alcayata de la irrupción acusadora de los adultos, o de la de mi hermana, que andaba siempre espiando por la periferia de mis actividades solitarias.

Poco a poco, sin embargo, he dejado de leer novelas. Quizás se me ha indigestado su abundancia o he leído demasiadas veces las que más me gustaban. He dejado casi de leer novelas al mismo tiempo que dejaba de ir a misa todos los domingos, de confesar mis pecados y de escuchar los consejos del padre Peter. Los viajes que busco en los libros ya no son inventados. Leo el relato del viaje de Darwin en el Beagle y no el de los hijos del capitán Grant, las exploraciones africanas de Stanley y las de Burton y Speke y no las de los aeronautas de Julio Verne en}Cinco semanas en globo}. Devoro libros sobre la llegada de Amundsen al Polo Sur y del almirante Peary al Polo Norte, y ya no puedo releer sin una cierta sensación de embarazo o ridículo}De la Tierra a la Luna} o}Los primeros hombres en la Luna} desde que leo en las revistas de la biblioteca o en las que encuentro en casa de mi tía Lola las informaciones que tratan sobre el proyecto Apolo. Las precisiones limpias de la ciencia, las fotografías y los dibujos en los libros de Astronomía, de Zoología o de Botánica, actúan sobre mi conciencia como un aire puro y helado que limpia los pulmones y disipa los vapores sombríos y las áridas abstracciones de la religión que nos inculcan los curas del colegio. No hay monstruo del espacio exterior que sea más fantástico ni más aterrador que una simple mosca casera o una hormiga miradas con una lupa de unos pocos aumentos. La explosión innumerable de la vida atestiguada por los fósiles del período cámbrico, hace quinientos millones de años, es una historia mucho más alucinante que la creación del mundo en seis días por un Dios al que uno se imagina tan inescrutable y tan iracundo como el Padre Director o como el generalísimo Franco. Me desvelo por las noches leyendo sobre las vidas de las hormigas y de las abejas y en dos o tres días estoy de vuelta en la biblioteca buscando otro libro, quizás de Astronomía, y vuelvo a casa al anochecer por la calle de la Luna y del Sol impaciente por empezar la lectura, intentando avariciosamente adelantarla bajo las pobres bombillas de las esquinas. La calle se llama así porque hay en ella una casa antigua que tiene una luna en cuarto menguante y un sol esculpidos en piedra arenisca a los dos lados del dintel. La Luna está de perfil, con las puntas tan afiladas como los cuernos de un toro, con la nariz puntiaguda y el ceño fruncido.

El Sol, de frente, tiene mofletes redondos y una sonrisa benévola, y una corona de rayos que son como los rizos de una melena y de una barba que circundan su cara de pan. Al Sol le llaman Lorenzo, y a la Luna Catalina. Pero la media luz que hay ahora no es de crepúsculo, sino de amanecer.

Mis pasos habrán resonado sin que yo reparase en ellos. He avanzado sin esfuerzo, sin sentir que pesaba, casi con la ligereza de un astronauta. Mis pasos no se habrían oído si hubiera caminado sobre la superficie de la Luna: a diferencia del empedrado de la calle de la Luna y del Sol y de la plaza de San Lorenzo, mis huellas habrían quedado impresas en el polvo lunar, talladas en él como las tenues pisadas de un pájaro de hace cien millones de años o como las nervaduras de una hoja en un suelo pantanoso que se fue fosilizando a lo largo de milenios. Camino sin esfuerzo, pesando a penas, pero noto dentro de mí un cansancio muy grande, que tiene algo de abatimiento moral. No vuelvo de la biblioteca pública: no llevo ningún libro bajo el brazo. Tampoco llevo una bolsa de viaje, y en cualquier caso éste no es el camino desde la estación de autobuses. Doblo la última esquina y la plaza de San Lorenzo aparece delante de mí, mi casa al fondo, azulada en los primeros minutos del amanecer. No hará mucho rato que mi padre ha salido camino del mercado.

Si yo hubiera venido un poco antes, cuando todavía duraba la noche indudable, habría podido encontrarme con él.

Habría aparecido viniendo hacia mí, con su pelo blanco relumbrando en la primera claridad, con su chaqueta blanca de vender pulcramente doblada bajo el brazo. De dónde vienes, me preguntaría, en un tono de censura pero sobre todo de alarma, siempre temiendo que me ocurra algo, que me falte coraje físico y me sobre pereza para enfrentarme al mundo.

Es un alivio saber que no voy a encontrarme con él, que no tendré que discernir en su mirada esa mezcla de ternura y desengaño con la que me ha visto convertirme en un adolescente inexplicable. Ya no soy el que él conocía. A quien está esperando ver cuando se fija en mí es al niño que ya no existe y no al borrador torpe de adulto que se irá alejando más de él cuanto mayor se haga. La plaza de San Lorenzo está tan silenciosa como la calle de la Luna y del Sol, como todo el barrio. Qué raro que a esta hora no haya hombres madrugadores que salgan hacia el campo tirando cansinamente de las riendas de los mulos, lecheros que lleven en las cántaras de latón la leche tibia y recién ordeñada. Ni siquiera hay luz en la ventana de la habitación donde agoniza Baltasar, que ahora tiene todos los postigos cerrados, como las demás ventanas y los balcones de la plaza. En el centro hay un bulto enorme de sombra, un amontonamiento de cosas dispares que todavía no distingo en la luz tan escasa. Armarios, sillas, maletas, espejos, cómodas, cabeceros de camas de hierro, grandes platos de cobre, baúles, arados, un televisor grande y viejo, una radio enorme, una hornilla de gas, trébedes, fotografías enmarcadas, perchas con ropa, esteras enrolladas de esparto, jáquimas, albardas, pieles de oveja, estampas del Sagrado Corazón, vírgenes de yeso pintado, cuadernos viejos llenos de polvo, libros descabalados, tirados de cualquier manera. Quizás sacaron todas estas cosas a la calle preparando una mudanza y se hizo muy tarde, y se pospuso la llegada del camión hasta la mañana. Pero se trata sin duda de una imprudencia, noto con una irritación ecuánime, impersonal, como un inspector que observa un comportamiento indebido, una negligencia que a él personalmente no le afecta, pero que va contra el orden legítimo de las cosas.

Alguien podría haber venido a robar a lo largo de la noche, y también es posible que la lluvia súbita de una tormenta de verano hubiera causado un daño muy grave, o que el viento arrastrara objetos menudos y valiosos, desperdigara las hojas sueltas de los cuadernos y los libros.

Ya más de cerca y en la claridad gradual voy distinguiendo más detalles con cierto asombro, con una punzada de alarma y luego de pavor: la letra de uno de esos cuadernos es la mía. La recia cartulina azul de una carpeta sujeta con gomas elásticas está tan cubierta de polvo que parece casi blanca. Esa letra rara y como aplastada en un cuaderno de caligrafía es la que le enseñaban a mi hermana en el colegio de las monjas. Al libro de Matemáticas de tercero de Bachiller le falta la portada, pero la firma que hay en la primera página es una de las que yo ensayaba asiduamente en aquel principio de curso en el colegio salesiano, junto a una fecha exacta: octubre, 1968. Los muebles, los objetos, las cosas que voy reconociendo una por una, son los de mi casa, tan familiares como caras en las fotografías, más precisos y tangibles que los recuerdos. Los zapatones negros que mi abuelo se ponía para ir a los entierros, ahora abarquillados después de muchos años sin uso, la maquinilla eléctrica de afeitar que se compró mi padre por la insistencia de mi tío Carlos y que no volvió a usar después de dos o tres veces, porque decía que le quemaba la cara, y que tenía miedo de que le diera calambre. La palangana de porcelana escarchada donde nos lavábamos en el corral cuando no teníamos grifo ni cuarto de baño, el televisor Vanguard en el que vi la llegada de los astronautas a la Luna, un cuaderno de dibujo de anchas hojas apaisadas en el que pegué las fotografías recortadas de las revistas en color donde se publicaban reportajes sobre el proyecto Apolo, un ejemplar entero y amarillo del diario}Singladura} con una fotografía borrosa, casi negra, Neil Armstrong bajando por la escalerilla del módulo Eagle en la madrugada del lunes 21 de julio de 1969. Sin tocar el periódico viejo siento su tacto áspero y ligeramente arenoso, que me dejaría manchada de polvo las yemas de los dedos.

Mis huellas dactilares estarán impresas en el polvo tenue que lo ha ido cubriendo todo. El polvo blanco y gris de la Luna, pardo, incluso rosado, según el ángulo del Sol. En el polvo de la Luna no hay ni una molécula de agua, ni un resto de materia orgánica, no hay fragmentos infinitesimales de conchas molidas por el roce de otras conchas y por el agua y el viento y tostadas por el sol a lo largo de cientos de millones de años como en cualquier playa de la Tierra, o como en esos acantilados donde se encuentran los yacimientos de tiza. Las nubes del polvo de la Luna levantadas por el chorro de la combustión del motor en el momento del aterrizaje del módulo Eagle envolvieron en niebla las ventanillas y descendieron luego casi verticalmente, al no haber aire que las sostuviera. El polvo no se tragó la nave: las bases redondas de las patas se rehundieron en él sólo unos centímetros, encontrando enseguida un suelo de roca firme y de guijarros. Así se hundieron luego las primeras pisadas, más inseguras, primero la gruesa punta redondeada de goma y luego la planta entera, justo antes de que el cuerpo se sintiera propulsado hacia arriba, como el de quien ha pisado un fondo arenoso y es alzado casi ingrávidamente por la densidad del agua. Dos horas más tarde, cuando se acerca el momento de concluir el paseo, el suelo está lleno de pisadas, óvalos casi exactos con profundas estrías a las que la luz y la sombra sin matices intermedios dan una nitidez como de líneas talladas en pedernal.

Una última mirada tras el plástico transparente de la escafandra y habrá llegado la hora de subir de nuevo por la escalerilla y no volver nunca más a pisar este paisaje mineral que termina en un horizonte curvado y demasiado próximo más allá del cual no hay nada más que una negrura absoluta. Queda en el suelo una bandera rígida, sostenida por una barra metálica perpendicular al mástil, porque en la Luna no hay viento que pueda hacerla ondear heroicamente. Queda un espejo, que reflejará un rayo láser enviado desde la Tierra, un receptor de partículas solares, un sismógrafo que ya ha registrado cada uno de nuestros pasos.

Cada una de nuestras pisadas sobre la Luna ha dejado una huella indeleble que permanecerá idéntica mientras nosotros envejecemos en la Tierra y cuando hayamos muerto y cuando no quede en ninguna parte ni el más lejano recuerdo de nuestras caras ni tampoco el rastro de ninguno de los millones de pasos que daremos sobre nuestro planeta después del regreso. En la Luna no hay un viento que desdibuje las huellas y que acabe borrándolas como el viento que sopla en una playa a la caída de la tarde y borra las huellas de los bañistas que ya la han abandonado. Nos sacudimos torpemente el polvo gris que mancha los trajes espaciales antes de subir la escalerilla y regresar a la atmósfera del módulo lunar. Alguien ha vaticinado que ese polvo se incendiará como fósforo al entrar en contacto con el oxígeno del aire. Pero tampoco esa profecía se cumple. Cerramos las escotillas, abrimos las espitas que llenarán de aire el interior del módulo, nos vamos quitando poco a poco los trajes espaciales, después de guardar en el sitio estipulado las cajas herméticas donde guardamos las muestras de rocas y de polvo que serán analizadas en los laboratorios. Ahora sí que notamos un cierto olor a quemado, como a ceniza húmeda o a pólvora. Sólo ahora nos damos cuenta del cansancio que actúa sobre nosotros con un peso de plomo más poderoso que la gravedad de la Luna. Hay que dormir ahora, por primera vez en no se sabe cuántas horas, porque hace ya cinco días que salimos de la Tierra y nuestro sentido del tiempo está completamente trastornado.

En la penumbra fosforecen los indicadores de los aparatos y las columnas silenciosas de cifras de la pantalla de la computadora, y por las ventanillas manchadas de polvo entra la claridad de cal y ceniza del exterior.

Nos tendemos incómodamente apretando los párpados y esperando el efecto de los somníferos y los sensores adheridos a nuestra piel transmiten a una distancia de cuatrocientos mil kilómetros los pormenores íntimos de nuestra respiración y nuestro pulso apaciguado. Qué sueña alguien que se ha dormido en un módulo espacial posado sobre la Luna. Cierras los ojos queriendo dormir y escuchas el zumbido de los motores que mantienen la circulación del aire y el tintineo como de mínimos cristales de granizo de las partículas de meteoritos que golpean la superficie exterior del módulo. Te preguntas si funcionará el motor de despegue, que no ha sido puesto a prueba nunca, y que lanzará verticalmente hacia el espacio la parte superior de la nave Eagle, dejando atrás la plataforma ya inútil del aterrizaje, sostenida por las cuatro patas metálicas, articuladas como las de un cangrejo o un insecto. El extraño cuerpo poliédrico ascenderá hasta una altura de cien kilómetros para encontrarse en su órbita solitaria al módulo de mando, al que deberá de nuevo ajustarse en una maniobra exacta, después de un cortejo silencioso que no deberá durar más de unos pocos minutos. Imaginas la cara pálida y sin afeitar, la mirada del compañero que ha permanecido solo durante una eternidad de veintiuna horas, dando vueltas alrededor de la Luna, hundiéndose cada setenta y dos minutos en el abismo de oscuridad de la cara oculta.

Pero lo que imaginas o sueñas más vívidamente es el despegue, asomado a una de las ventanillas, el polvo que al disiparse revela lo que se va quedando muy abajo y muy lejos, la llanura en el Mar de la Tranquilidad, la plataforma metálica herida por la luz solar, las pisadas, la bandera rígida, los instrumentos, todo inmovilizado para siempre, o al menos para las amplitudes mediocres de tiempo que puede concebir la imaginación humana, los cráteres que pierden precisión en la distancia, el horizonte negro y curvado hacia el que hubieras querido caminar en línea recta, imantado por él como por la cercanía de un abismo.

Hace unos minutos, unas horas, caminabas por ese lugar y ya no volverás a pisarlo nunca. En el número creciente de todas las cosas que no harás de nuevo antes de morir ésta es la primera. Alta y remota en el cielo negro la esfera luminosa de la Tierra está tan lejos que tampoco parece verosímil que la computadora de a bordo pueda ayudarte a encontrar el camino de regreso hacia ella.

Apilados de cualquier manera en medio de la plaza de San Lorenzo al amanecer, los muebles y los objetos de mi casa tienen un aire de abandono que sugiere no una mudanza, sino un desahucio, o uno de esos montones de cosas viejas que se quemaban en las hogueras de San Juan. He de avisar cuanto antes para que alguien venga a rescatarlos, antes de que se haga por completo de día y empiece a pasar la gente. Si se levantara el viento dispersaría por la plaza mis cuadernos y mis papeles, acabaría de arrancar las hojas medio desprendidas de mis libros.

Voy hacia mi casa, dispuesto a golpear muy fuerte el llamador para despertar a mi familia. De espaldas a mí un hombre de pelo blanco está cerrando la puerta con una llave grande. Qué raro que mi padre se haya quedado dormido esta mañana y salga hacia el mercado cuando está empezando a hacerse de día. Voy hacia él y se vuelve, con la llave en la mano, pero no encuentro su mirada, porque ha apartado la cara de mí. Mira hacia un lado con la cabeza baja. Cómo es posible que haya pasado tanto tiempo, que mi padre sea casi un anciano y no me reconozca.

Aparta la cara con un aire de mansedumbre en el que parece que hay escondida una decisión de mantener la distancia, un fondo resignado de agravio.

?De dónde vengo, que he tardado tanto en llegar? Con una pavorosa claridad se va revelando a mi conciencia aturdida la duración del tiempo en que he estado ausente. He visto de lejos, desde arriba, mi barrio y mi plaza y cada una de las casas como si formaran parte de una maqueta, una maqueta detallada con tejados que se levantan y puertas practicables, y dentro de cada habitación los muebles a escala y las figuras ocupadas en sus tareas, como en las maquetas egipcias de barro cocido y pintado en las que hay animales en los establos, comiendo en los pesebres, y hombres que muelen el grano o fabrican cerveza, y mujeres que tejen o que lavan la ropa o llevan sobre la cabeza una bandeja de madera con panes recién hechos. He visto a mi padre abriendo los ojos en la oscuridad antes de que sonara el despertador y mirando la hora en sus números iluminados de fósforo verdoso. He visto a mi abuela alisando el embozo de su cama y a mi madre inclinada sobre la pila de lavar en el cobertizo del corral, y a mi abuelo sacando un cubo de agua del pozo. He visto a mi hermana, con trenzas y flequillo recto, que prepara sus cuadernos antes de salir hacia la escuela. El mulo de mi padre y la burra de mi abuelo hunden las cabezas en sus pesebres contiguos buscando el grano que mi padre ha mezclado con la paja del pienso, una gallina acaba de poner un huevo rubio y caliente sobre el estiércol blando en el que durmió toda la noche. Ésa figura tendida sobre el canapé del comedor, delante de la televisión apagada, soy yo mismo, que me quedé dormido casi al mismo tiempo que Neil Armstrong y Buzz Aldrin regresaban al módulo lunar después de su paseo de dos horas. Cada cosa intacta permanecía en su sitio, tersa en el presente, tan singular como las voces que me llaman muchas veces y como los pasos identificables de cada uno en la escalera que sube hasta el último piso, donde a mí me gusta encerrarme a solas tantas veces, donde guardo mis cuadernos y mis libros, mis fotografías recortadas del cohete Saturno V o de Faye Dunaway con una boina ladeada sobre la melena rubia.

Pero ahora, sin mediación, en la luz sucia del alba, los muebles de mi casa están abandonados como un montón de cosas viejas e inútiles en medio de la plaza y mi padre es un hombre ya cargado de hombros que cierra con llave antes de marcharse, el eco de la puerta y del pestillo resonando en las habitaciones vacías, que puedo ver de pronto aunque no haya entrado en la casa: las baldosas están levantadas, la cal de las paredes parece haber sido arrancada por picos de albañiles, el suelo está lleno de cascotes, no hay postigos en los huecos de las ventanas, por los que entra la claridad fría del alba.

Voy a decirle algo a mi padre pero mi boca no se abre y la lengua permanece inerte dentro de ella. La luz gris y azulada que encuentro en la ventana al abrir los ojos es la misma que había hace un instante en la plaza de San Lorenzo, tan inaccesible desde este lugar como la esfera luminosa de un planeta que los astronautas miran en la negrura, alejándose tras las ventanillas de la nave. Si vuelven alguna vez después de un larguísimo viaje a la velocidad de la luz descubrirán que en la Tierra han pasado muchos más años y de que ya no vive ninguna de las personas que conocieron. Para encontrarme de pronto extraviado al amanecer en un dormitorio que al principio no reconozco, en otra ciudad de otro mundo y en un siglo futuro no he necesitado una de aquellas máquinas del Tiempo que imaginaba en el verano de 1969. De qué viaje larguísimo vuelvo yo ahora cuando despierto cada amanecer, viendo por la ventana un bosque de torres oscuras en las que ya empieza a haber luces encendidas. Hasta qué profundidades del olvido y del sueño me he tenido que sumergir para encontrarme de regreso en la plaza de San Lorenzo, con la que sueño ahora casi todas las noches, ahora que estoy tan lejos y hace tanto tiempo que no he vuelto a pisarla.

Sueño que estoy en ella justo en los minutos anteriores al despertar, cuando mi dormitorio empieza a ser invadido muy lentamente por una claridad que no perciben todavía mis ojos cerrados, pero que de algún modo se filtra a mi inconsciencia. Hace unos pocos minutos tenía trece años y regresaba de la biblioteca pública de Mágina con un libro de Astronomía bajo el brazo y ahora, en el espejo del cuarto de baño, soy un hombre de pelo gris extraviado de pronto en un porvenir más lejano que el de la mayor parte de las historias futuristas que leía entonces. El ahora mismo es tan ajeno y tan hostil a mí como el rumor poderoso cruzado de sirenas de la ciudad que despierta al otro lado de la ventana, reclamándome para una jornada angustiosa en la que vivo tan desgajado de las edades anteriores de mi vida como el que despierta amnésico de un accidente y no reconoce ni el sonido de su nombre.

Pero en los sueños de cada amanecer vuelven los que se fueron yendo uno por uno a lo largo de los años, y en sus presencias regresadas hay algo, un punto de rareza, de absorta melancolía, que me avisa sin que yo sepa comprenderlo de que aunque los vea y les hable y me parezca que permanecen idénticos a mi recuerdo ya no están en este mundo de los vivos. Abro los ojos, veo en esta habitación del despertar la misma claridad que había hace un segundo en la plaza, veo aún a mi padre, que ladea la cara como si le diera pudor o vergüenza. Tardo un poco en darme cuenta de que me ha despertado un sollozo y de que mi padre está muerto, sepultado desde hace más de un año en el cementerio de Mágina, tan lejos de mí como esos difuntos nepalíes que se refugiaban en la Luna.

Así me desperté una noche en la oscuridad cuando aún faltaba mucho para que amaneciera porque estaba sonando el timbre del teléfono y una voz que yo no acertaba todavía a reconocer me dijo que mi padre acababa de morir.

Se había acostado pronto, como si aún tuviera que madrugar mucho para ir al mercado, que seguía añorando casi diez años después de jubilarse, igual que añoraba la huerta vendida mucho tiempo atrás, cuando ya no tuvo fuerzas para trabajar solo en ella. Abrió los ojos alarmado, como temiendo haberse quedado dormido, sintiendo una cuchillada de dolor en el corazón, lúcido y solo en el silencio de un despertar que se parecía tanto al de sus madrugones laborales, cuando abría los ojos despejado, impaciente por disfrutar de la quietud y del aire fresco de la plaza, de las calles estrechas por las que caminaba hacia el mercado, de las veredas por las que bajaba hacia la huerta respirando una brisa de tierra roturada y agua en las acequias.

Abrió los ojos en la misma oscuridad en la que se había despertado tantas veces y quizás comprendió en un fogonazo de miedo y lucidez que estaba muriéndose. Se murió casi tan sigilosamente como se había levantado tantas veces en mitad de la noche, procurando no despertar a nadie. Ahora, en los sueños que yo recuerdo cada vez que abro los ojos, la sombra frágil y esquiva de mi padre se aparta de mí cuando quiero aproximarme a ella. Así me huyen y me rondan los otros fantasmas alojados en las habitaciones desiertas, en los armarios cerrados, en las casas vacías de la plaza, cada uno con su cara y su nombre, con una voz que me llama.

Aunque estaba tan lejos han sabido encontrarme.

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