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Por el balcón abierto, a medianoche, miro el resplandor de la Vía Láctea sobre el valle del Guadalquivir. He apagado la luz para aliviar el calor y no atraer mosquitos, y también para ver mejor el cielo azul marino de la noche de verano, "la bóveda celeste", como dice en el colegio el Padre Director, que es muy partidario de encontrar a Dios en las maravillas de la Naturaleza. "No es una bóveda", pienso decir, pero no lo digo, callado en mi pupitre, sabiendo que el Padre Director, aunque nos da clase de Matemáticas, probablemente sigue considerando herejes a Galileo y a Newton, y les dedicará si acaso un gesto condescendiente y despectivo, como a gente descarriada, como el que dedica de vez en cuando a Lutero o a Darwin, o a esos científicos, ingenieros y pilotos americanos que planean viajes espaciales. Lutero murió de miedo y de diarrea durante una tormenta, dice el Padre Director: a Darwin, que puso en duda la creación divina de cada uno de los seres vivos, se le murió en la infancia su hija más querida. El ateo Zola se envenenó mientras dormía con las emanaciones tóxicas de un brasero mal apagado y ya no despertó, y no pudo ni arrepentirse}in extremis}. El castigo divino no es una amenaza abstracta que lo esté esperando a uno en la otra vida: Dios aniquila pronto y de manera terminante, con un rayo o con la muerte de un hijo o con una enfermedad infame que pudre las entrañas de los impíos, como el blasfemo Nietzsche, que declaró que Dios había muerto, y que fue devorado por la sífilis hasta caer en la locura y acabó hablando con los caballos. Hace dos años astronautas del Apolo Vii murieron calcinados en el interior de la cápsula durante un entrenamiento, consumidos por un incendio cuya causa no llegó a saberse, en la cima del Saturno V, que esa vez ni siquiera llegó a despegar.}El cohete Saturno V}, decía un locutor extasiado,}moderna catedral de ciento diez metros de altura para alcanzar el Cielo con las manos}. "No una catedral", corrige el Padre Director, "más bien una torre de Babel", y sonríe con una suficiencia entre despectiva y paternal ante el ejemplo de soberbia de aquellos paganos babilonios que quisieron levantar un edificio tan alto que rozara las nubes y acabaron sumidos por una broma torva de Dios en la confusión de las lenguas.

"Quieren subir a la Luna", dice el Padre Director desde el púlpito, en la capilla, o sobre la tarima del aula, "y no saben desprenderse del materialismo que les ata a la Tierra".

Pienso, los codos sobre el pupitre, la mirada al frente, en la pizarra llena de operaciones y fórmulas: "A la Luna no se sube", pero es mejor callarse y no correr el peligro de avivar una ira que enseguida estalla, una rabia fría y tensa que hace más incolora la piel de la cara del Padre Director, pegada a la osamenta, oscura en el mentón y en la barbilla. Es uno de esos hombres con el cráneo tan pelado como una calavera pero con todo el resto del cuerpo muy peludo, al menos la parte escasa que vemos de él:

las cejas unidas, proliferando sobre las cuencas de los ojos, las orejas llenas de pelos que crecen en los lóbulos o que brotan del interior del conducto del oído, la barba muy alta en la mandíbula, que siempre negrea a pesar del afeitado, el vello subiéndole hasta la nuez, por encima del alzacuellos blanco de la sotana, el dorso de la mano y los dedos muy velludos, los dedos que pinzan el cogote o la oreja de un alumno o que se contraen para golpear la nuca con un experto coscorrón, los nudillos tan duros como si sólo fueran de hueso puntiagudo y torneado.

No se sube a la Luna. No hay arriba ni abajo en el espacio, ni la Vía Láctea que relumbra en el cielo de julio es un camino misterioso ni una nube estática, ni las estrellas fugaces que cruzan la noche son estrellas, sino meteoritos que vienen quién sabe desde qué lejanías del Sistema Solar y al frotarse a tan alta velocidad con la atmósfera se consumen en un fuego pálido e instantáneo, que no deja rastro en la negrura. La nave Apolo, cuando vuelva a la Tierra después del viaje a la Luna, dentro de una semana, correrá el mismo peligro al entrar en la atmósfera, subirán hasta una temperatura próxima a la incandescencia sus láminas curvadas de metales resistentes y ligeros. Los astronautas, sujetos con sus correas a los asientos anatómicos, sentirán el calor y la sacudida del vehículo tan frágil en el que atraviesan el espacio atraídos por el imán de la gravedad terrestre, cerrarán los ojos, pensarán que ahora están más cerca de morir que en ningún otro momento del viaje. Una pavesa fugaz en el cielo nocturno, ni siquiera eso, un punto que arde y se apaga como la brasa de un cigarrillo en nuestra plaza oscurecida, o como una de las chispas que saltan en invierno de nuestras hogueras de leña de olivo, y no quedará nada de ellos, ni restos calcinados como los de los accidentes aéreos, ni siquiera cenizas.

La trayectoria del ingreso en la atmósfera deberá seguir un ángulo exacto que han calculado hasta el último milímetro los ingenieros y las computadoras: si la cápsula se aproxima demasiado a la perpendicular arderá sin remedio por efecto de la temperatura provocada por la frotación con la atmósfera; pero si el ángulo de ingreso es demasiado oblicuo, la cápsula rebotará contra las capas superiores del aire igual que un guijarro lanzado casi horizontalmente y a una cierta velocidad salta sobre el agua, y se extraviará para siempre en la lejanía del espacio.

Un gajo de luna en cuarto creciente permanece estático en el cielo del oeste, sobre los picos de la sierra, que son de un azul más oscuro que el del horizonte, un azul casi negro.

Sin una atmósfera que la proteja, la superficie de la Luna está siendo permanentemente acribillada por un diluvio de micrometeoritos que han ido creando a lo largo de miles de millones de años el polvo sobre el que caminarán los astronautas. Pero también es posible que algunos de ellos sean lo bastante grandes como para traspasar como balas las escafandras o los trajes espaciales, para horadar el fuselaje tan precario del módulo Eagle, no más grueso que una lámina de papel de aluminio. En mi casa los adultos piensan que la Luna crece, mengua, se hace delgada como una tajada de sandía, se vuelve redonda como una sandía entera, y cuando está llena tiene una cara humana, una cara pánfila y mofletuda como la mía. Desde muy niño he oído a mi madre, a mi abuela y a mi tía Lola cantar una canción, mientras hacen las camas y barren la casa, mientras sacuden los pesados colchones de lana o van de una habitación a otra con cestas de ropa blanca entre las manos:

}Al Sol le llaman Lorenzo y a la Luna, Catalina.

Cuando Lorenzo se acuesta se levanta Catalina}.

El hierro de los barrotes del balcón todavía está caliente. El calor sube aún de la tierra apisonada de la plaza, de los guijarros del empedrado de la calle del Pozo. A mi espalda, en la habitación a oscuras, están la cama y la pequeña estantería donde guardo mis libros, y también la mesa de madera desnuda en la cual he dejado abierto el álbum de recortes sobre los viajes de las misiones Gemini y Apolo: los cohetes como delgados lápices en la lejanía despegando entre nubes de humo y de fuego contra el cielo de Florida, las ilustraciones fantásticas sobre futuras estaciones espaciales y bases permanentes en la Luna, la silueta de Buzz Aldrin en su paseo ingrávido a doscientos kilómetros de distancia de la Tierra, unido a la cápsula Gemini por un tubo largo que parece enredarse como un cordón umbilical. Me imagino que vivo solo en lo más alto de un faro o del torreón de un observatorio, y que instalo un potente telescopio delante del balcón y anoto observaciones astronómicas en un pequeño cuaderno, a la luz de una linterna. Hay un clamor lejano de grillos y de perros que viene de la hondura del valle del Guadalquivir, traído por una brisa caliente que apenas llega a estremecer las copas de los álamos bajo mi balcón. En la Luna no hay brisa ni viento que alteren el polvo de la superficie, tenue como ceniza muy cernida: pero los científicos dicen que hay algo llamado el viento solar, hecho de las partículas que irradian las formidables explosiones nucleares en el interior del Sol.

El viento solar sugiere naves espaciales con velas desplegadas de titanio, con paneles extendidos que recogerán la energía y permitirán viajes hasta más allá de Neptuno y Plutón.

Qué hay más lejos, qué sentirían los astronautas que dejaran atrás la órbita de Plutón y vieran al Sol convertirse quizás en una estrella anaranjada y diminuta, qué sensación de haberse extraviado para siempre.

Suena en alguna parte el timbre débil de un teléfono, muy repetido, como el canto de los grillos, pero mucho más raro, porque en nuestra plaza, donde hay ya varias antenas de televisión sobre los tejados, casi nadie tiene teléfono, ni siquiera Baltasar, que lo considera un gasto inútil. El único teléfono parece que está en la casa pegada a la nuestra, la que llaman la casa del rincón, la única cuya puerta está cerrada durante el día, y en la que vive solo ese ciego que apenas tiene trato con los vecinos, y que a mí me daba mucho miedo cuando era pequeño, con sus gafas negras muy grandes y su cara marcada por cicatrices rojizas. Las salamanquesas acechan inmóviles, cabeza abajo sobre la cal de las fachadas, cerca de las esquinas donde las bombillas de la iluminación pública atraen a los insectos. Igual de atentamente vigilarán las arañas que han tejido su tela en los intersticios del tejado o en el canalón de estaño que pasa bajo el alero, aguardando la vibración que les indique que una víctima ha caído en la trampa tenue y mortal de los hilos de seda. Los murciélagos vuelan por encima de los tejados con aleteos silenciosos, lanzándose como aviones de caza contra sus presas invisibles, a las que detectan gracias a un sistema muy complejo de ultrasonidos, mil veces más refinado que el radar. Tan ciegos como nuestro vecino, pero mucho más ágiles. "Contemplando las mil maravillas de la Naturaleza", dice el Padre Director en la capilla del colegio, y levanta los dos brazos extendidos, "quién podrá negar la infinita sabiduría del Creador. Si vemos por el campo un reloj, y nos admiramos de su extraordinario mecanismo, ¿quién podría negar la existencia del Relojero que lo ha construido?".

La brisa lenta y cálida trae el sonido de la última función del cine de verano, disparos de revólveres o redobles de cascos de caballos en alguna película del Oeste, trompeteos, clamores de multitud o choques de espadas en una de romanos, fragores marítimos en una de piratas, o de exploraciones y naufragios. Sobre los tejados, en los corrales, en las plazuelas del barrio, el estruendo del cine es uno de los elementos naturales de la noche, como lo sería el de los truenos de una tormenta o el de la lluvia goteando por los aleros y los canalones. Se acaba la película, hacia la una de la madrugada, y sólo entonces llega el silencio, con un fondo de murmullos de vecinos que aún no han dado fin a la tertulia nocturna, sentados en grupos junto a las puertas de las casas, con la desgana de volver al aire caliente de los dormitorios. Algunos vecinos ya no sacan las sillas para la tertulia, porque prefieren quedarse viendo sus televisores recién adquiridos: por las ventanas abiertas de par en par, al otro lado de las rejas, se ve al pasar una habitación a oscuras en la que se perfilan bultos de personas inmóviles contra la fosforescencia de las pantallas encendidas. También nosotros tenemos ya un televisor, desde hace unos meses, y aunque mi padre se resistió tanto a comprarlo y renegó diciendo que una vez más mi tío Carlos iba a estafarlo con uno de sus aparatos innecesarios por los que había que pagar plazos que no se acaban nunca, ahora se queda solo viéndolo cuando los demás salimos al fresco de la calle y nos vamos al cine, y cuando volvemos está dormido y roncando frente a la pantalla en la que ya no hay nada más que una nieve de puntos luminosos.

Por las ventanas abiertas salen a la calle ráfagas de conversaciones y fragmentos de anuncios, voces de niños, de madres que dan órdenes, se oye el sonido de los cubiertos sobre la loza y el choque de los vasos de una cena familiar. Cada noche las voces metálicas y muy articuladas de la televisión se superponen en el barrio a las de los vecinos que conversan y a las de los niños que se quedan a jugar hasta muy tarde, porque es verano y al día siguiente no habrá que ir a la escuela.

Yo escucho, asomado al balcón, en el último piso que ahora sólo es mío, desde que se casó mi tío Pedro, escucho y vigilo, miro pasar por la calle del Pozo a la gente que vuelve del cine de verano, muchos de ellos con botijos de agua fresca, con fiambreras en las que llevaron la cena para tomársela mientras veían la película.

El timbre distante del teléfono vuelve a sonar, o quizás ha estado repitiéndose tan monótonamente como los cantos de los grillos y yo no lo he escuchado. Al llegar junto a cada corrillo de vecinos, el que pasa dice buenas noches, y los vecinos interrumpen la conversación para contestarle a coro con un buenas noches idéntico, aun en el caso raro en que ni el uno ni los otros se conozcan. El ciego sale de su casa o vuelve a ella cuando es ya muy tarde y los corros de vecinos se han retirado, y además procura pasar por los callejones menos frecuentados, caminando siempre muy cerca de la pared, rozándola con una mano extendida, manejando con la otra el bastón con el que da breves golpes de reconocimiento sobre el empedrado, sobre las baldosas de las aceras y los bordillos rectos de piedra.

Solo que estas últimas noches no hay tertulias en nuestra plaza, ni al menos en la mitad de la calle del Pozo que va a desembocar en ella. No hay tertulias ni ruidos de televisores por las ventanas abiertas porque se sabe que Baltasar está muriéndose, por respeto a su lenta agonía. Al otro lado de la calle, frente a mi balcón abierto, está la casa de Baltasar, prolongada por el muro blanco de los corrales y el huerto. Es la casa más grande y sus corrales y su huerto también son los más extensos del barrio. Hay grandes higueras, una palmera que casi llega a la altura del balcón donde yo estoy asomado, cuadras hondas para los mulos y los cerdos, cercados para los pollos de cresta roja y para los pavos que responden como un coro idiota cuando se los interpela desde lejos. Cuando yo era pequeño mi tío Pedro me tomaba en brazos junto al balcón abierto y me mostraba el huerto de Baltasar y su muchedumbre de pavos y me decía que los pavos hablan y entienden lo que se les dice, y pueden responder a las preguntas.

Gritaba, para demostrármelo: “¡Pavos de Baltasar! ¿Qué habéis comido hoy?" Del corral subía hacia nosotros, desde el otro lado de la calle estrecha, un gran clamor de sonidos guturales, como de erres y de oes que mi tío Pedro traducía para mí: "Hemos comido arroz, arroz, arroz". El 25 de agosto, el día del santo de la mujer de Baltasar, las puertas del huerto que daban a la calle del Pozo se abrían para los invitados en una fiesta de manteles blancos sobre largas mesas de convite y bombillas de colores colgadas en hileras entre los árboles. Una pequeña orquesta de saxofón, batería, contrabajo y acordeón tocaba pasodobles y canciones modernas. Había grandes garrafas de vino y neveras con barras de hielo para mantener frescas las botellas de cerveza, platos de gambas cocidas, de aceitunas, de patatas fritas, gaseosas y Coca-Cola para los niños. A la mañana siguiente, al barrer las puertas de las casas, rociando la tierra con el agua de los cubos de fregar para que se asentara el polvo, las vecinas comentaban entre sí que la fiesta de Baltasar había sido "como una boda".

"Más que muchas bodas", ponderaba mi abuelo, con su amor por las cosas grandes y los gestos fantasiosos. Había vecinos que eran invitados a la fiesta del santo de Luisa y otros que no, y eso marcaba distancias y rivalidades sutiles entre ellos. A nosotros siempre nos invitaban, y cada año, según se acercaba la noche de San Luis, yo podía espiar una conversación parecida entre mis abuelos: -No seré yo la que vaya este año.

– Mujer, cómo no vas a ir, si son los vecinos de enfrente, y nos han invitado.

– Nos invitan para darnos envidia.

– También se la damos nosotros a los que no pueden estar en el convite.

– Creerán que por invitarnos se nos olvida lo que nos hicieron.

– Lo pasado, pasado.

– Yo no soy como tú. A mí no se me olvida ni se me olvidará nunca.

No habrá fiesta este año: dentro de algo más de un mes, cuando llegue el día de San Luis, Baltasar estará muerto, y es muy probable que ni siquiera entonces mi abuela le haya perdonado un agravio que sucedió en un pasado lejano y sombrío y que yo no logro saber en qué consistió. No sé nada del pasado ni me importa mucho pero percibo su peso inmenso de plomo, la fuerza abrumadora de su gravedad, como la que sentiría un astronauta en un planeta con una masa mucho mayor que la de la Tierra, o con una atmósfera mucho más pesada. La masa de Venus es menor que la de la Tierra, pero su atmósfera venenosa de anhídrido carbónico es tan densa que una nave espacial quedaría aplastada sin llegar a posarse sobre su superficie. En Júpiter mi cuerpo pesaría más de quinientos kilos, pero Júpiter es una esfera de hidrógeno líquido agitada por tormentas que duran milenios y en la que se hunden con grandes deflagraciones como de bombas nucleares los meteoritos gigantes atraídos por la fuerza de su gravedad. Lo que sucedió o no sucedió hace veinte o treinta años gravita sobre los mayores con una fuerza invisible que ellos mismos no advierten, y algunas veces, escuchando sus conversaciones, viéndolos acudir cada día a sus tareas sin recompensa, tengo la sensación de verlos caminar como buzos con enormes zapatones de suelas de plomo, cada uno con la joroba del pasado sobre los hombros, doblándolos bajo su peso como cuando se doblan bajo un costal lleno de trigo o de aceitunas. No hay ningún adulto cuya figura no proyecte hacia atrás la sombra perpetua de lo que hizo o de lo que le sucedió en otro tiempo. El pasado de los mayores es un mundo al que yo sólo puedo asomarme por rendijas estrechas, una casa oscura en la que casi todas las habitaciones están cerradas con llave y las ventanas tienen los postigos echados, y dejan salir si acaso un hilo de luz, tan delgado como el que ahora se filtra hacia la plaza desde la ventana de la habitación donde yo visité a Baltasar esta tarde.

}Hemos comenzado a explorar el Universo y no nos detendremos en la conquista de la Luna}, ha dicho el ingeniero Von Braun en el telediario de las nueve de la noche. Me imagino al médico -doctor Medina, le decía temerosamente la sobrina de Baltasartambién sentado frente a un televisor, renegando a solas y en voz alta, llamando nazi a Von Braun. Para los larguísimos viajes espaciales del futuro quizás será preciso reclutar y entrenar como astronautas a condenados a muerte, ofreciéndoles la conmutación de la pena capital a cambio de que acepten viajar durante el resto de sus vidas. Se ha acabado la película en el cine de verano, se han retirado hacia el interior caliente de las casas los últimos vecinos que apuraban la tertulia y hace ya un rato que la fotografía del general Franco, la bandera española ondeante y el himno nacional señalaron el fin de los programas de la televisión, dejando en las pantallas una niebla de puntos grises y blancos que mantiene todavía hechizados durante varios minutos a los espectadores más tardíos. Otros científicos sugieren que los viajes espaciales exigirán que los comiencen parejas clínicamente perfectas, que tendrán descendencia durante la travesía, y sus hijos se casarán a su vez con los de otros tripulantes y así sucesivamente,}con el fin de seguir el gran viaje de generación en generación}.

Ahora, en el silencio, que tiene un fondo de grillos y de perros, cuando también en mi casa se han dormido todos y yo sigo despierto y asomado al balcón como un vigía en un faro, o como uno de aquellos astrólogos babilonios que observaban el cielo desde las terrazas de sus zigurats y que dieron a las estrellas y a las constelaciones sus nombres más antiguos, la única casa en vela y con las luces encendidas de todo el barrio de San Lorenzo es la de Baltasar. Me parece que oigo pasos en ella, puertas que se abren y se cierran, que vuelvo a escuchar muy cerca la respiración del moribundo, a quien el dolor y el insomnio lo mantienen atado a la conciencia, y quizás también una terca decisión de no ceder a la muerte, él que durante tantos años hizo lo que se le antojaba e impuso su voluntad tiránica a quienes vivían a sus órdenes, asustados de sus gritos, de su fuerza brutal, medrosos y dóciles para solicitar su favor, un jornal o una limosna.

El motor solitario de un coche se acerca a la plaza por los callejones:

quizás han llamado al médico porque Baltasar se ahoga, porque ahora sí que viene el final. Pero el coche se aleja, y el silencio vuelve a la plaza, el silencio que la colma como el agua quieta de un estanque, lisa en la superficie, muy levemente ondulada por la brisa nocturna que roza las hojas de los álamos. El timbre de un teléfono sigue sonando. Unos pasos lentos, unos golpes menudos de bastón percutiendo sigilosamente contra el empedrado y contra la cal de una pared avisan de que se acerca el ciego Domingo González y que va a doblar de un momento a otro la esquina de la Casa de las Torres.

Por una de las ventanas entornadas en la casa de Baltasar viene ahora un rumor de rezos. Repiten oraciones, esparcen agua que llaman bendita, ponen estampas de santos o de vírgenes cerca del moribundo. Igual podrían danzar en torno suyo con las caras pintadas y agitando sonajeros de calabazas llenos de semillas secas. "Una estampa de la Virgen del Carmen bendecida por Su Santidad el Papa viajará con los astronautas a la Luna, cumpliendo una petición del Padre Carmelo de la Inmaculada, director de la revista de devoción mariana}Lluvia de Rosas}, que alcanza una gran difusión en todo el mundo", decía ayer el periódico}Singladura}, que viene de la capital de la provincia y está tan mal impreso que las caras o los objetos apenas se distinguen en los rectángulos negros de sus fotografías. "El astronauta Aldrin consultó con su director espiritual minutos antes del despegue de la nave Apolo".

Desde el fondo de mi casa, por la oquedad en sombras de las escaleras, suben hasta mí las campanadas del reloj de la sala. Las dos de la madrugada. Las dos de la madrugada del jueves 17 de julio de 1969. Primer año de la Era Espacial. Trigésimo tercer aniversario del Glorioso Alzamiento Nacional, dicen con voces enfáticas los locutores de la radio y de la televisión, que hoy darán mucha más relevancia en sus informaciones a la efemérides del levantamiento de Franco que a las últimas novedades sobre el viaje a la Luna. Aniversario, Alzamiento, Efemérides, Glorioso, Cruzada, Victoria. Según se acerca el 18 de julio las voces de los locutores se ahuecan y engolan y proliferan los discursos cargados de mayúsculas y las fechas con números romanos, los himnos marciales, las imágenes de batallas y desfiles del tiempo de la guerra, la figura de Franco, el Caudillo, el Generalísimo, un viejecillo calvo, redondeado, fondón, como el abuelo de alguien, vestido a veces de uniforme militar y otras con un traje como de jubilado pulcro, la cintura del pantalón muy alta sobre la barriga floja. Cuando transmiten por televisión un acto oficial en el que alguien con camisa azul grita al final de un discurso: “¡Viva Franco!”, Baltasar se incorpora en su sillón de mimbre y grita roncamente: “¡Viva!” La duración de plomo del pasado se mide en conmemoraciones y en números romanos: a mí me gusta el tiempo inverso y veloz de la cuenta atrás que lleva segundo a segundo al despegue de un cohete Saturno, y más todavía el que empieza en el instante del despegue: segundos de prodigio, minutos y horas de aventura y suspenso, cada hora numerada en su avance y en el cumplimiento exacto de los objetivos de una misión volcada a un porvenir luminoso de adelantos científicos y exploraciones espaciales.

En las noticias de la radio y de la televisión siempre dicen las horas que han pasado desde el comienzo exacto del viaje de la nave Apolo Xi. Intento hacer el cálculo ahora mismo, venciendo la pereza y el peso del sueño. Once horas y cuatro minutos desde el momento del despegue. La silueta blanca de la nave contra el cielo negro, la nave silenciosa, inmóvil en apariencia, aunque viaja de la Tierra a la Luna a diez mil pies por segundo, la nave que es en realidad una rara yuxtaposición de dos módulos: el módulo de mando, llamado Columbia, y adherido a su morro cónico el módulo lunar, que será el que se desprenda para descender hacia el satélite, y que tiene un aire de insecto o de crustáceo robot, con su forma poliédrica y sus patas articuladas. El tiempo de la misión espacial no se parece nada al de nuestras vidas terrenales, no puede ser medido con los mismos torpes instrumentos que ellas.

Primero fue la cuenta atrás, el pulso numérico de cada segundo que progresaba en línea recta hacia el instante preciso de la explosión de gases y el despegue, las voces nasales que cuentan a la inversa y en inglés, terminando en un cero que ya tiene algo en sí mismo de explosivo. Y a partir de entonces segundos y minutos fueron agregándose para numerar exactamente las horas, midiendo un tiempo veloz, aventurero, matemático, tan limpio como el chorro blanco de humo en el cielo azul de Florida. La misión Apolo no se mide por días ni por semanas, ni por largos años sombríos de repetición ceremonial del pasado, sino por horas, minutos y segundos.}?Será usted quien dirija el vuelo?}, le preguntaron al comandante Neil Armstrong. Y él contestó con una sonrisa:}quien lo dirigirá de verdad será Isaac Newton}. Lo que impulsa ahora mismo a la nave en dirección a la Luna no son sus motores sino la fuerza de la gravedad lunar. Ahora mismo, mientras yo miro al cielo buscando en vano la pulsación de un punto luminoso que sea el de la nave espacial, los astronautas miran la Tierra por una de las ventanas circulares, la Tierra azul y más grande que una Luna llena recién surgida en el horizonte. La Tierra azul y en parte ensombrecida, la noche sumergiendo la mitad de ella, incluido este valle al que da mi balcón, esta ciudad pequeña cuyas luces muy débiles difícilmente podrá ver nadie desde una cierta altura. Dentro de poco verán la Luna mucho más cerca: los cráteres inmensos, que conservan la forma del impacto de los meteoritos que los provocaron hace cientos de millones de años, las cordilleras de un gris de ceniza, las llanuras que llaman mares,}Maria} en latín, océanos de rocas y polvo que ningún viento ha estremecido nunca. En uno de esos mares aterrizarán en la madrugada del lunes, o}alunizarán}, según dicen algunos reporteros y expertos en la televisión. En el Mar de la Tranquilidad,}Mare Tranquilitatis}. En latín la geografía fantástica de la Luna se vuelve mucho más misteriosa. Mare Tranquilitatis, Mare Serenitatis, Océano de las Tormentas: me acuerdo de las jaculatorias que se decían antes al rezar el rosario, las palabras litúrgicas de la misa cuando yo era pequeño, y también las clases lúgubres de Latín en el colegio.

El profesor de Latín es un ciego que se llama don Basilio. Vivo en un mundo, en una ciudad, donde abundan los ciegos, los cojos, los mancos, supervivientes de la guerra y de los años del hambre, mutilados en las batallas o en los bombardeos, heridos por la viruela, por la tiña, por la poliomelitis, despojos del tiempo que está más allá de la frontera de sombra que divide el presente del pasado, como la que separa en las fotografías de la Tierra tomadas desde el espacio el día de la noche. Don Basilio es un ciego raro, sin gafas, con la cara muy carnosa, con un ojo abierto de color gris y de pupila escarchada y otro que mantiene siempre guiñado, y en el que le queda un poco de vista, porque se pega a él la esfera del reloj para saber la hora. Las cataratas enturbian el ojo abierto de don Basilio como las masas de nubes que cubren a medias la esfera azul de la Tierra en las fotografías tomadas desde el espacio.

Don Basilio camina de un extremo a otro de los pasillos del aula, entre las filas de pupitres, rozando con las yemas carnosas y blancas de los dedos la hoja en braille en la que están nuestros nombres. Don Basilio cuenta por lo bajo los pasos que da en cada dirección, y antes de doblar se detiene un momento, o antes de levantar el pie derecho para subir a la tarima en la que están la mesa del profesor y la pizarra, en la que escribe listas de palabras y de declinaciones en latín con letras muy grandes y torpes y poniendo el ojo guiñado muy cerca de la mano que sostiene la tiza. Cuando aparta la cara de la pizarra el polvo de la tiza le blanquea las pestañas y las cejas. Don Basilio tiene el oído tan fino como la puntería: se vuelve si alguien está hablando al fondo del aula y le tira la tiza tan certeramente que nunca yerra el blanco. Quizás tiene un sentido de la orientación como el de los murciélagos.

Al fondo del aula, en las últimas bancas, hay una zona sin ley en la que se sientan los casos perdidos, los que no atienden a las explicaciones y ni siquiera fingen y reciben estóicamente todos los castigos. Hay dos malvados que actúan siempre en pareja y hablan en voz baja como confabulándose para cometer un crimen. Se llaman Endrino y Rufián Rufián, y cuando quieren vengarse de alguien le clavan en la espalda la aguja del compás o la punta del tiralíneas. De vez en cuando acorralan a los alumnos más pequeños en el retrete para bajarles los pantalones o meterles la cabeza en la taza del váter. Cada vez que veo a Endrino y a Rufián Rufián venir hacia mí por un pasillo del colegio me tiemblan las piernas. El peor de todos los internos, Fulgencio, a quien llaman el Réprobo, ocupa la última banca de la clase, el rincón oscuro del fondo, donde el efecto de la autoridad del profesor es ya muy débil, como la radiación solar en la órbita de Plutón. Fulgencio tiene perfecta constancia de que va a suspender todas las asignaturas y de que va a condenarse, de que su carne va a arder durante toda la eternidad en las llamas del Infierno, pero esa expectativa indudable no le provoca un escalofrío, sino una carcajada, y se ríe groseramente con su gran boca abierta, su boca de dientes caballunos que con mucha frecuencia huele a tabaco o a coñac.

Fulgencio tiene una corpulencia de hombre y una cara empedrada de granos, y aunque es un interno no viste una bata ignominiosa, como todos ellos, sino un traje oscuro, una camisa blanca y una corbata, de modo que con su estatura y con esa ropa no parece un alumno, sino un profesor, y ni siquiera eso, un señorito golfo que por alguna equivocación del destino hubiera acabado en esa aula de chicos en edad escolar, medrosos alumnos del colegio salesiano que abandonaron no hace mucho el pantalón corto y todavía se peinan con el flequillo hacia delante.

Fulgencio es largo, flaco, indolente, y las piernas de adulto le sobresalen bajo el pupitre y se extienden a través del pasillo, circunstancia que él aprovecha para poner zancadillas a los incautos que se acercan a su territorio, incluido don Basilio, el ciego, que ya toma la precaución de no llegar en sus itinerarios hasta el fondo del aula, desde una vez en que por culpa de Fulgencio cayó de boca y se levantó con una expresión de furia en su ojo abierto y nublado y la cara manchada de sangre. Fulgencio es ese condenado al que nadie domina porque ya se le han aplicado los castigos más duros sin otro resultado que encallecerlo contra la disciplina y el miedo.

Se revienta los granos de la cara presionándolos entre el pulgar y el índice y se limpia el pus con el mismo pañuelo con sus iniciales bordadas que un rato antes usó para limpiarse el semen después de hacerse una paja mirando una diapositiva de la Venus de Milo que puso el padre Peter en la clase de Arte. Con su voz recia de tabaco y de pleno desarrollo hormonal canta en tono muy grave la letra que ha compuesto para acompañar la canción}O sinner man}, que se oye mucho últimamente en la radio, popularizada por un grupo español de folk, hombres con barbas o patillas largas y mujeres con faldas flotantes y pelo lacio partido por la mitad:

}Juan, sígueme, vámonos de putas, Juan, sígueme, vámonos de putas, Juan, sígueme, vámonos de putas que hoy pago yo…} No hay forma de depravación moral o de subversión política que no tiente a Fulgencio, ferozmente empeñado en ganarse por el camino más rápido la expulsión del colegio, la cárcel, la enfermedad venérea, la vergüenza pública y la condenación eterna. Dice haber leído el}Manifiesto comunista}, el}Libro rojo de Mao},}Mein Kampf},}El origen de las especies} y las obras selectas del Marqués de Sade y de Oscar Wilde, y recibir con puntualidad los números más recientes de}Mundo Obrero} y de una revista de mujeres desnudas que se llama}Play-boy}. Su padre es registrador en un pueblo olivarero del interior de la provincia: Fulgencio dice que cuando llegue la revolución los legajos de escrituras de la propiedad habrán de arder en las mismas hogueras que los latifundistas y sus lacayos, incluido su padre. También dice que le gustaría inventar una máquina que redujera a la gente de tamaño, para llevar en los bolsillos y guardar bajo el pupitre a diminutas mujeres desnudas que pulularan como ratones o como liliputienses entre su ropa rascándole los picores y haciéndole pajas. Golpeando el filo del pupitre con la regla y el tiralíneas, marcando el ritmo con golpes del talón sobre la tarima e imitando con la boca el bajo eléctrico, las guitarras y los vientos, Fulgencio recrea sus canciones preferidas de los Rolling Stones, de Blood, Sweat amp; Tears y de Los Canarios, y aunque no sabe una palabra de inglés su voz quemada y cavernosa logra simulaciones admirables de Rhythm and Blues, que se oyen muchas veces de fondo como un ronroneo en el silencio del aula.

Don Basilio tiene un pesado aire clerical, pero no es cura: lleva trajes oscuros, mal cortados y mal puestos, va con la corbata torcida, con caspa en los hombros y churretones de huevo frito o de café con leche en las solapas y en la camisa. Es con su ojo despavorido y abierto con el que parece verlo todo, no con el otro siempre guiñado al que se acerca la esfera del reloj. A veces también lleva la bragueta abierta y una mancha de orines a lo largo del pantalón, lo cual es gran motivo de jolgorio entre los más gamberros de la clase, Endrino y Rufián Rufián, que han desarrollado una forma eficaz de venganza contra él, cada vez que los suspende en un examen o que da parte de alguno de ellos al Padre Director. Como don Basilio conoce de memoria las distancias en el aula y se atiene siempre a recorridos idénticos, basta deslizar ligeramente hacia la derecha o la izquierda un pupitre para que se dé un golpe contra él: los cantos duros de los pupitres, han descubierto Endrino y Rufián Rufián, le llegan a don Basilio justo a la altura de las ingles, de modo que si se choca contra uno recibe el golpe directamente en los testículos.

Se oye una risa ahogada, don Basilio palpa el pico del pupitre que acaba de hincársele y luego la ingle dolorida y la bragueta probablemente abierta, contrayendo mucho la cara, con gestos desordenados como espasmos en sus rasgos carnosos, un ojo atónito y nublado, el otro con las pestañas casi pegadas entre sí por una sustancia húmeda. Don Basilio suspira, aprieta los dientes, toma nota del nuevo obstáculo con el que ya no va a chocar por segunda vez, y al cabo de un rato o de unos días el responsable de la trampa, que ya se creía a salvo, recibe un coscorrón certero en la nuca o se le ordena que suba a la tarima y que haga un ejercicio particularmente difícil y al no saber resolverlo don Basilio lo toma de una oreja y tira de ella hasta que parece que se la va a arrancar, acercándole mucho a la cara el ojo guiñado que todavía conserva un poco de sensibilidad a la luz.

¿Cómo es el mundo que perciben los ciegos? ¿Cómo ve don Basilio el aula en la que entra cada mañana, el espacio hostil de rumores de burla, de olor de tiza y de cuerpos mal lavados en el tránsito hacia la adolescencia, las manchas vagas de las caras, de las ventanas altas que dan al patio? El mundo no lo vemos tal como es, sino de acuerdo con las percepciones de nuestros sentidos. Si tuviéramos el oído tan fino como los perros descubriríamos una riqueza de sonidos probablemente aterradora: con los ojos de una mosca veríamos la realidad subdividida en prismas infinitos, como ese científico de una película que por un error en un experimento acaba teniendo una cabeza monstruosa de mosca sobre su cuerpo todavía humano, una máscara peluda y atroz surgiendo del cuello de su bata blanca. El espacio es una jungla de ultrasonidos para los murciélagos que ahora mismo cruzan volando delante de mi balcón abierto y se deslizan sin apenas rozarlas entre las ramas y las hojas quietas de los álamos, entre los olores densos de resina y de savia: lo que yo veo y escucho no son las formas y los sonidos naturales del mundo, sino las imágenes visuales y sonoras que mi cerebro forma a partir de las impresiones de los sentidos. Las manchas de luz que percibe en este mismo instante la salamanquesa inmóvil junto a la lámpara de la esquina en la plaza de San Lorenzo, acechando en espera de un insecto que se ponga al alcance de su lengüetazo instantáneo, no son más fantásticas o más irreales que la claridad de la Vía Láctea o las figuras ilusorias que trazan delante de mis ojos las estrellas en el cielo de la noche de julio. Cómo ven el mundo los ojos de la salamanquesa, los ojos del mosquito atraído hacia la luz de la lámpara callejera al que la salamanquesa acaba de atrapar con un movimiento seco, único, que un instante después ha dado paso de nuevo a una inmovilidad absoluta, en la que sin embargo palpitará un corazón mínimo, latiendo bajo la superficie blanca y blanda del vientre adherido a la cal de la pared.

Todo parece sumergido en el silencio, en las aguas hondas del tiempo embalsado de la plaza, y sin embargo nada duerme, nada permanece quieto o en verdadero reposo. Dicen que el ciego Domingo González no duerme nunca, que gira la llave enorme de su casa en la cerradura y luego ajusta la tranca y revisa a tientas las rejas de barrotes que ha hecho instalar en las ventanas que podrían ser accesibles desde los tejados y los corrales contiguos a su casa. Quien algo teme, algo debe, dice mi abuelo, con ese gesto entre de astucia y de pesadumbre con el que indica que sabe mucho más de lo que puede o quiere contar. Las células del cáncer se multiplican ahora mismo con una fertilidad furiosa en el interior de los pulmones, en el hígado, en los intestinos de Baltasar, invaden su organismo entero y lo arrasan como una muchedumbre de termitas, de hormigas excavando túneles bajo la tierra apisonada de nuestra plaza. En mi casa a oscuras, en los dormitorios donde los balcones abiertos no disipan la temperatura casi de fiebre del aire y de las sábanas, mis padres y mis abuelos duermen respirando muy hondo, con las bocas abiertas, cada uno con un registro distinto de ronquidos, los cuatro hundidos en el sueño por el agotamiento de los trabajos del día.

En la cuadra la yegua de mi padre y la burra diminuta de mi abuelo duermen de pie, golpeando de vez en cuando con los cascos el suelo cubierto de estiércol. En las otras cuadras que hay al fondo del corral gruñen los cerdos que dormitan tirados entre desperdicios y excrementos con los ojos diminutos y guiñados, que se parecen a los ojos de Baltasar. En el interior de un huevo que una gallina estará empollando ahora mismo va cobrando forma un embrión que se parece asombrosamente a los embriones humanos que he visto en las fotografías a todo color de un libro que hay en casa de mi tía Lola. En su paseo espacial el astronauta Aldrin parecía tan inmóvil como un nadador que se queda quieto en el agua y sin embargo él y la cápsula Gemini estaban girando en órbita alrededor de la Tierra a una velocidad de diecisiete mil quinientas millas por hora.

Nada está quieto, y menos que nada mi cabeza sin sosiego, excitada por el calor de la noche y por el insomnio, por las percepciones excesivamente agudas de los sentidos. El mecanismo del reloj de la sala, al que mi abuelo le da cuerda todas las noches, se mantiene en marcha gracias a sus engranajes y a sus ruedas dentadas, al impulso del péndulo de cobre dorado tras la caja alta de cristal: algunas veces yo he alzado los ojos del libro que estaba leyendo y he atrapado el movimiento de la aguja de los minutos, tan súbito como el de la salamanquesa que atrapa a un insecto. Engranajes herrumbrosos se mueven en el interior de las torres de las iglesias y en la gran torre del reloj que hay en la plaza del General Orduña y van marcando un tiempo lento y profundo que resuena cada cuarto de hora en el bronce de las campanas, irradiando sobre la ciudad ondas concéntricas que se propagan como sobre el agua lisa de un lago o de un estanque: es el tiempo demorado e idéntico de las estaciones, de los sembrados y de las cosechas, y las campanadas de las horas y los cuartos suenan tan despacio como las que llaman a misa o doblan para un entierro o para un funeral.

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