16

– Ha venido don Diego, el párroco de Santa María.

– ¿Y habéis visto si traía el santolio? -Mama, eso yo ya no lo distingo.

– Hija mía, ni que fueras atea.

– Habría venido con un monaguillo.

– A lo mejor sólo quiere confesarse.

– Pues entonces va a tener tarea.

– Por eso tarda tanto en salir el cura.

– ¿Y hay perdón para todos los pecados, por muy malo que haya sido uno? -Algo ayuda si se dan buenas limosnas a la iglesia.

– Y si se invita de vez en cuando a chocolate con churros al párroco y se le manda algún pollo con la cresta bien roja.

– Qué cosas tienes, Lola. ¿Tú crees que el perdón de Dios se gana con regalos? -Bien claro lo dice el refrán:}a Dios rogando y con el mazo dando}.

– De cuándo habrás sabido tú de refranes.

– El que no ha vuelto desde hace días es el médico.

– Poco remedio le puede dar ya.

– Será que quiere ahorrarse el dinero de las visitas.

– A mi hijo lo han llamado varias veces para que les haga no sé qué cuentas y no le han dado más que un vaso de limonada.

– Como si el dinero y las fincas se los pudiera llevar al otro mundo.

– Ya se encargará la viuda de disfrutarlos en éste. Cuanto peor está el marido más fresca se la ve a ella.

– Qué sabemos nosotras si la procesión va por dentro.

– Muy por dentro ha de ir cuando ella sale todas las mañanas a la puerta pintada como una cómica. A lo mejor no llora para que no se le corra el maquillaje.

– No es de cristianos pensar mal de la gente.

– ¿Y no es de tontos pensar bien de todo el mundo?}Piensa mal y acertarás}.

– Hija mía, hoy te ha dado por los refranes.

– Mira la sobrina, en cambio: cada día más estropeada, la pobre.

– Ésa sí que lo va a sentir cuando falte su tío.

– Va a sentir que no tendrá que seguir limpiándole la mierda.

– Y que él ya no le dará más correazos.

– ¿Tanto le pegaba? -¿Pues tú no te acuerdas, cuando se oían los gritos y los golpes en toda la plazuela? -Ésta no se acuerda de nada, como si no se hubiera criado en esta casa.

– Qué valientes, los hombres, con el pantalón de pana y la correa, se creen algunos los amos del mundo.

– ¿Eso también lo perdona Dios, pegarle a una pobre coja indefensa? -Se ha ido el sol y todavía sube fuego de la tierra.

– Y eso que en este corral estamos frescas, con la sombra de la parra.

– Poco calor tendrás tú, con esa falda tan corta y esos tirantes.

– No te metas con ella. Si su marido la deja, ¿quién eres tú para decirle nada? -Su madre, ni más ni menos. No me gusta que las vecinas se asomen y que los hombres se vuelvan cuando ella pasa.

– Qué buenos racimos hay este año.

?Puedo comerme uno? -Mírala, como si no le hablara a ella.

– No seas impaciente, Lola, que todavía no están dulces. Acuérdate del refrán:}Por Santiago y Santa Ana pintan las uvas…} -}Para la Virgen de agosto ya están maduras}.

– Es que las veo tan redondas y tan verdes y se me hace la boca agua.

– De chica eras igual de impaciente. Te subías a la tapadera del pozo para alcanzar los racimos.

– De eso yo no me acuerdo.

– Pues yo sí, que tenía que ir detrás de ti todo el día para que no hicieras diabluras.

– Para eso eras mi hermana mayor.

– Más de una vez te habría cambiado el puesto.

– Qué cabeza, hija mía, subirte al pozo. Si llega a romperse la tapa te habrías ahogado.

– Eso sí que no, que yo la vigilaba siempre.

– Yo creo que se ha cerrado la puerta.

– ¿Qué puerta? Yo no he oído nada.

– La de Baltasar.

– Yo también la he oído. Si cierran ya es que no esperan que haya novedad esta noche.

– Qué buen oído tenéis las dos.

Sin asomaros a la puerta os enteráis de todo lo que pasa en la plaza.

– Sin necesidad de ver la tele o de hablar por teléfono como tú.

– Yo oía sonar el teléfono todas las noches en la casa del ciego. Él no lo contestaba nunca. Me despertaba oyendo el timbre y ya me quedaba desvelada.

– A saber quién lo llamaría.

– De ciertas cosas es mejor no enterarse.

– Ya estáis las dos con los misterios.

– ¿Es verdad que él y Baltasar fueron muy amigos? -Eran amigos antes de la guerra, y parece que se hicieron socios después.

– Pues yo no me acuerdo de verlos hablar en la plazuela, ni de que entrara el uno en la casa del otro.

– A lo mejor Baltasar engañó al ciego, igual que había engañado a vuestro padre.

– Ya vuelves con lo mismo.

– Y volveré mientras viva.

– Hiciera lo que hiciera, bien lo está pagando.

– Eso sí que no. Pagamos antes nosotros, pasando hambre y miseria. Y luego he tenido que seguir toda mi vida viéndole la cara a ese hombre que nos había traído la ruina y le he dado los buenos días y las buenas noches y he ido a su casa y he aguantado que él y su mujer presumieran delante de mí de todas las cosas que tenían, porque vuestro padre será muy mandón con los suyos pero muy manso con los extraños, y en vez de negarle el saludo y de volver la cara cuando se cruzaba con él ha estado siempre haciéndole la reverencia. Si nos convidaba el día de su santo y yo no quería ir vuestro padre se ponía hecho un mulo conmigo, que había que ver lo mal educada y lo desagradecida que yo era, cuando Baltasar no invitaba a más vecinos que a nosotros. "Porque los demás no irían si los invitaran", le decía yo, y él contestaba, "como no los invitan dicen que no irían, pero por dentro se mueren de envidia. Y además se portó como un amigo cuando me hizo falta".

"?Como un amigo?", le decía yo, "?cuánto tardó en firmar el aval diciendo que eras afecto al Movimiento?". "Tardara lo que tardara, si no llega a ser por él me habría muerto de hambre o de tifus en el campo de concentración". "Ay, qué tonto eres, hijo mío, firmó el aval cuando vio que no había cargos contra ti y que de todas maneras iban a soltarte". ¿Tú sabes cuántas veces tuve yo que cruzar de nuestra casa a la suya y llamar a su puerta para pedirle que firmara ese papel miserable? Llamaba y no me respondían, me quedaba esperando y tenía que volver a llamar, como si fuera una mendiga. Y yo sabía que los dos estaban dentro de la casa y que me hacían esperar a propósito, hasta los oía cuchichear y reírse muy bajo. Y a todo esto sin saber si vuestro padre estaba vivo o estaba muerto, sin poder mandarle cartas porque yo no tenía quién me las escribiera, con mi padre a mi cargo y cinco hijos a los que no tenía qué darles de comer, echándome a la calle cada día para pedir prestado aunque me muriera de vergüenza y haciendo cola a la puerta de las oficinas y de los cuarteles donde pudieran darme razón del paradero seguro de mi marido y de todos los papeles que harían falta para solicitar que lo soltaran. Qué podía yo entender de papeles, si apenas sé leer y casi no soy capaz ni de escribir mi nombre. Hasta carbón nos faltaba algunos días para calentar el puchero. ¿No os acordáis? -¿Cómo quieres que me acuerde, si yo no había nacido? -Pues tu hermana bien que se acuerda, a que sí.

– Cómo iba a olvidárseme. Ya tenía nueve años cuando acabó la guerra.

– Nueve años y llevabas adelante la casa y cuidabas a tus hermanos como si fueras una mujer, mientras yo andaba por ahí buscando algo de comer y queriendo averiguar si vuestro padre estaba vivo o lo habían fusilado o si lo iban a condenar a veinte años de cárcel.

– Pero si él no había hecho nada.

– Siempre pagan justos por pecadores.

– Pagan los tontos, y vuestro padre lo era. Se lo creía todo. Se creía la propaganda de los del otro lado:

"No tendrá nada que temer quien no se haya manchado las manos de sangre". Y lo mismo que se creía todos los discursos se creyó las mentiras que le contaba Baltasar sobre los billetes que valdrían y los que no valdrían cuando por fin entraran en Mágina las tropas de Franco.

– ¿Y Baltasar cómo podía saber eso? -Hija mía, pareces más tonta que tu padre.

– Baltasar era un fascista, aunque lo disimulaba.

– Baltasar no era ni rojo ni fascista, era del que estuviera mandando y de quien él pudiera sacar más provecho arrimándose. Como trabajaba de arriero y andaba siempre de un lado para otro aprovechaba para ayudar a los que más pudieran agradecerle luego los favores. Traía y llevaba recados y a más de uno le ayudó a cruzar las líneas. ¿Cómo crees tú que pudo pasarse al otro lado el ciego Domingo González? Y no lo hacía por buenos sentimientos. Tenía buen cuidado de ayudar a quien pudiera luego ayudarle a él, y como era más listo que el hambre enseguida se dio cuenta de que la guerra iban a ganarla los otros. No como vuestro padre, que se estuvo creyendo hasta el final los embustes que el doctor Negrín contaba en la radio, cuando hasta el más tonto o el más ciego podía ver que todo aquello estaba hundiéndose. Pues él nada. Dijeron en la radio de Franco que Madrid había caído, y él, que se lo creía todo, de pronto no se creyó precisamente eso, decía que a él no lo engañaban, que la toma de Madrid era un golpe de propaganda inventado para desmoralizarnos. Como si no estuviéramos todos ya bastante desmoralizados después de tres años de penalidades y de guerra.

Todos menos él, claro, que se lo pasaba estupendamente presumiendo de uniforme, con lo alto y lo buen mozo que era, desfilando con su mosquetón al hombro cada catorce de abril. Yo le decía: "Manuel, si esto acaba mal y ganan los del otro bando, ¿qué va a ser de nosotros?" Y él tan fresco, "mujer, cómo van a ganarle unos cuantos militares sublevados al gobierno legítimo de la República". Él siempre con esas palabras que le gustaban tanto. "Y si pasara algo", decía, "que no pasará, ¿no estamos guardando cada semana más de la mitad de mi paga fija, para hacer frente a lo que sea?". De eso estaba tan orgulloso como del uniforme y de los correajes, del sobre con billetes que me traía cada sábado. Y a mí también me parecía mentira, después de haber pasado tantas necesidades en la vida, de no saber nunca si al día siguiente íbamos a tener un jornal o si se iba a arruinar una cosecha porque no lloviera nada o porque lloviera a destiempo.

Igual que os digo una cosa os digo la otra, listo no será vuestro padre, pero trabajador más que nadie. Desde niño se ganó la vida en los cortijos y en las huertas, pero el que no tiene nada más que sus manos no saca nada en limpio por mucho que trabaje, y por muy buenas palabras que le digan los señores o los capataces. Los peones de los cortijos dormían en las cuadras con los animales y el día en que estaba lloviendo o en que se ponían malos no cobraban el jornal. Y cuando llegó la República y a pesar de todas las promesas había menos trabajo todavía, los señoritos y los capataces les decían a los hombres del campo: "Decidle a vuestra República que os dé de comer".

– Dice Carlos que de esas cosas antiguas más vale no acordarse.

– Como si acordarse o no acordarse estuviera en la mano de uno.

– Hasta para nacer tuviste suerte tú, Lola, que viniste al mundo cuando lo peor había pasado.

– Cuando estalló la guerra nosotros estábamos algo mejor, y habíamos podido mudarnos a esta casa, porque a vuestro padre lo habían hecho aperador o jefe de muleros o comoquiera que se diga en el cortijo de los señores de Orduña. Pero llegaron unas patrullas en camionetas de aquellos milicianos que llevaban pañuelos rojos y negros y dijeron que incautaban el cortijo. Me acuerdo de esa palabra porque vuestro padre la decía mucho. Pero lo que hicieron fue quemar la casa, matar a tiros a los animales y pegarle fuego a la cosecha de trigo y de cebada, y hasta a vuestro padre estuvieron a punto de fusilarlo.

– ¿Y él que había hecho? -Pues lo que ha hecho siempre y lo que ha sido su ruina, meterse donde no lo llamaban y hablar cuando tendría que haberse callado. Después de emborracharse con el vino de la bodega de los señores los milicianos empezaron a tirar al patio por los balcones del cortijo todo lo que encontraban, los muebles, los libros de la biblioteca, los cuadros, las imágenes de los santos, y cuando tenían una pila que llegaba más alta que los tejados lo rociaron todo de gasolina. Los peones estaban allí, mirando, sin hacer nada, pero vuestro padre se acercó a los milicianos y les dijo, "pero, hombre, vais a quemar también los libros y los santos, qué mal os han hecho". Y el miliciano lo agarró por la pechera de la camisa, aunque era más pequeño que él, y le dijo, "pues a ver si vas a ir tú también derecho a la hoguera".

– Qué valiente, mi padre.

– Qué insensato, más bien. Por mucho menos a otros les dieron el paseo, y tuvieron sus familias que buscarlos por las cunetas, tirados como perros, con las bocas abiertas y los ojos comidos por las moscas.

– Habría que verlo, lo orgulloso que iría, con su uniforme de guardia.

– Guardia de Asalto. Con todo el tiempo que ha pasado y todavía le gusta decir el nombre.

– ¿Cómo sacó la plaza? -Porque era muy alto, y porque sabía leer y escribir y hacer cuentas.

Y porque a los guardias más jóvenes los mandaban al frente y como los mataban tan rápido siempre hacía falta gente nueva. Había aprendido a leer y a escribir en el cortijo, de noche, a la luz de un candil, con otro peón que había sido asistente de un capellán en la guerra de África.

– Yo me asomaba a la ventana para verlo venir. Salía corriendo y él me levantaba en brazos, y me ponía la gorra de plato. Las otras niñas que jugaban en la calle se morían de envidia.

– Y lo mejor era el sobre, cada sábado, lloviera o nevara o hubiera sequía, parecía mentira, los billetes tan nuevos, que olían tan bien, sin mugre ni manoseo, como si los hubieran planchado, un jornal seguro por primera vez en nuestra vida. Y por tan poco tiempo. Pero yo veía cada semana que mi caja de lata iba estando más llena, y la guardaba en el fondo del armario. Él me decía, "mujer, no seas tan económica, que la semana que viene habrá otro sobre igual que éste". Pero yo escuchaba las noticias de la guerra, aunque no entendía casi nada, y miraba las caras de hambre de la gente, y los puestos del mercado que se iban quedando vacíos, y los soldados que volvían de los frentes con un brazo o una pierna de menos o sin los dos brazos o las dos piernas, y pensaba, "esto no va a durar mucho, y cuando se acabe estaremos mucho peor que antes de que empezara". Al final mi caja de lata estaba llena de billetes, bien apretados, con ese olor a nuevo que me gustaba tanto, pero de qué me servían, si ya no había casi nada que se pudiera comprar con ellos, si el campo no daba trigo ni aceite después de tres años de dejarlo en barbecho.

Algunas noches me desvelaba al lado de él, que roncaba y ocupaba la cama casi entera con las piernas abiertas, porque a él nada le quitaba el sueño, aunque cada día llegaran a Mágina más refugiados de los pueblos que iban tomando las tropas de Franco, aunque ya no tuviéramos para comer más que pan de algarrobas y lentejas agujereadas por los bichos y hervidas en un caldo de agua. Me desvelaba, iba al armario, buscaba a tientas mi caja, me la llevaba a la cocina y encendía una vela para contar mis billetes, pero estaba tan nerviosa que perdía la cuenta, o pensaba de pronto, "mira si cuando manden los de Franco deciden que el dinero de los rojos no vale".

A él le faltó tiempo para reírse de mí cuando se lo dije a la mañana siguiente, nada más abrió los ojos.

"Mujer, qué tonterías más grandes se te ocurren, para qué hablas de lo que no entiendes. Lo primero es que esos militares chusqueros no van a derrotar al gobierno legítimo de la República.

Y lo segundo, poniendo que ganaran, que no ganarán, si dejaran sin efecto la moneda de curso legal, ¿cómo se mantendría la actividad económica?" Palabras nunca le han faltado. A mí podía aturdirme con ellas, pero yo no me quedaba tranquila. Un billete es una estampa pintada de colores, por mucho que se empeñe uno. "Un billete no es una mollaza de pan", pensaba yo, "ni una orza de lomo en manteca, ni una garrafa de aceite. Con papeles de colores no se enciende una lumbre ni se caldea una casa ni se llena una despensa". Y es como si Dios me hubiera abierto los ojos porque a los pocos días de aquello veo que vuestro padre vuelve de casa de Baltasar y entra en el dormitorio muy misterioso y en vez de quitarse el uniforme empieza a buscar en el armario, y yo que no le quito ojo y he ido detrás de él le digo, "qué buscas", y él, "la caja de lata, para guardar el sueldo de esta semana". Yo hacía como que no me daba cuenta, pero había notado que algunos días, cuando vuestro padre volvía, Baltasar estaba en la puerta de su casa, y lo saludaba muy atento, y se ponía a charlar con él, pidiéndole que le contara noticias de la guerra, como si él, que al fin y al cabo no era más que un guardia, supiera mucho de batallas y de política y estuviera al tanto de lo que los demás no sabíamos. Algunos días lo invitaba a que pasara, y le daba un vaso de vino, y a lo mejor algo de comida para nosotros que sacaría Dios sabe de dónde. En esa época todavía no se había mudado a la casa más grande, no había empezado a ganar dinero a espuertas y a comprarse olivares que le vendían por una miseria los señoritos arruinados después de la guerra. Era como los piojos y como la sarna, que prosperan más cuando hay más miseria. Yo me asomaba a la puerta, y me llevaban los demonios, porque conozco a vuestro padre y sabía que de aquello no podía salir nada bueno. "Qué buenas amistades estás haciendo con el vecino", le decía cuando llegaba a casa, con olor a vino en el aliento, "se ve que tenéis muchas cosas que hablar". "Cosas de hombres que a ti no te importan". Y a mí me daba miedo que se fuera de la lengua, por darse importancia, o que Baltasar lo enredara en alguna de sus sinvergonzonerías, aprovechándose de que era tonto y de que iba de uniforme. "Como sabe que estoy bien situado me pregunta mi opinión sobre el desenlace de la guerra", decía, como si fuera un general, "?y de qué te quejas, si me ha dado aceite, tocino y pan blanco para comer varios días?".

"?De dónde los habrá sacado? ¿Qué busca de ti cuando te regala esas cosas?" Me dejaba hablar y me miraba muy serio, con esa cara de ofendido que pone cuando se le lleva la contraria, como si me tuviera lástima por mi ignorancia, y ya no me dirigía la palabra ni cuando nos acostábamos. Pero al día siguiente, cuando se acercaba la hora de que volviera de su guardia, Baltasar ya estaba en la puerta, esperándolo otra vez, haciendo como que se había asomado para ver el tiempo que hacía. Yo lo veía aparecer al fondo de la plaza, tan alto, con su uniforme azul, con su correaje y su pistola al cinto, con su porra, y me decía, tan gallardo y tan simple, con tantas palabras y tantos pájaros en la cabeza hueca. Iba derecho hacia el otro, hacia Baltasar, como una mosca hacia una telaraña, pero yo me adelantaba y me acercaba a él como si tuviera urgencia de decirle algo y me lo llevaba conmigo. Pero duraba poco mi contento, porque al poco rato sonaba el llamador y era Baltasar que estaba en el portal preguntando por él y trayendo algo para vosotros, que también os ibais corriendo como tontos hacia él, porque os daba cosas que en nuestra casa no teníamos, naranjas valencianas o tabletas de chocolate. Vuestro padre acababa yéndose con él, y yo veía que el otro, más pequeño, le hablaba acercándosele mucho y vuestro padre bajaba la cabeza y decía que sí.

"Qué trola le estará metiendo", me preguntaba yo, "por dónde nos va a salir esta amistad". Y me acabé enterando ese día que subió al dormitorio creyendo que yo no me daba cuenta y lo pillé buscando entre la ropa del armario. "Qué haces", le digo, y veo que se pone colorado, "qué voy a hacer, que he traído el sobre con la paga y quiero guardar la mitad en la caja de lata". Y entonces me mira muy serio y me dice que tiene que contarme algo muy importante, y a mí me da un sobresalto el corazón, "?es que ha pasado algo?, ¿es que se ha muerto alguien?".

Y él pone esa cara de drama, esa cara de saber cosas muy graves y muy escondidas y me dice: "Júrame que no vas a contar nada de lo que yo te diga ahora mismo", y yo le digo, "estarás acostumbrado a que yo hable tanto como tú", y él, "esto no es momento para bromas, júramelo o no te cuento nada".

"Pues lo juro", le digo, "pero lo que sea cuéntamelo rápido y sin dar muchas vueltas, que tengo todavía que darles la cena a los chiquillos". Y entonces él me dice, como en el teatro cuando van a dar una mala noticia: "Leonor, la guerra está perdida". Y yo casi me echo a reír. "Pues vaya secreto que me has contado", le digo, "si eso lo sabe todo el mundo, hasta los tontos de la calle, si yo te lo decía y tú no querías enterarte". "Una cosa son los rumores y otra las informaciones ciertas, y yo, por la responsabilidad de mi posición, tengo que distinguir lo que es verdad de lo que pueden ser mentiras de la propaganda enemiga".

"?Y no vendrán por ti y te meterán en la cárcel? ¿No te quitarán de guardia y nos quedaremos en la calle?" "Eso es imposible", me dice, "y parece mentira que pienses una cosa así. ¿Por qué me van a perseguir a mí, si sólo he cumplido con mi deber? El general Queipo de Llano lo ha dicho en Radio Sevilla: _"No tienen nada que temer los que no se hayan manchado las manos de sangre_". "?Y tú cuándo has escuchado Radio Sevilla? ¿No me decías a mí que era un delito de traición escuchar las emisoras enemigas? ¿A eso vas todos los días a casa de Baltasar?" "A lo que yo vaya o deje de ir, eso no es cosa tuya. Baltasar me ha dado su palabra de que si hubiera algún problema, si las nuevas autoridades tuvieran alguna duda sobre mi ejecutoria, él me avalará". "?Y él cómo sabe tanto?", le digo. "Tiene sus contactos", me contesta muy misterioso. "?Y si lo detienen los nuestros antes de que lleguen los otros", le digo, "y lo fusilan por traidor, y te llevan a ti por medio?". “¡Yo no me he apartado ni el negro de una uña del cumplimiento de mi deber! ¡Y mi obligación es servir y defender al gobierno constituido, sea el que sea!” "No hables tan alto", le digo, "que te van a oír en la calle del Pozo".

Entonces baja mucho la voz y vuelve a ponerse misterioso. "Hay otra cosa más, que voy a decirte muy en secreto, y que es verdad aunque tú no te la quieras creer. Cuando entren las tropas de Franco, una gran parte del papel moneda emitido por la República será declarado sin valor". "?Cómo no me lo voy a creer", le digo, "si fui yo quien te lo dijo ayer mismo, sin que me lo contara nadie, y tú me llamaste idiota?". Entonces sí que me dio temblor en las piernas, y se me secó la boca, y se me encogió el estómago. Todo lo que yo había ahorrado en casi tres años se iba a quedar en nada, como si abriera mi caja de lata y volcara los billetes en la lumbre y en un momento no me quedaran más que las cenizas. "?Ves cómo a las mujeres no se os puede contar nada?", me dice él. "?Tú te imaginas que yo no estaba al tanto de todo, que no me preocupaba de encontrar a tiempo una solución? No he dicho que se vaya a anular todo el papel moneda: he dicho que una parte, _"una gran parte_". Habrá otra que seguirá valiendo, y que se podrá cambiar en los bancos por una cantidad equivalente del nuevo dinero de curso legal". "?Y cómo va a distinguirse el dinero que vale del que no vale?" Parece que se le nubla otra vez la cara y baja mucho la voz para decirme: "He prometido guardar el secreto y tú ya sabes que ni sometiéndome a tortura se me obligará a traicionar la confianza que se ha depositado en mí". "Así que de eso era de lo que tanto tenías que hablar con Baltasar. Él te ha contado que sabe cuáles billetes valdrán, y cuáles no, y a ti te ha faltado tiempo para creértelo, y ahora vienes a buscar la caja de lata para llevársela a ese tío sinvergüenza y dejarle que mangonee en lo que a mí me ha costado tanto ahorrar". Cerré la puerta del armario, eché la llave y me la guardé en el bolsillo del mandil, y me planté delante de él con los brazos cruzados.

"Parece mentira", me dice él, "parece mentira que tengas tan poco juicio.

?Quieres guardar esos billetes, y que no valgan nada dentro de unos pocos días?". "Lo que no quiero es que nadie me robe lo que es mío y de mis hijos". "Dame la llave", me dice, y se me acerca un poco más, tan alto como el armario. "No me da la gana", le digo. "Dame la llave del armario si no quieres que tengamos un disgusto".

"Como te acerques más empiezo a gritar pidiendo ayuda a los vecinos y armo un escándalo".

– Pero al final se la diste.

– Con un hombre tan grande, que se ponía tan mulo, como para no dársela.

– No se la di porque le tuviera miedo. Abrí yo misma el armario y saqué mi caja de lata porque pensé que a lo mejor tenía razón. Y porque me prometió que no iba a dejar que Baltasar se quedara con los billetes, o se los cambiara por otros. Me dijo que sólo iba a mirar los números, que a Baltasar y a algunos de su cuerda, los del otro lado, para pagarles su ayuda, les habían dicho las series de billetes que seguirían valiendo y las que no. "Pues si quiere mirar los números que venga aquí y que lo haga delante de mí", le dije. "Mujer, eso no puedo hacerlo", dice vuestro padre, "sería tanto como reconocer que he traicionado su confianza".

– Y tú le hiciste caso.

– Y me he arrepentido siempre.

– ¿Os cambió todos los billetes? -Yo no sé lo que hizo. El caso es que vuestro padre volvió con la caja de lata igual de llena, sólo que con algunos billetes mucho más usados, y yo los miraba y los remiraba y me parecía que eran igual de buenos, y como nunca he sabido mucho de cuentas tampoco podía estar segura de si ahora teníamos más o menos dinero. "?Lo ves, cabezona?", me decía vuestro padre, "ahora sí que no tenemos nada de lo que preocuparnos. Pase lo que pase, yo tendré mi puesto y mi paga y tú nuestros ahorros en la caja de lata".

– ¿Y qué hacía Baltasar con los billetes que no iban a valer? -Pues comprar cosas con ellos, pagando lo que fuera, engañando a la gente que le vendía olivares, huertas y casas, lo que fuera, porque todo el mundo estaba tan desquiciado y tan hambriento como nosotros, y algunos querían vender muy rápido todo lo que pudieran para escaparse antes de que llegaran las tropas de Franco. El único que estaba tan tranquilo era vuestro padre. Iba a hacer sus guardias, a poner orden en las colas del racionamiento, a lucir su uniforme, como si no pasara nada. Caía de noche en la cama, tan grande como es, empezaba a roncar y se abría de piernas y a mí me dejaba en el filo, a punto de caerme. Y un día se fue con su uniforme de gala porque era domingo y cuando volví a verlo estaba detrás de una valla de alambre con pinchos entre una nube de presos tan flacos y tan hambrientos como él, que parecían todos más muertos que vivos, tirándose contra la alambrada, mirando con aquellos ojos de fiebre y de miedo que tenían, envueltos en harapos, comiendo en el suelo como animales. Cómo estaría de cambiado que yo miraba entre la gente y no lo conocí ni cuando lo tenía delante de mis ojos. Empezó a hablarme pero los otros prisioneros se aplastaban contra la alambrada y daban gritos a las familias que habían ido a saber algo de ellos, y los soldados moros los apartaban a culatazos. "Ve al banco", me decía él, "cambia los billetes, recuérdale a Baltasar que te firme el aval para que puedan soltarme". Fui al banco con mi caja de lata, me puse en una cola y estuve en ella todo el día, con vuestros hermanos pequeños de la mano, y cuando llegué a la ventanilla y enseñé los billetes el cajero los fue mirando uno por uno sin levantar la cabeza, y yo temblando, con las piernas tan flojas como si fuera a marearme. Y por fin aquel hombre con gafas volvió a poner los billetes en la caja de lata y yo le pregunté: "?Hay alguno que no valga?" "Valer valen todos, señora", me dijo, "pero nada más que para encender el fuego o por si usted quisiera empapelar con ellos su casa".

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