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Hora dieciocho, minuto veintiocho.


Nada más levantarme esta mañana he puesto la radio en la cocina y la voz lejana de un corresponsal en Cabo Kennedy estaba contando que en ese mismo momento los tres astronautas dormían agotados después de su primera jornada completa de viaje. Jornada, no día. En el espacio exterior no hay ni día ni noche.}Y creó Dios el día y la noche}, dice el Génesis: es de día en el lado de la nave en el que da el sol, y de noche en el contrario, y para que la temperatura solar no abrase a los astronautas la nave va girando despacio, en una rotación tan precisa como la de la Tierra o la de la Luna, para que el día y la noche se sucedan en torno a su forma cilíndrica cada pocos minutos.

Como cada mañana me han despertado los trinos y los aleteos de las golondrinas, que tienen su nido de barro bajo el alero de mi balcón. Las oigo piar todavía en sueños, en el fresco de la mañana, cuando el sol todavía no ha llegado a la plaza y corre una brisa suave entre las ramas altas de los álamos, donde ha estallado desde que apuntó la claridad del día un gran clamor de gorriones. El aroma espeso de la resina y de las flores de los álamos entra en mi dormitorio por los postigos abiertos del balcón al mismo tiempo que el sonido de los pájaros.

Esas golondrinas que llegan de África y que ocupan el mismo nido que dejaron vacío al final del verano pasado, ¿cómo encuentran sobre los campos y sobre los tejados el camino hacia esta plaza, hasta este mismo balcón? ¿Cómo encuentran los ingenieros aeronáuticos y las computadoras la trayectoria precisa para llegar desde la Tierra a la Luna? Me deslizo de nuevo hacia el sueño, con el alivio inmenso de todo el tiempo que falta para que empiece el curso, para que lleguen las sombrías mañanas invernales en las que tendré que levantarme todavía de noche para ir al colegio, o peor aún, para ir a recoger aceituna durante las vacaciones de Navidad, mientras la mayor parte de mis compañeros se levantan tarde y pasan los días viendo la televisión y esperando los regalos de Reyes.

Aún falta mucho tiempo: un tiempo largo, demorado, casi inmóvil, como el de mi perezoso despertar, no el tiempo sincopado y matemático que marcan los computadores en la base de Houston y en los paneles de mando de la nave Apolo. Mientras los astronautas duermen en sus sillones anatómicos, atados a ellos para que la falta de gravedad no les haga flotar en el aire, sensores adheridos a la piel de cada uno de ellos transmiten por radio a través del espacio vacío el número de sus pulsaciones por minuto y su presión sanguínea. Casi floto en una gustosa ingravidez sobre mi cama, todavía aletargado, escuchando los aleteos de las golondrinas contra los postigos del balcón, el piar de las crías que alzan los picos chatos y blandos para recibir el regalo sabroso de una mosca o de un gusano recién cazados. Las golondrinas cruzan con un silbido el aire de la plaza de San Lorenzo y bajo las copas de los álamos las mujeres barren el empedrado y lo rocían luego con el agua sucia de los cubos de fregar. En el duermevela de la agonía y de la morfina Baltasar también escuchará los silbidos de los pájaros, y la luz matinal se filtrará débilmente por las cortinas echadas de su dormitorio sofocante, a través de la ranura de los párpados sin pestañas que ya no tiene fuerzas ni para mantener abiertos. En el interior de su cuerpo, en los túneles de sus bronquios, en las cavidades de sus pulmones, enlodados del alquitrán de millares y millares de cigarrillos y del tizne del papel basto con que los liaba, el cáncer se extiende como esas criaturas invasoras y blandas de las películas de ciencia ficción, se multiplican sin control las células que van a estrangularlo. ¿Dios ha determinado que se reproduzcan por error esas células, ha tramado ese lento suplicio para castigar la soberbia o la maldad de Baltasar? En las mañanas de primavera, mi madre sube a despertarme antes de las ocho y abre de par en par el balcón por el que entran en una ancha oleada la luz del sol y el fresco matinal. Abre el balcón y hace ademán de retirarme la ropa de la cama para que no vuelva a dormirme, y trae con ella una energía jubilosa que es la del día intacto y recién comenzado.

}Las mañanicas de abril son gustosas de dormir, y las de mayo cuento y no acabo}.

Cada año vuelve ese refrán, tan infaliblemente como el sol rubio y oblicuo listando el dormitorio a través de las láminas de la persiana y como los silbidos y los aleteos de las golondrinas en el nido de barro bajo el alero del balcón. Es la dulzura del fin de curso próximo, del verano largo y anunciado. Sólo que ahora, estas mañanas de julio, me da pudor que mi madre entre en el dormitorio y vea los signos de mi transformación, las piernas demasiado largas y llenas de pelos, quizás el bulto de una erección matinal en los calzoncillos, o la mancha amarilla de una eyaculación nocturna. Hace unos días me despertó la humedad fría de una eyaculación y todavía en sueños me parecía que el olor del semen llenaba toda la habitación y salía a la plaza por el balcón abierto, y lo que estaba oliendo era la savia y las flores de los álamos.

Ahora preferiría que la puerta de mi dormitorio tuviera un pestillo.

Pero mi madre ya no entra a despertarme tan desahogadamente como hasta hace muy poco tiempo. Esta mañana oigo sus pasos en las escaleras, sus pasos lentos, de corpulencia fatigada, subiendo hasta este último piso de la casa donde ahora sólo duermo yo. En los pasos de mi madre está el peso excesivo de su cuerpo y la extenuación permanente de las tareas de la casa, fregar los suelos de rodillas con un trapo mojado, encender el fuego, lavar la ropa en el cobertizo del corral con agua fría en una pila de piedra.

– Levántate, que tu padre dijo que fueras a la huerta. -Hoy no puedo, tengo que ir al colegio.

– ¿Al colegio, en vacaciones? -Tengo que devolverle unos libros a un cura.

– ¿Eso se lo dijiste anoche a tu padre? -Se lo iba a decir y se había quedado dormido.

Mi padre madruga mucho para abrir su puesto de hortalizas y frutas en el mercado y casi todas las noches se queda dormido en la mesa, después de cenar, roncando suavemente mientras los demás conversan o ven la televisión. Se desliza con mucha facilidad del laconismo al sueño, los brazos cruzados sobre la mesa y la cabeza recostada sobre ellos, y cuando se despierta con un sobresalto, en la mitad de un ronquido, mira a su alrededor, la cara aletargada y el pelo gris en desorden sobre la frente. Mi padre, íntimamente forastero en esta casa que es la de la familia de su mujer, tiende a estar en la mesa callado o dormido. Se levanta, medio sonámbulo, dice buenas noches, sale al corral para usar el retrete, para mirar en el cielo y oler en el aire los signos del tiempo que hará mañana. Antes de retirarse va a la cuadra a echar el último pienso a los animales, paja mezclada con granos de cebada y de trigo, y luego se le oye subir despacio por las escaleras, vencido por el sueño y por el agotamiento del trabajo.

Mi madre y él mantienen largos duelos de silencio, cada uno alimentando un agravio que no estalla nunca, que se ulcera por dentro y acaba disolviéndose o se les queda enquistado a lo largo del tiempo. Mi padre casi nunca alza la voz, y nunca me ha levantado la mano, a diferencia de los padres de casi todos mis conocidos.

Cuando algo no le gusta, calla, y su silencio puede ser más opresivo que un grito o un puñetazo sobre la mesa.

Hablé tanto con él y lo escuché tanto cuando era más pequeño y ahora parece que cada uno de los dos se ha replegado a su oquedad de silencio, él alimentando su queja sobre mi haraganería y mi desapego hacia el trabajo en el campo, yo mi disgusto hacia las órdenes que he de obedecer, hacia las tareas que hasta hace no mucho me fueron placenteras, porque se confundían con los juegos y me permitían estar junto a él, a quien ahora, de pronto, no tengo nada que decirle, porque también está del otro lado de la barrera invisible que se ha levantado entre el mundo exterior y yo, hecha de lejanía, de extrañeza y vergüenza.

– Ya sabes que ese cura no le gusta a tu padre.

– Me prestó unos libros y se los tengo que devolver.

A mi padre no le gusta ese cura porque sospecha que quiere convencerme para que ingrese en el Seminario. Es un cura joven, que nos da clase de Geografía Universal, y que nunca aplica castigos físicos. Se llama el padre Juan Pedro, pero le dicen el padre Peter, o el Pater. No lleva marcada la coronilla, aunque conserva todo el pelo. Va con frecuencia al mercado, y se acerca al puesto de mi padre a conversar con él y con sus compañeros hortelanos, y les hace preguntas sobre el cultivo de las hortalizas o el cuidado de los olivares, y se interesa por los jornales que se pagan en el campo o los precios que reciben los agricultores al vender la cosecha de aceituna. Mi padre le informa premiosamente de todo, escéptico en el fondo sobre la posibilidad de que alguien tan ajeno a nuestro mundo entienda algo de él, pero no se fía.

?Por qué iba un cura a interesarse por la época del año en la que maduran las berenjenas o por las horas -todas las de claridad solar- que dura la jornada de un aceitunero? ¿Y por qué iba a prestar tanta atención a un alumno de familia trabajadora y becario? -Qué cosas tienes -dice mi madre, siempre dispuesta a sentirse agraviada por él-. Le ha tomado cariño al chiquillo porque ve que estudia mucho, y quiere ayudarle.

– Ése lo que quiere es meterlo a cura.

– Pues tampoco sería una deshonra…

Mi padre no se fía del padre Peter ni de ningún cura ni de nadie que vista uniforme o hábito o pertenezca a alguna organización, todas las cuales le parecen detestables, peligrosas, dañinas. No le gustan las cofradías de Semana Santa, ni las peñas de aficionados al fútbol, y cada año se busca un pretexto para no hacerse miembro de la asociación de vendedores del mercado. Los entusiasmos colectivos, las diversiones de grupo, le parecen síntomas de debilidad mental.

El buey solo, dice, bien se lame. A mí me habría gustado hacerme miembro de Acción Católica o de la Organización Juvenil Española, que tienen en sus sedes salas de juegos con mesas de ping-pong, futbolines y tableros de damas y ajedrez, y que organizan campamentos de verano en la playa o en los pinares de la sierra de Mágina.

Pero los de Acción Católica le parecían unos beatos, y los de la OJE, unos fascistas, de modo que me he quedado sin ir a la playa, sin aprender a nadar y sin jugar al futbolín ni al ping-pong.

– Tú no te apuntas a nada -repite, de manera terminante-. Mira la gente en la guerra, todos apuntándose a los partidos y a los sindicatos, y en qué terminaron casi todos. Tanto cantar himnos, y desfilar marcando el paso, y ponerse uniformes y pañuelos al cuello.

– Los de la OJE sí, pero los de Acción Católica no tienen uniformes.

– ¿Pero a que cantan himnos y marcan el paso? -Si se apuntara a Acción Católica lo llevarían a la playa y aprendería a nadar -intercede mi madre.

– ¿Y si se ahoga? ¿No has visto cuánta gente se ahoga en las playas y en los ríos desde que empezó la moda de los veraneos? Con lo torpe que es éste, es capaz de ahogarse hasta en una bañera. -No será en la que tenemos nosotros.

– Y qué falta nos hace, pudiendo usar la ducha que instaló tu hermano Pedro…

El padre Peter me deja libros y luego me cita en su cuarto o en su despacho para comentarlos.}Diario de Daniel},}Fe y compromiso},}Los curas comunistas},}El Evangelio y el ateo},}Una chabola en Bilbao}.

Libros de jóvenes que viven profundas crisis existenciales que yo no acabo de entender salvo en su parte de obsesión erótica o que abandonan todas las comodidades para}darse a los demás}, o para irse a trabajar a las minas o al campo, lo cual entiendo menos todavía, porque a lo que yo aspiro es exactamente a lo contrario, abandonar el campo y disfrutar de esas comodidades de las que sólo tengo noticia gracias a mi tía Lola y a las revistas ilustradas que encuentro en su casa.

El padre Peter dice que estoy muy cerca del principio de mi camino, pero que todavía tengo que encontrarlo.

Que lo que importa no es adónde se quiere ir sino el camino por el que se avanza. Que la palabra vocación significa llamada, y que yo he de permanecer atento para escuchar una voz.

La voz de Dios, que va a exigirme compromiso y entrega, renuncia a mí mismo, decisión de dar, de darme a los otros. En el joven hay una inspiración de ideal, una dimensión de anhelo que la sociedad no reconoce, y eso despierta su rebeldía y la incomprensión de los adultos. ¿No fueron rebeldes los profetas del Antiguo Testamento? ¿No fue Jesucristo el primer revolucionario? Esos jóvenes que se dejan barba y pelo largo y caminan descalzos por las calles de París o de San Francisco y se congregan en medio de un valle para escuchar a los conjuntos de música moderna como se congregaban hace dos mil años otros jóvenes inquietos en torno a Jesús, ¿no están esperando a oír de nuevo, en el lenguaje de hoy, el sermón de las Bienaventuranzas?}Los jóvenes de esta historia son inquietos, indisciplinados, incisivos, llevan el cabello largo y los pies descalzos}, dice la contraportada de un libro que me dejó el padre Peter. Yo me imagino que me gustaría también ser inquieto, indisciplinado, incisivo, y no tan obediente como soy, y llevar el cabello largo, y no con este corte rústico que me hace el peluquero de mi padre. Lo que no acabo de entender bien es lo de los pies descalzos, que me recuerdan a los penitentes más extremos de la Semana Santa.}Estos jóvenes se pronuncian por el amor libre, en contra de la violencia, pero se esconden de la verdad humana}. Cuando confiesa, el padre Peter no impone padrenuestros o avemarías como penitencia: es uno mismo quien tiene que crear su propia oración, quien tiene que planteársela como una sincera conversación con Dios, y más que palabras repetidas de memoria y quizás no sentidas con el corazón lo que Jesucristo nos pide son pequeños gestos de compromiso con los otros. La masturbación, que muchos consideran sólo un pecado contra la pureza, es sobre todo un acto de egoísmo, porque nos encierra en nosotros justo cuando el propósito de ese sano impulso es tender lazos generosos hacia esa}comunión de la carne} que queda santificada porque es una}comunión del espíritu}.

En los libros que me presta el padre Peter hay muchas frases en cursiva, y otras que han sido subrayadas con lápiz por él, y aunque yo las leo en voz alta y me esfuerzo por entenderlas nunca estoy seguro de lo que quieren decir. También él, cuando habla, parece que dijera algunas frases o algunas palabras en cursiva, y a veces tiene un cuaderno abierto delante y dibuja en él gráficos con flechas y signos que yo miro moviendo despacio la cabeza, porque están pensados para explicar más claramente las cosas. Yo le pregunto por qué Dios permite que sufran los inocentes, por qué eligió a Judas y no a otro de los discípulos para traicionar a Cristo, sabiendo que lo condenaba a la desesperación y al suicidio, y por lo tanto al Infierno. ¿Qué pecados han cometido los niños de Biafra para morirse de hambre y de enfermedad nada más nacer, para ser decapitados junto a sus madres o incluso arrancados de sus vientres y aplastados contra el suelo? Si yo voy al Cielo y mi padre o mi madre o alguien muy querido por mí van al Infierno, ¿cómo podré disfrutar de la felicidad eterna, sabiendo que ellos sufren y que van a seguir haciéndolo por toda la Eternidad? Me siento audaz haciendo estas preguntas, casi malvado, casi hereje. ¿Cómo se concilia el relato bíblico de la Creación en seis días con las pruebas abrumadoras que confirman la verdad científica de la teoría de la Evolución? A diferencia de los otros curas del colegio, el padre Peter sonríe siempre y habla como un amigo, pasándole a veces a uno el brazo por el hombro, sobre todo en esos largos paseos por los corredores o por el patio que él prefiere a la formalidad del confesonario.

La Biblia, y menos el Génesis, no ha de ser entendida como un relato literal: igual que Cristo hablaba en parábolas, para ser entendido por las gentes sencillas a las que dirigía su mensaje, la Biblia nos propone metáforas que la razón del Hombre no siempre sabe interpretar. ¿Interpretamos siempre correctamente el lenguaje de los poetas, el de los niños, incluso el de las personas más próximas? El padre Peter me promete que me dejará pronto un libro sobre las investigaciones paleontológicas de Teilhard de Chardin, y me pregunta con una sonrisa si me apetece confesarme:

allí mismo, en su despacho, como en una conversación entre amigos, sin más trámite litúrgico que ponerse la estola. Yo me confesaba con el padre Peter, pero empezó a darme tanta vergüenza que mi pecado fuera siempre el mismo, y que tuvieran tan poca eficacia el dolor de corazón, los propósitos de enmienda, hasta las conversaciones personalizadas con Dios, que poco a poco dejé de}acercarme al sacramento}, como él dice. Un día, casi al final del curso, me dijo que me quedara en el aula al terminar la clase y mientras recogía de la mesa sus cuadernos y sus diapositivas -el padre Peter usa diapositivas para las clases de Geografía y también para las charlas religiosas- me preguntó si me pasaba algo, si tenía alguna preocupación, alguna duda que no me atreviera a confiar a nadie. La confesión, la comunión son alimentos del espíritu, y uno se debilita y pierde las defensas si se priva demasiado tiempo de ellos, igual que si no toma bocado y no bebe agua. Cerrarse de par en par a los otros, como una casa a oscuras y bajo llave, ¿no es privarse del alimento más necesario de todos? Comulgar significa compartir: eucaristía es encuentro. Se puede recibir la hostia sagrada en la boca y sin embargo no estar participando de la comunión, porque el alma se mantiene cerrada.

En su despacho, el padre Peter buscó unos libros en la estantería, y me dijo que los leyera despacio, tomando notas, subrayando si me apetecía.

– Te los lees y cuando los termines te pasas tranquilamente por el colegio y charlamos sobre ellos. No hay prisa. Yo voy a quedarme aquí todo el verano.

La verdad es que no he leído los libros, que nada más abrirlos me han producido un aburrimiento invencible.

Prefiero}El origen de las especies}, o}El viaje del Beagle}, o}El mono desnudo}, con sus excitantes descripciones zoológicas de los cuerpos masculino y femenino, de los episodios de la excitación y el cortejo y la consumación sexual, que me hacen encerrarme en el retrete cada vez que los leo y olvidar mis propósitos de pureza. Devolverle hoy sus libros de palabrería teológica y sentimentalismo cristiano al padre Peter es un pretexto improvisado para no ir a la huerta de mi padre. Pero lo cierto es que hasta hace poco esos mismos libros me despertaban emociones religiosas, me aliviaban la angustia y la culpabilidad, incluso me inculcaban como una vaga inquietud de hacerme sacerdote o misionero, de darme a los demás sin esperar la compensación de mi egoísmo.

En el kiosco de la plaza del General Orduña cuelgan los periódicos del día anterior con titulares en letras enormes. La velocidad del viaje a la Luna se mide en pies por segundo pero los periódicos de Madrid llegan a Mágina con uno o dos días de retraso, dependiendo de la lentitud y de las averías del tren correo o del autobús de línea. "Comienza en cabo Kennedy la era espacial; el hombre: un día salió del paraíso y hoy sale de su valle de lágrimas en busca de no se sabe bien qué; el astronauta Aldrin consulta a su director espiritual desde la nave Apolo". Yo subo hacia el colegio, en la mañana fresca, con los libros del padre Peter bajo el brazo, con el aburrimiento anticipado de la conversación que mantendré con él. Al repetir la caminata por las mismas calles por las que crucé la ciudad cada mañana durante todo el curso, con la cabeza baja y la pesada cartera en una mano, con una melancolía opresiva que ahora se me ha vuelto remota, tengo de pronto la sensación de que ha pasado mucho tiempo desde que terminaron las clases y los exámenes, hace menos de un mes. Veo el edificio familiar a lo lejos y es como si volviera a visitar lugares donde vivió alguien que lleva mi nombre y comparte mis recuerdos pero que ya no tiene nada que ver conmigo.

El Colegio Salesiano Santo Domingo Savio está en un descampado a las afueras de la ciudad, hacia el norte, junto a la salida de la carretera de Madrid. Las últimas casas se acaban, más allá de la estación de los tranvías que van hacia el valle del Guadalquivir, y en el espacio llano y árido se alzan unos cuantos árboles solitarios y tres edificios que sólo tienen en común su aislamiento, y un aire entre industrial y carcelario, muros largos de piedra encalada que recuerdan al cementerio no muy lejano.

Cada uno de los tres edificios parece erigido para indicar el máximo de distancia hacia los otros y resaltar la amplitud desierta que lo rodea, y que ya no pertenece a la ciudad, pero tampoco al campo, una tierra de nadie entre las últimas casas y las primeras avanzadillas rectas de los olivares.

Hay una ermita parcialmente en ruinas, una fundición, el bloque largo y opaco del colegio, con sus filas de ventanas estrechas e iguales y un torreón en el ángulo sudoeste que confirma la severidad penitenciaria de su arquitectura.}Tu mole escurialense}, dice el himno del colegio, letra y música del Padre Prefecto, don Severino, que es también el director del coro, y nos inculca cada tarde cantos gregorianos y estrofas marciales:

}Salve, salve, colegio de Mágina forjador de aguerridas legiones que al calor de las sabias lecciones en sus almas supiste grabar…} En el Colegio Salesiano Santo Domingo Savio todo es una desolación de lejanía, una congoja de aulas largas y de corredores que acaban en huecos de escalera en penumbra. En invierno, en las mañanas sombrías de lunes, el colegio surge en una distancia exagerada por la amplitud del cielo de color pizarra, tan lejos de todo, del corazón de la ciudad y de los lugares de mi vida, que llegar a él por las veredas abiertas en el descampado ya es un castigo para el que la imaginación no sabe idear un consuelo. Dispersos por la llanura, entre zanjas y malezas, hay grandes bidones, tubos de hierro grandes como túneles, cisternas de gasolina o de aceite fabricados en la fundición cercana. Las cisternas tienen forma cilíndrica y unas trampillas practicables en la parte superior que les hacen parecer submarinos encallados. Me gusta imaginar que entro en uno de ellos, que me encierro por dentro, que navego como en el submarino del capitán Nemo o en el batiscafo del capitán Picard, mirando el fondo del mar por un ojo de buey, a salvo de todo, en una quietud perfecta, en un hermetismo inaccesible de felicidad.

A la torre de vigilancia dicen que se sube el Padre Director armado con unos prismáticos para vigilar a los alumnos que juegan en los patios o a los que se pierden entre los bidones y los tubos del descampado para fumar cigarrillos. Algunas mañanas, a la hora de entrada, se le ve venir desde muy lejos, regresando de un paseo solitario por los confines de la ciudad, el faldón de la sotana agitado por el viento, enganchado a los ángulos agudos de su esqueleto, los bajos y los zapatos negros manchados de barro.

La cara y las manos del Padre Director son de un blanco grisáceo, con un brillo metálico de barba muy recia y muy apurada en las mandíbulas. El mentón breve, las mejillas sumidas, los pómulos angulosos, el cráneo redondo y pelado, le dan a su cabeza una forma de bombilla invertida. Una cicatriz le cruza la frente: de joven, siendo seminarista, el Padre Director se cayó en un pozo sin agua, que tenía en el fondo un motor averiado y herrumbroso. Lo dieron por muerto, pero en el momento de tropezar y caer cuentan que había tenido tiempo de encomendarse a María Auxiliadora, a San Juan Bosco y a Santo Domingo Savio, y los tres hicieron el milagro de salvarlo, aunque su cráneo se rompió contra la chatarra oxidada del fondo del pozo. Detrás de los cristales de las gafas los ojos agrandados miran desde los cuévanos con una frialdad clínica, con una ironía siempre dispuesta a complacerse en la falta de inteligencia, en la cobardía, en la flaqueza, en el miedo. Al Padre Director las vulgaridades y las groseras imperfecciones del mundo material y de los instintos corruptores que alientan en los seres humanos y particularmente en los alumnos del colegio le provocan un profundo desagrado, una visible repulsión física que no acaba de suavizar el bálsamo de la caridad cristiana. "Sois carne de horca", murmura algunas veces, mirándonos desde la tarima, y nosotros no sabemos si ese vaticinio se refiere sólo al examen inminente de Matemáticas que casi todos vamos a suspender o a nuestro dudoso porvenir en la vida, en la vida terrenal y en la eterna, tan jóvenes y ya corruptos por el pecado, recién salidos de la niñez y sin embargo marcados por las lacras morales y físicas de los vicios a los que no sabemos resistirnos y en los que recaemos una y otra vez a pesar de la confesión y la penitencia, especialmente la lujuria, en la variante más común entre nosotros, que tiene tantos nombres como expresiones alusivas para referirse a ella:}el pecado contra la pureza, el hábito nefando}.

Somos carne de horca y el Padre Director parece que examina con sus ojos tan claros y con los cristales potentes de sus gafas la vergüenza íntima de cada uno, según se nos queda mirando. Se acerca mucho a un alumno al que acaba de hacer una pregunta, y su proximidad hipnotiza y aterra, nubla la inteligencia, paraliza la lengua. Hasta Endrino y Rufián Rufián se mueren de miedo, y Fulgencio procura camuflarse en su rincón de sombra al fondo del aula. Cuando se acerca tanto esperando una respuesta que probablemente no llegará o será errónea la cicatriz que cruza en diagonal la frente del Padre Director se vuelve más pálida contra la piel grisácea y palpita tenuemente, como una vena hinchada. Se aleja, con un suspiro de resignación ante la estupidez irremediable, y el reo empieza a sentirse a salvo, firme sobre la tarima, delante de la pizarra en la que no ha acertado a resolver una fórmula, la tiza todavía en la mano. Pero entonces el Padre Director se da la vuelta con una agilidad aterradora y su mano derecha abierta y con los dedos muy extendidos choca contra la cara del incauto en una bofetada que resuena secamente en el aula, y que le hace tambalearse.

Se lleva la mano a la mejilla, encogiéndose instintivamente como un animal golpeado, y no se atreve a mirar al Padre Director, porque una mirada podría tomarse como un desafío, y provocar un nuevo golpe. Conozco la sensación: la cara arde, y un pitido muy agudo suena en el interior del oído, y por un momento no se escucha nada, como si la cabeza estuviera en el interior de una escafandra.

A las nueve en punto de la mañana de cada lunes el Padre Director entra en el aula empujando la puerta al mismo tiempo que gira el pomo, para dramatizar la peligrosa instantaneidad de su llegada, y recorre con la mirada fría y la sonrisa de burla las hileras de alumnos que se han puesto en pie junto a los pupitres, los internos con batas grises. Sus orificios nasales anchos y vibrátiles, casi translúcidos, como sus orejas, sin duda perciben el olor del miedo, el de las secreciones recientes y mal lavadas, el de sebo capilar y las ingles y axilas poco ventiladas, los olores agrios de una masculinidad en erupción, que ni la disciplina salesiana ni la penitencia ni el miedo a los castigos eternos pueden casi nunca domar. "Ángeles hasta hace nada", murmura a veces, en el púlpito, la barbilla hundida sobre el pecho, como abatido por una pesadumbre inmensa, "y ahora ángeles caídos". Al Padre Director le gustan las verdades puras de la Teología y de las Matemáticas, que son abstractas y no sometidas a corrupción, a decadencia o a error, y sin embargo gobiernan el universo, emanaciones milagrosas de la inteligencia divina. No comprender la fórmula matemática que define las leyes de la elipse y por lo tanto las órbitas de los cuerpos celestes es un pecado y un acto de ceguera tan reprobable como el del ateo o el hereje que no acata el misterio de la Santísima Trinidad. Yuri Gagarin, el cosmonauta ruso, el primer ser humano que navegó en órbita alrededor de la Tierra, declaró al regresar: "He mirado con mucha atención y no he visto a Dios por ninguna parte". ¿Y qué más prueba de la existencia de Dios que esos cuerpos celestes que giran en el espacio en una armonía milagrosa, en una concordancia tan exacta que ni el reloj más perfecto ni la computadora más compleja podrán nunca imitar? En la pizarra, las fórmulas, las ecuaciones, las elipses, las líneas que ha trazado el director con la ayuda de un enorme compás de brazos de madera se han vuelto tan indescifrables contra el fondo negro como la multitud de las estrellas en una noche de verano. El triángulo equilátero de un problema de Geometría que nadie ha sabido resolver parece que albergara dentro de sí ese ojo divino omnisciente y acusador de los libros de Historia Sagrada. En las especulaciones teológicas y aritméticas del Padre Director, la Inteligencia Suprema que gobierna el universo mediante la armonía de los números tampoco renuncia a la furia vengativa.

Igual que a Darwin, destrozado por la muerte de su hija pequeña, o que a Nietzsche, podrido por la sífilis y la locura, o que al emperador Diocleciano, devorado por úlceras pestilentes, también al impío Gagarin le esperaba su castigo: él, que con tanta soberbia se jactaba de haber pilotado un cohete espacial desde el que no había visto a Dios, murió el año pasado en un accidente de aviación, quemado vivo entre los hierros ardientes de su caza.

A las nueve en punto de la mañana, sin decir nada, el Padre Director sube a la tarima, examinando las caras de sueño, de miedo, de melancolía abrumadora de lunes invernal, de lujuria obstinada y culpable. Con un gesto simple de su mano derecha, como si cortara el aire, nos indica que nos sentemos. Se oye el roce de la tela brillosa de su sotana al mismo tiempo que se difunde por las primeras filas el olor de su loción de afeitar eclesiástica. Yo también huelo algo más:

Gregorio, el alumno que se sienta delante de mí, le tiene tanto miedo al Padre Director que nada más oírse sus pasos viniendo por el corredor hacia el aula ya se le descompone el cuerpo y empieza a tirarse unos pedos silenciosos y fétidos, al mismo tiempo que se le agitan los hombros y le tiembla el cogote, en el que es muy probable que dentro de unos minutos caiga un golpe de los nudillos apretados del director.

No hay prisa. Nadie se mueve, los codos sobre la madera inclinada de los pupitres, los lápices dispuestos, los cuadernos con los ejercicios de Matemáticas, las cabezas bajas, flequillos infantiles o tupés de adolescentes precoces, caras con pelusa tenue o con granos, olores de higiene imperfecta, de polvo de tiza. Nada se mueve salvo los intestinos trastornados del pobre Gregorio, que deja escapar gases tan sin poder contenerse como el día en que se meó en la tarima delante del Padre Director, la bata de interno y los pantalones chorreando, la cara roja, la cabeza pelona y las orejas muy separadas, sonriendo por contagio o por instinto humillado de camaradería a la clase que acababa de romper en una carcajada, y que se quedó de inmediato en silencio, aguardando el castigo público.

El Padre Director se toma su tiempo cada lunes. Se sienta detrás de la mesa, recorre las filas de cabezas, como sobrevolándolas con la mirada, que se queda fija un instante en la lejanía oscura del fondo del aula, o en el ventanal que da al patio, a la iglesia en construcción. Abre su carpeta negra, en la que están las fichas de cada uno de nosotros, y cada uno siente un sobresalto, temiendo que en la página por la que el Padre Director ha abierto esté su foto y su nombre, las cuadrículas en las que apunta, con caligrafía diminuta, las notas de cada uno de nuestros ejercicios, con la misma minuciosidad con que su Dios airado y omnisciente anotará en su memoria inmensa los más ínfimos pecados de cada miembro de la Humanidad hormigueante y pecadora. El Padre Director, la mano izquierda en el mentón y el codo en la mesa, tiene abierto el cuaderno delante de sí, pero no lo mira, o no parece reparar en él. Con los dedos de la mano derecha tamborilea en la superficie de la mesa, suavemente, quizás sólo con las uñas, raspando la madera pulida. O bien saca el bolígrafo y golpea la mesa con el resorte invertido, y cada vez el golpe se repite en otros menores, el resorte bajando y subiendo, como si el director comprobara la elasticidad o la resistencia del muelle, o como si calculara mentalmente la cadencia de los golpes. Sesenta segundos hay en cada minuto, sesenta minutos en cada hora eterna de la clase.}Imaginad que cada segundo de vuestra vida equivale a mil años y ni siquiera así podréis calcular la duración de la Eternidad}. En los primeros minutos no hay otro sonido en el aula. El Padre Director sonríe, deja el bolígrafo quieto sobre la mesa, y todos sabemos que la tregua está terminando, ya tensada la espera hasta el límite. Los dos codos sobre la mesa, las manos largas y juntas delante de la boca, formando el eje de simetría de su figura alta y recta, el Padre Director anuncia, sonriendo:

– Hoy vamos a cortar cabezas.

Hay un murmullo de alivio y otro de miedo revivido: cortar cabezas, en el lenguaje punitivo del Padre Director, quiere decir que sólo sacará a la tarima a los alumnos cuyos nombres estén al principio de cada hoja de su cuaderno. Pero nadie debe confiarse, porque puede que a mitad de la clase el Padre Director haga un gesto de cansancio, su cara pálida cruzada por una sonrisa seca como un rictus:

– Las cabezas estaban tan huecas que me he cansado de cortarlas. Desde ahora hasta el final de la clase cortaremos pies.

Y los que estaban viendo aproximarse el castigo seguro con la fatalidad de una sentencia porque sus nombres encabezaban las próximas páginas ahora sienten casi un desmayo de felicidad, y los que se creyeron impunes de pronto se ven arrojados a la inminencia del cadalso, la tarima a la que deberán subir cuando suenen sus nombres y la pizarra llena de números y fórmulas que borrarán con la resignación del que ya lo tiene todo perdido y sólo espera el escarnio, la bofetada, el golpe de los nudillos en la nuca, los dedos fríos que le retorcerán la oreja hasta que le parezca que le va a ser arrancada.

Nadie está a salvo: ni siquiera quien no ha sido llamado a la pizarra, quien inclina la cabeza sobre el cuaderno y garabatea un ejercicio o simplemente permanece inmóvil, queriendo contraerse hasta alcanzar la invisibilidad, como un molusco que aprieta sus valvas, como un insecto ilusoriamente protegido por su mimetismo del pisotón que va a aplastarlo. Entonces se acercan por la espalda, entre las filas de pupitres, los pasos del director, que viene desde el fondo del aula, y junto a sus pasos el roce de la sotana, y la premonición de un golpe súbito de los nudillos en la nuca es tan intensa que se eriza el pelo en la base del cuello y se contraen los músculos. Cada mañana de lunes, a las nueve, en el arranque tétrico de la semana, después de que la tarde del domingo se fuera anegando en tristeza según caía la noche, después del sueño y del despertar penitenciario, y del viaje al otro extremo de la ciudad, al descampado donde se alza el colegio, la clase de Matemáticas es una laboriosa iniciación en el miedo, en una variedad aguda y honda del miedo que es otra de las novedades de mi vida.

– ¿Te han gustado los libros? -Sí, padre.

– No me llames padre -sonríe el padre Peter, el Pater-. Estamos en vacaciones. Y además no llevo sotana.

Lleva pantalón negro, camisa gris de manga corta, alzacuellos. El padre Peter se peina con raya, y un flequillo desordenado le cae sobre la frente. Los cristales de las gafas se oscurecen cuando les da mucha claridad.

En la pared hay un mapamundi en el que están señaladas con alfileres rojos las misiones salesianas en Sudamérica, en África y en Asia, y fotos en color de niños sonrientes, con rasgos orientales, indios, negros. Sobre la mesa, el Che Guevara sonríe mordiendo un puro en la portada de un libro.

– Otro gran revolucionario -dice el padre Peter, advirtiendo la dirección de mi mirada-. Un gran revolucionario y también un gran rebelde, que no son dos cosas iguales. Algún día te prestaré}El hombre rebelde}, de Albert Camus.

El padre Peter se echa hacia atrás en la silla, apoyando el respaldo en la pared. Justo sobre la vertical de su cabeza hay un crucifijo, y debajo de él una imagen en blanco y negro de María Auxiliadora, flanqueada por el retrato de San Juan Bosco y el de Santo Domingo Savio, con su cara triste, afeminada e infantil, de inocente que murió casi a la misma edad que tengo yo ahora sin cometer nunca el pecado solitario. Antes morir mil veces que pecar. Antes pecar mil veces que morir, dice Fulgencio el Réprobo, soltando una carcajada ronca de fumador y libertino.

– ¿Las vacaciones? -el padre Peter hace preguntas muy breves, yendo al grano, dice él, como un reportero.

– En la huerta, con mi padre, casi todos los días -me encojo de hombros, sentado frente a él, al filo de la silla-. Y estudiando Inglés y Taquigrafía.

– ¿Taquigrafía? -Por si alguna vez pudiera hacerme reportero internacional.

– Enséñame las manos.

Por un momento enrojezco: como si el padre Peter buscara en mis manos las huellas del pecado. Le muestro las palmas, encima de la mesa, y él las mira, roza la parte endurecida con las yemas de los dedos.

– Manos trabajadoras -dice-. No hay nada más hermoso.

Yo las retiro, incómodo, me froto las palmas sudadas, entre las rodillas.

– Mírame. No hace falta que bajes la cabeza.

– No me había dado cuenta.

– Aunque la bajes yo puedo leer en tu cara…

Enrojezco de nuevo, y alzo la mirada hacia el padre Peter, pero no le puedo ver los ojos, porque ahora los cristales de las gafas se han oscurecido.

– … y sé que no has cumplido tu promesa.

– Claro que la he cumplido -miento de nuevo-. He leído los libros.

– Te pedí que me prometieras otra cosa.

– No me acuerdo.

– Que prestaras atención para escuchar la}Llamada} -el padre Peter dice algunas palabras con mayúscula y en cursiva-. Vocación, ¿recuerdas? Del latín}Vocare}, llamar. Muchos son los llamados, y pocos los elegidos.

– ¿Y por qué unos sí y otros no? ¿Dios tiene preferencias? -Dios sabe lo que es mejor para cada uno, mejor que nosotros mismos.

– ¿Dios sabe que es mejor que se muera uno en un accidente de tráfico, o que se quede paralítico, o que se harte de trabajar y sea pobre toda su vida? -El Evangelio es una apuesta por los pobres…

– Pero aquí en el colegio tratan mejor a los hijos de los ricos.

Yo mismo me asombro de mi impertinencia. Digo lo que se me pasa por la cabeza, con un impulso vago de hostilidad, tan sólo por llevar la contraria, por la incomodidad de estar en este despacho y la impaciencia de irme, y de no saber cómo.

– ¿Te hemos puesto a ti peores notas por no ser alumno de pago? El padre Peter se pone de pie y por un momento temo que va a darme una bofetada y me pica la cara y el cogote, como cuando estoy cerca del Padre Director. Se asoma a la ventana, que da a los vastos patios casi desiertos en verano, donde sólo hay algún interno que juega aburridamente al baloncesto. En la claridad de la ventana los cristales de las gafas se oscurecen de nuevo. De pie junto a mí el padre Peter me pone una mano en el hombro.

– Ese inconformismo, esa ira que sientes -suspira- son impulsos nobles, que debes aprender a encauzar. Quieres algo, y lo quieres mucho, con todas tus fuerzas, y no sabes qué es.

Buscas algo, y no sabes que es Dios quien te inspira esa búsqueda.

– ¿Y si Dios no existe? -Admitamos la hipótesis -el padre Peter se ha sentado de nuevo frente a mí, las manos enlazadas, los codos sobre la mesa, en una actitud alerta, echado hacia delante, como en una de las partidas de ping-pong o de futbolín a las que a veces desafía a sus alumnos-. ¿Cuál sería entonces el sentido del Universo? -Pues a lo mejor ninguno.

– ¿Y la posición del Hombre sobre la Tierra? -Una especie, como cualquier otra, que se ha impuesto por selección natural.

– Ya entiendo -dice sombríamente el padre Peter, las manos juntas delante de la boca, como meditando, o rezando-. La lucha por la vida. La supervivencia del más fuerte. ¿Qué esperanza deja eso para los débiles, para los pobres o los enfermos? ¿Tendremos que adorar al Superhombre de Nietzsche? Lo único que yo sé de Nietzsche es que parece que dijo que Dios había muerto, o que si Dios había muerto todo estaba permitido, y que se volvió loco y le hablaba a un caballo, y que murió de sífilis.

– O bien aceptar sin más las palabras del Calígula de Camus: que los hombres mueren y no son felices…

Mientras escucho al padre Peter me esfuerzo por encontrar la conexión entre Calígula y Nietzsche, que tiene que ver con los caballos. ¿Se volvió loco también Calígula, por impío y por perseguidor de los cristianos, y acabó también hablándole a su caballo, o lo que hizo fue nombrarlo senador? ¿Era tan depravado que se acostó con su hermana? ¿O el que se acostó con su hermana y le pegó la sífilis era Nietzsche? ¿O la sífilis se adquiere de hacerse pajas sin descanso? El padre Peter se quita despacio las gafas: tiene los ojos muy claros, y los lacrimales enrojecidos. Demasiada sensibilidad a la luz. En algún momento muy primitivo de la evolución, hace miles de millones de años, algunos organismos empezaron a desarrollar células que percibían la luz dentro de unas ciertas longitudes de onda. Células que poco a poco se fueron organizando hasta adquirir la asombrosa complejidad de los ojos, no más simples ni menos sofisticados en una mosca o en un pulpo que en el ser humano.

?Dios, el maestro relojero, también tuvo que hacerse oculista? -Fe y Razón -dice el padre Peter-. Lees superficialmente el relato bíblico y te parece que son contradictorias. Darwin contra el Génesis: el Hombre creado en una mañana, en el sexto día, o el resultado de millones y millones de años de evolución, desde la ameba hasta esos seres que ahora mismo viajan por el espacio hacia la Luna.

Ha vuelto ha ponerse las gafas y mira por la ventana, no hacia el patio, sino por encima de los tejados y de la torre vigía del colegio, como si buscara en el cielo un rastro de la nave Apolo.

– La vida empezó en el agua, según los científicos. Al cabo de muchos millones de años algunos de aquellos seres marítimos abandonaron torpemente el agua y empezaron a ocupar la tierra. Y ahora, quizás, estos mismos días, la vida emprende un salto mucho mayor, de la tierra al espacio. ¿Y no hay un porqué para ese esfuerzo inmenso, un motivo para esos saltos formidables, nada más que la lucha por la vida, que la supervivencia y la reproducción? El simio, para alcanzar la posición erecta, ¿no está apartando sus ojos de la superficie de la tierra, no lo hace por el deseo de mirar al cielo? El proceso de hominización es en el fondo el resultado de un anhelo de trascendencia. Te hablé del padre Teilhard de Chardin y quizás ha llegado el momento de que te acerques a su obra, mucho antes de lo que yo esperaba. La mente juvenil quema etapas que para el adulto equivalen a largos períodos de aprendizaje. Es natural, tú desconfías de tus superiores, de estos hombres con sotana que te obligamos a rezar de memoria y te decimos que si no crees que Dios creó el mundo en seis días y que la mujer procede de una costilla del hombre te vas a condenar…

– Eso dice el Padre Director.

Que todo lo que dice la Biblia es dogma de fe.

– ¿Y que Josué le mandó al Sol que se parara en el cielo y el Sol obedeció? ¿Y que un carro de fuego arrebató al profeta Elías? -A lo mejor era una nave extraterrestre, como dicen que era la estrella de Belén.

– El mensaje bíblico no es fácil -el padre Peter tiene ahora una sonrisa de conmiseración hacia mí-. Mentes de primera categoría, desde los padres de la Iglesia, se han esforzado en comprenderlo durante diecinueve siglos. Sabios, historiadores, eruditos, expertos en lenguas orientales, en jeroglíficos, en escritura cuneiforme. ¿Y vamos nosotros a pensar que lo entendemos todo, en una simple lectura, como se entiende una noticia del periódico? El padre Teilhard de Chardin no fue un sacerdote cualquiera, un simple teólogo. Fue un científico, y uno de los grandes del siglo Xx. Un paleontólogo de primera categoría, descubridor de fósiles como el}Homo pekinensis}. Pero para él la evolución no era un proceso ciego, guiado por la casualidad o por la ley terrible, la ley injusta de la supervivencia de los fuertes. La evolución tiene un sentido, un impulso ascensional, que está en toda la naturaleza, en la semilla y en el árbol que crecen desde el interior de la tierra, en el simio que alza sus manos y su cabeza de ella para mirar al horizonte, para caminar erguido. En el astronauta que rompe la fuerza de la gravedad levantado hacia el cielo por la fuerza inmensa del cohete Saturno. Detrás de la evolución está el diseño de Dios, que es a lo que los cristianos hemos llamado siempre la Providencia…

– ¿Y si hay otros seres más inteligentes y más evolucionados que el hombre en planetas de otras galaxias? -Daría lo mismo -dice el padre Peter, después de unos segundos de vacilación-. La acción salvadora de Cristo reviste dimensiones cósmicas.

– ¿Y los dinosaurios? -¿Qué pasa con los dinosaurios? -al padre Peter se le está acabando la paciencia.

– Se extinguieron hace sesenta y cinco millones de años, por culpa del impacto de un meteorito gigante sobre la Tierra.

– Es sólo una hipótesis, como sabes.

– Gracias a la extinción de los dinosaurios pudieron prosperar otras especies, como los primeros mamíferos…

– Seguimos en el terreno de la hipótesis -el padre Peter pone cara de intensa meditación, las manos juntas y rectas delante de la boca, como si rezara, las uñas a la altura de la nariz-. ¿Adónde quieres llegar? -Si no desaparecen los dinosaurios no hay mamíferos que progresen en la Tierra -tomo aliento, nervioso, embriagado de mi propia temeridad, de mi palabrería-. Y si no hay mamíferos no hay simios, ni homínidos, y por lo tanto no hay seres humanos. ¿Fue Dios, o la Divina Providencia, quien envió aquel meteorito gigante a chocar contra la Tierra, para que se extinguieran los dinosaurios? El padre Peter observa mi excitación, mi nerviosismo: adopta una expresión voluntaria de paciencia, una actitud entre de ironía y de afectuosa mansedumbre.

– Así que, según tú, no hay lugar para Dios en el orden del Universo.

?Eres ateo? -Soy agnóstico, padre -trago saliva al decir esa palabra, que aprendí no hace mucho de él.

El padre Peter mueve la cabeza pensativamente, mira la hoja en la que ha estado dibujando flechas, esquemas, diagramas, líneas que se entrecruzan.

Se pone en pie y yo aprovecho para levantarme, suponiendo con alivio que da por terminada la entrevista. Se me acerca, ahora menos alto que yo, y me pasa una mano por el hombro, confidencial, sin rendirse, lleno de serena paciencia.

– Comprendo tus inquietudes -dice, en voz baja, y puedo oler su aliento cercano-. Sé que sigues buscando, y que el camino no es precisamente fácil. ¿Quieres que te confiese? -No tengo tiempo -miento de nuevo, y me desprendo de él-. Tengo que irme al campo a ayudar a mi padre.

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