13

El rumor ha ido creciendo en la plaza mientras caía la tarde de domingo. Se ha ido haciendo más fuerte sin que yo prestara atención a lo que llegaba a mis oídos, un ruido de fondo como el de las campanas que llaman a misa con un timbre distinto en cada una de las iglesias de la ciudad y como el de los vencejos que iniciaban sus vuelos de cacería sobre los tejados y las copas de los álamos. He escuchado voces, golpes de llamadores, el motor de un coche que se detenía casi debajo de mi balcón y lo más que he pensado lejanamente, sin apartar los ojos del libro, ha sido que Baltasar se habrá puesto peor, y que ese coche es el del médico o una ambulancia que se lo lleva al hospital del que es muy probable que no regrese.

Lo que más me importa sucede en las páginas de un libro o en un punto del espacio situado a casi cuatrocientos mil kilómetros de aquí, en la órbita de la Luna. Palabras, instrucciones, pulsaciones eléctricas, cruzan esa distancia en menos de un minuto. En los receptores del centro de control de Houston se oyen los latidos de los corazones de los astronautas. Ingenieros con la mirada fija en la pantalla de las computadoras y con pequeños auriculares incrustados en los oídos estudian la respiración de los tres hombres mientras duermen y consultan los relojes que miden el tiempo sin días ni noches del viaje para despertarlos a la hora justa. Voces atravesando la negrura del espacio vacío, latidos humanos, susurros de respiraciones.}Experimentos telepáticos serán realizados por los astronautas del Apolo Xi, aprovechando un medio como el espacial que podría ser más propicio para las comunicaciones mentales que el atmosférico de la Tierra}.

Los tres hombres dormidos en la penumbra del módulo de mando que gira alrededor de la Luna, respirando como en un dormitorio demasiado estrecho mientras los indicadores parpadean y los relojes digitales saltan de segundo a segundo en dirección al momento en que serán despertados, al comienzo de este día terrenal en el que dos de ellos se posarán sobre la superficie blanca y gris que se desliza mientras ellos duermen por las ventanillas de la nave.

El sonido es una vibración en ondas concéntricas del aire, como las ondas que se propagan sobre el agua lisa cuando una piedra cae en ella. Cada material vibra con una longitud de onda distinta, y el oído humano distingue así el origen y la calidad de los sonidos, el metal de un llamador en una puerta, el roce o el golpe de unos pasos sobre los peldaños de una escalera, el timbre preciso de una voz.

Pero otras ondas sonoras cruzan el aire sin que yo pueda percibirlas, aunque las captan las membranas infinitamente más sensibles del oído de un perro o de un gato o el de un murciélago. Los murciélagos empezarán a volar cuando haya oscurecido un poco más y no quede suficiente luz para que vuelen y cacen los vencejos. Gritos agudísimos, alaridos incesantes atravesarán el silencio igual que habrá toda clase de seres moviéndose por la oscuridad en la que yo no veo nada.

Las ondas de radio que lanza al aire una emisora ascienden hasta chocar con la ionosfera y rebotando en ella vuelven a la Tierra y por eso pueden ser atrapadas por los receptores. Pero algunas escapan al espacio exterior y podrán continuar viajando por él durante cientos o miles o millones de años y quizás acaben siendo captadas por aparatos de escucha creados por los habitantes de planetas lejanos.

Ondas sonoras viajan por el espacio entre la Tierra y la Luna, entre la Luna y la Tierra, uniendo el centro de control espacial de Houston y la nave Apolo, transmitiendo imágenes borrosas, voces humanas distorsionadas por la lejanía, latidos de corazones.

El rumor crece en la plaza, bajo mis balcones, se multiplica en voces de alarma y golpes de llamadores, queda sumido unos instantes bajo el escándalo de una sirena de ambulancia. ¿Y si también estos sonidos que yo oigo ahora viajaran tan ilimitadamente como la luz o las ondas de radio y en algún lugar muy lejano y en un punto remoto del futuro un receptor muy sensible pudiera captar y reconstituir las voces, los pasos, los ruidos cotidianos que llegan hasta mí desde el fondo de esta casa, los que se repiten cada día en la plaza? Una máquina dotada de la capacidad de registrar los ecos más débiles, los residuos de las ondas más lejanas, las grabará en cintas magnéticas en las que quedarán registrados todas las voces de los muertos, todos los sonidos que nadie ha oído desde hace muchísimo tiempo, y que parecían borrados del mundo. Así captan los telescopios la luz que brilló hace millones de años en estrellas extinguidas. La claridad que dora en este momento de la tarde las ventanas más altas y las gárgolas de la Casa de las Torres y los tejados de la plaza de San Lorenzo ha tardado ocho minutos en llegar aquí desde el Sol. Las voces que escucho parecen llegar desde mucho más lejos, hasta que de pronto los chirridos de neumáticos, los golpes de las puertas metálicas al abrirse y cerrarse, las órdenes gritadas, se imponen en el presente y reclaman mi atención. La máquina de los sonidos será una Máquina del Tiempo que permitirá viajar a las distancias más remotas del pasado. En un laboratorio de paredes blancas y asépticas del año 2000 ingenieros con uniformes muy ajustados al cuerpo auscultan los sensores conectados a antenas parabólicas capaces de captar las ondas sonoras más débiles, que luego reconstruyen los computadores para convertirlas de nuevo en voces humanas. Así han captado los astrónomos el fragor de fondo de la explosión que dio lugar al universo hace quince mil millones de años: así es como captan ahora mismo las antenas de las estaciones de seguimiento situadas en lugares altos y desérticos del mundo las señales que envían los astronautas desde la Luna:

el momento en que el módulo lunar pilotado por Armstrong y Aldrin se ha separado del módulo de mando, disponiéndose a iniciar el descenso: los latidos del corazón y el rumor del aliento del astronauta Collins, quien durante las próximas veinticuatro horas va a permanecer solo.

Me asomo al balcón y nuestra esquina de la plaza está llena de gente.

Las voces llegan desde la calle y también a través del hueco de la escalera de mi casa, porque la puerta está abierta. El tumulto no es frente a la casa de Baltasar, sino al lado de la nuestra, en la casa que llaman del rincón, donde vive el ciego que no habla con nadie. En nuestra plaza pequeña y recogida las voces son siempre voces familiares que resonaran en el interior de una casa. Hay policías con uniformes grises que cierran el paso a la gente y médicos o enfermeros de batas blancas que abren la parte trasera de la ambulancia y sacan de ella una camilla. Hay mujeres en todas las ventanas, y hasta la mujer y la sobrina de Baltasar se han asomado a la puerta de la calle. Mi hermana y sus amigas han dejado de saltar a la comba y se acercan a la casa del rincón hasta que los policías les impiden el paso. Oigo a mi madre llamar a mi hermana, y luego a mi abuelo que explica sonoramente algo que no acierto a entender. Luego los pasos menudos y veloces de mi hermana suenan en la escalera, y su voz aguda y excitada me llama desde abajo:

– ¡Que se ha muerto el ciego! ¡Que dicen que se ha ahorcado! A medianoche los corros en la calle del Pozo son más nutridos que nunca, y hay más puertas abiertas y más ventanas iluminadas, y nadie tiene encendida la televisión, a pesar de que se sabe que el módulo lunar ya se ha posado sobre la Luna y dentro de una o dos horas Armstrong y Aldrin ya estarán caminando sobre ella. Por respeto al muerto de la casa de al lado, a quien nadie quería y con quien casi nadie hablaba, mis padres no me dejan poner la televisión. En la radio de la cocina busco una emisora donde den las últimas noticias, y aun desde el fondo de la casa, por las ventanas abiertas, escucho el rumor de las conversaciones en la calle, en los corros de la noche de verano. Gente que no es del vecindario se acerca a preguntar y se queda escuchando las historias que circulan de un corro a otro, las novedades y las repeticiones con que se alimenta la curiosidad, la excitación morbosa que produce una muerte violenta. La única casa a oscuras es la del rincón, donde la policía ha dejado un precinto que cruza la puerta en diagonal y prohíbe el paso. "Como si alguien tuviera la tentación de entrar", dice mi abuela. Hay quien dice que el muerto aún no ha sido descolgado, porque el juez de guardia está ausente y sin su autorización no se puede levantar el cadáver. "Proceder al levantamiento del cadáver", dice mi abuelo, con su amor por las pompas verbales, quizás acordándose del lenguaje forense que aprendió cuando era un policía de uniforme al servicio de la República. ¿Si está ahorcado, colgado de una viga, cómo van a levantarlo? El cuerpo rígido, imagino, el cuello torcido, la cara terrible de la que quizás se hayan caído las gafas oscuras que no llegaban a tapar del todo las cicatrices. Pero no es verdad, dicen, vino el juez y descolgaron el cadáver y se vio cómo lo sacaban en una camilla, cubierto por una sábana blanca. ¿Y si lo que había debajo de la sábana no era el cuerpo del muerto, sino un bulto cualquiera pensado para que la gente creyera que se lo llevaban? ¿Y por qué iban a querer engañarnos a todos? Ese hombre era muy raro, siempre solo, en la casa cerrada, salvo cuando iba de vez en cuando a verlo un sobrino o un antiguo asistente que le hacía limpieza y ponía un poco de orden en el desastre de las habitaciones. ¿Quién puede saber cómo estaba la casa por dentro, si ningún vecino entró nunca a ella? Cada cual recuerda la última vez que vio al ciego: el viernes, dicen, el 18 de julio salió por la mañana con su uniforme de falangista para asistir a la misa de campaña y a la concentración patriótica en la plaza de Santa María. Alguien lo vio bajando por la calle estrecha al costado de la Casa de las Torres, siempre muy cerca de la pared, rozándola con una mano, con la otra extendiendo el bastón, los ojos siempre ocultos tras las gafas oscuras, que eran muy anchas pero no llegaban a cubrir del todo las cicatrices rojizas de la cara. ¿Serían las ocho, las nueve de la mañana? Alguien recuerda que le dijo buenos días, y que el ciego no contestó, y que parece que iba tropezando más de la cuenta, que quizás había estado bebiendo esa noche. ¿No lo veían a veces en las tabernas más pobres de los arrabales, sentado en un rincón, los brazos cruzados, la cara al frente, los ojos borrados por la doble oscuridad de la ceguera y de los cristales de las gafas, delante de una botella y de una copa de coñac? No necesitaba que nadie le sirviera, vertía él mismo el alcohol en la copa y sabía por el sonido cuándo detenerse antes de que la copa rebosara. Pero si no bebía, atestigua alguien, en otro corro, lo que le pasaba era que no podía dormir nunca, por el dolor que le había quedado de las heridas de la guerra, un trozo de metralla cerca de la columna vertebral. Por el dolor no, por el miedo, porque tenía muchos crímenes sobre su conciencia y estaba seguro de que más pronto o más tarde alguien iba a venir a tomarse la venganza. Por eso él se pasaba el día encerrado en casa con sus perros y sólo salía a la calle después de medianoche, y llevaba siempre una pistola amartillada que al acostarse dejaba sobre la mesa de noche. ¿Qué utilidad tendría una pistola, si no podía ver nada? Pero los ciegos tienen un sexto sentido, dicen, como los murciélagos, oyen lo que nosotros no podemos oír y sienten en el aire la cercanía de alguien y hasta saben distinguir los movimientos, y reconocen a la gente antes de escuchar las voces, por el ruido que hacen al andar, hasta por el olor. Yo lo veía venir hacia mí y antes de cruzarse conmigo ya sabía quién era y me llamaba por mi nombre. Pues ya es raro que hablara contigo, porque no saludaba a nadie, el tío orgulloso y amargado.

Cómo no iba a estar amargado, después de tanto como le pasó en la vida.

Primero van a buscarlo para darle el paseo y luego lo cazan por los tejados como un perro. Y quién lo salvaría, quién fue el que tuvo compasión de él.

Cuentan de nuevo lo que han contado tantas veces, que huyendo por los tejados de los milicianos anarquistas que lo perseguían se escondió en un granero y se cubrió con un montón de paja. Con horcas de puntas afiladas y con las bayonetas de los fusiles los milicianos atravesaban la paja y uno de ellos alcanzó su cuerpo, y él pensó que estaba perdido, que las púas de hierro de la horca o la bayoneta afilada le atravesarían el pecho, o que el miliciano gritaría alertando a los otros. Pero después de un instante la horca o la bayoneta se retiró, y el mismo hombre que la empuñaba dijo a los otros: "Vámonos, que aquí no está escondido". Se quedó en el pajar hasta que se hizo de noche y logró salir de la ciudad sin que nadie lo viera y llegar hasta las líneas enemigas. Pero él no tuvo compasión cuando volvió después de la guerra condecorado y convertido en juez militar y se puso a firmar penas de muerte, que dicen que las firmaba con las dos manos, para ganar tiempo y mandar a más condenados a las tapias del cementerio. El pasado circula de unos corros a otros como la brisa de medianoche que esparce las voces por la calle del Pozo, las que se alzan en una afirmación o un desmentido -yo lo oí volver anoche cuando ya me estaba acostando, no es verdad que nadie viniera a visitarlo, hasta algunas noches se vio entrar y salir furtivamente a una mujer muy pintada y las que se vuelven sigilosas y cautas, recordando que el ciego no tuvo escrúpulos en quedarse con la casa de un hombre inocente al que él mismo había mandado a la muerte. "El pobre Justo Solana", dice mi padre, "un hombre que no se metió nunca en nada y que tenía la huerta al lado de la nuestra y no quiso salir de ella mientras durara la guerra". "Pagan justos por pecadores", dice alguien, "siempre pasa lo mismo, y más en una guerra entre hermanos". Siempre hay quien dice esas cosas en un corro con una seriedad definitiva, como si acabaran de ocurrírsele, como si él hubiera descubierto ahora mismo una terrible ley moral. Pagan justos por pecadores, no hay mal que por bien no venga, allá cada cuál con su conciencia. "Pagó por su hijo", explica mi abuelo, "que había dejado al padre solo y viejo en la huerta para irse a Madrid, porque tenía la cabeza llena de pájaros, mira qué ruinas y qué desgracias traen las ideas". "Yo me acuerdo de cuando vinieron a buscar a ese hombre", dice mi madre. "Cómo te vas a acordar tú, si eras una chiquilla". Pero tenía nueve años, recién cumplidos, y se acuerda de que estaba siempre esperando que sonara el llamador de la puerta y fuera su padre que volvía de la prisión, y de que se había despertado muy temprano y veía la lenta llegada de la claridad del amanecer y escuchaba los pájaros en las copas de los álamos y de pronto la sobresaltó el motor de un coche y pensó cándidamente que en él vendría su padre liberado de la cárcel. Pero sintió la ira y la urgencia con que se abrían y cerraban las puertas de metal, los golpes brutales de las botas sobre el empedrado repitiéndose un instante después en el llamador de la casa del rincón. "?Y por culpa del hijo mataron al padre?" "Eso es lo que piensa la gente", dice alguien en un corro, "pero había una denuncia por medio, y el juez Domingo González no iba a perdonar". "Pero si el hombre no había hecho nada", dice mi padre, "sólo trabajar de sol a sol en su huerta y no meterse con nadie, y hacernos favores a mi abuelo y a mí cada vez que se los pedíamos.

Qué asco de mundo, tantos canallas sueltos y a un hombre trabajador y cabal lo matan a tiros como a una alimaña". "Para que veas tú lo que son las ideas, y las fantasías", dice mi abuelo, "si aquel hijo se hubiera quedado con su padre ahora tendría su casa y su huerta y podría estar sentado al fresco igual que nosotros".

Hablan de lo sucedido hace treinta años como si hubiera pasado ayer mismo y como si algo pudiera aún ser corregido: reviven pormenores de entonces tan febrilmente como los de esta tarde, y la muerte del ciego parece ya tan antigua en sus relatos y tan gastada por infinitas variaciones que cobra en mis oídos una irrealidad idéntica a la de las historias de la guerra, borrosa igual que ellas, sumergida en la confusión y en la sangre.

Llevaba ahorcado desde el viernes por la noche, ha dicho el forense, y con el calor que hace ya había empezado a descomponerse. ¿No se habría extendido el olor hasta nuestro corral, que está contiguo al suyo? ¿No lo vieron ayer sábado por la mañana, muy temprano, todavía con la fresca, sentado en un banco de los jardines de la Cava? Lo encontró el sobrino o asistente, porque lo llamaba cada dos o tres noches por teléfono para saber cómo estaba y le extrañó que no contestara.

"Sonaba el teléfono, sonaba y no paraba de sonar", dice una vecina, "y mi marido y yo nos despertamos en mitad de la noche, porque nuestro dormitorio y el del ciego están pared con pared, y yo le digo a mi marido, ¿y ese hombre cómo es que no se despierta y contesta al teléfono? ¿Y si es que le ha pasado algo? Pues no le había pasado nada, porque eso fue el viernes por la noche, cuando nos despertamos a las tantas, y ayer por la mañana lo vimos doblando la esquina de la Casa de las Torres". Pero otro rumor dice que el sobrino o asistente asegura no haber sido él quien llamaba por teléfono, y menos a esas horas. "Yo no lo llamaba", dicen que ha dicho, "porque me lo tenía prohibido", y entonces para qué tenía el aparato, pues para llamar él en caso de que le hiciera falta. "El que algo teme algo debe, dicen", enuncia mi abuelo con su voz lúgubre, y yo ahora me acuerdo de haber oído ese timbre cuando me quedaba despierto hasta muy tarde y luego no podía dormirme, estas noches en las que encendía la luz y miraba el reloj calculando la hora exacta del vuelo del Apolo Xi, queriendo imaginar lo que estarían haciendo los astronautas en ese momento, a qué distancia de la Tierra habrían llegado ya. El ciego solo, en la casa de al lado, a tan pocos metros de mí y en otro mundo de oscuridad y tal vez de terror, despierto toda la noche, vigilando los ruidos nocturnos con un oído más sagaz y alerta que el mío, escuchando el timbre del teléfono que se queda callado y vuelve a sonar a los pocos minutos, dejándole tan sólo el tiempo preciso para que se apacigüe un poco y conciba la esperanza de que no sonará más. Le costaría trabajo, dicen, buscar la soga, subirse a tientas a una silla para pasarla por la viga de la cuadra, hacer el nudo, tener la sangre fría para ponérselo al cuello, la soga del cubo con el que sacaba el agua del pozo, precisa alguien, y luego discuten si tenía o no las gafas negras puestas cuando lo encontraron colgado de la viga y hay alguien que cuenta como si hubiera estado allí que las gafas estaban pisoteadas en el suelo y en medio de un charco de orines, porque los ahorcados se mean, en el último momento, y alguien mueve la cabeza y añade en voz baja, mirando alrededor por si hay niños escuchando, los ahorcados no se mean, "los ahorcados se corren y mueren empalmados".

– No me quiero dormir -dice mi hermana, en su cuarto, de donde no deja que se vaya mi madre-. Que si me duermo sueño con el muerto.

– Pero si se lo han llevado ya, si los muertos no hacen nada.

– ¿Y si se me presenta como un fantasma? --Ay, mama mía, quién será, cállate, hija mía, que ya se irá -canto desde la escalera, y mi hermana llora de miedo, igual que lloraba yo cuando era más pequeño y mis tíos me cantaban esa misma canción.

– Verás como tu padre se despierte, y se entere de que estás asustando a la niña.

– No te vayas, no me apagues la luz, que veo cosas en la oscuridad.

Subo con sigilo por la escalera, camino de mi cuarto, pero no tengo intención de dormir: en cuanto ellos estén dormidos me levantaré para poner la televisión y ver en directo el paseo de los astronautas. Desde el rellano de la segunda planta oigo los ronquidos de mi padre, que siempre es el primero en dormirse, las quejas de mi hermana y el murmullo tranquilizador de mi madre, la conversación de mis abuelos, cuando paso junto a la puerta de su dormitorio, callado y sigiloso, procurando que no se escuchen mis pasos en las baldosas, como un espía o un fantasma, como un espía que fuera un fantasma.

– Hiciera lo que hiciera, ya habrá descansado.

– ¿Tú crees que los que se ahorcan descansan? Si ni siquiera pueden enterrarlos en tierra bendecida.

– Lo llevarán al fondo del cementerio, al Corral de los Matados.

– Como que es un pecado muy grande, quitarse la vida uno mismo.

– ¿Y quién te dice que ha sido él quien se la ha quitado? -¿Ya estás con tus desvaríos? -Acuérdate de lo que le dijo el que le disparó en la cara.

– Cómo voy a acordarme, si yo no estaba allí.

– Le dijo: "Espérame, porque volveré a buscarte algún día".

– ¿Con esas mismas palabras? ¿Y por qué ibas a saberlas tú? -Yo me entero de cosas.

– No me hables así, que pareces el locutor de una novela de la radio.

– Lo que yo te digo es que la mano que le puso la soga al cuello no era la suya. ¿Tú sabes que los policías han encontrado arrancados los cables del teléfono? -Ni yo lo sé, ni tú tampoco.

– La gente lo dice.

– La gente habla sin saber.

– El que vino a matarlo arrancó el cable del teléfono para que no pidiera ayuda.

– Igual que en las películas…

Anda, apaga la luz y cállate, que me mareo de oírte.

– … O lo llamó y lo llamó por teléfono hasta que el ciego no pudo más y se ahorcó él mismo.

– ¿Pues no has dicho hace un momento que fue otra mano la que le puso la soga al cuello? -Es una hipótesis.

– Dónde habrás aprendido tú tantas palabras. Apaga la luz, que se me cierran los ojos.

– ¿No has oído algo? En la escalera, unos pasos.

– Será el ciego, que vuelve.

– Mujer, qué cosas tienes. Eso no lo digas ni en broma.


Bajo despacio, tanteando las paredes, pisando con mucha cautela para que las baldosas sueltas no resuenen en el silencio de la casa. Por los balcones abiertos, con las persianas echadas, entra la claridad débil y listada de las bombillas en las esquinas de la plaza, y también el olor de los geranios y el de las flores de los álamos. Así se movería el ciego por la oscuridad cóncava de la casa en la que vivía como un muerto en vida, como un sonámbulo que nunca estaba dormido y nunca llegaba a despertar plenamente. Las yemas de los dedos rozando la cal áspera de la pared, la otra mano en la baranda, y en el silencio de la casa los rumores que sembraría el miedo, quizás un crujido que podría ser el de la puerta de la calle al abrirse, a pesar de que él había echado la llave y ajustado la tranca, quizás el disparo súbito del timbre del teléfono. Me detengo en el rellano donde están los dormitorios, y escucho respiraciones pesadas, ronquidos de cuerpos grandes a los que rindió el trabajo. Mi abuelo, que ronca tan enfáticamente como habla, mi padre, que se despertará el primero, cuando aún sea de noche, para ir al mercado. Alguien habla, y me quedo inmóvil, por miedo a que me sorprenda, pero es mi hermana, que murmura y se queja dormida, soñando algo. La casa entera es un gran depósito, un acuario de las aguas densas del sueño, cruzadas de raras criaturas que nadie ve a la luz del día y que no se recuerdan al despertar. Yo bajo de mi habitación en la planta más alta como un buzo que se va sumergiendo, mis pies lastrados de plomo para no quedarme flotando en el agua, flotando en una ingravidez líquida parecida a la que experimentan los astronautas cuando la nave atraviesa el límite de la gravedad terrestre. En la casa de al lado no hay nadie, quizás un teléfono arrancado en el suelo de un dormitorio o unas gafas negras junto a la silla volcada a la que se subió el ciego para ahorcarse. En la de Baltasar hay varias ventanas iluminadas, y de una de ellas, en la planta baja, entre los visillos, fluye la claridad azulada y convulsa de un televisor. Baltasar ve la televisión para distraer su agonía, o es su mujer quien la ha encendido, muy maquillada, insomne, mirándola sin hacer mucho caso del hombre que se va muriendo muy lentamente a su lado. En la planta baja se oye la respiración del mulo y de la burra en la cuadra, dormidos de pie, junto a los pesebres, los cascos golpeando a veces el suelo acolchado de estiércol, y también, unos segundos más tarde, cuando el oído se ajusta más perfectamente al silencio, suena el mecanismo del reloj de pared, al que mi abuelo le dio cuerda un poco antes de subir a acostarse, como asegurándose de que el tiempo seguiría avanzando al ritmo preciso a través de la noche, mientras todos en la casa están dormidos. Los golpes del reloj, los latidos de cada corazón, encogiéndose y dilatándose en el interior cavernoso y oscuro del cuerpo, el corazón de mi padre, el de mi madre, el corazón pequeño de mi hermana, el de mi abuela, el de mi abuelo, que debe de ser el más robusto y el más grande de todos, para sostener su envergadura: los corazones de las gallinas en el corral, los que empezarán a latir en los embriones que cobran forma en el interior de los huevos, el corazón enorme del mulo, el de la burra que dormita a su lado, el mío, tan urgente ahora mismo en mi pecho, cuando sin dar la luz enciendo el televisor e inmediatamente le bajo el volumen para no despertar a nadie: una polifonía de latidos, como golpes cautelosos de tambores en esas selvas que atravesaban los exploradores británicos en busca de las fuentes del Nilo. Y a cuatrocientos mil kilómetros de aquí, resonando en pulsaciones de radio a través del espacio, el corazón del astronauta Neil Armstrong, que pilotaba el módulo lunar y en los últimos minutos del descenso desconectó el computador que dirigía la maniobra para hacerse cargo él mismo del gobierno de la nave. Se estaba acabando el combustible, el módulo lunar sobrevolaba muy bajo un terreno demasiado rocoso sobre el que ya se proyectaba su sombra rara de arácnido. Si el combustible llegaba a agotarse antes de que hubieran aterrizado el módulo se desplomaría y era posible que sufriera una grave avería y ya no pudiera levantar el vuelo de nuevo. A ciento cuarenta y cuatro pulsaciones por minuto latía el corazón de Neil Armstrong, mientras en las ventanillas triangulares del módulo se sucedían rocas y cráteres erizados como estalagmitas de hielo, quedaba combustible exactamente para treinta segundos. De pronto apareció un terreno que parecía llano y favorable, y la nave en forma de prisma con cuatro patas articuladas adquirió una posición vertical y descendió muy suavemente, levantando una nube de polvo que no se habría movido en los últimos tres mil millones de años y que cubrió ligeramente el cristal de las ventanillas.

Ahora el horizonte se había quedado inmóvil, muy próximo, curvado, una línea exacta dividiendo el gris y el blanco incandescente de las rocas de la negrura sin estrellas del cielo.

Piensan entonces, pero ninguno de los dos lo dice, y no hay sensores que registren o puedan descifrar el secreto de los pensamientos: "Y si los motores del despegue se han averiado y no llegan a encenderse, y si nos quedamos encallados como náufragos en la superficie estéril de la Luna".

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