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Todo ha cambiado sin que yo me diera cuenta, sin que suceda en apariencia ningún cambio exterior. Siento que soy el mismo pero no me reconozco del todo cuando me miro en el espejo o cuando observo las modificaciones y las excrecencias que ha sufrido mi cuerpo, y que me asustaban cuando empecé a advertir algunos de sus signos.

El vello rizoso brotando en todas partes, como en un retroceso al estado simiesco, los pelos en el sobaco, en las piernas, en el pubis, sobre el labio superior, la aspereza de los granos en la cara, la supuración de las espinillas y el fuerte olor que notaba yo mismo como la densa presencia de otro si volvía a mi dormitorio o al retrete un poco después de haber salido, las manchas amarillas que aparecían misteriosamente todas las mañanas, la sensación de humedad y luego la sustancia pegajosa que manchaba mis dedos, y que yo no sabía lo que era, aunque me llenara de vergüenza. De vergüenza y de miedo, porque de pronto temía haber contraído alguna enfermedad oscuramente asociada al pecado contra la pureza, pecado del que los curas nos advertían, aunque yo no tuviera la menor idea de en qué podía consistir. Antes morir mil veces que pecar, dice el himno del colegio salesiano que decía Santo Domingo Savio, que murió de hecho a una edad muy parecida a la que yo tengo ahora, y que nos mira con sus ojos grandes de fiebre y su cara pálida y su sonrisa de muerto desde los retratos suyos que hay en todas las aulas. Se me oscurece el labio superior y el ceño entre las cejas que se han vuelto todavía más negras, ensombreciendo una mirada que parece haber retrocedido hacia el fondo de los ojos. Mi nariz se agranda, como en el principio de una transformación monstruosa que no se sabe dónde podrá detenerse, mi cara redonda y lisa se ha llenado de granos de punta blanca que al reventarse desprenden una sustancia repulsiva, de un orden no muy distinto a la que me mancha los calzoncillos por las mañanas, aunque sin ese olor tan penetrante. Tan desproporcionadamente como creció mi nariz se alargaron mis brazos y mis piernas, brazos y piernas peludas de antropoide que retrocede en la escala evolutiva, y de pronto el pantalón corto del verano anterior era ridículo y a mi madre y a mi abuela les daba la risa cuando me lo probaba a principios del nuevo verano. "Parece un extranjero de esos que vienen de turismo", dijo mi abuela, "no le falta más que la máquina de retratar". Con aquellas piernas peludas y flacas reveladas por el pantalón de deporte era más humillante mi incompetencia en la clase de Gimnasia. Yo nunca había estado en una clase de Gimnasia. En mi escuela primaria no había gimnasio y nadie se vestía con ropa de deporte para jugar al fútbol en los campos de tierra endurecida. La primera vez que fui a clase de Gimnasia cuando me cambiaron al colegio de los salesianos me dijeron que llevara un pantalón de deporte y como en mi casa nadie sabía exactamente qué clase de prenda era ésa acabé presentándome con un bañador enorme de adulto que había pertenecido a mi tío Carlos, la única persona de nuestra familia que tenía alguna experiencia de piscinas y playas. Salí del vestuario con una camiseta de tirantes, con el bañador de plástico que me llegaba a las rodillas y con unos calcetines de cuadros. Antes de alegrarles el día al profesor y a mis nuevos compañeros mostrándoles el hecho inaudito de que no sabía darme una voltereta ya les había dado amplia ocasión de morirse de risa al verme con aquella indumentaria deportiva. En las escuelas gratuitas a las que íbamos los hijos de los campesinos, de los tenderos y de los hortelanos nadie sabía que para hacer ejercicio hubiera que ponerse zapatillas especiales y calcetas de lana blanca, y como nadie había estado jamás en la playa ni se había bañado nunca en una piscina tampoco teníamos una idea clara de lo que pudiera ser un bañador. De pronto yo estaba solo entre desconocidos hostiles, no ya porque ninguno de aquellos alumnos del nuevo colegio viniera de mi barrio, sino porque todos ellos, salvo algunos becarios pusilánimes, tan inseguros como yo, pertenecían a familias con las que la mía no se había relacionado nunca. Vivían no sólo en otros barrios al norte de la ciudad, sino en otro mundo que para mí no era imaginable, y con el que hasta entonces no me había encontrado, a no ser cuando iba con mi madre y mi abuela a la consulta de un médico, o cuando mi padre, siendo yo muy pequeño, me llevaba con él a repartir leche por las casas que llamaban "de los señores". En aquellos lugares con timbres dorados, penumbras silenciosas, criadas con cofias blancas, uno percibía algo a la vez inaccesible, amenazante y misterioso, algo parecido al efecto visible que provocaba en los adultos la voz autoritaria de un guardia de uniforme o la pura presencia de un médico o de aquellos hombres de traje oscuro y corbata a los que llamaban abogados, notarios, registradores, a cuyas oficinas mi padre iba a veces con la misma ropa que se ponía para asistir a un entierro o a una boda, aunque también con un aire de aprensión que no se le notaba en ningún otro momento de su vida. En la escuela de los jesuitas los otros alumnos eran iguales a mí, eran los niños con los que jugaba en la plaza de San Lorenzo y los hijos de los hortelanos que vendían en el mercado cerca de mi padre o de los vareadores y las granilleras que iban cada año a la aceituna en las mismas cuadrillas que mi abuelo y mi madre. Pero ahora, de pronto, también eso ha cambiado. Al terminar la escuela obligatoria esos alumnos se fueron a trabajar al campo con sus padres, o empezaron a aprender oficios en los grandes talleres de los jesuitas. Yo debería haber seguido ese mismo camino, debería estar ahora en la huerta con mi padre o vestido con un mono azul y aprendiendo el oficio de carpintero o de mecánico, igual que tantos chicos que jugaron conmigo en los patios de la escuela y con los que ahora me cruzo y casi no los reconozco porque ya parece que han empezado a convertirse en adultos. Algunos, los más afortunados, han entrado de botones en los edificios grandes de los bancos que hay en la plaza del General Orduña, o de dependientes o recaderos en las zapaterías y en las tiendas de tejidos, y ya se les ve peinados con raya y con el pelo hacia atrás en vez de con flequillo recto, y algunos fuman jactanciosamente cigarrillos y se arriman los domingos a las chicas a la salida de las iglesias o en el paseo por la calle Nueva. Yo me he quedado atrás, en otra parte, sin saber dónde, perdido, en un colegio donde no conozco a nadie y donde con frecuencia advierto la mirada altanera de los hijos de gente con dinero y recibo amenazas de alumnos mayores y temibles, de tenebrosos internos con batas grises y caras pedregosas de granos que martirizan a los más pequeños o a los recién llegados y que no tienen miedo ni a las varas de los curas, porque vienen de familias poderosas que costean las obras de la nueva iglesia y que dan prestigio con sus apellidos a las listas de benefactores del colegio. Hasta ahora yo había vivido sólo entre personas que de un modo u otro me eran familiares y en espacios de cálida y permanente protección que eran como extensiones de la seguridad de mi casa: círculos concéntricos, habitaciones sucesivas, la plazuela y los callejones en los que jugaba, los caminos que llevaban a los olivares y a la huerta de mi padre, las aulas y los patios de la escuela de los jesuitas, la tela azul y basta de los pobres uniformes que vestíamos todos sobre nuestras ropas más o menos idénticas, los pupitres, los cuadernos escolares, los tebeos leídos y releídos y los juegos en la calle con niños a los que había conocido desde siempre, las noches de verano en el cine, mi tía Lola con su presencia perfumada y fragante y mi tío Pedro contándome películas desde la cama contigua, con la luz apagada, mi cara en las fotografías que nos tomaban en el colegio, los codos sobre una mesa, junto a un libro y a un teléfono falso, delante de un lienzo pintado en el que se veía una biblioteca y un busto de Cervantes. Y ahora, de golpe, sin que yo me diera cuenta, de un día para otro, todo ha sido trastornado, mi cara, mi cuerpo, mi conciencia ahora angustiada de culpas y deseos, el mundo en el que vivo, el colegio sombrío al que llego todas las semanas como si ingresara en una prisión o en un cuartel, la humillación del miedo a las bofetadas de los curas y a las amenazas de los alumnos mayores, la sensación de lejanía hacia mi padre, el aire de censura con que me mira mi abuelo, el desamparo íntimo que me acompaña a todas partes, que amanece conmigo en las mañanas de invierno y se filtra incluso en la melancolía amarga y en la niebla de miedo de los sueños.

Ahora siento lo que no sentí nunca, arrebatos de hostilidad hacia todo, un encono sordo contra el mundo exterior que se resuelve en fantasías de revancha, de coraje físico y orgullo misántropo. Mis héroes ya no son Tom Sawyer o Miguel Strogoff sino el Conde de Montecristo y el capitán Nemo, artífices cada uno de suntuosas venganzas, o Galileo Galilei, que se rebela contra la Iglesia y la verdad establecida y mira por un telescopio la superficie de la Luna y descubre sus cráteres, o Ramón y Cajal, que nació en una familia mucho más pobre que la mía y tuvo la inmensa fuerza de voluntad necesaria para convertirse en un científico de celebridad universal, o el capitán Cook, que dio varias veces la vuelta al mundo en frágiles barcos de vela y descubrió islas tropicales habitadas por hermosas mujeres desnudas y se acercó hasta los acantilados de hielo de la Antártida. Si los curas amenazan con la hoguera a Galileo yo me haré secretamente uno de los suyos. Si pretenden que el hombre fue moldeado en barro por Dios a su imagen y semejanza y que la mujer nació de una costilla de Adán yo me desvelaré queriendo entender la teoría de la Evolución, y si me dicen que habrá una vida eterna después de la muerte y que cada cual irá al infierno o al paraíso yo me convenceré a mí mismo de que la única realidad es la materia y que no hay más vida futura que la descomposición y la nada. Me imagino hereje, excomulgado y perseguido. Me veo erguido delante de un tribunal de sotanas, sobre una tarima polvorienta de tiza como las de las aulas del colegio. Cuando me quedo solo con mi hermana practico con ella mi proselitismo, le digo que ni Dios ni la Virgen existen y que la hostia consagrada no es más que harina y que los seres humanos descienden de los monos y que el Sol alguna vez se extinguirá y la vida se habrá ido acabando poco a poco sobre la Tierra en medio de tinieblas cada vez más oscuras y ella se echa a llorar y se tapa los oídos. Sólo me siento seguro en el refugio quimérico de los libros, sólo experimento una sensación plena de cobijo si me recluyo en mi cuarto al que casi no llegan los ruidos y las voces de la casa y me imagino protegido de todo en el interior de un traje espacial, flotando en una cápsula que viaja hacia la Luna, asomándome por una ventanilla para verla cada vez más cerca, como la vieron por primera vez los astronautas del Apolo Viii que volvieron a la Tierra sin haberse posado en ella. El horizonte próximo y curvado y la negrura absoluta un poco más allá, los cráteres tan abruptos, negros y cóncavos como bocas de túneles, el color que nadie acierta a decir exactamente cómo es y que las fotografías no captan verdaderamente ni los recuerdos pueden revivir del todo:

dicen que es gris, como de ceniza, o blanco de yeso, o pardo y casi verdoso cuando la luz del Sol le da muy oblicuamente, o azulado, reflejando muy débilmente la claridad de la Tierra.

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