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Me desperté y era noche cerrada, pero desde la parte baja de la casa llegaban los ruidos madrugadores del trabajo, los pasos violentos de los hombres en la escalera, los cascos de las bestias que salían de la cuadra y ya estaban siendo aparejadas. Llaman las bestias a los animales de carga, los caballos, los mulos, los burros.

En sus cabezas abatidas y en sus ojos enormes hay una desolación de esclavitud. Antes de que nadie me llamara me expulsaban del sueño los sonidos del día de trabajo que empezaba cuando aún era de noche y sólo acabaría cuando la noche hubiera caído de nuevo. Era el 21 de diciembre del año pasado, hace siete meses exactos, el primer día de las vacaciones de Navidad, la primera vez que yo iba a trabajar a cambio de un salario. En Cabo Kennedy sería medianoche: dentro de cuatro horas exactas los astronautas que iban a viajar hacia la órbita de la Luna en el Apolo Viii serían despertados y tendrían una sensación parecida a la mía: el sobresalto de abrir los ojos cuando todavía es noche cerrada y la pereza de no desear que el día comience, al menos no todavía, de disfrutar de unos pocos minutos de indulgencia, de tránsito apaciguado entre el sueño y la vigilia, entre el paraíso originario de la oscuridad protegida y la inconsciencia y la luz cruda y las obligaciones inaplazables de la vigilia.

Más allá de las mantas y del embozo que me cubría hasta más arriba de la mitad de la cara notaba el aire helado, el frío que se había ido adueñando de toda la casa a lo largo de la noche y que me alcanzaría en cuanto saliera del refugio de las sábanas, las pesadas mantas, la piel de oveja que me ponían sobre la colcha, el frío húmedo adherido a las paredes de cal y a las baldosas de barro sobre las que se apoyarían mis pies como sobre láminas de hielo.

Sabía que faltaban pocos minutos para que me llamaran y apuraba segundo a segundo la sensación de calor y de pereza, los residuos de dulzura de un sueño en el que quizás había vislumbrado la espalda desnuda de Faye Dunaway, el resplandor de su pelo a los lados de los pómulos, de un rubio tan claro, tan cegador como el de un trigal en el mediodía de verano. Faye Dunaway tendida a mi lado, con sus labios carnales y sus pómulos asiáticos, su presencia casi tangible emanando del calor de mi cuerpo y de la intensidad de mi deseo.

En esta misma cama me acostaba a veces de niño junto a mi tía Lola, y para dormirme y quitarme el frío y no tener miedo de la oscuridad me abrazaba a ella, su cuerpo cálido como el pan recién hecho que llegaba a casa por las mañanas en un cesto de mimbre tapado con un lienzo. Con la mano extendida tocaba el calor y la forma plena y mullida del pan caliente bajo la tela: muy apretado contra ella tocaba el cuerpo acogedor de mi tía Lola bajo la tela de su camisón y ya dejaba de tiritar y de tener miedo.

"Cobíjate bien, que hace mucho frío".

Me abrazaba a ella más fuerte, le rozaba los pies con los míos y los notaba helados, mi tía levantaba el embozo hasta que nos cubría las cabezas y en el interior de ese espacio oscuro y caliente su cuerpo desprendía una temperatura y un aroma más sabrosos que los del pan recién traído del horno.

Nos hundíamos en el colchón de lana, pesaban sobre nosotros las mantas acumuladas y más allá, por encima, a nuestro alrededor, a los pies de la cama, debajo de ella, se mantenía intacto el asedio del frío, que ahora no podía nada contra nosotros, mientras nos mantuviéramos escondidos e inmóviles.

El frío del invierno es una invasión misteriosa que se cuela bajo las puertas y entre los postigos mal ajustados y avanza gradualmente por las habitaciones y los pasillos a oscuras, que sube invisible por las escaleras y se extiende sobre cada superficie con un cerco afilado, sobre el cristal de las ventanas donde la respiración forma un vaho inmediato, sobre los barrotes de hierro y las cabezas de cobre y de latón dorado de las camas, sobre la cal humedecida, sobre los cuadriláteros de las baldosas. En las habitaciones donde hay un fuego encendido o un brasero de candela y de ascuas el frío se aproxima al límite de la irradiación del calor y aguarda como una alimaña sigilosa a que las llamas mengüen o se apaguen, a que la ceniza tibia y luego fría recubra las ascuas del brasero: entonces el frío avanza, va rozando la espalda, el cogote, se va infiltrando bajo los dobleces de la ropa, sube desde el suelo hasta las plantas de los pies y luego se apodera de los tobillos, y una vez que ha progresado tanto en su invasión ya es difícil buscar refugio contra él, y te seguirá incluso escaleras arriba hacia tu dormitorio o estará esperándote en la oscuridad cuando abras la puerta.

Y aunque te des mucha prisa en desnudarte el frío te asaltará los pies en cuanto los dejes un instante desnudos sobre las baldosas, y cuando te cobijes debajo de las mantas y te cubras bien con el embozo y pienses que te has librado de él, el frío te habrá seguido y se habrá inoculado en ese refugio en el que ni siquiera la temperatura de tu cuerpo puede al principio disiparlo. Te asaltará la mano que sacas del interior caliente para apagar la luz, y te dejará heladas las dos si las empleas para sostener un libro. Escaparás de él, como escondiéndote en lo más hondo y más oscuro de una madriguera, pero se quedará esperando mientras duermes y en el silencio de tu cuarto irá creciendo minuto a minuto, y cuando te despiertes traspasará con sus aristas invisibles de hielo todo el espacio de la habitación. En casa de mi tía Lola hay calefacción, y pequeñas estufas eléctricas por si la calefacción no es suficiente, y alfombras a los pies de las camas donde los pies se posan sobre una materia cálida y acogedora. En nuestra casa grande y destartalada, con cuartos enormes, con postigos que no encajan, el único calor que hay durante el invierno está en el brasero de la mesa camilla del comedor y en el fuego de la chimenea de la cocina, al que mi madre y mi abuela arrimaban los pucheros y las trébedes de las sartenes antes de que mi tío Carlos le vendiera a mi padre una hornilla blanca de gas que da una llama azulada, y que ha de ser encendida con precauciones extraordinarias. Quisieras tener un traje acolchado y grueso de astronauta, uno de esos trajes blancos y mullidos con botas gruesas y guantes enormes como el que llevaba Buzz Aldrin cuando salió a pasear por el espacio en el último vuelo del proyecto Gemini. Flotaba, sin peso, unido a la nave por una especie de cordón umbilical, ajeno al frío sin límites de la nada exterior, viendo moverse la Tierra azulada e inmensa, la esfera que giraba majestuosa y lentísima debajo de sus pies como un globo translúcido, tan falto de peso como él mismo, un globo azul perdido en la negrura y el vacío, cubierto a medias por espirales de nubes, reflejando como un gran espejo convexo la luz solar.

Veía la frontera de la noche avanzando de este a oeste, la oscuridad tragándose continentes y océanos, y de pronto le costaba recordar a las personas queridas que estaban esperando su regreso y hasta sentir un vínculo personal con ese planeta perdido como una ínfima mota de polvo en la espiral de una galaxia. Los astronautas que ahora mismo duermen y que despegarán dentro de unas horas van a volar mucho más lejos, más allá de lo que cualquier ser humano ha llegado nunca. A una velocidad de más de treinta mil kilómetros por hora la nave Apolo Viii romperá el influjo de imán de la gravedad terrestre y cruzará el espacio en dirección a la Luna, pero ninguno de sus tripulantes llegará a pisarla. La mirarán desde muy cerca, mientras giran en su órbita, desde una distancia de no más de cien kilómetros. Pero también es posible que la nave se incendie antes del despegue, como le ocurrió al Apolo Vii hace tres meses, el 11 de octubre, cuando el módulo de mando, por culpa de la chispa de un cortocircuito que incendió en un instante el oxígeno puro que respiraban los astronautas, se convirtió en una trampa de llamas y de gases asfixiantes.

Mi abuelo y mi padre se han levantado muy de noche para aparejar a las bestias, pero mi madre y mi abuela se levantaron mucho antes que ellos, para encender el fuego y preparar la comida del día. Han bajado a la cocina en la que el frío hacía más intenso el olor a ceniza de la lumbre que apagaron anoche antes de dormirse.

Mientras dormían el frío se ha adueñado de toda la planta baja de la casa como de una ciudad sitiada donde los centinelas se rindieron al sueño, y ahora ellas tienen que empeñarse en recobrar una parte del espacio perdido, igual que ayer cuando amaneció y que mañana cuando vuelvan a levantarse y que cada uno de los días del invierno. A la luz de la bombilla que cuelga del techo han barrido la ceniza y fregado las baldosas ennegrecidas del hogar con el agua helada de un cubo que han sacado del pozo. Han vaciado los orinales en el retrete del corral.

Han cruzado el corral reluciente de escarcha para ir al cobertizo en el que se guarda apilada la leña de olivo y al entrar en él han sobresaltado a las gallinas y a los conejos que dormían al calor del estiércol. Han vuelto a la cocina cada una con un brazado de leña y han dispuesto los troncos ásperos en el hogar de la mejor manera para que el fuego prenda cuanto antes, arrimándoles un puñado de paja seca, una hoja retorcida de periódico que encienden con una cerilla. Cuando los hombres bajan a la cocina el fuego crepita y asciende por el hueco grande de la chimenea y ya hay sobre la mesa tazones de leche recién hervida y rebanadas de pan tostado untadas en aceite o en manteca. Se acercan a la lumbre para calentarse y en sus caras y en sus manos se refleja el esplendor de las llamas. El frío se ha retirado, al menos de la cocina en la que crepita el fuego, ha ido a agazaparse en las habitaciones cercanas y en los huecos más sombríos de los pasillos y las escaleras. En el retrete del corral mi abuelo y mi padre se han aliviado con largas meadas resonantes y han examinado el cielo y considerado la textura del aire y la dirección del viento para saber cómo se presentará el día de aceituna. Mi madre y mi abuela preparan la comida fría que llevaremos al campo, las fiambreras de carne o sardinas con tomate, las lonchas de tocino salado, los chorizos, las morcillas que descuelgan del techo con una vara larga terminada en un gancho, las tortas de manteca y pimentón, los grandes panes de corteza dura y polvorienta de harina y miga densa, y lo guardan todo en un zurrón de esparto al que llaman la barja. Mi madre sube fatigada y enérgica las escaleras para dejar hechas las camas antes de que nos vayamos al campo. Y esta tarde, cuando regresemos, yo me sentaré a leer junto al fuego y mi abuelo se irá a conversar sobre cosechas, temporales y sequías, junto a los grupos rumorosos de hombres vestidos de oscuro que ocupan los soportales de la plaza del General Orduña: pero mi madre, sin descansar ni un minuto, tendrá que ponerse a preparar la cena con mi abuela, y quizás antes saldrá al cobertizo del corral a lavar la ropa de todos nosotros restregándola con sus manos enrojecidas en la pila de piedra, lavándola con un jabón rudo y casero que escuece la piel, aclarándola con agua helada.

Me da envidia de mi hermana, que sólo tiene siete años y puede seguir durmiendo, que se levantará tarde y se pasará el día con mi abuela en la casa silenciosa o saldrá a jugar con sus amigas a la plaza más sosegada que nunca, porque en la temporada de la aceituna el barrio entero se queda desierto. El reino en el que todavía vive mi hermana es un recuerdo tan cercano aún para mí como el de las sábanas acogedoras y calientes que he dejado atrás en mi dormitorio, ahora ya invadido por el frío. Por culpa del pecado original Adán y Eva fueron expulsados del paraíso y condenados al trabajo.

}Ganarás el pan con el sudor de tu frente}. Pero esa maldición que según los curas es universal sólo me afecta a mí entre los alumnos de mi curso, porque ayer fue el último día de clase y se repartieron las notas y había un ambiente nervioso y festivo incluso entre los internos. El réprobo Fulgencio canta}O sinner man} con la voz más grave y el ritmo más acelerado que nunca, acompañándose con imitaciones vocales del bajo eléctrico y de metales sincopados, con solos de batería -regla, compás y tiralíneas- que retumban al fondo del aula. Gregorio se ríe como un conejo después de que se le descompusieran fétidamente los intestinos mientras el Padre Director guardaba un largo silencio antes de dar lectura a las notas de Matemáticas. En vísperas de las vacaciones yo soy el único que trabajará en el campo desde el día siguiente, y no en la huerta de mi padre, sino a cambio de un jornal, en la cuadrilla de aceituneros de un propietario rico que tiene varios miles de olivos.

– El trabajo manual ennoblece -dice el padre Peter, cuando se lo cuento.

Me ha visto solo y cabizbajo en el patio y se me ha acercado para preguntarme qué me pasaba-. Los curas obreros que ahora escandalizan tanto en realidad ya existían desde que se fundaron los monasterios benedictinos:

"Ora et labora".

}Ora et labora}. Al pobre don Basilio, el ciego de Latín, Endrino y Rufián Rufián le volvieron a poner un pupitre en su camino y se dio un golpe tan fuerte en los testículos que soltó un}Me cago en Dios} y se le cayeron al suelo las hojas en braille sobre las que deslizaba los dedos leyendo nuestras notas. Se agachó a recogerlas, porque don Basilio es un ciego cabezón al que no le gusta pedir ayuda, y se dio otro golpe en la frente con el mismo canto del pupitre, lo cual fue motivo de algarabía general, y de una amenaza de suspenso colectivo. Sobre las risas de todos destacaba la carcajada bronquítica del réprobo Fulgencio, que no había aprobado ninguna asignatura, ni la Religión ni la Gimnasia, ni la Formación del Espíritu Nacional, y que tendría que pasarse las vacaciones enteras castigado en el colegio, solo en los dormitorios deshabitados y en el comedor donde no habría más comensales que él y los curas cuya principal tarea iba a ser la de vigilarlo.

Ganarás el pan con el sudor de tu frente. Ganarás el pan con tus manos casi infantiles todavía rígidas de frío y con tus rodillas desolladas de arrastrarte sobre la tierra endurecida por la escarcha, con el dolor de tu cintura y el de tu espalda que llevarás doblada todo el día. La piel de los dedos en torno a las uñas se te quedará en carne viva al arañarse con las aristas de la tierra helada cuando quieras recoger las aceitunas medio hundidas en ella, y cuando avance la mañana y el sol disuelva la escarcha se te hundirán los pies y las rodillas en el barro. Los hombres van por delante, arrastrando los grandes mantones de lona alrededor de los troncos de los olivos, golpeando con varas largas y gruesas como lanzas las ramas dobladas por el peso de los racimos de aceitunas verdes o negras, púrpuras, violetas, tan henchidas de jugo que revientan al pisarlas. A cada golpe las aceitunas caen como rachas sonoras de granizo sobre los mantones. Los hombres asedian el olivo, los más ágiles se suben a la horquilla del tronco para alcanzar las ramas más altas, hablan a gritos y ríen a carcajadas y muchas veces trabajan briosamente sin quitarse el cigarrillo de la boca.

Llevan gorras o boinas, chalecos viejos de lana, pantalones de pana atados con una cuerda o con una correa a la cintura y botas sucias de barro. Trabajan metódicos, enconados, joviales, sujetando las varas bruñidas por el tacto de las manos, tirando de los 248 mantones cargados de aceituna de un olivo a otro como cuadrillas de pescadores que arrastran sobre la arena una red rebosante de peces. Cuando un mantón está colmado y ya pesa tanto que no se puede tirar de él los hombres gritan: “¡Pleita!” o “¡Espuerta!”, y llegan corriendo los criboneros, con sus grandes espuertas de goma negra o de esparto áspero en las que los hombres vuelcan los mantones. Los criboneros son chicos algo mayores que yo, o de mi misma edad pero con más experiencia: de dos en dos llevan las espuertas llenas de aceituna hasta la criba plantada entre dos hileras de olivos. Allí vuelcan las aceitunas sobre una tolva que se prolonga en un plano inclinado hecho de cables de alambre: en la caída las aceitunas se separan de las hojas y las ramas rotas de olivo, y mientras caen los criboneros las limpian todavía más con movimientos rápidos de las manos. Uno de ellos abre un saco o un capacho de esparto, el otro levanta la espuerta de aceitunas limpias hasta que el saco está lleno, y entonces se cierra y se ata con un trozo de cuerda de cáñamo.

Los sacos se van apilando según avanza el día, las manos de los criboneros separan la aceituna de las hojas, aprietan nudos en las bocas de los sacos, sujetan las asas de las espuertas otra vez llenas de aceitunas, tan pesadas que caminan tambaleándose sobre la tierra o se les hunden los pies en ella cuando hay mucho barro. Y mientras las mujeres y los niños van cubriendo el terreno por el que los hombres han pasado, avanzando de rodillas, recogiendo las aceitunas que cayeron antes del vareo o las que han salido despedidas fuera de los mantones, arrastrándose debajo de las ramas y de la aspereza mineral de los troncos. Las mujeres y los niños ganan la mitad de jornal que los hombres. Pero ése es el único trabajo que a ellas les está permitido hacer fuera de la casa, y al final de los dos meses que dura la temporada de aceituna habrán ganado lo bastante para comprar ropa nueva a los hijos o pagar en la tienda de comestibles o en El Sistema Métrico las cuentas aplazadas. En la aceituna las mujeres y los hombres se relacionan con una soltura que no existe en ninguna otra circunstancia, se gastan bromas procaces que estarían prohibidas en la vida normal, y a veces, de las gavillas de mujeres arrodilladas, se levanta un escándalo de risas provocadas por historias que a algunas de ellas las hacen enrojecer y que los niños no entienden, o por una copla pícara que entonan a coro varias voces agudas:

}En tiempo de aceituna se hacen las bodas.

La que no sale al campo no se enamora}.

Yo avanzo de rodillas, siempre al lado de mi madre, fijándome en la velocidad con que ellas recogen aceitunas con las dos manos, picoteándolas entre el índice y el pulgar de cada una como si fueran dos pájaros. Con los jornales que ganemos los dos este invierno me encargará un traje y pagaremos los primeros plazos para un televisor. Yo soy mucho más lento que ella, se me forman padrastros dolorosos, se me rompen las uñas, recojo aceitunas y al poco se me caen de las manos, o voy a tirarlas a la espuerta y lo hago con tan mala puntería que caen fuera. Sin dejar de mover los dedos veloces y de avanzar arrodilladas las mujeres me miran y se mueren de risa, burlándose de mi torpeza, y yo me pongo rojo y me vuelvo más torpe todavía.

– Mira qué manos tiene, que parecen de niña.

– Pero si al pobre no se le han calentado todavía, no puede ni juntar las puntas de los dedos.

– Manos de estudiante, y no de aceitunero.

– Pues a todo hay que hacerse en la vida.

– La aceituna que recoge con una mano se le va escapando de la otra.

– Veréis cuando coja lo que yo me sé, cómo no se le escapa.

– Pero mujer, que es un niño, que se ha puesto colorado.

– Será un niño pero seguro que ya sabe manejar la mano del mortero…

Me arde la cara, me he puesto más rojo todavía, me pica el cuero cabelludo, y cuanto más rojo me pongo más alto se ríen las mujeres, arrodilladas bajo las ramas del olivo, guiñándole el ojo a mi madre, que oculta su incomodidad y su timidez bajo una media sonrisa. Cuando la vergüenza me inunda no hay nada que pueda remediarla, la vergüenza y una paralizadora sensación de ridículo. Ahora me gustaría volverme invisible, encogerme como uno de esos insectos que se repliegan hasta formar una bola, como cuando me encojo en la cama todavía de noche y cierro los ojos apretando los párpados y me hundo bajo las mantas imaginando que así no oiré las llamadas de mi padre o de mi abuelo desde el hueco de la escalera y estaré a salvo del madrugón y de las horas interminables de trabajo en el campo. Sin saber cómo ni cuándo ni por qué he sido expulsado de mi vida anterior y me encuentro tan perdido que no hay para mí un lugar seguro que no sea vulnerable o inventado y no hay nadie que yo no sienta como hostil hacia mí o que no se me haya vuelto extraño. Lo que añoro es tan inaccesible para mi entendimiento como lo que deseo, y la infancia se me ha quedado tan lejos como una vida adulta que no sé imaginar. Sin saber bien cómo ni por qué he perdido a los amigos con los que jugaba en la plaza de San Lorenzo y con los que iba a la escuela: han dejado de estudiar, se han ido al campo con sus padres o han entrado como aprendices en talleres y tiendas, y de pronto los veo y ya me parece que pasó mucho tiempo desde que jugábamos a la pelota o a las bolas o al burro y llevábamos pantalones cortos y mandiles azul marino de la escuela de los jesuitas. Ellos han empezado a convertirse en campesinos, en carpinteros, en mecánicos: sin saber muy bien cómo yo me he visto apartado, al menos provisionalmente, del destino común que me unía a ellos, y ahora voy a un colegio en el que he comprobado de cerca por primera vez que en el mundo hay pobres y ricos, alumnos becarios y alumnos de pago, hijos de notarios o de médicos o de terratenientes o registradores de la propiedad e hijos de pobres cuyas familias no conoce nadie. En la escuela primaria todos los niños eran como yo y casi todos procedían de mi mismo barrio de campesinos y hortelanos: en el colegio, inesperadamente, estoy solo y no me parezco a los demás, y observo la deferencia con que los curas tratan a algunos alumnos por muy crueles o revoltosos que sean y la altanería con que otros alumnos me miran y me hablan, hijos de los médicos y notarios cuyas placas doradas he empezado a reconocer junto a los portales más lujosos de la calle Nueva: herederos de los nombres más sonoros de Mágina, de la fundición en la que trabajan mis tíos y de la tienda de tejidos El Sistema Métrico, de la familia del general que tiene su estatua fusilada en el centro de la plaza, y también de la finca de millares de olivos en la que mi madre, mi abuelo y yo recogemos aceituna a cambio de un jornal.

Hemos subido todavía de noche hacia una casa detrás de la iglesia de la Trinidad donde se reúne la cuadrilla antes de partir hacia los olivares.

Mi abuelo montado en su burra menuda y quejosa, mi madre envuelta en un mantón negro de lana, yo con un abrigo viejo, unos guantes que no me salvan las manos del frío. Es de noche pero las calles están llenas de cuadrillas de aceituneros y reatas de mulos, de carros con grandes ruedas de madera o de neumático. Parece que Mágina es una ciudad que está siendo evacuada antes de que llegue el día: mujeres y niños se agrupan sobre los carros para darse calor, hombres con cigarros encendidos guían a las reatas de burros o de mulos echándose las riendas sobre los hombros. Con mantones, abrigos, chaquetones recios, gorras caladas, bufandas, pañuelos sobre las cabezas, varas o zurrones de comida a la espalda, los aceituneros salen hacia el campo por los últimos callejones de la ciudad como una riada numerosa de refugiados que huyen: se ven de lejos sus hileras ocupando los caminos, se escucha el relincho de las bestias, los golpes de los cascos, las ruedas de los carros, el motor de algún Land Rover, el rumor multiplicado de los pasos de la gente sobre las veredas de tierra endurecida, en la oscuridad que se va volviendo grisácea y luego azulada. Mucho más lejos se levantan columnas de humo y arden las hogueras encendidas por los más madrugadores, los que han tostado en las llamas una loncha de tocino ensartada de una vara delgada de olivo y se lo han ido comiendo cortándola con una navaja sobre un trozo de pan untado de grasa, los que calientan las largas varas haciéndolas girar sobre el fuego para que pierdan el frío y no entumezcan las manos. Mi madre, mi abuelo y yo bajamos por los anchos caminos junto a nuestra cuadrilla, los vareadores, las granilleras locuaces, los criboneros, los muleros que se pasarán el día llevando al molino de aceite los sacos hinchados de aceitunas. Hacia el este, sobre la sierra de Cazorla, hay una hilera de nubes cárdenas en las que se insinúa la primera claridad rojiza del día. Si las nubes se abren sobre la sierra al amanecer, aunque el resto del cielo esté despejado, es posible que llueva.

– }Guadiana abierta…} -}Agua en la puerta}.

"Pero no lloverá porque hace mucho frío", dice mi abuelo, y en el cielo todavía oscuro brillan las constelaciones con una claridad afilada de cristales de escarcha. Desde los ventanales del edificio donde se preparan para emprender el viaje los astronautas verán insinuarse la luz del amanecer sobre el horizonte del Atlántico y se preguntarán si este día que empieza será el último de sus vidas. Si lloviera algún día en estas vacaciones yo podría quedarme en la cama hasta que estuviera bien entrada la mañana.

Si no llueve se trabaja un día tras otro, sin descansar nunca, ni en Navidad ni en Año Nuevo: se termina de recoger la aceituna de un olivo y se pasa al siguiente, y siempre queda por delante una hilera que no parece que vaya a acabarse nunca. Las cuadrículas de olivares se prolongan hasta difuminarse en el horizonte, igual que los caminos inundados de aceituneros.

Mientras varean los hombres hablan sin descanso de fincas, de números de olivos, de los cientos o millares de kilos de aceituna que dio un olivar en la pasada cosecha. Hablan, se ríen a carcajadas, repiten bromas o refranes que son los mismos que dirán mañana y el año que viene y los que decían hace diez o veinte años, se suben a los troncos, dan golpes tremendos y a la vez muy calculados a las ramas para que la aceituna se desprenda de ellas sin que sea dañada, encienden cigarrillos que se les quedan apagados entre los labios, se raspan de las botas el barro que se adhiere a las suelas, tiran al unísono de los mantones cargados de aceituna. El árbol es una deidad austera y resistente a los golpes de las varas, un organismo de una fortaleza hosca, casi mineral, adaptado a los extremos del clima, a la escasez de agua, a las heladas del invierno, con un tronco duro y rugoso por el que parece imposible que circule la savia, con el volumen y la textura de una roca o de una joroba de bisonte, con raíces tan hondas que pueden alcanzar las humedades más escondidas de la tierra, con hojas puntiagudas, con el haz verde oscuro y el envés de un gris de polvo, hojas pequeñas y combadas para resistir en el aire muy seco reduciendo al mínimo la evaporación.

Plantados en filas paralelas, a distancias iguales, sobre la tierra clara y arcillosa, los olivos cuadriculan el paisaje con una seca geometría que sólo se suaviza en las distancias, cuando la bruma azulada y la sucesión de las copas enormes ofrece un espejismo de frondosidad. De cerca son figuras ascéticas, hurañas, altivamente aisladas entre sí, de una longevidad y una envergadura que vuelven triviales por comparación a las personas que se afanan mezquinamente en torno a ellos, arrastrándose por el suelo para recoger sus frutos, empeñando todas sus fuerzas y todas sus ambiciones, las energías enteras de sus vidas, a cambio de un beneficio escaso e inseguro, que ni siquiera es del todo generoso ni en los mejores años de abundancia, salvo para los dueños de grandes olivares. Una cosecha que se anuncia buena cuando al final de la primavera brotan los racimos de flores amarillas se malogrará si no llueve a tiempo ese año o si al principio del invierno caen unos hielos demasiado fuertes.

De eso hablan los hombres mientras varean, o cuando descansan a mediodía para comer en torno al fuego, de hielos, sequías, kilos de aceituna, toneladas de aceite, olivares de riego o de secano, olivares comprados o vendidos, heredados, malbaratados por la mala cabeza de un heredero inútil o de un terrateniente dominado por la pasión del}juego}. A lo largo del día van subiendo hacia Mágina por los caminos reatas de mulos y de burros y carros cargados con sacos de aceituna que se vuelcan luego en los grandes depósitos de los molinos, formando ríos que suben y descienden por las altas cribas mecánicas, pirámides enormes, montañas de ese fruto negro, violeta, verde oscuro, de piel brillante, que enseguida revienta bajo las pisadas o los golpes, que nos da el aceite con el que cocinamos, cuyos huesos machacados y carbonizados son el combustible de los braseros con los que nos calentamos, igual que la leña de nuestras hogueras es la de las ramas del árbol y que el dinero con el que subsistimos la mayor parte del año es el de los jornales que ganamos durante la cosecha. Marea la multiplicación de los números, la conciencia intuitiva y casi aterrada de la pura repetición de las cosas. Cualquier especulación eclesiástica, cualquier presunto milagro o desvarío de la imaginación resulta seco y hasta despreciable si uno lo compara con la complejidad fantástica de lo que parece más común en la naturaleza: el número de las hojas de un solo olivo, su crecimiento a lo largo de siglos, el laberinto visible de sus ramas o subterráneo de sus raíces. Deshecho de cansancio, muerto de hambre, con las rodillas y las puntas de los dedos desolladas, arrastrándome sobre la tierra junto a las mujeres que picotean aceitunas a dos manos y a toda velocidad, pienso en el número de olivos que habrá en todo el paisaje ondulado y monótono de nuestra provincia, en cuántas manos se afanarán ahora mismo como criaturas gemelas de cinco extremidades bajo las anchas copas de color verde oscuro y gris, en cuántos millones y millones de aceitunas se habrán recogido hoy cuando al declinar el sol y regresar el frío los capataces decidan que hay que suspender el trabajo.

Cuando sean las dos y media de la tarde el Apolo Viii habrá despegado de Cabo Kennedy quemando en los cuatro primeros segundos de la ignición dos mil toneladas de combustible:

cuando hayan dado las cinco y mi madre, mi abuelo y yo estemos regresando a Mágina por los caminos de nuevo inundados de gente, añadiendo al agotamiento de la jornada el cansancio de la caminata de regreso, los motores de la última fase del cohete se habrán encendido para alcanzar la velocidad de alejamiento de la órbita terrestre.

A nosotros nos pesará entonces más que nunca la fuerza de gravedad del planeta, mientras ellos flotan en el interior de la cápsula: pesarán las piernas doloridas, los pies calzados con botas a cuyas suelas se adhiere el barro, pesarán los brazos, las manos llagadas, las horas lentas del trabajo, la conciencia de que mañana habrá que levantarse otra vez cuando sea de noche y atravesar un día idéntico al de hoy, y al de pasado mañana, ordenado en una sucesión tan monótona como la de las hileras de olivos. Cuando llegamos a la ciudad y nos acercamos a la plaza de San Lorenzo ya casi ha anochecido y sube el frío de la tierra endurecida y de los guijarros del empedrado. Las niñas que jugaban en corros a saltar a la comba cantan una canción de burlesca bienvenida que forma parte tan intensamente de estas tardes de diciembre como el olor a humo de leña de olivo y el escalofrío de humedad del aire:


– }Aceituneros del pío pío.

¿Cuántas fanegas habéis cogido? -Fanega y media, porque ha llovido}.

Voy tan cansado que arrastro los pies y se me cierran los ojos. Me duele todo, las rodillas, las manos, los riñones, de tanto inclinarme sobre la tierra. Sólo deseo llegar a casa y sentarme al calor del brasero. La desolación de pensar que mañana antes del amanecer volverán a levantarme me apaga hasta la expectativa de encender la radio y enterarme del despegue del Apolo Viii. Noto entonces unas punzadas frías en la cara, como pinchazos tenues, como roces de patas de pájaros: por encima de los tejados el cielo se ha vuelto liso y muy blanco, como si un resplandor pálido se filtrara desde el interior de las nubes.

Con un sobresalto de felicidad descubro que ha empezado a nevar: los copos, casi imperceptibles si no fuera por las punzadas suaves en mi cara, se arremolinan silenciosamente en torno a las bombillas de las esquinas. Esa noche, cuando me asomo al balcón antes de acostarme, el cristal se queda empañado con mi aliento, y los corrales de la casa de Baltasar y los tejados del barrio de San Lorenzo están cubiertos por la nieve, y los copos son tan densos que no se ve en la lejanía el valle del Guadalquivir. Me acurruco en la cama, sin quitarme la camisa ni los calcetines, y el calor de mi cuerpo va disolviendo el frío de las sábanas y me envuelve como los hilos de seda al gusano que va tejiendo su capullo. Agotado, protegido, absuelto, sabiendo que gracias a la nieve mañana no tendré que madrugar, me sumerjo en el sueño como si flotara en el espacio bien protegido en el interior del traje y de la escafandra, unido a la nave por un largo tubo de plástico blanco, mientras los copos de nieve surgen en remolinos de la oscuridad y chocan silenciosamente contra el cristal helado de mi ventana.

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