15

Sí ha ofendido a su prójimo…

que solicite su perdón; y por el mal y

las injurias que les haya infligido…

que emplee toda su potestad en

ofrecer reparación.

La visitación de los enfermos


Llovía con mucha intensidad, Archery atravesó corriendo la distancia que había entre su coche y el desvencijado porche, aunque una vez allí, tampoco logró ponerse a cubierto de la lluvia, que entraba empujada por ráfagas de viento y resbalaba en forma de goterones helados desde las hojas de los árboles. Se apoyó en la puerta y se tambaleó cuando ésta se abrió bajo su peso, con un chirrido.

Ella debía haber llegado ya. No se veía el Flavia por ningún lado, y cuando Archery pensó que su discreción era seguramente intencionada, sintió asco de sí mismo y le recorrió un escalofrío de turbación. Ella era muy conocida en la zona, estaba casada e iba a reunirse en secreto con un hombre asimismo casado. Por eso había escondido su llamativo coche. Sí, era bajo, bajo y sórdido, y él, un vicario de Dios, era el responsable.

Con la lluvia, Victor’s Piece, seca y ruinosa en tiempo soleado, olía a humedad y a podredumbre, a hongos y a materia en descomposición. Probablemente las ratas anidaban debajo de las astilladas tablas del suelo. Cerró la puerta y se adentró en el pasillo, tratando de adivinar dónde estaba Imogen y por qué no había acudido al oírle entrar. Entonces se detuvo, estaba ante la puerta trasera, había un impermeable colgado en el lugar en que Painter solía colgar el suyo.

Archery estaba seguro de que aquel chubasquero no estaba allí la vez anterior que visitó la casa. Se acercó a la prenda, embargado por una mezcla de fascinación y horror.

Lo que había ocurrido era fácil de explicar. La casa se había vendido por fin, habían venido unos obreros y uno de ellos se había olvidado el impermeable. No debía alarmarse por eso, pero sus nervios le traicionaban.

– ¡Señora Primero! -llamó, pero como no es muy apropiado llamar a una mujer con la que tienes una cita secreta por su apellido, gritó: ¡Imogen! ¡Imogen!

No hubo respuesta. Y no obstante, Archery estaba seguro de que había alguien más en la casa. ¿Qué era aquello de que «la hubiese reconocido aunque fuese ciego y sordo», se mofó una vocecita interior, de que «la habría identificado por su presencia y su aroma»? El clérigo abrió la puerta del comedor. Le asaltó un olor húmedo y frío. El agua que se filtraba bajo el alféizar de la ventana formaba un charco oscuro que se extendía, evocando una imagen atroz. El líquido y las vetas rojas del mármol de la chimenea le recordaron las salpicaduras de sangre. ¿Quién estaría dispuesto a comprar un lugar como éste? ¿Quién podría soportarlo? Pero alguien debía haberlo hecho, porque la prenda de un obrero colgaba detrás de la puerta…

En ese lugar estaba sentada la anciana cuando envió a Alice a la iglesia. Estaba sentada aquí, con los ojos cerrados por el sueño, cuando la señora Crilling llamó a la ventana. Entonces él llegó, quienquiera que fuese, con su hacha, cuando ella probablemente seguía dormida, profiriendo amenazas y exigencias bajo los golpes del hacha, una y otra vez, hasta que entró en el sueño eterno. ¿El sueño eterno? Mors jauna vitae. ¡Si al menos su entrada en la nueva vida no hubiera pasado por un sufrimiento tan atroz! Se encontró rezando por algo que sabía imposible, que Dios cambiase la historia.

En ese momento, la señora Crilling golpeó en la ventana.

Archery dio un respingo tan violento que le pareció sentir una mano que le apretaba el corazón. Recuperó el aliento y, haciendo un esfuerzo, volvió la mirada.

– Siento llegar tarde -se disculpó Imogen Ide-. ¡Qué noche más espantosa!

«Ella debería haber estado dentro de la casa», pensó, intentando tranquilizarse. Pero, en cambio, estaba fuera y había llamado a la ventana, porque le había visto parado allí en medio, como un alma perdida. Eso cambiaba las cosas, porque ella no había escondido su coche. Éste estaba aparcado sobre la grava, junto al suyo, mojado, plateado y reluciente, como una hermosa criatura salida de las profundidades del mar.

– ¿Cómo ha entrado? -dijo ella, una vez en el vestíbulo.

– La puerta estaba abierta.

– Habrán sido los albañiles.

– Eso creo.

Ella llevaba un traje de tweed y su rubio cabello estaba empapado. Él había sido lo bastante estúpido -«o ruin», pensó- como para creer que, cuando se encontrasen, ella correría a abrazarle. En lugar de eso, ella se quedó parada, mirándole muy seria, casi fría, frunciendo el entrecejo.

– Creo que es mejor que vayamos a la sala del desayuno -dijo ella-. Hay algunos muebles y, además, no tiene connotaciones desagradables.

Los muebles consistían en dos taburetes de cocina y una silla de mimbre. Por la ventana, empañada por la suciedad incrustada, él pudo ver el invernadero, de cuyas paredes de cristal resquebrajado aún colgaban los zarcillos de la parra muerta. Le cedió la silla y se sentó en uno de los taburetes. Tenía la extraña sensación -no desprovista de encanto, por otra parte- de que habían venido con intención de comprar la casa como una pareja y, al haber llegado demasiado pronto, se veían obligados a esperar hasta que llegase el agente que debía enseñársela.

– Éste podría ser el estudio -diría él-. En días de sol, tiene que ser precioso.

– O podríamos comer aquí. Está muy cerca de la cocina.

– ¿Te levantarás todas las mañanas para prepararme el desayuno? (Amor mío…)

– Dijo usted que deseaba explicarse -dijo ella. Por supuesto, ellos jamás compartirían una cama, ni el desayuno, ni el futuro. Éste era su futuro, esta entrevista en el húmedo comedor, contemplando una parra muerta.

Archery empezó hablándole de Charles y de Tess y de la certeza de la señora Kershaw de la inocencia de Painter. Cuando llegó a la cuestión de la herencia, el rostro de Imogen se ensombreció aún más y, sin dejarle terminar, le interrumpió:

– ¿Tenía usted intención de acusar a Roger del asesinato?

– ¿Qué podía hacer? Estaba dividido entre Charles y usted -dijo él. Ella sacudió la cabeza y el rubor coloreó sus mejillas-. Le ruego que me crea cuando le digo que no intenté trabar conocimiento con usted porque era su esposa.

– Le creo.

– El dinero, sus hermanas, ¿no sabía usted nada de eso?

– No, no lo sabía. Sólo que existían y que Roger no las veía nunca. ¡Oh, Dios mío! -Se cubrió las mejillas con las manos, después los ojos y, finalmente, las llevó hasta las sienes-. Hemos estado hablando de ello durante todo el día. Él no entiende que estaba moralmente obligado a ayudarlas. Sólo le preocupa una cosa: que Wexford no considere este hecho como un móvil de asesinato.

– Aquella noche, Wexford vio personalmente a su marido en Sewingbury, a una hora crucial.

– No lo sabe o lo ha olvidado. Hasta que no se arme de valor para llamar a Wexford, lo va a pasar muy mal. Hay quien diría que se lo tiene bien merecido. -Suspiró-. ¿Es verdad que sus hermanas andan muy mal de dinero?

– Una de ellas, sí. Vive en una sola habitación con su marido y un niño pequeño.

– He conseguido que Roger acceda a darles lo que ellas deberían haber recibido al principio, tres mil libras, algo más de tres mil cada una. Creo que será mejor que vaya yo personalmente a visitarlas. Para él, esa suma no es dinero. Lo curioso del caso es que yo sabía que carecía de escrúpulos. De otro modo, es imposible amasar una fortuna semejante, pero no le creía capaz de algo así.

– ¿A sus ojos, esto le coloca a él…? -Vaciló, temeroso del alcance destructor de su intromisión.

– ¿Quiere usted decir si sentiré a partir de ahora lo mismo por él? Escuche, voy a decirle algo. Hace siete años, en el mes de junio, mi rostro apareció en la portada de seis revistas distintas. La muchacha más fotografiada de Inglaterra.

Él asintió con la cabeza, perplejo y sin acabar de comprender qué trataba de decirle.

– Después de llegar a la cima, sólo puedes ir hacia abajo. En el mes de junio del año siguiente sólo aparecí en la portada de una revista. Así que me casé con Roger.

– ¿No le amaba?

– Me gustaba, ya sabe. De alguna manera, él me salvó y ahora yo me dedico a salvarle a él. -Al recordar su dulce serenidad en el salón del Olive y su mano encima del brazo tembloroso de un deudo, Archery comprendió a qué se refería. Él estaba acostumbrado a verla siempre dulce y tranquila, y se sobresaltó cuando le espetó-: ¿Cómo iba a saber que había un clérigo de mediana edad esperándome; un clérigo casado, con un hijo y un complejo de culpabilidad más grande que una montaña?

– ¡Imogen!

– ¡No, no me toque! Ha sido una estupidez venir aquí. No debería haberlo hecho. ¡Oh, Dios mío, cómo odio estas escenas sentimentales!

Él se levantó y se alejó de ella todo lo que le permitía aquella exigua habitación. Había dejado de llover pero el cielo tenía un color arcilloso y la parra estaba seca, sin vida.

– ¿Qué piensan hacer ahora su hijo y esa muchacha? -preguntó ella.

– No creo que ni siquiera ellos mismos lo sepan.

– ¿Y usted, qué va a hacer?

– «Volver a la mujer de mi seno -citó-, a la que debo ir.»

– ¡Kipling! -Ella soltó una risilla histérica; por su parte él sentía que sus últimas revelaciones llegaban demasiado tarde y le causaban un profundo dolor-. ¡Kipling! ¡Lo que me faltaba!

– Adiós -dijo él.

– Adiós, querido Henry Archery. Nunca supe cómo llamarle, ¿sabe? -Ella le cogió la mano y posó sus labios sobre la palma.

– Quizá no sea un buen nombre para un romance -dijo él tristemente.

– Pero suena bien para un reverendo. Imogen salió y cerró la puerta tras ella sin el menor ruido.

– Jenny me ha besado -le dijo Archery a la parra. Jenny podía ser el diminutivo de Imogen-. ¿Y qué?

Al cabo de un rato, el clérigo salió al vestíbulo y buscó la razón por la que aquel lugar le parecía más vacío y más decadente que antes. Tal vez fuese la acuciante sensación de pérdida. Se volvió hacia la puerta trasera y entonces lo descubrió. No eran imaginaciones suyas. El impermeable había desaparecido.

¿Había estado realmente allí, o era su imaginación, morbosa y ultrasensitiva, la que le hacía ver alucinaciones? Era una visión hasta cierto punto natural en alguien tan involucrado como él en la historia de Painter. Pero si el impermeable nunca había estado allí, ¿cómo explicar aquellos charcos, del tamaño de un penique, que había en el suelo, y que parecían formados por las gotas de agua que resbalaban de una manga?

Archery no creía en la superchería sobrenatural. Pero ahora, mientras contemplaba la percha de la que había colgado el impermeable, recordó cómo se había sobresaltado al oír el golpecito en la ventana y cómo las vetas del mármol le habían parecido manchas de sangre. Era posible que un poder maléfico se cerniese sobre aquel lugar, fermentando la imaginación y recreando imágenes de una tragedia pasada en la retina de la mente.

La puerta estaba dividida en cuadros con cristales, en los que, a pesar de estar muy sucios, se reflejaba el destello de la luz del atardecer. En todos menos en uno. Archery se acercó y sonrió forzadamente al pensar en sus absurdas fantasías. Habían quitado el cristal que estaba más cerca de la cerradura. Se podía meter el brazo por el hueco para girar la llave y descorrer los pestillos.

En ese momento la puerta estaba abierta. Salió al patio enlosado. Más allá, el jardín aparecía envuelto en una bruma acuosa. Los árboles, los arbustos y el exuberante manto de maleza se combaban bajo el peso del agua. En otras circunstancias se hubiera sentido en la obligación, como buen ciudadano responsable, de localizar al individuo que había roto el cristal e incluso hubiese pensado en la conveniencia de acudir a la policía. Ahora, simplemente, lo confirmaba con apática indiferencia.

Imogen llenaba sus pensamientos, pero incluso éstos ya no eran apasionados ni avergonzados. Esperaría cinco minutos más para asegurarse de que ella se había marchado y entonces regresaría al Olive. Mecánicamente, se inclinó y, por hacer algo, empezó a recoger los trozos de cristal roto, apilándolos contra la pared donde nadie, ni siquiera el ladrón, pudiese tropezar con ellos.

Sus nervios le traicionaban, pues estaba seguro de que aquello que había oído era una pisada, seguida por el sonido de una respiración.

¡Ella regresaba! No debería hacerlo; era más de lo que podía soportar. Se alegraría de verla, pero cualquier cosa que dijese significaría otra nueva despedida. Apretó los dientes, tensó los músculos de sus manos y, sin ser consciente de lo que hacía, sus dedos se cerraron sobre un fragmento de cristal.

La sangre empezó a manar antes de sentir el dolor. Se levantó, parecía perdido en aquel sitio desierto y se volvió hacia el sonido de los tacones que se acercaban.

El grito le estalló en pleno rostro:

– ¡Tío Bert! ¡Tío Bert! ¡Oh, Dios mío!

Archery alargó ambas manos, la ensangrentada y la otra, para sujetar a Elizabeth Crilling en su caída.


– Tendrán que darle puntos -dijo ella-. Cogerá el tétanos. Le quedará una cicatriz horrible.

Él apretó más el pañuelo alrededor de la herida y se sentó en el escalón, contemplándola con semblante serio. Ella se recobró en pocos segundos, pero su rostro no había recuperado el color. Una racha de viento atravesó la enmarañada masa de follaje, salpicándolos con gotas de agua. Archery se estremeció.

– ¿Qué hace usted aquí? -le preguntó.

Ella se recostó contra la silla que él había sacado de la sala del desayuno y estiró las piernas desmañadamente. Eran delgadas como las de una oriental y las medias le hacían arrugas alrededor de los tobillos.

– Me he peleado con mi madre -dijo ella.

Él no dijo nada y aguardó. Por un momento ella permaneció inerte, luego inclinó súbitamente su cuerpo hacia adelante, como movida por un resorte, e instintivamente, él se echó un poco a un lado, alejándose de ella, pues cuando la señorita Crilling se abrazó las rodillas contra su pecho, su cara se había aproximado demasiado a la de él. Ella movió los labios, pero pasaron unos segundos antes de que saliesen las palabras de su boca:

– ¡Por Cristo! -Él permaneció inmóvil, controlando su inevitable reacción ante la blasfemia-. Vi su mano cubierta de sangre y luego usted dijo exactamente lo que él: «Me he cortado.» -Se estremeció como sacudida por una fuerza invisible.

Asombrado, Archery contempló cómo ella se relajaba de nuevo y le decía con frialdad:

– Déme un cigarrillo. -le tiró su bolso-. ¡Enciéndamelo! -El viento húmedo apagó la llama. Ella ahuecó sus delgadas manos de gruesos nudillos para protegerla-. Siempre fisgando, ¿no? -Se echó hacia atrás-. No sé lo que esperaba encontrar, pero ya lo tiene.

Desconcertado, Archery examinó el jardín, miró hacia arriba a los gabletes y luego al pavimento resquebrajado.

– A mí, quiero decir -dijo ella con irritada impaciencia-. Usted ha estado contando historias a la policía sobre mí cuando no tiene ni la más mínima idea de todo este asunto. -Volvió a incorporarse violentamente, con descaro, y ante el horror del clérigo se subió la falda descubriendo sus muslos desnudos encima de las medias. La piel blanca estaba cubierta de pinchazos de jeringuilla-. Asma, eso es lo que es. Pastillas para el asma. Hay que disolverlas en agua (no puede imaginarse lo que cuesta hacerlo) y luego rellenar una jeringuilla con la solución.

Archery siempre había creído que no se sorprendía con facilidad, pero en aquel momento lo estaba. Sintió que el rubor cubría sus mejillas. La vergüenza le dejó mudo y luego dio pasó a un conmovido sentimiento de lástima y una especie de indefinible indignación con la humanidad.

– ¿Le hace algún efecto? -preguntó con todo el aplomo que pudo reunir.

– Te coloca, si entiende lo que quiero decir. Algo parecido a lo que usted debe sentir cuando canta salmos -bromeó-. Fue un hombre con el que viví el que me metió en esto. Verá, yo trabajaba en un sitio perfecto para conseguir las pastillas. Hasta que usted envió a ese mal parido de Burden, a dar un susto mortal a mi madre. Ahora tiene que pedir una receta nueva cada vez que las necesita y tiene que ir a recogerlas personalmente.

– Entiendo -dijo él y su esperanza se esfumó. Así que ése era el secreto al que la señora Crilling se refería. En la cárcel Liz no podría conseguir pastillas, ni jeringuillas y, puesto que era adicta a ellas, tendría que confesar su dependencia-. No creo que la policía pueda hacerle nada -dijo, sin saber si era o no verdad.

– ¿Qué sabrá usted de eso? Me quedan veinte pastillas en el frasco, así que vine aquí. Me he preparado una cama arriba y…

La interrumpió:

– ¿Es suyo el impermeable?

La pregunta sorprendió a la muchacha, pero sólo por un momento, luego volvió a adoptar una expresión desdeñosa que la hizo parecer mucho más vieja.

– Por supuesto -dijo mordazmente-. ¿De quién pensaba que era? ¿De Painter? Salí un momento para recoger algo del coche, dejé la puerta cerrada con pestillo y cuando regresé, usted estaba dentro con esa furcia. -Archery intentó no perder el control, sin apartar los ojos de ella. Por primera vez en su vida sintió el impulso de abofetear a alguien-. No me atrevía a volver a casa -dijo, recuperando el otro de sus dos únicos estados de humor que era capaz de sentir, y volvió a mostrarse infantil y llena de lástima por sí misma-. Pero tenía que recoger mi impermeable; las pastillas estaban en el bolsillo.

Ella respiró hondo y arrojó el cigarrillo hacia los arbustos húmedos.

– ¿Qué diablos pretende usted con volver a la escena del crimen? ¿Ponerse en su lugar?

– ¿En lugar de quién? -susurró él.

– De Painter, por supuesto. Bert Painter. Mi tío Bert. -Su tono volvía a ser desafiante, pero le temblaban las manos y sus ojos se volvieron vidriosos. Por fin hablaba. Él era como un hombre que esperaba una mala noticia, y aún sabiendo que ésta era inevitable, mantuviese la esperanza de que quedara mitigada por algún nuevo detalle o alguna faceta desconocida. Ella prosiguió-: Esa noche, Painter, estaba en el mismo sitio que está usted, sólo que él estaba cubierto de sangre y sostenía un trozo de madera que también estaba manchado de sangre. Me dijo: «Me he cortado. No mires, Lizzie, me he cortado.»

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