10

Como recordarán ustedes, al final del capítulo anterior estaba yo a punto de recibir una ráfaga de plomo, y sin duda se estarán preguntando, al inicio de éste, cuál era mi estado de ánimo en tan delicado trance, cuáles mis reflexiones y cuál el balance postrimero de mi azarosa existencia. A lo que responderé diciendo que, habiéndome encontrado anteriormente en circunstancias similares (por mi mala cabeza), tengo comprobado no ser dichas circunstancias las más propicias para pensar sandeces ni para andarse por las ramas. Claro está que en todos los casos aludidos, por lo que a mí concierne, el resultado final nunca fue el previsible (diñarla), quedando así el espíritu dividido entre el susto y la filosofía. Aclaro este punto para no parecer escéptico en la materia, pues todos sabemos hasta qué punto un instante se puede dividir en otros instantes más pequeños, en cada uno de los cuales caben mil ideas, recuerdos y emociones. Lo único que puedo asegurar es que en ninguna ocasión, ni siquiera en los más críticos bretes, he visto, conforme suele contarse, pasar ante mí mi vida entera como si fuera una película, lo que siempre es un alivio, porque bastante malo es de por sí morirse para encima morirse viendo cine español. Y esperando no haber defraudado a nadie con esta digresión, vuelvo al verídico relato de los acontecimientos en el punto exacto en que lo había dejado.

Habiendo apretado, pues, como queda dicho, el protervo Gaucho el gatillo de su metralleta, emitió ésta una ráfaga de proyectiles, muchos de los cuales me habrían alcanzado de lleno y con funestas consecuencias, si en aquel preciso momento no hubiera resonado en el chalet un desaforado grito y gran ruido de madera y platos rotos y una figura enorme no se hubiera arrojado sobre el Gaucho, alterando la trayectoria de los disparos y, por ende, la de mi destino.

Sin detenerme a verificar la causa de la inesperada salvación, me eché al suelo. Fue un acierto, porque simultáneamente hizo fuego Santi con la Beretta. Si obró así con intención de cooperar a mi exterminio (y sacarse una propina) o de llevarse por delante a Agustín Taberner, alias el Gaucho, en cuyos planes entraba, según él mismo acababa de manifestar, la muerte del propio Santi, nunca lo sabremos, porque Reinona, advirtiendo las intenciones de Santi y el peligro que corría Agustín Taberner, alias el Gaucho, y empeñada en ponerse siempre (como una burra) de parte de aquel mal hombre, disparó su Walter contra Santi. También cabe dentro de lo posible que después de tantos años de obcecación, Reinona hubiese comprendido lo desatinado de su actitud y, movida por un súbito rencor o un comprensible deseo de justicia, hubiese querido matar realmente a Agustín Taberner, alias el Gaucho, y no a Santi, contra quien no tenía nada. Sea como sea, su disparo salió muy desviado, pues antes de haberlo efectuado, Ivet Pardalot disparó el Remington, bien contra el Gaucho, bien contra Santi, bien contra mí, pero con tan mala puntería que le dio a Reinona (a quien tal vez, en realidad, apuntaba), con lo cual el disparo de ésta alcanzó al abogado señor Miscosillas, que se derrumbó primero sobre el señor alcalde y luego, habiéndoselo éste quitado de encima de un puntapié, sobre mí cuando intentaba incorporarme y salir reptando de aquel maldito salón devenido campo de Agramante y rosario de la aurora.

Aplastado bajo el peso del letrado, aún alcancé a ver cómo Arderiu se precipitaba sobre el cuerpo exangüe de Reinona, apreciaba (a ojo) la gravedad de su condición y, tras haber recogido del suelo la Walter que aquélla había dejado caer, haber escudriñado el cañón y apretado el gatillo para determinar si aún había munición en el cargador y haberse volado por este procedimiento media oreja, disparó contra Ivet Pardalot con tanto tino que le dio a ésta primero y después al señor alcalde, que trataba en vano de abrir la ventana y escapar por ella. Al mismo tiempo disparó Santi sobre Arderiu y tableteó de nuevo la metralleta del Gaucho. Respondió Arderiu al ataque y durante un rato hubo fuego a discreción. Luego cesaron las detonaciones y el chalet quedó sumido en un silencio ominoso.

La precipitación, mal pulso y peor suerte de los contendientes también había causado daños en el mobiliario. El aparador estaba inservible, igual que la tapicería del sofá. Las cuatro paredes presentaban incontables impactos, pero esto era menos grave, porque el chalet entero llevaba años pidiendo a gritos una mano de pintura. La lámpara del techo estaba intacta, pero el interruptor había sido pulverizado y no había luz. El aire de respirar era una nube de pólvora acre y espesa. Intenté incorporarme y no pude; traté de deshacerme del abogado señor Miscosillas y no lo conseguí. El pobre hombre, en sus últimos estertores, había entrelazado sus piernas con las mías y mis brazos con los suyos y, más extraño aún, había abrochado varios botones de su americana en los ojales de la mía. Era un letrado corpulento: no me dejaba mover y me asfixiaba. Con toda la voz que me prestaron los pulmones grité bajito:

– ¿Queda alguien vivo?

– Yo -respondió otra voz quedamente a mi lado. Y de inmediato agregó-: Pero a medias.

– Magnolio -exclamé reconociendo su voz-, ¿cómo demonios ha venido a parar aquí? Yo le hacía de vuelta en Barcelona hace varias horas.

– No, señor -balbució-, hice como que me iba, pero no me fui. Quería asegurarme de que no le ocurría nada malo a usted. Todo este tiempo he estado en el jardín, debajo de la ventana, escuchando a través de la persiana de lamas orientables. Estas persianas de lamas orientables nunca acaban de ajustar bien. Cuando oí al señor Gaucho exponer sus planes, me percaté del serio riesgo que corría usted y decidí pasar a la acción. Entré derribando la puerta trasera, la de la cocina. De dicha puerta la madera está carcomida y las bisagras, también de dicha puerta, oxidadas, por lo que cedió a la primera embestida. Suerte de eso, porque si llego a tardar medio segundo más, usted no lo cuenta.

Se detuvo a tomar aliento, exhaló un quejido y añadió:

– Claro que ahora el que no lo cuenta soy yo.

– ¿Está herido? -le pregunté.

– Herido es un término optimista -repuso Magnolio-. Estoy a punto de cantar el gorigori en mi lengua vernácula.

– No diga tonterías -repliqué-, en cuanto consiga zafarme del abogado señor Miscosillas y salir de aquí, llamaré a una ambulancia, le darán dos puntadas y pasado mañana estará como nuevo.

– No -repuso Magnolio-, déjelo. No soy de ninguna mutua y además ya es tarde. Nunca debí salir del poblado. Quise labrarme un porvenir y ya ve adonde he llegado: a desangrarme en un chalet a dos mil kilómetros de casa.

– ¿Por qué lo ha hecho? -le pregunté-. Quiero decir que por qué ha arriesgado su vida para salvar la mía.

– Era preciso -susurró Magnolio con cansancio-. Usted mismo lo verá. No me dé las gracias. Sólo dígale a Raimundita que lo nuestro iba en serio. Hay mucho frescales suelto por estos mundos de Dios. Yo soy uno de ellos. Pero no con Raimundita. Dígaselo tal cual.

Tras este emotivo encargo ya no volvió a decir nada más, ni siquiera en respuesta a mis insistentes exhortaciones. Al final hube de rendirme a la evidencia. Estaba solo e inmovilizado por el peso de un abogado muerto en el salón de un chalet abandonado. No podía esperar que nadie acudiera a mi rescate hasta que no diera comienzo la temporada de baños y el olor proveniente del chalet llamara la atención de algún viandante. Claro que para entonces yo ya habría muerto de inanición y sumado mi propia peste a la de los circunstantes. La perspectiva no era halagüeña, pero la noche había sido la más agitada de una serie de noches agitadas, de modo que cerré los ojos y al instante me quedé dormido.

Desperté al sentir que me tocaban y oí una voz profunda a mi lado decir:

– Aquí hay otro que aún respira.

Alguien acercó una tea. El resplandor me permitió ver dos caras negras como la pez que se inclinaban sobre mí e intercambiaban entre sí miradas interrogativas. En una de aquellas caras reconocí la del señor Mandanga, el encargado del Mesón Mandanga. Él también me identificó y dijo:

– ¿Se puede saber a qué diablos han estado jugando? Esto es una escabechina.

– ¿Están todos muertos? -le pregunté.

– No. Usted sigue vivo y, según parece, ileso -respondió el señor Mandanga-. El señor alcalde también ha salvado el pellejo. La bala le entró por el culo y le salió por la boca. Por lo visto lo pillaron en escorzo. Pero no parece tener afectados los órganos vitales. Los demás han pasado a mejor vida, aunque a decir verdad ninguno de ellos podía quejarse de cómo le iba en ésta, salvo el pobre Magnolio.

Mientras hablaba advertí que no sólo el salón estaba lleno de negros, sino que otros negros entraban y salían del salón y se desperdigaban por el chalet. Algunos de ellos se alumbraban con teas. Otros empuñaban machetes, azadones y bieldos. Retumbaban pasos en el piso superior. Como si pudiera leerme el pensamiento, el señor Mandanga me aclaró lo sucedido.

Viendo o habiendo visto los contertulios del Mesón Mandanga que pasaban las horas y Magnolio no volvía, y teniendo por principio inquebrantable el socorrerse los unos a los otros en la necesidad, habían decidido salir en busca y, si procedía, en ayuda de su compañero, para lo cual se habían provisto de los aperos de labranza que ahora blandían. Aunque Magnolio al salir del bar no había dejado dicho adonde iba, el señor Mandanga o su esposa recordaban haber mencionado aquél en el curso de su conversación conmigo el nombre de Castelldefels, población limítrofe, aunque no explorada hasta el momento por ninguno de ellos, de modo que hacia allí se dirigieron en el camión de reparto de hortalizas de uno de los presentes, el cual, en su condición de transportista, conocía el camino a Mercabarna como la palma de la mano, que era blanca, como lo es siempre la palma de la mano de los negros, incluso de los más endrinos, sin que nadie hasta el día de hoy haya sabido darme razón de esta rareza, pues desde tiempos inmemoriales (diez millones de años o más) han tenido los negros expuesta al sol esta parte de su cuerpo y no otras, que probablemente llevaban pudorosamente ocultas, sin por ello dejar éstas de ser negras y bien negras. En aquella ocasión, sin embargo, no se puso sobre el tapete este interesante enigma, ya que otros asuntos más apremiantes requerían nuestra atención, siendo el primero de ellos permitir al señor Mandanga finalizar su relato, cosa que hizo diciendo que, llegados a Castelldefels, habían bajado todos del camión y alumbrándose con teas y enarbolando sus herramientas se habían puesto a peinar la zona calle por calle y casa por casa.

– Por suerte -comentó el señor Mandanga con agudeza- no nos tropezamos con nadie, que si alguien nos llega a ver, de fijo se hace encima sus cositas.

Llevaban un buen rato dedicados a la búsqueda de Magnolio y estaban por abandonarla juzgándola infructuosa, cuando oyeron a lo lejos un persistente tiroteo. Redoblaron sus esfuerzos y, guiados por el pigmeo Facundo, hombre de corta estatura pero muy fino olfato y excelente poeta, no tardaron en dar con nuestro chalet y allí con la escena ya descrita.

Concluido este relato, hice yo el mío de lo sucedido. Para entonces ya me habían quitado de encima al abogado (ahora cesante) señor Miscosillas y me había podido poner de pie y pasar revista a las tristes víctimas de su propio y ajeno desatino. Hecho esto, pregunté al señor Mandanga qué pensaba hacer, creyendo que me respondería que dar parte del macabro suceso a la policía, pero él, encogiendo los macizos hombros hasta cubrirse con ellos los mofletes, respondió:

– Usted proceda como mejor le plazca, que nosotros lo haremos conforme nuestro leal saber y entender.

Tras lo cual sacó del bolsillo una caña de un palmo y medio de longitud perforada por ambos extremos y también por la parte superior y llevándosela a los labios y obturando algunos de los orificios laterales utilizó este instrumento como si fuera una flauta y por este medio congregó a sus huestes en el salón.

– ¿Todo listo? -preguntó.

– Sí, jefe -respondió uno-. Yo me llevo un somier, un colchón, una almohada y un juego de cama.

– Y yo -dijo otro-, una vajilla completa compuesta de seis platos llanos, seis platos hondos, seis cuencos, doce copas de cristal y una panera.

– Y yo -agregó un tercero-, el lavaplatos, que me vendrá de miedo.

– Y yo la silla de ruedas -concluyó un cuarto-, para mi suegra.

El señor Mandanga anotó todo aquello en un bloc que se guardó luego en el bolsillo y dijo:

– Pues adelante con los faroles.

– Oiga, jefe -inquirió con respeto uno de los miembros de la banda- y digo yo si no podríamos quedarnos con el chalet. Al fin y al cabo, habiendo muerto su legítima propietaria sin descendencia, no tiene dueño, y a nosotros nos podría servir de centro cívico.

– O montar aquí una maternal para nuestros rorros -propuso otro.

– Nada, nada -replicó el señor Mandanga en tono concluyente-. Sería una fuente de líos y de gastos y, después de todo, ¿para qué queremos un chalet desvalijado? Cargad el camión y traed la gasolina.

Hicieron como decía el señor Mandanga y cuando el camión estuvo lleno a rebosar de muebles y trastos viejos, me invitaron a subir a la caja y buscar acomodo entre el producto de la requisa. A mi lado colocaron al señor alcalde. Mientras tanto, el señor Mandanga recorría las dos plantas del chalet regando suelo y paredes con gasolina. Acto seguido echaron las teas por puertas y ventanas, se montaron todos en el camión y éste partió a tanta velocidad como permitía su abultada carga. Al desembocar en la autovía de Castelldefels volví la vista atrás y contemplé un vivo resplandor y una espesa columna de humo elevarse sobre el contorno de los pinos y las casas. El señor Mandanga, que iba a mi lado en cuclillas, me palmeó la espalda y murmuró:

– Créame, era la mejor solución, o, en su defecto, la más sencilla.


*

A la hora de siempre abrí al público la peluquería, con más puntualidad que gusto, porque los sucesos de las horas precedentes me habían dejado una sensación de desasosiego y un malestar físico que no podía atribuir únicamente a las secuelas de una mala noche. Ni siquiera el sentido de la responsabilidad, el orgullo de ser un buen ciudadano y la animación y el nerviosismo que siempre sentía al iniciar cada jornada, revestir la bata blanca y disponerme a complacer a una numerosa clientela, me levantaron el ánimo como había ocurrido otras veces.

Al mediodía y tras mucho porfiar con el camarero del bar de enfrente para que me fiara un bocadillo de calamares encebollados, me fui a hojear la prensa (sin comer) al quiosco del señor Mariano. Una concisa gacetilla daba cuenta del incendio que aquella madrugada había destruido totalmente un viejo chalet deshabitado en la zona residencial de Castelldefels. Como nota curiosa, seguía diciendo la gacetilla, los bomberos habían encontrado entre las ruinas del chalet los cadáveres calcinados de seis personas, cuya identificación resultaba de todo punto imposible. Probablemente, concluía la gacetilla, se trataba de otros tantos inmigrantes ilegales de raza negra, a quienes un vecino dijo haber visto merodear por las inmediaciones del chalet poco antes del incendio, portando antorchas y armas peligrosas y dando muestras de salvajismo.

Por la tarde atendí a dos viejos que desde hacía más de treinta años compartían un bisoñé y de pronto, sin causa aparente, habían decidido dividirlo en dos partes iguales y no volverse a hablar. Este trabajo, que en circunstancias normales me habría animado, me sumió en una inexplicable melancolía.

Poco antes del cierre se detuvo delante de la peluquería una furgoneta de reparto de la que se apeó un individuo, extrajo de la parte posterior del vehículo una caja de cartón enorme y entró acarreándola en el establecimiento. Una vez allí, sin hacer caso de mis atentos saludos y educadas preguntas, empezó a abrir la caja y dejó al descubierto un magnífico secador eléctrico de pie con casco adaptable, de un precioso color rojo metalizado. Se disponía a enchufarlo y a explicarme el abecé de su funcionamiento cuando le interrumpí para agradecerle su presencia y su intención y para desengañarle respecto de mis posibilidades, pues, aunque necesitaba desesperadamente un secador nuevo, ni estaba en condiciones de pagar aquel magnífico aparato ni, a fuer de sincero, las proyecciones más optimistas me permitían adquirirlo a plazos. Pero el individuo me atajó diciendo que él no venía a ofrecerme aquel secador, sino a dejarlo allí, puesto que el secador había sido comprado y pagado íntegramente, incluidos los gastos de transporte, instalación, seguro obligatorio, mantenimiento e IVA. Viéndome perplejo y a ruegos míos se avino a contarme que la tarde anterior se había personado en la tienda un caballero de aventajada estatura y tez oscura, el cual, después de haberse asesorado largamente, había elegido aquel modelo, había dejado las señas de la peluquería donde debía efectuarse la entrega y había abonado la factura al contado, en metálico y sin regatear. El vendedor, siguió diciendo el individuo (que por azar era también el vendedor), se había interesado discretamente por las razones y propósitos de la compraventa, no porque desconfiara de un negro vestido de chófer, sino porque desconfiaba de todo el mundo y en particular de los especímenes de otras razas, y entonces, siguió diciendo el vendedor, el comprador le había contado que después de varios años de hacer el ganso, había decidido poner orden en su vida, casarse con una chica a la que acababa de conocer y entrar a trabajar como socio de un peluquero al que también acababa de conocer.

Por lo visto, dijo el vendedor, los antepasados del comprador, allá en el África ecuatorial, además de valerosos guerreros, habían sido todos peluqueros, por lo que al conocerme a mí había sentido en lo más hondo de su ser la llamada ancestral de aquel noble oficio. Y era precisamente para ser aceptado como socio en la empresa, había seguido explicando el comprador al vendedor, por lo que estaba adquiriendo aquel secador, que se proponía aportar al capital fijo de la misma. Esta aportación, había dicho a renglón seguido el comprador, no habría podido hacerla si la casualidad no hubiese permitido al comprador obtener una crecida suma de una sola tacada, si bien para ello había tenido que participar en el secuestro de un inválido de una residencia de Vilassar.

Después de darme estas explicaciones y hacerme firmar el albarán correspondiente, se fue el individuo, dejando en la peluquería el secador instalado y a mí confuso y maravillado.

Al día siguiente, a media mañana, se detuvo ante la peluquería un coche oficial y de él descendió el señor alcalde, el cual me saludó con su habitual cordialidad.

– He aprovechado el día libre -dijo- para hacerle una visita de cortesía. Lo habría hecho ayer mismo, pero hube de intervenir en el mitin de clausura de la campaña. Estuve colosal, amigo mío, realmente colosal. Fue una pena que no viniera usted a oírme. Fue una pena que no viniera nadie a oírme. En fin, no importa. Mañana son las elecciones; y hoy, la jornada de reflexión. Como yo no reflexiono nunca, para mí es día de asueto. Esta tarde me llevan al circo. Pero antes he querido venir a visitarle. Usted se preguntará por qué. Ahora se lo diré. No sé si recuerda que anteanoche, en un chalet de Castelldefels, se produjo un ligero altercado. Nada inusual: un tiroteo es un cambio de impresiones por otros medios, como dijo Platón. El caso es que, por un malentendido, yo también estaba presente. No en los diálogos de Platón, sino en el chalet de Castelldefels. Pero ya he olvidado lo sucedido. ¿Y usted?

– Yo también, señor alcalde -respondí sin demora.

– Por favor, no me llame así. Todo depende de los resultados de mañana. El pueblo tiene la palabra. Hasta entonces, sólo soy un humilde candidato, un simple, modesto, ridículo y abyecto ciudadano como los demás. En cuanto a usted, si la memoria no me falla, yo no le había visto nunca antes de ahora. Ni usted a mí. Tiene una peluquería muy bonita. Muy bonita indeed. Claro que todo es susceptible de mejora. Tal vez un secador eléctrico no le vendría mal. Este de aquí parece muy antiguo.

– Es nuevo de trinca, señor alcalde. Y no necesito nada más.

– Bien, bien -exclamó el señor alcalde-, así me gusta. Los catalanes de las piedras sacan panes duros como piedras, ¿eh? Bueno, bueno. Le supongo al día en materia de tasas y contribuciones. Pero si vienen a molestarle por algún devengo, ya sabe, déme un telefonazo. El Ayuntamiento está en la Plaza Sant Jaume las veinticuatro horas del día.


*

Por la noche me esperaba una pareja conocida en el portal de mi casa. Los invité a subir a mi apartamento y me dijeron que no tenían orden judicial para proceder al allanamiento de morada, pero que si yo, ejerciendo mis derechos constitucionales, decidía incriminarme como un imbécil, allá yo. Una vez en mi apartamento, uno de ellos me dijo que el motivo de su presencia era interrogarme.

– Joé, Baldiri, no me seas sieso -rectificó el otro-, que sólo haimo venío a tené un ten con ten con el amigo.

– Valen -admitió Baldiri-, pero si el txoriso se incrimina, lo trinquem.

Aceptadas estas condiciones por mí, me mostraron una fotografía de Ivet en bragas y sostén. En realidad se trataba de una página de publicidad arrancada de una revista femenina. Como el texto que acompañaba a la foto estaba en inglés, deduje que correspondía a la época en que Ivet había trabajado de modelo en Nueva York. Me preguntaron si conocía a la chica de la foto y respondí que sí. Me preguntaron si conocía su paradero actual. Les pregunté a mi vez para qué querían saber el paradero de Ivet y me contaron que la noche anterior, aprovechando la ausencia de los señores Arderiu, que se encontraban realizando un largo viaje, alguien había entrado en la mansión de dichos señores (señor Arderiu y señora de Arderiu) y se había llevado las joyas de la señora de Arderiu, muy conocida en los círculos sociales con el sobrenombre de Reinona.

– No acierto a comprender -dije yo- qué relación puede haber entre el robo que acaban ustedes de contarme y la chica de la foto.

– Esto lo decidirá el señor jutge cuando li entreguemos la chica -repuso Baldiri.

– Esposa, maniata y pasa por las armas -agregó su compañero.

– Me temo, señores, que tal cosa no tendrá lugar -dije yo-. Sus sospechas yerran de plano. La señorita en cuestión pereció hace dos noches en un incendio ocurrido en Castelldefels. Yo mismo fui testigo presencial del hecho y no sólo estoy dispuesto a ratificarme delante del señor juez, sino a pedir la comparecencia del señor alcalde, que la noche de autos también se encontraba…

Los dos agentes me dijeron al unísono que mi colaboración les había resultado muy útil, que daban crédito a mis palabras y que no querían causarme ninguna incomodidad adicional. Además, añadieron, tenían mucha prisa. Les pedí la foto, me la dieron alegando tener copias y se largaron sin más.


*

Después de este encuentro pasaron varios días sin incidentes que alteraran la dinámica monotonía de mi descansado oficio. Luego, un jueves por la tarde, cuando me hallaba enfrascado en el estudio del manual de instrucciones del secador eléctrico, entró en la peluquería una muchacha de quien la escasa luz sólo me permitió entrever la bonita figura. Cerré el manual de instrucciones, lo guardé en un cajón y empecé a quitar la funda de plástico con que protegía el secador del polvo, de la humedad, de los ácaros y de cualquier otro elemento que pudiera dañarlo antes del estreno, pero ella me atajó diciendo:

– Sólo he venido a platicar con usted. Soy Raimundita, ¿se acuerda usted de mí?

– Oh, Raimundita, perdona -dije yo-, al pronto no te había reconocido. ¿Qué te trae por aquí?

La pregunta era innecesaria, porque de sobra sabía lo que me venía a preguntar. De todos modos le dejé que la formulara y luego respondí que yo tampoco había visto a Magnolio recientemente ni esperaba verlo, porque unos amigos comunes me habían informado de que se había vuelto a su país con el dinero que le había sacado al abogado señor Miscosillas. Con aquel dinero, me habían dicho, tenía pensado establecerse en su poblado y casarse con su novia de infancia. Al oír esto, una súbita agitación nubló el agraciado rostro de Raimundita y sus ojos se empañaron. Previendo una escena, me apresuré a añadir:

– No te sorprenderá que se haya ido, como se suele decir, á la françoise. Estos tipos, ya se sabe, son así. Vienen a ganar dinero y a pasarlo bien, pero ni se integran, ni se adaptan, ni leen a Josep Pla, ni nada de nada. Ingratitud, incultura y, luego, si te he visto no me acuerdo.

Raimundita se restañó los ojos con el dorso de la mano, se encogió de hombros y dijo que en el fondo se alegraba de que se hubiera acabado así un asunto engorroso que ella había empezado sin el menor interés, sólo para pasar el rato y en realidad para darle celos al mayordomo, que era el que verdaderamente le gustaba y con quien acabaría casándose a la corta o a la larga. La felicité por su decisión y nos despedimos con gran algazara, no sin antes prometer que nos llamaríamos para salir a tomar unas copichuelas y reírnos de los peces de colores.

Por supuesto, no volví a ver a Raimundita ni a ninguna otra persona relacionada con este interesante y raro caso, a cuyo desenlace hemos llegado. Sólo en una ocasión, a mediados de diciembre, al regresar una tarde a mi apartamento, al cierre de la peluquería, encontré un sobre enganchado a la puerta sabe Dios con qué. Era una carta dirigida a mí, que el cartero no se había atrevido a tirar a la basura, como suele hacer con toda mi correspondencia (con arbitraria malicia), sin duda por la proximidad de las fiestas navideñas y la expectativa (ilusoria) de un aguinaldo. Entré en mi apartamento, encendí la luz y examiné sello y sobre. No traía remitente, pero el matasellos indicaba haber sido enviada desde Nueva York, también llamada la ciudad de los rascacielos por la altura de sus edificios. Abrí el sobre con dedos temblorosos y leí lo que sigue:


Hace un montón de tiempo que debería haberte escrito para darte las gracias por tu amabilidad y especialmente por haber dicho a la policía que me morí aquella noche en el chalet de Castelldefels cuando sabías que no era verdad porque me viste salir a gatas del salón en cuanto empezó el tiroteo. Espero que esto no te haya causado problemas ni con la policía ni con nadie.

Pero no te escribo sólo para darte las gracias. También quería decirte otra cosa. Aquella noche, en el chalet, hice ver que aceptaba las acusaciones que mi antigua condiscípula Ivet Pardalot tuvo la frescura de verter o vertir sobre mi persona, mi conducta y mi pasado. Si no le respondí como se merecía fue en parte porque así, de repente, una nunca está segura de no haber incurrido en todos los males que se le achacan, y en parte porque no era cuestión de llevarle la contraria a semejante alimaña cuando la vida de mi padre, de mi madre, la mía propia y la de otra gente estaban en juego. Pero quiero que sepas que lo que dijo de mí no era verdad. O que no era del todo verdad, salvo que sólo nos atengamos a los hechos. En Nueva York las cosas no me fueron mal. Tampoco bien. Como modelo de ropa interior pude sobrevivir, con algunos altibajos, pero no tan mal que de cuando en cuando no me sobraran unos dólares para darme algún capricho, como ropa cara, un viaje al Caribe o estupefacientes. Nunca ejercí la prostitución, en el sentido de que nunca he cobrado por dispensar mis favores a ninguna persona física o jurídica, aunque siempre he procurado que no le saliera gratis su disfrute. En cuanto a si estuve o estoy colgada, eso es asunto mío, de mis allegados y, como máximo, de la sociedad en general, pero en nada concierne a una alimaña como Ivet Pardalot, que nada sabe de mí y que sólo pretendía justificar su estúpida existencia de alimaña pintando la mía a su gusto y conveniencia. Lo siento, guapa: quizá yo no he triunfado como otras, pero no soy una metáfora de nada, y allá cada cual con sus problemas. Te digo todo esto porque no quiero que te formes de mí una idea equivocada, ni para bien ni para mal. Por supuesto, eres muy libre de formarte la idea que te dé la gana. Pero para mí era importante explicarte lo que te acabo de explicar. Sé que siempre has desconfiado de mí, y no te faltan motivos. Es cierto que te metí en el lío del robo a conciencia y por dinero. Pero luego cambié de actitud. Tú no supiste verlo. La noche que fui a tu apartamento con la excusa de que un hombre me seguía, te mentí: no me había seguido nadie. En realidad fui a pasar la noche contigo. Quizá ahí habría podido empezar algo entre nosotros, si tú no te hubieras empeñado en resolver el caso. Seguramente hiciste bien. Tú tienes tu vida organizada y yo soy un trasto.

Como ves he vuelto a Nueva York, de donde nunca tendría que haberme ido, y donde esta vez espero conseguir un trabajo estable en breve, o al menos antes de que se me acaben las joyas de mi difunta madre, gracias a las cuales he podido vivir hasta ahora sin apuros. Llevo una vida ordenada y tranquila. Si entonces me metí en lo de la droga fue porque estaba muy sola. Ahora sigo igual pero no es lo mismo. Quedarme huérfana de padre y madre en una sola noche me ha supuesto un gran alivio. Por primera vez soy dueña de mis actos y no sólo responsable de sus consecuencias. Espero que tú también hayas sacado provecho de las experiencias que vivimos juntos y que te vaya muy bien en la peluquería. Nueva York está mejor que nunca, sobre todo en estas fechas. Te encantarían los escaparates de Sacks.

Cordialmente, Ivet.


Oí un ruido a mis espaldas y casi se me para el corazón. No sé quién pensé que podía ser. En realidad era mi vecina Purines. En mi precipitación por leer la carta había dejado la puerta del apartamento abierta de par en par y Purines me había sorprendido enfrascado en la lectura al volver del supermercado vestida de Santa Claus. La Navidad estaba al caer y sus clientes no podían escapar al influjo de estas fechas señaladas. Ella, personalmente, habría preferido vestirse de pastorcito o de oveja y escenificar la anunciata o cualquier otro episodio de nuestro tradicional pesebre, pero el que pagaba, mandaba, aquí, en Belén y en todas partes, y si lo que les apetecía a sus clientes era vestirse de reno y tirar de un trineo cargado de juguetes, allá ellos con sus lomos, afirmó. Luego dejó en el suelo del rellano las bolsas, se quitó el gorro y dijo:

– Al salir vi el sobre en tu puerta. Carta de USA. ¿Buenas noticias?

– Oh, sí, muy buenas -respondí doblando la carta y metiéndomela en el bolsillo.

Purines se me quedó mirando, levantó del suelo las bolsas de plástico y dijo:

– Oye, estas fiestas son un palo: la clientela no está por la labor y las calles están imposibles. Así que he pensado irme a pasar unos días a un hotelito que me han recomendado, limpio, barato y tal. Y digo yo que, si te animas, nos podríamos ir juntos. Si no conoces Benidorm, te gustará. Un cambio de aires te sentará de miedo… y yo soy muy callada y de buen conformar.

Sin darme tiempo a encontrar una respuesta aceptable a su proposición, agregó:

– Ella no volverá. Y si volviera, no te avisaría.

– Ya lo sé, Purines -dije yo-, pero aun así…

– Entonces -suspiró Purines-, no seas tonto y ve a buscarla.

– ¿A Nueva York? No digas disparates. No sé ni dónde cae. Y aunque fuera, ¿qué haría allí?

– Trabajar. Una amiga que estuvo una semana entera todo pagado me contó que en América se aprecia y se recompensa la iniciativa privada, al revés que aquí. Créeme, si no lo haces, te volverás idiota. Y si aceptas mi propuesta y te vienes conmigo, idiota y gordo.

Purines tenía razón: a pesar de que la peluquería iba mejor (en términos comparativos) gracias al nuevo secador eléctrico y que las fiestas hacían prever un fuerte o al menos un débil incremento (estacional) del trabajo, el entusiasmo de antaño parecía haberme abandonado. Me propuse darme un tiempo para reflexionar y no tomar ninguna decisión hasta fin de año.


*

Una tarde, poco después de la escena descrita en los párrafos anteriores, entró en la peluquería un extraño individuo. Su enmarañada melena y su espesa barba habrían hecho de él un magnífico cliente si el andar cubierto de harapos y descalzo y el ir por las calles pidiendo limosna no hubieran sido índice de escaso poder adquisitivo por su parte. Era el día de los inocentes y arrastraba una estela de llufas. Le dije que no podía darle nada y que si hubiera podido darle algo tampoco se lo habría dado para no fomentar la mendicidad, y respondió él muy dignamente:

– Caballero, yo no soy un mendigo. Si pido limosna es por pura necesidad. Mi verdadero oficio es estrella de la pantalla. Soy Robert Taylor. Por desgracia, hay un loco llamado Cañuto que se cree que soy yo y tiene liadas a las grandes productoras de Hollywood.

Al decir esto apartó la corriente de aire las greñas de su rostro y lo reconocí al punto.

– ¡Cañuto, cuánto tiempo sin saber de ti! -exclamé echándole los brazos al cuello y retirándolos de inmediato-. La última vez que nos vimos fue en una autopista, el mismo día que nos echaron del manicomio, ¿recuerdas? Yo te hacía incrustado en el macadam. ¿Qué ha sido de tu vida?

– Ya ves -repuso Cañuto encogiéndose de hombros-. Como Robert Taylor no me puedo quejar. Pero como Cañuto las paso magras. ¿Y tú?

– Aquí, haciendo de peluquero -dije-. La empresa es de mi cuñado, pero la llevo yo.

– Jolín -dijo Cañuto-, a esto lo llamo yo prosperar.

– Y que lo digas. ¿No has vuelto a robar bancos?

– No, chico -suspiró Cañuto-, con los adelantos de la tecnología las cosas se han puesto complicadísimas. Que si detectores, que si alarmas, que si cristales blindados, que si circuitos de televisión… Están acabando con el oficio.

– Bah, no hagas caso -repuse-. Toda esa tecnología es una chapuza, te lo digo yo. Cuanta más tecnología, más sencillo debe de ser dar el golpe. Todo consiste en encontrarle las vueltas. ¿Tienes prisa?

– No mucha.

– Pues siéntate aquí -le dije- y déjame hacer.

Le lavé el pelo, se lo corté, le afeité, le hice la permanente (con el secador nuevo) y cuando lo tuve hecho un dandi, me puse la bufanda y, aunque todavía faltaban dos horas largas para la del cierre, nos dirigimos de bracete, bajo el llamativo resplandor de los adornos navideños, a la pizzería, donde me proponía obsequiarle con una cena digna de un rajá y, de paso, hablarle de ciertos proyectos que desde hacía unos días me rondaban la cabeza o por la cabeza, porque ya llevaba invertidos en la peluquería ilusión, tiempo y esfuerzos sobrados y si finalmente me decidía a imprimir a mi vida un sesgo nuevo, y quién sabe si a cambiar también de residencia, las habilidades de Cañuto podían resultarme de mucha utilidad.

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