7

Era pasada la medianoche cuando Magnolio y yo emprendimos viaje y, siendo el tráfico escaso por la Ronda de Dalt (obra magna), hicimos largo trayecto en tiempo breve. No tanto sin embargo que no pudiera Magnolio hacerme recuento de lo sucedido aquella mañana, al despuntar la cual, como ya había empezado a contarnos en el bar, Magnolio había recogido en su coche, en una de las esquinas de la Diagonal con la calle Muntaner, al abogado señor Miscosillas y a otro individuo de corta estatura y gruesa complexión a quien Magnolio dijo haber reconocido al punto, pues llevaba el rostro cubierto por un caperuzón y hablaba, cuando hablaba, con la voz deformada por un artilugio que, al volverla igual a la del Pato Lucas, hacía ganar a su dueño en misterio lo que le hacía perder en dignidad. Por lo demás, los dos secuestradores poco se habían dicho durante el viaje, sin duda para no poner en conocimiento del chófer (Magnolio) lo alevoso de sus intenciones. Y así, con las vicisitudes propias del tráfico a aquella hora, que Magnolio describió de modo prolijo y yo ahora omito, habían llegado los tres ante la cancela de la residencia de Vilassar ya conocida del lector atento. Magnolio habría preferido quedarse en el coche, siguió diciendo Magnolio, y así se lo hizo saber a sus acompañantes, pero el encapuchado le ordenó que les acompañara por si había que cargar algún paquete. Con esta crudeza se expresó, dijo Magnolio. Ya en el interior de la residencia, un marimacho en funciones de enfermera jefa salió a su encuentro. Debía de haber sido avisada con anterioridad y su voluntad comprada, pues dijo que todo estaba listo, tal como habían quedado, se guardó en un bolsillo del uniforme el cheque que le entregaron y condujo a los tres hombres por un pasillo hasta una habitación en cuyo interior dormía un inválido en una silla de ruedas. Junto a la silla de ruedas del inválido había una maleta cerrada que contenía, según dijo la enfermera jefa, la ropa del inválido y otras pertenencias, también del inválido. El inválido, siempre según la enfermera jefa, había sido preparado para el viaje, con lo que había dado a entender, está vez según Magnolio, que le había sido administrado un específico para dejarlo grogui. Tras este conciliábulo, habían sacado al inválido y su equipaje de la residencia y metido en el coche al inválido y en el maletero la silla de ruedas del inválido y la maleta del inválido y habían partido con el inválido y la impedimenta del inválido. Después de un recorrido, de cuyas incidencias hizo de nuevo Magnolio minuciosa relación, habían llegado a las puertas de un chalet ubicado en una zona residencial de Castelldefels, adonde precisamente llegábamos nosotros a nuestra vez en este punto de la narración.

Dejamos la autovía dicha de Castelldefels a la altura de un parking-caravaning, asador, gasolinera y centro de exposición y venta de muebles de jardín llamado El Pirata Bujarrón, contorneamos dos o tres rotondas y después de varios intentos fallidos por orientarse Magnolio, nos encontramos circulando por unas calles flanqueadas de chalets que yo no habría vacilado en calificar de «de ensueño», si bien muchos de ellos estaban siendo derribados por la piqueta del progreso para dejar paso a edificios de apartamentos, más grandes y más en consonancia con el gusto actual por el hacinamiento. Ni ser humano ni máquina se movían en los alrededores y ni tan sólo el murmullo cadencioso de las olas del mar al romper en la arena de la playa cercana o el lejano traqueteo de un tren de mercancías rompían el silencio cuando Magnolio apagó el motor, tras haber detenido el coche en una esquina.

– Es aquél -dijo señalando un chalet de dos plantas, con hechura de triángulo escaleno, paredes blancas, postigos verdes y techo de tejas descoloridas, rodeado por un jardín y éste, a su vez, por una cerca de obra enjalbegada de apenas metro y medio de altura-. Le acompañaría con gusto, pero como ve, no hay donde aparcar.

– No se haga problemas de conciencia, Magnolio -le dije-. Este asunto no le concierne y ha hecho usted lo que habría hecho cualquier hombre de bien en sus mismas circunstancias, por no decir más. En realidad, este asunto sólo concierne a unas cuantas personas con las que ni usted ni yo tenemos nada que ver, nada que rascar. Lo nuestro, amigo Magnolio, es la supervivencia, y nuestra supervivencia no pasa por Castelldefels. Y si se está preguntando por qué pensando así me meto en camisa de once varas, le responderé que no lo sé. Alguna razón o instinto habrá. Supongo que en algo influye la señorita Ivet. Y ahora déjeme que sea yo quien le haga una pregunta capital: ¿hay perro?

– Yo no he olido ninguno esta mañana -respondió Magnolio.

Me apeé sin decir más y Magnolio arrancó y se fue. Cuando el petardeo del coche hubo cesado me acerqué con cautela al chalet. La cancela no era más alta que la cerca y se cerraba con un simple pasador: el chalet había sido construido en una época lejana en la que sólo delinquíamos contra la propiedad unos pocos artesanos. De la cancela a la casa corría un sendero de lascas; el resto del jardín estaba alfombrado de césped y salpimentado de macizos de flores. Un almendro, un limonero y una palmera bigotuda completaban el censo botánico del área. Al costado derecho de la casa, según yo estaba, se intuía el principio o el final de una piscina vacía y cuarteada, largo tiempo en desuso; al opuesto, un garaje. Por la parte de atrás el chalet daba a otro chalet idéntico al descrito en este mismo parágrafo. Este segundo chalet estaba a oscuras; el primero dejaba ver una luz a través de los postigos entreabiertos de una ventana de la planta baja. Por si en aquella ventana había apostado un vigía, preferí entrar por el jardín del otro chalet, suponiéndolo vacío. No lo estaba: apenas rebasada la cerca y avanzados unos metros por el césped a gatas oí un jadeo y vi a un palmo de mis ojos las fauces de un terrible mastín, para cuya descripción me remito a la que de esta raza ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Perro grande, fornido, de cabeza redonda, orejas pequeñas y caídas, ojos encendidos, boca rasgada, dientes fuertes, cuello corto y grueso, pecho ancho y robusto, manos y pies recios y nervudos, y pelo largo, algo lanoso. Es muy valiente y leal, y el mejor para la guarda de los ganados.» La lengua babosa que le colgaba por un lado de la boca y una correa en la que se podía leer su nombre (Churchill) acentuaban lo espantoso de su aspecto. Me di por comido. Sin embargo, al cabo de unos segundos, mientras el cruel depredador se deleitaba alargando mi agonía, recordé que aún llevaba en el bolsillo de la americana el bocata de calamares encebollados que Ivet no se había comido aquel mediodía. Me llevé la mano lentamente al bolsillo, saqué el paquete, le quité el papel de periódico en que venía envuelto el bocata y con gesto templado lo arrojé al interior de la boca de la fiera. La cual cerró la boca, masticó, tragó, fijó en mí una mirada no tanto feroz cuanto taciturna y abrió de nuevo la boca. Cerré los ojos. Cuando los abrí el mastín seguía con la boca abierta. Al cabo de unos segundos emitió un sobrio eructo, cerró la boca, dio media vuelta y se fue.

Después de esta enervante aventura, ya no hubo más hasta que llegué a la puerta trasera del primer chalet, objeto de mi incursión, allí donde presuntamente se encontraba secuestrado Agustín Taberner, alias el Gaucho, y al que a partir de ahora, a efectos de concisión, llamaré simplemente «el chalet». La puerta trasera (del chalet) era de madera, con un panel de cristal en la mitad superior, mirando a través del cual pude distinguir en penumbra una cocina. La puerta estaba cerrada, pero un niño la habría podido forzar con un chupete. En un santiamén estuve dentro. Una vez allí cerré la puerta, me puse de pie, porque andar a gatas tiene muchos inconvenientes y ninguna ventaja, y reconocí el terreno con sigilo y minuciosidad. En la alacena encontré varias botellas de whisky, ginebra y ron, latas de cacahuetes tostados, un bote de café liofilizado, un paquete de bolsitas de té, sal y azúcar; en la nevera, tónicas, cervezas y zumo de tomate; en el congelador, cubitos de hielo y una botella de vodka cubierta de escarcha. En los armarios había vasos, copas, platos, cucharillas y palillos; sobre una repisa, una palmatoria con una vela mediada, una caja de cerillas y varias cajas de condones. Obviamente no era aquélla una casa de familia. Los fogones de la cocina estaban fríos. Palpando muebles y objetos advertí que en unos y otros se acumulaba una considerable capa de polvo. Me comí un puñado de cacahuetes, cogí una cucharilla y la palmatoria, encendí la vela con una cerilla y salí por otra puerta al resto del interior del chalet.

Allí la oscuridad no era completa porque de la puerta entornada de una habitación salía una tenue luz que alumbraba un espacio amplio y sin muebles. Supuse que tanto la habitación iluminada como la luz eran las mismas que había visto a través de una ventana desde la calle. De aquella habitación, además de la luz ya mencionada, salían los suaves acordes de una partitura clásica que reconocí al punto: Only you, uno de los grandes éxitos de los Platters. A mi izquierda había otra puerta. La abrí e introduje por la abertura la cabeza y la palmatoria. Esto me permitió contemplar un cuarto sin ventilación donde se amontonaban objetos destinados antaño al ocio y ahora al olvido: bicicletas, sombrillas, tumbonas, raquetas, una mesa de ping-pong. Todo estaba roto y cochambroso y el cuarto olía a moho y a goma podrida. Otra puerta me mostró un lavabo, un espejo y un váter. Al fondo del espacio vacío encontré la puerta principal del chalet. Tenía corrida la falleba; la descorrí para dejar el camino expedito en caso de necesidad.

Hecho esto me asomé a la puerta entreabierta de la habitación iluminada. Sólo atiné a ver un sofá grande, cubierto de una funda blanca y el canto de un mueble igualmente enfundado. Se acabó la última canción y quedó sonando el roce de la aguja de zafiro sobre el surco vacío del disco. A poco chirrió la aguja del pick-up al ser levantada sin miramientos y vino a estrellarse y romperse el disco contra la pared, sobre el sofá enfundado. Por lo visto no había sido del gusto del oyente. Para no delatar mi presencia en el silencio que siguió a este quebranto me quedé inmóvil hasta que volvió a chirriar la aguja y se oyó la afinada voz de José Guardiola entonar El viejo frac. Aproveché este hit para volver a lo mío.

Lo que buscaba, o sea, la escalera al piso superior, estaba al fondo del espacio vacío, a la derecha. Subí de puntillas y desemboqué en un pasillo al que daban varias puertas. Escuché en una y otra hasta percibir un discreto carraspeo. Probé el pomo y no cedió. Deduje que allí tenían encerrado a Agustín Taberner, alias el Gaucho. Dejé en el suelo la palmatoria, saqué del bolsillo la cucharilla que había cogido de la cocina y abrí. Recuperé la palmatoria, entré y al tiempo que cerraba la puerta a mis espaldas susurré:

– No hable fuerte.

La silueta de un hombre se agitó en su silla de ruedas.

– ¿Quién es usted? -preguntó en un susurro.

– El peluquero.

– Ah, ¿y qué hace con una palmatoria en la mano?

– He venido a rescatarle.

– No veo la relación.

– Yo tampoco -admití.

Contra una de las paredes laterales de la habitación había una cama estrecha sin hacer. Por una rasgadura del colchón asomaban trozos de gomaespuma guarros y roídos. Desde el otro lado de la habitación me miraba un papanatas con una palmatoria en la mano: era yo reflejado en la luna de un armario. Por la rendija que dejaban los postigos de un ventanuco entraba una raja de luz proveniente de la calle. En vano traté de abrir los postigos, consolidados por la acción del tiempo. Volví junto al inválido.

– ¿Por qué hace esto? -preguntó.

– Por su hija -respondí optando por la versión abreviada de mis motivaciones.

– Eh, no meta a Ivet en este enredo -dijo él.

– Y usted no sea ingenuo: es Ivet la que lo ha enredado a usted, señor Gaucho. ¿Es argentino?

– No. Me llamaban el Gaucho porque bailaba el tango mejor que nadie.

– Pues más valdría que hubiera bailado menos y no se hubiera quedado inválido. Ya me dirá cómo salimos de aquí.

– Un respeto. Estoy inválido porque me rompieron las piernas. Aparte de mi enfermedad renal. Estoy desahuciado a largo plazo.

– ¿Quién le rompió las piernas? ¿Pardalot?

– Claro.

– ¿Tanto les estafó?

– Bastante.

– ¿Y Miscosillas?

– No. Ése es un pobre abogado, el hombre de paja del señor alcalde. ¿No sería mejor que habláramos de todo esto en una cervecería?

– Es muy fácil decirlo -repliqué-. Pero si nos ponemos a bajar la escalera con la silla de ruedas se volverá a romper las piernas y además los brazos. Eso sin contar con el alboroto.

– Tiene razón -reconoció-. Lléveme a cuestas. Peso poco y usted parece fuerte.

– Son las hombreras. Y no voy a llevarle a caballito por la autovía de Castelldefels hasta Barcelona.

El inválido meditó unos instantes y luego dijo:

– Ya sé. Bájeme primero a mí y luego baje la silla.

– Vaya, no es mala idea -reconocí.

Abrí la puerta. A nuestros oídos llegaron los acordes de una triste melodía (Tombe la neige, u otra de Adamo que siempre confundo con Tombe la neige). Dejando la puerta abierta conseguí, con gran esfuerzo y considerable pérdida de tiempo, levantar al inválido de su silla de ruedas y sostenerlo precariamente sobre mi escuchimizada espalda. Él se aferraba con ganas a mi cuello. Para que no me asfixiara y tener yo las manos libres le dije que se hiciera cargo de la palmatoria. Así salimos de la habitación. Anduvimos unos pasos, se me doblaron las rodillas y nos caímos los dos por el suelo. Por fortuna la voz del inspirado chansonnier ahogó el ruido de los coscorrones.

– No doy para más -susurré jadeando-. Siempre fui enclenque. Y llevo varias noches durmiendo poco.

– Pues estaba mejor secuestrado que así -protestó el Gaucho.

– Calle y no se mueva. Ahora vuelvo -dije.

A tientas recuperé la vela, que se había salido de la palmatoria y se había apagado y la volví a encender con una cerilla. Abajo se hizo de nuevo el silencio y al cabo de un rato se oyó el ruido del disco al hacerse añicos contra la pared. A continuación Aznavour cantó en español Se está muriendo la mamá. Regresé a la habitación y abrí el armario de luna. Como había previsto encontré allí ropa de cama. Saqué una manta y regresé con ella junto al inválido, al que encontré yacente y deshecho en llanto.

– Y ahora, ¿qué le pasa? -le pregunté-, ¿se ha hecho daño?

– No. Es la canción -dijo él.


*

Aprovechando la melancólica laxitud en que el recuerdo de tiempos más felices había sumido a Agustín Taberner, alias el Gaucho, lo coloqué sobre la manta y tirando de ella lo arrastré hasta el arranque de la escalera con relativa facilidad, que por este sencillo método y en virtud de sabe Dios qué leyes de la mecánica, he visto yo a hombres débiles desplazar pianos y neveras. Los peldaños, naturalmente, presentaban dificultades adicionales.

Sin embargo, con destreza, coraje y alguna que otra culada, llevábamos bajado ya el primer tramo cuando nos detuvo el repicar de unos nudillos en la puerta de entrada del chalet. A quienquiera que fuera dirigida esta llamada, la música le impidió oírla. El recién llegado probó entonces de abrir la puerta de entrada desde fuera y lo consiguió al primer intento por haber descorrido yo poco antes la falleba. En el vano de la puerta de entrada se perfiló la figura de un hombre. Para no ser descubiertos por el recién llegado, me eché al suelo y cubrí con la manta al inválido y a mí, formando de este modo un bulto de regular tamaño, pero a mi entender poco visible en la penumbra reinante. Concluía por lo demás en aquel mismo instante la canción (de Aznavour) que había estado sonando hasta entonces y fue claramente perceptible el ruido de la puerta al ser cerrada por el recién llegado. Desde la habitación iluminada una voz extraña preguntó:

– ¿Quién anda ahí?

– Soy yo -respondió el recién llegado.

Me sonaba la voz del recién llegado, pero al pronto no supe a quién atribuírsela. La otra voz era irreconocible por deformarla el artilugio empleado en ocasiones anteriores por el encapuchado.

– ¿Cómo has entrado? -preguntó éste.

– La puerta estaba abierta -respondió el recién llegado.

– Hum -dijo la otra voz-, juraría haber corrido la falleba de la puerta de entrada.

– Pues estaba descorrida -replicó el recién llegado-. No importa: cerraré con llave.

Así lo hizo el recién llegado con una llave que sacó del bolsillo y en el bolsillo guardó y luego, dirigiéndose a la habitación iluminada, se quedó apoyado en la jamba de la puerta, contemplando los trozos de disco diseminados por el suelo. La iluminación proveniente de la habitación iluminada formaba a contraluz un halo en el pelo canoso del recién llegado. Reconocí de este modo al abogado señor Miscosillas, el cual preguntó:

– ¿Qué hacías?, ¿escuchar música mala de ayer, de hoy y de siempre?

– Sí, y romper estos discos procaces -respondió la voz transfigurada-. ¿La has visto?

– No -respondió el recién llegado señor Miscosillas-. La estuve esperando en José Luis, donde me había citado, pero no acudió a la cita. Estando allí llamó y me citó en otro bar y luego en otro. Al cuarto bar, me harté y me vine para aquí.

– Uf, eres idiota -dijo la transfigurada (y cabreada) voz.

– ¿Por qué? -preguntó sin inmutarse el abogado señor Miscosillas.

– Ya te lo explicaré luego. Ahora, chitón: alguien llama a la puerta.

– No te inquietes. Es Santi. Ha venido conmigo, pero hemos dejado el coche un poco lejos y el pobre anda fatal desde que salió de la UVI.

– No deberías haberlo traído -dijo la voz-. Cada día estás más torpe. Física y mentalmente caduco como estos discos. Ve a abrir, ¿a qué esperas?

Obedeció el abogado señor Miscosillas y balanceándose sobre dos muletas entró Santi, el antiguo guardia de seguridad convertido ahora también en inválido de resultas del disparo recibido en mi apartamento. El abogado señor Miscosillas volvió a cerrar con llave y a guardar la llave en el bolsillo de su americana.

– La cosa se pone peluda, che -susurró a mi oído Agustín Taberner, alias el Gaucho-. Ahora son tres, y a cual más peligroso.

– No se desanime -respondí-, a lo mejor se ponen a discutir y pasan de todo.

Nos quedamos un rato quietos y callados. De la habitación iluminada llegaba el murmullo ininteligible de una conversación interrumpida por largas pausas. Con extrema cautela salimos de debajo de la manta y reanudamos el descenso por el método ya descrito. Al llegar al pie de la escalera la luz proveniente de la habitación iluminada proyectó una sombra. Alguien salía. Tuve tiempo de arrastrar la manta y al inválido hasta un rincón, echarme a su lado y cubrir a ambos de nuevo. Levantando una orilla de la manta vimos al abogado señor Miscosillas salir de la habitación iluminada, cruzar el espacio oscuro donde estábamos, entrar en la cocina y encender la luz. Hubo trajín y al cabo de un rato se apagó la luz de la cocina y el abogado señor Miscosillas regresó a la habitación iluminada llevando en una bandeja una botella de whisky, cuatro vasos y un pote con hielo.

– La puerta de la cocina estaba abierta -comentó-, como la de la entrada.

– Pues también juraría haber echado el pestillo -dijo la voz.

– Está bien -dijo el abogado señor Miscosillas-, no tiene importancia. De todos modos, la he cerrado con llave y me he guardado la llave en el bolsillo, junto con la otra. Ahora tengo las dos llaves en el bolsillo.

– Por lo visto -susurré-, esperan a alguien más.

Unos golpes en la puerta de entrada corroboraron mi suposición. El abogado señor Miscosillas salió y fue a abrir, rezongando por tener que hacerlo todo como si fuera la chacha de la casa. Éstas fueron sus palabras. Apenas hubo abierto la puerta (con la llave correspondiente a dicha puerta) un hombre se coló por ella como una exhalación.

– Cierra, Horacio -dijo-. Nadie me ha seguido, pero todas las precauciones son pocas.

El abogado señor Miscosillas volvió a cerrar con llave mientras el nuevo recién llegado era recibido en la habitación iluminada por la falsa voz del encapuchado.

– Llegas tardísimo.

– Sí, bueno, ya sabéis cómo son las cosas de la televisión: te dicen diez minutos y al cabo de un rato son tres horas. Que si el maquillaje, que si la cuña, que si patatín, que si patatán. Y para colmo hemos tenido que repetir varias tomas porque al entrevistador le ha dado la risa floja. Como gane las elecciones, se va a enterar. Pero en conjunto he quedado muy bien. Así me lo han hecho saber mis asesores de imagen, que seguían el programa con mucho interés desde la cafetería.

– No habrás venido en el coche oficial y con escolta.

– No, no, he cogido la furgoneta del megáfono. ¿Se sabe algo de la chica?

– No acudió a la cita -dijo el abogado señor Miscosillas.

– Y a este idiota, en vista de que ella le daba el esquinazo cada vez, no se le ha ocurrido nada mejor que venir aquí -dijo la voz.

– A mí me parece una buena idea -dijo el señor alcalde-. ¿A quién le sirvo un scotch on the rocks?

Mientras se oía el tintineo del hielo en los vasos pasé revista a la situación. No era halagüeña. Las dos puertas de entrada (y salida) estaban cerradas con llave, y no es lo mismo una llave que un pestillo: forzar las cerraduras con la cucharilla me habría llevado por lo menos media hora, con el riesgo consiguiente de ser pillado in fraganti. Pero de todos los planes posibles, aquél era el único viable, pues con un inválido en una silla de ruedas no era cosa de utilizar las ventanas ni el tiro de la chimenea. De las dos puertas, la de la cocina parecía la elección más lógica, aunque salir por allí implicaba el probable reencuentro con el mastín y esta vez no tenía con qué granjearme su benevolencia, salvo que le gustaran los cacahuetes tostados y el zumo de tomate. Antes, sin embargo, debía regresar a la planta superior y bajar la silla de ruedas, como habíamos quedado al inicio de la fuga.

De estas minuciosas pero necesarias especulaciones mentales me arrancó de golpe un sospechoso olor a lana quemada. El inválido y yo lanzamos sendos reniegos al unísono. Por descuido habíamos olvidado apagar la vela y ardía la manta.

Como mi altruismo tiene un límite, dije al inválido que se arreglara por su cuenta y salí arreando. Con tan mala fortuna que la manta se me enredó en la ropa y se vino conmigo. El zafarrancho no podía pasar inadvertido y al instante se oyeron voces en la habitación iluminada exclamar:

– ¿Qué demonios está pasando ahí afuera?

El señor alcalde asomó la cabeza y dijo:

– No lo sé. Hay una manta en llamas corriendo por la casa.

– Santi, coño, haz algo -exclamó el abogado señor Miscosillas-, que para eso se te paga.

– Estoy de baja -replicó el antiguo guardia de seguridad.

– Pues dame la pistola, gandul -dijo el abogado señor Miscosillas.

Salió éste empuñando una Beretta 89 Gold Standard calibre 22 en el momento en que yo lograba desprenderme de la manta. Por si acaso, me desprendí también de la americana y los pantalones y luego levanté los brazos y grité:

– ¡Me rindo!

– Baje los brazos y apague esta hoguera antes de que se queme la casa, majadero -me ordenó el abogado señor Miscosillas.

Tan interesado como él en evitar un desastre, corrí a la cocina y regresé con dos vasos llenos de agua. Esta intervención y unos violentos pisotones redujeron la manta a humo y cenizas. A continuación el abogado señor Miscosillas me hizo entrar en la habitación iluminada y enfrentarme a los allí reunidos. El señor alcalde fue el primero en reaccionar.

– Caramba, es usted -dijo-. Creí que ya habíamos acabado de rodar el spot.


*

Me habían hecho poner de nuevo el traje, ligeramente chamuscado, y me habían hecho sentar en un ajado puf de cuero repujado que me maltrataba las nalgas. Santi, el pistolero inválido, había recuperado entre tanto la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 y no dejaba de apuntarme con ella; el señor alcalde y el abogado señor Miscosillas ocupaban gravedosos el amplio sofá, y el individuo encapuchado deambulaba por la habitación a grandes zancadas, como un león enjaulado y con capucha. Transcurrido de esta suerte un buen rato, en vista de que nada sucedía y considerando que en aquella ocasión el tiempo no jugaba a mi favor, decidí tomar la iniciativa hablando en estos términos:

– Señores, de su actitud desasosegada y de las miradas furtivas que entre ustedes veo cruzarse deduzco que esta situación les resulta enojosa, y como aún me lo resulta más a mí, les propongo desbloquearla por el único medio que funciona en estos casos, es decir, poniendo las cartas boca arriba o sobre el tapete, siendo correctas ambas acepciones.

Hice una pausa para sondear el efecto de mi propuesta y no advirtiendo reacción alguna en pro ni en contra y considerando adecuado a mis propósitos iniciar la sesión con un golpe de efecto, me dirigí al encapuchado y le dije:

– Hora es ya de poner fin a la farsa del cucurucho y la sordina. La primera vez me engañó usted, señorita Ivet, pero luego ya no. Es inútil seguir fingiendo. Y llevar la cabeza tapada tanto rato deshidrata la piel, estimula la secreción sebácea y deja el cabello graso y apelmazado.

Con un encogimiento de hombros se desprendió la interesada del caperuzón, que llevaba incorporado a la altura del orificio bucal un distorsionador electrónico de sonido y lo arrojó al suelo. Luego se quitó la americana, los pantalones y las almohadillas que, colocadas bajo la ropa, ocultaban sus formas femeninas y le proporcionaban la apariencia y el mal tipo de un hombre fondón. Debajo de estas prendas llevaba un ajustado pantalón de lycra gris claro y una sencilla camiseta blanca sin mangas. El conjunto, cómodo, actual y sin pretensiones, la rejuvenecía y le sentaba francamente bien. Al punto se levantó el señor alcalde del sofá, corrió hacia ella con la mano tendida y le dijo:

– Encantado. Soy el alcalde de Barcelona y me presento a la reelección.

Ella le lanzó una mirada cargada de enojo y desdén, cruzó los brazos sobre la camiseta y le espetó:

– Soy Ivet Pardalot, cretino, y me conoces desde que nací.

– Ah, sí, es verdad. No había caído. Y eso que recibiste en mis brazos las aguas bautismales… o freáticas, ya no recuerdo -admitió el señor alcalde regresando a su asiento algo confuso-. Cómo iba uno a sospechar… Horacio, ¿a ti esta metamorfosis no te ha dejado de pasta de boniato?

– No, señor alcalde -dije yo antes de que el aludido pudiera responder a la pregunta del señor alcalde-, el abogado señor Miscosillas ha estado desde el principio en el secreto de la doble personalidad de la señorita Ivet. Mejor dicho, ha estado en una parte del secreto, porque hay cosas que él no sabe y que no le gustará saber cuando yo se las cuente.

– Basta ya -dijo Ivet Pardalot interrumpiéndome en este punto-. No tenemos ninguna necesidad de escuchar a este profesional de la laca y la labia. Como intruso que es, nos corresponde a nosotros ocuparnos de él, no a él de nosotros. Y eso haremos sin más circunloquios. La presencia de esta mierda con moscas complica un poco nuestros planes, pero si la sabemos aprovechar, también los simplifica. Porque esta mierda con moscas, no contenta con ser el principal sospechoso del asesinato de mi padre, ha entrado en esta casa con nocturnidad y escalo. Nada de raro tendría, dado lo que antecede, que acabara recibiendo su merecido. Por ejemplo, un balazo bien dado. De este modo la policía podría decir que el asesino de Pardalot fue muerto en legítima defensa cuando trataba de perpetrar un nuevo crimen y así dar carpetazo a una investigación que sólo puede causarnos molestias a todos. ¿Alguien tiene algo que añadir a la propuesta?

El abogado señor Miscosillas se levantó del sofá como impulsado por un resorte (del sofá) y preguntó con voz trémula:

– ¿La propuesta consiste en asesinar a esta mierda con moscas a sangre fría?

– Por Dios, Horacio -exclamó el señor alcalde-, cuida el vocabulario. Éstas no son cosas que yo deba oír.

– Sólo es un peluquero indocumentado que sabe demasiado -respondió Ivet Pardalot-. Su desaparición no perjudica a nadie. Vivo, por contra, es un engorro constante. La otra noche, en mi propia casa, trató de meterse en la cama conmigo.

Enrojeció el abogado señor Miscosillas hasta la raíz de sus canas y bajó la cabeza.

– ¿Y no podríamos ofrecer a esta mierda con moscas un dinerete por su silencio? -apuntó el señor alcalde-. O un empleo en el Ayuntamiento. La casa consistorial es un nido de sátiros.

– No -dijo Ivet Pardalot-. Hemos llegado demasiado lejos para adoptar soluciones provisionales. Santi, llévese a esta mierda con moscas a un lugar discreto, proceda y entierre sus restos en el jardín de la casa de al lado.

– Santi, amigo mío -me apresuré a decir-, no te dejes engatusar por esta gatamusa. Si me liquidas a mí, te liquidarán después a ti. Y con mayor motivo, porque sabrás de ellos cosas más gordas y comprometidas.

– Sí, pero yo soy de la banda -replicó Santi.

– No te lo creas, Santi -repuse-. En este club, como en todos los clubes, sólo tienen cabida los socios fundadores. Tú eres un peón, una simple cagarruta en el tablero de ajedrez. Escucha: la bala que recibiste en mi apartamento no la recibiste por error. Alguien sabía que vendrías a verme y contrató a un francotirador para que te liquidase desde la casa de enfrente. La idea de hacerme firmar una confesión escrita no se te pudo ocurrir a ti solo. Alguien te dio la idea, y también la pluma estilográfica. Un segurata no tiene una Montblanc. ¿Quién fue, Santi?

Santi se quedó pensativo un rato. Luego dijo:

– Esto no prueba nada. ¿Por qué…?

– ¿Por qué les convenía matarte? -dije yo-. Muy sencillo: para ofrecer a la policía una solución del caso. A mí no conseguían inculparme de un modo concluyente. En cambio contigo lo tenían fácil. La noche de autos, Pardalot y tú estabais solos en el edificio de El Caco Español.

– Vale -alegó Santi-, pero yo no le maté.

– Tal vez no -dije-. Pero si me liquidan a mí para asegurarse mi silencio, ¿por qué no habrían de matarte también a ti?

– Un momento -dijo el señor alcalde mirando cariacontecido a unos y a otros-. Si Santi no mató a Pardalot y usted tampoco, ¿quién mató a Pardalot? No me diga que fui yo. Es cierto que aquella noche fui a las oficinas de El Caco Español. Es cierto que entré subrepticiamente por el garaje para no ser visto. Pero cuando llegué a su despacho, Pardalot ya estaba muerto. Al menos, así recuerdo lo sucedido. El problema es que no tengo la cabeza muy firme, ¿sabe? Para el desempeño de mi cargo ya vale. Pero los de la oposición lo saben y se aprovechan de mi debilidad. Día sí, día también, me hacen mociones y otras cuchufletas para volverme tarumba. Todo me da vueltas, especialmente el Salón de Ciento. Pero yo no estoy loco.

Se levantó del sofá, sacó del bolsillo una octavilla de propaganda electoral en la que figuraban su risueña efigie sobre fondo azul y un incisivo eslogan (Com a cal sogre!) y recorrió el exiguo corro de los allí presentes mostrando a cada uno la foto y preguntando:

– ¿Es ésta la cara de un demente? Decidme, ¿son éstos los rasgos faciales de un locatis?

Nos abstuvimos piadosamente de responder, le tranquilicé respecto de la autoría del crimen y conseguimos reintegrarlo con ruegos y carantoñas al sofá. Luego, cerrado este emotivo paréntesis, volvió a tomar Ivet Pardalot las riendas de la situación y la palabra e instó a Santi a cumplir las aviesas órdenes por ella misma impartidas, a lo que se negó aquél alegando que necesitaba ambas manos para sujetar las muletas y en aquellas condiciones no podía obligarme a acompañarlo afuera y allí darme un triste fin. Al oír esta burda evasiva se rió con sarcasmo Ivet Pardalot.

– Ya entiendo -dijo-, has prestado oídos a los infundios de este embaucador. No importa. Horacio, coge la pistola de Santi, saca a este tipo al jardín y cárgatelo. El señor alcalde te ayudará a cavar la fosa.

– Cariño -repuso el abogado señor Miscosillas-, yo sólo soy un pobre abogado. Mercantilista, que es la especie más mansa.

– Y yo, no es por no trabajar -dijo el señor alcalde-, pero también preferiría abstenerme.

Ivet Pardalot descargó un furioso puntapié contra el pick-up.

– Claro -gritó-, con las canciones que oíais, ¿cómo ibais a salir? Los hombres os habéis vuelto unas gallinas y en consecuencia las mujeres hemos de hacer de gallos y además de gallinas. Al final todos hemos salido perdiendo, menos los curas. Está bien. No discutamos. Yo lo haré.

Y diciendo estas palabras abrió un cajón de la cómoda y sacó de él un viejo revólver Remington calibre 44 con el cual nos apuntó a todos sucesivamente mientras cerraba ahora un ojo ahora el otro para mejor hacer puntería.

– Me parece -comentó el señor alcalde- que no soy el único que tiene un tornillo suelto.

El abogado señor Miscosillas dio un paso hacia Ivet Pardalot, pero ésta hizo con el revólver un ademán tan expresivo que el abogado señor Miscosillas dio otro paso en dirección opuesta y volvió adonde estaba antes de dar el primer paso. Su rostro expresaba consternación.

– Ivet, monina -murmuró-, ¿qué va a pensar esta gente? Deja el revólver en su sitio. Puede estar cargado. Por jugar con armas ocurren muchos accidentes. No tantos como yendo en moto, pero más de los que uno imagina. ¿De dónde lo has sacado?

– Registrando la casa -dijo ella- encontré los discos, una pila de Playboys del año de la catapún y este viejo revólver Remington calibre 44, oxidado y polvoriento, pero cargado y en uso. El revólver -añadió dirigiéndose a mí- era de mi abuelo. El abuelo Pardalot hizo su fortuna después de la insoportable guerra civil española por los métodos habituales en aquella época histórica tan aburrida. Ya rico, se compró una casa en S'Agaró y otra en Camprodón para veranear con la familia, y en Castelldefels se construyó este chalet para traer a las fulanas. Cuando el abuelo se cansó de traer y llevar fulanas, su hijo, o sea mi difunto padre, empezó a usar el chalet con o sin el consentimiento del abuelo, para venir con sus amigachos y unas pobres chicas a las que habían hecho creer el cuento de la liberación sexual. Con aquellas paparruchas y estos discos dejaron malparada a más de una y después si te he visto no me acuerdo. ¿Es así o no es así, señor alcalde?

– La verdad -suspiró el señor alcalde-, otros no sé, pero yo me mataba a pajas.

– Mi abuelo había sido fetichista -siguió contándome Ivet Pardalot- y por eso tenía pistola.

– Falangista, monina -corrigió el abogado señor Miscosillas-. En la posguerra unos tenían pistolas y otros tenían fulanas. Pero pistolas y fulanas, sólo los falangistas. Te lo he intentado explicar miles de veces, pero no atiendes, monina.

– El grupo de mi padre -prosiguió Ivet Pardalot sin hacer caso de las acotaciones del otro- lo formaban tres amigos, a saber, mi propio padre, el señor alcalde aquí presente y un tercer hombre llamado Agustín Taberner, alias el Gaucho. Había más, por supuesto, pero estos tres eran el cogollo.

– El meollo, monina -corrigió el abogado señor Miscosillas. Y a los demás-: Yo no pertenecí nunca a ese grupo. Era un poco más joven y no era de buena familia. Estudié con becas. Mi única diversión era ir los domingos al cine del barrio. Vi once veces Siete novias para siete hermanos. Esta película representaba y aún ahora representa en mi imaginación el ideal que siempre he soñado para Cataluña.

– Yo en cambio vi tres veces El séptimo sello y no saqué nada en claro: ni quién era el chico, ni nada de nada -dijo el señor alcalde-. ¡Ah, tiempos felices que nunca volverán! Éramos jóvenes, inquietos, ávidos de saber, insaciables, tres imbéciles, siempre juntos: tu padre y yo y aquel bandarra que bailaba tan bien la milonga. ¡Dios sabe por dónde andará!

– Por ninguna parte -le contestó el abogado señor Miscosillas-. Está inválido y lo tenemos secuestrado en el piso de arriba.

– ¿Secuestrado? Uf, éstas no son cosas que yo deba oír.

– Llevaba años escondido en una residencia para inválidos de Vilassar -siguió refiriendo el abogado señor Miscosillas-. Por pura chamba conseguí averiguar su paradero sobornando a un chófer negro y botarate que de cuando en cuando traía y llevaba a la otra Ivet a la residencia de Vilassar. Con Agustín Taberner, alias el Gaucho, como rehén, pensábamos que la otra Ivet entregaría los documentos que este majadero robó de las oficinas de El Caco Español. Esta Ivet, o sea, Ivet Pardalot, se puso en contacto con ella, con la otra Ivet, y ambas convinieron una cita conmigo esta noche en José Luis. La otra Ivet había de llevar allí los documentos y yo, a cambio, le devolvería a su padre.

– Ay, Horacio, qué mal te explicas -dijo el señor alcalde-. ¿Qué bar? ¿Qué cita? ¿Qué padre?

– El de ella -respondió el abogado señor Miscosillas-. Agustín Taberner, alias el Gaucho, es el padre de Ivet. No de esta Ivet, sino de la otra Ivet. El padre de esta Ivet era Pardalot.

– Ya lo entiendo -dijo el señor alcalde-. Y también entiendo que la otra Ivet no acudiera a la cita con los documentos. ¿Quién le aseguraba que una vez entregados éstos tú le devolverías a su padre?

– La pura lógica -repuso el abogado señor Miscosillas-. Una vez efectuado el cambio, ¿para qué querríamos seguir reteniendo a un inválido? Con el canje de documentos por padre, las cosas habrían vuelto a una normalidad conveniente para todos.

– En esto, señor Miscosillas -dije yo-, se equivoca usted. En realidad los documentos no le interesan a nadie y el robo por mí efectuado sólo fue una tapadera de los auténticos propósitos de la persona que maquinó y ha dirigido desde el principio el enmarañado argumentó de este relato, en el cual usted y los demás participantes sólo hemos sido crédulos comparsas.

– Caramba -dijeron a coro el señor alcalde e Ivet Pardalot-, ¿alguien puede poner en claro este acertijo?

– Yo mismo -respondí-, pero no ahora, porque si mis oídos no me engañan, alguien está llamando a la puerta con vigorosos porrazos y desaforados gritos.


*

Era tal cual: acompañando mis últimas palabras y casi ahogándolas con su fragor, resonaba en todos los rincones de la casa el clamoroso llamamiento. Sin mostrar sorpresa por ello, como si hubiera estado esperando aquella interrupción, Ivet Pardalot indicó mímicamente al abogado señor Miscosillas que atendiera la llamada y éste así lo hizo a regañadientes. Yo, en su lugar, habría aprovechado la ocasión (y las llaves) para salir de aquella casa donde tantas pistolas andaban en manos de desequilibrados y regresar a Barcelona en taxi si por allí había alguno o si no, a pie. Pero él (el abogado señor Miscosillas), bien por el deseo de saber cómo acababa todo aquello, bien por otras razones, como las que en breve nos iba a revelar, optó por regresar a la habitación iluminada (en adelante «el salón») en compañía de la persona causante de tanto alboroto, que resultó no ser otra que Ivet, también llamada sin motivo la falsa Ivet, para mí, mi Ivet, la cual arrojó sobre la mesa un cartapacio y exclamó:

– ¿Dónde está mi papi?

A esta conmovedora súplica la otra Ivet respondió en tono sarcástico:

– No te precipites, Ivet. No tenemos ninguna prisa. Y al llegar a una casa lo primero de todo es saludar. ¿No te acuerdas de lo que nos enseñaron las monjas en el internado?

Miró Ivet a Ivet con extrañeza y detenimiento y reconociendo en ella a su antigua condiscípula, no pudo evitar, pese a lo angustioso de su situación, que una sonrisa, en recuerdo de alguna inocente travesura infantil, iluminara sus facciones.

– ¡Ivet! -exclamó con alegría una vez repuesta de su sorpresa-, ¡cuánto tiempo sin verte ni saber de ti! Estás igual que entonces. Para ti no pasa el tiempo. O, al menos, no pasa en balde.

Hizo amago de echarse en sus brazos, pero Ivet Pardalot la detuvo con un ademán conminatorio.

– Dejemos para mejor ocasión las efusiones -dijo.

– Sentí mucho lo de tu padre -dijo Ivet-. Habría ido al entierro, pero precisamente aquel día tenía mucho trabajo.

– No importa -repuso Ivet Pardalot-. Yo también siento mucho lo de tu padre.

– ¿Lo de mi padre? ¿Qué tienes que ver con mi padre? ¿Acaso tú sabes dónde está? ¿Puede ser que esté aquí, en este chalet tan feo?

– Puede ser -respondió secamente Ivet Pardalot-. Luego hablaremos de este tema, cuando hayamos resuelto ciertos asuntos pendientes. No nos llevará mucho, soy de una gran eficiencia. Time is money, como me enseñaron en Amherst, Massachusetts. A estos señores ya los conoces: el señor alcalde y el abogado Horacio Miscosillas. El joven de buen ver, tullido y con una Beretta 89 Gold Standard calibre 22, o sea una pistola, es Santi, antiguo guardia de seguridad en El Caco Español, actualmente a mi servicio, aunque no estoy nada contenta de los resultados. Y éste, por último, es tu peluquero.

– No es mi peluquero -protestó Ivet.

– Me presento a la reelección -dijo el señor alcalde-. ¿Puedo preguntarle si es usted hija del difunto Pardalot, señorita? En tal caso le aseguro que su difunto padre y yo éramos buenos amigos. Mi más sentido pésame. ¿Le he dicho ya que me presento a la reelección?

– Sí, señor alcalde -respondió Ivet-. Y no soy hija del difunto Pardalot. Pero me llamo Ivet, como la hija del difunto Pardalot. En realidad, mi padre es Agustín Taberner, alias el Gaucho. También era amigo de usted y precisamente he venido a canjearlo por estos documentos, tal como convine esta tarde con un señor encapuchado. Lo llamo así porque en el curso de la conversación él se definió a sí mismo como encapuchado, pero como hablábamos por teléfono, no puedo asegurar si en efecto iba encapuchado o sin capucha o en cueros vivos. Fuera como fuese, concertamos una cita a las nueve en José Luis. Si yo llevaba los documentos, me dijo, mi padre sería liberado sano y salvo. Y, por supuesto, de todo aquello a la policía, ni una palabra.

– Pero ella no acudió a la cita -intervino el abogado señor Miscosillas-. Yo, en cambio, sí. Siguiendo las instrucciones de mi mandante, me personé puntualmente en el local convenido, me aposenté en un punto estratégico de la barra desde el que podía columbrar la puerta del mencionado local y esperé tomando un whisky. A las nueve y veinte un camarero me preguntó si esperaba a una tal Ivet por el asunto de un secuestro y al responderle yo en sentido afirmativo me dijo que la tal Ivet acababa de llamar por teléfono diciendo que le había sido imposible llegar a tiempo y que en aquel momento estaba en la otra punta de la ciudad y ya sabe usted cómo está el tráfico a estas horas y a todas horas y el día menos pensado la ciudad va a colapsar, etcétera, etcétera. No supe si aquello formaba parte del recado o si el camarero expresaba su propio parecer. Lo único cierto es que Ivet me proponía postergar nuestro encuentro hasta las diez menos cinco y desplazarlo a otro local denominado Dry Martini. Como no estaba lejos, fui dando un paseo hasta este establecimiento y allí volví a entretener la espera con un par de cócteles deliciosos. A las diez y diez se repitió la escena del camarero y el recado. Esta vez la cita fue en un bar de la calle Santaló. Tres cócteles más tarde se produjo una nueva cita en un cuarto bar del barrio de la Ribera, no lejos de Santa María del Mar. Allí me dieron las once y media sin que llamara nadie. O tal vez sí hubo una llamada pero el local estaba muy concurrido, el volumen de la música era alto y yo había tomado más copas de la cuenta. Pagué, salí, vomité y vine. Quizá vomité antes de salir, no recuerdo.

– ¿Ves como eres tonto? -dijo Ivet Pardalot cuando el letrado hubo concluido su exposición-. Una mosquita muerta como la pobre Ivet, seguramente asesorada por esta eminencia de la peluquería, te ha estado paseando por toda Barcelona para ganar tiempo y permitir que su cómplice intentara sin éxito el rescate de Agustín Taberner, alias el Gaucho.

– Sí, y con una excusa inverosímil -dijo el señor alcalde-, porque en Barcelona la circulación es muy fluida a todas horas y en toda la red viaria.

– Y mientras tú te emborrachabas -continuó Ivet Pardalot señalando con dedo desdeñoso al abogado señor Miscosillas-, Ivet iba siguiendo tus pasos y riéndose de ti.

Ivet reconoció haber obrado del modo descrito, risa incluida, y de esta manera, en pos del abogado señor Miscosillas, haber llegado a Castelldefels. Pero ahora, una vez allí (en Castelldefels) comprendía su error, pues en aquel chalet (de Castelldefels) sólo había gente buena y honrada y amiga de su padre.

– Siento mucho desengañarla, señorita Ivet -intervino en aquel punto Santi para decir-, pero por lo que llevo visto, no todos los aquí presentes son amigos de su padre de usted ni de usted. Algunos sí lo son. Otros, en cambio, se la tienen jurada. La cuestión es saber quién pertenece a un grupo y quién a otro, y quién, al proclamar sus lealtades, dice la verdad o miente. Si le sirve de consuelo, yo me encuentro en una situación muy parecida. Claro que yo tengo una Beretta 89 Gold Standard calibre 22.

– Yo te lo puedo explicar todo o casi todo -dije-, si estas personas me lo permiten y tú me prestas crédito. Lo haré como mejor sepa, pero no respondo de la claridad ni de la brevedad.

Asintió ella, nadie se opuso y yo hice un breve resumen de lo hasta aquí ya dicho. Llegado a este punto, proseguí diciendo:

– Los tres amigos objeto del presente relato constituyeron una sociedad. Uno de ellos ambicionaba hacer carrera política y juzgó prudente que su nombre no figurara en los papeles. Un joven licenciado en derecho le hizo de testaferro. Las cosas fueron bien. Todos prosperaron. Pero al principio hubo que correr ciertos albures y el nombre de quien no debía aparecer debió de aparecer en alguna operación poco clara. Poca importancia tendría este hecho hoy en día si el individuo en cuestión no hubiera prosperado también en el terreno de la política.

– ¡Cómo! -exclamó el señor alcalde-, ¿un político prevaricador? Espléndido. Lo utilizaré en mi campaña. ¿Quién es?

– Usted mismo, señor alcalde.

– Oh -dijo el señor alcalde-, éstas no son cosas que yo deba oír.

– Entonces no escuche, porque vienen más -dije yo reanudando mi exposición-. Pero antes permítanme introducir en el relato un nuevo personaje y hacer un breve interludio sentimental.

Traté de aclararme la voz sin incurrir en excesivas expectoraciones y continué:

– Había una vez una mujer joven, hermosa, inteligente, poseedora, en fin, de todas las gracias. Estas mujeres suelen pertenecer a familias venidas a menos o directamente pobres. Pardalot la conoció y se enamoró de ella. Se hicieron novios. Cuando estaban a punto de casarse, ella rompió el compromiso y desapareció. Pardalot nunca se repuso de esta deserción. Se casó con otra, tuvo una hija. Se divorció, se volvió a casar varias veces. Seguramente se habría seguido casando si no lo hubieran asesinado. Pero no lo mataron por esta razón.

»La mujer que le había roto el corazón -seguí diciendo- regresó a Barcelona al cabo de unos años y contrajo matrimonio con Arderiu, individuo rico y un poco vacuo. Pardalot y ella por fuerza habían de reencontrarse en la vorágine de la vida social y cultural de nuestra ciudad, tan intensa como variada. El tiempo había serenado sus ánimos y entre ambos se renovó su antigua relación, sin reproches ni rencores.

– ¿Y por qué no se divorciaron de sus respectivos cónyuges y se casaron entre sí? -interrumpió el abogado señor Miscosillas para preguntar-. Yo se lo habría arreglado divinamente, con escándalo o sin escándalo, según tarifa.

– No fantasees -dijo Ivet Pardalot-. En esta segunda etapa de su relación no hubo entre ellos lo que estás pensando. Tampoco lo había habido antes. Reinona es y fue siempre una mujer fría, calculadora, acostumbrada a utilizar sus encantos, si alguno tiene, para doblegar la voluntad de los hombres sin dar nada a cambio. En la retorcida mentalidad de su generación esto era posible porque los hombres tenían en tan bajo concepto a las mujeres, que siempre les pagaban para llevárselas al huerto, y ellas se tenían a sí mismas en tan poco, que cobraban encantadas y luego se lo daban a un chulo. La vida era un baile de chachas y turutas. Hoy, por fortuna, las cosas han cambiado. Yo misma, las pocas veces que he tratado de servirme de mi atractivo físico he acabado haciendo virguerías y no me han dado ni las gracias. Además, ¿por qué había de casarse Reinona con mi padre? Nunca lo quiso, ni al principio, cuando fueron novios formales, ni después. Reinona nunca quiso a nadie.

– Esto no es cierto -dijo desde la puerta del salón una voz ronca que nos hizo dar a todos un respingo-, y aquí estoy yo para demostrarlo.

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