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En toda la mañana sólo tuve dos trabajos: lavar y desenmarañar el pelo de unos mellizos para que pudieran vivir por separado y expulsar un ratón, al que sorprendí pimplándose un bote de leche corporal al PH5 (estabiliza el manto ácido de la piel, le da flexibilidad y tersura y gusta mucho a los ratones), a escobazo limpio. Esto y pensar en lo sucedido me tuvo ocupado hasta la hora de comer.

Me habría gustado ir a la pizzería, porque había faltado la víspera a la cena y habría sido considerado por mi parte compensar este abandono haciendo allí las dos pitanzas del día, pero no me pareció prudente alejarme de la peluquería, de modo que acudí al bar de enfrente, me senté junto a la vidriera, a través de la cual y después de rascar la grasa acumulada podía ver la puerta de la peluquería e incluso sus inmediaciones, y pedí al camarero un bocadillo de calamares encebollados. Mientras esperaba acertó a pasar Viriato por la acera, lo llamé y se reunió conmigo. El camarero regresó diciendo que se les habían acabado los calamares encebollados, así que hube de conformarme con un bocadillo (también muy bueno) de bacalao encurtido con salsa de tomate. Viriato pidió un pepito con mejillones.

– Te advierto que vamos a escote -dije.

Refunfuñó por lo bajo y alzando la voz ordenó al camarero suprimir de su comanda los mejillones. Luego dijo:

– Me he pasado la mañana trabajando para ti y tus crímenes. Podrías tener un detalle, leñe.


*

Efectivamente, Viriato había estado haciendo indagaciones, como yo le había pedido, acerca de la empresa del difunto Pardalot, y el resultado de estas indagaciones se podía resumir del siguiente modo:

La empresa denominada El Caco Español, S.L figuraba inscrita en el Registro Mercantil (con un número que no viene a cuento) desde hacía únicamente cinco años. Sin embargo, con anterioridad, el propio Pardalot había fundado, inscrito y disuelto otras seis sociedades de las mismas características. Los socios de estas sociedades habían sido siempre los mismos, a saber, Manuel Pardalot, ahora difunto Pardalot, un tal Horacio Miscosillas y un tal Agustín Taberner, alias el Gaucho, ambos vecinos de Barcelona. Adicionalmente, Viriato había podido averiguar que el llamado Horacio Miscosillas era un abogado de cierto prestigio, con bufete en la Diagonal, probablemente el caballero maduro y canoso que se había presentado a sí mismo como abogado de Pardalot la noche anterior en casa de Reinona, aunque el Registro Mercantil no recogía ningún dato referente a su madurez ni a la tonalidad de sus cabellos ni a lo que había hecho la noche anterior ni a nada de interés, de resultas de lo cual, dicho sea de paso, el índice de lectura del Registro Mercantil es y seguirá siendo bajísimo. El otro socio, llamado, como queda dicho, Agustín Taberner, de sobrenombre el Gaucho, de quien Viriato no había podido averiguar nada, había dejado de serlo (socio) en la última de las sociedades inscritas en el Registro, esto es, El Caco Español, S.L., siendo sustituido en el accionariado por Ivet Pardalot, la hija del difunto Pardalot, a la que no había que confundir con la falsa Ivet Pardalot, con la que unas horas antes yo había estado a punto de pasar a mayores, aunque al final todo había quedado por desgracia en agua de borrajas.

En cuanto al objeto social de las sucesivas empresas, siempre al decir del Registro Mercantil, continuó Viriato, era invariable y, a juicio de Viriato, un tanto vago, a saber, la comercialización de actividades diversas con ánimo de lucro. En realidad, nadie sabía, ni en el Registro Mercantil ni fuera del Registro Mercantil, de dónde procedían los ingresos de las empresas de Pardalot, si bien todos daban por hecho que habían sido cuantiosos. Tampoco se conocían los motivos de las reiteradas transformaciones regístrales de lo que de hecho era una misma empresa, siendo los resultados buenos, aunque todo parecía indicar un deseo manifiesto de no permanecer demasiado tiempo en escena sin cambiar de identidad. Fraude fiscal, blanqueo de dinero, tráfico ilegal de personas o cosas o una mezcla de todo lo antedicho, en opinión de Viriato.

Quien concluyó su informe diciendo que la sede social había ido cambiando con cada empresa, habiendo adquirido la última el edificio por mí conocido, de cinco plantas y garaje, con un total, según constaba inscrito en el Registro de la Propiedad (otro rollo de mucho cuidado), de 1.830 metros cuadrados, que al precio actual de mercado de 250.000 el metro cuadrado en aquella zona, tirando por lo bajo, arrojaba el suculento guarismo de pesetas 457.500.000, imputables al activo inmovilizado de nuestra (por así decir) empresa.

– Hum, ¿qué deduces tú de todo esto, Viriato? -le pregunté cuando hubo acabado.

Abrió la boca para mostrar a un tiempo su perplejidad y el conjunto de alimentos allí triturados a la espera de la deglución y dijo:

– Yo, nada, ¿y tú?

– Tampoco -respondí-. Pero no hemos de dejarnos confundir por estos datos. Cuando lleguemos al final adquirirán sentido. Hasta entonces, muchas gracias. Has sido tan amable como eficaz. Si tuviera dinero, te invitaría a comer, pero ya sabes cómo van las cosas últimamente por la peluquería. ¿De veras no crees que valdría la pena ampliar el negocio?

– ¿Abortos?

– No, yo estaba pensando en algo más moderno: liposucción, amniocentesis. O, cuando menos, un secador eléctrico.

– No me compliques la vida -repuso-, que bastante tengo ya con tu hermana, mi madre y mi tractatus. Anda, vuelve al trabajo y no te pases de la raya, que bastante hago con dejar que te ganes el sustento a mi costa.


*

Regresé a la peluquería y aproveché la escasa afluencia de parroquianos para descabezar un sueñecito. Me desperté con la boca seca y pastosa y la sensación de llevar ausente del mundo mucho rato. Fuera estaba oscuro. Salí a preguntar la hora a un viandante y descubrí que había dormido menos de una. Era pronto y la oscuridad se debía a haberse cubierto el cielo de nubarrones mientras yo dormía. Me acordé de Magnolio, que en aquel momento montaba guardia a la intemperie, y deseé que no se pusiera a llover o que si en contra de mis deseos se ponía a llover, no se le ocurriera abandonar su puesto.

A eso de las seis entró una clienta. Era una mujer joven, vestida con un traje camisero de corte depurado, algo fea. Le dediqué la mejor sonrisa que permitía mi boca seca y pastosa, pasé el plumero por el sillón y le ofrecí asiento mientras doblaba obsequioso el espinazo. Ella se sentó y se me quedó mirando como si hubiera olvidado el motivo de su presencia allí.

– ¿Estilismo? -le propuse.

– Lo que sea -respondió con desánimo.

– Déjelo en mis manos y por un precio muy ajustado cuando salga de aquí no la reconocerá ni su padre.

– Yo no tengo padre -repuso- y a mí no me reconoce nadie, empezando por ti. Soy Ivet Pardalot, la verdadera hija del difunto Pardalot. Tú me abordaste en mitad del entierro de mi padre para decirme no sé qué impertinencias.

– Excuse mi despiste inexcusable -me excusé-. Tenía puesta toda la atención en su voluptuosa cabellera, a la que, sin embargo, no le vendría mal un tratamiento cosmetológico.

– Es igual -atajó-. De sobra sé que no valgo nada. Físicamente, quiero decir. Desde otros puntos de vista, el panorama es muy otro. Soy multimillonaria, pero éste no es mi único atractivo: también soy una mujer inteligente y tengo una sólida formación académica. Al ser hija única, mi padre me preparó para llevar sus empresas cuando él se retirara, como acaba de hacer prematura e involuntariamente. Estudié en varias universidades, aquí y en el extranjero, hablo seis lenguas, puedo ir sola por el mundo y nada me asusta ni me escandaliza, salvo aquel asqueroso ratón amorrado a un bote de leche corporal.

Suspiró mientras yo le daba escobazos al ratón y continuó luego en los siguientes términos:

– Pero todos estos méritos, ¿de qué me sirven? Los hombres no se fijan en mí o se fijan primero y luego lo lamentan. Sólo mi padre me encontraba la más agraciada de las mujeres. Pero ahora él ya no está y me he quedado sola. Con mis millones, mis diplomas y mis lenguas.

– Oh, vamos, no diga estas cosas.

– Lo que yo diga no tiene importancia -replicó-. Lo que cuenta es lo que dicen los demás, o lo que piensan, aunque no lo digan. Mira tu caso. La falsa Ivet es falsa, como su nombre indica, te ha engañado, no ha dejado de meterte en líos y aun te meterá en más. Pero cuando te mira, tú te derrites. Por mí, en cambio, no moverías un dedo aunque ejecutara la dansa de Castelltersol sólo para tus ojos.

– Señorita Pardalot -respondí cuando hubo finalizado la filípica precedente y antes de que pudiera poner en práctica su velada amenaza-, yo no sé si sus problemas, que comprendo, le han permitido a su vez fijarse en mí. Si lo ha hecho habrá advertido que no me parezco precisamente a Tom Cruise, por citar sólo un ejemplo de donosura. Además estoy en la miseria. Siempre lo he estado y, al paso que llevo, siempre lo estaré. De modo que si ha venido a buscar conmiseración, se ha equivocado de local y de persona. En El Tocador de Señoras se lava, se marca, se corta, se hacen mechas y masajes y, en términos generales, se saca el máximo partido de lo que a cada cual le sale del cuero cabelludo, sea lo que sea, y sin hacer remilgos. Todo esto a usted seguramente le trae sin cuidado, porque usted no ha venido a poner en mis manos su pelambrera. Usted sin duda va a los salones de cuafur más caros y elegantes de Barcelona, o incluso se desplaza a París, a Milán o a Londres para un moldeado, un crepado o un flequillo. Pues bien, señorita Pardalot, déjeme decirle una cosa: no se lo hacen mejor. Y ahora, si quiere hablar del otro tema, hablemos.

Me miró de hito en hito, como si le costara un esfuerzo asimilar aquel duro alegato y finalmente dijo:

– Para ser el presunto asesino de mi padre, podrías tratarme con más respeto.

– Yo no lo maté. Y usted lo sabe. Por eso ha venido.

– No -replicó-. He venido porque esta mañana un tipo muy raro, de nombre Viriato, y casado por más señas con la petarda de tu hermana, ha estado metiendo las narices en el Registro Mercantil, el Registro de la Propiedad, el Registro de Patentes y Marcas, la Sociedad General de Autores y otros centros de inscripción y asiento con el propósito no disimulado de fisgonear las empresas de mi padre, ahora mías. Por supuesto, los funcionarios me lo han comunicado sin tardanza, por si deseaba dar parte de esta intrusión a la policía o, por si, contrariamente, prefería no dar parte de esta intrusión a la policía, según y cómo.

– Ah -dije.

– Yo no sé -continuó- si verdaderamente mataste a mi padre o no. Hasta no disponer de pruebas irrefutables he decidido no hacer al respecto juicios precipitados que no conducirían a nada. De las correrías de tu cuñado deduzco que andas investigando y esto me hace suponer que no debes de ser tú el asesino, aunque tus actividades bien podrían responder a otro objetivo. A efectos prácticos y en forma provisional, consideraré, de todos modos, que no eres culpable y que tienes tanto interés como yo en descubrir al auténtico culpable. Por eso he venido.

– ¿A decirme esto?

– A proponerte un trato.

– Me imagino el trato -repliqué-. Yo le cuento lo que he averiguado y usted me cuenta lo que sabe y de este modo los dos avanzamos a pasos agigantados por el camino de la verdad. Pues no, señorita Pardalot, no hay trato. Y no lo hay porque si lo acepto yo le contaré lo que sé, pero usted no soltará prenda. Una vez me haya sonsacado, me soltará cuatro embustes en el mejor de los casos, y en el peor, enviará a Santi a que me elimine. O a otro Santi si el Santi original todavía sigue en la UVI.

– Me infravaloras -dijo ella-. Yo no venía a pactar contigo. Yo venía a ofrecerte dinero a cambio de información. Y no sé quién es Santi, ni qué está haciendo en la UVI, aunque me lo puedo imaginar.

Reflexioné unos instantes apoyado en el mango de la escoba. Luego dije:

– Guárdese su dinero. La información de que dispongo no lo vale.

– Eso lo decidiré yo -dijo ella-. Aún no te he dicho qué tipo de información busco.

– Ah, ¿no es sobre el asesinato de su padre?

– Eso también. Pero por ahora me interesa más lo que puedas contarme sobre Ivet. No sobre mí, sino sobre la otra Ivet.

– ¿De qué la conoce? -pregunté.

– Las preguntas las hago yo -respondió.

– Sólo si llegamos a una entente. ¿De qué conoce a Ivet?

– Estudiamos juntas de pequeñas. Éramos amigas. No teníamos secretos la una para la otra. Yo quería ser modelo y ella, teniente de la División Acorazada Brunete. Se pirraba por Tejero, hasta que descubrió que era calvo. Como ves, éramos dos criaturas. Yo soñaba con parecerme a una modelo llamada Lauren Hutton, ¿la recuerdas? Salía cada dos por tres en la portada de Vogue, Cosmopolitan y Vanity Fair.

– Adonde yo vivía en aquellos años felices sólo llegaban El Caso y Cadeneta, la revista del preso diligente. ¿Dónde estudiaron Ivet y usted?

– En un internado. De monjas. Esto aún te resultará más raro.

– Sí, pero menos de lo que usted se imagina. Siga hablándome de Ivet. ¿Cuál es su verdadero nombre?

– ¿El de Ivet?

– Sí.

– Ivet.

– Continúe e inclúyase en el relato.

– Ivet tenía un año más que yo. La admiraba mucho. En el fondo yo pensaba que ella acabaría siendo modelo y yo no. Algo así sucedió, pero a Ivet nunca le interesó la pasarela. Es raro, porque le sobraban cualidades y el dinero no le habría venido mal. Según decían y se echaba de ver, su familia era pobre, al menos para los estándares del internado. Un curso dejó de venir.

– Pero ustedes dos se siguieron viendo.

– Poco, y siempre por casualidad. Yo no sabía cómo localizarla y ella, que sí sabía, nunca lo intentó. Aun así, coincidíamos a veces en la calle, en las tiendas, en un cine o en actos sociales. En estas ocasiones ella se mostraba muy reservada respecto de su propia vida. Nunca me dijo lo que hacía, ni si tenía novio, ni ninguna de estas cosas. Finalmente yo me fui a estudiar al extranjero y dejamos de vernos.

– Hasta que…

Ivet Pardalot sonrió con amabilidad por primera vez y movió la cabeza.

– Ya he hablado bastante. Si te lo cuento todo, no habrá trato.

– No habrá trato en ningún caso. No se ofenda. Yo tampoco quiero hacer juicios precipitados. Todavía no sé si puedo fiarme o no de usted. El otro día me pusieron una bomba, cuyos efectos sobre el local aún se echan de ver, y esta misma mañana alguien me ha tirado un tiro en mi propia casa. Ya ve que no me sobran motivos para confiar en la primera persona que se me acerca con una proposición. Si desea mi colaboración, primero habrá de demostrar que está de mi parte.

Pensé que se enfadaría, pero no se enfadó.

– Entiendo tu postura -dijo-, pero cometes un error. Si cambias de opinión, házmelo saber. No te digo dónde ni cómo: no te faltan medios cuando te quieres comunicar con la gente. ¿Qué te debo?

– Nada. Ni siquiera le he tocado un pelo.

– Todos hacen lo mismo. Pero aun así, te he hecho perder un buen rato. A una clienta normal le cobrarías.

– Si quedara satisfecha, sí. Si no, no.

Se fue y al llegar a la puerta se dio media vuelta para mirarme a la cara y dijo:

– Los negocios de mi padre no eran del todo limpios, pero esto no explica por qué lo mataron. Si hubieran querido perjudicarle habrían cursado una denuncia o habrían filtrado información a los periódicos. Muchas personas se habrían visto implicadas en los trapicheos de la empresa, pero nada habría llamado tanto la atención como un asesinato. Si buscas un móvil, no lo busques en el Registro Mercantil. Considera este consejo como un pago en especie. Y una cosa más: todos necesitamos que nos quieran y nos cuiden.

– Esto último no sé a qué viene -dije yo.

– A nada -dijo ella-, es la propina.


*

Cuando salí el cielo estaba negro y por la parte de la derecha, conforme se mira al puerto, podían percibirse truenos y otros fenómenos. Hube de recorrer media docena de establecimientos comerciales (el videoclub del señor Boldo, el quiosco del señor Mariano, la mercería de la señora Eulalia, la agencia de viajes El Bisonte, la farmacia del licenciado Vermicheli) hasta encontrar quien me prestara un paraguas (todos aducían necesitar el suyo), provisto del cual cogí tres autobuses y fui adonde estaba Magnolio ejerciendo la vigilancia que yo le había encomendado. Un espectáculo de relámpagos acompañó nuestro encuentro.

– Mucho le agradezco que venga a relevarme -dijo Magnolio-, ya tenía el corazón en un puño.

– ¿Le asustan las tormentas y su aparato? -le pregunté.

– No, señor. Pero he aparcado el coche en la calle Bruc y una riada se lo podría llevar.

Le tranquilicé al respecto asegurándole que la calle Bruc disponía de un sistema de recolección de aguas pluviales a prueba de aguaceros y le rogué me hiciera un resumen de lo ocurrido en el decurso de la jornada.

De buena mañana, empezó diciendo, se había apostado tras el tronco añoso de un viejo plátano (que en su país llamaban por error banano) frente a la casa de la señorita Ivet y desde allí, protegido de la curiosidad de los viandantes por el tronco y de los rayos del sol por la frondosa copa (del árbol añoso) había estado observando el portal de la casa de la señorita Ivet hora tras hora. Durante las cuales, agregó, el misterioso, amenazador y seguramente ficticio personaje de la gabardina que había seguido a Ivet no había dado señales de vida ni, en términos generales, había ocurrido nada digno de mención. Sólo a las diecisiete horas y veintidós minutos, prosiguió Magnolio, Magnolio había visto salir de la casa a la propia señorita Ivet y caminar por la calle Mallorca hasta llegar al Paseo de Gracia y por el Paseo de Gracia abajo en dirección a la Plaza de Cataluña. Como no se podía poner en contacto conmigo para recabar instrucciones, continuó relatando Magnolio, Magnolio decidió tomar la iniciativa de seguirla, siempre guardando las debidas precauciones para no ser avistado por la señorita Ivet. El haber perdido Magnolio un tiempo precioso en estas reflexiones y el haber en aquella zona céntrica de nuestra ciudad transeúntes y árboles añosos que sortear casi le habían hecho perder el rastro de la señorita Ivet. Finalmente empero, dijo Magnolio, Magnolio la había vuelto a vislumbrar cuando la señorita Ivet en persona desaparecía por las escaleras que conducían a la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña», situada precisamente en el subsuelo de la Plaza de Cataluña, de la que tomaba su nombre. Allí (en la estación «Plaza de Cataluña» de la Plaza de Cataluña) la señorita Ivet se había dirigido a una ventanilla de información al usuario (del ferrocarril) y dialogado brevemente con el empleado de adentro. Luego había consultado un panel electrónico indicador de los horarios, destinos y otras características de los ferrocarriles. Por último la señorita Ivet se había dirigido a una máquina expendedora de billetes de ferrocarril (al usuario) y había examinado la lista de precios. Satisfecho su interés a este respecto, la señorita Ivet había emprendido el camino de regreso a su casa (o inverso), siempre seguida de Magnolio, adonde ella se había reintegrado a las diecisiete horas y cincuenta y seis minutos, aproximadamente, no sin antes haberse proveído de víveres en una charcutería. Después de esta excursión a la Plaza de Cataluña, no había pasado nada más, salvo que estaban cayendo goterones mientras él hablaba, concluyó Magnolio.

Abrí el paraguas y como bajo su escaso diámetro no teníamos cabida los dos sin incurrir en posturas licenciosas, le dije que se fuera, no sin antes felicitarle por lo acertado de su actuación y la claridad de su informe y encarecerle que a la mañana siguiente fuera a la peluquería a la hora de apertura por si había que hacer algo más. Prometió cumplir y se fue corriendo.

Los pocos peatones que aún deambulaban por allí le imitaron en lo de irse y pronto me quedé sin otra compañía que la circulación rodada. En previsión de una larga espera bajo la lluvia, recogí una bolsa del plástico del suelo (había muchas), la abrí por las costuras y la extendí sobre la acera a fin de proteger de la humedad el culo. Sobre esta elemental pero eficaz esterilla me senté, apoyé la espalda en el tronco del árbol añoso, encogí las piernas para quedar todo yo cubierto por el paraguas y fijé mi atención en la ventana de la vivienda de Ivet. Al cabo de un rato el progresivo oscurecimiento del cielo producido por la puesta del sol activó el alumbrado público y los escaparates y rótulos de las tiendas. En muchas ventanas y balcones se encendieron luces. Más tarde cerraron las tiendas las puertas. Disminuyó mucho la circulación rodada y amainó la lluvia. Pensé en la pizzería con añoranza y carpanta. De buena gana habría entrado en cualquiera de los bares que proliferaban en el sector terciario (propicio al ocio) de nuestra ciudad y adquirido un bocadillo de calamares encebollados u otra especialidad, pero no andaba sobrado de fondos y la investigación del caso podía prolongarse varios días, cuando no meses, con la consiguiente acumulación de gastos, siempre difíciles de afrontar y más cuando el capital inicial asciende a casi nada.

A las once o así paró de llover, se abrieron las nubes y compareció la luna en el firmamento. En la ventana del piso de Ivet me pareció distinguir la silueta de la mitad superior de Ivet. Luego desapareció esta silueta y apareció la silueta de la mitad inferior de Ivet. Por un momento pensé que Ivet se proponía dejar constancia ante un observador externo de que seguía entera, pero pronto rechacé esta idea absurda y colegí que debía de estar haciendo gimnasia. Mientras resolvía este enigma desaparecieron las dos siluetas complementarias y se apagó la luz, dejando la ventana a oscuras. Otras ventanas hicieron lo mismo. Pasada la medianoche no quedaban luces en las ventanas de aquel edificio ni en los restantes. Era una noche de recogimiento. Hasta los bares cerraban sus puertas temprano. La tranquilidad reinante me produjo un sueño invencible. Dormí un rato.

Me despertó un estruendo y una sacudida que me hizo dar varias volteretas por la acera. Era un estornudo, con el que mi organismo anunciaba su voluntad de resfriarse a causa de la lluvia, del relente y de que me habían robado el plástico mientras dormía. No así el paraguas, que había tenido la precaución de colgar por el mango de una rama del árbol alta y añosa. Clareaba y circulaban los primeros autobuses. Recogí el paraguas y en uno de aquéllos emprendí el camino de regreso a mi apartamento.

Antes de entrar llamé a la puerta de al lado. Abrió Purines, a quien pregunté si durante mi ausencia había pasado algo digno de mención.

– Nada de tu incumbencia -respondió-. Tú, en cambio, vienes hecho un san Isidro labrador. Calado, ojeroso, pálido y tiritando. ¿Te has echado al mar?

– No es nada, Purines -quise decirle. Pero un estornudo, que me lanzó al otro extremo del rellano, desmintió mi diagnóstico.

Conque me hizo entrar en su piso, aprovechar el agua de la bañera que había utilizado un cliente y aún guardaba su tibieza y propiedades para darme un baño de espuma, relajante y profiláctico, y ponerme ropa limpia y seca, mientras ella me preparaba un té. El baño me dejó como nuevo, pero la ropa que me prestó, cuando me la vi puesta en el espejo, me alarmó un tanto.

– Oye, ¿de qué voy vestido? -quise saber.

– ¡De Edita Gruberova en La filie du régiment! -respondió a gritos desde la cocina.

– ¡No sé qué es eso!

– ¡Ni falta que te hace! ¡Tu ropa está en el tendedero y con esta humedad no se secará hasta dentro de unas cuantas horas! ¡Y con la que llevas no podrás golfear!

Como por nada del mundo quería ofender a Purines (ni abusar de los signos de exclamación, que detesto), volví a mirarme al espejo y pensé que no había mal que por bien no viniese y que aquel disimulado atavío era muy adecuado para mis planes. De modo que me bebí tres tazones de té (no me gusta) que me calentaron el estómago pero no engañaron el hambre, y luego, tras reiterar mi gratitud a Purines y sacar el polvo de mi apartamento, me fui a la peluquería, adonde llegó también, con admirable puntualidad, Magnolio.

– Vaya con el modelito -exclamó al verme-. No le sabía estas aficiones.

– No piense mal -dije-. Es un disfraz. ¿Ha desayunado?

– Sí, señor. Opíparamente.

– Ah, por eso se le ve tan risueño.

– Por eso y por otro motivo no menos importante -dijo Magnolio.

Acto seguido y en tono confidencial me refirió que aquella mañana se había levantado temprano, había limpiado el coche y lo había aparcado a la puerta de la mansión de los señores Arderiu con la esperanza de trabar contacto con una de las dos criadas dominicanas de dichos señores, pues a su paso fugaz por aquélla (casa) alguien le había dicho que la encargada de ir a comprar el pan y los cruasanes para el desayuno de los señores Arderiu era precisamente Raimundita, por quien Magnolio sentía, como me había confesado con anterioridad el propio Magnolio, una afición muy acorde, por lo demás, con nuestros intereses. La suerte había favorecido a Magnolio y a eso de las seis horas y cuarenta y ocho minutos Raimundita en persona había salido a la calle con una bolsa de tela, a la sazón vacía, en la que, según todos los indicios, luego confirmados, se proponía meter el pan y los cruasanes. Entonces Magnolio había salido del coche y, dejando la puerta abierta, así como el capó, para que ella pudiera admirarlo en su totalidad, la había saludado con sobria dulzura y le había preguntado adonde iba. Ella, que casualmente se protegía de la serena con una caperucita roja, había respondido que iba a la panadería a comprar pan y cruasanes para sus amos (los señores Arderiu) como todas las mañanitas. ¿Y no le daba miedo andar sola por aquellas calles solitarias etcétera, etcétera? No; sólo se asustaba cuando le salía al paso un negrazo chango, canilludo y tutumpote. Y él: que no fuera malpensada, m'hija, que sólo había venido a acompañarla en coche por si llovía, no se fuera a mojar.

– ¿Le importaría dejar las estampas costumbristas para mejor ocasión y decirme si ha averiguado algo pertinente al caso? -le interrumpí.

– Pues la verdad es que nada -respondió un poco dolido-. Tampoco era cosa de propasarme en nuestra primera cita. Sólo, platicando de esto y de aquello, me contó Raimundita que anoche los señores Arderiu no salieron y que recibieron la visita del abogado señor Miscosillas, hombre maduro y canoso, a quien ella conocía de haberlo visto en la casa otras veces. El señor Arderiu y el abogado señor Miscosillas estuvieron hablando un buen rato, a solas. También durante el día habían recibido una invitación del señor alcalde para un mitin preelectoral, aunque este dato es poco significativo, ya que todos los censados en Barcelona hemos recibido la misma invitación para el mismo mitin.

– Poco es, en efecto -admití-, pero no está mal. Lo importante es que tenemos acceso a la casa a través de Raimundita.

– Perdone: el acceso lo tengo yo -atajó Magnolio-. Mi Raimundita no es un llavín. Claro que así vestido no parece usted un rival temible. ¿Para qué dice que se ha vestido?

– Aún no se lo he dicho -repliqué-, ni se lo voy a decir por ahora. Pero mi plan me exige abandonar la peluquería durante unas horas y había pensado que usted podría reemplazarme.

– ¿Reemplazarle yo? -exclamó Magnolio-. ¡Amos, anda! Yo no sé nada de peluquería. Y los clientes no me conocen y no se pondrán en mis manos: tengo pinta de caníbal.

– No menosprecie su sex-appeal. Ya ve qué buenos resultados le ha dado con Raimundita.

Protestó un rato pero acabó cediendo como hacía siempre. Era un encanto de persona. Pensé que si yo fuera Raimundita no dudaría en casarme con él, tanto si él me lo proponía como si no. Pero el tiempo iba pasando y había mucho por hacer, de modo que postergué para mejor ocasión estas consideraciones y me limité a iniciar a Magnolio en los secretos del corte, el marcado y la mise en plis, dejando para más adelante otros trabajos de más fuste.

– Cuidado con las orejas -dije a modo de colofón-; siempre aparecen donde uno menos las espera. Y no se meta en camisa de once varas: si le lían con los tintes, écheles agua y dígales que vuelvan mañana. En la pared está la lista de precios, pero sólo son indicativos. Procure cobrar el doble y no acepte menos de la mitad. Las propinas son para usted.

– Y el sesenta por ciento de la recaudación.

– ¿Está loco? El treinta y va que arde.

– Pongamos el fifty-fifty y no discutamos más.

– Está bien.


*

Por precaución decidí no devolver el paraguas (el cielo seguía cubierto) hasta el regreso y así provisto, pero sin desayunar, me dirigí a la Plaza de Cataluña y me situé frente a la boca de la estación subterránea de ferrocarril «Plaza de Cataluña» por la que la tarde anterior, conforme al relato de Magnolio, había entrado Ivet. Para evitar ser visto de ella cuando llegara, hice como que miraba con detenimiento (y persistencia) un escaparate de El Corte Inglés, cuya bruñida superficie me permitía vigilar por reflejo la boca de la estación (y por transparencia la mercancía) sin llamar la atención de los apresurados viajeros (al tren) que por aquélla apresuradamente entraban. La plaza estaba muy animada y también del almacén entraba y salía una febril muchedumbre adquisidora.

La espera se me hizo angustiosa. El té resulta ser diurético y yo, sin saberlo, me había bebido tres tazas colmadas en casa de Purines. Este problema, de suyo molesto, venía agravado en la ocasión por una vestimenta cuyo procedimiento me era ajeno y por la afluencia de turistas que, so pretexto de retratar tal o cual edificio, pretendían animar con una instantánea de mis frecuentes desahogos la insoportable vaciedad de sus álbumes de fotos. En estas escaramuzas andábamos cuando vi cruzar a Ivet la Ronda de San Pedro en dirección a la estación y a mí. Con la punta del paraguas me abrí paso y la seguí escaleras abajo, a corta distancia para no perderla y confiando en que el disfraz le impidiera reconocerme aunque me viese, pues soy de la opinión (aunque ellas lo nieguen) de que las mujeres, de los hombres, se fijan sobre todo en la ropa y en el pelo. Ivet, por lo demás, iba con prisa y sin recelo. De cuando en cuando echaba una ojeada a su reloj de pulsera y aceleraba el paso. Al pasar frente a un quiosco compró un periódico. Yo la seguía por la estación muy de cerca, sin prestar atención al cambio experimentado por aquel noble recinto, otrora museo de la cochambre y ahora rutilante centro de ocio, cultura y comunicaciones, provisto de una variada y aceitosa oferta gastronómica. Tan cerca de ella iba que estuvimos a pique de tropezar cuando se paró a comprar en la máquina expendedora un billete de ida y vuelta a Mataró. Mi peculio sólo alcanzaba para un billete de ida, provisto del cual, y siempre pisando los talones de Ivet, obtuve acceso al andén y luego al tren de cercanías allí puesto. Apenas hecho esto, se cerraron las puertas y arrancó el tren. Si no me agarro, me caigo.

A aquella hora el tren no iba lleno, si bien en el vagón al que subí no había ningún asiento libre ni nadie me cedió el suyo, a pesar del baño de sales, el vestuario y mi actitud recatada. Este detalle y el no haber recibido en todo el día ni un piropo me hicieron pensar que si de repente, por un capricho de los genes, me convirtiera en mujer, las cosas no me irían mejor, porque la vida no ofrece a nadie una segunda oportunidad y si la ofreciera, siendo los mismos que somos, no nos serviría para nada.

Y así, recostado contra la puerta y arrullado por esta filosofía, me quedé dormido mientras el tren circulaba por el subsuelo de la ciudad. Me despertó la luz del día al salir el tren del túnel. Ivet seguía en su asiento, enfrascada en la lectura del periódico. En el cristal vi transcurrir el paisaje sobre la transparencia de mi cara mustia. El tren circulaba junto a un muro corrido de unos dos metros de altura, totalmente cubierto de graffiti de colores. Detrás del muro se veían almacenes de ladrillo rojo, vacíos y desvencijados. Las paredes de estos almacenes también estaban cubiertas de graffiti. No había un palmo de pared sin graffiti. Ponderé con respeto la diligencia y constancia de una generación dedicada a pintarrajear todo el trayecto de Gibraltar a la frontera. En la suave cadena de montículos, bloques de viviendas destinados a la cría del pobrete violentaban el horizonte. En todas las ventanas había ropa tendida. Al cabo de un rato avistamos el mar. Como el cielo seguía opaco, en la playa no había nadie. Aparté la vista, porque el mar me deprime. La montaña también. En general me deprime el paisajismo. Todo lo que está a más de diez metros de distancia me produce desasosiego. Por suerte, al otro lado de la vía discurría la carretera y, más allá, la autopista. Con esto me distraje un poco. Los almacenes vacíos dejaron paso a desmontes y pilas de detritus. Luego fueron apareciendo urbanizaciones y centros comerciales entre espacios verdes. Unas veces había grandes bloques de apartamentos, todos iguales, otras veces, casitas bajas, también iguales, dispuestas en forma lineal o caprichosa, como si la organización general del territorio se hubiera ajustado a varios planes, todos distintos entre sí, todos malos y todos dejados a medio hacer. En los trozos no construidos, donde antes había habido huertos en bancales con higueras y almendros y una carretera sinuosa que subía por la ladera hasta llegar a una torre vigía o una ermita, ahora había césped, palmeras, pozuelos de alabastro y riegos de aspersión, en un intento de convertir aquel otrora honesto paraje suburbano en una California de segunda mano.

De esta apática contemplación me sacó inesperadamente Ivet, al levantarse, dirigirse a la puerta del vagón y salir por ella al parar el tren en una estación anterior a Mataré, denominada Vilassar. Tuve que brincar como una rana para que la puerta no se cerrara y el tren continuara viaje conmigo adentro, dejándola a ella atrás y afuera.

En la estación, abierta a la playa, cuyas arenas hollaba, soplaba un viento que de poco se me lleva la cofia de encaje. Me ajusté las cintillas y seguí a Ivet, que cruzaba la vía por un paso subterráneo alfombrado de arena y tapizado de salitre. Salimos al andén opuesto. Otro pasadizo de análogas características nos permitió cruzar la carretera sin parar el tráfico ni ser muertos por él.

Ivet caminaba por la acera de la carretera deteniéndose aquí y allá, como si, sabiendo adonde quería ir pero no cómo, buscara un punto de referencia u orientación. Al doblar la primera esquina se abría una plazuela inhóspita, expuesta al viento húmedo del mar, en un extremo de la cual había una fila de taxis con las puertas abiertas y los taxistas fuera charlando entre sí. Ivet subió al primer taxi, el cual partió al punto enfilando una calle perpendicular a la carretera que llevaba monte arriba. Como yo no tenía dinero para hacer seguir el taxi a otro taxi (conmigo adentro), hube de tomar nota mental de la matrícula, licencia y características del vehículo usado por Ivet y esperar a que volviera a la parada con o sin ella.

Mientras esperaba di una vuelta por la plazuela y sus inmediaciones. Había algunas casas nuevas y altas, junto a otras antiguas, de una sola planta. En éstas, donde a juzgar por algunos distintivos debía de haber habido antiguamente un herrero, un zapatero y un carpintero había ahora una agencia inmobiliaria, una tienda de souvenires y un barucho que llevaba por nombre El Carajillo Jovial. Como la actividad económica de la población estaba íntegramente consagrada a los meses de verano, ahora, fuera de temporada, todo parecía fruto de una grave equivocación.

En el barucho pregunté qué me darían por las doscientas pesetas a que ascendían mis posibles. Me dieron una bolsa de virutas de porex con sabor a gallinejas que me supieron a gloria. Salí de nuevo a la plazuela. El taxi de Ivet aún no había regresado. Un moro que regaba concienzudamente las plantas me dejó aplacar la sed bebiendo de la manguera. Luego me senté a la sombra de un árbol para resguardarme del viento húmedo y a ratos arenoso hasta que regresó el taxi que había llevado a Ivet. Entonces me acerqué al taxista, le pregunté de dónde venía y él me respondió que de la residencia. No pregunté más para no despertar sus recelos.

Eché a andar por la calle perpendicular a la carretera por donde había ido y vuelto el taxi y al primer peatón que se cruzó conmigo le pregunté cómo se iba a la residencia. Resultó ser un forastero tan despistado como yo. Los dos siguientes, también. Al final una señora me dijo que fuera subiendo por aquella calle o carretera secundaria, como ya hacía.

– En la primera curva encontrará el Instituto de Formación Profesional; usted siga. Luego encontrará la urbanización El Garrofer. Siga. Luego encontrará el Centro de Asistencia Primaria. Siga. Unos kilómetros más arriba encontrará la Piscina Municipal y el Complejo Deportivo. Siga un kilómetro más, siempre cuesta arriba, y ya verá la residencia.

Animado por esta perspectiva, agradecí a la señora su amabilidad y su exactitud y emprendí la ascensión a buen paso.


*

Por el apelativo que todos le aplicaban (la residencia) y por su privilegiada situación, en lo alto del cerro, rodeada de pinos y de buenas vistas, me había hecho a la idea de estar yendo a un hotel de lujo. Pero cuando sudoroso y derrengado me detuve frente a la cancela, después de una caminata de tres cuartos de hora, advertí que aquella ostentosa denominación encubría un triste asilo de ancianos.

Antes de que mis ojos se acostumbraran a la penumbra del hall percibí el olor, para mí tan familiar, de berzas hervidas, desinfectante a granel y heces fecales. Luego distinguí un mostrador vacío, una peana con una imagen policromada de Songoku y un orinal de loza olvidado en un rincón. Había contemplado una escenografía idéntica demasiados años seguidos y no estaba preparado para introducirme de nuevo en ella por propia voluntad, de modo que giré sobre mis talones y me dirigí a la puerta con el propósito de poner pies en polvorosa. De lo que me disuadió una voz proveniente de la zona más sombría del hall, que entre jovial e intimidatoria me preguntó:

– ¿Buscas a alguien, querida?

Traté de improvisar una evasiva, pero sólo conseguí articular una especie de gorjeo. La persona que me interrogaba se hizo visible: era una enfermera con bata blanca, fonendo y porra. Por su edad, su forma de conducirse y sus bíceps supuse que sería la enfermera jefa. Al copioso sudor de la excursión se sumó otro frío e igual de pestilente.

– No te agobies, querida -añadió al advertir mi confusión-. Es natural sentir un poco de aprensión cuando se franquea este umbral por primera vez y quién sabe si por última vez, ¿verdad? Pero no hay motivo de alarma. Se cuentan tantas cosas de estas residencias…, ay, querida, y todas falsas, créeme, todas falsas… Huy, y qué vestidito tan precioso te han puesto tus familiares para dejarte aquí abandonada. ¿Sabes si ya han pasado por caja?

Me hizo unas mamolas y me pareció advertir que sus colmillos eran desmesuradamente largos, aunque es posible que fuera una ilusión óptica provocada por la incierta luz y la digestión de los pseudodoritos. Por si acaso, di un paso atrás. La enfermera siguió sonriendo.

– No pareces tener la edad mínima para… -dijo-. Claro que siempre podemos hacer una excepción.

– No estoy aquí por mí -conseguí decir.

– Oh, perdona, querida -rió la enfermera-. Un error humano harto comprensible: el vestuario, el comportamiento atrabiliario, los rasgos fisiognómicos, todo hacía pensar en una precoz demencia senil… En fin, dejemos eso y vayamos al grano. ¿Un familiar cercano? ¿Un ser muy querido a quien deseas proporcionar largos años de bienestar en alegre compañía? Sí, querida, sí. Todo es poco cuando una ama de veras y está harta de que se lo hagan todo encima, ¿verdad? Hombre viejo, retablo de duelos. ¿Tu marido, tal vez? Me lo imagino. No hace falta que me cuentes nada. Pobrecita, cuánto habrás sufrido estos últimos tiempos. O quizá desde antes, quizá desde la noche de bodas. Los hombres son unos animales, querida. Animales y además irracionales. Si no fuera por el cipote, ¿de qué servirían? Mi maestro siempre lo decía. No te cases, Maricruz, me decía; pero si te casas, no te cases nunca con un hombre. Mi maestro era un caballero y un gran médico; con un gran cipote. El doctor Sugrañes, psiquiatra eminente, especialista en rehabilitación de psicópatas con tendencias delictivas, hoy felizmente retirado, presidente vitalicio de la Fundación Sugrañes, de quien tuve la suerte de ser aventajada discípula. A lo mejor has oído hablar de él.

Hice una respetuosa genuflexión y luego, impostando la voz para imprimirle un timbre femenil y un ligero acento batueco dije:

– Disculpe la ignorancia de esta pobre rucia, pero una servidora no viene para una egresión, sino a visitar un pariente. El pobrecín ha extraviado los anales, pero conocer, conoce. Si me permite allegarme… Le traigo unos Kinder Sorpresa en las pedorreras, pero me paice que se me han fundido con las calores.

La enfermera jefa arrugó la nariz y apartó la vista de mí con patente desagrado.

– Vaya, para esto no hacía falta que me hicieras perder el tiempo -dijo señalando una puerta al fondo del hall-. Ve tú misma. A esta hora los encontrarás a todos revueltos en el jardín.

Una escalera y su correspondiente rampa conducían a un jardín sin árboles ni hierba, cubierto por un cañizo, donde una veintena de guiñapos de uno y otro sexo, unos de pie y otros sentados, todos demacrados, contrahechos y estupefactos, babeaban y retozaban. En una esquina, apartada del grupo, vi a Ivet en compañía de un inválido. Para poder observarla sin estorbo ni suspicacia elegí a un pobre hombre que dormía en una tumbona atracada al muro con un pijama a rayas y una gorra de papel hundida hasta los ojos. La suciedad del pijama y la concreción calcárea de sus mocos daban a entender que nadie desperdiciaba en él tiempo, dinero y cariño. Arrastré hasta su vera una silla de hierro cubierta de orín (y de orina), me senté y compuse una imagen bastante verosímil de la abnegación filial. Huelga decir que aquellas precauciones eran de todo punto innecesarias, porque allí nadie prestaba atención a nadie ni a nada, ni había enfermeras que velaran por los pacientes, ni Ivet tenía ojos para otra cosa que el ser demacrado en cuya compañía estaba. Un examen de éste me indicó que no se trataba en rigor de un anciano, sino de una persona de mediana edad gravemente enferma. Debía de haber sido en tiempos no lejanos hombre guapo y de buena planta, dos cualidades que ahora había trocado por un rostro consumido, de ojos afiebrados y piel amarillenta, y un cuerpo quebrantado, prisionero de una silla de ruedas. Su expresión parecía despierta, unas veces airada, otras, ansiosa. Escuchaba en silencio lo que le contaba Ivet y luego pronunciaba frases cortas. Al cabo de un rato dejó caer la cabeza sobre el esternón y prorrumpió en algo parecido a sollozos o suspiros. Ivet le reprendió. Parecía decirle: no te dejes vencer por el desaliento. O quizá: todavía no te dejes vencer por el desaliento. Pero también en sus ojos se intuía el brillo de las lágrimas. Por último los dos juntaron las cabezas v estuvieron cuchicheando unos minutos, al término de los cuales Ivet se despidió del inválido y se dirigió con paso vivo a la salida. El inválido la siguió con la mirada y cuando ella se volvió desde lo alto de las escaleras para dirigirle un saludo con la mano, alzó la voz para decir:

– Recuerda lo que me has prometido. En ningún caso, ¿queda claro? En ningún caso.

Ella asintió con la cabeza, sonrió y le volvió a saludar, pero él se hizo el distraído, como si no se viera con ánimos de afrontar con entereza la separación. En conjunto había sido una escena tan conmovedora como aparentemente improductiva a los efectos de mi investigación.

Restañé mis propias lágrimas y me levanté con el propósito de seguir a Ivet. Pero cuando me disponía a salir tras ella se despertó el vejete del pijama de cuyo desmedrado bulto me había servido para espiar el encuentro de Ivet con el inválido, y agarrándose a un pliegue de mi falda tiró de él con inusitada energía y gruñó:

– ¿Se puede saber qué cono haces a mi lado? So guarra. Y fea.

Habría reconocido aquella voz en cualquier parte, pero no podía dar crédito a mis oídos. Escudriñé sus facciones, reparó él en las mías y abrimos ambos las dos bocas desmesuradamente. El vejete del pijama a rayas fue el primero en recobrar el don del habla y usarlo para exclamar:

– Arsa la leche. Esta vez sí que son alucinaciones.

A lo que yo, vencido en parte el inicial asombro, respondí con manso tono:

– No sabe cuánto me alegro de volver a verle, comisario Flores. Sobre todo en circunstancias tan gratas para usted.


*

Mi relación con el comisario Flores se remontaba a tiempos tan lejanos que habría podido decirse sin temor a exagerar que ya formaba parte de la Historia de España, si en la Historia de España tuvieran cabida semejantes pequeñeces y miserias, cosa que está por ver. En los recovecos más oscuros de mi memoria se pierden las causas y circunstancias de nuestro primer encuentro, aunque no sus efectos. Para entonces yo era un simple aprendiz de descuidero y él iniciaba lo que había de ser una brillante carrera al servicio de la ley y el orden. El destino nos unió, sin el menor deseo por mi parte, hasta hacer de nosotros un dúo inseparable. A falta de mejor instructor, él me enseñó cuanto sé: la eficacia del trabajo (no compensa), la importancia de ser honrado (si eres imbécil), la trascendencia de la verdad (nunca decirla), lo aborrecible de la traición (y su rendimiento) y el verdadero valor de las cosas (ajenas), así como, por inducción, lo indicado de la tintura de yodo para heridas, arañazos, hematomas, rasguños y excoriaciones. A su sombra me hice riguroso en la planificación de mis actos, cauto en la realización, meticuloso en la ocultación posterior de todo rastro. En vano: de poco me valieron estas mañas enfrentadas a su sagacidad, sus conocimientos prácticos, su ciencia y la ventaja que otorga disponer de muchos medios y carecer de control y de escrúpulos. Siempre me engañó y nunca se dejó engañar de mí, llegando incluso, en ocasiones contadas, con falsas promesas, a valerse de mi esfuerzo y mi persona en provecho suyo, para dejarme luego en la estacada. A menudo me preguntaba si tanto encarnizamiento y tanto encono no ocultarían, en el fondo de su alma, un rescoldo de afecto mal tramitado, pero después de sopesar cuidadosamente los indicios a la luz de las más acreditadas teorías sobre los actos fallidos y otras meteduras, acabé resolviendo que nanay. Aún ahora, de regreso al redil y en tan distinta coyuntura, no podía caminar por una calle oscura y silenciosa sin temor a oír el ruido de sus pasos a mi espalda.

– ¿A qué has venido? ¿Quién te envía? No me engañes que te parto la cara, eh -dijo.

Hice amago de esquivar el golpe y salir de naja. En sus años mozos, convencido de la conveniencia de cultivar el cuerpo y el espíritu, el comisario Flores gustaba de practicar una modalidad de boxeo basada en la pasividad del contrincante y en la cual él y yo nos lucimos incontables veces. Ahora, avanzado de edad, desprovisto de toda jurisdicción, endeble, mortecino y sujeto a la silla por una correa de cuero, recuerdos del ayer todavía me inspiraban temor.

– Una sola visita -siguió diciendo-, una sola visita en tantos años… y habías de ser tú.

– No se haga ilusiones -respondí-, no he venido a verle. No sabía que hubiera acabado aquí sus días. Si lo hubiera sabido, no habría venido.

El comisario Flores encogió sus descarnados hombros y se escupió en la rodilla.

– Yo tampoco quería venir, muchacho -dijo-. Me engañaron. Verás cómo fue: Estaba yo un día en mi despacho y entraron cuatro tipos de Madrid. Compañeros, hacían ver que eran. Camaradas. Hablaban como si lo supieran todo. Oyéndoles yo pensaba: joder, éstos se la meten cada día al ministro y luego el ministro se la mete a ellos. Ya sabes cómo funcionan estas cosas en Madrid. No nos conocíamos de nada, pero ellos nada más verme me tutearon. En esto hemos ido a dar, me dije. Yo ya se lo había advertido, primero a Carrero Blanco, después a Arias Navarro, y por último al Rey. Ni caso. Me enseñaron el BOE, me citaron no sé qué reglamentos hechos por maricas para maricas. Me dijeron: hemos encontrado un sitio ideal para tu retiro, macho. Estarás divinamente. Tócate los huevos. Me dijeron: hecho a tu medida, joder. El paraje, la gente, todo. Aire puro, pajaritos y tú tranquilo, tío, relajado. Conectado al mundo entero vía satélite, y la próstata, a tomar por el saco. El servicio, de puta madre, un médico siempre de guardia con un par de cojones, y las enfermeras, joder, niñas en tanga. ¿No te jode? Alcánzame aquella piedra.

– ¿Para qué la quiere?

– Anda, sé buen chico y alcánzamela.

– Si no me dice para qué la quiere, no se la doy.

– Para darle en la cabeza a aquel moribundo. Venga, hombre, que nos podemos reír un rato. Oye, ¿no tendrás un caliqueño escondido, por casualidad?

– Siga contándome lo que le dijeron.

Con una uña larga, sucia y astillada se rascó las mejillas secas, hundidas, que unidas a una barba rala y descuidada le conferían aspecto patibulario, mientras seguía diciendo:

– Me dijeron: amigo Flores, ha llegado el momento de dejar el servicio activo. Pero eso no significa vegetar, coño. No tienes familia ni nadie que te cuide. Vete a este hotel que te hemos buscado y dedícate a escribir tus memorias, joder. Con las cosas que has visto y has oído, te saldrá un best-seller como un par de cojones. Y yo: coño, no sé si sabré, y ellos: nada, hombre, treinta folios, lo que te salga de las pelotas; luego unos muertos de hambre te ponen las comas en su sitio y te conseguimos el Planeta. Cincuenta kilos y lo que cuelga. Anda, dame esa piedra. ¿Un caliqueño no tendrás? En fin, que me presentaron unos papeles a la firma y los firmé. Apenas lo hube hecho, entre los cuatro me cogieron en volandas y me trajeron aquí. Y ya está, joder. No me dejan salir. No me quieren dar lápiz y papel. Por si la angustia de la página en blanco me afloja los esfínteres, dicen. Además me han robado mi identidad: me han quitado el arma, la documentación y la ropa. Y estos viragos, como saben que no me puedo defender, se dirigen a mí en catalán. Hasta para ir al excusado he de pedirles permiso. Que puc anar a l'excusat? ¡Pues no señor! El Alcázar no se rinde. Me lo hago todo encima: pis y caca. Y el primero de abril, me la pelo. Y así no sé ni cuántos años llevo. Pero tú no me has dicho aún a qué has venido.

– Estoy en un caso, comisario, y no me vendría mal su ayuda.

Suspiró, bajó la frente, entornó los párpados enrojecidos y la nariz, larga, afilada y torcida, se le descolgó como la trompa de un mosquito.

– Pobre de mí -gimoteó-, yo ya no puedo ayudar a nadie.

– A mí, sí -repuse-. ¿Ve aquel hombre?

Señalé al inválido a quien acababa de visitar Ivet. El comisario Flores hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

– Me interesa saber quién es, cuánto tiempo lleva recluido en este asilo, a qué se dedicaba antes y qué relación tiene con la chica que estaba con él hace unos minutos. No le habrá pasado inadvertida. Es de las que a usted le gustaban cuando aún servía para algo.

– Hombre, vista sí la tengo. A poco que enseñe los muslos, me la como con los ojos, menudo soy yo con las tías. Pero de todo lo demás no sé nada. No me trato con esta gentuza, ni esta gentuza conmigo. Claro que lo podría averiguar. En eso nadie me gana: fui el mejor. Todavía lo soy, huevos aparte.

– Pues demuéstrelo, comisario -le sugerí-, pero con mucho tacto. Nadie debe saber que alguien se ha interesado por este sujeto. Esto es fundamental, ¿lo entiende?

Clavó en mí una mirada acuosa, en la que a la malicia se sumaba el fulgor evanescente de la idiocia.

– Claro -balbució-. Pero yo, a cambio, ¿qué sacaré?

– Conozco gente ahí fuera. Gente influyente. El alcalde de Barcelona y yo, sin ir más lejos, uña y carne -dije-. Podría mover algunos hilos para que revisaran su caso.

– No te creo -respondió.

– Haga como le plazca -dije-. Le dejaré un número de teléfono. Es un bar. Pregunte por el señor de la peluquería y me avisarán. Eso si averigua algo y me lo quiere contar. Y si no averigua nada o no se fía de mí, pues no me llame y tan amigos. Si pasa algo, yo le llamaré a usted.

Uno de sus ojos se volvió una rendija.

– ¿Seguro que podrías sacarme de aquí? -preguntó mientras yo le escribía el teléfono en el faldón del pijama-. Bah, no me lo creo. Tú no puedes hacer nada y si pudieras, no lo harías. A mí no me engañas.

– A usted no le engaña nadie, comisario Flores -respondí levantándome y dejándolo con la palabra en la boca desdentada.

Al salir busqué a la enfermera jefa y le anuncié que a lo mejor volvía y a lo mejor no.

– He encontrado a mi pariente muy consentido y muy gordo -añadí-: póngalo a dieta, y si protesta, duro con él.

Cuando salí de la residencia el cielo se había despejado y el sol del mediodía proyectaba la sombra de cada cual debajo de sus zapatos. Deshice el camino, ahora todo él cuesta abajo, hasta la estación. En la playa se habían instalado unos pescadores de caña. Se protegían del viento con unos capotes de hule y cada uno tenía tres o cuatro cañas plantadas en la arena por ver si picaban varios peces al mismo tiempo. Mientras esperaba el tren no picó ninguno.

Subí sin billete al último vagón y me coloqué junto a la puerta trasera para poder apearme si subía el revisor. En el vagón de al lado iba un gitano de pelo ensortijado y grandes patillas tocando el acordeón para no dejar leer en paz a los viajeros. En la primera parada salió el gitano del vagón donde viajaba, se metió en el mío y se puso a tocar con brío el acordeón. Debía de ser extranjero, porque en vez de un pasodoble tocaba una canción melancólica y rara. A lo mejor tocaba un pasodoble y le salía así de mal. Le ofrecí pasar la gorra si me pagaba el billete cuando pasara el revisor. Se avino al trato y como el revisor no pasó en todo el trayecto y la gente es dadivosa, el negocio le salió redondo. Al apearnos en la Plaza de Cataluña me propuso que nos asociáramos en forma permanente.

– Yo toco y tú pasas la gorra y echas la buenaventura. Lo que saques de la quiromancia, para ti. Lo de la gorra, para mí -dijo el gitano. Hablaba arrastrando las eses o las erres, según se le antojaba.

– ¿Y yo qué gano en el trato? -le pregunté.

– La protección de un hombre -respondió.

Le dije que tenía otros planes. Y churumbeles. Nos despedimos y yo salí corriendo a coger el autobús, porque se había hecho tardísimo.

En la peluquería encontré a Magnolio tranquilo y dueño de la situación. Con las primeras clientas, me dijo, se había puesto un poco nervioso y había cometido lo que él mismo calificó de «estropicios». Luego, sin embargo, le había ido cogiendo el tranquillo a la cosa y a la dienta número doce ya se sentía un profesional hecho y derecho.

– ¿La dienta número doce? -dije yo-, ¿pues cuántas han venido?

– Veintidós.

– No diga tonterías -le reprendí-. Aquí no vienen veintidós personas en todo el año.

– Pues veintidós han sido. Mire la caja y se convencerá.

Abrí la caja registradora y salieron volando billetes de banco. Los contamos e hicimos el reparto convenido. A continuación le dije a Magnolio que ya no le necesitaba y que podía irse. Magnolio se mostró remiso.

– Verá -acabó diciendo entre carraspeos-, mientras usted no venía yo iba pensando… A mí esto de la peluquería no se me da mal… en cambio lo de aparcar y los semáforos…

– Está bien -le atajé-. Tengo su ficha. Si le necesito ya contactaré.

– No, mire -insistió Magnolio-, es que se me ha ocurrido… Yo para el modelado tengo mano, y labia con las señoras. Naturalmente, ajustaríamos el porcentaje al rendimiento de cada cual. Pero si usted se acoge a los beneficios de la jubilación anticipada…

– Esto es el colmo -exclamé-. Le permito estar aquí dos horas en régimen de aprendizaje y ya pretende quitarme la titularidad. ¿Cómo se atreve? Usted es un pelagatos y un don nadie.

– Mi padre tenía un cebú.

– Hablo del gremio.

– Bueno, no se enfade, ya me voy. Pero si cambia de idea, llámeme. Conmigo el negocio daría un subidón, y Raimundita me podría ayudar.

– Eso, encima tráigase a su novia. Hala, fuera de aquí. Y si le veo rondando por el barrio le denuncio por no tener papeles.


*

Como es natural, las inadmisibles pretensiones de Magnolio me sulfuraron sobremanera, pero no tanto como para hacerme perder el apetito, de modo que hice un vale de caja por mil pesetas, cogí dinero en metálico por este importe y me planté en el bar de la esquina con la intención de engullir un bocadillo de calamares encebollados. Al empezar a mordisquearlo hube de volver corriendo a la peluquería, porque a través de la vidriera vi cómo varias clientas se congregaban allí y se daban tanda. Las cuales, al verme llegar derramando sonrisas y lisonjas, me preguntaron si las podía atender Magnolio, y al responderles yo que no, que Magnolio sólo había sido un episódico suplente al que no volverían a ver, pero que ya estaba yo para servirlas, se fueron todas. Esto me permitió comerme el bocadillo en santa paz, pero sumido en perplejidades.

A las seis y media vino Cándida. Llevada de su natural bondad (e inconsciencia), había rondado todos los hospitales de Barcelona preguntando por Santi, el alevoso recepcionista. Finalmente había dado con él en Can Ruti y un interno la había tranquilizado respecto de su estado: no era grave y en dos o tres días podría abandonar el hospital y reanudar sus actividades criminales, le había dicho el interno. Una herida de bala, le había explicado, era una risa en comparación con la salmonela, que tanto trabajo les daba. Si antes de ingerir una mayonesa equívoca la gente se pegase un tiro, otro gallo les cantara, había acabado diciendo el buen doctor. Reproché a Cándida su imprudencia, pero no pude por menos de agradecer el interés que mostraba por mis asuntos. Replicó que mis asuntos la traían al fresco, pero que la suerte de aquel muchacho galán y desventurado había despertado sus instintos maternales.

Estuvimos charlando (sin que viniera a impedírnoslo ninguna dienta) hasta la hora de cierre y ella se fue a su casa y yo a la pizzería, donde fui recibido con una justificada mezcla de estima y desabrimiento. Me disculpé alegando imprevistos y compromisos y prometí no alterar nunca más mis hábitos ni mi horario ni mi dieta.

– Ya veremos -dijo la señora Margarita-. Desde que empezaste a salir con aquella gachí de revista estás irreconocible.

– Si se refiere a mi vestuario, es un camuflaje -le dije.

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