8

Con la prontitud y entereza de un político avezado, el señor alcalde fue el primero en reaccionar ante aquella inesperada aparición.

– Habrá que ir a por más sillas -dijo.

El abogado señor Miscosillas advirtió que él no iba. Los demás también tenían piernas, agregó, si bien algunos no podían valerse de ellas, como Santi, y en otros, como Ivet o yo, no se podía confiar, dada nuestra condición de prisioneros. Al final acabó convenciéndose a sí mismo de lo irracional de su postura y salió de la habitación con paso decidido y regresó con una silla bastante sucia, le sacudió el polvo con su pañuelo y se la ofreció a Reinona, que (me había olvidado de consignarlo) era quien había interrumpido con su llegada nuestro indelicado debate sobre su propio carácter, historial, proceder e intenciones. Venía, como siempre, muy bien peinada y compuesta, con una falda de tabla y camisa de manga larga a rayas con pañuelo de seda atado al cuello. Complementaban este acertado conjunto un bolso de piel granate, a juego con los zapatos, y una cara de loca que hacía olvidar todo lo descrito hasta el momento.

– ¿No ha venido tu marido? -le preguntó el señor alcalde por decir algo, porque ella, aunque abría y cerraba la boca, como si quisiera hablar, no emitía sonido alguno.

– Su marido no sabe nada de esto -dije yo en su nombre- y haremos bien en no contárselo. Este asunto al señor Arderiu no le concierne, al menos de un modo directo.

– ¿Le sirvo un whisky con hielo, señora Arderiu? -le preguntó el abogado señor Miscosillas-. Señora Arderiu…, señora Arderiu, decía si le sirvo un whisky con hielo. Quizá en el estado de shock en que se encuentra…

Reinona se había sentado en la silla traída por el solícito letrado y nos miraba por turno, primero a Ivet Pardalot, luego a Santi, luego al abogado señor Miscosillas y al señor alcalde, sentados ambos de nuevo mano a mano en el sofá, y por último a Ivet y a mí, que completábamos el círculo siguiendo la dirección de las agujas del reloj. Sin esperar respuesta, el abogado señor Miscosillas fue a la cocina, regresó con un vaso limpio, sirvió un whisky con hielo y se lo ofreció a Reinona. Ésta bebió un sorbo largo, hizo un ruido con la lengua entre los dientes y a renglón seguido, algo repuesta del telele en que la había sumido el torbellino de sus emociones, se aclaró y dijo:

– Lo amé con ciega pasión, pero estaba escrito que aquella pasión había de traernos la desgracia.

– Me parece que no se refiere a su marido, ¿eh, Horacio? -preguntó el señor alcalde a su compañero de sofá.

– No, señor alcalde -dijo ella adelantando su respuesta a la del otro-. Mi marido es un buen hombre al que respeto como se merece, y nada de guiños a mis espaldas, que os estoy viendo. Nada influye en mi respeto el hecho de que no me casara con él por amor, sino por dinero. No me importa confesarlo. Por otra parte, el dinero no era para mí. No soy codiciosa. Lo necesitaba y él lo tenía. Eso es todo.

– Lo necesitaba para la niña, ¿verdad? -le pregunté con la intención de ayudarla a progresar en la narración de sus cuitas.

– Sí -dijo.

– ¿Qué niña? -preguntó el señor alcalde.

– La de la foto que guarda en un cajón del tocador -dije yo.

– La que tuvo con el hombre que amaba, señor alcalde -aclaró el abogado señor Miscosillas-. Tendría usted que recibir menos visitas oficiales e ir un poco más al cine. Reinona tuvo una hija natural de resultas de un mal paso.

– ¿Con el difunto Pardalot? -preguntó el señor alcalde.

– No, hombre, con el otro. El hombre a quien amaba en secreto.

– ¿Y a esto le llamas tú un mal paso, Horacio?

– Lo decía para que usted lo entendiera, señor alcalde.

– Yo también agradecería una aclaración -dijo Santi-, porque se me va la olla.

Tomé yo la palabra y recogí el hilo del relato.

– Siendo ya novia de Pardalot, Reinona se enamoró de Agustín Taberner, alias el Gaucho y mantuvo con él una relación sentimental a espaldas del entonces su novio, hoy difunto Pardalot, mientras el difunto ultimaba los preparativos de su boda.

– ¡Vaya cara! -exclamó Santi.

– Estoy con Santi -dijo el señor alcalde-. ¿Por qué no le dijiste la verdad a Pardalot? Estas cosas pasan, él lo habría entendido. Yo mismo entendería que mi mujer se enamorara del teniente de alcalde, pongo por caso.

– El propio Agustín Taberner, alias el Gaucho, le pidió que no dijera nada -intervino Ivet Pardalot-. Agustín Taberner, alias el Gaucho, había estado engañando y robando a sus socios desde el principio y temía que se descubriera el pastel si, por causa de Reinona, Pardalot perdía la confianza que tenía depositada en él. La estafa no era moco de pavo. Si Pardalot hubiese querido vengarse de la doble traición del Gaucho, lo habría podido enchironar por una buena temporada.

– ¿Pruebas documentales? -preguntó Santi.

– No hay otras, guapo -respondió Ivet Pardalot.

– Agustín me prometió arreglar los asuntos internos de la empresa a escondidas de sus socios -dijo Reinona-. Luego, con las manos limpias, le contaríamos a Pardalot lo nuestro y nos casaríamos. Le hice caso y disimulé.

– ¿Y habrías llegado a casarte con Pardalot para encubrir un desfalco? -preguntó Ivet.

– No lo sé. Ahora quiero pensar que no lo habría hecho, pero entonces, en pleno jaleo, no sé qué habría sido capaz de hacer por amor o por desvarío. Sea como sea, el azar decidió por mí, porque descubrí que estaba embarazada de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Por supuesto, decidí abortar. En aquellos años todavía había que hacerlo en Londres, así que me inventé una excusa para no despertar las sospechas de Pardalot ni de nuestras respectivas familias y me fui yo sólita a Londres. Llegué un martes lluvioso y frío de noviembre.

La luz de los faroles brillaba día y noche. Aquella lúgubre climatología se acomodaba a mi estado de ánimo. Incapaz de permanecer encerrada en la habitación del hotel salí a pasear. Me compré un impermeable en Selfridges y vagué sin rumbo en la neblina. Sin saber cómo me encontré acodada en el pretil del puente de Waterloo. A gran distancia bajo mis pies discurría el agua negramente. No sé si habría llegado a saltar pero durante unos minutos eternos consideré la posibilidad de hacerlo. Entonces se me acercaron dos jóvenes estrafalarios con unas pellizas afganas hediondas y me dijeron que se había acabado la guerra de Vietnam. Lo acababan de decir por la radio. Allí mismo nos fumamos un porro entre los tres y ellos se fueron dejándome de nuevo sola en el puente. Comprendí que aquel suceso trascendental acababa de marcar el final de mi juventud, que aquél había sido mi último porro y que a partir de entonces tendría que afrontar la vida sin idealismo ni quimeras. Gracias a Ho Chi-Minh había madurado de golpe. A la mañana siguiente, en vez de acudir a la clínica, me puse a buscar un alojamiento barato. Cuando lo hube encontrado, escribí una carta a Pardalot en la que le pedía perdón sin explicarle el motivo de mi deserción, y otra a Agustín Taberner, alias el Gaucho, diciéndole que no volveríamos a vernos. Un conocido franqueó y echó las cartas en París para borrar cualquier pista de mi paradero. Con ayuda de otros españoles establecidos en Londres conseguí sobrevivir con trabajos esporádicos. Tuve una niña y le puse de nombre Ivet. Cuando ella creció un poco pensé que mi hija se merecía una vida y una educación mejores que las que yo habría podido proporcionarle con mis magros ingresos. Yo era feliz allí, pero consideré mi deber regresar a Barcelona. Una vez en Barcelona, metí a Ivet en un internado de monjas y me casé con Arderiu para hacer frente a los gastos de manutención de la nena. Vagamente razonaba que al cabo de unos años, cuando Ivet ya no me necesitara, podría recuperar mi independencia. Un grave error. Todas mis decisiones acabaron resultando otros tantos errores.

– Yo nunca te reproché nada, mamá -dijo Ivet-. Yo en tu lugar habría hecho lo mismo.

– Sí, claro, dos santas -dijo Ivet Pardalot-. Y mientras tanto, mi padre en Babia.

– Y yo también -gruñó el señor alcalde-. Víctima de un estafador por interpósita persona. ¿Tú sabías algo de esto, Horacio?

– Sí, señor alcalde -respondió el abogado señor Miscosillas-, pero cuando lo descubrimos usted ya ocupaba la alcaldía y temimos que un disgusto de esta envergadura pudiera alterar la fama universal y el sólido equilibrio mental de que usted goza. Por lo demás, decírselo no habría servido de nada: Agustín Taberner, alias el Gaucho, estaba arruinado y gravemente enfermo. Nos limitamos a encargar que le rompieran las piernas para darle un escarmiento formal y le notificamos que poseíamos documentos altamente perniciosos para él. Le dijimos que en cuanto se nos antojase podíamos enviarlo a la cárcel a perpetuidad, y él lo debió de entender, porque se esfumó sin dejar rastro.

– Amenazado, enfermo y apaleado, Agustín Taberner, alias el Gaucho, inició un proceso inexorable de decadencia -explicó Reinona-. En otro momento y en posesión de sus cualidades físicas, Agustín Taberner, alias el Gaucho, habría podido emigrar, reinstalarse en otro país, emprender nuevas aventuras. Y yo me habría ido con él. Pero su enfermedad se lo impidió. De resultas de la paliza quedó paralizado de cintura para abajo, ¡él, que tanto partido le había sacado a aquella mitad del cuerpo! Un caso triste de ver. Para entonces, Ivet había acabado sus estudios y se había ido a Nueva York a perfeccionar el inglés, ampliar sus horizontes culturales y encontrar un trabajo a la altura de sus méritos. Con su inteligencia y su palmito no tardó en recibir ofertas interesantísimas. A los pocos meses de llegar ya había triunfado como modelo de lencería fina. Las principales agencias se la disputaban. A mí se me partía el corazón pensando que iba a truncar una carrera tan brillante, pero las circunstancias no me daban otra opción. Le escribí una larga carta contándole quién era su verdadero padre, cosa que hasta entonces le había ocultado, y pidiéndole que regresara a cuidarlo. Y ella, que tiene un corazón de oro, hizo las maletas y se plantó en Barcelona sin una queja, sin un reproche.

– Bravo: hija modelo y por si fuera poco, modelo de ropa interior -exclamó Ivet Pardalot con sarcasmo-, ¡admirable fábula! Lástima que no contenga una sílaba de verdad. Escuchen. Estando yo en Amherst, Massachusetts, cayó en mis manos un horrible catálogo de venta por correo. Alguien lo había dejado tirado en un banco del parque. En un anuncio descolorido de culottes de felpa para la tercera edad reconocí a Ivet. Intrigada, hice mis averiguaciones. En Nueva York, Ivet había probado fortuna en el mundo de la publicidad. En vano: una cosa es ser mona en Llavaneras y otra salir en la portada de Vanity Fair. Por una que lo consigue, diez mil fracasan. Quizá cien mil. El caso de Ivet era uno más, un simple dato estadístico. Desengañada, sin carácter y sin recursos, había caído en malas compañías: drogas, bulimia, prostitución encubierta. Debería haberla compadecido, pero la noticia me hizo bastante gracia. En el colegio yo había soñado con ser modelo, mi vulgaridad me había librado de morder el anzuelo, y ahora, por fea, estaba en Amherst, Massachusetts, haciendo un doctorado en Business Administration. En cambio Ivet, por guapa, se hundía en el lodo. ¿Debía sentir pena por ella? Quia. Yo no había buscado la venganza, pero si la fatalidad me la traía a domicilio, ¿por qué me había de resistir? ¿Obré mal? ¿Debería haber corrido en ayuda de mi pobre condiscípula? ¿A santo de qué? No le debía nada ni tenía ganas de cargar con una yonqui. Me limité a observar a distancia su patético peregrinaje. Un día me dijeron que había regresado a Barcelona. Al cabo de un año, obtenido el título, yo también regresé para incorporarme como directiva en la empresa de mi padre. Como la cigarra y la hormiga.

– Quizá no hacía falta ser tan explícita en algunos detalles, cielo -dijo el abogado señor Miscosillas-. Has dejado a la pobre Ivet hecha una piltrafa.

Era cierto: conforme avanzaba su breve biografía, Ivet había ido abatiendo la cabeza hasta apoyar la frente en las rodillas. Sincopados sollozos sacudían su organismo y su silla. Al hacerse el silencio, levantó la cara y desde aquella postura algo forzada nos miró con ojos opacos.

– Soy una piltrafa, ésta es la verdad -dijo con voz ronca. Se enderezó, se restañó las lágrimas con el dorso de la mano y siguió diciendo-: El llamamiento de mi madre me brindó la oportunidad de dejar todo aquello y volver a Barcelona sin hacer patente a los ojos del mundo el fracaso de mis ambiciones. Volví dispuesta a regenerarme y empezar una nueva vida, pero no me pude desenganchar. Lo conseguía y recaía. Ahora estoy en fase de recaída. Cuando algo me angustia, me entra un mono de no te menees. Por este motivo no he encontrado un trabajo estable ni he podido hacerme cargo de mi padre, a quien hubimos de internar en una residencia para inválidos. Elegimos una en el extrarradio porque allí, lejos del escenario de sus truhanerías, estaba a salvo de las posibles represalias de Pardalot. Además, en el extrarradio las residencias son más baratas. Aun así, costaba un buen dinero, que Reinona debía aportar mes tras mes, sin contar con el que yo le pedía sin cesar para mi sustento y mis vicios. Mi presencia en Barcelona, lejos de aliviar su situación, la había agravado hasta extremos insostenibles.

– No digas eso, Ivet -dijo Reinona-. Sólo el hecho de tenerte aquí es un motivo continuo de alegría para mí y para tu pobre padre. En cuanto al dinero, me he ido arreglando. Al principio sin demasiadas dificultades. Luego las cosas se complicaron. Ni siquiera un pánfilo como mi marido habría dejado de advertir unos gastos injustificados tan cuantiosos como los que me obligaban a hacer un ex amante inválido y una hija colgada. Tuve que ingeniármelas para obtener dinero adicional por otros medios. Un día se me ocurrió vender una de mis joyas. Confiaba en que su desaparición pasara inadvertida, pero no fue así. La joya estaba asegurada, el robo fue denunciado, hubo una investigación y las sospechas recayeron sobre la pobre cocinera, cuya honradez acrisolada acabó brillando. Luego, para evitar la repetición de este desagradable incidente…

– Falsificó usted sus propias joyas -dije yo, ella movió la cabeza afirmativamente y yo continué, dirigiéndome a los demás-: Cada vez que la señora Reinona debía hacer frente a un gasto elevado o a un imprevisto, acudía a un orfebre poco escrupuloso y éste le hacía una copia de la joya que la señora Reinona se proponía vender. Es posible que el propio falsificador le comprara la pieza auténtica. En estos momentos la caja fuerte de la señora Reinona contiene una notable colección de chatarra, una de las cuales, concretamente un anillo de brillantes, me confió para que yo se lo guardara. Seguramente temía nuevas investigaciones a raíz del asesinato de Pardalot y no quería que alguien descubriese entre sus tesoros dos anillos idénticos, uno bueno y el otro de pega. Alguien debió advertir la maniobra, porque aquella misma noche vino la policía a detenerme por haber robado el anillo. En aquella ocasión me libré por los pelos, pero no así a la siguiente. Había devuelto el anillo a su dueña y se me llevaron preso. Y aún lo estaría si el abogado señor Miscosillas no hubiera ejercido sus buenos oficios. No movido por el altruismo sino porque Ivet Pardalot se lo pidió. Quería granjearse mi confianza por cualquier medio y tal vez utilizarme para concluir la ejecución de sus aviesos planes. Qué planes eran ésos y por qué les aplico el calificativo de aviesos lo sabrán ustedes si alguno de ustedes acude a la puerta a ver quién llama, porque a todas luces alguien más pretende sumarse a nuestro conciliábulo.


*

Todos los presentes menos él nos esforzamos por contener la risa cuando el abogado señor Miscosillas hubo de levantarse nuevamente del sofá para ir a abrir la puerta. Aproveché el intervalo para acercarme a Reinona, cuyo asiento era contiguo al mío, y preguntarle al oído si disponía de una llave de la puerta de entrada (del chalet; de aquel chalet) y, en caso contrario, cómo había entrado sin que nadie se la abriera o bien por dónde había entrado, a lo que ella, haciendo presión con su mano sobre mi rodilla respondió en un susurro:

– Todavía conservo una llave de la cocina. Agustín Taberner, alias el Gaucho, y yo nos veíamos de tapadillo en este chalet. No se lo digas a nadie, y menos a mi marido, que en este mismo instante hace su entrada en el salón.

Así era, efectivamente. Arderiu, el marido de Reinona, tras repartir sonrisas a derecha e izquierda abrió el paraguas y dijo:

– Buenas noches a todos. He venido a ver qué hacía Reinona. Reinona es mi mujer. Yo soy Arderiu, el marido de Reinona, la cual, esta misma noche, después de cenar en casa y en mi compañía, como tenemos por costumbre hacer cuando no hacemos otra cosa, se ha dirigido a mí y me ha anunciado, con absoluta naturalidad y sin rodeos, que se iba con una amiga o varias amigas, he olvidado el detalle, a un concierto de Renato Carosone. A mí me pareció bien y así se lo di a entender sin rodeos: nunca he puesto pisapapeles a las aficiones de mi mujer. Luego, sin embargo, me quedé pensando y caí en la cuenta de que hacía unos cuantos años que Renato Carosone no actuaba en Barcelona. Cuarenta años o así. El detalle no me habría escamado si desde hace unos días no hubiera advertido en Reinona un estado de gran excitación. Excitación nerviosa, quiero decir. Se pasaba las horas sentada en un sillón, hosca, callada, a veces con arrugas en la frente, a veces con lágrimas en las mejillas, a veces incluso con lágrimas en la frente a causa de las contorsiones. En fin, un caso claro de paroxismo. Pensé, pues, si lo del concierto no sería una excusa y en realidad no estaría tramando algo funesto, como una fiesta sorpresa para mi cumpleaños o Dios sabe qué. Bien, me gusta hablar sin rodeos, así que decidí preguntar al servicio doméstico sin rodeos adonde había ido mi mujer. El servicio doméstico siempre sabe estas cosas. Bien, Raimundita me dijo que su novio le había contado aquella misma tarde no sé qué del secuestro de un paralítico y de un chalet en Castelldefels. Bien, al concluir ella este sucinto relato, até cabos. Bien, bien, bien. Por si ustedes no lo saben, Reinona tuvo un romance hace muchos años con un ex socio del difunto Pardalot. Luego él se quedó paralítico de las piernas y condenado al paroxismo. Y atando estos cabos con otros cabos deduje que aquel paralítico y el paralítico secuestrado debían de ser el mismo paralítico. Y por el mismo procedimiento deductivo deduje que el chalet de Castelldefels sería este chalet. Por si ustedes no lo saben, este chalet había pertenecido al padre del difunto Pardalot y el difunto Pardalot y unos cuantos amigos lo utilizaban en sus años mozos para venir con ligues y organizar pitotes y francachelas. Yo mismo había venido algunas veces y me había encontrado aquí con el difunto Pardalot y con el señor alcalde, antes de ser señor alcalde, en pleno pitote o en plena francachela, según los días, pero siempre en estado de auténtico paroxismo. También solía venir a este chalet un tipo muy simpático, llamado Agustín Taberner, alias el Boludo, o algo por el estilo, buen bailarín. Luego supe, que Reinona había tenido un romance con este tal Agustín Taberner, o como se llamase, y que él o ella, no recuerdo el detalle, se habían quedado paralíticos. Por esto he venido.

Dicho lo cual, cerró el paraguas y me dirigió su mejor sonrisa y me dijo:

– Buenas noches. Soy Arderiu, el marido de Reinona, y su cara me resulta familiar, pero no sé si tengo el gusto de conocerle.

Le recordé nuestros encuentros anteriores, el primero en su propia casa, con motivo de la recepción para recaudar fondos con destino a la campaña electoral del señor alcalde, y el segundo en mi modesto apartamento, adonde él mismo había acudido y en donde había acabado durmiendo detrás de una cortina.

– Ah, sí, disculpe -dijo él-, tengo muy mala memoria. De tres cosas que hago recuerdo una y olvido dos, y la que recuerdo no sé a cuál de las tres corresponde. ¿Y estas dos señoritas tan gentiles? -añadió dirigiéndose a Ivet y a Ivet Pardalot al mismo tiempo-. ¡Qué guapas y qué distinguidas y qué bien se conservan! Nadie diría que son madre e hija.

– No somos madre e hija, zoquete -dijo Ivet Pardalot-. A ésta no la conoces de nada y a mí, desde que nací. Soy Ivet Pardalot, y para más inri hace poco pasamos un fin de semana juntos en un relais cháteau cerca de Saint-Paul-de-Vence.

– Ah, sí, ya me acuerdo, cómo no, cómo no -exclamó Arderiu golpeándose la frente con el puño del paraguas-, un fin de semana delicioso y verdaderamente inolvidable. ¿También dormí detrás de una cortina?

– Dejémonos de historias frívolas -propuse yo- y volvamos a lo que estábamos diciendo. ¿Quién mató al difunto Pardalot?

– Yo no, señoras y señores -se apresuró a decir Arderiu.

– ¿Cómo puede estar tan seguro? -repliqué-. Con su mala memoria podría haberlo matado y haber olvidado luego el incidente.

– Oh, esto es absurdo -dijo Arderiu dirigiéndose a toda la concurrencia y muy en especial a su paraguas-. El difunto Pardalot y yo éramos amigos. Es más, últimamente habíamos trabajado juntos en la financiación ilegal de la campaña del señor alcalde.

– Uf, éstas no son cosas que yo deba oír -masculló el señor alcalde.

– No omitamos sin embargo el hecho -añadí yo- de que el difunto Pardalot también mantenía una estrecha relación de amistad con su esposa, señor Arderiu, como usted mismo tuvo a bien decirme cuando honró con su visita mi casa y mi cortina. Y aunque reitera usted el talante liberal de sus relaciones matrimoniales y manifiesta absoluto desinterés por las actividades de su esposa, lo cierto es que cada vez que ella da un paso, a los cinco minutos aparece usted, especialmente si ella no le ha dicho adonde iba o ha intentado colarle una bola. Y no es menos cierto que sin ella habérselo revelado, según ella misma me ha dicho, conoce usted muchos detalles del pasado de su esposa. E incluso es posible que sepa también quién es esta señorita a la que usted finge no conocer ni de vista ni de nombre.

– ¿A Ivet? -dijo Arderiu-. Es cierto, no la conozco, jamás la había visto y nunca había oído su nombre hasta que yo mismo lo he pronunciado.

– No quisiera parecer descortés, señor Arderiu -dije yo-, seguramente es usted tan tonto como dice ser. Pero tal vez no sea tan inocente. Por ejemplo, usted lleva tiempo enterado de los tejemanejes de la señora Reinona con las joyas. Es más, fue usted quien denunció la desaparición del anillo de brillantes la noche de la recepción en su casa y quien puso a la policía sobre mi pista, no una, sino dos veces.

– Es verdad -admitió Arderiu-, me enteré hace años de la venta subrepticia de las joyas de Reinona por parte de Reinona. Como las joyas se las había regalado yo pagándolas de mi bolsillo, las recordaba bien. Un día vino a verme un joyero al vestuario del Club de Polo y me ofreció un collar que, según dijo, una persona le había vendido en el más estricto anonimato. Al punto reconocí el collar y lo compré con la intención de reintegrarlo al joyero de Reinona antes de que ella advirtiera su desaparición, pues poco tiempo atrás habían desaparecido de aquel mismo joyero unos pendientes y el asunto le había producido una gran turbación, sobre todo cuando las sospechas recayeron sobre la cocinera, buena mujer y excelente cocinera. Bien, fui, pues, a reponer el collar en el joyero y con gran sorpresa advertí que el collar todavía estaba allí, además de estar, como digo, en mis manos. Extrañado de que hubiera en Barcelona dos collares idénticos y que los dos fueran de mi propiedad, mostré a otro joyero los dos collares y así supe que uno era bueno y el otro facsímil. Como no entendía lo sucedido, no dije nada a nadie, y menos a Reinona. Coloqué el collar auténtico en su lugar y guardé el falso en mi propia caja de seguridad. Al cabo de un tiempo se repitió el hecho con otra joya, esta vez un pendentif modernista de mi abuela, más feo que la tiña. Lo volví a comprar sin rodeos. A estas alturas llevo comprado todo el joyero de Reinona.

– Pero nunca, en todos estos años, me dijiste nada -dijo Reinona.

– No quería causarte una contrariedad que pudiera llevarte al paroxismo -respondió Arderiu-. Para mí lo único importante es que nada turbara tu bienestar psicosomático y que pudieras salir a la calle sin oprobio y sin bisutería.

Al oír esta noble declaración de su estólido marido, Reinona no pudo evitar un verdadero y enternecido torrente de lágrimas.

– ¿Y todo esto por amor? -preguntó.

– No lo sé -respondió Arderiu-. Cuando analizo mis motivaciones suelo incurrir en inexactitudes. Una vez, siendo muy joven, tuve un sueño extraño. Sólo recuerdo que sucedía en Torralba de Calatrava, provincia de Ciudad Real. Fui a consultar al traumatólogo y no me supo dar razón. Desde entonces me rijo por algunas normas sencillas de mi propia cosecha. Por ejemplo, que si no podemos hacer felices a las personas que el destino ha confiado a nuestra discrecionalidad, al menos hemos de evitar que las asesinen.

Exasperada golpeó Ivet Pardalot con el puño el aparador de madera de pino y exclamó:

– Basta ya de inmundicias románticas. Si por desgracia leyera una escena similar en una novela barata, de inmediato la arrojaría a la basura tras haber escupido en el nombre del autor. Guárdense para la intimidad sus roñosos sentimientos y centren sus relatos y declaraciones en el asesinato de Pardalot y sus circunstancias. Al primero que dé rienda suelta a sus emociones le tiro un tiro.

– Bien -dijo Arderiu-, yo creía que todo guardaba una estrecha relación con lo demás. Lo siento. Los hechos sucedieron del modo siguiente. Yo sabía que mi mujer y Pardalot se veían a escondidas. Esto, unido a la venta continuada de las joyas, me puso la mosca en la boca. No me interpreten mal: yo no me opongo a que mi mujer se realice humanamente como ser humano, mientras las fotos no aparezcan en Interviú. Pero en esta ocasión intuí un problema, por no usar una palabra más fuerte: tesitura. De modo que decidí hacer averiguaciones por medio de una agencia de información. Como no conocía ninguna, pedí asesoramiento al señor alcalde y él me remitió a un consulting de probada eficacia al cual él mismo confiaba en períodos electorales sondeos de intención. También compraba allí programas pirata de ordenador. Me dirigí sin rodeos a esta empresa, me atendieron muy bien y por tratarse de mí encomendaron el expediente a un joven meritorio con un parecido extraordinario a este muchacho de la Beretta y las muletas.

– ¿Santi trabaja para ti? -preguntó Reinona.

– Si es el mismo y se llama Santi, sí -admitió Arderiu-. Bien, como parte de mi plan, Santi entró a trabajar en las oficinas de El Caco Español como guardia nocturno para poder vigilar de cerca a Pardalot. De este modo vine a saber que Reinona estaba en triple peligro; primero, porque todas las mujeres están en peligro, habiendo como hay tanta violencia contra las mujeres; segundo, por motivos específicos de la propia Reinona; y tercero, porque esto mismo ya lo he dicho hace muchísimas páginas.

– ¿A qué peligros se refería Santi? -preguntó Ivet.

– No lo sé -dijo Arderiu-. Si no recuerdo mal, él hablaba de indicios. Había visto entrar a Reinona en las oficinas, la había seguido por los pasillos, había escuchado detrás de las puertas y había percibido claramente palabras subidas de tono, expresiones francamente antitéticas y gritos.

– ¿Gritos? -preguntó el señor alcalde-, ¿qué clase de gritos?

– De los que se hacen con la boca -respondió Arderiu-. Ah, ah, oh, oh, sigue, sigue, etcétera.

– Está bien, cambiemos de tema -propuse viendo enrojecer a Reinona-. Hace unas noches recibió usted en casa la visita del abogado señor Miscosillas, el cual, en el transcurso de la entrevista mantenida a solas por ustedes dos, le habló de la necesidad de localizar a Agustín Taberner, alias el Gaucho, a la mayor brevedad. Esta conversación fue escuchada por Raimundita, referida por ésta a su novio, un chófer negro llamado Magnolio, y por éste a mí, no sin antes haberle revelado Magnolio al abogado señor Miscosillas el paradero de Agustín Taberner, alias el Gaucho, a cambio de una retribución en metálico.

– Dispense -dijo Arderiu-, no le he seguido hasta el final, pero es cierto lo de la visita del abogado señor Miscosillas y el paradero de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Yo no sabía de su existencia, pero el abogado señor Miscosillas creía lo contrario por razones propias de él o de su profesión.

– Pensé que Reinona le habría contado algo -intervino el abogado señor Miscosillas- o que se lo habría contado Pardalot, o el mismo Santi. Santi también trabaja para mí. Yo tenía interés en vigilar de cerca a Pardalot y por indicación del señor alcalde acudí a la agencia de información donde estaba empleado Santi. Al exponerles mi caso me dijeron que precisamente habían colocado a uno de sus mejores hombres en las oficinas de El Caco Español por cuenta del señor Arderiu y que gracias a esta feliz coincidencia, mediante una tarifa suplementaria, podían suministrarme información sobre Pardalot y sobre Arderiu. Arderiu no me interesaba particularmente, siendo como es tonto de baba, pero acepté la proposición.

– ¿Para qué quería tener vigilado a Pardalot? -le pregunté-. Pardalot y usted eran socios, él tenía en usted la máxima confianza, de fijo le habría dicho sin ambages lo que usted le hubiera preguntado. ¿O no?

Vaciló unos instantes el abogado señor Miscosillas y finalmente dijo:

– Lo siento, no estoy autorizado a responder a esta pregunta.

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