6

Encontré otra vez el apartamento vandalizado. Purines, a quien pregunté al respecto, dijo haber oído ruidos a media mañana, pero no haber hecho indagaciones por precaución. Le devolví el vestido y ella a mí mi traje seco y planchado (era de fibra) y nos reintegramos cada uno a su hogar. Del inventario del mío sólo eché en falta la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 de Santi. Lamenté no haberla escondido bien, no tanto porque deseara tener una pistola (me dan miedo) como por las huellas digitales u otros indicios que hubieran podido resultar de un examen pericial. En cambio no habían encontrado el anillo de brillantes de Reinona, que yo había incrustado en la ciclópea masa del bizcocho de Viriato. Lo extraje de allí, me lo eché al bolsillo y salí a la calle.

Aún había luz en el taller de la relojería del señor Pancracio. Di unos golpes al escaparate con los nudillos y a la llamada acudió el señor Pancracio, me reconoció, descorrió el cerrojo y me invitó a pasar.

El señor Pancracio era un viejecito menudo y humilde. Tenía una tienda pequeña, muy limpia y ordenada, llena de relojes de cuco, que a las horas y las medias le obligaban a salir a la acera. El señor Pancracio había dedicado su vida a la relojería, pero en las últimas décadas, desde la aparición de los relojes de cuarzo, su actividad había disminuido mucho. Ya no había piezas que reponer ni maquinarias que ajustar y engrasar para que funcionaran con exquisita precisión. Ahora su trabajo consistía en sustituir pilas gastadas y correas rotas y en ayudar a los tontos a cambiar la hora dos veces al año, cuando tocaba. Sin embargo, como había enviudado, sus hijos habían emigrado a América y sus costumbres eran por demás frugales, lo poco que ganaba en la relojería le bastaba para vivir con decoro. Y para apostar en las peleas de perros se sacaba un dinero extra haciendo de perista.

– Una señora cuyo nombre desea mantener en el anonimato me ha rogado poner a la venta este anillo de brillantes de incomparable grosor, perfección y voltaje.

El señor Pancracio se ajustó la lupa y examinó brevemente el anillo de Reinona.

– Culos de botella -dictaminó arrojando la alhaja sobre el mostrador y clavando en mí su ojo, que a través de la lupa se veía muy pequeño y lejano, como si la persona que en aquel momento tenía yo delante se hubiera dejado el ojo en casa.

– Imposible -repliqué-, la señora en cuestión pertenece a uno de nuestros más ilustres y antiguos linajes. Y me consta que necesita el dinero en forma acuciante.

– Ni siquiera de vidrio, hijo -insistió con suavidad el señor Pancracio-. Botellas de plástico. Aquí lo dice bien claro: agua mineral natural, envase reciclable. Yo por mí, con mucho gusto ayudaría a esta amiga tuya, pero los polacos con los que estoy en tratos no tienen ningún sentido del humor. ¿Te lo llevas o lo tiro yo mismo a la basura?

Volví con la baratija a mi apartamento, me serví un vaso de agua del grifo, me tumbé vestido en el camastro y dejé pasar varias horas contemplando las grietas del techo y tratando de poner orden en los sucesos del día. De este arrobamiento me sacó el timbre del interfono. Respondí molesto y extrañado: no esperaba visitas aquella noche. Una voz cantarina dijo ser Raimundita, sirvienta de los señores Arderiu y objeto de las atenciones del ambicioso Magnolio. La dejé entrar y al cabo de un minuto estaba siendo sometida por mí a una severa inspección ocular, de la que no quedé mal impresionado. Era graciosa de rasgos, actitud y movimientos sin perder por ello la compostura propia de su condición de doncella (en una casa buena) y parecía alegre de carácter. Al abrir la boca mostraba muchos dientes blancos, y al cerrarla fruncía los labios en un simpático mohín. Ante mí, y ajena al escrutinio, alternaba ambas posturas de la boca (abierta y cerrada) como suele hacer la gente al hablar. En su caso diciendo que se disculpaba por haberme venido a importunar a horas tan avanzadas, pero que se trataba de un asunto importante.

– Ya le he dicho a Magnolio que en la peluquería me basto y me sobro -dije en tono taxativo.

– Ah, no señor, no es por eso -se apresuró a decir Raimundita-. Yo vengo de parte de mi ama, la señora Reinona, a pedir que le devuelva el anillo de brillantes que la señora Reinona le dejó en depósito. La señora Reinona le dijo a usted que enviaría a alguien a buscarlo cuando lo necesitara. Ahora la señora Reinona lo necesita y ese alguien soy yo.

– Ah, el anillo -murmuré como si me costara recordar la existencia de la joya que acababa de someter a tasación y aún llevaba en el bolsillo-. ¿Y no ha dicho para qué lo quiere en este preciso momento?

– La señora Reinona me dijo que le pidiera el anillo, no que le diera explicaciones -replicó Raimundita.

– Ciertamente no es de mi incumbencia -admití-. Sólo lo he mencionado porque, según tengo entendido, hace unos años hubo un asunto en casa de los señores Arderiu relacionado con el robo de una alhaja. En aquella ocasión las sospechas recayeron sobre la cocinera, aunque al final todo se aclaró satisfactoriamente.

– Sí -reconoció Raimundita-, conozco la historia, pero sólo de oídas. Cuando sucedió este sucedido yo todavía no había entrado a servir en casa de los señores Arderiu.

– Bueno -dije-, esto a nosotros no nos concierne.

Le di el anillo y le pregunté cómo pensaba volver a casa de los señores Arderiu llevando encima un objeto tan valioso. Se coloreó levemente su pigmentación y confesó que Magnolio la estaba esperando en la calle para llevarla en coche.

– No ha querido subir porque dice que usted le tiene tirria -dijo Raimundita-. Él, en cambio, le tiene a usted mucho cariño y mucha admiración. Y también un poco de lástima, porque lo ve muy solo y muy pendejo. No le diga que yo se lo he dicho.

– Descuida -dije, y acto seguido, debilitada mi firmeza por aquella revelación, añadí-: Dile a Magnolio que si le viene bien, le espero en la peluquería mañana por la mañana. Puntual como un clavo, porque las clientas lo reclaman. Del prorrateo, ya hablaremos.

Al irse ella volví a mi anterior postura y actividad (mirar al techo) sin desvestirme, en lo que hice bien, pues no tardó en sonar nuevamente el timbre del interfono. Eran, dijeron, los dos agentes de la policía (nacional a nivel del Estado y autonómica) que ya me habían visitado la antevíspera con el propósito de llevarme preso por el robo del anillo de Reinona, hallado en mi poder. Subieron y me mostraron una orden judicial debidamente estampillada.

– Vamos a registrar su guarida hasta encontrar el anillo -dijo el mosso a quien el otro, en su anterior personamiento, había llamado Baldiri-. Si nos dice dónde está escondido, nos ahorraremos la faena de buscarlo y así lo haremos constar en el atestado.

– Como cosa buena -apostilló el otro.

– Ahórrense el registro y la palabrería -dije-. El anillo ya no está en mi poder.

– Entonces lo arrestaremos igual por ocultación de pruebas -dijo Baldiri.

– En virtud de la legislación vigente -apostilló el otro.

Me volvieron a esposar y se me llevaron a la comisaría. Allí se inhibió Baldiri y entró el otro conmigo y me dejó a cargo de un funcionario de paisano. Éste leyó dos o tres veces el mandamiento judicial y preguntó si había sido informado de mis prerrogativas como ciudadano y como reo. El guardia dijo habérseme señalado la parte pertinente del código penal y de la ley de enjuiciamiento y la jurisprudencia básica y se fue a continuar su ronda de noche. El funcionario de paisano me abrió ficha, tomó mis huellas dactilares y con una Polaroid me retrató de frente y de perfil.

– Antes de ingresar en el calabozo -me dijo- puede efectuar una llamada telefónica. Si es interprovincial o a un teléfono erótico, con cargo a su VISA.

Le di las gracias, pero decliné el ofrecimiento: no quería implicar en el asunto a quienes ninguna relación tenían con él, y menos aún a quienes estaban directamente relacionados con la aventura del anillo. Siempre estaba a tiempo de repartir responsabilidades. En cambio la intervención de la policía en el caso, por demás tímida y tardía, abría nuevas perspectivas que ardía en deseos de explorar.


*

El calabozo de la comisaría, lugar antaño por mí frecuentemente visitado, reflejaba ahora la evolución del país: amplio, limpio, bien ventilado, bien iluminado y provisto de un jergón ergonómico. Dormí un rato. Un guardia vino a despertarme con delicadeza, le pregunté la hora, eran las tres y cinco.

– Ha venido tu abogado, ha depositado la fianza y le está montando un pollo al comisario -me informó.

No dije nada. En el vestíbulo de la comisaría estaba plantado el caballero maduro y canoso a quien había tenido el gusto de conocer en casa de los Arderiu. A pesar de la hora iba impecablemente vestido y calzado. Con la mano izquierda sostenía una cartera de cocodrilo y de ejecutivo. En su mirada no vi amor.

– Andando -dijo.

– ¿Desde cuándo es usted mi abogado, señor Miscosillas? -le pregunté.

– Desde que alguien me paga para serlo -repuso-, y mientras dure la provisión de fondos.

No esperaba que fuera más explícito ni más amable.

En realidad sólo quería saber si su nombre era Miscosillas.

Después de despedirnos del comisario y de toda la plantilla de la comisaría, salimos a la calle el abogado señor Miscosillas y yo. El abogado señor Miscosillas señaló un coche oscuro (BMW Z3) estacionado a unos metros de la comisaría.

– Le está esperando -dijo.

– ¿Usted no viene?

– Voy en moto.

Se alejó sin decir más (ni buenas noches) y yo me encaminé hacia el coche oscuro siguiendo sus instrucciones. Cuando llegué a la altura del coche advertí que no era oscuro, sino claro, pero que parecía oscuro por ser todavía de noche. En el asiento del conductor había una mujer cuyo rostro no me resultaba desconocido. Dentro del coche no había nadie más ni fuera tampoco. La mujer encendió el motor, hizo ademanes imperativos y exclamó:

– Soy Ivet Pardalot. Deja de mirarme como un idiota.

– Ah, sí, por supuesto. La he reconocido de inmediato.

– Qué va. Sube.

Subí. Llevaba un pantalón pirata y un simple jersey de manguita corta.

– ¿Por qué te han detenido? -preguntó.

– Si ha sabido que estaba detenido, también sabrá el porqué -respondí.

– No te hagas el gracioso conmigo -respondió ella-. Un contacto informó a Miscosillas de tu detención y Miscosillas me informó a mí. Por tu vinculación al caso, todo lo que te sucede me concierne. Pero si no me quieres decir la causa de tu detención, no me la digas. Me trae sin cuidado.

– Entonces, ¿por qué…?

– ¿Por qué he hecho que te pusieran en libertad?

– Sí.

– No pretenderás que conteste a tus preguntas cuando tú te niegas a contestar a las mías. Limítate a darme las gracias y a ponerte el cinturón de seguridad: conduzco como una loca.

Era cierto. Recorrimos media ciudad a la velocidad del sonido sin respetar semáforo ni señal vial alguna. Por fortuna el coche era de buena factura y ella conducía como lo que en mis años mozos se llamaba un as del volante. Detuvo el coche en la calle Ganduxer, una calle residencial, ancha y arbolada. Se abrió sola la puerta de un garaje al accionar Ivet el dispositivo destinado a tal fin, entramos, paró el motor, salimos del coche. En un ascensor de latón dorado, alfombra negra, techo de espejo y música cadenciosa subimos hasta un recibidor austeramente decorado con panoplias y cornamentas de ciervo. Le pregunté dónde estábamos.

– En mi casa -respondió-. ¿Tienes miedo?

– Yo siempre tengo miedo -le contesté.

– La servidumbre no está -dijo-. Esta mañana los he despedido a todos o les he dado vacaciones, no recuerdo. Mañana los volveré a contratar. Esta noche quería estar sola.

– Entonces me voy -dije.

– Sola contigo -dijo ella-. Sígueme.

Echó a andar sin volver la vista atrás y yo me demoré dubitativo en el recibidor.

– ¿Puedo saber adonde me lleva? -pregunté.

– A la cama -respondió sin dignarse girar el cuello para mirarme-. Para eso he pagado la fianza y te he sacado de la trena.

Tenía razón. La seguí por un pasillo amplio y suntuoso. Conforme avanzábamos por él iba encendiendo las luces. Ante una puerta cerrada de dos batientes se detuvo un instante, hizo una profunda aspiración y abrió. Esta vez no encendió ninguna lámpara. La luz del pasillo permitía ver una cama antigua, grande y algo recargada de ornamentación, con balaustres y garras de águila en vez de patas. En conjunto, un mueble estrafalario. La mueca del santocristo de talla que pendía sobre la cabecera parecía reflejar la misma opinión. Al entrar advertí que el aire de aquella habitación estaba impregnado de un olor empalagoso, como de caramelo chupado. Ivet guardaba un silencio tenso. Por romperlo, dije:

– ¿Es su cuarto?

– El suyo de él -aclaró-. De mi difunto padre.

– ¿De Pardalot?

– Sí. Mi dormitorio está en otra ala. La casa es grande. Vivíamos juntos, pero con independencia. Ésta es su habitación y su cama. La cama a la que me he referido hace un momento. No habrás pensado que te invitaba a la mía.

– De ningún modo. ¿Y su madre?

– Mi madre y mi padre se separaron hace muchos años. Mi madre se fue de Barcelona. Yo estaba en un internado y la ciudad no le ofrecía aliciente alguno. Amigos le aconsejaron un cómodo exilio en París o Londres, pero ella prefirió establecerse en Jaén, donde reside. Mi padre se volvió a casar varias veces más, pero todos sus matrimonios acabaron en otros tantos fracasos.

Mientras iba desgranando su historial familiar había entrado en la triste alcoba y encendido las velas de un candelabro. A la luz vacilante de las velas mejoraba su aspecto pero en sus ojos había destellos de demencia. Se sentó en el borde de la cama y me hizo señas para que me reuniera allí con ella.

– No creo que deba -me disculpé-. En el calabozo puedo haber cogido ladillas.

Ivet Pardalot se encogió de hombros y fijó la vista en la pared tapizada de seda carmesí.

– Mi padre -dijo- fue un hombre muy desgraciado. Por este motivo hizo desgraciada a mi madre, y ambos me hicieron desgraciadísima a mí. Toda una familia catalana sumida en la desgracia por culpa de una sola persona. Esta persona todavía vive. Y aunque ha pagado parte del mal que nos hizo, todavía le queda mucha deuda por saldar.

– Escuche -dije aprovechando una pausa en su disertación-, yo soy peluquero, no psiquiatra. Para mí no tiene sentido alimentar rencores cuando ya es tarde para remediar las cosas. Bastante difícil es ganarse los garbanzos cada día, luchar contra los achaques y tratar de darse un gusto cuando se presenta la ocasión. Usted es joven, inteligente, rica y, a la luz de las velas, hasta resulta agraciada. Si quisiera, podría conseguir cualquier cosa: un marido, un amante, un maromo. Incluso varios, si le gusta la bulla. Una vida sentimental satisfactoria no implica necesariamente una goleada. ¿No ha visto aparearse los caracoles y otros fósiles en los documentales de la televisión? Uno los ve y piensa, yo con ésa no lo haría. Pero a ellos se los ve felices. Es lo que cuenta, y todo lo demás, perder el tiempo. Bien sé que estos consejos son vulgares. En modo alguno cubren el monto de la fianza y los honorarios del letrado. Si supiera cómo saldar el resto de la deuda, lo haría sin renuencia ni demora, pero no tengo nada ni creo que lo vaya a tener a corto, medio o largo plazo. Ya le he dicho que la encuentro atractiva, y aún la encontraría más si en lugar de hacerse mala sangre alegrara esa cara. Incluso es posible que no desdeñara un revolcón, aunque no en este escenario truculento. Ahora bien, si lo que pretende es hacer de mí un instrumento de su venganza, la respuesta es no. Búsquese a otro.

Un largo silencio siguió a estas ponderadas razones. En la quietud de la noche se oía el lejano tictac de un reloj, el crujido de las maderas, el susurro del viento y el acongojado trasiego de las ánimas benditas del purgatorio.

– Yo creía -dijo Ivet con voz ronca, apenas perceptible en medio de tanta algarabía- que te interesaba resolver el caso.

– El caso no -respondí-, sólo mi caso. Yo no pertenezco a ningún estrato social. Que no soy rico, a la vista está, pero tampoco soy un indigente ni un proletario ni un estoico miembro de la quejumbrosa clase media. Por derecho de nacimiento pertenezco a lo que se suele denominar la purria. Somos un grupo numeroso, discreto, muy firme en nuestra falta de convicciones. Con nuestro trabajo callado y constante contribuimos al estancamiento de la sociedad, los grandes cambios históricos nos resbalan, no queremos figurar y no aspirarnos al reconocimiento ni al respeto de nuestros superiores, ni siquiera al de nuestros iguales. No poseemos rasgos distintivos, somos expertos en el arte de la rutina y la chapuza. Y si bien estamos dispuestos a afrontar riesgos y penas por resolver nuestras mezquinas necesidades y para seguir los dictados de nuestros instintos, resistimos bien las tentaciones del demonio, del mundo y de la lógica. En resumen, queremos que nos dejen en paz. Y como no creo que después de esta exposición haya coloquio, me marcho a mi casa, a descansar. Si vuelven a detenerme, no hace falta que me envíe a su abogado. Tampoco hace falta que me acompañe a la puerta, yo solo encontraré el camino.

Le tendí la mano para demostrarle que no me caía mal. Seguramente por la misma causa ella la aceptó.

– Veo -dijo- que me he equivocado contigo. Pensaba que no interpretarías un gesto de amistad en términos puramente monetarios. La culpa del malentendido es mía: por tener demasiado dinero no valoro lo que doy y calculo mal el efecto de la generosidad en la sordidez ajena. Ya iré aprendiendo. Por lo demás, no te preocupes: no pienso presentarte factura por mi intervención y no necesito de tus servicios, ni para llevar a término mis planes ni para aliviarme los picores. Habríamos podido acabar mejor, pero al menos nos hemos entendido. Si quieres te pido un taxi.

– Gracias -respondí-. La red de autobuses de nuestra ciudad es inmejorable.

Desanduve el pasillo cuidando de apagar las luces en el recorrido, de modo que dejé la casa sumida en la oscuridad, salvo por el distante reflejo anaranjado del candelabro en el dormitorio y la suave luminiscencia proveniente del ascensor cuando éste acudió a mi llamada y abrió educadamente sus compuertas. Dejé que se cerraran. La luz del ascensor se redujo a una raja vertical, que menguó de prisa, de arriba abajo, y desapareció tragada por la horizontal del suelo.

Durante un largo rato no pasó nada. Si creyéndome ido, Ivet hacía algo, no era algo que yo pudiera percibir con el oído a la distancia que mediaba entre la lúgubre alcoba y el tenebroso recibidor. Me puse muy nervioso. Finalmente el resplandor de las velas se agitó, bailó una sombra en las paredes del pasillo y salió Ivet llevando el candelabro en una mano, como una fantasma. Habría sido fatal para mí si se hubiera dirigido adonde yo estaba, pero tomó la dirección contraria. Para seguirla con sigilo me quité los zapatos y los dejé junto a la puerta del ascensor con la intención de recuperarlos al salir, porque sólo tenía (y sigo teniendo) aquel par. Ivet acabó de recorrer el hondo pasillo, entró en un aposento y cerró la puerta, dejándome en tinieblas. Me aplasté contra la pared de la derecha para no chocar contra la pared de la izquierda y seguí avanzando con exasperante lentitud. Por la parte inferior de la puerta que acababa de cerrar Ivet se filtró una rayita de luz eléctrica. Apliqué el oído a esta rayita y percibí un murmullo. Supuse que Ivet estaría haciendo lo que, según tengo entendido, hacen las mujeres cuando la agitación les quita el sueño y nadie las ve comer pero me equivocaba, porque de inmediato oí su voz clara y sin tropiezos decir:

– Soy yo. ¿Dormías? Lo siento… Sí, el pazguato se ha ido… No, el pazguato se muestra remiso a colaborar. Ni se lo he planteado. Sólo un tanteo… Un tanteo verbal, tontín. Sí, de capirote, como tú decías… No importa: acabará cooperando y sin cobrar un duro… No, dinero no, pero le he insinuado que me acostaría con él si se avenía… Sí, con el pazguato. No, tontín, lo decía en broma… Que no, tontín… ¿Y a ti qué te importa?… Oh…, oh…, oh… No, tontín, estoy vestida…, un vestido sin mangas, con frunces, de Sonia Rykiel… ¿Mañana? No sé. He de mirar la agenda… No, ahora no me hagas decidir nada. Me caigo de sueño, tontín. Llámame si quieres. Si no, te llamaré yo. Buenas noches. Que duermas bien, tontín.

Colgó (supongo) y retrocedí a gatas (cosa difícil siempre; más a oscuras; pruébelo si no me cree) por si salía por aquel lugar, pero debió de tomar otra ruta o quedarse donde estaba, porque se apagó la luz y ya no pasó nada más. Todavía permanecí un rato en el pasillo, a la espera de nuevos acontecimientos, hasta que me di cuenta de que yo también me estaba durmiendo, como tontín. Regresé adonde me esperaban los zapatos, llamé al ascensor, bajé sin novedad a la portería, salí a la calle. Había amanecido en la ciudad y el tráfico era denso. Fui a la parada del autobús. Lo que le había dicho a Ivet sobre nuestros transportes públicos de superficie había sido una bravata. Por fin llegó el autobús, subí, conseguí sentarme. Me di cuenta de que aún llevaba los zapatos en la mano. No se puede estar en todo.


*

Magnolio me encontró delante de la peluquería, donde me había quedado dormido sin darme cuenta, despatarrado en la acera, cuando me disponía a abrir. Temeroso del qué dirán, me introdujo en el establecimiento a rastras y me metió la cabeza bajo el grifo del lavabo.

– Anoche me detuvieron -dije al despertar, no fuera Magnolio a formarse de mí un concepto innoble- y casi no pegué ojo. Ni anteanoche. La verdad es que me alegro de haberlo readmitido como subalterno interino, porque esta mañana, mientras usted hace prácticas, me tomaré un merecido descanso en un rincón.

– Ah, no, señor -respondió Magnolio-, justamente venía a decirle que esta mañana no cuente conmigo. Me ha salido un trabajillo de chófer y no he podido negarme. Vendré esta tarde.

– ¡Cómo! El segundo día y ya empezamos con éstas -rugí con sobrados motivos.

Prometió que no volvería a suceder y se fue. Metí de nuevo la cabeza bajo el grifo. Cuando desperté, el agua que me entraba por la oreja me salía por la boca. Cerré el grifo, recogí el agua del suelo y puse a secar la palangana. Eran casi las nueve y media y la peluquería seguía cerrada al público. Una vergüenza. Corrí a la puerta, di la vuelta al rótulo que por una cara rezaba: «Momentáneamente cerrado», y por la otra: «Permanentemente abierto», y subí la cortina confeccionada tiempo atrás con mis propias manos y con los restos de un delantal que me había dado la señora Pascuala de la pescadería (cuando aún se hacía ilusiones respecto de nuestro futuro), y yo había embellecido añadiéndole (con grapas) un fruncido y colgado de una caña sobre el cristal de la puerta con objeto de preservar el mobiliario de los rayos del sol, aun a sabiendas de que la peluquería estaba orientada al Norte, pero en previsión de los cambios climatológicos que a menudo anunciaban las organizaciones ecologistas. Hecho lo cual me senté a esperar.

Transcurrieron dos horas verdaderamente tranquilas. Luego, de repente, sin haber pedido hora, irrumpieron en la peluquería cuatro guardias urbanos y se pusieron a revolverlo todo. Yo iba del uno al otro con el peinador, por si alguno deseaba un corte, un afeitado o una loción, pero ellos mismos, por boca de su cabo, se encargaron de desengañarme con respecto a sus intenciones.

– Inspección rutinaria. En breve le visitará alguien importante. Entregue los objetos cortantes y punzantes.

Se incautaron de las tijeras y el peine y salieron para dejar paso a un equipo de televisión. Creo haber descrito ya la configuración y tamaño de la peluquería, pero no estará de más recordar al olvidadizo lector que una persona de regular envergadura, si tal fuera su capricho, podría colocarse en el centro del local y con sólo estirar los brazos destrozarse las uñas contra el yeso de las paredes, figura con la que se da a entender no andar uno muy sobrado de espacio. Pero tampoco era cuestión de hacer un feo a quienes tal vez venían a rodar la campaña publicitaria de Freixenet o a localizar interiores para un largometraje, así que fui sacando a la acera los muebles y utensilios del oficio a medida que iban entrando en la peluquería cámaras, focos, grúas y un número indeterminado de personas cuya función consistía en levantar acta de todas las pegas.

– Hostia, es que así no se puede trabajar, hostia. Y encima con prisas. Es que sois la hostia.

A la señora que me pasaba por la cara una esponja húmeda para quitarme los brillos le expliqué que las ojeras eran debidas a haber sido detenido la noche anterior y casi no haber pegado ojo, así como la precedente, y haberse ausentado mi ayudante por causas de fuerza mayor. La maquilladora respondió que ella no estaba allí para hablar con nadie y que si quería decir algo se lo dijera al realizador. El realizador me dijo que me abrochara todos los botones, que no hablara si no me lo ordenaba él expresamente y que por ningún concepto mirase a las cámaras. Le dije que procuraría hacerlo lo mejor posible y le pregunté si me podían facilitar el guión, porque la noche anterior me habían detenido y casi no había podido pegar ojo. Me arreó un sopapo, me colocó donde a él le pareció mejor (para el encuadre) y dio orden de encender los focos, provocándome con ello una ceguera temporal. Trataba de disimular mi aturdimiento con una carcajada estentórea, como había visto hacer a nuestros mejores presentadores, cuando oí una voz firme pero no exenta de afectuosidad decir:

– ¿Qué tal?

– Mal -respondí-. Anoche me detuvieron y casi no pegué ojo, y anteanoche, tampoco.

– Bueno -dijo la voz firme y afectuosa-, a mí esto me la sopla. Soy el alcalde de Barcelona y estoy haciendo campaña electoral. Ya sabe: reírme como un cretino con las verduleras, inaugurar un derribo y hacer ver que me como una paella asquerosa. Hoy me toca esta mierda de barrio. ¿Estamos en directo? Ah, vaya. Habérmelo dicho.

– Es que es usted la hostia, alcalde -dijo el realizador.

– Yo no estoy censado -advertí.

– Mejor, mejor -replicó el señor alcalde-. Al partido y a mí nos interesa el voto independiente.

Del vacío exterior llegó la voz imperiosa del realizador:

– ¡Que no mires a la cámara te han dicho, hostia! ¡Y no hables! Señor alcalde, diga su frase, que vamos muy retrasados de horario.

Carraspeó el señor alcalde y mirándome a la cara, como si hablara conmigo, dijo:

– Hola, conciudadanos y conciudadanas. Soy candidato a ser lo que soy, o sea, alcalde. Después de cuatro años en la alcaldía me propongo llevar a feliz término mi programa, que consiste en seguir cuatro años más en la alcaldía. Para ello pido tu voto. ¿Esto es una verdulería?

– No, señor alcalde. Es una peluquería. Señora, caballero, si quiere un moldeado informal pero elegante, ¿a qué espera? Venga corriendo a…

– Oiga, que el spot es mío, no suyo -interrumpió el alcalde. Y luego, fijando la vista en mí, exclamó-: Eh, yo a usted lo tengo visto: usted es el presunto asesino de Pardalot.

– Sí, señor alcalde, y aprovecho la presencia de la televisión para reafirmar mi…

– No me líe, hombre, no me líe, que estoy en plena campaña -dijo el alcalde-. No se puede tener la cabeza en dos sitios a la vez. Yo, personalmente, no la puedo tener ni siquiera en uno. Y esa paella, ¿viene o no viene?

Antes de recibir respuesta a su pregunta, se apagaron de golpe los reflectores y comprobé que mi ceguera temporal era en realidad permanente. El señor alcalde preguntó si ya habíamos terminado.

– Aún no, señor alcalde -respondió el realizador-. Ni siquiera hemos empezado. Ha habido un apagón.

– Ah, ¿y eso es bueno o malo para la ciudad? -preguntó el señor alcalde.

– Yo lo único que sé es que vamos con un retraso de la hostia -dijo el realizador-. A ver, que salga alguien a preguntar si todo el barrio está afectado.

Salieron el operador, el ingeniero de sonido, el jefe de producción, dos electricistas y el desgraciado de la claqueta y volvieron diciendo que no habían averiguado nada, pero que todo el barrio se había quedado sin luz. Y sin gas. El señor alcalde me cogió del brazo y me llevó a un rincón.

– La verdad es que no lo pasamos mal aquella noche en su casa, ¿se acuerda?, cuando vino Reinona y yo me escondí en el aseo con su vecina. Joroba, qué tía. Por cierto, que nuestra conversación quedó interrumpida. Entre usted y yo, quiero decir. Si no recuerdo mal, yo había ido a preguntarle quién había matado a Pardalot y usted no llegó a contestarme. Por falta de tiempo, supongo, o de interés. Pero ahora se nos presenta una excelente ocasión para reanudar el diálogo. Ahí enfrente hay un bar. Le invito a un capuchino.

Acepté encantado y el señor alcalde y yo fuimos al bar y nos sentamos en una mesa del fondo, para poder hablar tranquilamente y no ser vistos desde la calle por los transeúntes, mientras el hacendoso equipo de televisión y el séquito del señor alcalde se pulían el erario público en las máquinas tragaperras. El señor alcalde pidió un capuchino para él y nada para mí y dijo:

– La campaña electoral, huelga decirlo, va viento en popa: según las encuestas, si consigo que aumente un poco la abstención, saldré elegido con el voto de mi mujer y el mío. Pero una nube se cierne sobre este señalado triunfo. Perdone mi altisonante lenguaje mitinero: quiero decir que el caso Pardalot podría redundar en perjuicio de mi imagen.

– ¿Acaso está usted involucrado en el asunto? -pregunté.

– Hombre, un poco. Ahora no estamos en directo y se lo puedo decir -respondió el señor alcalde-. Verá, años atrás, antes de dedicarme por entero a la política, Pardalot y yo hicimos unos negocios fructíferos que ahora preferiría que no salieran a la luz. De estos negocios quedan ciertos documentos, no diría yo comprometedores, pero sí levemente embarazosos. Los documentos en cuestión obraban en poder de Pardalot, quien, dicho sea en su descargo, nunca hizo ni amenazó con hacer mal uso de ellos en vida y menos aún después de muerto. ¿Me sigue? Pues ahora viene la parte más jugosa de esta historia. El otro día, alrededor de la medianoche, me hallaba trabajando en mi condición de alcalde de esta ciudad en la casa de la villa cuando recibí una misteriosa llamada telefónica. Al pasársela la telefonista a mi secretario y éste a mí, oí una voz extraña, seguramente desfigurada por un pañuelo, que me decía: lo siento, señor alcalde, pero la cafetera no funciona.

– No, hombre, esto se lo acaba de decir el camarero -le señalé.

– Ay, sí, a menudo se me cruzan las ideas. Es un fenómeno parapsicológico. ¿Dónde estábamos?

– El teléfono, una voz, un pañuelo.

– Pues eso: oí una voz desfigurada por un pañuelo. Luego, cuando la persona que me llamaba acabó de sonarse, reconocí la voz de Pardalot, el cual dijo: Hola, alcalde, soy Pardalot. ¿Me sigue?

– Sí.

– Soy Pardalot, dijo Pardalot -siguió diciendo el señor alcalde- y te llamo desde mi despacho en El Caco Español, nombre comercial, como recordará, de la empresa de Pardalot, para darte una mala noticia, dijo Pardalot. ¿Te acuerdas de aquellos papeles a los que me acabo de referir? Pues han desaparecido, dijo Pardalot. Pardalot se refería, por si no lo ha adivinado, a los documentos comprometedores que obraban en poder de Pardalot, pero Pardalot los llamaba simplemente «aquellos papeles» por si había escuchas telefónicas. Yo, naturalmente, exclamé una exclamación y le pregunté cómo se había producido la desaparición de «aquellos papeles» que me comprometían a mí personalmente, y quién los había hecho desaparecer y con qué propósito, a lo que respondió Pardalot que no me lo quería decir por teléfono por si había escuchas telefónicas. Me parece que esto de las escuchas ya se lo había contado antes. En fin, que Pardalot no lo quería decir por teléfono, como ya he dicho antes, y por este motivo me instaba a reunirme con él en su despacho de El Caco Español lo antes posible para poder hablar allí sin ser escuchados o al menos sin ser escuchados telefónicamente. Para no ser reconocido en mi condición de alcalde de esta ciudad por el guardia de la entrada, Pardalot me propuso utilizar la puerta del garaje. Desde el garaje se puede acceder a los despachos de El Caco Español por una escalera de emergencia sin pasar por delante del guardia, como usted bien sabe. El propio Pardalot, dijo Pardalot, se encargaría de desconectar la alarma e interrumpir la grabación del circuito cerrado de televisión. Yo le dije que aún tenía que despachar unos asuntos municipales inaplazables, pero que a eso de las dos estaría allí y Pardalot dijo que bueno, que me esperaría hasta que yo llegase. Luego colgamos por si había escuchas telefónicas. Pues tráigame un Actimel.

Se fue el camarero y prosiguió el señor alcalde su relato en los siguientes términos:

– Mis cálculos habían sido optimistas y no llegué a las oficinas de El Caco Español hasta las tres menos cuarto. La puerta del garaje estaba cerrada pero el mecanismo de cierre se debía de haber descompuesto, porque se abrió al ejercer yo presión sobre la puerta propiamente dicha con esta mano o con esta otra, ahora no recuerdo. Entré en el garaje, resbalé con la grasa del suelo, me puse perdido el traje, encontré la escalera, subí. La alarma no se disparó, tal y como Pardalot había dicho. Fui hasta su despacho. La luz estaba encendida. Con voz queda llamé a Pardalot: Pardalot, ¿estás ahí? Nadie me respondió, ni siquiera Pardalot. Algo extraño sucedía.

– Ay, ay, ay -dijo el camarero incapaz de reprimir su emoción.

– Pues espere a saber cómo sigue la intriga -dijo el señor alcalde. Hizo una pausa para chuperretear el botellín de Actimel que el camarero le había servido mientras él relataba su historia, se limpió los labios y la barbilla con una servilleta de papel, se guardó la servilleta de papel en el bolsillo para reciclarla y continuó diciendo-: Entré en el despacho de Pardalot y allí estaba Pardalot, derrumbado en su silla, pálido, inmóvil, acribillado a balazos. Quise prestarle los primeros auxilios, pero no pude: ni siquiera tenía un termómetro a mano. ¿Pardalot, te encuentras bien?, le pregunté. Ni mu. Esta obstinada actitud confirmó mis sospechas: estaba muerto y dada su condición y el haber desaparecido el arma causante de su muerte, ésta no podía atribuirse a suicidio. Otra mano se la había infligido. Esto lo deduje yo solo. Sin perder un instante salí de allí por donde había entrado. Nadie me había visto. Me fui a mi casa y me bebí de un sorbo un botellín de Actimel. A lo mejor me lo acabo de beber ahora y lo confundo. No importa. Lo que importa es que en mi turbación había olvidado borrar las huellas dactilares dejadas por mí en los pomos de las puertas y otros componentes del mobiliario de oficina que había en la oficina. De momento la policía no ha venido a buscarme. Supongo que esperan el resultado de las elecciones. Si soy reelegido, igual se les ocurre dar la campanada. Salvo que…

– Salvo que antes de esa fecha se descubriera al verdadero culpable -apunté yo.

– Exactamente -dijo el señor alcalde.


*

Habría querido hacer al señor alcalde algunas preguntas pertinentes al caso, pero me lo impidió la masiva presencia del realizador de televisión y su equipo, que venían a anunciarnos el restablecimiento del suministro de fluido eléctrico y, con él, la posibilidad de reanudar la campaña electoral. Nos levantamos, estampó el señor alcalde en el libro de honor del bar su firma junto a las de algunos luchadores de catch que en los años cincuenta lo habían frecuentado, y se fue, cediéndome a mí el honor de pagar el Actimel. Cuando los alcancé ya estaban entrando en el videoclub del señor Boldo, del que la guardia urbana acababa de requisar todas las películas pornográficas. Requerido por mí, el realizador de televisión me informó de que al final habían decidido no rodar en mi peluquería, por considerarlo un lugar demasiado cutre, incluso para unas elecciones municipales, y más ahora, con los destrozos causados por el equipo de televisión y sus aparatos. Busqué a la patrulla de la guardia urbana para recuperar las tijeras y el peine, pero me dijeron que se había desplazado al Mercado de San Antonio a revender las películas requisadas en el videoclub del señor Boldo. Intenté acercarme al señor alcalde, pero éste se había revestido nuevamente de su condición y subido al mostrador del videoclub del señor Boldo y bañado por la luz de los reflectores negaba estar implicado en ningún asesinato y pedía el voto de la ciudadanía.

Regresé a la peluquería, empuñé la escoba y el recogedor y me entretuve hasta la hora de comer batallando con la alfombra de ceniza, colillas, recipientes de plástico y otros detritus que el equipo de televisión había dejado como único recuerdo de su paso. Eché el cierre y me dirigí otra vez al bar con la intención de pedir un bocadillo de calamares encebollados y de aprovechar la pausa alimentaria para pensar en lo que el señor alcalde me había referido. Pero estaba de Dios que tampoco en aquella ocasión pudiera cumplir mis propósitos. Pues no bien hube ocupado un asiento en la mesa habitual, junto a la cristalera, y llamado al camarero, vi con el rabillo del ojo una figura humana hacerme señas desesperadas desde la calle. Incluso a través de la mugre reconocí a Ivet. No a Ivet Pardalot, en cuya casa había pasado una parte de la noche anterior, sino la falsa (pero también auténtica) Ivet, a la que, para evitarle confusiones al lector, pensé por un momento aplicar un mote cariñoso (por ejemplo «Muñequita»), si bien, en vista de lo avanzado del relato, al instante rechacé la idea, me levanté, salí precipitadamente a la calle y le pregunté la causa de su presencia allí y de sus desaforadas señales, a lo que respondió Ivet diciendo:

– Ha pasado una cosa terrible. Tienes que ayudarme.

Le propuse que entráramos en el bar. Dudó unos instantes y al final se dejó conducir al interior del bar y a mi mesa. Acudió el camarero solícito (en vez de hacerme esperar media hora, como tiene por costumbre) y le pedí un bocadillo de calamares encebollados para mí y otro para Ivet, pensando que algo sabroso y nutritivo le levantaría el ánimo. Mientras tanto ella se había puesto a llorar con desconsuelo. Nunca la había visto tan desesperada. Me habría levantado y rodeado la mesa primero y luego su talle (con mis brazos) y habría vertido en sus oídos palabras de ternura y de aliento si no hubiera temido que mi acción pudiera ser malinterpretada por el camarero, por los demás parroquianos, por los curiosos que se habían congregado al otro lado de la vidriera para presenciar la escena y, muy en especial, mal interpretada por la propia Ivet. De modo que, cambiando de táctica, me quedé erguido en mi silla, puse las manos sobre el mantel y le pedí se explicase mientras trataba de esbozar la sonrisa comprensiva y cínica de quien, no obstante haber vivido mucho y estar de vuelta de todo, no desdeña ayudar al débil y luchar por una buena causa. Si conseguí transmitir a Ivet este mensaje facial o si pensó que las contracciones de mi fisonomía eran debidas a un espasmo, no me lo dijo.

– Se lo han llevado -dijo en cambio.

Le pregunté quién se había llevado qué y de dónde y respondió:

– A mi querido y desvalido padre. No sé quién ni por qué. De la residencia donde estaba ingresado desde que unos años atrás una enfermedad renal lo dejó inválido. Como mi padre sólo me tenía a mí en el mundo y yo no podía prodigarle los cuidados necesarios, busqué una residencia agradable y lo ingresé allí.

Le pregunté que por qué tendría alguien interés en secuestrar a un inválido y respondió que no lo sabía, pero que durante su última visita a la residencia, sita en la vecina y costera población de Vilassar, había creído percibir con el rabillo (del ojo) la presencia nueva en dicha residencia de una mujerona patética y repelente, cuyos rasgos no le habían resultado del todo desconocidos y a la que en aquel momento no había prestado mayor atención, pero a la que más tarde (ahora, dijo), a la luz de los sucesos acaecidos, atribuía la autoría del secuestro o la complicidad en él, pues todo en aquella mujerona le había inspirado desconfianza, aversión y repelús.

Interrumpí su explicación para decirle que este misterioso personaje no era otro que yo mismo, que tenía una forma muy particular de halagar la vanidad de los hombres, y que no me extrañaba que a pesar de sus indiscutibles encantos personales su vida sentimental no hubiera resultado hasta el momento del todo satisfactoria. Repuesta de su inicial sorpresa ante la revelación de mi verdadera identidad como mujer, preguntó por qué la había seguido hasta allí. Yo le expliqué que lo había hecho con la intención de protegerla.

– Pues cometiste una estupidez -dijo ella-, porque alguien debió de seguirte hasta Vilassar y por Vilassar. Sólo así se explica que el paradero de mi padre, hasta ayer mantenido en el máximo secreto, haya podido ser descubierto por los secuestradores.

Tal cosa no era posible, repliqué. Nadie me había seguido, no sólo por haberme disfrazado con tal arte que ni siquiera ella me había reconocido (a pesar de nuestra relación), sino por haber hecho el camino de la estación a la residencia bajo el sol, a pata, y el último trecho a cuatro patas, y este método, más que cualquier otra forma de ocultación, era eficacísimo para desembarazarse del más avezado seguidor.

– Déjame hacer una comprobación -dije, y una vez más pedí y obtuve permiso para utilizar, pagando, el teléfono del bar.

Ivet me proporcionó el número de teléfono de la residencia y a él llamé.

No costó nada localizar al comisario Flores, porque aquella misma mañana, según me contó la propia telefonista de la residencia, el comisario Flores había ingresado en la enfermería de dicha residencia con la cabeza abierta de un bastonazo.

– Por tu culpa, grandísimo esputo -rugió el comisario Flores en persona cuando hubimos establecido conexión telefónica.

Le dejé hablar un rato, si así puede llamarse el desordenado y en ocasiones repetitivo catálogo de palabrotas, denuestos, blasfemias, procacidades, maldiciones y amenazas que, intercalado con fragmentos del Cara al sol, tuvo a bien ofrecerme hasta que le interrumpí diciendo que le llamaba desde un teléfono público y que si quería desahogarse lo hiciera con cargo a su bolsillo. Entró en razón y le expuse el motivo de mi llamada.

– No me hables -dijo-, precisamente por tratar de averiguar lo que me pediste estoy como estoy. Un mártir de la amistad.

Le insté a que me contara lo ocurrido. La víspera, me contó, se había sumado a un corro de vejetes que jugaba al mus y con la habilidad y buen tino de quien se ha pasado media vida interrogando a gentes de muy variada psicología, había tratado de averiguar algo sobre el inválido objeto de mi interés. De momento sólo había sacado en claro que se llamaba (el inválido) Luis o Lluís Biosca, y que probablemente éste no era su verdadero nombre, porque uno de los vejetes afirmó haber visto bordadas en los pañuelos de batista del tal Biosca, sus camisas de hilo y sus calzoncillos (a la hora de la letrina) las iniciales A. T. Nadie conocía la naturaleza de la dolencia que le afectaba, pese a ser éste un tema de conversación harto frecuente entre los asilados, pues el tal Biosca (o A. T.), en los cuatro años que llevaba internado en la residencia de Vilassar, se había mostrado siempre reservado hasta la exageración. Y muy fino y considerado con los demás, a diferencia del comisario Flores, a quien los vejetes señalaron que para preguntar algo no hacía falta decirle a nadie que le iba a caer un buen paquete ni pegarle puntapiés en los cojones. Tal vez por esto, habían añadido los vejetes, al inválido lo visitaba con frecuencia una chica muy mona, y en cambio al comisario Flores, nadie. ¿Sólo aquella chica tan mona?, había preguntado el comisario Flores. Sí, le habían contestado los vejetes, en todos aquellos años sólo aquella chica tan mona había visitado al inválido y le había prodigado mimos y atenciones, por no hablar del bálsamo de su presencia, un verdadero regalo para la vista cansada de los vejetes, en opinión de los propios vejetes. Y por el momento, dijo el comisario Flores, aquello era todo y seguramente sería todo en el futuro, porque el inválido había sido secuestrado aquella misma mañana.

– Tal vez de resultas de sus desacertadas pesquisas -apunté.

– No, imbécil -replicó el comisario Flores-. Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Al cabo de un minuto esos vejetes ni siquiera recordaban haber hablado conmigo. Además, un secuestro como éste no se monta en unas horas.

– Pues ¿cómo ha sido? -quise saber.

– De primera -respondió el comisario Flores-. Yo no lo he visto, porque estaba aquí, en la enfermería, en observación, pero un enfermo que ha ingresado a media mañana con un cólico me lo ha contado todo. Luego, en ausencia de la enfermera, he registrado el fichero de la enfermería. No hay ninguna ficha a nombre de Biosca ni de nadie cuyas iniciales sean A. T. Ahora bien, es imposible que en todos estos años Biosca no haya pasado ni una sola vez por la enfermería. Sin duda la ficha ha sido eliminada, y seguramente también habrá desaparecido la del archivo central. Ah, y según me han dicho, su habitación la ocupa desde hace unas horas un demente que jura y perjura llevar allí desde octubre del año pasado. Alguien está decidido a borrar toda traza de tu inválido, muchacho, y lo está haciendo bastante bien.

– ¿Para qué? -pregunté-. ¿Para qué tanto interés por borrar las huellas de ese tal Biosca?

– Para que ningún pardillo como tú pueda seguirlas con intención de rescatarlo. No se trata de un secuestro hecho al buen tuntún, ni por aficionados. Claro que no contaban con mi presencia aquí.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté intuyendo en su tono la añagaza.

– Quiero decir que a tu viejo amigo el comisario Flores no se le escapa nada.

– Comisario, ¿hay algo más que no me ha dicho?

El comisario Flores emitió una tos maquiavélica y bronquítica.

– Quizá -dijo-. Quizá sé algo que te podría ayudar a encontrar a tu inválido. Por cierto, ¿cómo está mi asunto?

– Bien, comisario. Sobre ruedas.

– No es suficiente, muchacho. ¿Has hablado ya con el señor alcalde?

– Sí, claro. Y me lo ha dado por hecho. Con estas mismas palabras: dalo por hecho, muchacho, me ha dicho. Pero para después de las elecciones, no vaya a haber malentendidos.

– ¿Y si las pierde?

– No las perderá, comisario. El recuento está amañado.

– Esto me tranquiliza -suspiró el comisario Flores-. La falta de libertad hay que conquistarla cada día, muchacho.

– Tomo nota, comisario, pero dígame eso que me ha de decir.

– Ah, no. Sin garantías yo no doy nada.

– Comisario -respondí-, hace tiempo que nos conocemos. Usted sabe que puede fiarse de mí tanto como yo de usted. La promesa sigue en pie: si usted me ayuda a resolver el caso, yo le ayudo a salir del asilo. Pero garantías, no puedo darle ninguna. Así que lo mejor será que se guarde su secreto, si es que de verdad hay tal secreto, y se pudra donde está. Al fin y al cabo, ¿por qué habría de mover yo un dedo por usted? Usted ya no vale un pimiento, comisario. Ni siquiera es comisario. Usted sólo es un viejo pestífero que no sabe nada de nada. Y yo voy a colgar.

– ¡Espera!

– Se me acaban las monedas, comisario.

– Uno de los secuestradores era negro. ¿Te sirve eso de algo?

– ¿Cómo ha dicho?

– Un tipo muy grande, negro, vestido de chófer. Había otros dos hombres, uno de ellos iba encapuchado. Yo no los vi, pero me lo han contado. Habían encerrado a todos los enfermos en sus habitaciones por orden de la enfermera jefa, pero uno consiguió guipar la escena a través de las persianas. ¿Qué te parece la información? En mis tiempos me habría valido un ascenso.

– Y ahora también, pero sólo en mi estima. El bastonazo que le han dado, ¿ha sido por este asunto?

– No. Me pillaron haciendo trampas al mus y uno de los vejetes me arreó con la cachava. Nueve puntos de sutura y la inyección del tétanos. Figúrate tú, pegarme a mí con toda impunidad. ¡Y pensar que llegué a presidir novilladas en las Arenas! No somos nada, muchacho.

– Usted no es nada -respondí mientras depositaba el auricular del teléfono en su horquilla.


*

Volví junto a Ivet, que esperaba entre ávida y aburrida el resultado de mis indagaciones, y le dije:

– Ya está. Yo no tengo la culpa de nada. El secuestro fue planeado con minuciosidad y ejecutado con exactitud, al margen de mi cautelosa incursión. Pero no se trata ahora de deslindar responsabilidades, sino de resolver el embrollo, y para eso es preciso que me aclares alguno extremos. Por ejemplo, ¿cómo se llama tu padre?

– Luis o Lluís Biosca -respondió Ivet.

– Nada de eso -dije yo-. Biosca es el seudónimo bajo el cual lo inscribiste en la residencia de Vilassar. Pero su verdadero nombre responde a las iniciales A. T., bordadas en sus pañuelos, camisas y calzoncillos.

– Es verdad -admitió Ivet con un suspiro-. Mi padre tenía la costumbre, por demás hortera, de hacerse bordar las iniciales en las prendas íntimas. Habría sido más prudente deshacerse de ellas cuando ingresó en la residencia de Vilassar, pero no teníamos dinero para reponer todo el vestuario, de modo que le permití seguir usando el antiguo, convencida de que nadie se daría cuenta de un detalle tan nimio. Ahora comprendo mi error, porque son los detalles nimios los que más llaman la atención de la gente estúpida.

– Una residencia alejada de la ciudad, un nombre falso -dije yo-. ¿A santo de qué? ¿Quién es, en definitiva, A. T.?

– Agustín Taberner -respondió Ivet.

Aquel nombre me sonaba. Hice un gigantesco esfuerzo de memoria, al término del cual me golpeé la frente con la palma de la mano. Al oír la palmada acudió el camarero a preguntar qué se me ofrecía. Le expliqué que había hecho el gesto convencional (y pasado de moda) de quien, tras mucho cavilar, recuerda de repente un dato olvidado, y aproveché la ocasión para interesarme por los bocadillos de calamares encebollados que había pedido hacía más de media hora. Se fue refunfuñando y aventando hacia mí las moscas con su servilleta y yo, reanudando el diálogo interrumpido, exclamé:

– ¡Ahora caigo! Agustín Taberner, alias el Gaucho, era el tercer socio de Pardalot y Miscosillas, según los datos recogidos por mi cuñado Viriato en el Registro Mercantil de Barcelona hace unos días.

– Aja -corroboró Ivet.

– ¿Pues qué pasa con él? -insistí-. ¿Qué hace, inválido y encerrado en una residencia para inválidos sin más contacto con el mundo exterior que las visitas esporádicas de su hija? ¿Por qué en la última empresa, denominada El Caco Español, precisamente aquella cuyas oficinas visité en forma de robo, tu padre, esto es, Agustín Taberner, alias el Gaucho, ya no figuraba entre los accionistas?

– Mi pobre padre -dijo Ivet- cayó enfermo poco antes de constituirse El Caco Español.

– Esta circunstancia no debería haberle impedido seguir participando en las labores de la empresa -objeté-. En nuestra economía de libre mercado muchos socios capitalistas son tullidos. En la economía de planificación centralizada no lo sé.

Ivet me miró con ojos vidriosos, como si su pensamiento se hubiera extraviado en el laberinto de mis preguntas o en el de sus angustias. Era evidente que le resultaba doloroso hablar de su padre, como a casi todas las personas que han conocido al suyo (no es mi caso), por lo que guardé un respetuoso silencio.

– Perdona -dijo tras una larga pausa-, de tanto llorar se me ha secado la boca, el cerebro y el maquillaje. Voy un minuto al cuarto de baño.

Llamar cuarto de baño al cenagoso y miasmático mingitorio de aquel bar me indicó hasta qué punto los sucesos recientes la habían afectado y me invadió una oleada de compasión. Me enjugué la lagrimita con el dorso de la mano, me soné con el mantel para disimular el síntoma de debilidad y los desagradables humores que lo acompañaban y recobré la hierática posición inicial. En ella me encontró Ivet a su regreso y dijo:

– Ya estoy más tranquila. Y mientras me tranquilizaba he reflexionado y decidido contarte la verdad, aunque me duela. Mi padre era un niño bien de Barcelona. Estudió la carrera de Derecho y cuando la acabó, sin haber aprobado una sola asignatura, se dedicó a los negocios. Con dos amigotes de su misma condición social y moral y el dinero de sus respectivas familias formaron una sociedad. España atravesaba a la sazón el período que luego fue conocido como «la transición», por suponer el tránsito de un régimen político a otro más presentable, pero de más difícil acomodo. El pasado era oneroso, el presente agitado, el futuro incierto. Al amparo de la confusión, en la que más de un infeliz recibió un mamporro, los audaces hicieron fortuna. Éste fue el caso de mi padre y sus socios. Luego vinieron las cíclicas crisis y el negocio sufrió avatares. Para evitar problemas hubo que disolver la sociedad y crear otra y luego una tercera. Como suele suceder en momentos de zozobra, hubo enfrentamientos entre los socios. Alguien acusó a mi padre de deslealtad, o de desfalco. Ambas cosas eran ciertas. Mi padre se vio obligado a ceder a la empresa sus acciones al valor nominal y retirarse. El disgusto, unido a la merma patrimonial, fue posiblemente la causa de su enfermedad.

– ¿Y luego?

– Los socios restantes crearon una nueva empresa, llamada El Caco Español, y volvieron a medrar con el repunte de la economía -prosiguió Ivet-, pero de esto mi padre quedó al margen. Arruinado, enfermo y a merced de sus antiguos socios, que conservaban documentos comprometedores, sólo le quedaba desaparecer definitivamente de la escena. De ahí el cambio de nombre y la residencia de Vilassar. Durante un tiempo el sistema funcionó bien. Mi padre estaba tranquilo y a salvo. Ahora, sin embargo, todo se ha ido al garete.

– Pero no por mi culpa, sino por la tuya. Un inválido es un trasto. Nadie secuestraría a un inválido para canjearlo por dinero pudiendo secuestrar a una persona sin taras. Y tú eres pobre de solemnidad. Si se han llevado a tu padre precisamente ahora es porque quieren canjearlo por algo, y eso sólo puede ser la carpeta azul que tú robaste. Sólo tienes que esperar a que se pongan en contacto contigo. Entonces les entregas la carpeta azul y verás como ellos te devuelven a tu padre con sillita y todo.

– No seas ingenuo -replicó Ivet-. Si les entrego la carpeta azul, nunca volveré a ver a mi padre con vida. Los que lo tienen en su poder son los mismos que mataron a Pardalot y en varias ocasiones han atentado contra tu vida y tu peluquería. No, no. La única solución es encontrar a mi padre y rescatarlo antes de devolver la carpeta azul. Y para eso te necesito. Sólo tú puedes ayudarme. Sólo te tengo a ti.

– Está bien -la interrumpí-, no me sigas dando coba. Intentaré ayudarte. Al fin y al cabo, yo también estoy implicado en el asunto.

– Oh, gracias, mi amor -exclamó Ivet dando palmadas de alegría-, sabía que no me defraudarías. Si todo acaba bien, te prometo que esta vez…

– No te esfuerces, Ivet -dije-. A lo largo de mi vida me han prometido muchas cosas, o una sola cosa muchas veces, pero luego, a la hora de la verdad, o la promesa resulta haber sido un engaño o los hados me hacen butifarra. Lo mismo me da. He perdido la fe, la esperanza y el entusiasmo. Te ayudaré, pero no por el motivo que tú piensas. Y ahora presta atención: Cuando los secuestradores se pongan en contacto contigo, finge aceptar todas sus condiciones y concierta una cita en un local público, pero no acudas. Llama por teléfono al local, discúlpate por no haber podido acudir y cítalos más tarde en otro sitio. Haz lo que se te ocurra con tal de ganar tiempo, pero siempre a la vista de testigos. Evita los lugares oscuros y solitarios. Si al amanecer no sabes nada de mí ni de tu padre, llama a la policía y cuéntaselo todo. Y dime dónde puedo localizar ahora mismo a Magnolio.

Respondió que no lo sabía a ciencia cierta, pero que tenía un número de teléfono al que le llamaba cuando necesitaba sus servicios. Anotó dicho número en una servilleta y luego se fue a toda prisa por si llamaban los secuestradores. Sólo entonces vino el camarero a traer los dos bocadillos de calamares encebollados.

– A buenas horas mangas verdes -exclamé refiriéndome a la ausencia de quien, debiendo haberse comido su parte correspondiente, no lo hizo por haber llegado la comida demasiado tarde.

– Lo bueno se hace esperar -respondió el camarero señalando a un tiempo la puerta por donde acababa de salir Ivet y los suculentos bocatas que en sendos platos se mecían en un mar de aceite rancio.

– Pues si he de pagar los dos bocatas, como me temo, envuélveme uno mientras liquido el otro y hago una llamada.

Arreando furiosas dentelladas a mi bocadillo, marqué el teléfono de Magnolio que me acababa de dar Ivet y una voz profunda y con fuerte acento extranjero dijo:

– Diga.

– Buenas tardes -dije-. Soy un amigo y en ocasiones empleador de un chófer de alquiler llamado Magnolio y quisiera dejarle un recado. ¿Lo verá hoy?

– Seguro -respondió la voz-. Magnolio se deja caer por aquí todas las tardes a eso de las siete y media por si ha habido llamadas o correspondencia.

– En tal caso prefiero darle el recado personalmente, si es usted tan amable de indicarme su dirección.

Sujetando entre las mandíbulas el resto del bocadillo apunté en la servilleta los datos que me proporcionó

mi interlocutor. Luego colgué, me acabé el bocadillo, me eché el otro al bolsillo y pagué. A continuación le pedí una docena de servilletas de papel y el bolígrafo al camarero, porque tenía que tomar unas notas.

– El bolígrafo te lo devolveré. Las servilletas, no.

– Bueno -dijo-, te las doy porque eres un tío majo: primero acogotas al señor alcalde y al cabo de un rato haces llorar a esa chavala de anuncio, ¡y yo que te tenía por un subnormal!

Aproveché las horas inactivas de la tarde (todas) para ir escribiendo en cada servilleta los datos concernientes al caso Pardalot por mí conocidos, agrupándolos por temas y subtemas: el robo de los documentos, el asesinato, el anillo de Reinona, las malandanzas de Santi, las cuitas de Ivet, las cuitas de Ivet (mismo título, distinta Ivet), el secuestro del inválido, etcétera, etcétera. Habría rellenado más servilletas, pero el camarero del bar sólo me había dado siete. A eso de las seis y pico (horas) llamé a Ivet desde el bar. Los secuestradores la habían llamado y ella les había dado cita a las nueve en José Luis, un local céntrico y a la sazón concurrido por gente de orden. Le reiteré mis instrucciones y consejos, colgué y volví a la peluquería. Allí repasé lo redactado, doblé las servilletas, pegué los bordes con una gota de fijador, las numeré del uno al siete y me las metí en el bolsillo. A las ocho en punto cerré la peluquería y salí a la calle.

En el videoclub del señor Boldo encontré al señor Boldo mesándose los cuatro pelillos del cráneo y dando otras muestras de desesperación. No se había recuperado anímicamente del decomiso por la guardia urbana de unas películas (puercas) cuyo alquiler le suponía el 95 % de sus ingresos brutos y netos (no los declaraba) y cuya recuperación por vía judicial le parecía imposible, pues la mitad eran piratas y la otra mitad, caseras. Le expresé una breve condolencia y le expuse el motivo de mi visita.

– Le hago depositario de un papel en forma de pliego o cédula. Contiene información de carácter estrictamente confidencial, pues podría perjudicar en forma irreparable a personas de nombradía. Debido a ello, la información que contiene su cédula es fragmentaria. Sólo juntando esta información con la información contenida en las demás cédulas se puede obtener una visión de conjunto y dar sentido a la información antes mentada. En ningún caso la información contenida en esta cédula debe ser hecha pública, ni siquiera ser leída por usted, salvo que a mí me suceda algo malo. Algo malo de veras, no un jamacuco. Ahora bien, si se entera de que me ha pasado algo malo, entréguele la cédula a mi cuñado Viriato, sin dilación, y cuéntele lo que acabo de decirle. ¿Lo ha entendido?

– Más o menos.

Le di la cédula marcada con el número tres y salí a seguir repartiendo las otras seis. Al farmacéutico le tocó la cinco. A la señora Piñol (su marido, el señor Mahmud, no estaba) de la librería-papelería La Lechuza, el uno. Y así sucesivamente. A cada receptor le repetía el mismo discurso. La última (el dos) se la tuve que dar a la señora Pascuala de la pescadería por no haber más establecimientos de confianza abiertos a aquellas horas. Me escuchó en silencio, se limpió las manos en el delantal y se guardó la cédula en el escote.

– No debería hacerlo -dijo-, pero lo haré porque soy más buena que la mar salada.

A las ocho y veinte había terminado el reparto. Fui al hogar del jubilado por si encontraba a Viriato jugando su partida de dominó. Tuve suerte, allí estaba. Le conté lo de las cédulas y le previne sobre lo que había de hacer con ellas si llegaban a sus manos.

– El señor alcalde te recibirá si le dices que vas de mi parte. Si pierde las elecciones, dáselas igual. La peluquería está en orden, y las cuentas claras. Si yo falto, hay un chico que tiene disposición y ganas y no pide la luna. Se llama Magnolio. Y piensa en lo que te dije del secador eléctrico: así no podemos seguir ni un día más.

Viriato asintió a todo sin prestar la menor atención a mis palabras y volvió a su partida. Yo me instalé en la parada del autobús.


*

Llegué un poco tarde al lugar adonde según me habían dicho por teléfono había de acudir Magnolio, porque aquella noche los autobuses no funcionaban con su característica regularidad y mi destino no era un barrio céntrico ni demasiado bien comunicado. Pero tras varios transbordos me hallé ante lo que resultó ser un bar en cuya puerta de madera se leía pintado en filigrana de spray:


MESÓN MANDANGA

ANTOJITOS BOSQUIMANOS


Nada lo diferenciaba de otros bares de su misma condición (lamentable) aparte de este reclamo y su clientela, compuesta exclusivamente de negros. Ninguno de los cuales, cuando entré en el bar, era Magnolio. Varios altavoces difundían músicas distintas y un televisor instalado sobre una ménsula retransmitía casualmente una entrevista con el señor alcalde que no parecía suscitar el interés de los escasos parroquianos. En las paredes había gallardetes, un póster grande de Whitney Houston y un anaquel con pucheros de barro con cenefas y adornos geométricos, como los de La Bisbal u otra etnia. Me acodé en la barra sobre la que escrito en tiza en un pizarrín se anunciaba:


Plato del día

CHICHARRONES DE ZEBRA


– ¿Son verdaderamente de zebra? -pregunté a la persona que acudió a atenderme. Era un hombre orondo de formas y edad avanzada. Tenía el cutis de un negro lustroso pero mate, como la baquelita, y el cabello, las cejas y la barba, espesa y rizada, blancos como la nieve. Debido a esta singularidad y a una expresión bondadosa y socarrona, parecía una amalgama de los tres reyes magos.

– ¿De zebra? -respondió-. No, hombre. De penco. Pero sin la piel no se nota la diferencia. Pruébelos. También tenemos sucedáneo de criadillas de mono. ¿Qué le pongo para beber?

– ¿Qué les viene bien a los chicharrones?

– La Pepsi-Cola -respondió, y sin esperar respuesta, levantó la cabeza hacia el techo y gritó-: ¡Loli, marchando una de chicharrones y una pesi a granel!

– Oiga -le dije-, me gusta este sitio.

El hombre del mostrador sonrió satisfecho y dijo:

– Más le gustará cuando lo conozca a fondo. Aparte las consumiciones, tenemos un cineclub y otras actividades culturales: conferencias, seminarios, presentaciones de libros. El próximo sábado hay anunciada una mesa redonda sobre la postura del misionero, mito y realidad. Y después del coloquio, bailongo. Entrada libre. Anímese.

– Gracias -dije-, pero de donde vivo y trabajo esto me pilla muy a trasmano. En realidad he venido buscando a un amigo, Magnolio de nombre. Esta misma tarde he llamado preguntando por él.

– Ah, sí, yo mismo tomé el recado -dijo el hombre del mostrador secándose la mano con el delantal y tendiéndomela-. Soy el gerente de aquí: Juan Sebastián Mandanga, para servirle.

– Un placer. Yo soy peluquero.

– Buen oficio. Yo, ya ve, sirviendo al distinguido. Y mi mujer en la cocina, como mandan los cánones -dijo con una sonrisa benévola. Luego, regresando al objeto de mi presencia allí, añadió-: Magnolio no ha venido aún. Todos los días se deja caer por aquí, como le dije, entre siete y media y ocho, por si hay recados, y a pegar la hebra con la panda. Pero desde que sale con Raimundita se le ve menos. Por lo visto esta vez le ha dado fuerte. De todos modos, no dejará de venir. El bar es también una casa de contratación. Oiga, ¿no será usted inspector de algo?

– No.

El hombre del mostrador desapareció por una cortina de arpillera y regresó al cabo de un rato envuelto en una espesa humareda. En una mano llevaba un plato cubierto de una especie de guijarros y en la otra un vaso de plástico con un líquido oscuro y un cubito de hielo. Dejó ambas cosas delante de mí y dijo:

– No lo digo por decir. La situación de nosotros, incluida la mía, no es de holgura. A veces uno no puede elegir, ya me entiende. Aquí quien más quien menos, todos hemos hecho cosas que no están en el manual de urbanidad. Por pura necesidad, ya me entiende. Como decimos en mi país, nadie mete los pies en una tifa si lo puede evitar. Magnolio es un buen chico. No sé lo que ha hecho, pero es un buen chico.

Asentí con la cabeza en el momento en que la desgarbada figura de Magnolio hacía su entrada en el local. Ni siquiera su exigua visión le impidió distinguirme (por lo blanco) antes de haber acabado de franquear la puerta. Se paró en seco, hizo un aspaviento demostrativo de contrariedad, inició un movimiento de retroceso como si se dispusiera a emprender la retirada y por último, sabiéndose el centro de atención de los parroquianos, a quienes su llegada había interrumpido en sus decaídos pasatiempos, sacudió los hombros y vino a reunirse conmigo en la barra.

– Este caballero -le dijo el hombre del mostrador señalándome con la punta de la barba- dice ser amigo tuyo.

Magnolio movió la cabeza en señal de apesadumbrada confirmación.

– ¿Cómo ha dado conmigo? -me preguntó luego.

Le dije cómo y Magnolio exclamó:

– Yo no le debo ninguna explicación. Ni a usted ni a nadie.

– Oh, oh, excusatio non petita, accusatio manifesta -dijo el hombre del mostrador señalando a Magnolio con el dedo-. ¿En qué lío te has metido, hijo?

– No he hecho nada malo, señor Mandanga -dijo Magnolio.

– Traición, delación y colusión -dije yo-, ¿le parece poco?

– Pardiez, los cargos son de altura -murmuró el señor Mandanga. Y dirigiéndose a mí-: ¿Puede sustanciarlos?

– Sólo con hipótesis -respondí-, pero muy sólidas. Usted parece un hombre ecuánime. Óigame y juzgue después.

– Espere -dijo el señor Mandanga-, avisaré a mi mujer. ¡Loli!

A través de la cortina de arpillera salió de la cocina una negra rolliza, vestida con bata y delantal y un pañuelo de muchos colores anudado a la cabeza. El señor Mandanga me la presentó y ella me dio una mano ancha, fuerte y mojada.

– ¿Qué tal estaban los chicharrones? -preguntó.

Le dije que muy buenos (era la pura verdad) y luego, sin más trámite, empecé mi relato diciendo:

– Me remontaré, si ustedes no ponen objeción, a la noche siguiente a la fiesta celebrada en casa de los señores Arderiu en honor del señor alcalde de nuestra ciudad con motivo del inicio de la campaña electoral y con el propósito manifiesto de recaudar fondos con destino a dicha campaña. En esa ocasión, es decir, a la noche siguiente a la fiesta, un caballero maduro y canoso llamado Miscosillas, abogado de prestigio, con bufete en la Diagonal, visitó de nuevo la casa de los señores Arderiu. El propio Magnolio me lo contó, pues a él se lo había contado Raimundita, que presta servicio doméstico en casa de los ya mentados señores Arderiu y a quien Magnolio había ido a buscar la ya referida noche con fines de galanteo y espionaje. Pero Magnolio no me contó a mí todo lo que Raimundita le había contado. Porque Raimundita, que no tiene un pelo de tonta, había escuchado la conversación entre el abogado señor Miscosillas y los señores Arderiu y de dicha conversación había dado cumplida cuenta a Magnolio.

– No mezcle a Raimundita en este asunto -dijo Magnolio.

– Es usted quien la ha mezclado, haciéndola cómplice involuntaria de un acto vil. Lo que Raimundita aprehendió en casa de los señores Arderiu y luego le contó a Magnolio fue que a raíz del asesinato de Pardalot, había un gran interés por averiguar el paradero de un hombre inválido llamado Agustín Taberner, alias el Gaucho, y de su hija, una antigua modelo de ropa interior llamada Ivet. Magnolio dejó hablar a Raimundita y luego concibió un plan que había de reportarle pingües beneficios. Esa misma noche o al día siguiente fue a ver al abogado señor Miscosillas y le dijo que conocía el paradero del hombre al que, según sabía de buena tinta, andaban buscando. Conocía dicho paradero porque Ivet, que es muy finolis, cuando estaba bien de dinero, contrataba los servicios de Magnolio para hacerse llevar y traer de la residencia de Vilassar donde tenía escondido desde hacía varios años a su padre inválido y ahorrarse de este modo los vejámenes de la RENFE y el contacto con la chusma, siempre incómodo, y aún más en los meses de verano. Al servirse de Magnolio, Ivet no creía poner en peligro el secreto, puesto que no había ni era previsible que hubiera ningún contacto entre un chófer negro de tres al cuarto y el selecto círculo de los Arderiu, los Pardalot y los Miscosillas. Y, en efecto, ninguno habría habido si el asesinato de Pardalot y su posterior investigación, hábilmente llevada por mí, no nos hubiera echado a los unos en brazos de los otros, en sentido figurado, al menos por lo que a mí respecta. ¿Es así como sucedió o no es así, Magnolio?

– Ni lo admito ni lo niego -repuso el acusado-, pero si las cosas hubieran ido así, ¿qué? Todos vivimos a salto de mata, como los ñus. Y vender información no es menos lícito que despachar comida caducada, como hace el señor Mandanga, o socarrar con lejía el pelo de las señoras, como hace usted.

– No entremos en el debate -dijo el señor Mandanga- sin haber aclarado antes algunos puntos esenciales de esta historia. Verbigracia: ¿quién es Agustín Taberner, alias el Gaucho, y quién esa tal Ivet, que tanto revuelo arman?

– Dos tarambanas -dije yo-. Agustín Taberner, alias el Gaucho, fue socio fundador, con Pardalot y Miscosillas, de varias empresas de dudosa legalidad y cuantioso rendimiento, luego sustituido en el triunvirato por Ivet Pardalot, a la que no deben ustedes confundir con la hija de Agustín Taberner, alias el Gaucho, también llamada Ivet.

– Debo de ser un poco tonta -dijo la señora Loli- pero no acabo de entender bien el asunto. ¿Para qué querían Miscosillas y los otros conocer el paradero de Agustín Taberner, alias el Gaucho?

– No lo sé con exactitud -dije-, sólo tengo hechas algunas conjeturas. En este asunto se entremezclan viejas historias con otras recientes. Pero sea cual sea la causa del secuestro de Agustín Taberner, alias el Gaucho, una cosa es cierta: que su vida corre peligro. Y otra más: que de lo que ocurra, Magnolio será en buena parte responsable moral.

Todos miramos a Magnolio esperando una decidida refutación de mis acusaciones, pero aquél, enfrentado a la descripción objetiva de los hechos (y a sus culpas), callaba y se miraba las punteras de los zapatones. Cuando finalmente levantó la cara pudimos ver que dos lágrimas gruesas como dos gotas de petróleo le resbalaban por las mejillas.

– Todo lo que ha dicho este hombre -dijo con voz entrecortada- es verdad. Estoy avergonzado. Siempre he procurado obrar con arreglo a la ley de la jungla, pero en esta ocasión me he dejado llevar por la ambición. Necesitaba el dinero. No me obliguen a decir para qué. Lo necesitaba para un fin bueno, pero los medios utilizados para obtenerlo han sido malos. Lo comprendo, me arrepiento y haré lo que pueda para enmendar mis desatinos.

– Bien está el arrepentimiento cuando es sincero y lleva consigo el propósito de enmienda -dijo el señor Mandanga-, pero a Agustín Taberner, alias el Gaucho, de poco le va a servir el tuyo.

Al oír estas palabras, Magnolio se irguió en toda su considerable estatura, se quitó la gorra de chófer, se la llevó al pecho como si quisiera sofocar con ella el eco de los latidos de su noble corazón, y exclamó:

– Podemos tratar de rescatarlo.

– Es casi imposible -dije yo-. Sin duda lo tendrán bien custodiado. Y por añadidura no sabemos adonde lo han llevado.

– Ah -replicó Magnolio-, yo sí lo sé.

Lo miramos sorprendidos y Magnolio, ufano de haber despertado tanta expectación sobre su persona, nos refirió cómo a la mañana siguiente de la noche aciaga de la traición, Magnolio y el abogado señor Miscosillas habían ido en el coche de Magnolio a recoger a un tercer individuo, encapuchado, y luego los tres juntos a la residencia de Vilassar, de donde se habían llevado al padre de Ivet a un lugar seguro. Allí satisfizo el abogado señor Miscosillas el pago prometido a Magnolio, conminándole al mismo tiempo a no revelar a nadie nada de lo ocurrido, pues si lo hacía la policía lo consideraría cómplice del secuestro y, siendo negro, le atribuiría las peores intenciones.

– Pero ahora -concluyó diciendo Magnolio-, estoy dispuesto a correr cualquier riesgo para rehabilitarme a los ojos de usted, y a los ojos del señor Mandanga y de su esposa, que han sido como unos padres para mí, y a los ojos de la señorita Ivet, que tantas veces me ha proporcionado trabajo y ha confiado en mí, y sobre todo a los ojos de mis antepasados, porque soy animista, para lo cual, si usted quiere, le llevo en mi coche, sin cobrar, al escondrijo donde tienen encerrado a Agustín Taberner, alias el Gaucho, pero sólo hasta la puerta. Debo advertirle, sin embargo, que se trata de lugar peligroso al tiempo que siniestro, siendo su nombre o topónimo Castelldefels.

Asumí el riesgo, felicitaron el señor Mandanga y su esposa, la señora Loli, a Magnolio por aquel cambio de actitud recta y loable, y a mí por mi arrojo, y saliendo ambos de la barra nos abrazaron y nos recordaron que la semana siguiente empezaba un ciclo de Truffaut y se negaron a cobrarme los chicharrones y la Pepsi-Cola, diciendo que eran obsequio de la casa.

Загрузка...