9

Quien no ha tenido como yo el privilegio de pasar buena parte de su vida en un manicomio tal vez ignore esta gran verdad: que todos los allí encerrados perciben claramente la locura de los demás, pero ninguno la propia. Teniendo esto en cuenta y aprovechando el silencio fatigado que siguió a la negativa del abogado señor Miscosillas a revelar el fundamento racional de sus actos (de espionaje), repasé los sucesos que habían precedido y seguido al crimen y la intervención de cada personaje en ellos, y una vez aclaradas por este método mis ideas, decidí poner las deducciones en conocimiento de los demás para que finalmente resplandeciera la verdad y nos pudiéramos ir a casa.

Antes de hablar, con todo, pasé revista a la situación presente (entonces) y a las posibles consecuencias de mis palabras, pues no es lo mismo revelar la verdad a quien puede sentirse molesto por ella que revelársela a quien además tiene una pistola. Por el momento sólo había dos pistolas a la vista, a saber, la Beretta 89 de Santi y el viejo revólver Remington calibre 44 de Ivet Pardalot, pero yo calculaba que allí mismo, entre las cuatro paredes del salón, debía de haber por lo menos otras dos. En vista de lo cual y para tranquilizar los ánimos, empecé diciendo lo agradable que me resultaba la compañía de todos los presentes y agradeciéndoles de antemano su paciencia y su ecuanimidad. Nada de cuanto yo dijera, dije, debía causarles desazón, pues aunque al final de mi alocución alguien pudiera encontrarse con una irrefutable acusación de asesinato sobre sus espaldas, mis razonamientos y conclusiones tenían una finalidad puramente aclaratoria, didáctica y en último término festiva y en modo alguno se proponían enturbiar la atmósfera distendida y cordial que allí reinaba. Asimismo, añadí, aquella noche, poco antes de desplazarme a Castelldefels, donde a la sazón nos encontrábamos, había dejado escritas aquellas mismas conclusiones en manos seguras con instrucción de entregárselas a la policía y a la prensa en caso de accidente. Y dicho esto, pasé a trazar un esbozo de la situación general, ordenando los acontecimientos según su aparición en la cronología y poniendo en su lugar cada persona y cosa, con lo que el relato siguió más o menos el siguiente derrotero:

Varias empresas sucesivas, en realidad la misma empresa, habían sido fundadas a partir de la década de los setenta (en España) por tres socios: Manuel Pardalot, hoy difunto; el señor alcalde, hoy alcalde; y Agustín Taberner, alias el Gaucho. Desde el principio el señor alcalde había estado representado por el abogado señor Miscosillas. Las empresas habían realizado algunas operaciones (quizá todas) de dudosa legalidad, de la que quedaba algún rastro documental, no del todo inofensivo desde el punto de vista legal, y sumamente nocivo desde el punto de vista político, en especial para el señor alcalde.

Como donde las dan las toman, la empresa o empresas, a su vez, habían sido objeto de fraude por parte de uno de sus socios, Agustín Taberner, alias el Gaucho. No contento con esto, Agustín Taberner, alias el Gaucho, se había enredado con la novia de Pardalot, Reinona, a espaldas de éste. El enredo había resultado en embarazo (por no tomar precauciones) y Reinona se había ido a Londres a abortar. Finalmente no había abortado, se había quedado a vivir en Londres y había dado a luz a una niña llamada Ivet. Despechado, pero todavía ignorante de la doble deslealtad de su socio, Pardalot se había casado con otra y engendrado una niña a la que también había puesto por nombre Ivet. Las dos niñas salieron a sus padres: la hija de Reinona y Agustín Taberner, alias el Gaucho, guapa y atolondrada; la otra, inteligente, trabajadora, ambiciosa y un poco bicho.

Pasaron los años. Reinona regresó a Barcelona, metió a Ivet en un internado y, para asegurar la manutención de su hija y la propia, contrajo matrimonio con Arderiu, a quien ocultó la existencia de la niña y a quien dijo ser estéril para ahorrarse nuevas complicaciones. Habiendo elegido Reinona para su hija el internado de más empaque de la ciudad, no era raro que allí fuera también a parar la hija de Pardalot. El matrimonio de éste había resultado en fiasco y para evitarle escenas a la niña o para quitársela de en medio, la metieron interna. Las dos niñas, casi coetáneas y sin saber lo que de común había en sus respectivos antecedentes, entablaron una estrecha amistad que las diferentes circunstancias de cada una pronto habían de truncar. Al salir del internado, sin previo acuerdo ni conocimiento mutuo, las dos se fueron a los Estados Unidos de América, la una a Nueva York, la otra, a una universidad de nombre impronunciable. Como ya sabemos, a una le fue bien y a la otra, mal. También a este lado del océano para Agustín Taberner, alias el Gaucho, pintaban bastos. Había contraído una enfermedad degenerativa irreversible y su desfalco había sido descubierto. Por razones fáciles de comprender, sus socios se abstuvieron de litigar ante la justicia ordinaria: lo expulsaron de la empresa y le rompieron las piernas. Reinona lo recogió. Con el producto de la venta de una de sus joyas alquiló un piso de la calle Bailén y lo instaló a él en él. Luego hizo venir a Ivet de América para que lo cuidara. A él. Pero Ivet no estaba en condiciones de cuidar, sino de ser cuidada. Las cosas iban manga por hombro en casa del Gaucho.

– Todo esto -dijo Ivet Pardalot- ya lo sabíamos. Nosotros mismos nos lo acabamos de contar.

– Pues haber aprovechado para ir a hacer pis, señorita Ivet -repliqué-, porque lo que viene ahora es nuevo y con sustancia. En efecto -proseguí dirigiéndome al común de los allí reunidos-, el regreso de la señorita Ivet Pardalot de los Estados Unidos y su incorporación a la plantilla de la empresa de su padre, el difunto Pardalot, trastocaron aquel nuevo y precario statu quo. No era ni es la señorita Ivet Pardalot persona dispuesta a vivir a la sombra de nadie. Tan pronto se hubo aclimatado, puso en marcha un plan para apoderarse de la empresa. Para ello hizo reformar los estatutos y se subrogó a sí misma en el lugar de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Luego…

– Con permiso -arguyó la interesada-, esta parte del relato es fruto de tu imaginación, por no decir de tu arbitrariedad. Tú no puedes saber cuáles eran mis intenciones.

– Las supongo -respondí-, y no creo andar errado. Usted quería imprimir a un negocio obsoleto, a un residuo de otra era, el dinamismo que le habían inculcado en ultramar. De otro modo, ¿por qué se hizo amante de un pichafría como el abogado señor Miscosillas?

– Oiga, buen hombre, a mí no me moteje -saltó el abogado señor Miscosillas-. En primer lugar, no le tolero que se inmiscuya en nuestra intimidad. En segundo lugar, usted nunca me ha visto en el arte de templar ni en la suerte de poner varas.

– No he tenido ocasión -dije-. Lo que afirmo me lo contó la propia señorita Ivet Pardalot la noche que me llevó a su casa, después de sacarme usted del calabozo. En aquella ocasión, estando ella y yo a solas, en la cama o, para ser exactos, sobre la cama, se quejó de su poquedad, se mofó de sus ínfulas y estableció comparaciones desventajosas entre usted y cierta verdura hervida. Luego me mostró un vídeo…

Al oír estas acusaciones, el abogado señor Miscosillas palideció, levantó medio cuerpo del sofá, abrió la boca de par en par y dejó que un reguero de baba le colgara del labio inferior como un badajo. Luego señaló a Ivet Pardalot con un dedo tembloroso y dirigiéndose al resto de la concurrencia, balbució:

– No hagan caso a los infundios de esta rabona. Por lo general, cumplo con creces, y si alguna vez no he merecido el cum laude, no ha sido culpa mía, sino de ella. Es inepta, desabrida, apática, tropezosa, chabacana, sandia, inverecunda, repolluda y cerdosa. Ayuntarse con ella es como abrazar a Sancho Panza. En cuanto al vídeo, lo grabamos por broma una tarde lluviosa de domingo para hacer reír a nuestros nietos en un futuro lejano. He dicho.

Se sentó el abogado señor Miscosillas después de haber absuelto con tan florido verbo posiciones y pidió a su vecino de sofá un pañuelo o, en su defecto, otra octavilla de propaganda electoral con que enjugar los salivazos que la elocuencia había sembrado en sus solapas. En nada, sin embargo, se había alterado el sereno continente de la señorita Ivet Pardalot, ni durante la deposición de su amante ni cuando a renglón seguido dijo a éste:

– Puedes estar orgulloso: te has dejado engañar bien tontamente por un miserable peluquero. Nunca mencioné tu nombre en su presencia ni le hablé de lo nuestro ni menos aún le mostré el vídeo. Él ha dado un palo en el aire y tú, por fatuidad, te has puesto en evidencia. No importa. Agradezco tu sinceridad, celebro conocer tu opinión sobre mis gracias y me reservo el derecho de responder a tus piropos cuando lo estime oportuno. Tú, sigue hablando.

El aludido era yo y no me hice de rogar.

– De su acoplamiento con el abogado señor Miscosillas obtuvo la señorita Ivet Pardalot valiosa información de la que al punto se dispuso a servirse. Pero dejemos esto de lado un instante y recojamos un cabo suelto. La señorita Ivet Pardalot no había olvidado a la otra Ivet. Sabía que ésta había regresado a Barcelona, aunque no el motivo de su regreso, y no le costó averiguar su paradero ni las incertidumbres de su malvivir. Por otra parte y simultáneamente, la señorita Ivet Pardalot también había seguido la pista de Reinona, a la que culpaba, no sin razón, del crónico abatimiento de Pardalot y del desamparo y la amargura en que de resultas de ellos se vio sumida su propia infancia. Al igual que había hecho con el abogado señor Miscosillas, pero de un modo más esporádico, sedujo a Arderiu, al que se llevó, como acabamos de oír, a un discreto refugio de fin de semana allende el Pirineo.

– ¿Cómo podía haberme resistido? -se justificó Arderiu-. Ella me juró que no le interesaba yo, sino mi coche. Tengo un Porsche Carrera de 3.600 centímetros cúbicos. Con todo, la liaison no pasó de una simple tesitura. Alocada, lo confieso, pero tesitura al fin y al cabo.

– Sea como sea -proseguí-, la señorita Ivet Pardalot obtuvo de esta fuente datos frescos y cruciales acerca de Reinona. Tal vez que el infortunio de su padre se debía a la traición de Agustín Taberner, alias el Gaucho. Tal vez el secreto de la paternidad y la maternidad de Ivet. En resumen, que entre el abogado señor Miscosillas, Arderiu, su padre, de cuya confianza gozaba, y Santi, a quien pagó, sedujo o pagó y sedujo, consiguió hacerse con los hilos necesarios para tejer su inicua trama. Y ahora presten mucha atención porque nos acercamos a la noche del crimen.

Se hizo un silencio expectante y el señor alcalde, percatándose de la trascendencia del momento, se sacó el dedo de la nariz y dijo:

– Espere. Si se propone revelarnos la identidad del asesino, es de justicia que todos estemos en igualdad de condiciones y la ley lo exige. Todos estamos sentados y Arderiu no tiene silla. Horacio, ya sabes lo que te toca.

Todavía bajo los efectos del atentado a su hombría, el abogado señor Miscosillas replicó que a él no le tomaba nadie por el pito del sereno, ni siquiera un alcalde a punto de ganar las elecciones, y añadió que si Arderiu se quería sentar, que se fuera a buscar él mismo una silla o que se sentara en el suelo. Arderiu se excusó diciendo que por no conocer la distribución interior del chalet le era imposible distinguir una silla de otro objeto suntuario y que no se podía sentar en el suelo porque sufría de vértigo. Al final el propio alcalde se levantó del sofá y dijo que ya iría él por la silla, pero recalcó que no iba en su condición de alcalde, sino como un ciudadano más, toda vez, dijo, que los alcaldes tienen, en virtud de su cargo, una doble personalidad, como Clark Kent. Cuando hubo regresado, reanudé el relato de los hechos diciendo:

– Conocedora de la existencia de documentos funestos para la brillante carrera política del señor alcalde, de dónde los guardaba su padre y de la forma de hacerse con ellos, Ivet Pardalot se puso en contacto con la otra Ivet simulando, merced a los artilugios que ahora están ahí tirados de cualquier manera, ser un hombre gordo y con problemas fonéticos y le propuso instrumentar un robo en las oficinas de El Caco Español. La señorita Ivet Pardalot había sabido de mi existencia por medio de sus agentes y consideraba que mi probidad e impericia me hacían idóneo para llevar a cabo su plan, pero necesitaba a Ivet para inducirme a cometer un delito y, por añadidura, para implicarla a ella en él. Ivet necesitaba dinero para sus cosas y se avino a cooperar. El plan de Ivet Pardalot, por si no lo han entendido aún, era sencillo: yo robaba los documentos concernientes al señor alcalde de las oficinas de El Caco Español y se los daba a Ivet; luego Ivet se los daba a ella, y por último la policía nos trincaba a Ivet y a mí. La noche del crimen alguien (la propia Ivet Pardalot, el abogado señor Miscosillas o Santi, lo mismo da) desconectó la alarma y dejó abiertas las puertas, incluida la puerta automática del garaje. Pero dejó en marcha el circuito cerrado de televisión, donde mi hazaña, sin yo saberlo, quedó grabada paso a paso. De este modo Ivet, o el propio Pardalot, podían demostrar mi culpabilidad. Y una vez en manos de la justicia, a mí no me habría quedado otra salida que delatar a Ivet, e Ivet sólo habría podido decir a la policía que había obrado por cuenta de un señor gordo y acaponado. Sin ser nada del otro mundo, el plan no estaba mal sobre el papel, pero, como ocurre siempre, el azar introdujo un elemento con el que nadie había contado. Porque aquella misma noche Pardalot acudió a las oficinas de El Caco Español. No era inusual que tal cosa hiciera: en su vida descorazonada no encontraba consuelo sino en el trabajo. Pasada la medianoche entró en su despacho y de inmediato se dio cuenta de que alguien había estado allí. Verificó la desaparición de los documentos y, sin imaginar que el robo lo había cometido su propia hija, avisó de lo ocurrido al señor alcalde, el cual se encontraba aún en su propio despacho del Ayuntamiento. El señor alcalde acudió a las oficinas de El Caco Español, tal y como, según su versión, Pardalot le dijo que hiciera. Siguió, siempre según él, el mismo camino que yo había seguido hasta llegar al despacho de Pardalot. Pero cuando llegó allí, de acuerdo, insisto, con sus propias palabras, Pardalot ya estaba muerto. Ahora bien, ¿existió realmente esa llamada telefónica?


*

Acostumbrado a oír más duras acusaciones en el consistorio, el señor alcalde no perdió la calma ni la compostura.

– La llamada debe de estar anotada en el registro de llamadas del Ayuntamiento -dijo-. Cualquier ciudadano lo puede consultar. Es un servicio gratuito.

– No hace falta consultar ningún registro -repliqué-. Sin duda hubo una llamada, pero no fue Pardalot quien la hizo, sino Santi. Santi trabaja para usted, además de trabajar para todos los demás. Usted no podía permitir que Pardalot dispusiera libremente de unos documentos que podían arruinar su carrera. Por eso colocó a Santi en las oficinas de El Caco Español De esta forma tenía vigilado a Pardalot y, de paso, a los restantes personajes de este drama. Cuando Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, lo primero que hizo fue llamar a Santi, sobre quien recaía aquella noche la responsabilidad de vigilar el edificio. Y a Santi le faltó tiempo para avisarle a usted. Entonces usted dio orden a Santi de matar a Pardalot.

– Esto es absurdo -dijo el señor alcalde-, ¿qué interés podía haber tenido yo en matar a Pardalot precisamente cuando los documentos ya no estaban en su poder? Y si realmente hubiera ordenado a Santi matar a Pardalot, ¿por qué habría corrido el riesgo innecesario de acudir en persona a las oficinas de El Caco Español la noche misma del crimen? Es probable que las cosas sucedieran como usted dice, pero de otra manera. A saber: Pardalot descubrió la sustracción de los documentos, me llamó y me pidió que fuera a verle. Luego llamó a Santi para echarle una bronca, y Santi, ante la perspectiva de quedarse sin empleo, lo mató. No parece muy lógico, pero los asesinos actúan como Dios les da a entender. Tal vez discutieron. Al fin y al cabo, de todos los posibles asesinos, Santi es el único que disponía de un arma.

– Oiga, señor alcalde -dijo Santi-, con el debido respeto, a mí no me cargue el mochuelo. Ciertamente tenía el arma y la ocasión, pero ¿dónde está el móvil? Y aun cuando tuviera alguna razón para liquidar a Pardalot, ¿por qué había de elegir para hacerlo una noche tan concurrida? No olvide que con posterioridad al suceso alguien me disparó estando yo en casa de este caballero, sin duda con la intención de silenciarme. ¿No es eso incompatible con la autoría del crimen? No, excelentísimo señor alcalde, señoras y señores: yo no fui. En cambio, si me permiten una sugerencia, ¿no les parecería lógico que la propia Ivet, que se había quedado con la carpeta azul para sacarle un dinero extra al encapuchado, viendo que contenía documentos comprometedores para Agustín Taberner, alias el Gaucho, su propio padre, soliviantada y cocida como cada noche, regresara a las oficinas de El Caco Español, entrara por el camino ya sabido y disparara contra Pardalot?

Iba a protestar Ivet de esta insinuación, pero Reinona se lo impidió poniéndose en pie y pidiendo la palabra con gesto tan decidido cuanto atribulado. Le prestamos la atención que reclamaba y ella se disponía a tomar la palabra, cuando Arderiu se le adelantó y, subiéndose a la silla que el señor alcalde acababa de suministrarle, dijo:

– No hace falta seguir acusando a todo el mundo por riguroso turno. Ahora que estamos todos reunidos, quiero hacer una confesión. Por este motivo me he subido a la silla, desafiando el vértigo y la ley de la gravedad al mismo tiempo. Bien, voy a hacer, como digo, una confesión, y la haré sin rodeos. Yo maté a Pardalot. ¿Cómo, cuándo y por qué? Ahora mismo se lo explicaré sin rodeos. Aquella noche yo había salido a dar una vuelta en mi coche. Tengo un Porsche Carrera de 3.600 centímetros cúbicos. En plena Vía Augusta me quedé sin gasolina. Y también sin batería y sin líquido de frenos. Estas cosas pasan. Por suerte estaba cerca de las oficinas de El Caco Español. Vi luz en la ventana del despacho de Pardalot. No recuerdo por dónde entré, pero entré, fui al despacho de Pardalot y le pedí que me dejara llamar por teléfono al taller. No quiso y lo maté. Bien, podemos dar el caso por resuelto.

Bajó de la silla y, asumiendo dignamente su condición de inculpado, se quitó la corbata, el cinturón y los cordones de los zapatos. Luego, como no sabía donde dejar estos adminículos, se los metió en el bolsillo de la americana. Reinona, que seguía en pie, se llegó hasta él, le puso la mano en el hombro, sonrió enternecida y dijo:

– Cariño, súbete los pantalones y vuélvete a poner el cinturón. Lo que has hecho es de una gran nobleza. No merezco tanta generosidad. Yo maté a Pardalot.

Hizo Arderiu lo que su mujer le decía sin dejar de refunfuñar y de asegurarnos que en su casa mandaba él y que a él no le decía nadie lo que tenía que hacer. En resumen, que si él decía que era un asesino es que era un asesino y punto. En aquella ocasión, sin embargo, cedía a los ruegos de su mujer por no contrariarla, pues la veía muy afectada por la tesitura, acabó diciendo. Al final, como nadie le hacía caso, se sentó y cedió a Reinona el uso de la palabra.

– Aquella noche -empezó diciendo Reinona- Ivet me llamó por teléfono y me contó lo del robo de los documentos. Los había hojeado y estaba muy alterada al ver lo que su padre había hecho. También se había chutado. Le dije que se tranquilizara, que yo me ocuparía del asunto y lo arreglaría todo. Llamé a Pardalot. No estaba en casa. Supuse que estaría en su despacho de El Caco Español, donde solía aliviar la soledad de sus noches, unas veces incomunicado, jugando con el ordenador, otras conmigo. Fui. Santi me abrió la puerta, como ya había hecho anteriormente en repetidas ocasiones. Yo mantenía un estrecho ligamen con Pardalot. Él todavía estaba enamorado de mí y yo me dejaba querer para tenerlo controlado. De este modo, pensaba yo, protegía a Agustín Taberner, alias el Gaucho, de cualquier posible represalia por parte de Pardalot o de sus socios. En realidad, todo en esta vida lo he hecho por Agustín Taberner, alias el Gaucho. Una es así. Pero no hablemos de mí. Estarán ustedes ansiosos por saber cómo lo hice. Ahora mismo se lo contaré.

Tras este preámbulo hizo una pausa, que aprovechó Ivet Pardalot para intervenir diciendo:

– Señora, su marido es tonto, pero usted es tonta y además cursi. Ahora pretende incriminarse a sí misma para proteger a Ivet, como si alguien, salvo usted misma, pudiera tomarse en serio la culpabilidad del paradigma de la ñoñez que es su hija. ¿De veras cree que Ivet habría sido capaz de entrar en las oficinas de El Caco Español, encontrar el despacho de mi padre, dispararle siete tiros y acertar al menos uno, si ni siquiera sabe hacer funcionar el mando a distancia del televisor? Ivet se pasa la vida en órbita, a ver si se entera de una vez. En cuanto a usted, querida Reinona, princesa de las joyas falsas y los sentimientos falsos, no crea que ha hecho una proeza tratando de encubrir a su hija. Su confesión no tiene ninguna credibilidad. ¿Por qué habría de tenerla? Hace años estuvo usted a punto de confesarle a mi padre su traición, pero no se la confesó; se fue a Londres a abortar, pero no abortó; quiso suicidarse, pero no se suicidó. ¿Y ahora pretende hacernos creer que ha matado a alguien? Nada, nada, usted, como todas las mujeres de su generación, siempre está a punto de hacer algo decisivo, pero al final se queda cruzada de brazos y espera a que aparezca un lila y pague los platos rotos. Y a esto le llama dejarse llevar por los sentimientos. Pues no, señora, esto es vivir del cuento. Y déjeme decirle una cosa más: habría sido más honrado por su parte dejar que el pobre Arderiu cargara con el asesinato. Si él le ha consentido a usted tantos años sus caprichos, déjele que ahora vaya también a la cárcel por usted. Asuma su papel, señora, y no lo quiera arreglar todo con una hombrada de última hora. Quizá conmueva a los carcamales de su generación, pero para la gente de hoy, para la gente normal, usted es un espantajo, una broma. No hablo por hablar: su marido me ha contado muchas cosas de usted. Las personas siempre cuentan muchas cosas cuando creen que alguien las escucha. Yo escucho. Dejé hablar a Arderiu y acabó cantando el Parsifal. Por él supe la vieja historia de Reinona y Agustín Taberner, alias el Gaucho. Supe que él seguía aquí, que estaba inválido. Pero Arderiu no supo decirme dónde se había metido. Entonces decidí encontrarlo y acabar con los dos, con el inválido y con Reinona. Ellos habían destruido la vida de mi padre e indirectamente también la mía. Yo destruiría la suya. Pero para eso tenía que hacerle salir de su escondrijo. Me lié con Miscosillas. Con él fue más fácil aun que con Arderiu. Ni siquiera hacía falta escucharle. En su infinita petulancia creía que yo lo amaba y lo admiraba y no paraba de hablar. ¡Infeliz! ¿Qué sentimientos puede inspirar un badulaque achacoso, que viste ropa de Armani, lleva un Rolex y es tan retrógrado que aún le hace gracia Mafalda? Se preguntarán ustedes cómo he podido tener tanto éxito con los hombres sin valer gran cosa. No tiene mérito. Los hombres son muy exigentes a la hora de emitir juicios estéticos sobre las mujeres, pero a la de la verdad, se conforman con cualquier cosa. Cuando descubrí esto, mi vida se volvió mucho más interesante. No me importa admitir que he utilizado a los hombres. Forma parte de mi profesión. Un empresario lo utiliza todo: hombres, mujeres, minerales, créditos bancarios, todo lo transforma, todo lo aprovecha, a todo le saca un rendimiento. Menos a una empresa como la de mi padre. En cuanto vi los libros me di cuenta de que aquello no podía seguir así. Había que disolver la sociedad antes de que se fuera definitivamente al garete. Pero para eso había que retirar a los pitecántropos que aún pretendían vivir del privilegio y la fachenda. Me refiero a mi padre, al alcalde, a Miscosillas y compañía. No era mi intención hacerles daño. Ni siquiera sus intereses económicos habrían salido perjudicados si me hubiera dejado las manos libres. Habrían percibido sabrosos estipendios y habrían asistido una vez al trimestre a un consejo de administración, para hablar de gastronomía y contar chistes verdes. Y mientras tanto yo habría llevado el timón. Le insinué a mi padre el proyecto y no lo entendió. Desde joven había vivido al amparo de un sistema artificial y no quería darse cuenta de que los tiempos habían cambiado. Mi padre se creía un empresario. Un empresario catalán. Intenté explicarle que esto era un oxímoron, pero tampoco sabía lo que era un oxímoron. Comprendí que era inútil seguir razonando y decidí forzar la situación. Miscosillas me había hablado de los documentos concernientes al señor alcalde. Eran una minucia. ¿A quién le puede importar el pasado fraudulento de un político cuando con el presente basta y sobra? De todos modos decidí valerme de ellos para provocar una crisis. El resto ya lo saben. El plan salió bien, pero la cosa acabó mal. Quise engañar y fui la primera engañada. No me volverá a suceder.

Concluyó Ivet Pardalot su discurso y nos quedamos todos callados, meditando sus palabras. Arderiu se sirvió un whisky, lo apuró de un trago y finalmente se hizo eco del sentir general diciendo:

– Todo esto está muy bien, pero, ¿puede alguien decirme quién mató a Pardalot? La intriga se complica cada vez más y, si quiere saber mi opinión, se está convirtiendo en un auténtico rollo. O nos dice quién mató a Pardalot o aprovechando que estamos cerca del Prat, me voy a hacer unos hoyos.

– Y yo a mi bufete -dijo el abogado señor Miscosillas.

– Y yo a desayunar -dijo Santi.

– Y yo a un mitin -dijo el señor alcalde.

– Y yo a un centro de acogida para señoritas descarriadas -dijo Ivet.

– Y yo a casa, a hacerle un fricandó a mi maridito, que se lo merece todo -dijo Reinona.

– Está bien -dije yo-, les complaceré con sumo gusto. A decir verdad, a mí también me gustaría acabar con este enredo y descansar un poco antes de abrir la peluquería. Pero para ello es preciso hacer comparecer al personaje central de esta trama. Les ruego, pues, señores, que vayan a buscar a Agustín Taberner, alias el Gaucho, y lo traigan al salón, de grado o por fuerza.


*

Les indiqué que podían encontrar la silla de ruedas en el cuarto del piso superior del chalet, y al propio Agustín Taberner, alias el Gaucho, en un rincón oscuro al pie de la escalera. Como la operación requería varios brazos y bastante esfuerzo, confiaron a Santi la vigilancia de las tres mujeres y de mi propia persona y salieron el señor alcalde, Arderiu y el abogado señor Miscosillas a cumplir la condición impuesta por mí para una satisfactoria solución del problema en general y de algunos de sus componentes en particular.

Aprovechando el descanso, propuse a Santi que guardara el arma o, al menos, que dejara de apuntarme con ella todo el rato, a lo que se negó él alegando que no pensaba rendir el arma mientras Ivet Pardalot siguiera empuñando la suya y menos aún guardarla sin recibir garantía de que otra u otras pistolas no serían esgrimidas allí mismo en un futuro próximo; que hasta el momento yo había demostrado la inocencia de todos los presentes, pero no la mía; y, por último, que él se limitaba a cumplir órdenes. Entonces propuse a Ivet Pardalot que volviera a dejar su revólver donde lo había encontrado y ella me respondió de un modo más conciso y claro con un gesto despectivo y un monosílabo.

Para entonces ya había vuelto el abogado señor Miscosillas con la silla de ruedas del inválido. Mientras esperábamos el regreso de los otros dos, referí, a instancias suyas, las peripecias de nuestra frustrada escapatoria, coincidiendo el final de mi relato con el regreso del señor alcalde y Arderiu, los cuales, presas de gran agitación, anunciaron a dúo que Agustín Taberner, alias el Gaucho, no estaba donde yo decía haberlo dejado ni en ninguna otra parte de la casa.

– Si no hubiera visto su ausencia con mis propios ojos -concluyó Arderiu-, no habría creído lo que veían mis propios ojos.

– Salgamos al jardín -dijo el abogado señor Miscosillas-. Sin su silla de ruedas, que está aquí, un inválido no puede haber ido muy lejos.

– Un inválido tal vez no -dije-, pero sí Agustín Taberner, alias el Gaucho. De la paliza que le propinaron quedó baldado, pero se repuso. Siguió fingiéndose inválido por conveniencia. Reinona e Ivet lo mantenían y lo cuidaban y, creyéndolo indefenso, guardaban celosamente el secreto de su escondrijo. Él, mientras tanto, viviendo a cuerpo de rey y a salvo de toda sospecha, reanudó sus actividades fraudulentas. Buen conocedor del funcionamiento interno de la empresa que él mismo había contribuido a fundar, se puso en contacto con la competencia y condujo a El Caco Español a la situación de bancarrota en que Ivet Pardalot lo encontró a su regreso de los Estados Unidos. Pero ni siquiera a ella se le ocurrió relacionar este descalabro con las actividades soterradas de un individuo que creía inválido y desaparecido de la circulación a todos los efectos. Una situación tan anómala, sin embargo, no podía durar eternamente. Las arcas de la empresa estaban exhaustas y cualquier suceso imprevisto podía poner al descubierto la maniobra y la identidad de su autor, incluida la operatividad de sus piernas. Este suceso imprevisto fue la sustracción por mí de los documentos comprometedores de las oficinas de El Caco Español. Posiblemente Ivet, en una de sus visitas a la residencia de Vilassar, le contó el plan a su padre. La perspectiva alarmó vivamente al Gaucho. La noche del crimen abandonó la residencia de Vilassar y, bien en tren bien en otro medio de transporte, fue a Barcelona y allí a las oficinas de El Caco Español con la intención de eliminar todo vestigio de sus continuadas expoliaciones. Pero llegó tarde, porque yo ya había pasado por allí y sustraído la carpeta azul. En el despacho de Pardalot, Pardalot sorprendió al Gaucho, discutieron, lucharon y finalmente Agustín Taberner, alias el Gaucho, mató a Pardalot, tras lo cual regresó a la residencia de Vilassar, donde se sentía seguro. Poco después llegó Reinona a las oficinas de El Caco Español, a instancias de su hija Ivet, como ella misma nos ha contado hace un ratito. Tal vez sea cierto lo que nos ha dicho antes y le guiara la intención de matar a Pardalot. Seguramente llevaba consigo la Walter PPK calibre 7,65 que yo encontré en un cajón de su tocador y que, si no me equivoco, debe de llevar ahora mismo en el bolso por si se tercia usarla. En aquella ocasión de nada le sirvió: al llegar encontró a Pardalot cosido a tiros. Como no podía imaginar siquiera lo ocurrido, pues hacía inválido al inválido, temió que hubiera sido Ivet la mano criminal. Con tesón y maña hizo desaparecer las huellas dactilares de donde hubiera podido haberlas y a continuación borró del circuito cerrado de televisión la cinta de vídeo donde había quedado registrado mi habilidoso desvalijamiento. Conocía el mecanismo del circuito cerrado de televisión porque en el curso de sus frecuentes encuentros con Pardalot, en aquel mismo despacho, solían desconectar dicho circuito si en el devenir de la conversación la nostalgia de otros tiempos o una causa similar los impulsaba a echar un casquete en la mesa de juntas. Por este motivo, es decir, por haber sido borrada la cinta de vídeo, no vino la policía a buscarme como estaba previsto en el plan original y por este mismo motivo mi hazaña no salió a relucir cuando me llevaron preso por el robo del anillo. Dígame usted si no he acertado plenamente.

– Sí -dijo Reinona, a quien iba dirigida la última oración-, así fue punto por punto. Fui a ver a Pardalot, lo encontré muerto y borré la grabación. Y también es cierto que llevo en el bolso una Walter PPK calibre 7,65 cargada, arma excelente, ligera y precisa, que me regalaron cuando me casé y con la que te mataré si te empeñas en difamar a un pobre inválido como Agustín Taberner, alias el Gaucho.

– Señora -dije yo viendo que para corroborar mis barruntos sacaba del bolso la Walter PPK calibre 7,65, le quitaba el seguro y me apuntaba con ella-, Agustín Taberner, alias el Gaucho, le ha estado tomando el pelo desde el principio. Y no me refiero a su etapa de inválido, sino a mucho antes, cuando aún eran jóvenes los dos. Entonces pudo haberse casado con usted y no lo hizo. La dejó tirada con su hija en Londres. Seguro que ni un mal turrón por Navidad debía de enviarles. Y luego, ya ve, ha permitido sin el menor escrúpulo que usted vendiera sus joyas y, en general, las pasara canutas por un amor no correspondido. Y con respecto a Ivet, no digamos. Menudo padre le ha tocado a la pobre chica. Así ha salido ella. A las dos las ha sacrificado a sus mezquinos intereses. Este hombre no se merece ni su cariño ni su piedad. Es un malhechor, un canalla. Si esto no les importa, si lo dan todo por bien empleado, allá ustedes, pero a mí haga el favor de no apuntarme con esa pistola. Por un lado me apunta Santi y por el otro usted. Señora, así no se puede vivir. Yo no les he hecho nada malo. Sólo intentaba darles cuenta cabal de lo ocurrido la noche del crimen.

Este sensato razonamiento no hizo mella en los interpelados. Ellos me siguieron apuntando con renovada resolución y yo me quedé, como quien dice, entre dos fuegos potenciales. Así las cosas, dijo Ivet dirigiéndose a su madre y al resto de la concurrencia:

– Ahora que sabemos lo sucedido, ¿qué vamos a hacer? Si damos parte a la policía, a papaíto se le va a caer el pelo.

– Por otra parte -objetó el señor alcalde-, no podemos permitir que un crimen tan monstruoso quede impune. La seguridad ciudadana dentro y fuera del hogar es un leitmotiv de mi campaña.

– No olvide, señor alcalde -le recordó el abogado señor Miscosillas-, que si procesan a Agustín Taberner, alias el Gaucho, pueden salir a relucir algunas menudencias que no les van a favorecer ni a usted ni a su partido.

– Ospa -dijo el señor alcalde.

– Señores -dijo Ivet Pardalot dando un puñetazo en la mesa-, esta discusión carece de sentido. Hemos averiguado quién mató a mi padre y, como ustedes comprenderán, yo no voy a pasar por alto este detalle. De los entresijos de la empresa no se han de preocupar: lo tengo todo bajo control. Es más, la empresa, como tal, ha dejado de existir hace unos meses. No se lo comuniqué antes para no darle un disgusto a mi padre, pero a ustedes me da lo mismo si les da un infarto. Todas las acciones de El Caco Español han sido donadas gratuitamente a una fundación que financia una ONG con sede en un banco de Singapur. Por descontado, los beneficios de esta sencilla transacción están en una cuenta a mi nombre. También me place informarles que, al día de la fecha, el capital de los restantes socios asciende a pesetas cero coma cero. Y el que proteste se va de cabeza a Can Brians.

– Horacio -dijo el señor alcalde-, me parece que entre todos nos han levantado la camisa. En fin, hágase como dice Ivet Pardalot y entreguemos al culpable a la justicia. Pero exijo que el arresto se lleve a cabo en mi circunscripción.

– El arresto -dijo una voz siniestra- no se hará en ninguna parte.

Nos volvimos al unísono hacia la puerta del salón, de donde procedía la voz, y vimos allí a Agustín Taberner, alias el Gaucho, firme sobre sus dos piernas, como yo había diagnosticado, y con una metralleta de marca desconocida en las manos, lo que no entraba en el diagnóstico ni en las previsiones de nadie.

Dando una vez más ejemplo de intrepidez, el señor alcalde se adelantó al resto diciendo:

– ¡Hombre, Agustín, me alegro de verte tan mejorado de tu dolencia!

Se levantó del sofá y fue hacia el recién llegado con los brazos abiertos, como si se dispusiera a estrecharlo en un abrazo fraternal, pero la actitud del Gaucho y un leve movimiento de la metralleta le hicieron reconsiderar su efusivo arranque. Aun así, siguió diciendo en tono de alegre camaradería:

– Pasa y siéntate, hombre, estás entre amigos. Y no hagas caso de lo que acabas de oír. Era un debate escolástico. Romanos contra cartagineses, como en el cole. Por lo demás, todo este asunto del asesinato a mí, en mi condición de alcalde, ni me va ni me viene. Ich bin ein Berliner. Si acaso, entiéndete con este pájaro, que lleva rato tratando de crearte mala fama.

– Vuelve al sofá, quédate quieto y no abras la boca -le respondió el Gaucho. Luego, señalándome a mí con el breve cañón de la metralleta por si no tenía bastante con las dos pistolas, y torciendo la comisura de los labios en un gesto antipático, agregó-: En cuanto a ti, sabandija, tú te lo has buscado. Sin tu entrometimiento nadie habría descubierto mi secreto. Debería haberte eliminado antes. Pero saliste indemne de la bomba que puse en la peluquería y ya no me quedó dinero para más. Por las nubes se ha puesto el amonal de un tiempo a esta parte. Da lo mismo, lo que no pude hacer entonces, lo haré ahora. Sin embargo, matarte a ti no será suficiente. Te has ido de la mu y ahora todo el mundo sabe que yo maté a Pardalot. Por charlatán me obligas a cargarme a todos los aquí presentes, incluida mi propia parentela. Gracias a Dios tengo una metralleta y liquidaré el asunto en un decir jesús. Sin duda os preguntaréis de dónde he sacado la metralleta. Y el vocabulario. No tiene complicación. Como no soy inválido, amañé la silla de ruedas y escondí la metralleta y las cananas donde los demás llevan la bacinica. Todo lo fabriqué yo mismo, con mis propias manos: esta arma mortífera y las balas, de una en una, con lo único que me ha sobrado todos estos años: tiempo y paciencia. A solas en la residencia, mientras los enfermos de verdad se pegaban la gran vida, yo planeaba mi venganza y fabricaba el instrumental para llevarla a cabo. Primero os arruiné y ahora voy a mataros, como maté a Pardalot.

– Agustín -le recriminó Reinona-, después de lo que la nena y yo hemos hecho por ti, no serás capaz…

– Ya lo creo -replicó el Gaucho-. Soy capaz de eso y de más. Te mataré como a los demás, porque estoy harto de ti y porque ya no me sirves de nada. Ivet me dijo que no te quedaban joyas por vender.

– No es verdad -dijo Reinona-, mi marido las ha ido reponiendo. Si tú quieres, y él da su permiso, podemos empezar de nuevo.

– Déjalo, mamá -dijo Ivet-, ha perdido el oremus. En la residencia ha debido de contraer un virus hospitalario.

– Santi -dijo el abogado señor Miscosillas-, haga algo, que para eso cobra tres sueldos.

– No, señor -repuso Santi-, cuatro. El señor Agustín Taberner, alias el Gaucho, también me pasa una pasta.

– Pues te ha engatusado igual que a los otros -le dije-, porque fue él quien disparó contra ti desde el terrado de la casa de enfrente de mi apartamento. Sin duda quería deshacerse de un cómplice molesto que ya no le servía para sus diabólicos planes.

– Es verdad -rió el Gaucho con odiosas y execrables carcajadas-. Me he servido de todo el mundo. Todo lo he puesto al servicio de mi villanía. Soy más malo que la leche. Y ahora, basta ya. Falta poco para que amanezca y aún he de matar a mucha gente.

Y diciendo esto, enfiló hacia mí la metralleta y apretó el gatillo.

Загрузка...