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Como aún faltaban unos minutos para abrir la peluquería, di la vuelta a la manzana y me detuve frente a una tienda cuyo rótulo rezaba así:


RAMACHANDRA SAPASTRA

Tintorería de ropa


sursen calsetines

SE: echan remiendos

modifican rotos


La tintorería estaba cerrada, golpeé el cristal y de la trastienda salió el señor Ramachandra en pañal y babuchas, con un plato de bodrio en una mano y una cuchara en la boca. Le expliqué que aquella noche me habían invitado a una fiesta de campanillas y quería ir hecho un brazo de mar, me hizo entrar y elegimos entre las prendas que los clientes le habían confiado, un traje que se ajustara a mi hechura, a mi presupuesto y a las conveniencias sociales, unos guantes de cabritilla y un fular. Le pagué mil pelas por adelantado y volví a la peluquería.

A las ocho menos cinco, cuando se fue el último cliente (que aquel día resultó ser también el primero), me teñí el pelo de un intrépido azabache. A continuación me hice una barba con un moño postizo, pero tras varias probaturas renuncié a ella porque me daba un aspecto montaraz poco tranquilizador. Me habría gustado pasar por casa para asearme un poco, porque tanto mi camisa como yo dejábamos bastante que desear en cuanto a pulcritud, lozanía y fragancia, pero cuando me disponía a salir, apareció inopinadamente Ivet. Estaba muy guapa y parecía agitada. Mientras yo me fijaba en estos detalles, ella me dio un somero repaso y preguntó:

– ¿De dónde has sacado este disfraz? ¿Y estos lamparones?

Quise explicarle que el alquiler de la ropa después del lavado en seco valía el doble que el alquiler de la ropa antes del lavado en seco, por si había que volverla a desmanchar. En cuanto a la elección del modelo (un sobrio smoking plateado) me seguía pareciendo un acierto. No prestó mucha atención a mis palabras, alegando que aquel lugar repugnante y fétido (la peluquería) siempre le había dado grima, pero que ahora, después de la bomba, la estaba sumiendo en el más profundo abatimiento. Entendí la indirecta y le propuse ir al bar.

Cerré (es un decir) la puerta de la peluquería, fuimos al bar y tomamos asiento en la misma mesa en que había tenido lugar nuestra primera cita. La coincidencia me pareció significativa y le pregunté si podíamos llamar a aquel bar «nuestro bar», a lo que respondió ella que su nombre actual (Hermanos Pezuña) ya le parecía bien. Con mujeres como Ivet no conviene precipitarse, de modo que decidí imprimir un nuevo sesgo a la conversación y le pregunté por el motivo de su inesperada visita.

Respondió que el saber de mi boca mis andanzas de la noche anterior, y yo le conté brevemente lo ocurrido en el edificio de El Caco Español, sin omitir el incidente del contestador y las averiguaciones que a partir de aquél había podido llevar a cabo, finalizando esta recapitulación, que el lector ya conoce, con el plan de introducirme en casa de Reinona.

– Eso es una imprudencia mayúscula -exclamó-. Tú no sabes quién es Reinona ni qué clase de gente habrá en su casa.

– No temas -respondí-, será gente rica y catalana, o sea, inoperante. Por lo demás, no corro ningún peligro: como ves, he adaptado mi apariencia externa a las circunstancias y no me será difícil mezclarme con las élites sin ser apercibido. Por lo demás, siempre me he movido en estas condiciones -añadí con altivez-. En contra de lo que tú crees, soy hombre de recursos. ¡Monada!

– Pues, a juzgar por los resultados, yo de ti cambiaría de método -dijo Ivet.

– No actúo así por afición, sino por falta de alternativas -mascullé-. Pero no tengas miedo por mí. Eres tú la que me preocupa.

Sus ojos se anegaron en lágrimas, bien por mis palabras, bien por el tufo que allí se respiraba y poniéndome una mano (suya) sobre la mía, susurró:

– No quiero que corras peligros por mi causa.

Sentí un nudo en la garganta y no sé qué más habría pasado allí (seguramente nada) si en aquel momento no hubiera hecho nuevamente en el bar su aparición Magnolio, el cual, distinguiéndonos a los dos en la misma mesa y en actitud amartelada, no vaciló en venir a nuestro encuentro y romper el hechizo del momento con el relato de sus andanzas. Pues, según dijo a modo introductorio, habiendo reflexionado sobre mi intención de acudir aquella noche a casa de Reinona y habiendo asimismo considerado el plan en exceso temerario y su actitud para conmigo insolidaria, había decidido reconocer el terreno. Para lo cual se había ido a la dirección suministrada por la florista, había llamado a la puerta de la mansión, pues de tal calificaba la vivienda allí emplazada, y al mayordomo que se la había abierto le había preguntado si aquél era un centro de acogida para senegaleses sin papeles. Tanta astucia no había quedado sin recompensa, porque el mayordomo le había respondido que no, pero que si buscaba un trabajo temporal y mal pagado, le podía ofrecer algo. Naturalmente, Magnolio no había desaprovechado la ocasión y había respondido afirmativamente. Entonces el mayordomo le había dicho que se personara no más tarde de las ocho y media en la mansión, porque se celebraba aquella noche una recepción a la que asistirían bastantes invitados y andaban un poco cortos de personal. Del inesperado curso de los acontecimientos se sentía Magnolio muy satisfecho.

– Y no es para menos -dijo el camarero del bar, que había estado escuchando la conversación-, pero habrá de darse prisa, porque ya son las ocho. En cuanto a ustedes dos, o consumen o prosiguen el galanteo en un meublé.

Lo de la prisa era bien cierto, y como Ivet no tenía apetito ni yo dinero, nos fuimos los tres. Quedamos Magnolio y yo en vernos de nuevo en casa de Reinona, y él se fue. Sin hacer caso de la grosera sugerencia del camarero del bar, que Ivet no parecía inclinada a seguir por el momento, le propuse acompañarla a la parada del autobús. Alegó padecer una mezcla de claustrofobia y agorafobia que le impedía utilizar nuestra magnífica red de transportes públicos, pero no puso reparo en que la acompañara a buscar un taxi libre. Anduvimos hasta una arteria (o calle) principal, en silencio, pues aunque soy locuaz de natural y por razón de mi oficio y mis lecturas no me faltan temas con que suscitar el interés de las mujeres (la osteoporosis y otros), en aquel raro momento de intimidad me sentía cohibido, por no decir amedrentado, y tan raro en mi mismidad que no reconocía mi propia imagen (por suerte) cuando de reojo la veía reflejada en algún escaparate en compañía de aquella chica tan etérea y con la que, tal vez por ir yo muy bien vestido, creía formar buena pareja. Este inolvidable paseo duró un tiempo que se me hizo a la vez breve y eterno, pero que en realidad fue breve, porque, a aquella hora y estando la economía del barrio como estaba, había taxis libres a barullo. En uno de los cuales subió Ivet, yéndose.

Su ausencia me había dejado triste pero no inapetente, de modo que decidí hacer tiempo en la pizzería. Luego pensé que en casa de Reinona, según la descripción hecha por Magnolio, servirían una cena copiosa (fue un error), y decidí que, si había de correr un riesgo cierto, lo menos que podía hacer era sacarle algún partido. Entré en la pizzería a excusar mi ausencia y luego me instalé en la parada del autobús, pues si bien era temprano para acudir a la recepción, el lugar adonde me dirigía estaba en la otra punta de la ciudad, y me esperaba, si todo iba bien, un dilatado periplo.


*

A eso de las diez y media, y después de hacer a pie la última y más empinada etapa del trayecto, llegué a las inmediaciones de mi señalado objetivo. La noche era calurosa pero en Pedralbes soplaba una brisa fresca saturada de aroma de jazmín. Esta embriagadora sensación, sin embargo, no dulcificaba el hosco aspecto de unos hombres que, apostados junto a lustrosos automóviles, montaban guardia a lo largo de la empinada y recoleta callejuela por la que ascendí con fingida indiferencia hasta coronar la cuesta. Su presencia allí en crecido número me dio a entender que los invitados a la recepción en casa de Reinona ya debían de estar allí (en sus puestos). Al llegar frente a una cancela me detuve, comprobé la dirección, abrí la cancela, entré en el jardín, recorrí el sendero de grava que entre arrayanes conducía a la puerta principal de la casa y pulsé el timbre. Mientras aguardaba examiné el lugar. La casa estaba hecha de los materiales más robustos dispuestos en un estilo arquitectónico que aunaba equilibradamente lo antiguo y lo moderno y respondía sin reservas al calificativo de mansión que Magnolio le había aplicado al describirla. Constaba de planta baja y un piso. El piso disponía de una terraza o balcón corrido desde el cual se podía saltar y rezar para que el césped amortiguara el batacazo. A juzgar por su extensión, el jardín que rodeaba la casa debía de comunicar con la calle de atrás, de la que lo separaba un muro de piedra de no más de dos metros de altura en su segmento más bajo, posiblemente escalable. Algunos pinos y un cedro soberbio ofrecían en sus ramas refugio temporal contra perros y fieras. Un esbelto ciprés no servía para nada. En los macizos de flores abundaban los rosales y otros pinchos.

Habría continuado el reconocimiento del terreno con gusto y provecho si no se hubiera abierto la puerta y en el vano no se hubiera recortado la silueta de un hombre joven cuyas facciones no pude distinguir por estar él a contraluz y darme a mí la luz de lleno en las mías, lo que me hizo lamentar no estar provisto de un abanico con que defenderlas de su curiosidad.

– Buenas noches -dijo el joven recepcionista mientras tanto-, ¿me permite su invitación?

Hice como que la buscaba en los bolsillos del traje y finalmente exclamé entre joviales (y estúpidas) risotadas:

– ¡Vaya contrariedad! He debido de dejarla en alguno de los muchos trajes limpios que poseo.

– Lo siento -dijo-, sin invitación no puedo dejarle pasar. Órdenes estrictas de Reinona.

Al decir esto, como si quisiera mostrar su pesadumbre con un gesto, ladeó la cabeza y pude reconocer en el joven recepcionista al guardia de seguridad que la noche del crimen custodiaba o debía haber custodiado las oficinas de El Caco Español. Esta coincidencia, que a mí no se me antojaba tal, me hizo pensar que la intuición me había conducido a un lugar tan acertado para el logro de nuestros propósitos como peligroso para mi propia piel, por lo que tal vez habría emprendido la retirada con la excusa de la invitación si en aquel momento una voz no hubiera preguntado a espaldas del joven recepcionista qué pasaba.

– Nada -respondió éste-, aquí un espabilado que viene a por las croquetas.

Al decir esto se hizo a un lado el joven recepcionista dejando ver, adentro, un caballero maduro y canoso en quien reconocí, por si una coincidencia fuera poco, al caballero maduro y canoso que había visto la víspera en el vestíbulo de las oficinas de El Caco Español hablando con el entonces aún guardia de seguridad, ahora joven recepcionista, con el que en aquel mismo momento, bien que en otro lugar, también hablaba el caballero maduro y canoso. El cual se me quedó mirando.

Antes de que el caballero maduro y canoso, que me examinaba levantando una ceja y frunciendo la otra en una expresión que unía al desconcierto la sospecha, pudiera llegar a ninguna conclusión desfavorable para mí, volví a lanzar una estentórea risotada, abrí los brazos y exclamé:

– ¡Hola, tronco, cuánto me alegro de verte!

El caballero maduro y canoso respondió con frialdad a esta efusión.

– No creo haber tenido el gusto de conocerle a usted -dijo.

– Es posible que sea yo quien sufra una confusión -admití-. A lo largo del año trato a miles de caballeros maduros y canosos. Permita que me presente a mí mismo. Soy el abogado del señor Pardalot, hoy difunto señor Pardalot, con bufete en la Diagonal.

– Qué casualidad -dijo el caballero maduro y canoso-. Yo también soy el abogado de Pardalot y también tengo mi bufete en la Diagonal.

– No quisiera darle un disgusto -repliqué-, pero el señor Pardalot tenía varios abogados, y casi todos con bufete en la Diagonal. Tal vez usted fuera su preferido, pero a mí me encomendaba…, ¿cómo le diría?…, asuntos especiales…

– ¿Qué tipo de asuntos?

– Multas de tráfico… y otro tipo de transacciones… en ultramar…, ya nos entendemos. En cuanto a la invitación -agregué sin pausa, para dejar de lado un tema que no parecía llevarme a puerto seguro-, la recibí hace unos días, con una nota adjunta de puño y letra de Reinona encareciéndome la asistencia.

– ¿Conoce usted a Reinona? -preguntó el caballero maduro y canoso.

– Uña y carne -dije.

El caballero maduro y canoso reflexionó tan largamente que tuve ocasión de ver cómo maduraba un poco más. Finalmente preguntó:

– ¿Ha traído el donativo?

– Sí, por supuesto -dije yo metiéndome la mano en el bolsillo del pantalón-, ¿cuánto se debe?

– Doscientas cincuenta mil por barba.

– Atiza. Y esta bagatela ¿a qué da derecho?

– A una copa de cava de ínfima calidad.

– Me parece justo -dije-. Pero prefiero hacer la postura en presencia del interesado.

– Está bien -dijo el caballero maduro y canoso-. Sígame.


*

Precedido del abogado (seguramente auténtico) de Pardalot y seguido del (seguramente falso) recepcionista, crucé el vestíbulo y entré en un salón suntuoso concurrido por hombres y mujeres de visible prosapia y edades comprendidas entre la madurez y la licuefacción.

– Quédese donde está -dijo el caballero maduro y canoso apenas cruzado el umbral del suntuoso salón señalando con el dedo una baldosa-. Yo iré a buscar a Reinona.

Me dejó en compañía del joven recepcionista y su pelo canoso se confundió en aquel mar de canas, del que de cuando en cuando, entre la bruma azulada de las tagarninas, emergían rutilantes calvorotas insulares. Aprovechando la pausa, busqué con la mirada a Magnolio. Al pronto no lo vi, porque no estaba, pero en seguida entró en el salón por una puerta lateral. Le habían puesto un uniforme de camarero (o frac) que seguramente había pertenecido antes a otro u otros camareros y que, siendo Magnolio como era, le venía muy estrecho y muy corto de mangas, de perneras y de tiro. Con una mano sostenía cuanto en alto le permitía la sisa una bandeja de copas de champán. Al verme amagó un gesto amistoso y se le cayeron al suelo dos o tres copas. Yo me hice el longuis para que nadie notara que nos conocíamos; precaución innecesaria, pues la concurrencia estaba enfrascada en tantas conversaciones como personas la integraban. Regresó entonces el caballero maduro, canoso y abogado de Pardalot, despidió con un ademán al joven recepcionista y me rogó con otro que le siguiera. Sorteando la gente y las columnas cruzamos el concurrido y suntuoso salón y llegamos al otro extremo, donde algo retirados del resto de la manada había dos hombres y una mujer. Los dos hombres, también maduros y canosos, estaban enzarzados en una acalorada discusión, a la que pusieron punto final o postergaron para mejor ocasión al advertir nuestra presencia. El abogado de Pardalot me señaló a su atención y dijo:

– Éste es el que dice ser abogado de Pardalot y haber recibido una invitación personal de Reinona.

Pensé que me agredirían, pero no sólo no fue así, sino que uno de los dos hombres me sonrió y me tendió la mano. Animado por esta muestra de cordialidad lo abracé y le propiné violentas palmadas en el dorso mientras gritaba:

– ¡Puñeta, Reinona, estás fenomenal!

– Me parece que se confunde usted -respondió el objeto de mi afección desprendiéndose del abrazo-, porque yo no soy Reinona ni creo haberle visto a usted jamás.

– Pues yo en cambio te tengo a ti muy visto, chato -dije yo.

– Es que soy el alcalde de Barcelona -dijo él.

Tal vez no habría salido airoso de la situación si la mujer, que hasta aquel momento se había limitado a contemplar la escena con la altivez con que las personas guapas, ricas y educadas ven al prójimo meter el remo, no hubiera intervenido para decir:

– Yo soy Reinona. Pero no hace falta que me salude con tanta efusividad.

Me fijé entonces en ella con la atención que merecían sus palabras y vi que se trataba de una mujer de gran belleza y distinción. Sin ser madura, como parecía ser obligatorio allí, tampoco se la podía calificar de joven, al menos según mi baremo, algo estricto. En cuanto a las canas, nada concluyente se podía decir, toda vez que llevaba el pelo teñido con un tinte de excelente calidad, muy distinto, ay de mí, al que yo me había aplicado un par de horas antes, y que a aquellas alturas, de resultas del calor, me estaba dejando la cara como la de un supporter del Chelsea. Su indumento (vestido largo de raso con tirantes y ribetes de tul) sin duda procedía de las mejores pasarelas de París o Milán, llevaba alrededor del cuello una gargantilla de rubíes y en el dedo un anillo con enormes brillantes que centelleaban al reflejarse en ellos las lámparas del salón. Algo cohibido murmuré:

– Señora…

Atribuyendo a otras razones mi confusión, me atajó y dijo:

– Puede hablar sin reserva delante de estos caballeros. A uno de ellos ya lo conoce, pues él mismo acaba de presentarse y sale a diario en los periódicos. El otro es mi marido, Arderiu. ¿Le importa que le llame Pedro?

– No. Por mí puede usted llamar a su marido como le dé la gana.

– Me refiero a usted. Es mejor mantener el anonimato. Toda esta gente es de confianza, pero puede haber un infiltrado o un delator o un arrepentido. Quizá varios. Quizá todos ellos participen en mayor o menor medida en alguna forma de traición. También puede haber micrófonos escondidos en cualquier parte. Incluso usted mismo podría llevar un micrófono oculto debajo de la ropa. O en el ano. Por lo demás, tampoco hace falta llamarnos por nuestros nombres de pila. Quizá más adelante, si llegamos a intimar, pero no ahora.

Expresé mi aprobación y su marido dijo:

– ¿Qué novedades hay?

– Bueno… -dije yo-, según se mire…

El genuino abogado de Pardalot intervino en este punto para decir:

– Al parecer, al imbécil de la peluquería le pusieron ayer una bomba del carajo y salió indemne.

– En efecto -exclamé, incapaz de contenerme-, alguien puso una bomba en El Tocador de Señoras, un prestigioso centro de boité, causando en el local daños materiales de elevada cuantía. Y ya que ha salido el tema a colación, me gustaría saber si el Ayuntamiento tiene previsto algún tipo de subvención para estas eventualidades y si el señor alcalde podría interceder en la presente.

– Por favor -susurró el alcalde-, éstas no son cosas que yo deba oír. Y menos resolver en el curso de un guateque.

– Es verdad, no podemos disiparnos en fruslerías. El tiempo apremia -dijo el marido de Reinona. Y volviéndose a su mujer, añadió-: ¿Qué acabo de decir, cariño?

– No te esfuerces, ratoncito, no te vayas a lesionar -repuso ella.

En aquel momento se acercó al grupo un caballero y dirigiéndose al alcalde, dijo:

– Señor alcalde, le vendo una partida de diez mil faroles al precio de catorce mil faroles. Una ganga.

– Por favor -respondió el alcalde sin despegar los labios-, éste no es momento ni lugar.

– Habrá un pellizco para usted y también para estos señores -agregó el diligente proveedor abarcando a todos los presentes con gestual magnanimidad.

– ¿Cuánto? -pregunté.

– Éstas no son cosas que yo deba oír -dijo el alcalde.

El abogado de Pardalot hizo señas al joven recepcionista y cuando éste acudió a su llamada le dijo:

– Llévese a este señor a la cocina y que le den un plátano.

El joven recepcionista se llevó a rastras al inoportuno proveedor. Esto creó un instante de confusión que aprovechó Reinona para susurrar a mi oído:

– He de hablar contigo a solas. Si no esta noche aquí, mañana en otro sitio. Desconfía de todos y no digas nada.

Iba a pedir aclaraciones cuando nos interrumpió de nuevo otro personaje. Provenía, como el anterior, del conjunto de los invitados, pero se distinguía del resto por ser el hombre más orejudo que yo jamás había visto. El cual, tomando al alcalde por el brazo como si lo quisiera para sí, le dijo:

– Señor alcalde, debería dirigir la palabra a estos ilustres ciudadanos, que llevan rato poniéndole verde a usted como institución y como ser humano.

– ¿Ve como el tiempo se nos echa encima? -dijo el marido de Reinona.

– Está bien -asintió el alcalde-. Hablaré a estas buenas gentes. ¿De qué va el tema?

– De nada, señor alcalde, como de costumbre -repuso el orejudo.

– Está bien -dijo el alcalde-. Anúncieme, Enric -y dirigiéndose a nosotros añadió-: Tengan la bondad de disculparme. Estaré con ustedes de nuevo en un plis-plas.

El orejudo se subió a un velador y desde allí hizo sonar varias veces lo que yo hasta entonces había tomado por sus orejas y no eran sino unos platillos que la Orquesta Ciutat de Barcelona i Nacional de Catalunya le había prestado para la ocasión. Y atraída sobre sí con semejante estruendo la atención de los presentes, dijo:

– Señoras y señores, a continuación el excelentísimo señor alcalde les dirigirá unas palabras tan breves como mi permanencia sobre este velador.

Dicho lo cual perdió el equilibrio y se vino al suelo. De inmediato las voces se acallaron, convergieron en nosotros las miradas y yo, aun consciente de ser mi rostro de una desesperante vulgaridad, procuré ocultarme detrás de Reinona, cuya estatura aventajaba la mía, y desde allí ver, escuchar y tomar nota.

Mientras tanto el alcalde se frotaba las manos, expectoraba y se concentraba. Luego empezó diciendo:

– Ciudadanas y ciudadanos, amigos míos, permitidme interrumpir vuestra vacía cháchara para explicaros el motivo de esta convocatoria intempestiva y del sablazo que la acompaña. Hace un momento nuestro gentil anfitrión, el amigo Arderiu, a quien tanto debemos, sobre todo en metálico, me decía que el tiempo vuela. Al amigo Arderiu Dios no le ha concedido muchas luces; todos estamos de acuerdo en que es un imbécil. Pero a veces, pobre Arderiu, dice cosas sensatas. Es cierto: el tiempo vuela. Acabamos de guardar los esquís y ya hemos de poner a punto el yate. Suerte que mientras nos rascamos los huevos la bolsa sigue subiendo. Os preguntaréis, ¿a qué viene ahora esta declaración de principios? Yo os lo diré. Se avecinan las elecciones municipales. ¿Otra vez? Sí, majos, otra vez.

El señor alcalde hizo una pausa, miró a la concurrencia, y luego, animado por el silencio respetuoso con que aquélla hacía ver que le escuchaba, prosiguió diciendo:

– No hace falta que os diga que me presento a la reelección. Gracias por los aplausos con que sin duda recibiríais este anuncio si no tuvierais las manos ocupadas. Vuestro silencio elocuente me anima a seguir. Sí, amigos, vuelvo a presentarme y volveré a ganar. Volveré a ganar porque tengo a mis espaldas un historial que me avala, porque lo merezco. Pero sobre todo porque cuento con vuestro apoyo moral. Y material.

»No será fácil. Nos enfrentamos a un enemigo fuerte, decidido, con tan pocos escrúpulos como nosotros, y encima un poco más joven. Arderiu tenía razón: el tiempo vuela, y hay quien pretende aprovecharse de esta enojosa circunstancia. Los que pretenden tomar el relevo alegan que ya hemos cumplido nuestro ciclo, que ahora les toca a ellos el mandar y el meter mano en las arcas. Tal vez tengan razón, pero ¿desde cuándo la razón es un argumento válido? Desde luego, no es con razones con lo que me moverán de mi poltrona.

Hizo una pausa por si alguien deseaba aplaudir o decir hurra y viendo que no era así, continuó:

– No, amigos, no nos moverán. Al fin y al cabo estamos donde estamos porque nos lo hemos ganado a pulso. Hubo una época en que el poder nos parecía un sueño inalcanzable. Éramos muy jóvenes, llevábamos barba, bigote, patillas y melena, tocábamos la guitarra, fumábamos marihuana, íbamos salidos y olíamos a rayos. Algunos habían estado en la cárcel por sus ideas; otros, en el exilio. Cuando finalmente el poder nos tocó en una rifa, voces se alzaron diciendo que no lo sabríamos ejercer. Se equivocaban. Lo supimos ejercer, a nuestra manera. Y aquí estamos. Y los que nos criticaban y dudaban de nosotros, también. El camino no ha sido fácil. Hemos sufrido reveses. Algunos de los nuestros han vuelto a la cárcel, bien que por motivos distintos. Pero, en lo esencial, no hemos cambiado. De coche, sí; y de casa; y de partido; y de mujer, varias veces, gracias a Dios. Pero seguimos con las mismas convicciones. Y con más morro.

»Sin embargo, las palabras, por inspiradas que sean, como son siempre las mías, de poco sirven. Necesitamos actos. Y algo más: hombres capaces de llevarlos a cabo. Porque los actos no se hacen solos, salvo las poluciones nocturnas y algunos proyectos urbanísticos. Y ésta es la razón, queridos ciudadanos y ciudadanas de mi alma, de que os haya convocado en esta noche de inciertos luceros. El verdor descolgaba su fronda de rocío amarillo. Perdonadme si en momentos como éste me dejo llevar por la lírica. Dicen que estoy loco, pero no es verdad. A veces se me va el santo al cielo, nada más. Es este zumbido incesante y estas jodidas alucinaciones. Enric, ¿le importaría volver a tocar los platillos? Ay, gracias, ya estoy mejor.

»Os iba diciendo, queridos ciudadanos y ciudadanas, que necesitamos un hombre para una misión. Pensaréis en una misión espacial. No. No pido ir a Marte, ni a Venus, ni a Saturno. La mía es una misión terrestre, pero igual de difícil y trascendental.

»Al decir esto, me viene a la memoria un recuerdo infantil. Me veo a mí mismo, con el desdoblamiento de personalidad propio de los esquizofrénicos, en el aula de la escuela donde hice mis estudios de bachiller. En mi pupitre tengo abierto el libro de Historia Universal, y en la página de la izquierda, arriba, en un recuadro, hay una ilustración. Esta ilustración pinta un soldado romano, con aquella minifalda que tanto excitaba mi incipiente lascivia, y con una espada en la mano, guardando un puente de las hordas bárbaras que intentaban cruzarlo. Vete a saber dónde estarían los demás. Un hombre solo, un simple soldado, un legionario, quizá un hijo de puta, defendiendo el Imperio Romano. Nunca olvidaré esta imagen. En cambio he olvidado por completo lo que os estaba diciendo. Y mi nombre. Ah, sí. Este soldado valiente nunca llegó a alcalde de Roma. Ya sabéis cómo funcionan estas cosas en Italia. Pero su gesta sirvió para algo, supongo.


*

Estaba escuchando con embeleso el discurso de nuestro primer mandatario y ponderando con emoción cómo gracias a un sistema social abierto y democrático como el nuestro (tan distinto del hindú, por ejemplo), un ser de mi abyecta extracción e infame trayectoria podía llegar a codearse con aquellos despreciables figurones, cuando la imagen de Magnolio brincando y reclamando mi atención con vehementes gesticulaciones me recordó el verdadero motivo de nuestra presencia allí y el cúmulo de falsedades que la había hecho posible. Abandoné mi escondite y aprovechando la general distracción me reuní con él en el recibidor previo al salón.

– ¿Ha averiguado algo? -me preguntó.

– Varias cosas -dije-. El señor que está disertando es el alcalde. Esto lo pone por encima de toda sospecha. Los otros, en cambio, no parecen trigo limpio. El joven recepcionista era guardia de seguridad en la empresa de Pardalot, y tal vez lo sigue siendo en horas libres. Y la dueña de la casa me ha hecho insinuaciones.

– No le extrañe -dijo Magnolio-. Según he oído decir al personal de servicio, la señora de la casa tenía un lío de faldas, al parecer las suyas, nada más y nada menos que con el difunto Pardalot. En los últimos meses, sin embargo, la relación entre ambos se había enfriado. El personal de servicio no sabe a ciencia cierta quién dejó a quién o si la ruptura se produjo de común acuerdo. Todos coinciden, sin embargo, en que a raíz de la ruptura la señora estaba muy abatida, lo que podría indicar, siempre según el personal de cocinas, que fue Pardalot quien la dejó. Ésta podría ser la causa del asesinato, si nos apuntarnos a la hipótesis del crimen pasional. Menudo lío, ¿no le parece?

– Sí, amigo mío -convine con él-, así de interesante es la vida de los ricos. Pero no hagamos sociología. ¿Ha registrado las habitaciones?

– Sólo una.

– ¿Y qué ha encontrado?

– Poca cosa: era el váter.

– Está bien -dije-. Lo intentaré yo, a ver si tengo más suerte. Usted quédese aquí y avíseme cuando se acabe el discurso o antes si pasa algo.

– ¿Y cómo le aviso?

– Dé un grito.

– ¿Como el del señor Tarzán?

– Eso.

Del propio recibidor arrancaba una escalera, de caoba u otra madera noble los peldaños, a la planta superior. Llegado por esta escalera a ella, donde todo parecía pensado para el confort como en la inferior para el boato, me metí en la primera habitación que me salió al paso. Estaba a oscuras y a tientas no encontré el interruptor, de modo que salí. El crujido de los nobles peldaños de caoba me indicó que alguien subía o bajaba por ellos. Por si era lo primero, me volví a meter en el cuarto oscuro (o de las ratas) y por una rendija de la puerta vi pasar al joven recepcionista. En una mano llevaba una botella de cava que se debía de haber agenciado en un descuido del maestresala y a la que iba dando largos tientos. En la otra mano llevaba una Beretta 89 Gold Standard calibre 22. El arma y la acidez de estómago lo hacían doblemente peligroso. Cuando hubo desaparecido en un recodo del pasillo, exhalé el aliento contenido, volví a salir y me colé en la habitación contigua. Una cama con cobertor de raso, un grácil camisón de encaje, y unas zapatillas con floripondios me hicieron suponer que estaba, salvo prueba en contrario, en el dormitorio de una mujer, y más particularmente en el de la señora de la casa, llamada por sí misma y los demás Reinona. Sobre la mesilla de noche había un libro de Saramago y unas gafas. En el cajón de la mesilla, dos tubos iguales de fármacos distintos, un pañuelo de encaje, un paquete de pilas, un broche de clip (para el pelo) y cuatro caramelos. Me los metí en la boca, pero los escupí de inmediato porque eran de anís. No lo soporto. Había que ser expeditivo, así que dejé el resto por explorar y pasé a otra habitación comunicada con el dormitorio. Era un cuarto más pequeño, aunque habría cabido allí mi apartamento entero y la mitad del de Purines, destinado a ropero, vestidor o buduar (¿vuduar?) según la de vestidos de las más reputadas marcas que allí había. Unas gavetas deslizantes me presentaron una embarazosa y perturbadora colección de ropa interior. Por fortuna el vestidor comunicaba con un cuarto de baño en el que me alivié metiendo los pies en agua fría con zapatos y todo. Regresé al vestidor. En un tocador, entre frascos de perfume y tarros de crema, había una fotografía en un sencillo marco de madera clara. En la foto se veía a Reinona a horcajadas sobre un caballo, o sea, a caballo. En el cajón del tocador había otra foto sin enmarcar, la de una niña de pocos años, junto a un árbol. La foto había sido hecha en el extranjero, a juzgar por las casas que se veían al fondo, bien distintas de las nuestras. La sombra del árbol no permitía apreciar las facciones de la niña. Tal vez fuera Reinona de pequeña o tal vez no. Lo volví a colocar en el cajón. En el siguiente cajón había grageas de valeriana para los estados de nerviosismo y, por si las grageas de valeriana no surtían el efecto deseado, un muestrario completo de barbitúricos y opiáceos. También había anfetaminas (en cápsulas y en inyectables), anticonvulsivantes, rifampicina, ampicina, una crema antioxidante a base de algas marinas que contienen aminoácidos naturales y una pistola Walter PPK calibre 7,65, pequeña y ligera, ideal para llevar en el bolso a todas partes.

Al pasar por el cuarto de baño repetí la operación de alivio por si sufría una recidiva y me adentré en la habitación siguiente. Era un gabinete o estudio provisto de librería (con más obras de Saramago) en un paño de pared, un escritorio o buró, un tresillo, varias lámparas y otros muebles prescindibles. El escritorio ofrecía un surtido botín: cartas, extractos de cuentas de diversas entidades bancarias, cada una en su peculiar galimatías, un directorio de teléfonos, una agenda. Me lo habría llevado todo, pero no quería dejar constancia de mi visita, así que me limité a hojear la agenda.

Lunes: tenis.

Martes: llamar a Nicolasete.

Miércoles: descanso.

No era gran cosa ni probaba nada, pero tampoco cabía esperar más. Ni el criminal más obtuso anota en su agenda los delitos que se propone cometer. En las cuentas bancarias se apreciaba un saldo magro. En el escritorio había una fotografía más, esta vez en un marco de piel clara. La fotografía mostraba de nuevo a una Reinona más joven, vestida de novia, del brazo del marido de Reinona, el bondadoso Arderiu, vestido de novio, con cara de idiota. Todos los novios ponen cara de idiota, pero aquélla era de concurso.


*

Por el conducto del aire acondicionado llegaron aplausos y vítores. El alcalde debía de estar finalizando su discurso. No podía seguir allí sin que mi ausencia se hiciera notar. Abandoné la estancia, salí al pasillo y me dirigí de nuevo a la escalera por donde había subido. Me habría gustado echar un vistazo a las habitaciones del marido de Reinona, pero no había tiempo. Antes de iniciar el descenso miré por el hueco de la escalera para ver si el camino estaba expedito. No lo estaba. Al pie de la escalera montaba guardia pertinaz el joven recepcionista. Recorrí el pasillo en sentido contrario hasta encontrar otra escalera. Cuando creí haberla encontrado miré por el hueco de la escalera y volví a ver al mismo joven recepcionista en la misma postura, lo que me hizo concluir que había dado la vuelta a la casa y regresado a la misma escalera. Para no perder tiempo fui sacando esta conclusión mientras probaba puerta tras puerta en busca de salida. Finalmente, tras una puerta, igual a las demás por respeto a la simetría, encontré una escalera más angosta, de mampostería con grietas, destinada a la discreta circulación de la servidumbre. Por ella bajé y desemboqué en una especie de alacena en cuyo interior había un filipino sentado en un escabel. Pasé por su lado, crucé otra puerta y me encontré en el salón, justo cuando el alcalde concluía por cuarta vez su discurso y recibía una salva de aplausos. Recuperé mi posición a espaldas de Reinona y uní mis palmas a las del público. Reinona se volvió y me dijo algo al oído que casi no oí a causa del bullicio y no entendí porque el recuerdo de su lencería interfería en el proceso y me agolpaba la sangre en las mejillas.

– ¡Una auténtica pieza oratoria! -exclamé para disimular.

– Te estoy diciendo que te largues si en algo valoras el pellejo -dijo Reinona-. Detrás de aquella cortina hay una puerta vidriera que da al jardín. Está cerrada, pero sólo con un pasador. Al fondo del jardín encontrarás el muro y allí, oculto bajo unas matas, un portillo. Nunca se usa. Si consigues abrirlo, tal vez puedas escapar.

Al pronunciar esta última palabra me dio algo parecido a un abrazo o un achuchón y susurró a mi oído:

– No trates de ponerte en contacto conmigo. Yo me pondré en contacto contigo. Y pase lo que pase no le cuentes a nadie lo nuestro. Corre.

Esta última admonición sobraba. Con el rabillo del ojo vi venir derechamente hacia mí al joven recepcionista con una expresión en el semblante que dejaba pocas dudas respecto de sus intenciones. Busqué con la mirada a Magnolio, en vano. Reinona se apartó de mí y trabó conversación con otra persona. Por fortuna se había armado un gran revuelo alrededor del alcalde. Todos querían hacer oír sus solicitudes: éste reclamaba la rescisión de un contrato del Ayuntamiento con una empresa rival, aquél quería ser nombrado director del Louvre, un tercero pedía permiso para circular por la izquierda porque se había comprado un coche inglés, y así sucesivamente. Aproveché la confusión para salvar la distancia que me separaba de la cortina. Detrás estaba la puerta de cristal anunciada por Reinona. La abrí y salí al jardín. Una vez allí corrí como un galgo, procurando no pisar las flores, hasta chocar con el muro. Como la luz era escasa busqué a tientas el portillo. Estaba cerrado con llave y no se me había ocurrido pasar las herramientas al traje prestado. Por fortuna la cerradura estaba oxidada y saltó al golpearla con un pedrusco. Me pregunté cómo a todas éstas el joven recepcionista no me había dado alcance. Más tarde supe que al salir al jardín había metido el pie en un hoyo y se había luxado un tobillo. También me pregunté si a alguien podía interesarle el relato de estos inverosímiles sucesos. En la calle no había nadie, por ser distinta a aquélla, ya descrita, donde esperaban los coches de los invitados y sus respectivos guardaespaldas. Por un desmonte fui a parar a una avenida de intensa circulación rodada. Por el momento estaba relativamente a salvo.


*

Era tarde cuando me apeé del autobús. Todos los establecimientos del barrio estaban cerrados, salvo algún bar de copas y puterío y una farmacia de turno. Como no había cenado se me ocurrió comprar en la farmacia un bote de potitos, pero no andaba sobrado de dinero, así que opté por un piscolabis más frugal (nada) y me fui a casa. Había una sombra agazapada en el rellano.

– Sal sin miedo -dije-, soy yo.

– ¿Cómo te ha ido? -dijo Ivet.

Le temblaba la voz, como si estuviera a punto de llorar. Se enderezó y anduvo con dificultad. Subimos la escalera hasta la puerta de mi apartamento y le dije:

– Entremos.

Abrí la puerta de mi apartamento y entré. Me siguió medio encorvada. Debía de llevar un buen rato en la misma postura y tenía las articulaciones agarrotadas. Cuando estuvimos dentro cerré la puerta sin encender la luz. Fui hasta la ventana, bajé la persiana y corrí los estores de percal. Regresé junto a la puerta y encendí la lámpara. Aunque no soy manirroto en la luminotecnia, el resplandor deslumbró a Ivet. Se tapó los ojos con la mano. Estaba pálida. Se había puesto un vestido veraniego estampado no sé si holgado o ceñido (desde que leo tantas revistas femeninas me hago un lío con la nomenclatura) que acentuaba sus atractivos y le sentaba muy bien.

– ¿Qué ha pasado? -le pregunté.

– Estoy asustada -respondió-. ¿Y a ti, cómo te ha ido en casa de Reinona?

– Regulín -dije-. Reinona es una mujer. Su marido se llama Arderiu. ¿Has cenado?

– No.

– En la nevera no hay nada, pero puedo bajar en un salto y comprar potitos -sugerí.

– No, déjalo estar -dijo.

Flexionó brazos y piernas para desentumecerse y pidió permiso para utilizar el cuarto de baño, que le concedí sin trabas. En su ausencia me quité el traje, que de buena mañana debía devolver a la tintorería del señor Sapastra en perfecto estado, lo sacudí y colgué con sumo cuidado en el respaldo de una silla (la silla), arrimé la silla a la ventana para ventilar el traje (olía un poco mal) y yo me puse una camiseta de la Unió Esportiva Lleida que había encontrado años antes junto a un albañal, pero aún en buen estado, a raíz de haber bajado dicho equipo a segunda división después de haber hecho el papelón en primera toda la temporada, y que me cubría hasta los pies si doblando las rodillas apretaba los talones contra los glúteos y echaba el tronco hacia adelante. Postura en la cual me encontró Ivet cuando salió del baño algo más animada y recompuesta, se sentó en el sillón (habiendo yo ocupado el suelo), me preguntó si tenía algo de beber, declinó amablemente el agua del grifo que le ofrecí y a renglón seguido pasó a contarme lo que sigue.

Aquella misma tarde, de regreso a su casa después de haberse entrevistado conmigo en el bar y haber luego paseado de mi brazo (en mi engañoso recuerdo, amartelada), no había ocurrido nada. Con posterioridad, sin embargo, se había visto obligada a salir de nuevo a la calle para efectuar una compra en el supermercado más próximo o conveniente y había tenido la sensación de que alguien la seguía. Al pronto, dijo Ivet, no había hecho caso (del hecho), pues, como ella misma me explicó, estaba acostumbrada a que los hombres la siguieran en silencio, a que corretearan a su lado gritándole requiebros e incluso a que los más audaces la precedieran andando hacia atrás y mostrándole el pirindolo, pero al cabo de un rato algo en la conducta esquiva de aquel individuo y también, dijo Ivet, en la forma de proyectar su sombra en el pavimento, le había indicado que no se trataba de un vulgar ligón. Al llegar a este punto le pedí que describiera someramente al hombre y dijo Ivet haberle parecido de estatura regular, más bien alto, delgado, algo torcido de cuerpo, de andar sesgado y ademanes de espía. Vestía traje oscuro, gabardina negra, sombrero de ala ancha y guantes del mismo color y a pesar de ser de noche llevaba gafas de sol. En todo lo cual, dijo Ivet, se le notaba el deseo de pasar inadvertido. El individuo en cuestión, siguió diciendo, la había seguido hasta la puerta misma del supermercado, la había esperado allí y había seguido siguiéndola hasta la puerta de la casa de Ivet, donde había entrado Ivet precipitadamente, quedándose él de guardia junto a la farola (cuya luz mortecina daba un aire siniestro a su figura), según había podido comprobar la propia Ivet atisbando por la ventana de su dormitorio. Aquello estaba haciendo, continuó diciendo Ivet, cuando había sonado el teléfono. Ivet había contestado a la llamada y había oído una voz neutra, ni de hombre ni de mujer, proferir las más terribles amenazas contra ella si ella no devolvía de inmediato la carpeta azul y yo no abandonaba también de inmediato la investigación del caso. Tras lo cual, y sin darle tiempo a decir nada, el arisco llamador había colgado. Entonces, presa de miedo y alarmada por el más pequeño ruido, Ivet había aprovechado la ausencia momentánea del hombre de la gabardina negra y había venido a buscarme para contarme lo ocurrido y buscar mi apoyo y protección.


*

Sin maquillaje y despeinada Ivet parecía aún más joven: a la tenue luz que arrojaba mi lámpara (a media luz) aparentaba tener a lo sumo veinte años, como ocurre con todas las mujeres que aún no los han cumplido y con algunas (muy pocas) a partir de los cuarenta. Estaba pensando estas cosas (y también en los potitos) cuando advertí que Ivet entornaba los párpados.

– Es evidente, por lo que me cuentas -dije-, que han descubierto que fuiste tú y no yo quien se apoderó de la carpeta. Tarde o temprano tenía que pasar. Algo habrá que hacer al respecto, pero no ahora. Los dos estamos cansados y necesitamos dormir. Aquí estarás a salvo, al menos por esta noche. Dadas las dimensiones de la vivienda, sólo dispongo de un camastro muy estrecho y desfondado. En el colchón, las sábanas y la almohada más vale no fijarse. Con todo, sigue siendo el mueble más cómodo para acostarse. Te lo cedo. Yo dormiré en la butaca o en el plato de la ducha.

– De ningún modo -repuso Ivet-, no quiero causarte más molestias. Dormiremos los dos en la cama. Es decir, si no tienes inconveniente.

La proposición me dejó como el lector podrá fácilmente imaginar (si le apetece) y también profundamente conturbado. Desde mi más tierna infancia he procurado conducirme con arreglo a los dictados del entendimiento, la compostura y la estricta legalidad. Y si en alguna ocasión (reiterada) he conculcado estas directrices (de mi vida) dejándome llevar por mis impulsos emocionales y cometiendo, por ejemplo, alguna falta contra la propiedad, la honestidad, la integridad física de las personas, las normas civiles o penales, el código de la circulación, la ley de tasas o el orden público, las consecuencias han sido desproporcionadamente negativas para mí, al menos desde mi punto de vista. En vista de lo cual me había propuesto rehuir situaciones como la que acabo de describir. Temía zambullirme de nuevo en un remolino o mar gruesa que hiciera zozobrar la frágil barca de mi existencia y me ocasionara penas del alma, daños del cuerpo y problemas profesionales. A estas consideraciones, por si fueran pocas, se unía el temor a hacer daño sin querer a Ivet, por quien seguía sintiendo la misma atracción del primer instante, pero por quien ahora, por añadidura, iba sintiendo una ternura que no auguraba nada bueno. Todo esto por no hablar del temor al gatillazo. Sin embargo, y como Ivet, mientras yo perdía el tiempo en reflexiones, ya se había puesto en paños menores, opté por dejar aquéllas por el momento y no desaprovechar la única ocasión de mojar que el destino había tenido a bien brindarme en lo que iba de quinquenio.

Mas cuando me aprestaba a desvestirme, se puso a sonar el timbre del interfono con una persistencia que no admitía desaire.

– Será una equivocación -dije para tranquilizar a Ivet-. La aclararé y en un santiamén volveremos a lo nuestro.

Descolgué el auricular del interfono y pregunté:

– ¿Quién?

– La policía -respondió una voz de trueno-. Abre ahora mismo o echamos abajo la puerta y la escalera.

Pulsé el botón de apertura automática y dije a Ivet:

– Más vale que no te encuentren aquí. Escóndete en el armario y yo me desharé de ellos. No te inquietes: sé cómo tratarlos.

Y ellos a mí, agregué para mis adentros. Ivet recogió del suelo el vestido, se metió en el armario, cerré con llave, escondí la llave en un bote de Cucal y acudí a la puerta del piso, donde ya sonaban estrepitosos golpes, dispuesto a mostrar la máxima firmeza y, si esto no funcionaba, la más impúdica y babosa sumisión. Ni esta elección me dejó hacer la pareja, compuesta de un número de la policía nacional y un mosso d'esquadra, que irrumpió en el piso. En virtud de sabe Dios qué pacto, habló éste antes que aquél diciendo:

– Que nadie se bellugue. Venimos a escorcollar.

– Habl'n'cristian, cag'n Ceuta -dijo el otro.

– ¿Traen ustedes el correspondiente mandamiento judicial? -pregunté. Y acto seguido, viendo su expresión y sus intenciones, añadí-: Es para que no se molesten en exhibirlo. Porque yo, siempre al servicio de sus cuerpos. ¿De qué se me acusa?

– De robatorio.

– Con agravantes.

– Sin duda se trata de un error, señores. Yo no he robado nada.

– No le hagas caso, Baldiri -dijo el policía, más resabiado-. Tos icen lo mesmo. Tú escorcóllalo bien escorcollao y verás como algo sale.

El mozo de escuadra fue directamente al traje de alquiler que se oreaba en la silla, le rasgó las costuras y extrajo del bolsillo un anillo de oro con brillantes engarzados.

– Aja -dijo.

Reconocí al punto el anillo y comprendí demasiado tarde que Reinona me lo había puesto allí cuando unas horas antes en el salón de su casa y en una muestra exagerada de cortesía me había dado un abrazo entre fraternal y pechugón. Tras lo cual, según se echaba de ver, me había denunciado a la policía. Y encima me había dicho que no me fiara de nadie.

– ¿Niega haberse expropiado debidamente de este valioso objecto de valor?

No valía la pena negarlo. Por otra parte, si seguían registrando encontrarían a Ivet en braguitas dentro del armario, y yo no estaba en condiciones de justificar dos hallazgos de semejante magnitud y precio en un apartamento de protección oficial.

– Cumplan ustedes con su deber -dije-. Todo se aclarará. Tengo plena confianza en la equidad y rapidez de nuestros tribunales.

Me retorcieron los brazos, me pusieron las esposas y me propinaron la media docena de capones reglamentarios. Luego dijeron:

– ¡En marcha!

Pero he aquí que al abrir la puerta del piso apareció en el rellano, como por arte de magia, la figura imponente de un hombre corto y grueso, ataviado con el uniforme de gala de la Guardia Civil, el cual exclamó con grandes voces:

– ¡Cuádrense, capullos! ¡Soy el teniente coronel Díaz-Bombona!

Los dos agentes se llevaron las respectivas manos a las gorra con entrechocar de tacones y de dientes.

– ¿Adonde se llevai a este hombre? -bramó el recién llegado.

– A las dependencias, mi teniente coronel.

– Por presunto sospechoso de haber chorizao una joya, mi teniente coronel.

– ¿Y a vosotros quién os ha dado permiso para responder, so capullos? Veamos a ver, ¿dónde cono está esa joya de los cojones?

– Aquí, en el meñique me la había puesto, mi teniente coronel, a ver cómo me quedaba.

– Pues devolvérsela a su dueño, quitarle las esposas y salir de aquí pitando si no queréis que os caiga un puro de maría santísima. ¿Estáis sordos o sordos o qué?

Obedecieron los agentes y al instante se perdió escaleras abajo el ruido de sus pasos precipitados. Se frotó las manos satisfecho el desconocido y sonó una voz familiar a sus espaldas que decía:

– Lo has hecho muy bien, Marcelino.

Tras lo cual entró en el apartamento mi vecina Purines, muerta de la risa. Iba vestida de institutriz, con falda plisada de franela gris, rebeca de angorina, moño y gafas. En una mano llevaba una regla y en la otra, un catón. Por lo visto, estando ella en el suyo con un asiduo de sus servicios, allí presente, oyeron primero el timbrazo y luego los golpes y las imprecaciones. De esto y de lo oído aplicando la oreja al tabique dedujeron que me encontraba en una situación comprometida. Entonces Purines, llevada de su espíritu filantrópico y con la gentil colaboración de su cliente, montó el número que acababa de ser representado allí. Le di a ella las gracias más sinceras y a su espontáneo colaborador unas palmadas en las espalda que hicieron tintinear sus condecoraciones.

– Te felicito, macho -le dije-. La farsa ha sido estupenda y este disfraz tan chusco te cae que ni pintado.

– Bah, no tiene mérito -rió él-. En realidad soy teniente coronel de la Guardia Civil y el uniforme es mío. Me lo pongo cuando vengo a ver a mi bomboncito. ¿Por qué lo llevaban preso?

– Por algo que no he hecho.

– Sí, sí. Lo mismo le digo yo a Garzón, y ya ve los resultados.

– Siento mucho no poder ofrecerles nada -dije.

– No te preocupes -dijo Purines-, ya nos vamos. Hoy Marcelino no me ha hecho los deberes y la señorita le va a poner un castigo muy, muy, muy severo.

Reiteré a ambos mi agradecimiento, quedamos en vernos más adelante y organizar una cena de vecinos y se dirigían ellos hacia la puerta del piso cuando sonaron en ésta unos discretos golpes.

– Vaya -mascullé-, ¿quién será ahora?

Y alzando la voz pregunté quién iba. Respondió alguien desde fuera:

– Soy el alcalde.

Reconocí, en efecto, su voz inconfundible y carismática. Algo confuso ante aquel inesperado honor, volví a preguntar:

– ¿Quién le ha abierto el portal?

– Dos guardias muy simpáticos que salían a todo correr.

– Preferiría que no me encontrara aquí -susurró a mi oído el teniente coronel Díaz-Bombona-. No es por nada, pero…

– Lo comprendo. Métase en el armario -le sugerí-. Purines puede esconderse en el aseo. Usted no cabe.

Recuperé la llave, abrí el armario y antes de que pudiera salir Ivet empujé dentro al teniente coronel Díaz-Bombona. Purines se metió en el aseo y yo fui a abrir. El alcalde entró derrochando cordialidad.

– Me gusta ver cómo viven los ciudadanos a las cuatro y veinte de la madrugada -dijo consultando su reloj de pulsera.

– ¿Cómo me ha localizado?

– Oh, llevo el padrón municipal en la cabeza. ¿Le molesto?

– Todo lo contrario. ¿En qué puedo servirle, señor alcalde?

– ¿A mí? No, no. Soy yo quien está al servicio de la ciudadanía. No te preguntes lo que tu ciudad puede hacer por ti, sino lo que tú puedes hacer por tu ciudad, como dijo no sé quién. ¿Utiliza los transportes públicos? ¿Practica el basureo selectivo? ¿Satisface puntualmente la contribución? Esto es lo único que me importa. No tengo ambiciones políticas, ni personales. Con no acabar en chirona me doy por satisfecho. Pero no he venido a hablarle de mí, sino de mí. Usted estaba esta noche en casa de Reinona. Lo recuerdo perfectamente. No sé si usted se acuerda de mí: soy el alcalde. Dicen que no estoy bien de la azotea y a veces me pregunto si no tendrán razón. Ahora mismo, por ejemplo, me ha parecido oír a alguien cantar Tom Dooley dentro de aquel armario. En fin, dejemos eso. He venido a recabar su ayuda. Soy un hombre honrado, pero mi diario quehacer discurre entre volcanes, arenas movedizas y everglades. No me quejo: un alcalde ha de ser un artista del equilibrismo. Hasta cierto punto. ¿Quién mató a Pardalot? Si lo sabe no lo diga: éstas no son cosas que yo deba oír. Pero en caso afirmativo póngase la mano izquierda en la rodilla derecha y en caso contrario, la derecha en la izquierda. No se caiga. Pardalot tenía tantos amigos como enemigos y unos y otros eran las mismas personas. Una sociedad compleja como la nuestra no funciona si no se untan de cuando en cuando los engranajes. Pardalot se ocupaba de esto. No pregunto la identidad de su asesino. No interferiré con el poder judicial. He leído a Montesquieu. Pero quien haya dado la orden se ha metido en un lío. No sé si me explico. Todos querían liquidar a Pardalot, pero a todos les convenía que siguiera vivo. Si no me entiende tóquese la oreja izquierda con el pie derecho.


*

Las revelaciones de mi egregio visitante despertaban vivamente mi interés y gustoso le habría incitado (con el debido respeto) a seguir desembuchando, si en aquel momento no hubiera sonado el timbre del interfono. Descolgué el auricular y me lo puse en su sitio.

– ¿Quién va? -pregunté.

– Soy Reinona, ¿te acuerdas de mí?

Dirigí al señor alcalde una mirada inquisitiva y el señor alcalde expresó con otra su resuelto asentimiento.

– Me acuerdo -dije pulsando el botón de apertura automática-. Suba.

– Esta mujer -dijo apresuradamente el señor alcalde- sabe más de lo que aparenta. Sería estúpido por nuestra parte desaprovechar la oportunidad de sonsacarla. Con todo, es mejor que no me vea. En mi presencia no dirá nada. Dígame dónde me puedo esconder. Y a ella, ni una palabra de lo que hemos hablado.

– Métase en el aseo -dije-, y no haga ruido pase lo que pase adentro o afuera.

Guardé al señor alcalde en el aseo y corrí a recibir a Reinona. Entró muy decidida en el apartamento y dijo:

– Cierra. No quiero que nadie sepa que he venido.

Llevaba una elegante bata de terciopelo rojo y chinelas. Con estas hogareñas prendas y una novela de Saramago bajo el brazo había hecho creer a su marido y a la servidumbre que se iba a dormir. Después, sin ser vista de nadie, había salido al jardín y allí, por el portillo, a la calle, donde había cogido un taxi. Esto me contó antes de disculparse por lo intempestivo de la hora. Los invitados, dijo, se habían ido tarde. Sin embargo, agregó, no había querido postergar nuestro reencuentro.

– Tenía que verte cuanto antes -siguió diciendo-. Sé que andas metido en el asunto de Pardalot. Te vi en el funeral. Alguien me dijo que eras el principal sospechoso del asesinato. No lo niegues.

– No lo niego -dije-, pero yo no fui.

– Tanto da -replicó-. No he venido a resolver el caso. No es que no me interese. Pardalot y yo éramos amigos. No… Bueno, dejémoslo en amigos. Pero no he venido a decirte esto, que, en definitiva, no es asunto tuyo. He venido a una cosa más importante para mí. Por otra parte, el ejecutor material del crimen es un simple peón. Un asesino a sueldo. Alguien le dio la orden. Posiblemente nadie le dio la orden. En una sociedad civilizada como la nuestra todos dan su aquiescencia y nadie da las órdenes. A un buen subalterno no hace falta decirle lo que ha de hacer. Basta con pagarle luego. Ay de mí.

Se dejó caer sobre la silla no sin antes haber hecho de mi traje alquilado un rebuño y haberlo arrojado al suelo y haberlo pateado con saña. Era una mujer de temperamento apasionado, que había aprendido a no exteriorizarlo, salvo en los momentos más inoportunos y de la peor manera.

– Dígame en qué puedo servirla -dije para que dejara en paz el traje.

Se puso a llorar con desconsuelo. Fui a la cocina y llené un vaso con agua del grifo.

– Bébase esto -le dije-. Agua tibia y maloliente de las termas de San Higinio, muy buenas para los estados de congoja.

Con este incentivo se bebió el vaso entero sin protestar y se calmó un poco.

– ¿Por qué no me cuenta lo que me ha venido a contar? -le dije.

– No puedo -respondió-, sé demasiado. Si hablo, se armará la gorda.

– Creí que no le importaba.

– Si fuera por mí no me importaría, pero…

Guardó silencio. Tenía la mirada clavada en el suelo, las cejas fruncidas, los labios apretados, en suma, la expresión crispada de quien está hondamente preocupado. Al cabo de un rato levantó la cara y dijo:

– ¿Puedo ir al cuarto de baño?

– No.

– Es que el agua termal me está haciendo efecto.

– Lo siento. El aseo está inutilizado. Pero puede hacer pis en el suelo: aquí no es Pedralbes.

– No importa -dijo con resignación-. Cuando se está en grave peligro, lo demás es secundario. ¿Me ayudarás? En mi casa dijiste que eras abogado y los abogados están para ayudar a sus clientes. Y subsidiariamente al género humano.

– Le mentí. No soy abogado.

– Ayúdame como si lo fueras -imploró-. Soy una pobre mujer acosada y desvalida. No hay más que verme.

– ¿Por qué no acude a la policía?

– Ah, no. Eso no. Sobre todo, nada de acudir a la policía. Júrame que tú tampoco acudirás a la policía. Júramelo.

– Por mí pierda cuidado -la tranquilicé-. Yo soy el principal sospechoso, usted misma lo ha dicho.

– Es verdad -admitió-. Pero no creo que seas un asesino. Déjame ver tus manos. ¿Ves? Las manos no engañan, y tú no tienes manos de asesino. Tienes unas manos delicadas, como de peluquero.

Era indudable que trataba de ganarse con halagos mi voluntad y así obtener mi colaboración. Al cabo de un par de intentos, advirtiendo mi natural modestia, decidió dejarse de tonterías, se puso en pie, se quitó la bata y la arrojó al otro extremo del apartamento. Llevaba un camisón tan exiguo y transparente que nada justificaba llevarlo salvo el llevarlo.

– Haz lo que yo te diga -dijo cambiando súbitamente de voz y de actitud- y no te arrepentirás.

Este argumento me pareció irrefutable.

– Dígame de qué se trata.

– Escucha -susurró a mi oído-, me han llegado rumores de que en este asunto, quiero decir en el asunto de Pardalot, no en el nuestro, está metida una chica. Más joven que yo y más guapa que yo, pero no tan expeditiva. Quiero que la encuentres. Encuéntrala. Tienes que encontrarla. Es preciso. II le faut!

Vacilé. Habría podido quedar muy bien revelándole que no sólo conocía a Ivet, sino que en aquel preciso momento la tenía encerrada en el armario en compañía de un teniente coronel de la Guardia Civil, pero ni siquiera a cambio de las delicias que de palabra y obra me ofrecía aquella dama de personalidad distinguida y aún más distinguida estampa quería traicionar la confianza que Ivet decía haber depositado en mí.

– Dígame antes cuál es el motivo de su interés por esa chica -balbucí.

– Lo haré -respondió ella con voz trémula- cuando acabemos. Antes bésame, sáciame y quítate la camiseta de la Unió Esportiva Lleida.

Con incredulidad primero y asombro luego me di cuenta de que lo que había empezado como un zafio intento de seducción había acabado por hacer perder la chaveta a aquel ser de espíritu impetuoso. Y no siendo yo de los que se hacen de rogar, sin duda se habrían producido allí escenas cuyo recuento haría las delicias del lector adulto, si el áspero sonido del interfono no me hubiera obligado a postergar la satisfactoria consumación de mis deseos (y mis empeños) y a volverme a poner la camiseta.

– Disculpe. Voy a ver quién llama.

Descolgué, hice la pregunta pertinente y una voz masculina respondió:

– Soy Arderiu, el marido de Reinona. ¿Puedo entrar?

Cubrí el auricular con la mano e informé a la interesada, que dio muestras de contrariedad.

– Maldito aguafiestas -masculló mientras se ponía la bata-. Si no le abres sospechará que estoy aquí. Quizá me ha hecho seguir por un detective. Recíbelo y dile lo primero que se te ocurra. Se lo tragará: es tonto. ¿Puedo esconderme en el armario?

– No. En el armario, no. La cerradura está averiada. Métase debajo de la cama.

Lo hizo con tal precipitación que se olvidó las chinelas que un minuto antes había lanzado contra el techo con ardor. Como ya sonaban golpes en la puerta, me las puse y fui a abrir. El marido de Reinona hizo su entrada diciendo:

– Buenas noches. ¿Se acuerda usted de mí? Nos hemos conocido hace unas horas. Soy Arderiu. Abelardo Arderiu. Puede llamarme Arderiu o Abelardo Arderiu, pero no Abelardo.

– Coño, Arderiu, cómo no te voy a reconocer, si estás igual. Para ti no pasa el tiempo -dije con cierto nerviosismo, porque no acababa de hacerme con el control de la situación.

El afable marido levantó la mano para atajar estas finezas y dijo:

– Le hablaré sin rodeos. Como usted sabe, soy tonto, y los tontos no podemos dar rodeos, porque nos perdemos. Mi mujer se ha ido de casa esta noche subrepticiamente y tengo motivos para pensar que usted conoce su paradero. Le hablaré sin rodeos: Reinona está en peligro. Todas las mujeres están en peligro, habiendo como hay tanta violencia contra las mujeres. Pero en Reinona a la violencia general se superpone otra particular y específica de ella. Le hablaré sin rodeos. Tengo motivos para pensar que Reinona forma parte de una conjura. Esto a mí me trae sin cuidado. Yo no soy de los que creen que toda mujer ha de estar en la cocina. En mi casa siempre ha habido una mujer en la cocina y meter allí a todas las demás me parece innecesario. A Reinona siempre le he dejado hacer su voluntad. Sale caro, pero con mi patrimonio y mis rentas me lo puedo permitir. Por ejemplo, si hubiera querido dedicarse a la expresión artística, yo no le habría puesto cortapisas. Acuarela, pastel, óleo, guache o buril, me habría dado lo mismo. Es sólo un ejemplo ilustrativo de mi liberalismo. Y si lo que la hace sentirse útil es participar en una conjura, por mí que participe. ¿Me entiende?

Le dije que sí y aprovechó esta muestra de entendimiento para bajar la mano. Luego agregó:

– Ahora, sin embargo, las cosas se han complicado. ¿Puedo hablarle sin rodeos? Por lo visto nuestra ciudad atraviesa por momentos difíciles. No sé en qué consisten, así que deberá aceptar mi palabra de caballero: momentos realmente difíciles. ¿En qué me afecta a mí esta situación? Lo ignoro, pero no soy de los que se quedan con los brazos cruzados. Me pidieron que participara en una conjura y yo, sin pensarlo ni un minuto ni preguntar de qué se trataba, di un paso al frente. Con los dos pies a la vez. Yo no me ando con rodeos. Ahora, sin embargo, me encuentro en una difícil situación, que yo calificaría de auténtica tesitura si supiera lo que significa esta palabra. Yo soy parte de una conjura y mi mujer es parte de una conjura y tengo motivos para pensar que mi conjura y la conjura de mi mujer son dos conjuras diferentes. Yo las calificaría sin rodeos de antitéticas. Si sólo se tratara de pagar dos cuotas, no me importaría. Pero tengo motivos para pensar que actuamos en bandos opuestos. Bandos que yo no vacilaría en calificar de antitéticos. Permítame que interrumpa un attimo mi discurso para quitarme el abrigo de mohair: con este calor estoy a punto de transpirar. Ayer comí pavo y pensé que estábamos en Navidad. ¿Tiene una percha?

Le dije que no, pero que con gusto le sujetaría el abrigo.

– Está bien -siguió diciendo una vez concluida la maniobra-, en tal caso le hablaré sin rodeos. Tengo motivos para pensar que alguien está planeando asesinar a alguien. Quizá a mi esposa. Incluso tengo motivos para pensar que pretenden encomendarme a mí esta tarea. Naturalmente, si me propusieran asesinar a mi esposa, me negaría. Con firmeza, si hiciera falta. Pero esto no resolvería el problema. Otro se ocuparía de darle «el pasaporte». Se lo digo en lenguaje velado por si las paredes cantan, como se suele decir. Sea como sea, estoy en una tesitura francamente antitética. Con respecto a mi esposa y con respecto a todo lo demás. Mi esposa se llama Reinona. Se lo digo por si lo ha olvidado. Yo soy el marido de Reinona. Nos conocimos anoche. No es mucho tiempo, pero el suficiente para hablarle sin rodeos. No estoy dispuesto a que nadie asesine a mi esposa. Las relaciones conyugales son complicadas, sobre todo entre marido y mujer, pero un hombre ha de resolverlas por su cuenta, de puertas adentro, sin interferencia de terceros. ¿Adonde nos conduce todo esto? No lo sé. Reinona se ha fugado de casa y tengo motivos para pensar que usted conoce su paradero.

– ¿Qué le hace pensar tal cosa?

– ¿El qué?

– Que yo tengo algo que ver con la desaparición de su esposa.

– No disimule. En casa vi cómo ella le metía la mano en el bolsillo del pantalón. Del pantalón de usted. Lo hace con todos, pero siempre se fuga con el último. No tenga ningún miedo. No soy un moro. Ya le he dicho que no me opongo a las expresiones artísticas de mi mujer. Pero en este caso es distinto, por lo del peligro que le comentaba antes. Y usted también es distinto, ahora que me fijo. ¿Éste es su picadero?

– Mi domicilio.

– Oh. Parece cómodo. Todo al alcance de la mano.

– Volvamos al tema de Reinona. ¿Por qué dice que la quieren matar? ¿Quién la quiere matar? ¿Y cuál es el móvil?

– ¿Qué es un móvil?

– Conteste sólo a la primera pregunta. ¿Cómo sabe que alguien trata de matar a Reinona?

– ¿Ha oído hablar del caso Pardalot?

– Ya lo creo: soy el principal sospechoso. Pero yo no lo hice.

– Por supuesto, por supuesto. No se lo decía por esta causa. Tampoco esperaba una confesión en regla. Estamos entre caballeros. Si lo he mencionado es porque viene al pelo. Entre mi mujer y Pardalot había una relación muy especial. Reinona había estado a punto de casarse con Pardalot. Al final no se casó con Pardalot, sino conmigo. Me llamo Arderiu. Ella quería a Pardalot y Pardalot la quería a ella, pero en resumidas cuentas hizo bien casándose conmigo, porque si se hubiera casado con Pardalot ahora sería viuda. Viuda de Pardalot.

– ¿Por qué no se casó con Pardalot?

– ¿Quién? ¿Yo?

– No. Reinona. Por qué no se casó Reinona con Pardalot.

– Ah. No haga elipsis, que descarrilo. ¿Por qué no se casaron Reinona y Pardalot, pregunta usted? Pues no lo sé. Sus razones tendrían. Razones posiblemente antitéticas. Pregúnteselo a Reinona si la ve.

– ¿A usted nunca se lo dijo?

– Nunca se lo pregunté. Ya conoce la máxima: si te quieres casar, no hagas preguntas.

– Pues para no haber hecho preguntas, sabe usted muchas cosas.

– Saber, lo que se dice saber, no sé nada. Sólo los rumores que me han llegado. Y no siempre por orden cronológico. De todos modos, los hechos se produjeron como le venía diciendo. Se iban a casar y de pronto las cosas se torcieron. Al final Pardalot se casó con la viuda de Pardalot y yo, con Reinona. Pardalot tuvo una hija: Ivet Pardalot. Reinona y yo no tuvimos hijos, aunque lo intentamos. Pero no lo hicimos bien o lo que sea. Finalmente consultamos al mejor especialista en ginecología de esta ciudad: el doctor Sugrañes, hijo del célebre psiquiatra del mismo nombre. De las pruebas resultó que Reinona era estéril. Mala suerte. Pensamos adoptar un niño hawaiano, pero un día por una cosa y otro por otra, pasaron los años y no hicimos nada. ¿Hay alguna relación entre lo que le estoy contando y lo que le estoy contando?

– Depende. ¿Pardalot y Reinona se siguieron viendo después de sus respectivos matrimonios?

– Sí, claro. En esta ciudad es difícil no coincidir con todo el mundo cuando todo el mundo se reduce a media docena de familias. También se veían en privado. A escondidas.

– ¿Cómo lo sabe?

– Me lo dijeron los detectives.

– ¿Hizo seguir a Reinona?

– No, no. Ya le dije que yo no interfiero en la vida privada de mi mujer. Mi actitud es liberal, por no decir libertaria. Pero a veces he contratado detectives para que investigaran las actividades de mis socios. Uno se cansa de que le estafen, ¿sabe? Luego en los informes salía Reinona. Entrando y saliendo de un hotel o en un aeropuerto, camino de algún sitio. Ella me decía que había ido con unas amigas al festival de Salzburg o algo por el estilo. Lo habitual. Por supuesto, los detectives no sabían que Reinona es mi esposa, o habrían omitido su nombre por delicadeza, digo yo.

– Señor Arderiu o amigo Arderiu, responda con sinceridad. ¿Cree usted que Reinona pudo haber matado a Pardalot?

Tardó un rato en comprender el sentido de la pregunta, pero finalmente suspiró y dijo:

– Es una pregunta difícil de responder.

– Diga sólo sí o no. ¿Mató Reinona a Pardalot?

– Le diré lo que pienso al respecto. Pero ha de prometerme que mis palabras quedarán entre estas cuatro paredes, si no me he descontado.

– Hable usted con toda confianza -dije.

– Pues verá…

Pero en aquel momento un timbrazo interrumpió sus confidencias.


*

– ¿Quién va? -pregunté.

– Soy Magnolio -dijo una voz por el interfono-.

Acabo de librar y he venido a rendir cuentas, como quedamos.

– ¿No es un poco tarde, Magnolio?

– Lo siento, pero me ha costado mucho aparcar el coche en este barrio.

– Está bien, suba.

Pulsé el botón de apertura automática y respondí a la muda interrogación del marido de Reinona diciendo que el recién llegado era un ayudante mío al que había colocado en su propia casa (la de él y Reinona) para ver si averiguaba algo sobre el asesinato de Pardalot.

– No me gusta que todo el mundo meta las narices en mi vida privada -rezongó.

– Sólo en la de su esposa -dije para tranquilizarle.

– ¿Y eso no es humillante? -preguntó.

– No, hombre, qué va -le respondí.

– De todos modos -replicó-, preferiría que ese individuo no me viera aquí. No suelo confraternizar, ¿sabe? Despáchelo pronto; mientras, me esconderé en el cuarto de baño. ¿No? Bueno, pues en el armario. ¿Tampoco? Entonces debajo de la cama.

– Métase detrás de la cortina, bien pegadito a la pared y no se mueva ni haga ruido -le ordené señalando el suntuoso cortinaje (de percal) que enmarcaba la ventana.

Se escondió Arderiu y entró Magnolio. Ya no llevaba el uniforme de camarero, sino su habitual uniforme de chófer.

– Disculpe la tardanza -empezó diciendo-, pero cuando se hubo ido el último borrachuzo tuvimos que recoger, vaciar los ceniceros, pasar la aspiradora, lavar las copas, sacar la basura y no sé cuántas cosas más. Eso sí, no habían dejado ni un maldito canapé.

– Pronto abrirán los bares y podrá desayunar -le consolé-. Hasta entonces, dígame qué más ha visto y oído.

Se sentó en la cama para quitarse las botas, alegando tener los pies destrozados. Bajo su peso se flexionó el somier del camastro hasta el suelo y exhaló Reinona un lastimero gemido.

– Ha de engrasar estos muelles -comentó Magnolio. Luego, en respuesta a mi requerimiento, dijo-: De la conversación con el personal de servicio, aparte lo que ya le conté en la casa, no saqué mucha más información. En general el personal de servicio se muestra poco inclinado a comentar las interioridades de sus amos con un desconocido, lo cual, si bien se piensa, es lo decente. El personal de servicio está compuesto por un mayordomo, una cocinera, dos chicas para todo y un jardinero. El mayordomo es asturiano, al igual que la cocinera, si bien no existe entre ambos ninguna vinculación de otro tipo. Las dos chicas son dominicanas, residentes en España desde hace diez años, las dos con permiso de trabajo y en trámites de nacionalización. El jardinero es pakistaní, lleva dos años en Barcelona y es el único que habla catalán. El mayordomo ejerce funciones esporádicas de chófer, aunque tanto el señor Arderiu como su esposa, la señora Reinona, prefieren conducir ellos mismos sus respectivos automóviles, un Porsche Carrera plateado de 3.600 centímetros cúbicos y un Saab TS Coupé de 205 caballos, de color granate metalizado. Por cierto, hay un Porsche y un Saab idénticos mal aparcados frente a esta casa, ¿no es coincidencia? Al jardinero, como iba diciendo, compete, además del cuidado del jardín, la puesta a punto y regularización estacional de la calefacción, el aire acondicionado y el riego por aspersión, así como el mantenimiento y limpieza de la piscina y otras instalaciones. La cocinera cocina y las chicas para todo hacen el resto. De todas formas, el señor y la señora están muy poco en casa. A mediodía comen fuera y salen casi todas las noches, impelidos por una vida social intensa. Viajan con frecuencia al extranjero. Por este motivo, el personal de servicio se pasa las horas viendo la televisión, hablando por teléfono y cotorreando, salvo en contadas ocasiones, cuando hay fiestas, como la de anoche, si bien entonces se contrata personal de refuerzo. Con estas condiciones laborales y un buen salario, no abundan las críticas ni las hablillas. Sólo la cocinera alimenta un rescoldo de animadversión contra sus amos a raíz de un desagradable incidente ocurrido hará cinco o seis años. En aquella ocasión, según me ha contado ella misma, desapareció del joyero de la señora Reinona un abalorio de elevado precio. La policía interrogó al personal de servicio y las sospechas recayeron sobre la pobre cocinera, que casualmente acababa de comprarse un Renault Clío 1.2 RT, tres puertas, dirección asistida, frenos de disco, etcétera. La policía relacionó la compra del Clío 1.2 RT con el robo, pero la cocinera pudo demostrar la honrada procedencia de sus ahorros y el asunto fue sobreseído. No obstante, en palabras de la propia cocinera, el mal rato ya no se lo quitaba nadie. Incluso le había cogido manía al coche, de cuyos resultados, por otra parte, no tenía queja.

– ¿Reapareció la alhaja? -pregunté.

– No lo sé -respondió Magnolio-. El relato de la cocinera iba más por el lado psicológico y mecánico.

– ¿Y no se ha vuelto a repetir desde entonces un suceso de similares características?

– No, señor.

– Qué raro -dije-. Tendría que haber desaparecido al menos un anillo de brillantes. ¿Qué más ha podido averiguar?

El chófer abrió los brazos y se dejó caer de nuevo sobre el somier.

– Nada más -exclamó-. No ha habido tiempo para dar palique. Si supiera usted el tute que nos hemos dado… En fin, que no sirvo para espía. Soy cegato, soy negro y soy enorme. Suerte que me han pagado bien.

– ¿Quién le pagó? -pregunté.

– El mayordomo.

– ¿Sacó usted la impresión de que el mayordomo administra las finanzas de la casa?

– Obraba con seguridad y diligencia en el manejo de los caudales.

Medité unos instantes y luego dije:

– Voy atando cabos, pero son más aún los que me quedan sueltos. Y no podemos esperar a la próxima fiesta para entrar en esa casa. Magnolio, ¿se vería usted con ánimos de entablar amistad con algún miembro del personal de servicio? Ya los conoce y ellos a usted. Y con su simpatía y su don de gentes no ha de serle difícil.

Sonrió agradecido el chófer y dijo:

– No sé. Podría probar con una de las dominicanas. La verdad es que no me importaría seguirla viendo. Es más, le voy a proponer matrimonio. Se llama Raimundita y es un bombón. No lo digo por el color. No soy racista. ¿Tanto interés tiene para usted esa casa?

– Sí, amigo mío -repuse-. Ahí está la clave de todo el misterio. Pero es preciso andar con pies de plomo. Quienquiera que mueva los hilos de este asunto es astuto y no se para en barras.

Iba a decir algo el chófer, bien a propósito de esta afirmación, bien en relación con Raimundita, cuando sonó imperioso el interfono. A la pregunta ritual respondió una voz varonil.

– Abra, soy Santi.

– No conozco a ningún Santi -dije.

– A este Santi, sí -replicó la voz a través del interfono-. Nos hemos visto en casa de Reinona.

– ¿Y qué se le ofrece?

– Hablar con usted.

Tras una corta vacilación opté por abrir. En aquel momento cualquier información adicional podía serme útil. Pulsé el botón de apertura automática e indiqué a Magnolio que se escondiera detrás de la cortina de la izquierda, toda vez que Arderiu tenía ocupada la de la derecha, y le encarecí que se mantuviera ojo avizor por si las intenciones de Santi no eran apacibles. Prometió hacerlo y desapareció detrás del percal cuando ya golpeaban la puerta del apartamento los nudillos (supongo) de Santi. Abrí y me vi en presencia del joven recepcionista de casa de Reinona, antes guardia de seguridad en la empresa de Pardalot, y en todo momento porfiado perseguidor mío.

– Si lo sé -dije-, no le abro.

El joven recepcionista lanzó una carcajada sarcástica y juvenil y entró empujando la puerta y a mí.

– Pues haberlo pensado antes -dijo-. Varias veces se me ha escapado usted cuando estaba a un tris de echarle el guante y otras tantas se ha prevalido de la presencia de extraños para impedirme emplear mis métodos habituales. Pero ahora, señor mío, las tornas han cambiado. Por fin estamos a solas usted y yo.

Con el rabillo del ojo lancé una mirada a la cortina que ocultaba a Magnolio y al ver que se movía al ritmo acompasado de su respiración comprendí que se había dormido.

– Pues sea bienvenido a esta su casa y dígame en qué puedo servirle, amigo Santi.

– En primer lugar, en responder a una pregunta sin efugio -dijo Santi-. ¿Mató usted a Pardalot?

– No, hombre.

– Pues todo Barcelona lo dice.

– Esto no significa nada -alegué-. En esta ciudad hasta nuestros políticos y sus familiares más próximos son víctima de infundios.

– Sí -admitió-, pero, en este caso, los infundios coinciden con la verdad. No lo niegue: la noche del crimen, mientras yo cumplía con mi deber montando guardia en el vestíbulo, se introdujo usted en la sede de El Caco Español, seguramente por la puerta del garaje. Una vez dentro, desconectó el sistema de alarma y anduvo por los despachos en busca de dinero contante u otro botín. En uno de dichos despachos fue sorprendido por el señor Pardalot, que se encontraba allí fuera de horas, y lo despachó de siete tiros. Como las paredes, suelo y techo del despacho del citado señor Pardalot están forrados de plomo para evitar escuchas, nadie oyó las detonaciones. Luego se fue por donde había venido.

– Amigo Santi, si fuera como usted dice, me habrían arrestado y procesado hace días -dije-. Pero no lo han hecho.

– Por falta de pruebas materiales o fehacientes -repuso-, lo que nos lleva justamente al motivo de mi visita.

Sacó de un bolsillo de la americana una hoja de papel doblada en cuatro y me la dio.

– Es una confesión -dijo-. Léala y verá cómo se ajusta a los hechos punto por punto. Sólo falta la firma del causahabiente, o séase, la suya.

Fui hasta la mesa donde había una lámpara encendida, me senté en la silla, desplegué el papel en el cono de luz y leí:


Estimado juez:

Por la presente confieso en términos irrevocables y sin que medie coacción alguna que fui yo quien mató al señor Manuel Pardalot a quien Dios tenga en su santa gloria con una pistola y en pleno ataque de psicoterapia. Las circunstancias del crimen son las ya sabidas: lo de la puerta del garaje y todo lo demás que omito para no alargarme. Estoy arrepentido pero si lo volviera a hacer lo haría de la misma manera.

Un saludo afectuoso.


– No pretenderá usted -dije al concluir la lectura- que yo firme esta patraña.

Por toda respuesta, Santi se puso a mi lado, sacó de otro bolsillo la Beretta 89 Gold Standard calibre 22 que ya le conocía, le quitó el seguro y me apuntó con ella.

– Verá cómo cambia de opinión -dijo entre dientes.

– Está bien -respondí-, no discutamos. Sólo dígame: ¿a qué viene tanto interés por demostrar mi culpabilidad?

– ¿Y aún tiene el tupé de preguntármelo? -dijo Santi-. Por su culpa mi carrera de segurata se ha ido al traste. No sólo dejo que un ladrón de pacotilla se pasee tranquilamente por el edificio confiado a mi vigilancia, sino que permito que asesinen al gerente en su propio despacho. Todo esto en mi primera semana de trabajo y con un contrato temporal. Mire si no cómo he acabado: de joven recepcionista en guateques de postín. De milagro no me han hecho sacar al caniche a hacer popó.

Mientras él ponía de manifiesto las causas de su descontento, yo iba calculando distancias, riesgos y posibilidades. Por más que comprendía sus razones, aquel sujeto no acababa de inspirarme simpatía, como me ocurre con todos los que me apuntan con una pistola. Pero no veía forma de librarme de él. Del silencio reinante, apenas roto por algún ronquido suave, deduje que todo el mundo, salvo nosotros dos, dormía a pierna suelta. No iba a ser yo quien se lo reprochara. La noche había sido larga y pródiga en emociones. Por lo demás, en pedir auxilio a voces no había ni que pensar. Aunque alguien las oyera y estuviera dispuesto a ayudarme, el sobresalto o el enojo podían provocar una reacción fatal por parte de Santi, a quien ya sin necesidad de jalearle le temblaba el pulso.

– Santi, amigo mío -dije en un tono tan apaciguador y firme como logré impostar-, te confieso que en otras circunstancias me habría resistido a tu propuesta. ¿Puedo tutearte? El que hayamos tenido algún roce involuntario no implica que no podamos ser amigos. Tú también puedes tutearme…

– Cállese. Yo no quiero ser amigo suyo. Ni que nos tuteemos. Yo sólo quiero que eche aquí una firma y se vaya a la mierda. Y no trate de ganar tiempo, que conmigo este truco no le vale.

– Vale, Santi, cariño, no te lo tomes así. Ya firmo, pero no tengo a mano recado de escribir. ¿Me prestas un bolígrafo?

Sacó una pluma estilográfica Montblanc y me la ofreció. La situación era seria: si persistía en mi negativa a firmar, aquel exaltado podía pegarme un tiro pero si firmaba, habiendo conseguido él su propósito, aún era más probable que me liquidara. Pensé de prisa.

La lámpara que en aquel momento alumbraba la escena había sido adquirida, como buena parte del mobiliario y menaje de mi hogar, en los contenedores de basura del barrio y tanto su aspecto externo como su conformación interna adolecían de ciertas imperfecciones. Decidí jugar esta baza. Me incliné sobre el papel, como si me dispusiera a estampar allí mi firma, y tapando con el hombro los movimientos de la mano metí la plumilla de la estilográfica entre los cables repelados del cordón eléctrico confiando en que fuera de metal y no de plástico. Hubo una mansa explosión y nos quedamos a oscuras. Quise hacerme a un lado, pero Santi fue más rápido. Sentí aumentar la presión de la pistola en mi cráneo, se oyó un chasquido y brilló la tenue llamita de un encendedor.

– ¡No se mueva! -masculló-. ¿Qué ha pasado?

– Nada, nada -balbucí-. Han debido de saltar los fusibles por sobrecarga en la red. Y sin luz no puedo firmar. Subiré la persiana. Ya es de día y entrará luz a raudales.

– Ni hablar. Al primer movimiento le dejo seco.

– Vale, vale, no me muevo -me apresuré a decir-. Pero si yo no me muevo y usted tampoco, nadie subirá la persiana, se nos harán las tantas y encima se le acabará la carga del mechero.

– Firme a ciegas -propuso.

– No puedo. Soy medio analfabeto: con luz ya me cuesta un triunfo firmar; imagínese así. Además se me ha caído el papel al suelo y no lo encuentro.

Santi meditó en silencio.

– Está bien. Yo subiré la persiana. Usted quédese aquí y no haga ninguna tontería. Al menor movimiento, disparo a bulto y seguro que le doy. Con esta lucecita me sobra para hacer diana.

Desapareció el duro contacto del arma y vi alejarse lentamente la llamita.

– Por favor -dije-, tenga cuidado con el televisor.

– Cállese y no se mueva.

– Yo no me muevo -dije-. Es usted el que se mueve y por eso le parece que estoy más lejos. ¿Ha encontrado la correa de la persiana? No tire muy fuerte: la correa está podrida, y la madera de la persiana, también.

– Sé subir una persiana perfectamente -dijo Santi.

Para demostrarlo, tiró con suavidad de la correa y la persiana fue subiendo al compás de sus tirones. La luz de la mañana irrumpió en el apartamento. Al mismo tiempo se oyó una detonación y Santi se desplomó sin decir oste ni moste.


*

Yo también me eché al suelo. Allí esperé un rato y luego, como el ataque no se repetía, repté con extrema cautela, procurando no entrar en el ángulo de visión del francotirador ni tropezar con el televisor, hasta llegar junto al cuerpo de Santi.

– Santi -susurré-, ¿está vivo?

– Naturalmente -respondió con gallardía-, sólo es un rasguño. Pero me parece que estoy malherido. ¿Ha sido usted?

– No. Alguien ha disparado desde la azotea de la casa de enfrente creyendo que la silueta en la ventana era la mía.

– Qué mala suerte -comentó-. Asómese y mire si ese cabrón sigue ahí.

Me asomé esforzándome por no ofrecer más blanco que el estrictamente necesario y escudriñé el edificio en cuestión hasta que un vecino airado me gritó:

– ¡Si continúas espiando a mi mujer en la ducha, te rompo la crisma, degenerado!

Comprendí que la ciudad se había despertado e iniciaba su épica andadura cotidiana y que, de resultas de ello, el francotirador debía de haber huido inmediatamente después del atentado. Me incliné para darle a Santi la buena nueva. Se había desvanecido y un charco de sangre se extendía por la moqueta. Me indigné. De todas las personas que aquella noche se habían dado cita en mi apartamento, Santi era el que menos había hecho para congraciarse conmigo, pero aun así no me producía ningún regocijo la visión de sus despojos y la idea de tener que deshacerme de ellos.

Cavilaba sobre este punto cuando sonó el timbre del interfono.

– ¿Y ahora? -pregunté con un deje de irritación en la voz.

Una voz conocida dijo:

– Soy Cándida. ¿Molesto?

Abrí sin contestar a una pregunta tan estúpida. Al cabo de nada Cándida introducía en mi apartamento su aparatosa forma. En la mano traía algo envuelto en un pañuelo de hierbas. La noche antes, me dijo, Viriato había hecho un bizcocho y le había salido tan bien que no quería que yo me quedara sin probarlo. En el pañuelo de hierbas venía un trozo.

– Se puede comer solo, pero es mejor si lo dejas reblandecer en agua media hora o tres cuartos…

Dejó la frase colgada al ver junto a la ventana el cuerpo exánime de Santi, la sangre y la Beretta 89 Gold Standard calibre 22. Gruesas lágrimas inundaron sus ojos.

– Oh, no, otra vez no -dijo con un hilo de voz-. Me habías prometido…

– No nos pongamos retóricos, Cándida -la atajé-. Todo esto tiene una explicación muy sencilla. Y muy divertida. Te vas a reír mucho. Pero antes, ayúdame a sacar de aquí este espécimen.

Cándida dejó el envoltorio sobre la mesa y se acercó modosamente al objeto de nuestra conversación.

– ¿Lo has matado tú? -preguntó.

– ¿Cómo puedes imaginar una cosa semejante? -la reprendí-. Un desaprensivo le disparó desde la azotea de la casa de enfrente. Y ni siquiera sabemos si está muerto.

– Sería una lástima -comentó-. Es joven y bien parecido. Y aún respira. Pero de un modo lento, y como desganado. Habría que trasladarlo con urgencia al hospital.

– No puede ser, Cándida -dije-. Me harían dar unas explicaciones que, aun siendo sencillas, como te acabo de decir, preferiría ahorrarme por ahora. Lo llevaremos a una farmacia de guardia y allí le darán curso. ¿Dispones de algún vehículo?

– El carrito de la compra. No sé si servirá: parece corpulento. Y si lo sacamos a cuestas, llamaremos la atención.

En vez de escuchar el parloteo de mi hermana, yo iba pensando. Finalmente le hice callar y le pregunté si se había cruzado con alguien en la escalera. Respondió que no.

– Entonces quítate la ropa -le ordené-. Y no hagas preguntas. El tiempo apremia.

La pobre Cándida se quedó en refajos mientras yo desvestía a Santi. Luego le pusimos a Santi la ropa de Cándida y a Cándida la de Santi. Como con los zapatos no había manera, consentí en que cada cual conservara los suyos. Con el pañuelo de hierbas que envolvía el bizcocho hicimos una toquilla que tapaba las facciones viriles del recepcionista. Lo sentamos en la silla y con grandes esfuerzos lo bajamos hasta el zaguán y lo dejamos en una zona umbría. Si uno no se fijaba mucho, parecía la portera. Le dije a Cándida que esperara media hora y diera aviso de haber visto al pasar frente a un portal una mujer indispuesta.

– Vestida de hombre no sé si me harán caso -objetó.

– Ay, Cándida, ¿por qué te empeñas siempre en complicarme la vida? -le reconvine.

– Está bien, haré como tú dices -dijo con un suspiro de resignación- Y recuerda: es mejor remojar el bizcocho antes de hincarle el diente. A Viriato se le fue un poco la mano con el gluten.

Salió a la calle y se alejó rodeada de una hilaridad no mayor de la habitual y yo volví a subir a mi apartamento a la carrera. Escondí en la nevera la pistola, la pluma estilográfica y el bizcocho (daba asco) y rompí en mil pedazos la confesión que Santi me había querido hacer firmar.

En el aseo dormía Purines sentada en el bidet, con la cabeza del señor alcalde en el regazo. Los desperté con delicadeza y les insté a evacuar. Se intercambiaron papelitos con sus respectivos teléfonos directos y el señor alcalde prometió enviarle dos invitaciones para el Festival de Música Papú. Apenas se hubieron ido, saqué del armario al teniente coronel y a Ivet. Ivet le devolvió la casaca, el fajín y el tricornio, y el teniente coronel, después de despedirse con laconismo castrense, se fue. Ivet se puso el vestido y me miró con una mezcla de cansancio y melancolía.

– La cosas no salen siempre como uno desearía -le dije-, pero todo se arreglará. Ve a tu casa y espérame allí. No salgas ni recibas a nadie. No contestes al teléfono ni hagas llamadas. Como sabes, no puedo disponer de las horas del día, pues me reclaman graves obligaciones, pero en cuanto cierre la peluquería te llevaré algo de comer y te pondré al corriente de lo sucedido.

El marido de Reinona estaba en estado cataléptico. Le puse el abrigo y lo saqué al rellano.

– Baje la escalera por los peldaños, salga a la calle y coja un taxi. Si está libre, mejor. No hace falta que salude a la portera: es muy hosca.

– Gracias por todo -dijo él-. Una velada deliciosa. Verdaderamente deliciosa.

Reinona también salió algo contusa de debajo de la cama.

– Me parece que se me ha sentado encima un elefante -comentó.

Le devolví las chinelas, no sin pesadumbre, porque eran de una gran comodidad y para estar por casa me habrían venido de perlas. Luego le mostré el anillo de brillantes.

– Esto -dije- es suyo. No sé cómo, vino a parar a mi bolsillo.

– Yo lo puse -admitió-. Guárdalo en lugar seguro y no permitas que nadie se apodere de él. Cuando lo necesite, enviaré a alguien a buscarlo. Este anillo es vital para mí.

Se fue con el taconeo cansino de quien a su edad, con su belleza, su inteligencia, su posición y su clase, se ve obligada a confiar en un tipo como yo.

Sólo quedaba Magnolio. Lo zarandeé hasta que recordó dónde estaba y quién era. Le pregunté qué planes tenía para la jornada a cuyo inicio estábamos asistiendo y dijo que trataría de reanudar la vida ordenada y el digno oficio de chófer de alquiler.

– Eso puede esperar -le dije-. Todavía necesito su ayuda.

– Ni por pienso -protestó-. Entre pitos y flautas llevo varios días sin currar y por ende sin ver un chavo.

– No exagere. Acaba de ganar un buen pellizco en casa de la señora Reinona. Usted mismo me lo ha dicho. Y de lo nuestro puede depender la vida de la señorita Ivet.

– Ah, en este caso…, dígame qué he de hacer.

– Es muy sencillo: vigilar la casa de la señorita Ivet. Instálese delante del edificio y tome nota de quién entra y quién sale y de cualquier incidente, episodio o circunstancia, por insignificante que sea. Si la señorita Ivet, contraviniendo mis instrucciones, sale a la calle, sígala adonde vaya sin que ella se dé cuenta. Y mire de vez en cuando hacia atrás: es probable que no sea usted el único seguidor. Yo iré a relevarle cuando acabe.

– Descuide -repuso el chófer.

Al salir había una ambulancia parada frente a la casa y un par de enfermeros entraban en la portería empujando una camilla. Magnolio y yo nos hicimos a un lado para dejarlos pasar, nos despedimos en la acera y echamos a andar en direcciones opuestas.

No llevaba ni media hora en la peluquería cuando entró Viriato hecho una furia. Había hablado con Cándida, ésta le había referido su visita a mi apartamento y ahora él exigía una explicación cumplida. Procurando quitar importancia a lo ocurrido, le referí el atentado y cómo había salido yo indemne del mismo por error y cómo nos habíamos desembarazado de la víctima, pero él me interrumpió diciendo que todo aquello le traía sin cuidado y que en realidad venía a conocer mi opinión sobre el bizcocho.

– Oh, exquisito -mentí-. Has de darme la receta.

– Bueno, los cocineros, ya sabes…, improvisamos un poco sobre la marcha… En arte cuenta más la intuición que la ciencia. Dos y dos no siempre suman cinco.

Manifesté mi total conformidad con sus afirmaciones y mi desmedida admiración por sus dotes, y cuando lo tuve a punto de caramelo, le pedí un favor. No supo negármelo y partió al trote a cumplir su cometido.

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