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Me encontraba solo y como de costumbre acurrucado en el rincón más discreto, enfrascado en mis estudios. Tal vez por esta razón no paré mientes en su forma externa. Sólo me fijé en que no llevaba perro. Me coloqué con garbo la bata blanca para dar impresión de profesionalidad y diligencia y de paso para disimular la erección que me había sobrevenido repentinamente, y le señalé el sillón, que ella ocupó sin dejar de mirarme con fijeza.

– Lamento haber interrumpido su lectura -dijo con voz indolente y acariciadora.

– No, no, de ningún modo. Estoy para servir al cliente en todo momento y lugar. Sólo en los rarísimos instantes de calma que me deja este próspero negocio aprovecho para ampliar el horizonte de mis conocimientos -respondí. Y a continuación, viendo en su expresión algo de estimulante, añadí-: Todo cuerpo sumergido en el agua, excepto el agua, sufre un empuje de abajo arriba igual al volumen de líquido que desaloja.

– Es usted un sabio -dijo ella.

– No, por Dios, todo lo contrario -respondí con respeto y modestia-. ¿Champú?

– Lustrar los zapatos -repuso; y tras echar un vistazo, al utillaje, agregó apresuradamente-: Bastará con que les pase un Kleenex.

Me puse de hinojos y ella levantó una pierna y apoyó el zapato en el taburete que yo le había colocado delante. El resultado de mi flexión y su cambio de postura fue para mí la visión umbrosa y subrepticia, en el lejano confín de sus muslos, de un fragmento de cinta o ribete de organdí.

– ¿Es usted nuevo? -oí que me preguntaba.

Tragué saliva para desobstruir el gaznate y respondí:

– No, señora. Llevo unos años en la profesión. La que es nueva es usted. Quiero decir en este establecimiento.

– Habría venido antes si hubiera sabido que había una persona tan dotada como usted, señor…

– Sugrañes. Onán Sugrañes, para servir a Dios y a usted -dije.

Y de inmediato me di cuenta de haber incurrido por primera vez en mucho tiempo en una inofensiva mentira, y también de que lo había hecho movido por un súbito sentimiento de peligro, no porque desconfíe de las mujeres guapas, sino porque desconfío de mí cuando estoy en presencia de mujeres guapas. Por lo demás, si con mi respuesta no había dicho estrictamente la verdad, tampoco había faltado a ella, pues el trajín de los últimos años me había impedido hasta la fecha solicitar el Documento Nacional de Identidad e incluso regularizar mi situación legal, ya que al venir yo al mundo, mi padre o mi madre o quienquiera que me trajo a él, no se tomó la molestia de inscribirme en el registro civil, por lo que no quedó de mi existencia otra constancia que la que yo mismo fui dando, con más tesón que acierto, por medio de mis actos; y comoquiera que en épocas recientes, de resultas de sucesivas amnistías promovidas por gentes de bien y refrendadas con sospechoso entusiasmo por algunos políticos, habían sido retirados de la circulación los registros penales y las fichas policiales, mi situación era comparable a la de ciertos animales extintos, bien que sin interés científico alguno.

En estas reflexiones y en otras que no me parece oportuno describir se me pasó un buen rato, hasta que ella volvió a preguntar:

– ¿Le gusta su trabajo?

Habría dicho que me estaba tanteando (figuradamente) si tal cosa hubiera entrado dentro de lo imaginable. Por si acaso, respondí:

– Oh, sí, mucho.

– Y antes de ser peluquero, ¿qué hacía? -siguió preguntando ella, y acto seguido, advirtiendo quizá el recelo en mi mirada, añadió-: Disculpe mi curiosidad. Yo soy así.

Y al decir esto volvió a cruzar las piernas en sentido opuesto y creí oír una voz armoniosa que procedente del éter me decía: Respetable público, la función está a punto de empezar.

– Por favor -acerté a decir-, puede usted preguntarme lo que desee. Estoy para servirla. Antes de ser peluquero trabajé varios años en un centro de acogida para personas discapacitadas. Fuera de Barcelona. Y antes de eso fui monaguillo.

Al oír este sugestivo curriculum, sonrió y dijo levantándose del sillón:

– ¿Qué se debe?

– Nada -dije yo para no complicar las cosas.

Me dio cuarenta duros, se fue, y yo, después de contabilizar las ganancias, sacar el polvo al sillón y poner el instrumental en orden, volví a enfrascarme en la lectura, decidido a olvidar el encuentro.

Casi lo había conseguido cuando después de cenar en la pizzería regresaba a mi hogar dando un paseo tan agradable como digestivo. Como en la peluquería por no entrar no entraban ni los fenómenos naturales, no me había dado cuenta de que habían llegado incipientes tibiezas veraniegas. El aire era templado y sensual y una fragancia lejana se mezclaba con la que exhalaban los tubos de escape y las basuras. Era viernes y en las terrazas de los bares grupos de jóvenes se esparcían practicando alegres actos de violencia entre sí o con los viandantes; el ruido ensordecedor de la música y del tráfico rodado sofocaba los gritos de los beodos y los energúmenos y los gemidos de los ancianos y enfermos abandonados por sus parientes, que aprovechaban el descanso semanal y los primeros calores para trasladar el estruendo de la ciudad a sus segundas y aún peores residencias. Arropado por estas muestras de vitalidad y por el continuo ulular de las sirenas de la policía y de las ambulancias que corrían de aquí para allá atendiendo a las víctimas de los accidentes, las reyertas y las sobredosis, llegué a mi pisito monísimo. Me puse el pijama de verano (unos pololos rotos) y encendí la televisión. Un futbolista escandinavo o quizá de Nigeria trataba de explicar en nuestro idioma el resultado de un partido jugado dos meses atrás.

– Ranag somaícerem orep odidrep someh.

Apagué la televisión, me lavé los dientes, me acosté, me metí un pulgar en cada oreja para no oír el ruido de la calle y traté de dormir, pero a las tantas aún no había conciliado el sueño.


*

Con la llegada del buen tiempo los sábados por la mañana el negocio andaba flojo, pero por la tarde se animaba bastante, porque la gente había ido a la playa y venía a que le quitase el petróleo y las medusas del pelo. Como todos tenían plan para la noche, se mostraban exigentes con el personal (yo), protestaban por el precio y no dejaban propina. Cuando se iba el último cliente, al filo de la medianoche, me quedaba haciendo arqueo y nunca salía antes de las dos, porque me descontaba a cada rato. A aquellas horas la pizzería ya había cerrado y por no andar cambiando de nutrición me acostaba sin cenar. Los domingos la peluquería no abría, salvo por encargo, o en vísperas de alguna fiesta señalada, o durante el mes de mayo, cuando hay bodas a porrillo, aunque jamás vino una novia a que yo la peinase (lo habría hecho muy bien), ni una dama de honor, ni siquiera un invitado. Pero al menos había suspense. Los domingos con la peluquería cerrada resultaban menos estimulantes. Por la mañana visitaba dos o tres museos (la entrada es gratuita) y luego, para sacudirme el aburrimiento, me ponía delante de un parking a ver entrar y salir coches. A eso de las dos compraba una bolsa de carquiñolis y acudía a casa de Cándida, donde me esperaba una agradable comida familiar, cuya sobremesa prolongaba nuestro contentamiento, sobre todo en las tardes húmedas, frías y oscuras del invierno, cuando, acallada la madre de Viriato por las emanaciones de la estufa de butano, pasábamos al tresillo y allí Cándida trataba en vano de enhebrar una aguja y Viriato leía y comentaba con didáctica minuciosidad sus obras. A las siete treinta me despedía con inacabables muestras de agradecimiento, y me reintegraba a mi hogar, veía un ratito la televisión y me acostaba temprano para empezar la semana con acopio de energía.


*

Ella regresó al cabo de nueve días, con las mismas piernas. Sin decir nada se sentó en el sillón, rechazó con un ademán el peinador y dijo mirándome fijamente a los ojos:

– No he venido por razón de mi pelo, sino a hablar contigo de un asunto personal. ¿Te importa si te tuteo? Es lo lógico, dado el carácter personal del asunto al que acabo de aludir. Antes, sin embargo, debo saber si puedo contar contigo para ese asunto personal y para lo que se tercie.

– Haré cuanto esté en mi mano -respondí-, siempre que no sea incompatible con la deontología de la coiffure.

– No esperaba otra respuesta -dijo ella-. Pero es mejor no hablar aquí. Puede entrar alguien e interrumpir nuestros contactos. ¿A qué hora acabas el trabajo?

– El trabajo de un buen peluquero no acaba nunca -dije-, pero El Tocador de Señoras cierra a las ocho.

– A esa hora te espero en el bar de enfrente -dijo-. No me des plantón.

A la hora convenida acudí a la cita. Ella ya estaba allí, en una mesa del fondo, absorta en la succión de un refresco embotellado (por el camarero del bar), indiferente a cuanto la rodeaba. Sin decir nada me señaló la silla. Me senté. Estuvimos un rato en silencio, ella pensando en sus cosas y yo pensando también en sus cosas. Esto me permitió observarla con más detenimiento y, en consecuencia, ofrecer al lector una descripción complementaria, toda vez que ya me he referido en otro sitio a sus partes bajas. Era joven de edad, muy delgada de complexión, muy alta de estatura (cuando estábamos los dos de pie, yo tenía que ponerme de puntillas para mirarla de hito en hito) y muy guapa, aunque en este punto admito tener la manga bastante ancha; también era aseada, pues todo su organismo emanaba un aroma saludable, en el que hallaban acomodo el jabón, el desodorante y el body milk, y a todas luces trataba su cabello con un producto que le daba brillo, ligereza y flexibilidad. Me llamó la atención su manifiesta indolencia; pensé que comía poco y que su belleza le permitía ir por el mundo sin prestar a la realidad la atención debida. También pensé que alguna pena oculta la atormentaba. Aunque dirigía a todos en general y a mí en particular miradas desdeñosas, éstas a veces y sin motivo aparente se cubrían de un velo de inquietud rayano en el miedo, como si un extraño don le permitiera de cuando en cuando sintonizar con los peores instintos de su interlocutor. En estas ocasiones sus labios experimentaban una leve contracción y con las manos debía agarrar fuertemente el primer objeto (inanimado) a su alcance para refrenar el temblor que las agitaba.

– Hay que ver -dije inopinadamente para romper el silencio con un poco de conversación mundana e instruida- qué tiempo más primaveral. Claro que es lo propio de la estación. En el hemisferio occidental.

– No me gusta la primavera -replicó secamente, como si yo tuviera alguna responsabilidad en el cíclico alternarse de las estaciones-. Me invade una languidez invencible y rematadamente ñoña. Pero el verano es peor, porque me trae recuerdos tristes. De niña todos los veranos me enviaban a Suiza, a un internado de señoritas finas. Allí me pudría. Cuando volvía a Barcelona, me metían en otro internado, también de señoritas, pero no tan finas. Catalanas. Por eso tampoco me gusta el otoño.

Su rostro se ensombreció. Pareció como si tuviera ganas de llorar, por lo que me abstuve de preguntarle qué pensaba del invierno. Al cabo de unos segundos se rehizo, me miró con ojos de súplica y dijo:

– Antes de contarte nada, debo advertirte que el favor que te voy a pedir comporta un ligerísimo riesgo. Y también que roza los límites de lo legal. Si alguna de estas cosas te asusta, dímelo antes de hablar. Entonces me iré y no volveremos a vernos.

La aclaración no me sorprendió. Una mujer así a un tipo como yo sólo puede proponerle una contravención.

– Cuénteme de qué se trata -le dije.


*

Cruzó y descruzó las piernas como había adquirido la costumbre de hacer en mi presencia y yo traté de mirar hacia otro lado para entender bien lo que se proponía contarme y no perderme en digresiones.

– En realidad -empezó diciendo- no soy yo quien necesita de tu ayuda, sino mi padre. Habría venido él en persona a pedírtela, pero tenía una agenda muy apretada. También pensamos que yo resulto más convincente. Mi padre se llama Pardalot, Manuel Pardalot.

Quizá te suene su apellido: es un importante hombre de negocios. Lo importante no es él, sino sus negocios. Por razones que no hacen al caso, los negocios de papá han atraído últimamente la atención de la judicatura. Por supuesto, se trata de un error de apreciación, pero para poner de manifiesto este error convendría que desaparecieran ciertos documentos. En la actualidad los documentos en cuestión se encuentran depositados en una oficina. El resto salta a la vista: se trata de entrar en la oficina, sustraer los documentos, salir y dármelos. A cambio, un millón de pesetas en billetes pequeños, usados, no correlativos.

– La oferta es buena para alguien cuya existencia discurra en las afueras de la ley -dije-, pero tal no es mi caso. Déme una razón, aparte del dinero, por la que yo deba interesarme en un asunto de esta índole.

– Búscala tú mismo -respondió- y, cuando la hayas encontrado, me la dices. No soy desagradecida.

Al decir esto me dirigió una sonrisa tan artificial que permitía ser interpretada de las más sugerentes maneras. Reflexioné unos instantes, o quizá un solo instante, procurando evitar cualquier atisbo de su provocadora configuración, y luego dije:

– Lo siento. Soy un hombre honrado, un ciudadano ejemplar, y ni siquiera argumentos tan convincentes como los que usted esgrime, muestra e insinúa lograrán apartarme del recto caminar. No cuente conmigo, salvo en lo que atañe a la discreción. Tendré nuestro encuentro por no habido. Buenas tardes.

Regresé a la peluquería y me puse a rellenar dos frascos de champú suave (para cabello seco y delicado) con sulfato de amoniaco hasta que hube de dejarlo porque, sumido en cabalas que no me llevaban a ninguna parte, se me salía el líquido del embudo con el consiguiente despilfarro. No obstante, mi decisión me seguía pareciendo la más acertada cuando al cabo de un rato entré en la pizzería, ocupé mi acostumbrado taburete, me anudé la servilleta al cuello y pedí cinco pizzas de atún, anchoa, jamón, huevo, pimiento, champiñones, tomate, parmesano y mayonesa. La señora Margarita me miró sorprendida.

– Es que hoy -le expliqué- estoy desganado.

– ¿Mal de amores? -preguntó en son de chanza la señora Margarita.

Yo me limité a suspirar y a mirar hacia otro lado. La familia que regentaba la pizzería, compuesta por la señora Margarita, el señor Calzone y su hijito Cuatroquesos, eran a mis ojos el paradigma de la felicidad, un ideal al que yo no creía poder aspirar, pero cuya visión me colmaba a la vez de alborozo y melancolía. A lo largo de los últimos años me había convertido en su mejor cliente y ellos correspondían a mi asiduidad con su simpatía y su cariño. En la pizzería sentía, siquiera de modo vicario, el calor del hogar que jamás conocí. La contemplación de la señora Margarita lavando los calcetines de su marido en el fregadero del restaurante, o de los pañales sucios del bebé entre la masa de la pizza, me hacía soñar con una existencia sin sobresaltos, a la que en el fondo siempre aspiré, pero cuya consecución la vida, la suerte o mis propios errores habían puesto fuera de mi alcance.

De camino a mi asqueroso cubículo tuve que hacer un alto por los retortijones (quizá causados por el orégano, que es un poderoso carminativo) y sentarme en el bordillo de la acera. Un chucho roñoso se situó en la parte posterior de mi chaqueta y levantó la pata. Ahuyentarlo a pedradas no mejoró mi desazón. Así estaba cuando se detuvo un coche delante de mí, se abrió la portezuela y oí una voz conocida decirme:

– Eh, tú, sube.

Sin pensarlo dos veces salté al interior del coche. La portezuela se cerró y partió el coche rumbo a lo desconocido. Sólo entonces caí en la cuenta de que en el interior del coche no sólo íbamos ella y yo, cosa, por otra parte, de la que debería haberme percatado antes, ya que me había llamado desde el asiento posterior de un cochazo que yo no vacilaría en calificar de haiga si el uso de este añejo vocablo no pusiera de manifiesto mi avanzada edad. Bien es verdad que de sus ocupantes sólo ella se había hecho visible desde el exterior, al bajar el cristal ahumado de su ventanilla, mientras las demás permanecían cerradas, brindando a los ocupantes del coche un anonimato que constituía, al menos para mí, presunción en contrario, porque si yo algún día llegara a tener un coche como aquél no me escondería, antes bien, procuraría que todo el mundo me viera, e incluso iría echando besos a los viandantes, como hacen el Santo Padre y otras personas que no tienen nada de que avergonzarse. Todo lo cual no impedía que en aquel momento me encontrara yo entre desconocidos de cuyas intenciones nada sabía, salvo que estaban a punto de llevarlas a la práctica pistola en mano, por cuanto me apuntaban con una.

– Levántese de la esterilla y tome asiento -dijo una extraña voz.

Ella se desplazó del asiento trasero que venía ocupando al traspontín y me ofreció aquél y de nuevo la visión que había dado origen a mis aventuras, del análisis de la cual me sustrajo al cabo de un rato el resto de la compañía, compuesta por el chófer y un individuo que a la sazón se sentaba a mi lado y sostenía una pistola Heckler amp; Koch P7. El chófer era un tipo alto y fornido, con facciones de negro y color de negro, de lo que deduje que debía de ser un negro, salvo que fuera pintado y las facciones respondieran a otra causa, pues llevaba unas gafas de altísima graduación, cosa que no suelen llevar los negros, y menos cuando han de conducir. El individuo que iba a mi lado, de estatura normal y algo obeso, parecía ser el mandamás de la banda, al menos en aquel momento, y sin duda persona importante y conocida, porque ocultaba su rostro bajo un pasamontañas sobre el que llevaba un sombrero de ala ancha calado hasta la nariz y una barba postiza sujeta a la nuca con un cordel. También hablaba con voz fingida o alterada, tal vez para que yo no pudiera reconocer la suya por haberla oído en alguna tertulia radiofónica. Digo lo de la voz porque fue este individuo, en su condición de mandamás, quien tomó la palabra cuando al cabo de un largo silencio salimos del denso tráfico de la ciudad y nos metimos en un atasco definitivo.

– Disculpe usted -empezó diciendo, pues sus maneras eran en extremo refinadas- que hayamos recurrido a métodos ligeramente irregulares, aunque no infrecuentes, para obtener su valiosa cooperación. No me refiero a los contactos verbales que ha mantenido en dos ocasiones con la señorita aquí presente, de carácter estrictamente voluntario, sino a los que ahora está manteniendo conmigo. Por supuesto, no le retenemos en contra de su voluntad. Cuando le apetezca, puede usted apearse, si bien yo de usted no lo haría. Por el contrario, yo de usted escucharía lo que me dijera la persona que fuera a mi lado, o sea, yo.

Como al decir estas gentiles palabras apoyaba el cañón de la pistola Heckler amp; Koch P7 en mi cabeza, manifesté por señas haberme hecho la debida composición de lugar y él prosiguió diciendo:

– En realidad no le pedimos que cometa un robo. Yo soy el dueño de esta empresa y mi hija, aquí presente, su heredera. El robo es aparente. Por supuesto, si algo ocurriera, nosotros responderíamos por usted. Pero la operación es sólo una falsa operación. No del todo correcta, pero tampoco ilegal. Vivimos en la era de la imagen, y yo quiero dar una buena imagen, ¿es esto algo malo?

Respondí que no y que precisamente yo, en mi condición de peluquero, me esforzaba a diario para mejorar la de mi distinguida clientela. Por desgracia, este tema no pareció despertar su interés, pues no me dejó seguir.

– Habríamos preferido -dijo- llegar con usted a un acuerdo basado en el entendimiento mutuo. Esto, por desgracia, no ha sido posible, pese a la generosa oferta que le ha hecho hace un rato esta señorita, oferta que usted ha rechazado alegando estúpidas razones éticas. A juzgar por su actitud, por sus modales y sobre todo por su forma de vestir, usted debe de ser de los que aún se empeñan vanamente en distinguir entre el bien y el mal. A menos, claro está, que se proponga subir el monto de la retribución, lo cual sería inviable dadas nuestras limitaciones presupuestarias. Un millón es mucho dinero y nosotros sólo somos ricos. Esto para usted no significa nada, ya lo sé. Usted y los suyos se ríen de estas cosas. Incluso con sarcasmo. Es natural: un proletario, haga lo que haga, nunca corre el riesgo de dejar de serlo. En cambio un rico, al menor descuido, se encuentra en el más absoluto desamparo. Pero vayamos a lo concreto: mi nombre, como usted ya sabe, es Pardalot, Manuel Pardalot. Soy dueño y gerente de una empresa denominada El Caco Español, S.L. De esta empresa son los documentos que usted debe sustraer. Como ya se le ha dicho, el robo es aparente. Esto debería bastarle para alejar de su conciencia cualquier escrúpulo de orden moral o de otro orden. En realidad, se trata de una operación contable, no del todo correcta, lo admito, pero tampoco ilegal. En resumen, un millón y la posibilidad de hacer el vermut en nuestro yate. Es mi última palabra.

– No -repliqué con firmeza.

– Iremos costeando hasta el Estartit.

– Déjalo estar -dijo ella-. Es tonto y cabezota.

Me dolió oírle pronunciar estas opiniones vejatorias, porque yo me jactaba para mis adentros de haberle causado una buena impresión. Pero no dije nada.

– Vaya -dijo el enmascarado-, ¿y ahora qué hacemos, nena?

Al oír lo cual, se volvió el chófer a nosotros y exclamó:

– ¡Oiga, a mí no me llame usted nena, porque no se lo consiento!

– ¡Si no me refería a usted, hombre! Ocúpese de conducir y no se meta donde no le llaman -repuso el enmascarado, y dirigiéndose a mí, añadió en voz baja-: Estos negros malolientes son de lo más susceptibles; se creen que todo el tiempo estamos hablando de ellos en términos despreciativos.

Luego, alzando de nuevo la voz, añadió:

– En cuanto a lo nuestro, ¿qué más le puedo decir para hacerle cambiar de idea? Nuestra decepción es grande. ¡Teníamos tantas esperanzas puestas en usted! No crea que nos ha sido fácil encontrarle. Llevamos mucho tiempo haciendo indagaciones. Hemos removido cielo y tierra hasta dar con usted, en quien concurren las características más idóneas para este tipo de trabajo por la fama de que goza en el barrio, por el modo ejemplar con que está labrándose un futuro al frente de su magnífica peluquería, y, por supuesto, por las peculiaridades de su pasado…

– ¿Mi pasado? -exclamé.

– Fue ella -respondió el enmascarado señalando a la chica con el cañón de la pistola- quien pensó que un hombre con sus antecedentes no desdeñaría una proposición… Usted ya me entiende.

La miré y ella me guiñó el ojo. Con aquello no había contado yo: me tenían atrapado. Pues si algún lector ignora todavía cuál fue o ha sido mi trayectoria vital y tal vez sea la verdadera naturaleza de mi ser, aclararé que en mi infancia, adolescencia y juventud fui lo que podríamos llamar, y de hecho se llama, un facineroso. El destino me hizo nacer y crecer en un medio donde no se concedía al trabajo honrado, la castidad, la templanza, la integridad moral, las buenas maneras y otras cualidades encomiables el valor que tienen, ni yo supe vérselo por mi propia cuenta, ni aprendí a fingirlas hasta que fue tarde. De buena fe, convencido de que tal era el proceder habitual de las gentes, cometí innumerables fechorías. Luego, cuando las personas encargadas de velar por la salvaguardia de la virtud, el sosiego de la vida, el amparo de las buenas costumbres y la armonía entre los hombres (la bofia) fijó en mí su atención y ejercitó sus métodos conmigo, siendo yo la más débil de ambas partes, hube de prestar algún servicio a la comunidad (soplón) que no me granjeó la inclinación de nadie y sí la animadversión de muchos. Finalmente, cuando me llegó la hora de comparecer ante la justicia y rendir cuentas de mis acciones, cuanto se hubiera podido alegar a mi favor era tan endeble y su posible incidencia en el fallo tan escasa, que mi abogado se limitó a enviar al tribunal una postal desde Menorca. Con todo, mi propio testimonio, lo bien fundamentado de mis exposiciones, el sincero arrepentimiento de que di muestras, el trato respetuoso, incluso cordial, para con el magistrado, el fiscal y los testigos, y en términos generales lo razonable de mi comportamiento durante las dos semanas que duró la vista, debieron de hacer mella en el ánimo de la judicatura, porque no fui condenado, como temía, a pena de prisión, sino sólo a seguir un tratamiento psicológico, conducente a mi pronta reinserción en el seno de la sociedad, en un establecimiento correctivo de los llamados por el vulgo manicomio. Allí, sin embargo, las cosas no anduvieron de la mejor manera: leves roces con el personal auxiliar especializado (matones) y algún malentendido con el doctor Sugrañes, que en su calidad de director del centro debía determinar, a la luz de sus conocimientos (y el correspondiente soborno), el momento de mi curación y la restitución de mi libertad, hicieron que mi estancia allí se prolongara de semana en semana y luego de mes en mes y finalmente de año en año, hasta que un buen día, perdida ya por mí toda esperanza de volver a ver el mundo exterior y sus honrados y cuerdos pobladores, sucedieron los hechos que se narran en el arranque de este libro. Fácilmente comprenderá el lector que aún los recuerde (dichos hechos), a la vista del largo pero fructífero camino hacia la regeneración por mí seguido desde entonces, cuan poco deseaba, cuánto temía, verme a pique de perder una situación sobre cuya solidez en el fondo nunca había abrigado una total certeza. ¿Acaso?, me preguntaba, ¿no perderé, de salir mis secretos a la luz, el respeto de mis conciudadanos, y éstos, con sobrada razón, con lógico recelo, no rehusarán (acaso) poner en mis manos criminales sus cabellos? Por otra parte, ¿qué podía perder accediendo a la moderada petición de aquellas personas necesitadas de una ayuda que, todo sea dicho, estaban dispuestos a retribuir en metálico y quién sabe si también en muy apetitosas especies?

– ¿Cuándo? -pregunté.

– Cuanto antes, mejor -respondió el enmascarado-. Si le parece bien, esta misma noche.

– Me parece bien -dije yo-. No perdamos más tiempo y díganme qué debo hacer.

Al oír estas resueltas palabras sonrió la nena, suspiró el enmascarado bajo su caperuzón y hasta el chófer masculló: ¡Arbucias!, lo que confirmó mi suposición de ser en efecto un inmigrante. A renglón seguido, tras el solazado interludio, siguió el enmascarado diciendo:

– El asunto no tiene complicación. Como la nena ya debe de haberle dicho, se trata de sustraer unos documentos. Estos documentos se encuentran en una carpeta de color azul que está en el cajón derecho de la mesa de despacho del jefe, también llamado Executive Director en el organigrama de la empresa. Por supuesto, para acceder a dicha mesa es preciso entrar en el edificio de la empresa. Eso tampoco ofrece complicación. En el edificio no hay nadie por las noches, y menos un sábado cuando hace la calor, salvo el guardia de seguridad que se encuentra en una garita del vestíbulo. El guardia de seguridad dispone de un circuito cerrado de televisión para controlar desde su puesto todos los despachos del edificio. Un programa preestablecido hace que los despachos vayan apareciendo en el monitor del guardia de seguridad con una frecuencia y en un orden invariables. Una lucecita roja que se enciende cuando empieza a funcionar la cámara de televisión le permitirá eludir este burdo sistema de detección. También hay una alarma que se desconecta mediante una combinación de cinco dígitos. En este papel encontrará dicha combinación. Memorice la combinación pero no pierda el papel, por si se le olvida. En este otro papel figura un croquis del edificio que le permitirá orientarse. Las puertas de los despachos permanecen abiertas para que las mujeres de la limpieza puedan pasar el mocho. La puerta del despacho del jefe, donde está la mesa y la carpeta azul, es la única que debería estar cerrada por razones de seguridad, pero he dispuesto las cosas de modo que esta noche no lo esté. Lo demás corre de su cuenta. ¿Alguna pregunta?

– ¿Cómo entraré en el edificio si hay un guardia en la puerta?

– Por la puerta del garaje -respondió el enmascarado-. Se acciona por mediación de un dispositivo que emite ultrasonidos. Del garaje arranca una escalera auxiliar que permite acceder directamente a todos los pisos del edificio.

– ¿Hay perros? -volví a preguntar.

– No -masculló secamente-. Y deje ya de hacer preguntas, caramba. Ofreces trabajo a un charnego y lo primero que hace es poner pegas.

– ¿Y la pasta?

– Contra entrega de los documentos -dijo el enmascarado.


*

El chófer detuvo el coche en una calle recoleta, arbolada y solitaria de la Bonanova, bajo una farola que como todas las de este opulento y distinguido barrio se caracterizaba por tener fundidas las bombillas. Apagó el motor del coche y nos quedamos los cuatro en penumbra y en silencio, si bien no por mucho tiempo.

– Es aquí -dijo el enmascarado señalando un moderno edificio de cristal ahumado y algún otro material-. ¿Recuerda las instrucciones?

Respondí afirmativamente mientras trataba de reconocer el terreno. Distraído por las instrucciones que me habían ido dando durante el trayecto, no me había fijado bien en el camino que acabábamos de recorrer, pero advertí que nos hallábamos en la calle del Proctólogo Zambomba, frente al número 10. La tranquilidad de la calle contrastaba con el fragor procedente de la Vía Augusta, cuya existencia se hacía patente al doblar la esquina. Guardé estos datos en la memoria por si más adelante había de regresar al lugar del crimen.

– Son las doce y veintitrés -prosiguió el enmascarado-. Dispone de veinticinco minutos para llevar a cabo la maniobra. Emplear más en ella sería un riesgo, por no decir un lujo. Veintitrés y veinticinco hacen cuarenta y ocho. A esta hora precisa, o sea, a las doce y cuarenta y ocho en punto, le estaremos esperando en este mismo sitio. Sincronicemos nuestros relojes.

En esta operación perdimos bastante tiempo, porque hubo que adaptar todos los relojes, incluso el del coche, a los caprichos del mío, que un moro mal afeitado me había vendido por diez duros en un andén del metro y que no poseía la virtud de la regularidad. Finalmente la chica suspiró y dijo:

– Los hombres valientes me vuelven loca, pero vete ya.

Animado por esta declaración, me apeé y el coche se puso en marcha y desapareció de mi vista al doblar la primera esquina. Mucho piropo, pero a la hora de la verdad siempre me dejan solo.

Con paso tranquilo rodeé el edificio. La entrada principal estaba situada en la confluencia de la calle donde habíamos estacionado y la Vía Augusta, y consistía en una puerta de cristal en la que figuraba grabado al ácido el nombre de la razón social: El Caco Español, S.L, y a través del cual podía verse el espacioso vestíbulo, la garita del guardia de seguridad y al propio guardia de seguridad, un individuo uniformado, al menos de cintura para arriba, quedando el resto oculto por el mostrador, y dedicado a la sazón a la lectura de un libro bastante grueso, de tapas amarillas. De cuando en cuando levantaba los ojos del libro y los fijaba en un monitor de televisión. Acabé de dar la vuelta al edificio y llegué a la entrada del garaje, situada en una callejuela lateral y protegida del exterior por una verja primero y una compuerta después. Esto no debía ser ni fue obstáculo para quien disponía (era mi caso) del correspondiente pulsador. Accioné, pues, el pulsador y se deslizó la verja horizontalmente por su riel y la compuerta por el suyo verticalmente. Una vez dentro, volví a presionar el pulsador y las puertas recobraron su (falsa apariencia de) regularidad. El lugar donde me hallaba estaba por completo a oscuras y olía a la mezcla de humedad, carburante y sobaco de gorila que caracteriza a los garajes cerrados y a veces también a los abiertos. Ni faltaba en el suelo de aquél una espesa capa de aceite y lubricante en la que resbalaron mis elegantes mocasines. Di en tierra y me deslicé, ora decúbito lateral, ora supino, ora prono, hasta chocar con la pared del fondo. No quise ni pensar cómo se me habría puesto el traje verde jaspeado, mezcla de fibra y viscosa, que casualmente y a falta de otro llevaba aquel día. Era increíble que un edificio tan ostentoso y emblemático tuviera así de puerco el suelo del garaje, pensé mientras me desplazaba procurando no volver a resbalar y buscando a tientas la puerta de acceso a la escalera señalada en un croquis donde todo parecía más sencillo y más a mano que sobre el terreno. Di con ella y la abrí girando el pomo. Dentro seguía estando oscuro como boca de lobo, pero con la puntera de los mocasines palpé el arranque de unos escalones, lo que me confirmó que estaba en el buen camino. Inicié el ascenso. Los peldaños eran o simulaban ser de metal y a cada paso sonaban como si yo pesara seis toneladas (no paso de los sesenta y cuatro kilos) y no anduviera con el máximo sigilo. Entre el ruido y la oscuridad me hice un lío y al cabo de un rato me di cuenta de que no sabía en qué piso estaba. Habría encendido una cerilla, pero tal como llevaba el traje de pringado me exponía a convertirme en una antorcha humana. Volví a bajar y emprendí de nuevo la ascensión procurando contabilizar rellanos y descansillos. Cuando calculé haber llegado al cuarto piso y hube dado con su correspondiente puerta, la abrí y entré. Hasta el momento no había tropezado con ningún obstáculo, porque siendo aquella escalera salida de emergencia, todo estaba dispuesto para la diligente evacuación del edificio. Así daba gusto trabajar.

Por fortuna el pasillo en el que desemboqué estaba sutilmente iluminado por la fría luz de las farolas de la Vía Augusta a través del vidrio ahumado de la fachada, lo que me permitió leer en el papel de las instrucciones (no confundir con el croquis del edificio) los números correspondientes a la combinación correcta (1-1-1-1-1) y apretar los botones del tablero situado sobre el dintel de la puerta antes de que sonara la alarma. Una vez hecho esto y procurando hurtar el cuerpo a la cámara de televisión colgada de un pivote que allí había y que, a juzgar por la ausencia de luz roja, en aquel momento debía estar registrando lo que ocurría en otro sitio, fui recorriendo sucesivos pasillos, antesalas y despachos hasta llegar a una sala de juntas. Sobre la mesa se alineaban cartapacios de cuero, bolígrafos, posavasos y unos rótulos donde se podía leer: Assistant Manager, Área de Expansión y Recursos, División de Sinergética y otras imponentes credenciales. Al fondo estaba la puerta del despacho del director. Hacia ella encaminé mis sigilosos pasos.

La puerta estaba cerrada. Por fortuna la cerradura era de máxima seguridad, que son las que cuestan menos de abrir. Siempre llevaba en el bolsillo dos horquillas, un peine y unas tijeras, por si había de ejercer mi profesión de peluquero en una emergencia. Con este material y mi habilidad, en pocos segundos estuve dentro.

El despacho estaba a oscuras, con las persianas bajadas. El ruido procedente del exterior me indicó que la ventana debía de dar a la fachada principal y, por consiguiente, a la Vía Augusta. La penumbra no impedía apreciar la suntuosidad del mobiliario. En una fotografía noblemente enmarcada se veía un caballero distinguido vestido de frac estrechar con efusión la mano de otra persona que le estaba imponiendo una medalla. Se les veía contentos. Seguramente había más cosas que me habría gustado contemplar, pero no podía perder tiempo. Consulté el reloj, que con el sobo de la sincronización se había parado de modo irreversible, y procedí a ejecutar la última parte de mi misión. Abrí el cajón de la derecha. Allí estaba la carpeta azul, rebosante de papeles. Debajo de la carpeta azul había otras carpetas, pero llevadas una a una junto a la ventana demostraron no ser ninguna de ellas de color azul, de manera que las volví a colocar en su sitio. Al hacer esto se quedó la carpeta azul al fondo del cajón y hube de llevarlas todas nuevamente a la zona iluminada para distinguirla de las demás carpetas. Los minutos iban pasando con la fluidez que les es propia. Individualizada sin duda la carpeta azul, la puse a un lado, cerré el cajón, saqué del bolsillo trasero del pantalón una especie de crustáceo que otrora había sido un pañuelo y con él borré las huellas dactilares que había dejado y que la grasa inmunda del garaje hacía por demás patentes, cogí la carpeta azul y salí de allí.

La carpeta tenía las gomas rotas y me vi obligado a abrazarla para que no salieran volando los documentos por el pasillo, por lo que me costaba bastante caminar y aún más orientarme. Tardé un rato en dar con la puerta de la escalera de emergencia, y descendiendo por ella, por más que puse cuidado, no pude evitar que se me cayera rodando un par de veces la maldita carpeta. A oscuras tuve que recoger los documentos y volverlos a meter allí sin orden ninguno. Por culpa de estos percances, gané finalmente la calle en estado de total confusión y hube de dar dos vueltas a la manzana para encontrar el lugar de la cita, adonde llegué sudando de mala manera.

Allí no había coche ni nada parecido. Esperé un rato con la carpeta en los brazos, tratando de poner orden en los documentos que por causa de mi torpeza asomaban entre las tapas y de eliminar con saliva y el vigoroso frotamiento de la manga las manchas de grasa, hasta que se detuvo junto a mí un taxi, se abrió la ventanilla del usuario y asomaron por ella la cara, cuello y extremidades superiores de la chica de siempre.

– Disculpe -dije acercándome a ella- los desperfectos y, en la medida en que le pueda afectar, la sudadera, pero he resbalado en el garaje y este mamotreto se las trae. Quizá encuentre los papeles un poco desordenados pero a oscuras…

– Bah, no importa, no importa -atajó ella mis excusas-, lo esencial es que hayas salido indemne de la prueba y conseguido la carpeta. Más lo segundo que lo primero. Anda, dámela, ¿a qué esperas? No es hora ni situación para pelar la pava.

– ¿Y el enmascarado? -pregunté.

– Ha preferido no venir, por razones de prudencia elemental. Ruega le disculpes.

Le entregué la carpeta, ella la cogió con fuerza, la colocó sobre su regazo y empezó a cerrar la ventanilla.

– Oiga -alcancé a gritar-, ¿y mi remuneración?

– Mañana, mañana -respondió una voz incierta, que quedó flotando en el lugar donde segundos antes había estado el taxi.

Perseguirle habría sido inútil, de modo que me quedé donde estaba, solo y progresivamente invadido por la ingrata sensación de haber sido víctima de un engaño

burdo y algo peor: merecido. Por lucirme delante de aquella chica que ahora no habría dudado en calificar de pérfida, había cometido el más imperdonable de los lapsos morales: no cobrar por adelantado. Gracias a este sistema me había quedado sin el dinero y sin la chica. En un gesto de aflicción levanté los ojos al cielo y, no hallando allí cosa alguna que mereciera la pena mirar, los bajé de nuevo al suelo y eché a andar por la Vía Augusta hasta dar con una parada de autobús y sumarme a la cola de parias que esperaban el nocturno.

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