3

Llegué a mi casa poco antes de clarear la aurora, sano, salvo y cansado. Me reintegré en el pijama ya descrito y antes de acostarme traté de restituir con un quitamanchas el traje a su estado anterior a mi caída en el garaje. A continuación, vencido por la fatiga y aletargado por los efluvios tóxicos del quitamanchas, me quedé dormido.

Al cabo de una hora me desperté sin necesidad de despertador (es una habilidad que poseo y que me ha ahorrado una fortuna en pilas), me lavé la cara, me peiné, me puse el traje, del cual, a costa de un severo encogimiento y algún que otro orificio, habían desaparecido las manchas casi por completo, y acudí con puntual ejemplaridad a la peluquería.

Por fortuna, la mañana transcurrió sin incidentes, al menos para mí, que me la pasé durmiendo como un leño. Poco antes del mediodía me despertó una mujer para preguntarme si podía teñirle de rubio el husky. Le dije que sí, pero cuando me enteré de que era un perro monté en cólera y la eché con cajas destempladas. Cuando se hubo ido, vi que había olvidado sobre la repisa donde tengo los aerosoles en impecable formación el periódico que al entrar traía bajo el brazo, bien con la intención de leerlo, bien con la más cívica de remediar los desaguisados de su perro, pues es sabido que el instinto lleva a muchos animales a demarcar el territorio por medio de zurullos y que los perros son muy dados a practicar esta inoportuna forma de cartografía tan pronto salen a la calle.

Debo confesar, no sin vergüenza, que no soy lector asiduo de periódicos, los cuales desperdician conmigo lo mejor que tienen, es decir, la periodicidad. Y no porque los haga de menos. Antes al contrario, yo opino que los periódicos pueden ser una fuente de información, siempre y cuando se lean con la atención debida y en un lugar adecuado. Es ésta, por desgracia, una práctica de la que yo carezco, porque al manicomio sólo llegaban números sueltos e indefectiblemente atrasados de algunos diarios, y aun éstos eran objeto de pillaje, trifulca y altercado, porque nada despertaba tanto interés, entusiasmo y agresividad entre los internos como las noticias y comentarios sobre el Tour de Francia, que todos se empeñaban en suponer perpetuo y no, como en rigor es, limitado a unas pocas semanas de julio, de resultas de lo cual el contenido íntegro del periódico era interpretado como alusivo al Tour de Francia y de ello se seguían, como es obligado cuando prevalece la obcecación sobre la cordura, vivas discusiones hermenéuticas, agresiones de palabra y obra y a la postre la decidida intervención de nuestros cuidadores y sus cimbreantes estacas. Y allí era entonces el salir todos en pelotón, pedaleando sin bicicleta, quién a la manera de Alex Zulle, quién a la de Indurain, quién, más modestamente, a la de Blijevens o a la de Bertoletti, y quién, por razón de su edad, a la de Martín Bahamontes o a la de Louison Bobet. Y ésta no es forma de leer el periódico con aprovechamiento.

Todo lo cual, sin embargo, no impidió que al verme yo en posesión del que había quedado por olvido en la peluquería, y no habiendo en aquel momento ningún apremio, le echara un vistazo, yendo mi vista a tropezar, en una de las páginas interiores, con una noticia que a continuación transcribo en su total integridad.


ASESINATO DE UN POBRE HOMBRE DE NEGOCIOS

En la noche de ayer, es decir, anoche, fue asesinado el conocido hombre de negocios M. P. (Manuel Pardalot), anciano de 56 años de edad, accionista y directivo de la empresa El Caco Español, cuando se encontraba en su despacho, adonde había acudido fuera de horas de oficina, según declaró a este periódico el guardia de seguridad del edificio, con el pretexto de haber olvidado el susodicho Pardalot unos documentos de importancia que, en palabras de éste, dijo aquél, había de necesitar a la mañana siguiente o la otra. Una vez en su despacho, el conocido empresario (Pardalot) resultó muerto de varios disparos que en número de siete le afectaron diversos órganos vitales para la vida de Pardalot. Según fuentes allegadas al muerto, éste fue llevado al hospital, donde ingresó cadáver y fue dado de alta. El ya citado guardia nocturno del edificio, un tal Santi, empleado de una agencia privada de seguridad y ex profesor adjunto de la Universidad Pompeu Fabra, manifestó no haber oído nada, ni haber advertido la entrada de extraños en el edificio, cosa que, afirmó rotundamente el guardia, no habría permitido de ninguna manera, en cumplimiento de sus funciones de guardia de seguridad, consistentes precisamente en eso, aunque sí recuerda haber visto entrar al tantas veces mentado, conocido y ahora difunto hombre de negocios M. P. (o sea, Pardalot) poco después de la medianoche, hora local, y de haber tenido con él unas palabras, de las que no infirió en su momento que aquél fuera a ser asesinado tan en breve, así como tampoco vio salir a nadie. Aunque todavía no hay indicios acerca de la autoría del crimen, la policía ha desmentido que el asesinato de Pardalot guarde relación con el Tour de Francia.


Esta inquietante noticia iba acompañada de una fotografía del muerto, hecha, como se echaba de ver, cuando aún estaba vivo, en su propio despacho, allí donde según la crónica había sido asesinado. Huelga decir que este despacho no era sino el despacho que yo había visitado la misma noche del crimen con el objetivo de sustraer de allí la carpeta azul. Un análisis más meticuloso de la fotografía, efectuado con ayuda de las gafas que pedí prestadas a la señora Eulalia de la mercería, confirmó mis sospechas.

El señor Mariano, que regentaba el quiosco, hizo la vista gorda mientras yo hojeaba el resto de los periódicos locales. En todos aparecía la noticia del asesinato del difunto señor Pardalot, pero ninguno aportaba datos adicionales ni hablaba de mí en relación con el luctuoso episodio. Lo que me alivió un poco, pero no mucho.

Al mediodía cerré y después de efectuar la oportuna consulta en la guía urbana que me prestaron los concesionarios de la librería-papelería La Lechuza (el señor Mahmoud Salivar y la señora Piñol), regresé en autobús al lugar del crimen. Ante el edificio no se aglomeraban los curiosos ni había policías en forma visible. La puerta principal, la de cristal, parecía cerrada, bien por haber declarado la empresa luto oficial, bien por estar las autoridades competentes realizando sus pesquisas en la más estricta confidencialidad. En la parte posterior del edificio, junto a la puerta del garaje, vi a un hombre que examinaba con detenimiento la pared. Me acerqué a él y le pregunté si se sabía ya cuál era el móvil del crimen. Se volvió muy sorprendido y comprendí que no se trataba de un investigador, sino de un transeúnte que estaba orinando. De poco me salpica.

Me aposté de nuevo frente a la puerta de entrada. A través del cristal vi dos individuos discutir acaloradamente. En uno de ellos dos creí reconocer al guardia de seguridad, cuya vigilancia habíamos burlado la noche anterior quien esto escribe y posteriormente el asesino o los asesinos del difunto Pardalot, y a quien los periódicos atribuían el nombre genérico de Santi. No era raro que ahora le estuvieran echando una bronca de mil demonios. Al otro individuo, un caballero maduro y canoso, elegantemente vestido con un terno gris, no lo había visto antes, pero de su porte y actitud deduje que no era un policía, sino un alto ejecutivo de la empresa. De buena gana habría llamado su atención y les habría hecho unas cuantas preguntas, pero ni la prudencia lo aconsejaba ni la buena marcha de la peluquería me permitía seguir ausente de ella. Volví a coger el mismo autobús en dirección contraria y conseguí abrir con sólo diez minutos de retraso sobre el horario anunciado, cosa tan meritoria como inútil, porque ni había nadie esperando ni vino nadie hasta que a las ocho menos cuarto entró la señora Pascuala a que le recortara las puntas, la cual, advirtiendo al cabo de un rato mi hosco silencio y los horribles trasquilones que le estaba haciendo, dijo:

– Muy taciturno te veo.

A lo que respondí con un gruñido, porque durante la tarde se habían ido condensando en mi cerebro negras nubes de sospecha. En vista de lo cual se levantó de su asiento la señora Pascuala sin esperar a que yo acabara de dejarla pelona y arrojando de sí el peinador salió de la peluquería exclamando:

– Te has vuelto un maniático, un melindroso y un engreído. ¡Quién te ha visto y quién te ve! Tan agradable como parecías cuando llegaste.

La señora Pascuala era la propietaria de la pescadería La Toñina, en la que yo nunca compraba nada desde que una vez, años atrás, ella misma, la señora Pascuala, me vendió, al exorbitante precio de 150 pesetas el kilo, una espléndida lubina que más tarde, puesta por mí con esmero en la sartén, perdió el color, el sabor, las aletas, las escamas, la forma y la textura, conservando únicamente de sus atributos originales una insoportable y persistente fetidez abisal, de la que sólo me libré tras incontables sahumerios. No era esto, sin embargo (agua pasada), lo que había motivado mi actitud huraña con respecto a la señora Pascuala, pero su marcha repentina me impidió darle una satisfacción. Y como a la hora de cenar le refiriera lo sucedido a la señora Margarita, amiga de la señora Pascuala (en cuya tienda se surte de unas anchoas en salmuera que luego, en número de tres y camufladas bajo el tomate, agreden y lesionan la lengua, el paladar y las encías de quien comete la equivocación de pedir pizza napolitana), suspiró aquélla y me contó que a mi llegada al barrio la señora Pascuala se había hecho con respecto a mi persona ciertas ilusiones, que luego mi indiferencia había trocado en despecho.

– Pero esto no es motivo para insultarme -repliqué yo-, y menos aún para darme una lubina soluble.

Ni yo me percaté nunca de su afición, ni aun habiéndome percatado habría variado mi trato: la señora Pascuala no me gusta ni por su físico ni por su carácter ni por ningún otro motivo.

– ¿Y eso qué más da? -repuso la señora Margarita con el sentido común que caracteriza a las mujeres insensatas. Lo que sumó una nueva confusión a las que ya tenía.


*

Antes de entrar en mi casa me cercioré de que nadie merodeaba por las inmediaciones. Hecho esto, me escurrí en el portal, subí las escaleras sin encender la luz y, llegado a mi no por modesto menos amado apartamento, entré en él, vi que todo estaba tal como yo lo había dejado, salí de nuevo al rellano y toqué quedamente a la puerta del apartamento contiguo. Al instante se abrió una rendija, un resplandor bermellón inundó el rellano y en el vano se recortó la silueta de una mujer enfundada en cuero de la cabeza a los pies, que llevaba en una mano un látigo y en la otra una lavativa.

– Hola, Purines -susurré-, ¿molesto?

– No, qué va -respondió mi vecina-. Estaba esperando a un cliente, pero me temo que ya no vendrá, porque tenía cita para las seis y acaban de tocar las diez en la parroquia. ¿Qué se te ofrece?

Durante los años que llevábamos viviendo pared de por medio, siempre hubo entre Purines y yo una excelente relación de vecindad. Yo llevaba una vida regular y en extremo silenciosa. Ella, por el contrario, recibía a todas horas a una selecta clientela de circunspectos caballeros a los que propinaba unas palizas morrocotudas, que ellos soportaban con resignados ayes y coronaban con rugidos de placer y gritos de visca el Barça. Como el tabique que nos separaba no era precisamente de sillería, yo no perdía detalle de estas recias veladas, pero nunca me quejé, pues lo cierto es que, acostumbrado al pandemónium perpetuo del manicomio donde había pasado la mayor parte de mi vida, aquel alboroto no me impedía leer, ni ver la televisión, ni dormir como un bendito. A menudo nos habíamos hecho mutuamente los pequeños servicios habituales entre vecinos: recoger un paquete en ausencia de su destinatario, permitir la reparación de un escape, dar de comer al gato (de ella), prestarnos algún condimento, y cosas por el estilo. Y en una ocasión en que a Purines se le murió un cliente en pleno paroxismo, gustosamente la ayudé a cargar con él y llevarlo hasta un banco de la calle, donde lo dejamos sentadito y haciendo como que leía el suplemento cultural del ABC.

– Purines -dije-, tengo que pedirte un favor, porque me parece que ando metido en un pequeño apuro. Hace un par de noches cometí un robo con escalo. Yo creía que se trataba de un asunto limpio, pero algunos detalles posteriores me inspiran recelo.

– Chico, qué alegría me das -respondió Purines-. Parecías tan formal que dabas miedo. ¿En qué puedo ayudarte?

– Tú estás siempre en casa -dije-. Vigila mi piso y tenme al corriente de si alguien viene en mi ausencia.

– Eso está hecho -dijo ella-. ¿Algo más?

– Sí -dije-, ¿tienes polvos de talco?

– Claro -respondió-, ¿cómo crees que entro y salgo de estos tapujos?

Agradecí a Purines su buena disposición, me despedí de ella, esparcí por el rellano los polvos de talco, me encerré en mi casa, me acosté y me dormí con la rapidez de quien tiene la conciencia sucia, pero está derrengado.

A la mañana siguiente en la capa de polvos de talco del rellano habían quedado claramente impresas las huellas de un par de zapatos masculinos bastante grandes de tamaño, como correspondería a las de un hombre muy alto y robusto o muy mal hecho. Las huellas iban de la escalera a mi puerta y de mi puerta a la escalera. Quienquiera que las hubiera dejado no había querido entrar en el apartamento al advertir que yo estaba allí. Barrí los polvos de talco para no incurrir en las iras de la comunidad y salí de nuevo dejando la puerta entornada a fin de que, cuando volvieran a registrar el piso, no me echaran a perder la cerradura.

En la peluquería, el candado de la persiana metálica había sido forzado, aunque no roto, gracias a Dios, porque valía un congo. Dentro reinaba un orden aparente. En realidad, todo había sido manoseado y vuelto a colocar en su sitio. Sólo mi conocimiento minucioso de las existencias me permitió advertir la sustracción de un frasco de aceite de macasar. A todas luces el registro era obra de un profesional mediocre con cierta predisposición por lo untuoso. Por lo demás, la jornada transcurrió sin incidentes dignos de mención. Más aún: sin incidentes de ningún tipo.

Pero al anochecer, de regreso a casa, tuve la sensación de que alguien me seguía con disimulo. Calculé que se trataba de un hombre muy alto, porque sus pasos resonaban en el silencio de las calles vacías a razón de uno suyo por cada dos míos. Anduve en zigzag y él hizo lo mismo; me detuve ante un escaparate, como a contemplar con sumo interés la mercancía allí expuesta (fajas, plantillas, calzado ortopédico y artículos para la incontinencia de orina) y mi seguidor se detuvo unos metros más atrás. El cristal del escaparate me ofreció el reflejo de su figura, sus rasgos faciales y su atuendo y en todos ellos pude reconocer al chófer negro de la limusina. Seguí caminando y al doblar una esquina me escondí en el retranqueo de un umbroso portal. Cuando mi perseguidor pasó por delante del portal, salí bruscamente del escondrijo y le pregunté:

– ¿Qué quiere usted?

Casi se desmaya. Dio un grito y un salto y se llevó las manos al pecho.

– ¡Esto no se hace, caramba! -exclamó una vez repuesto del susto- De poco me da un infarto.

– Se lo tiene merecido por andarme siguiendo a estas horas -repliqué-. ¿O se cree que a mí me hace gracia caminar por estas calles inseguras, en la soledad de la noche, con un sayón pegado a los talones?

– Yo no le seguía -protestó el chófer-. Yo sólo trataba de darle alcance. Pero usted se ha puesto a zigzaguear y como no veo muy bien y no conozco el barrio, si usted no se llega a parar, habría acabado dándome contra un farol. Además, pensé que no me reconocería.

– Hombre, un negro de dos metros y vestido de chófer no pasa inadvertido -contesté.

Me miró con fijeza, como si dudara entre darme un abrazo o partirme la cabeza de un cosco. Yo le aguanté la mirada, procurando disimular el canguelo, porque visto de cerca todo en él era terrible. Medía mucho más que yo, tanto a lo alto como a lo ancho, y fuera del coche se veía que era definitivamente negro. Tenía cara de pocos amigos y, para colmo de males, del pelo ensortijado y oleoso le resbalaban unos churretes que entrándole por el cuello de la camisa debían de llegarle ya hasta los calcetines, lo que me dio a entender que era aquel individuo quien había entrado en la peluquería, había hurtado el aceite de macasar y se lo había aplicado sin encomendarse a Dios ni al diablo. Y a juzgar por el tamaño de sus zapatos, también debía de ser quien había dejado impresas sus huellas en el talco de mi rellano. No obstante, su actitud, tono de voz y modales no evidenciaban malicia, sino al contrario: una afable inclinación.

– Vaya, yo creía que todos los negros éramos iguales -comentó-. Al menos, en mi poblado es así. Claro que allí no andamos todos vestidos de chófer. ¿Ve?, en eso no había caído. Pero no nos vayamos por los cerros de Uganda. He venido a traerle un mensaje. No mío, claro, sino de otra persona a la que usted conoce.

– ¿Su encapuchado jefe? -pregunté.

– No, la señorita Ivet -respondió-. Ya sabe cuál le digo.

– No sabía su nombre. ¿Por qué no ha venido ella en persona? -dije yo.

– La señorita Ivet no me lo ha dicho. Pero cuando oiga el recado de la señorita Ivet, usted mismo lo deducirá. El recado dice así: Haz lo que yo te ordeno o el individuo que te lleva el recado te retorcerá el pescuezo. ¿Lo ha entendido?

– Sí -dije-, pero preferiría hablar directamente con la señorita Ivet.

– Pues tendrá que conformarse conmigo.

– Si me niego, ¿me retorcerá realmente el pescuezo?

– Le agradecería que no me pusiera a prueba -respondió el chófer-. Yo no soy un salvaje. Yo sólo pienso en el bien común.

– Esta actitud le honra a usted y me complace a mí -dije-. Siempre pensé que era usted una persona cabal. Con mucho gusto escucharé su mensaje y, a mi vez, si usted no tiene inconveniente, le haré algunas preguntas de tipo general y también particular.

– Bueno -respondió el chófer tras una breve vacilación-. Pero he dejado el coche mal aparcado y ya sabe cómo las gastan los de la grúa. Si quiere oír el recado que le traigo y además entablar diálogo, acompáñeme a un sitio donde dejar el coche. Le invito a un trago.

Nada tenía que perder accediendo a su invitación, de modo que le seguí hasta donde había estacionado en doble fila el coche. El cual resultó no ser la limusina de la vez anterior, sino un Seat de aquella época gloriosa en que cada vehículo era bendecido por el obispo y filmado por el NO-DO a la salida de la fábrica. Advirtiendo mi sorpresa y mi decepción, me confesó que la limusina era de alquiler.

– Este cacharro, en cambio, es mío -acabó diciendo-. Nunca lo uso, ¿sabe? En realidad, hoy en día, el coche sólo es un símbolo de estatus, igual que las gafas progresivas o la ropa interior de caballero, dos ítems a los que aspiro acceder tan pronto me lo permitan mis ahorros. Esto de integrarse es un palo.

– Dígamelo a mí -convine.

Subimos al coche, lo puso en marcha, partimos y al cabo de un rato nos detuvimos a la puerta de un local nocturno que parecía ser y era una antigua fábrica, habilitada posteriormente como bar, sin que esta transformación hubiera supuesto su embellecimiento, su limpieza ni su aireación. Antes de entrar le pregunté si conocía el bar y me respondió que no, que nunca había puesto los pies allí, y que lo había elegido porque al pasar había visto en sus proximidades un espacio holgado donde aparcar el coche. Por lo demás, añadió, el bar le parecía acogedor y tranquilo, no obstante el neón en forma de esvástica que refulgía sobre el dintel y la pintada que decía putos negros al paredón, bien porque atribuyera a estos detalles una función puramente decorativa, bien porque fuera tonto y burriciego. Por fortuna a aquella hora no había en el bar otro ocupante que su dueño, un gigante musculoso que lucía en el torso un tatuaje con la efigie del cardenal Goma y que al vernos entrar dejó de trasegar una barrica de cerveza y vino a nuestro encuentro con estas amables palabras:

– Aquí no quiero sarasas ni chimpancés.

– No hable tan fuerte -le susurré al oído-, su alteza el sultán de Brunei no aprecia este tipo de bromas. ¿Le gustaría tener un Rolls descapotable? Pues dénos una buena mesa, tráiganos algo de beber, baje el volumen de la música y procure que nadie nos moleste. Su alteza el sultán aborrece la popularidad. Por eso va vestido de chófer.

El gigantón nos condujo a una mesa del fondo y regresó trayendo el combinado de la casa (medio litro de ginebra y medio de vodka) y una ración de aceitunas que preferí no probar al advertir que el relleno se movía. Como mi sistema digestivo no tolera bien las bebidas alcohólicas y mi cabeza, menos, dejé que mi acompañante diera cuenta de ambas consumiciones. Pedí al gigantón que nos rellenara los vasos y a mi acompañante que me transmitiera el recado que le había encomendado la señorita Ivet.

– Es muy sencillo -dijo el chófer-. Ha de permanecer usted callado respecto de lo sucedido la otra noche. Esto se refiere a la noche del robo. Usted no ha visto nunca a la señorita Ivet y la señorita Ivet, como su nombre indica, tampoco le ha visto a usted. Ni en pintura. No lo digo yo, sino ella, y con estas mismas palabras: ni en pintura. Para mí no tienen ningún sentido. En mi pueblo no usamos la pintura para estos fines. ¿Me ha entendido?

– Sólo a medias.

– ¿Porque soy negro?

– No. Porque las cosas son más complicadas de lo que parece -respondí-. ¿Qué tiene que ver el robo de la carpeta azul con el asesinato del señor Pardalot? ¿Es mera coincidencia o se trata de un plan meticulosamente urdido? ¿Qué contiene la carpeta azul? ¿Por qué vino a recogerla la señorita Ivet en un taxi y no el enmascarado en la limusina conducida por usted? ¿Era el enmascarado el señor Pardalot y la señorita Ivet la hija del enmascarado y por lo tanto la hija del señor Pardalot?

– A todo esto no le puedo responder -dijo mi interlocutor-, porque estoy, como usted, in albis. Verá, después de dejarle a usted frente a las oficinas, fuimos a dar unas vueltas para hacer tiempo. La señorita Ivet se puso muy nerviosa, dijo que no se encontraba bien y que tenía que apearse de inmediato. El enmascarado me ordenó parar y la señorita Ivet se bajó del coche. Nosotros seguimos dando vueltas y a la hora convenida nos plantamos delante de las oficinas, donde habíamos quedado. Pero usted no estaba. Esperamos un rato y no vino. Entonces el enmascarado me dio orden de abandonar el campo. ¿Adonde le llevo?, pregunté. Por toda respuesta me dijo que condujera, que ya me diría dónde había de parar. En una plazoleta oscura de Sarria o de Pedralbes me lo dijo. Pare, dijo. Paré, me pagó, se apeó y me fui. Si era o no era el señor Pardalot, no se lo puedo decir. En ningún momento se quitó la máscara ni me dijo: soy Pardalot. Eso, por lo demás, no habría servido de nada, pues podía haber mentido, ya que yo jamás había visto antes al señor Pardalot. Sólo puedo decirle una cosa: que cuando lo dejé estaba vivo. Por el espejo retrovisor alcancé a ver cómo, aún enmascarado, se dirigía a una calle transversal y doblaba la esquina. Entonces lo perdí de vista. Si algo le sucedió luego, yo nada vi. No sé nada más ni quiero saberlo.

Mientras hablaba se había bebido los dos combinados y se había vuelto más locuaz, si cabe. Me contó que se llamaba Magnolio. No era éste, sin embargo, su verdadero nombre, sino el que le había impuesto el misionero en la pila bautismal. En realidad se llamaba Luis Gonzaga, porque había nacido el 21 de junio. Magnolio, según él mismo me contó, había emigrado (o inmigrado, según el punto de vista) hacía doce o trece años. Al llegar a Barcelona, por no hablar ningún idioma, salvo el suyo, fue contratado como chófer. No sabía conducir, pero como a todo cuanto le preguntaban respondía con la palabra sí, que en su lengua materna significa no, nadie se enteró. Aunque para entonces ya gozaba de una excepcional miopía, en su país había desarrollado un olfato muy fino que suplía con creces la falta de visión, pues aun de noche y sin luces podía distinguir si estaba en la ciudad o en el campo y si los retretes de una gasolinera estaban o no en condiciones de uso.

Al acabar esta sucinta autobiografía, y habiéndose bebido dos combinados más, sus facciones adquirieron una noble blandura.

– Es usted una buena persona -me dijo ofreciéndome su manaza-. Lo vi desde el primer momento. ¿Quiere ser mi amigo? Yo quiero ser su amigo.

Le aseguré que ya éramos íntimos y le pregunté si hacía mucho que conocía a la falsa Ivet.

– Ya lo creo, al menos tres o cuatro años, lo que en el trópico equivale a una década -respondió.

Sin embargo, instado por mí, admitió saber muy poco de ella: lo poco que ella misma le había contado o dado a entender y vagos rumores recogidos de aquí y de allá. Según había podido colegir, Ivet había vivido un tiempo en el extranjero. Allí (en el extranjero) había trabajado como modelo de alta costura, ganando una buena pasta. Luego, por alguna razón, había regresado. Si su padre era, como todo daba a entender, el señor Pardalot, habría podido vivir holgadamente y sin pegar sello, pero la señorita Ivet era muy independiente de carácter, de modo que se había establecido por su cuenta. Si bien tal vez, añadió Magnolio, la señorita Ivet no era en realidad hija del señor Pardalot, lo que habría echado por tierra la hipótesis anterior. Sea como fuere, la señorita Ivet tenía una empresa de servicios.

Entre los servicios prestados por la empresa de la señorita Ivet estaba incluido Magnolio, me explicó él mismo. Cuando alguien necesitaba un chófer, la señorita Ivet lo contrataba por semanas, por días e incluso por horas. Por otras prestaciones (por ejemplo, llevar un paquete o cambiar un neumático), cobraba un plus. Hasta el momento, si la memoria de Magnolio no era infiel a Magnolio, nunca lo habían contratado para cometer un delito como el de la otra noche. Tampoco había visto con anterioridad a dicha fecha al señor Pardalot, ni enmascarado ni con la cara descubierta.

Me habría gustado preguntarle algunas cosas más referentes a la señorita Ivet, pero Magnolio, acabada la precedente exposición, y tras reiterarme la sinceridad de sus sentimientos amistosos, golpeó con la frente el tablero de la mesa y se puso a roncar. Llamé al dueño del bar y le dije que me iba.

– Su alteza el sultán de Brunei -añadí señalando la figura yacente de Magnolio- tiene jet lag. Ocúpese de que no le falte nada. Su alteza le pagará la cuenta cuando se despierte.

Y así diciendo salí del local cuando, provistos de porras, navajas y cadenas, lo empezaban a animar con su presencia los nietos de aquellas que otrora animaban con la suya la Parrilla del Ritz y el Salón Rosa.


*

De buena mañana ya estaba yo en el quiosco del señor Mariano hojeando la prensa de nuestra ciudad, donde no me costó dar con lo que buscaba. A saber:



Manuel Pardalot i Pernilot

natural de Olot

Presidente de la sociedad El Caco Español

Falleció ayer a la edad de 56 tacos habiendo

recibido siete tiros y la bendición papal.

Sus afligidas ex esposas Montserrat, Jeniffer,

Donatella, Tatiana Gregorovna, Liu Chao Fei

y Montserrat bis, su hija Ivet y demás familiares,

socios, colaboradores, empleados y amigos ruegan

una oración por el eterno descanso de su alma.

El sepelio se efectuará a las 10 horas en la parroquia

de La Concepción. No se invita particularmente.


En la peluquería me aguardaba una sorpresa desagradable. La víspera y por causa de mi turbulenta relación, si se puede calificar de tal, con la señora Pascuala, había olvidado dejar abierta la puerta exterior y ahora el candado de la persiana metálica estaba seccionado y en la peluquería reinaba el más espantoso desbarajuste. Gracias a Dios no se habían llevado nada y la clientela no era numerosa a aquella hora temprana. Lo puse todo en su sitio, barrí, saqué el polvo, hice los cristales y a las nueve y cuarto en punto El Tocador de Señoras abría sus puertas al público como si tal cosa. Pero el hecho me inquietó, porque significaba que no era Magnolio el único que me seguía y me registraba.

A las nueve treinta de aquella misma mañana, no habiendo venido todavía ningún cliente, fui al video-club del señor Boldo, que quedaba justo enfrente de la peluquería, y le dije al señor Boldo:

– Señor Boldo, me veo precisado de salir una horita. Échele un ojo a la peluquería y si ve entrar a alguien, dígale que vuelvo en seguida. Si hace falta, póngale un vídeo y ya le pagaré yo luego el alquiler.

Cogí el autobús y llegué a la parroquia de La Concepción a las diez y diez. No me hizo falta preguntar nada, porque un caballero vestido de gris y apostado en la puerta del templo me tendió un recordatorio acreditativo de haber pasado Pardalot a mejor vida. Le di cinco duros y entré. Supuse que la familia del finado ocuparía el mejor sitio, es decir, el primer banco empezando por el altar, y me abrí paso entre el gentío que abarrotaba la nave, alternando codazos y empellones con palabras de consuelo y condolencia, hasta cruzarla de punta a punta. Allí, en efecto, se alineaban varias mujeres enlutadas, que murmuraban con la cabeza gacha, y varios hombres bien trajeados, que dejaban vagar la mirada por las alturas mientras un sacerdote desgranaba conceptos razonados, oportunos y provechosos.

Procurando no alterar el recogimiento de los presentes, me acerqué a una mujer joven, sentada en el borde del banco, y le susurré al oído:

– Le acompaño en el sentimiento. El difunto y yo éramos uña y carne. ¿Se sabe el móvil?

– ¿Quién es usted? -preguntó ella lanzándome una mirada torcida.

– Sugrañes, agente de seguros -respondí-. Si me dice su nombre y grado de parentesco, le diré si ha resultado agraciada en la póliza.

– ¿Qué tonterías está diciendo? -replicó ella-. Soy Ivet Pardalot, la hija del difunto Pardalot, y heredo todo el cotarro.

– Imposible -respondí-. La hija de Pardalot está que tumba y usted, sin ánimo de ofender, no vale nada.

Parecía dispuesta a replicar de nuevo cuando el cura interrumpió su monserga y señalando hacia nosotros dijo:

– Ésos de la primera fila, a ver si se callan.

Recobró ella su acongojado aspecto y yo hice una genuflexión y emprendí la retirada.

En el atrio se había formado un grupo de cinco señores que se pronunciaban acaloradamente sobre la decisión de no alinear a Romario contra el Celta de Vigo.

– ¿Puedo preguntarles una cosa? -interrumpí diciendo.

– Pregunte lo que quiera, buen hombre -respondió uno de ellos en representación de todos-, pero antes voy a decirle algo que usted ni siquiera sospecha: hoy por hoy el fútbol ha dejado de ser un deporte y se ha convertido en un negocio como otro cualquiera.

– Atiza -exclamé, y a renglón seguido pregunté-: ¿Conocían ustedes al difunto, que Dios tenga en su santa gloria?

– Claro -repuso otro contertulio, por cuanto el anterior parecía absorto ante la gravedad de su propio veredicto-. ¿Usted no?

– Uña y carne -afirmé-. Y muy amigo de las cuatro hijas del finado.

– Me parece que se confunde usted de entierro -me corrigió un tercero-. Aquí el corpore insepulto es Manuel Pardalot, y sólo tenía una hija, llamada Ivet, de su primer matrimonio.

– ¿Ivet? -dije-, ¿una chica rubia, alta, muy guapa, con unas piernas despampanantes?

– No, señor: una chica morena, baja, feúcha y con unas piernas como un par de zanahorias.

– Efectivamente -admití-, he debido equivocarme de día, de hora, de iglesia y de muerto. Que ustedes lo pasen bien.

A las once y cuarto ya estaba de vuelta en la peluquería. El señor Boldo me informó de que no había aparecido un alma durante mi ausencia. Le dije que había ido al entierro de un conocido, le agradecí mucho su amabilidad y nos reintegramos cada cual a nuestras respectivas labores.


*

Dediqué el resto de la jornada a poner en orden los datos acumulados hasta el momento y a mirar de cuando en cuando la puerta de la peluquería por si entraba algún cliente, cosa que no sucedió.

En cuanto a las conclusiones que yo podía extraer de lo ocurrido hasta el momento, se reducían a: a) la chica que había dicho ser Ivet Pardalot no era, en rigor, Ivet Pardalot, si la que decía ser Ivet Pardalot era realmente Ivet Pardalot; b) el enmascarado que había dicho ser Pardalot podía haber sido, en efecto, Pardalot, si bien lo más probable era que no lo hubiera sido, antes al contrario, que hubiera sido c) el asesino del verdadero Pardalot o, si no el ejecutor material del asesinato, el cerebro de la operación y, desde todo punto de vista, su autor moral, y, lo que era peor aún, d) que estuviera todavía con vida y sabe Dios si tramando nuevos asesinatos (por ejemplo, el mío) bajo su caperuzón; e) o f) de lo antedicho no podía inferirse que el pérfido encapuchado fuera el padre de la chica que se había hecho pasar por Ivet Pardalot (no siéndolo), con el consentimiento y complicidad de ella, salvo que se hubiera tratado efectivamente de su auténtico padre, lo que la exoneraría de esta falsedad, pero no de peores falsedades, g) y perfidias.

Con lo cual di por concluido el ejercicio, aunque no quedé, a fuer de sincero, muy satisfecho con estas elucidaciones. Pero no disponía de más datos en que basar otras mejores.

A media tarde mi cuñado Viriato vino a hacer una visita de inspección a la peluquería. Yo aborrecía y temía estas visitas esporádicas, porque Viriato, que en sus relaciones familiares era un hijo solícito, un marido complaciente (y solícito), un cuñado cortés, un hombre atento y delicado con el prójimo, en suma, un auténtico minino, en materia laboral se mostraba exigente e inflexible, por no decir despótico, sobre todo si la cuenta de beneficios arrojaba unos resultados tan escuálidos como los que yo solía presentarle. Entonces dejaba de lado sus modales exquisitos y me cubría de reproches, acusaciones y amenazas y me tachaba de inútil, venal y desvergonzado, cuando no la emprendía conmigo a puntapiés y cintarazos, sin que de nada sirvieran mis razonadas explicaciones, que iban desde las consecuencias (mediatas) del tratado de Maastricht, hasta el mal estado del secador eléctrico. Con respecto a Maastricht, trataba de hacerle entender, poco podíamos hacer Viriato y yo, pero con respecto al secador, la situación exigía medidas drásticas, pues en los dos últimos meses cinco clientes (ahora ex clientes) habían tenido que ser trasladados de urgencia al ambulatorio con lesiones de pronóstico leve de resultas de otras tantas disfunciones.

– Lo que ocurre -replicó Viriato mientras inspeccionaba el local buscando un pretexto para oponerse a mi demanda- es que te pasas el día tonteando con las clientas.

Iba a defender mi integridad, mi laboriosidad y mi lealtad a la empresa, cuando otro asunto más perentorio acaparó mi atención.

– Oye, Viriato -dije-, ya sé que la pregunta es un poco indiscreta, pero ¿tú llevas marcapasos?

– No.

– Pues salgamos pitando de aquí -dije-, porque hace rato que oigo un tictac que me da muy mala espina.

Apenas hubimos alcanzado la puerta, oímos un ruido atronador, nos envolvió una densa humareda, sentimos en la espalda un calorcito la mar de vigoroso y emprendimos un corto vuelo, durante el cual traté sin éxito de agarrar, conforme iban pasando por mi lado, los distintos componentes de la peluquería (el secador, el sillón, la palangana) que por causa de su menor densidad a mayor velocidad que yo se desplazaban.

Todavía zascandileaba por el barrio la onda expansiva reventando los cristales de los escaparates cuando tomé tierra en la acera opuesta, frente al videoclub del señor Boldo y en medio del nutrido público que siempre y de inmediato se congrega allí donde el prójimo se hace daño. Antes de comprobar si estaba en posesión de todas mis partes, gateé de aquí para allá hasta reunir el instrumental disperso y ponerlo a salvo de la rapiña de algún aprovechado; luego me ocupé de mí y por último me interesé por la suerte de mi cuñado, quien, según me informó un vecino solícito, había tenido la chiripa de caer sobre el toldo de la frutería y verdulería de la señora Consuelo, por lo que había resultado ileso, aunque momentáneamente aquejado de sordera, ceguera, parálisis, amnesia y una acuciosa descomposición. Tranquilizado al respecto, lo dejé al cuidado de quienes intentaban reanimarlo y extraer de sus orificios un racimo de plátanos, y corrí a colocar los enseres rescatados en su sitio, es decir, entre los escombros de la peluquería, en cuya fachada, con el mango de un cepillo carbonizado, escribí:


OFERTA ESPECIAL

10 % de descuento durante las

obras de ampliación y renovación


Tras lo cual busqué y encontré la escoba y el recogedor y con ellos traté de apilar los cascotes, trizas, añicos, pavesas, andrajos y confeti (proveniente de Semana y Diez Minutos) mientras hacía balance de aquel estrago. En esta ocupación me encontró enfrascado la guardia urbana, que, avisada por algún transeúnte entrometido, acudía con su habitual celeridad al lugar del siniestro.

– Gracias por su visita, señores números, ¿en qué puedo servirles? -les dije con fingido alborozo, porque habría preferido que se hubieran quedado regulando el tráfico en lugar de venir a hacer preguntas sobre lo ocurrido allí.

Sin embargo mis temores resultaron infundados, porque los representantes del orden (municipal) se limitaron a echar una ojeada al local y otra a mí y a preguntarme si había sido el butano.

– Sí, señor -respondí-, tenía encendida la estufa, pese al excelente clima que nos ofrece gratis el Ayuntamiento, y no observé las debidas precauciones. Pero las consecuencias son insignificantes, porque la compañía aseguradora cubrirá de buen grado los ligeros desperfectos.

Viriato, que, ya repuesto, entraba en busca de su americana, sus zapatos y la pernera izquierda de sus pantalones, me oyó decir esto y, cuando se hubieron ido los guardias, me increpó diciendo:

– ¿Por qué les has contado estas mentiras? Sabes de sobra que no he pagado la prima del seguro desde 1987.

– Viriato -le dije-, me temo que estamos metidos en un buen lío, y lo mejor será que tratemos de resolverlo por nuestros propios medios. Esta vez hemos salido bien librados de milagro. La próxima puede ser peor. Vuelve a tus ocupaciones, no le cuentes a nadie lo sucedido y aléjate de mí.


*

Al caer la tarde, ya había conseguido sacar los escombros a la calle, empalmar todas las secciones de una tubería por la que ahora pasaban, provisionalmente, los suministros de agua, gas y electricidad, y recomponer el espejo uniendo sus fragmentos con esparadrapo. El secador eléctrico había quedado totalmente inutilizado y el sillón había perdido los brazos y el respaldo. Mientras cavilaba cómo suplir estas carencias, entró en la peluquería un individuo de andar incierto y tez muy pálida, lo que al pronto me hizo pensar que tal vez fuera un cadáver. Con anterioridad yo ya había afeitado, peinado y acicalado algún que otro difunto, pero nunca uno que viniera por su propio pie, pese a lo cual, y no estando la cosa para hilar muy fino, le señalé el residuo del sillón. El recién llegado se echó a reír y exclamó:

– ¡Arbucias! Veo que no me ha reconocido.

Examiné sus facciones con redoblada atención y descubrí que se trataba de Magnolio.

– ¿Cómo iba a reconocerle? -dije yo-. Antes era usted negro.

– Y usted blanco -replicó el chófer.

– Es que me he tiznado de hollín -dije.

– Pues yo me he embadurnado de harina -dijo él. Luego miró a su alrededor y añadió-: Aun sin gafas advierto que le han puesto una bomba. Bien empleado le está por la trastada que me jugó anoche. Pero no me he blanqueado y venido hasta aquí con el propósito de afearle su conducta, sino para pasar inadvertido y traerle un nuevo mensaje de la señorita Ivet. Esta vez quiere verle. En propia persona. Dice que su vida corre peligro. Su vida de ella y también su vida de usted. Las dos. Y quizá la mía. Esto no lo dijo la señorita Ivet, pero lo añado yo por mi cuenta. La señorita Ivet dice que en esta ocasión se propone jugar limpio con usted, no como las veces anteriores. Y agrega la señorita Ivet que sólo aunando esfuerzos podrán salir del atolladero en que los ha metido la mala suerte. Previendo una respuesta adversa de su parte, la señorita Ivet insistió en que le insistiera y le dijera que entrevistándose con ella usted no tiene nada que perder, porque ya lo ha perdido todo.

– ¿Dónde quiere que nos veamos? -pregunté.

– En un lugar seguro -repuso el chófer-. Yo le llevaré. No desconfíe. He tenido muchas oportunidades de apiolarlo y nunca lo he hecho. Podría apiolarlo ahora, aquí mismo, si se me antojara. Ganas no me faltan. ¿No le da vergüenza, abusar de mi amistad para embriagarme y dejarme tirado en aquel antro? Y encima con no sé qué cuento de un Rolls Royce. Le partiría la crisma y otros huesos si la señorita Ivet no me lo hubiese prohibido expresamente.

– Me alegro; sólo me faltaría eso -exclamé-. Mire cómo ha quedado todo. ¿Qué voy a hacer sin secador eléctrico?

Se encogió de hombros y no dijo nada. Consulté la hora. De resultas de la explosión al reloj de pared sólo le había quedado el segundero, lo que hacía algo difícil precisarla, pero calculé que sería la del cierre, de modo que decidí suspender hasta el día siguiente las tareas de rehabilitación y dedicar un rato a mis actividades secundarias.

– ¿Ha traído el coche? -le pregunté a Magnolio.

– Sí, señor -repuso el chófer-. Lo tengo aquí mismo. No sabe lo fácil que resulta aparcar cuando uno va sin gafas.

– Está bien -dije-. Ayúdeme a colocar la puerta en sus goznes y le acompañaré a donde sea.


*

En una esquina de la calle Bailen detuvo Magnolio el coche, me señaló un edificio y dijo:

– Es aquí. Cuarto piso, puerta «C». Ella le está esperando. Yo me reuniré con ustedes cuando encuentre un sitio donde aparcar.

Seguí sus instrucciones y una vez ante la puerta indicada, pulsé el timbre. De inmediato una voz trémula preguntó que quién iba. Al oírla se disiparon mi irritación y mi rencor.

– No tengas miedo, preciosa -respondí procurando que no se me notara el jadeo por haber subido tres pisos a pie-, soy yo: tu caballero andante, tu héroe galáctico, tu supermán.

– ¿Quién? -repitió la voz trémula.

– El peluquero -respondí.

La falsa (y falsaria) Ivet abrió la puerta una rendija, vio ser yo quien allí había y me franqueó el paso. Parecía asustada y nerviosa. Apenas hube entrado, cerró y atrancó la puerta. Sólo entonces encendió la luz del recibidor, una pieza cuadrada, escuetamente decorada con una caja de contadores, de la que arrancaba un pasillo corto y lóbrego. El aire era denso y no aromático, como el de un piso que llevara cerrado varios días. Por el pasillo llegamos a una estancia bastante amplia en cuyo centro había una mesa plegable y cuatro sillas de tijera. Del techo colgaba una bombilla cubierta por una pantalla de papel de estraza. Me ofreció asiento y dijo:

– Ésta es mi casa y mi oficina o, como yo prefiero llamarla, mi agencia. Es un piso antiguo, dividido en varios apartamentos; éste, a su vez, subdividido por mí. En la parte de delante están mis habitaciones privadas. Allí sólo entro yo y quien yo decido. La otra parte del piso, donde ahora nos encontramos, la destino a oficinas. La decoración te parecerá escasa. En realidad, alquilo el mobiliario en función de la operación mercantil que llevo a cabo. Así me adapto mejor a las características de cada cliente. Si son extranjeros, modernismo catalán; si son catalanes, diseño italiano. A veces con un tatami me arreglo. Pero esto no hace al caso. ¿Puedo ofrecerte algo? Tengo las bebidas tradicionales.

– ¿Pepsi-Cola?

– No.

– Entonces nada, gracias.

– Te traeré agua, por si tienes sed -dijo ella.

Se fue por el pasillo y se metió en una puerta lateral. Como pasaban los minutos y no volvía, me asomé al cuarto contiguo. También allí las persianas estaban bajadas o los postigos cerrados, de modo que no se veía casi nada. Me pareció distinguir un armario y una cama individual deshecha. En el suelo había ropa dejada de cualquier manera. En el aire flotaba el cálido olor que dejan las personas jóvenes y limpias cuando duermen solas. Regresé a la estancia vacía cuando Ivet regresaba con un vaso de agua, que me bebí de un sorbo, porque la experiencia de la alcoba me había dejado la boca seca. Ella parecía haber recobrado la entereza: ya no daba muestras de temor y más bien estaba risueña y parlanchina.

– Vayamos por partes -empezó diciendo-. Yo no soy la hija de Pardalot, como ya sabes, porque esta mañana has ido al entierro de Pardalot y has conocido a la auténtica Ivet. Mi verdadero nombre es Lili… no, Lalá… no, Lulú… En fin, ¿qué importa? Pongamos que también me llamo Ivet: la vida está llena de coincidencias. Tengo una agencia de servicios, en la que ahora nos encontramos. No los servicios que algún malpensado podría imaginar viendo mi sinuosa figura, sino otros peores. Más vale que te lo cuente todo.

La historia de Ivet coincidía en lo esencial con la que me había referido Magnolio la noche anterior en el bar de copas. Ivet había sido modelo en Nueva York, pero luego había regresado a Barcelona y aquí (en Barcelona) había montado una empresa de catering para estafas. Por una tarifa determinada la agencia de Ivet proporcionaba lo necesario para cometer cualquier tipo de estafa, tanto los medios materiales como el personal. Magnolio era un ejemplo y en el caso presente, yo era otro. Ella seleccionaba la persona o personas más adecuadas para llevar a cabo la operación, hablaba con ellas, las convencía por el medio que fuera menester y al final, si su trabajo había sido satisfactorio, les pagaba religiosamente. Por desgracia, aquella vez las cosas no habían funcionado como de costumbre, concluyó diciendo.

Hizo una pausa y acto seguido, viendo que yo no decía nada, agregó:

– Hace un par de semanas se puso en contacto conmigo un individuo que dijo ser y llamarse Pardalot. No era Pardalot, sino alguien que suplantaba a Pardalot, pero yo entonces no lo sabía. No lo supe hasta que vi en el periódico la foto del auténtico Pardalot. El presunto Pardalot me dio tus coordenadas y me dijo que me hiciera pasar por hija suya, es decir, de Pardalot, y que te camelara para un trabajito sencillo y sin riesgo. Lo que yo te conté es lo que me contó él: que quería robar unos documentos de su propio despacho para evadir impuestos o para ocultar una evasión de impuestos o algo por el estilo, y que tú eras la persona idónea para hacerlo. Al principio no entendí el plan. Si se trataba de hacer desaparecer unos documentos de su propia oficina, lo más sencillo habría sido simular el robo, esto es, decir que alguien se había llevado los documentos y deshacerse de ellos por cualquier sistema. En cambio el plan del presunto Pardalot llevaba aparejados muchos riesgos, no siendo el menor que te pillaran con las manos en la masa. Pero el presunto Pardalot me respondió que nada podía salir mal. Todo estaba preparado para que el robo se efectuara sin contratiempos, me explicó. Incluso la cerradura del despacho había sido amañada para que cualquier palurdo pudiera abrirla al primer intento. Lo importante, dijo el presunto Pardalot, era que el ladrón dejara algún rastro de su paso: huellas dactilares, restos de pelo o semen, para la prueba del ADN. Por si eso no fuera suficiente, lo del circuito cerrado de televisión era un engaño. Una cosa es que el guardia de la puerta no te viera entrar y otra que no quedara registrada tu imagen. De este modo, una vez obtenidos los documentos, el presunto Pardalot podía mostrar una grabación en la que se te veía entrando en el edificio y cometiendo el robo.

La falsa Ivet se levantó al llegar a este punto, fue a la ventana, la abrió y separó ligeramente las lamas de la persiana para dejar entrar el aire de fuera, ya que el de dentro estaba prácticamente agotado. Pero se cuidó de no ofrecer visibilidad alguna a un observador externo.

– Aun así -dije yo cuando ella hubo regresado a la mesa-, el plan era y es descabellado. Con mis huellas y la grabación, tarde o temprano la policía dará conmigo y yo les contaré que fue el propio Pardalot quien me contrató para robar las oficinas de El Caco Español, propiedad de Pardalot, es decir, sus propias oficinas.

– Esta misma objeción -admitió Ivet- le hice yo. Pero el presunto Pardalot, al oírla, se echó a reír. Por este lado, dijo, no había problema. Precisamente, añadió sin dejar de reír, había encontrado a la persona idónea, es decir, al hombre de más limpio historial, el más modoso y el más panoli de cuantos habitan el área metropolitana.

Se refería a mí. El lector sabrá disculparme si en este punto del relato revelo algo que él (mi inmerecido lector) seguramente ya habrá deducido con anterioridad, a saber, que hasta que no me fue dada esta explicación, yo había alimentado la fatua convicción de haber sido elegido por aquella monada y por su supuesto y pajolero padre (q.e.p.d.) por mi reputación, otrora no insignificante, en los círculos gremiales del latrocinio, la marrullería, la garfiña, la impudencia y la cancamusa, e incluso, a qué negarlo, por una inclinación de ella hacia mi apariencia física, mi elegancia en el vestir, mi simpatía, mis maneras y, en suma, mi capacidad de seducción. Demasiado tarde recordé a la pobre señora Pascuala de la pescadería, cuya insolencia para conmigo adquiría ahora, a la luz de mi doloroso desengaño, su cabal e inapelable significación.

– Lo más seguro, añadió Pardalot -añadió Ivet, insensible a la amargura que debía de reflejar mi rostro-, era que la policía nunca diera contigo. Dedicarían unos días a repasar sus archivos y luego darían carpetazo al asunto. Y aun cuando hubieran dado contigo, él lo habría negado todo, y siendo Pardalot un prohombre y tú un ridículo peluquero, le habrían creído a él. En cuanto a ti, no te habría pasado nada. Con tu conducta intachable y tu cara de pazguato, el tribunal habría considerado que cometiste el robo en un momento de enajenación y te habría enviado una temporada a un centro psiquiátrico. Dicen que son como balnearios. Claro que ahora el asesinato lo complica todo un poco.

– ¿A qué asesinato te refieres? -dije.

– ¿Todavía no has atado cabos? -dijo-. El presunto Pardalot no era Pardalot. Y no se trataba de robar unos documentos propiedad de Pardalot, sino de asesinar al verdadero Pardalot y echar las culpas del crimen sobre un inocente que, dicho sea de paso, tiene tus mismas huellas dactilares y tu misma cara.

– Esto es absurdo -repliqué-. Yo no he asesinado a Pardalot, ni al presunto, ni al verdadero, ni a nadie.

– ¿Y cómo lo piensas demostrar? -preguntó-. Por supuesto, puedes ir a la policía y contarles lo sucedido, pero ¿quién te va a creer? Haber dejado sus huellas alrededor de un cadáver y aparecer en una cinta de vídeo grabada esa misma noche en la propia escena del crimen no es peccata minuta. Pero si a pesar de todo decides ir a la poli, debo advertirte que yo juraré no haberte visto nunca, y Magnolio hará otro tanto. No lo tomes a mal. A nadie le gusta verse metido en los líos ajenos, sobre todo si su posición no es del todo limpia. Por otra parte, a mí no me consta que tú no matases realmente al verdadero Pardalot. Apenas te conozco. Puedes ser un psicópata.

– Sí, pero no lo soy -repliqué-, y ahí está el problema. Porque si yo no soy un asesino, pero alguien asesinó a Pardalot, es forzoso admitir que en estos momentos anda suelto un asesino que te conoce y tiene motivos sobrados para silenciarte. Por eso enviaste a Magnolio a registrar mi apartamento y la peluquería, y a seguir mis pasos y a tratar de sonsacarme. Para ver si yo había matado a Pardalot. Ahora, convencida de mi inocencia, y viendo que Magnolio es un novato, me has hecho venir. ¿Para qué?

– Para ayudarte. ¿No confías en mí?

– No -repuse con firmeza-, es más, creo que eres embustera, ambiciosa y egoísta, como Dalila, Salomé, la Momia y otras malas mujeres que han merecido pasar a la historia por su crueldad, doblez y trapacería. Pero si me propones un trato razonable, te escucharé.

– Harás bien -dijo ella sin mostrarse ofendida por mis palabras-. En realidad la situación es más grave de lo que supones. Llevada de un mal impulso, la noche del crimen robé la carpeta azul. Pensé que podría revendérsela a Pardalot. Cuando descubrí que la persona que me había contratado no era Pardalot y que el auténtico Pardalot había sido asesinado, quise devolver la carpeta sin cobrar, pero no supe a quién. Ellos, quienes quiera que sean, aún no saben que la tengo yo. Seguramente creen que la tienes tú. Por eso quise prevenirte. Tarde o temprano irán a por ti.

– Ya lo han hecho -mascullé-. Hace unas horas han puesto una bomba en la peluquería. Como ves, he salido ileso, pero los daños materiales son cuantiosos.

– Lo siento -murmuró.

– Con sentimientos no se compra un secador eléctrico -repliqué secamente-. ¿Dónde está la carpeta azul?

– En la caja de seguridad de un banco.

No lo creí, pero de nada servía discutir aquel detalle trivial. Lo importante era salvar nuestros respectivos pellejos.

– ¿Tienes idea de quién puede estar detrás de todo esto? -pregunté-, ¿de quién tenía interés en eliminar a Pardalot o, en su defecto, de quién era Pardalot?

– No. Sólo lo que traen los periódicos.

– Pues eso es lo primero que hemos de averiguar -dije.

– ¿Cómo? -preguntó.

– Muy sencillo: volviendo a entrar en las oficinas de El Caco Español, S.L.

– Eso es muy peligroso -dijo ella.

– También lo es quedarse sentado a la espera de otra bomba -dije yo-. En cambio, si tomamos la iniciativa, llevaremos ventaja durante un tiempo breve, porque creyéndonos a nosotros débiles y a sí mismos fuertes, no habrán tomado precauciones. En estos casos, lo más difícil es siempre lo más fácil, precisamente porque parece difícil. ¿Magnolio es de confianza?

– Sí -afirmó Ivet-. Aunque fue bautizado, conserva la honradez de los idólatras, y a diferencia de muchos caballeros, que conmigo se comportan como cafres, él, que es un cafre, siempre se ha portado conmigo como un perfecto caballero. En quien no sé si puedo confiar es en ti.

– Deberás correr este albur. Quédate aquí y no abras a nadie. Yo me pondré en contacto contigo. Y ahora, adiós.

Me acompañó a la puerta. Antes de abrir, movida por un inexplicable impulso (o por una fórmula de cortesía empresarial), me abrazó y, en clara referencia a los peligros exteriores, susurró en mi oreja:

– Ten cuidado, amorcito.

Sentí contra mi pecho el trémulo calor de sus delicadas formas (macizas) y, no habiendo experimentado con un cuerpo humano contacto físico (los del autobús no cuentan) en varios años, no sé cómo habría reaccionado de no haber sido el momento tan poco propicio a la sensiblería. Pero tal y como estaban las cosas, aquel abrazo más bien me deprimió. Así que dije de nuevo adiós y bajé la escalera a toda prisa. En la calle encontré a Magnolio, contemplando con satisfacción su coche, la parte delantera del cual había pasado a formar parte del coche vecino.

– La señorita Ivet me ha encargado decirle que por hoy ya no necesita de sus servicios -le dije-. En cuanto a mí, ya no hará falta que vuelva a seguirme por las calles ni a meter sus narizotas en mis propiedades. En cambio, no estará de más que se quede aquí un rato montando guardia. Asegúrese de que la señorita Ivet no abandona el edificio. Si lo hace, sígala sin ser visto. Ya sé que el sigilo no es su especialidad, pero no se desanime: con la práctica mejorará. Y venga mañana por la mañana a darme noticia de lo que ha pasado.


*

A eso de las once, sin haber cenado, llegué frente al edificio de El Caco Español y lo inspeccioné a prudencial distancia. Las luces del edificio estaban apagadas, salvo la del vestíbulo, donde montaba en su garita guardia un guardia. No el mismo guardia de la otra vez, sino otro guardia de mediana edad, barrigudo, calvo y con espeso bigote. Son los mejores.

Doblé la esquina y me detuve frente a la puerta del garaje. Por aquella calle (lateral) no pasaba nadie. Del bolsillo saqué el pulsador que me había dado el encapuchado unas noches atrás para facilitar mi entrada en aquel mismo edificio (por allí) y que se había quedado primero en un bolsillo del traje y luego en mi casa, adonde había ido a buscarlo previamente a los hechos que ahora narro. Y lo pulsé. La reja volvió a deslizarse horizontalmente por su riel y la compuerta por el suyo verticalmente, como ya he descrito con estas mismas palabras en su lugar correspondiente. Habría sido pan comido introducirme en el edificio por el garaje, pero me abstuve de hacerlo por considerar que sin duda habrían cambiado la combinación numérica que desactivaba la alarma, a la vista de lo mal que les había ido con la anterior, sobre todo a Pardalot.

Dejé la puerta del garaje abierta, desanduve lo andado, me coloqué frente a la puerta de cristal del edificio e hice señas al guardia de seguridad hasta que éste se percató de mi presencia, me indicó que las oficinas no estaban abiertas al público y luego, señalando con expresiva mímica ora su cachiporra ora su propia anatomía, me indicó por dónde me metería aquélla si no lo dejaba en paz. A lo que respondí yo exagerando mis aspavientos y visajes, hasta que el guardia se levantó, se abrochó el pantalón que para mayor comodidad de su persona se había desabrochado, y blandiendo la cachiporra vino a la puerta y le abrió una rendija.

– Disculpe si le incomodo -me apresuré a decir-, pero hay causa. Verá, soy un vecino de este barrio primoroso y al pasar hace un instante por la callejuela lateral, camino de mi hogar, he advertido que la puerta del garaje de su edificio, es decir, de este edificio, estaba abierta. Yo diría que de par en par. Con civismo he oteado el interior y me ha parecido distinguir la sospechosa figura de un extraño dentro del garaje. Claro que puede haber sido cosa de mi imaginación. Soy timorato por naturaleza. Y artrítico. No como usted, que es valiente, responsable y buen mozo.

El guardia se rascó los fondillos con la cachiporra para entretenerse mientras pensaba y luego dijo:

– Iré a inspeccionar las premisas. Usted no se mueva de aquí y no toque nada.

– Descuide. Será un honor custodiarle la garita -respondí deslizándome en el interior del vestíbulo-. Ah, y no se olvide de desconectar la alarma mientras patrulla o usted mismo la hará saltar con la consiguiente batahola. La gente del barrio es tiquismiquis y no quisiera que le reprendieran si al fin y a la postre todo han sido figuraciones mías.

El guardia cerró la puerta de cristal, empuñó la cachiporra, se golpeó la cartuchera para asegurarse de que llevaba la pistola al cinto, desactivó la alarma mediante una clavija y se adentró en el edificio por una puerta situada al fondo del vestíbulo.

Apenas me vi solo, me metí en uno de los ascensores, subí al cuarto piso, busqué y encontré el despacho de Pardalot, volví a forzar la cerradura y entré. Todo estaba igual que la noche del crimen. Parecía mentira que en una pieza tan bien amueblada hubiera habido un muerto. A toda prisa abrí cajones, archivadores y armarios sin encontrar nada: sin duda la documentación del difunto había sido requisada por el juez instructor en virtud de lo dispuesto por la ley adjetiva. Viendo que allí no había nada de interés, pasé a la sala de juntas. Allí tampoco esperaba encontrar nada, pero al menos podría llenarme los bolsillos de bolígrafos.

Ni eso. En el cristal esmerilado de la puerta se dibujó la atocinada silueta del guardia con la cachiporra en ristre. Mientras hurgaba con la llave maestra en la cerradura de la puerta de la sala (de juntas) retrocedí hasta el despacho de Pardalot y cerré la puerta de éste en el momento en que el guardia y su cachiporra entraban en la sala. Algo debió de haber notado, porque vino en derechura al despacho y abrió la puerta. No habiendo allí biombo, divisoria o cancel donde ocultarme, me arrimé a las sombras. Tropecé con un mueble e hice ruido. El guardia se detuvo en el umbral del despacho, ocupándolo casi por entero con su imponente figura de botijo. Sin soltar la cachiporra, se llevó la mano a la pistola y preguntó:

– ¿Quién anda ahí? Salga con las manos en alto o disparo.

Iba a entregarme cuando una voz profunda, clara, arrogante y, por añadidura, de ultratumba, respondió por mí:

– Hola, soy Pardalot.

El guardia dejó caer la cachiporra, giró sobre sus talones y salió de estampía de la sala de juntas. Y yo habría hecho lo mismo si la flojera de las piernas no me lo hubiera impedido.


*

Recordando ahora lo ocurrido, me pregunto si la razón de mi estupor ante aquella inopinada aparición se debió al miedo o a la sorpresa, pues si bien no soy tan ignorante que no supiera que a menudo las víctimas de horribles crímenes de sangre se manifiestan en dicho lugar (justamente llamado «el lugar del crimen») arrastrando cadenas, entrechocando huesos y emitiendo aullidos, gemidos y otras ventosidades encaminadas a infundir espanto, siempre había pensado que estos fenómenos tenían lugar en parajes exóticos, como Hungría o el Japón, y entre muertos de alcurnia, y nunca que pudiera apuntarse a ellos un circunspecto empresario catalán en el sanctasanctórum de su despacho. Y si bien en el pasado yo ya había tenido con espectros encuentros fugaces, algo chocarreros y nunca satisfactoriamente explicados por la ciencia, jamás me había topado con ninguno tan petulante ni tan seguro de sí mismo, siendo los espectros de suyo más bien tímidos, como corresponde a unos seres (o no seres) acostumbrados a ser mal recibidos dondequiera que van. Todo lo cual, por lo demás, carece de importancia, pues en aquella ocasión la propia voz de Pardalot, causa del susto, se encargó de disipar cualquier misterio, añadiendo con la misma jovialidad tras una breve pausa:

«En estos momentos no puedo atenderle. Deje su nombre y su teléfono de contacto al oír la señal y yo le llamaré a la mayor brevedad.»

Comprendí que al recular y tropezar con un mueble había accionado involuntariamente el contestador telefónico, del que salió a continuación otra voz, dubitativa y femenina, que decía:

«Somos de la floristería. Es en relación con las flores que nos encargó para la cena del martes en casa de Reinona. Por favor, llámennos y díganos lo que tenemos de hacer.»

Oí este recado incomprensible y en mi opinión baladí (para mí) mientras cruzaba la sala de juntas como un gamo (dícese de quien, siendo un mamífero rumiante, va muy rápido) y saltaba al camarín del ascensor, que me condujo a la planta baja. Allí patiné por el bien encerado suelo hasta la garita y me acodé en ella cuando el guardia hacía su aparición por la puerta situada al fondo del vestíbulo por la que había salido unos minutos antes.

– ¿Ha visto algo anormal, intrépido guardia? -le pregunté procurando disimular la agitación de mi caja torácica.

– Nada -respondió él procurando disimular el castañeteo de sus mandíbulas.

– Pues yo le veo pálido y sudoroso -dije-, y si no fuera usted guardia, diría que se ha meado. ¿Y la cachiporra?

– Lo siento -replicó él en tono tajante-. No estoy autorizado a comentar los incidentes del servicio con la población civil. Váyase y considere top secret lo ocurrido.

Sacó de una bolsa de papel una botella de aguardiente y le echó un buen tiento, y a renglón seguido me indicó con la mano, la mirada y el aliento que me fuera.


*

Al regresar a mi casa, me encontré con una desagradable sorpresa. Yo ya contaba con la posibilidad de que en mi ausencia hubieran registrado el apartamento, pero no con la de que lo hubieran hecho de aquella manera tan desconsiderada. Los muebles estaban patas arriba y el contenido de armarios y cajones esparcido aquí y allá, como si los transgresores, no contentos con revolverlo todo, hubieran jugado a voleibol con mis queridos objetos personales. Un rápido balance reveló no faltar nada, salvo un yogur de la nevera. Llamé a Purines, le pregunté si había notado algo y dijo que sí, que a eso de las ocho había llegado a sus oídos una tremenda batahola proveniente de mi vivienda, pero que había juzgado más prudente no hacer indagaciones ni avisar a la policía. Le di las gracias y le aseguré que había hecho lo mejor para todos, es decir, para ella y para mí.

– Chico, no sé en qué lío andas metido, pero entre lo de antes y lo de ahora, tendrías que encontrar un término medio -dijo ella. Y sin pausa ni transición añadió-: Lo que tienes que hacer es buscarte una chica formal y de tu clase y constituir una familia.

Por lo visto, todas estaban empeñadas en casarme.

– No pongas esa cara, hombre -rió Purines al leer en mi rostro el desconcierto y la contrariedad-. ¿Has cenado? Acabo de comprar media docena de frankfurts en el supermercado que están diciendo comednos, y te convido.

Habría aceptado de buena gana su proposición, porque no había cenado, ni comido al mediodía por causa de la bomba, pero no quería postergar el arreglo de mi maltrecho apartamento ni causarle molestias adicionales, de modo que la decliné expresándole de nuevo mi más profunda gratitud y la esperanza de poder compartir mesa y compañía en un futuro no lejano. Y habría añadido más finezas si un bostezo horroroso no las hubiera interrumpido.

– Haz como quieras -dijo Purines-. Yo sólo pretendía ayudarte.

Y tras una pausa, cuando yo ya tenía puesta la mano en el picaporte, añadió en voz baja y titubeante:

– No soy quién para darte consejos, pero ándate con cuidado. Esa chica no es trigo limpio. No digo que sea mala persona. Ya no existen malas personas. Antes había mujeres fatales, lagartonas y pájaras de cuenta. Ahora todas somos buenas. Pero por si acaso…

– Purines -le interrumpí-, eres un cielo.

Volví a mi maltrecho apartamento y me puse manos a la obra. Restablecer el orden, incluidos los esteres de percal y las flores (de plástico) que le infundían una calidez no reñida con la sobriedad, me llevó un par de horas tirando corto. Luego dormí como un leño.


*

Veinte minutos antes de las nueve de la mañana siguiente entré en el bar de la esquina, y pedí al camarero medio bocadillo de calamares encebollados y permiso para consultar el listín telefónico. Concedido éste de malos modos, busqué en el listín el vocablo Reinona, mencionado en el mensaje telefónico registrado la tarde anterior en el contestador de Pardalot (la policía no lo había unido al resto del material confiscado) y referente, según me parecía recordar, pues en su momento no le había prestado la atención debida, a una cena el martes, unas flores y el nombre propio ya dicho, que, por más vueltas que di, no conseguí encontrar en el listín. En vista de lo cual y con el bocadillo de calamares encebollados entre los dientes, fui a la peluquería y abrí.

Puntual y amodorrado acudió Magnolio a la cita matutina concertada entre él y yo la noche anterior y resumió lo ocurrido frente al portal de la casa de Ivet con lacónica precisión: nada. Al menos, agregó apresuradamente, hasta que sonaron las doce campanadas de la medianoche en el reloj de una iglesia vecinal, pues entonces, no por miedo a los espíritus ni a nada parecido, sino porque le convenía descansar, se había ido a su casa.

– ¿Y usted -preguntó- qué hizo?

– Poca cosa -respondí-. ¿Ha oído hablar alguna vez de alguien llamado Reinona? Sobre todo en los últimos días.

– No.

– No conteste a la ligera, hombre -le recriminé-. ¿Cómo puede estar tan seguro?

– Nunca olvido los nombres de los blancos -dijo-, porque me dan risa. Por la noche, en la cama, les paso revista y me desternillo. Anteayer conocí a un tal Capdepera, ¿qué le parece? Ja, ja, ja. Ja, ja.

Aún se reía a mandíbula batiente cuando se fue dejándome solo con la clientela de la peluquería, es decir, solo. Esperé un rato y luego me llegué en un salto a la librería-papelería La Lechuza y pedí prestado un callejero de Barcelona a la señora Piñol. Con esta bibliografía, un trozo de papel y un bolígrafo (también prestado) regresé al bar.

Como la clientela del bar era tan numerosa a aquella hora como la de la peluquería, le rogué al camarero que fuera a la peluquería por si venía alguien, porque yo tenía que hacer unas llamadas que tal vez me llevaran algún tiempo, comprometiéndome a avisarle si aparecía algún parroquiano en el bar. La propuesta no le hizo ninguna gracia, pero como yo era cliente habitual del bar (a mediodía) acabó por acceder. Una vez a solas, abrí el listín telefónico (páginas amarillas) sobre una mesa y también el callejero y extendí el papel y empuñé el bolígrafo y en menos de una hora confeccioné una lista de las diez floristerías más cercanas al edificio de oficinas de El Caco Español. Hecho lo cual llamé a la primera de ellas y dije:

– Buenas tardes. Soy el señor Pardalot y tengo encargado un ramo de flores para casa de Reinona en su tienda, ¿verdad?

– No, señor. No sé de qué me está hablando -respondió al otro extremo de la línea un individuo, de profesión florista.

– Pues yo tampoco. Adiós.

Mantuve el mismo diálogo cuatro veces más en otros tantos intentos. Al quinto, una mujer en cuya voz creí reconocer la del contestador telefónico de Pardalot exclamó:

– ¿Es usted el señor Pardalot?

– Sí, señora.

– Pues espero que le haya gustado la corona que enviamos a su entierro.

– Ah, señora -me apresuré a decir-, no soy el llorado señor Pardalot, sino su albacea testamentario. De ahí que utilice el nombre del difunto, pues lo represento, por así decir, en esta tierra. Y precisamente ha sido revisando con esmero sus papeles que he visto el nombre de su establecimiento y el encargo de unas flores con destino a casa de Reinona. Si no me equivoco.

– No se equivoca usted -dijo la florista-. Precisamente ayer llamé a la oficina, para pedir instrucciones al respecto y, no habiendo respondido nadie, dejé un recado en el contestador. El propio señor Pardalot llamó el viernes para encargar dos docenas de rosas rojas. Pero ahora, dadas las tristes circunstancias, supongo que habrá que anular el pedido.

– De ninguna manera, señora -dije-. Es mi deber dar fiel cumplimiento a las últimas voluntades del difunto. Envíe usted las flores sin tardanza. Yo sólo llamaba para verificar la dirección del legatario.

– ¿De quién?

– De Reinona.

– La de siempre.

– ¿Le importaría recordármela? Es sólo a efectos de inventario.

– No faltaría más, tome nota -dijo la florista-: Polvoalegre, veintisiete.

– Muchas gracias, señora -dije y colgué.

Devolví el callejero y el bolígrafo a la librería-papelería y permuté de nuevo con el camarero del bar nuestras respectivas posiciones. Al mediodía cerré, me dirigí otra vez al bar, saludé al camarero, me senté en una mesa y me hice servir la otra mitad del bocadillo de calamares encebollados. Iba a infligirle el primer mordisco cuando entró en el bar Magnolio. Al verlo, el camarero echó mano de la escopeta de perdigones, pero yo le tranquilicé diciendo que Magnolio era amigo mío y que yo respondía de su buena conducta. Mientras tanto, ajeno a esta negociación, Magnolio examinaba detenidamente las viandas que fermentaban en el mostrador.

– Póngame una ración de ensaladilla rusa con pan integral, amable camarero -dijo sentándose a mi mesa.

Le pregunté el motivo de su inesperada presencia allí y se le iluminaron los ojillos tras las gruesas lentes de sus antiparras.

– No soy tonto -dijo-, he estado pensando y me he dado cuenta de lo que usted se propone.

– Yo sólo me propongo comerme este medio bocadillo en paz -dije.

– Ja, ja -replicó Magnolio-, a mí no me la da con queso de búfala. Usted se propone descubrir al verdadero asesino del señor Pardalot. No lo niegue. En su situación yo haría lo mismo. La alternativa es el trullo, ja, ja. Pero déjeme decirle algo: en solitario, si tiene suerte, no conseguirá nada; y si no tiene suerte, conseguirá que le metan un balazo. Ja, ja.

– Y eso a usted ¿qué más le da?

– Me da. Todos somos hermanos.

– También el asesino de Pardalot. Váyase a comer con él.

– No es lo mismo -dijo Magnolio-. Yo soy un hombre honrado, como usted. Usted y yo militamos en el mismo bando, aunque con distintas banderas. La de mi país es como la senyera, pero con un mandril en medio. Si los hombres honrados no nos unimos, los granujas se apoderarán del mundo. Es posible que ya lo hayan hecho.

– No veo razón alguna para fiarme de usted -repliqué.

– Mire -dijo Magnolio sin perder la calma-, sin mala intención por mi parte, yo he colaborado al embrollo en el que estamos metidos todos. No quisiera tener su muerte sobre mi conciencia. También temo por la señorita Ivet, a quien conozco y aprecio. Es una señorita buena y tierna, en el sentido figurado de la palabra, y muy frágil y desvalida. A veces, yendo con ella en coche, de recados, la he visto llorar por el espejo retrovisor. Quiero decir mirando por el espejo retrovisor. Otras veces evidencia síntomas de confusión, fatiga, depresión y ansiedad. Yo no entiendo de psicología, pero me atrevería a afirmar que la señorita Ivet está bajo el influjo de un espíritu negativo o papus. Necesita protección y por ahora sólo nosotros podemos brindársela. Pero esto no es lo único. También me mueven motivos personales que ahora no le voy a exponer, pues sería largo y no ha lugar.

Calló y se puso a comer su ensaladilla con pausada delectación y exquisitos modos. Mientras lo hacía me dediqué a observarlo con atención y un punto de envidia, pues aunque conservo, gracias a Dios, todos los dientes y procuro no hablar mientras mastico, no consigo terminar la comida sin dejar un muestrario completo del menú en la mesa, el suelo y las paredes, por no hablar de la ropa y los zapatos. Por este motivo y otros de orden general, no me caía mal el personaje. Ni era cosa de despreciar un poco de ayuda, sobre todo de la que podía prestarme semejante armatoste. Además tenía coche. Decidí aceptar su ofrecimiento y así se lo hice saber.

– Ha tomado usted una sabia decisión -dijo él con una inclinación de cabeza-. Como dicen en mi tierra, entre todos lo haremos todo. Traducido pierde mucha gracia. Ahora cuénteme quién es Reinona.

Mientras él daba cuenta de la ensaladilla y el pan y pedía de postre una naranja, que mondó y se comió con tenedor y cuchillo para asombro y diversión de los clientes habituales, acostumbrados a llevarse la sopa a la boca con las manos, le conté lo del mensaje telefónico y lo que había averiguado llamando a la floristería. Cuando hubimos acabado, se limpió escrupulosamente los labios con la servilleta, la dobló, la dejó sobre la mesa y dijo:

– Todo esto está muy bien, pero hasta el momento sólo una cosa podemos sacar en claro: que Pardalot no asistirá a esa cena, que, siendo hoy martes de la semana, es esta misma noche.

– Pardalot -repuse- no asistirá, pero yo sí. Y seguramente también asistirá la persona que lo mató o lo hizo matar. Ya va siendo hora de que nos enfrentemos cara a cara. No hace falta decir que la empresa es arriesgada. ¿Puedo contar con su ayuda?

– No, señor -respondió.

– Entonces pague las consumiciones -dije yo.

Hice señas al camarero del bar para que trajera la cuenta (incluidas las llamadas telefónicas) y la pusiera discretamente ante las narices de Magnolio. Pagó él, salimos ambos y nos despedimos en la acera con toda suerte de reverencias y solemnidades.

Загрузка...