Al final de la primera semana, Oberlus se sentía capaz de distinguir las letras y dibujarlas con ayuda de un palo en la arena de la playa, donde las olas acudían luego a borrarlas mansamente.
Constituía en verdad un espectáculo insólito, y en cierto modo enternecedor, si no se hubiese tratado de un ser tan profundamente repelente, arrodillado allí durante horas, marcando palotes con infinita paciencia o trazando toscas letras que repetía en voz alta como un párvulo concentrado en las explicaciones de Dominique Lassá.
Éste — convencido como estaba de que su captor era muy capaz de cumplir su promesa y cortarle una mano si no le enseñaba a leer — se esforzaba en su tarea de improvisado maestro, ya que, de ese modo, se libraba al propio tiempo de labores más duras en el trabajo diario de la isla.
Habían elegido de mutuo acuerdo el español para comunicarse, ya que era el idioma que, en conjunto, ambos dominaban mejor, y era también la lengua en que aparecían escritos la mayoría de los libros que habían recuperado de la biblioteca del Madeleine.
Por aquellos tiempos, la mayoría de los oficiales de grandes navíos estudiaban continuamente el español, ya que les resultaba de todo punto imprescindible a la hora de tener un mejor conocimiento de las tierras o las rutas de navegación del Nuevo Mundo.
El Cuaderno de Bitácora de una nave española o un Diario Personal o «derrotero» en el que se hubiesen apuntado con exactitud, vientos, corrientes, puertos abrigados, o escollos y peligros en las rutas de las Indias Occidentales y los periplos de circunnavegación del Globo, constituían a los ojos de los armadores y capitanes extranjeros auténticos tesoros de un valor incalculable dado que no existían mapas o cartas marinas en las que confiar plenamente.
Durante siglos, la profesión de «Ladrón de Derroteros», o espía de rutas secretas de navegación, constituyó un próspero negocio, provechoso hasta el día en que capitanes y armadores llegaron a la conclusión, a base casi siempre de dejarse los barcos e incluso la piel en el empeño, de que la picaresca había conseguido que fueran ya más los «derroteros» falsos que circulaban por el mundo, que los realmente fiables.
Un contramaestre andaluz ya retirado, Luis de Ubeda, consiguió hacerse rico y famoso por el curioso procedimiento de vender a los holandeses más de veinte «Diarios de a bordo», garantizados, que explicaban, con todo lujo de detalles, la forma de arribar sin problemas a los más seguros puertos de la costa del Pacífico, desde Valparaíso a Panamá, incluido el puerto de La Paz, pasando por alto el pequeño detalle — ignorado sin duda por él mismo — de que La Paz se encontraba situada a casi cuatro mil metros de altitud, tierra adentro, en plena cordillera de los Andes.
Pero ésas no eran, al fin y al cabo, más que nimiedades anecdóticas, y el español continuaba siendo, pese a su picaresca, imprescindible para los navegantes de todas las nacionalidades.
Fue por ello que, un mes más tarde, ya la Iguana Oberlus se sentía capaz de tomar asiento en su roca predilecta, en lo alto del acantilado, para deletrear en voz alta los primeros capítulos del Quijote, asombrándose, a medida que iba tomando conciencia de lo que leía, de las incontables aventuras que podían llegar a acaecerle a un ser humano en tierra firme; aventuras que jamás hubiera supuesto factibles, ya que Oberlus abrigaba el absoluto convencimiento de que todo cuanto no estuviera muy directamente ligado con el mar, no tenía apenas razón de existir.
Una semana más tarde, comenzó a solicitar de Dominique Lassá que le aclarase puntos que se le antojaban oscuros sobre la personalidad de Don Quijote y su escudero, Sancho Panza, maravillándose ante el descubrimiento de que se trataba tan sólo de personajes de ficción que no habían existido, tal vez simples caricaturas de otros que pudieron existir realmente muchos años atrás.
— ¿Por qué contarlo entonces…? — fue su pregunta —. ¿Por qué dedicar tanto tiempo y tanto esfuerzo a relatar algo que no es verdad…?
El francés trató de hacerle comprender, poniendo en dicho empeño todo su talento, que para un escritor, lo más importante no era, quizás, el que sus personajes hubieran tenido o no una identidad auténtica, sino el conjunto de las ideas que conseguían transmitir a sus lectores, a través de semejantes personajes.
— ¿Crees que Don Quijote era un loco…? — concluyó tuteándole por primera vez desde su llegada.
— Desde luego… — replicó Oberlus.
— ¿Por qué…? Porque veía el mundo de una manera y los demás de otra, o porque había quedado anclado en un tiempo pasado que sus contemporáneos se empeñaban en asegurar que ya no existía…
— ¿No es acaso un loco el que se esfuerza en luchar contra gigantes que en realidad son molinos…?
— Más sencillo se me antoja que los molinos se conviertan en gigantes por obra de encantamiento y tratar de vencerles, que enfrentarse al Rey de España, su inmenso imperio y sus miles de soldados. Y tú lo intentas…
— ¿Me estás llamando loco…?
— Te estoy haciendo notar que todo depende del lado desde el que se mire… — puntualizó Lassá —. Don Quijote trataba de transformar un mundo que no le agradaba porque advertía que los demás no eran como él… Lo mismo estás haciendo tú.
La Iguana Oberlus meditó unos instantes, y cuando respondió lo hizo seriamente, convencido de lo que decía:
— Yo no estoy intentando transformar el mundo… — puntualizó —. En eso tengo las ideas muy claras… Lo único que pretendo es construir en esta isla, olvidada de todos, otro mundo a mi medida, ya que el de fuera me rechaza y no me sirve… Ellos pueden quedarse con el suyo, pero el que venga al mío, deberá atenerse a las consecuencias.
— Tendrías que advertirlo previamente… — le recordó el francés —. Colocar al menos un cartel en la bahía y el desembarcadero, para que todo el que llegue sepa a lo que se expone… En otro caso, no tienen idea de que penetran en un mundo «diferente»…
Oberlus meditó de nuevo su respuesta, dedicando a ello todo el tiempo que necesitó en llenar de nuevo su cachimba. Por último, aspirando el humo con fuerza, admitió:
— Tal vez lo haga… — dijo —. Un día, cuando me considere lo suficientemente fuerte, colocaré un letrero en la playa: «Este es el reino de Oberlus. Nada vale aquí más que su voluntad…» — sonrió entre divertido e irónico —. Necesitaré una bandera — añadió —. No hay reino sin bandera… ¿Sabes dibujar…?
— Un poco.
— Píntame una bandera entonces… Grande y roja, con una enorme iguana en el centro… Tendré entonces mi bandera, mi isla y mis súbditos. ¿Qué más puedo necesitar…?
— Cuatro súbditos no son muchos… — señaló Lassá.
— Vendrán más, no te preocupes… Estoy seguro de que pronto creceremos…