La Biblia no despertó en absoluto su curiosidad. Comenzó a leerla sentado, como siempre, en la roca de la cumbre del acantilado, se esforzó por interesarse en ella conociendo de antiguo la importancia que aquel libro parecía tener para la mayoría de los seres humanos, en especial aquellos que arriesgaban a diario sus vidas en el mar, pero la abandonó pronto, comprendiendo que, probablemente, no encontraría, entre sus múltiples personajes, ninguno que se le asemejase.

Era un libro que hablaba demasiado de Dios, el Dios que adoraban aquellos de los que él había renegado, y prefería hacerse una idea clara de cómo estaba constituido el mundo, del que no conocía más que algunos puertos, las costas y la inmensidad de sus océanos.

Se concentró por tanto en dos tomos de geografía, los «derroteros», una gruesa historia que se remontaba a tiempos que ni siquiera hubiera sospechado nunca que pudieran existir, y un tratado de botánica con el que procuró, vanamente, obtener un más profundo conocimiento de la flora de su isla.

En las noches, a solas en la inmensa cueva fantasmagóricamente iluminada por lamparillas de aceite de tortuga, dejaba transcurrir las horas leyendo trabajosamente con aquella cantinela suya, monótona, de chicuelo de parvulario, deteniéndose de tanto en tanto a meditar sobre lo que había aprendido, volviendo atrás paciente, tratando de captar el exacto significado de lo escrito, o tomando notas mentalmente para solicitar al día siguiente la oportuna aclaración.

Ahora, también Mendoza se veía de continuo asaeteado a preguntas sobre palabras en castellano que Oberlus no comprendía y subrayaba con sumo cuidado, y un eventual observador no hubiera podido evitar probablemente un escalofrío de terror al descubrir la sombra de aquel ser deforme y encorvado, recortándose temblorosa por el juego de las llamas contra la alta pared de roca de la caverna salpicada de estalactitas, inclinada la cabeza sobre un libro y musitando constantemente palabras ininteligibles que pudieran sonar a fórmulas mágicas. Fuera, tibias noches ecuatoriales de cielo castigado de estrellas que aparecían allí más tangibles que en ninguna otra parte del planeta, o furiosas tormentas que obligaban al viento a aullar dolido al estrellarse contra el acantilado, venciendo con sus lamentos el estruendo de las olas cien metros más abajo.

Y fuera, también, tres hombres atemorizados en cuyas retinas permanecía vivo el recuerdo de una cabeza que se estrellaba contra las piedras, o unos ojos aún vivos que miraban suplicantes, conscientes de su miedo, y de que se sentían incapaces de rebelarse contra quien les mantenía tan injustamente esclavizados: un engendro cada vez más difuso y misterioso que parecía esfumarse días enteros, como si abandonara la isla en pos de los grandes albatros, para reaparecer, de improviso, nacido de la nada.

Knut, el noruego, estúpido y profundamente supersticioso como buen gaviero, parecía abrigar el casi absoluto convencimiento de que Oberlus era en verdad mitad hombre-mitad demonio, un ente quimérico dotado de mágicos poderes, capaz de esfumarse ante sus propios ojos, o de materializarse nuevamente en el momento más inoportuno. Vivía por ello en una constante zozobra, con el oído atento y los ojos casi desorbitados de tanto buscar a su alrededor la temida presencia, presto a echar a correr en cuanto repicase la aborrecida campana, pues por lo lento y torpe, era quien con mayor frecuencia recibía los latigazos prometidos a quien se rezagase.

Obedecía también, ciegamente, al mestizo, quien había comenzado a revelarse como ladino embrollador y marrullero, que buscaba día y noche una fórmula para escapar de aquel lugar maldito o acabar con el tirano sometiéndolo a un largo martirio, pero al que el miedo agarrotaba cuando se encontraba en presencia de Oberlus, vaciando su mente y haciéndole olvidar al instante sus más meditados planes.

El tercer cautivo, el francés Dominique Lassá, daba muestras de haber perdido el control de sí mismo a raíz de la ejecución de Georges, y cabría suponer que se sentía culpable de la muerte de su amigo, como si el simple hecho de que le hubieran colocado en la disyuntiva de matar o ser muerto hubiera cargado sobre sus hombros la totalidad de la responsabilidad sobre tan abyecto crimen.

— Un juez… — le había asegurado Oberlus —, y tanto que te importan a ti los jueces, no dudaría a la hora de ahorcarte, ya que le asesinaste cuando se encontraba de espaldas y desarmado, y de eso existen tres testigos.

— Tú me obligaste…

— No es cierto… — le había rebatido con firmeza —. Yo me limité a señalarte que si no le matabas, él podría matarte a ti, y tú actuaste en consecuencia… Tal vez actuaste en defensa propia, o tal vez te precipitaste y él no hubiera hecho nada.

— Pero uno de los dos tenía que estar muerto antes del anochecer. Se trataba de él o yo, porque me consta que no hubieras dudado a la hora de matarnos.

— Eso no es más que una suposición… — había dicho Oberlus conservando como siempre la calma —. Lo más probable es que me hubiera limitado a indicarle a Mendoza o al noruego que, si deseaban conservar la vida, uno de los cuatro debería estar muerto al anochecer… Y ellos hubieran elegido… Tal vez os hubieran matado, o tal vez no. No puedes culparme por tanto de un crimen que cometiste voluntariamente, basándote únicamente en suposiciones… — su sonrisa era sardónica —. No creo que ningún juez me condenara por eso, aunque yo no soy como tú, y me importa muy poco lo que opine un juez. Yo soy mi juez… — había concluido —. Y ninguna sentencia prevalece sobre la mía.

A través de aquella conversación Dominique Lassá tomó conciencia de hasta qué punto llegaba a ser retorcido su carcelero, y hasta qué punto disfrutaba del poder que ejercía sobre sus víctimas, experimentando un morboso placer en el acto de dominarlos, tanto física como psíquicamente.

Su mente se encontraba por lo tanto terriblemente confundida, y a menudo se culpaba de haberse precipitado a la hora de tomar la decisión de ejecutar a su viejo compañero de fatigas, impulsado sin duda por un pánico manifiestamente exagerado.

Georges había actuado de forma valerosa al rebelarse contra el monstruo y arriesgar su vida por liberarles, y él, su amigo, había respondido a ese gesto de valor cercenándole la cabeza, cuando su reacción lógica hubiera tenido que ser la de apoderarse del machete que le ofrecían y abalanzarse sobre el monstruo sin darle tiempo a echar mano a sus armas.

No disponía más que de dos pistolas y ellos eran cuatro. Aun encadenados como se encontraban, arrojándose al unísono sobre él le hubieran conseguido derribar, aniquilándole de una vez por todas, aun a costa, en el peor de los casos, de perecer la mitad de ellos en la intentona. Pero era tan grande el pavor que sentían en presencia de aquella criatura del Averno, que bajo su simple mirada sus músculos se atenazaban y sus miembros no reaccionaban al mandato del cerebro.

Dominique Lassá, que había recorrido todos los océanos, que se había enfrentado a las más violentas tempestades y soportado estoicamente días y semanas de calma en alta mar, que había sobrevivido a dos guerras y a docenas de feroces riñas de taberna, se sentía sin embargo tan acobardado e indefenso como un niño en la noche, pues comprendía que aquel hombre — aquella bestia — le dominaba en todos los terrenos y jugaba con él como pudiera hacerlo con un pichón de albatros.

Pero ¿qué podía hacer frente a un ser al que había enseñado dos meses atrás las primeras letras, y ya había leído más libros que él mismo en toda su larga vida?



Las lamparillas de aceite comenzaron a agitarse atacadas por un súbito acceso de tos, la sombra bailoteó a su ritmo por las ásperas paredes de la gran caverna, y al poco esas mismas paredes se estremecieron, crujiendo y amenazando con quebrarse en mil pedazos o venirse abajo de improviso, mientras un sordo rugido nacía de las entrañas mismas del infierno, y ascendía como un monstruo aullador en busca del fresco aire de la noche.

La Iguana Oberlus dejó caer al suelo el libro que leía, se aferró con fuerza a su tosca butaca, y luchó denodadamente por mantener el equilibrio, pero acabó derribado y zarandeado por una gigantesca mano invisible que parecía divertirse cruelmente arrojándolo de una parte a otra de la amplia estancia.

Llegó luego la calma; una calma en la que se diría que la Tierra permanecía anormalmente firme, y con esa calma llegaron también la quietud y el silencio de un instante en el que los seres vivientes no se atrevieron siquiera a respirar.

Más tarde, un ronroneo profundo ganó intensidad a medida que ascendía nuevamente, y nuevamente las paredes de la cueva pretendieron juntarse las unas con las otras, cayeron con estrépito algunas estalactitas, se desparramó por el suelo el aceite de las lámparas, y el fuego de una de ellas prendió con avidez en el colchón que había pertenecido al capitán del Madeleine.

Oberlus trató de huir de las llamas yendo hacia la salida, pero era como intentar caminar sobre las aguas de un océano encrespado, y cayó redondo cuantas veces pretendió erguirse, aun buscando apoyo en sillas y mesas que se volcaban con estrépito.

La segunda arremetida se le antojó aún más larga, y la isla toda se estremeció como un gigantesco pudín de gelatina, mientras pesadas rocas se desprendían del techo amenazando con aplastarle en su estruendosa caída.

Pero con el nuevo intervalo de calma alcanzó la cornisa exterior, aspiró con ansia el aire fresco de la noche, y se detuvo en el borde mismo del abismo, al advertir cómo las piedras desprendidas de la cima, sobre su cabeza, se precipitaban hacia el mar en forma de lluvia mortal que le alcanzaría, derribándole, en cuanto intentara iniciar el ascenso.

Aguardó temeroso, preguntándose qué ocurriría si la pared del acantilado comenzaba a temblar cuando intentara trepar hacia la cumbre, e instintivamente se echó atrás en un lógico deseo de buscar protección en la cueva, pero el humo y el fuego la estaban convirtiendo en un infierno inhabitable. Tosió casi asfixiado, advirtió cómo comenzaban a escocerle los ojos dificultándole la visión, y abandonó de nuevo la gruta, manteniéndose en pie, indeciso y desconcertado, en el diminuto antepecho exterior.

Buscó aire fresco de nuevo y miró hacia abajo. El mar se había retirado al pie del acantilado, dejando al descubierto un negro abismo, y presintió más que ver, horrorizado, que allá a lo lejos, una inmensa ola Iba tomando cuerpo para avanzar, mortificada — mente silenciosa por el momento, hacia la isla.

La coronaba, como orgulloso morrión, una gigantesca cresta de espuma, y se iba curvando muy lentamente, cobrando fuerza; una potencia inconcebible, titánica, avasalladora, capaz tal vez de borrar de la faz del mar el diminuto islote rocoso.

Comprendió que tenía el tiempo justo de alcanzar la cima para tratar de ponerse a salvo tierra adentro, y trepó desesperadamente olvidado de las piedras que caían; engarfiándose, como si sus dedos se hubieran convertido en garras, a los salientes de las rocas, las oquedades o las raíces que tan bien conocía. De tanto en tanto volvía la cabeza para comprobar, a la extraña luz rojiza que se había apoderado de la noche, cómo la gran onda crecía y crecía hasta convertirse en una arqueada montaña de agua y espuma.

Alcanzó la cumbre cuando el temido silencio se había convertido ya en un rugido más ensordecedor aún que el que ascendió desde los centros mismos de la tierra, y se precipitó, a trompicones, corriendo, saltando y cayendo, ladera abajo, para ocultarse al fin en una profunda quebrada, segundos antes de que el océano en pleno se aplastara contra los acantilados de barlovento, elevando al cielo una pared de agua de más de doscientos metros de altitud.

Cayó luego esa agua sobre la isla arrastrando y derribando a cientos de aves que habían alzado el vuelo aterrorizadas por los imprevistos estremecimientos del suelo, y aplastando con su peso millones de huevos y cientos de polluelos apresados en sus nidos.

El efecto del maremoto fue sin lugar a dudas infinitamente más devastador que el del seísmo que lo había provocado, y cuando, al retirarse el agua, Oberlus se alzó muy despacio para contemplar, incrédulo, tamaño estrago, comprendió que aquel lugar no había sido un auténtico islote desolado hasta aquella noche.

Una luz rojiza, irreal, lejana y desconocida, lo iluminaba todo, terrorífico incendio que parecía extenderse por el horizonte, al noroeste, y de cuyo centro ascendían altísimas lenguas de fuego e incandescentes brasas que parecían pretender chamuscar a las propias estrellas.

Tembló una vez más bajo sus pies, y comprendió al escuchar un lejano estallido, semejante al estruendo de mil buques de guerra que hubiesen disparado a la vez todos sus cañones, que uno de los innumerables volcanes del archipiélago había entrado en erupción.

Fue aquella la noche en que imaginó que vendrían a visitarle todos sus parientes del Averno, puesto que agua y fuego, mar y lava, y luz y sombras rivalizaban a la hora de conferir grandiosidad al espectáculo, con nuevas olas que se arrojaban una y otra vez contra el acantilado, sobre una tierra enferma, aquejada por un brutal ataque de epilepsia.

El sordo gruñido lejano del volcán se unía al estruendo del mar y los desesperados graznidos de las aves marinas, mientras las iguanas corrían sin rumbo, las focas se llamaban en la playa, y docenas de gigantescas galápagos a las que la primera sacudida había sorprendido en pie, pataleaban panza arriba condenadas a morir así, meses más tarde, en la más cruel y lenta de las agonías.

Distinguió luego al noruego, cuya silueta se recortaba contra el distante incendio, marchando a cuatro patas y enredando en rocas y matojos sus cadenas, y se ocultó en la espesura, pues comprendió de improviso que se encontraba desarmado, y era aquélla una noche propicia para que sus esclavos se rebelasen.

Permaneció por tanto acurrucado durante horas en lo más intrincado de la rala maleza, insensible a los arañazos de las ramas espinosas o los pinchazos de las afiladas púas de los cactus, hipnotizado por el espectáculo de la lejana erupción, sintiéndose tan minúsculo y endeble como no se había sentido jamás, a lo largo de su muy difícil existencia.

La Naturaleza se había complacido en hacer una demostración de su portentoso poder en aquel apartado rincón del Universo, y la Iguana Oberlus tuvo que limitarse a aceptar, convencido, que ni él, ni nadie, significaban ni significarían nunca nada frente a semejante demostración de fuerza.



Con el amanecer la tierra descansó apaciguada tras su loca noche de orgía, pero el sol no acertó a abrirse paso por entre la espesa cortina de humo y cenizas, y al estrépito y la fiesta de colores sucedió un silencio gris que apestaba a azufre y amoníaco, convirtiendo en irrespirable una atmósfera que era allí, por lo general, clara y transparente.

Una hora después comenzaron a caer del cielo pájaros que ni siquiera gritaban, como si el silencio ambiental atenazara sus gargantas, y los polluelos en tierra abrían una y otra vez el pico buscando aire con los ojos dilatados por el terror, para torcer de pronto el cuello y quedar rígidos, con las cabezas caídas hacia atrás en una trágica mueca.

Las focas resoplaban en la bahía aflorando apenas lo justo el morro, y las iguanas marinas habían desaparecido de sus rocas pese a que la marea se encontraba en su punto más alto.

Un hombre se movió a lo lejos, mansamente, como una sombra más gris que el resto de los grises, y reconoció al mestizo que avanzaba por la playa arrastrando los pies y caídos los brazos. Lo vio sumergirse hasta el pecho en el agua, y permanecer así largo rato, tal vez ansiando que el mar le devolviera a una realidad de la que no se sentía en absoluto partícipe.

A media mañana, vencido y magullado, la Iguana Oberlus se puso en pie y regresó cansinamente al borde del acantilado, desde donde contempló el aún agitado mar de barlovento que pugnaba por recobrar la calma tras haber alcanzado, horas antes, la cumbre de la pared de piedra.

Descendió con suma prudencia hasta la entrada de su caverna, y contempló entristecido su «hogar», el único que había tenido nunca, y que, entre fuego y agua habían transformado en un confuso revoltijo de suciedad y fango.

La mitad de sus libros y casi todos sus víveres se habían malogrado definitivamente, la pólvora aparecía inservible, y del hermoso colchón del capitán del Madeleine no quedaban más que tristes jirones.

Tomó asiento en el pretil de piedra de la entrada, observó en silencio aquel desastre, y se preguntó por qué razón los fuegos del centro de la Tierra y las aguas del mayor de los océanos tenían que confabularse contra él, cuando por fin había conseguido construirse un refugio en el que podía considerarse a salvo de las acechanzas de hombres y bestias.

Quizá trataban de convencerle de que Naturaleza, Universo, Dios, o todos al unísono se oponían a él y a sus designios, y que si se hacía necesario que el centro del planeta se partiera en pedazos para que no disfrutara de un remanso de paz, se partiría.

«Pero no me echaréis de aquí — masculló mordiendo con rabia las palabras —. Ni mar, ni fuego, ni terremotos, volcanes o cataclismo acabarán conmigo, porque yo soy Oberlus, la Iguana, y reinaré en esta isla aunque desaparezca en las profundidades, porque si es necesario acabaré aprendiendo a respirar bajo las aguas…»

Y era muy capaz de cumplir lo que aseguraba, porque aquel ser, tan solo en parte aparentemente humano, escondía en su interior tanta voluntad y una tal indómita resistencia a la adversidad, que su inconmensurable tenacidad vencía cuantos obstáculos se interpusiesen en su camino.

Alzó la mesa, se acurrucó en ella y durmió cuatro horas.

Luego, se puso en pie y comenzó a reparar, paciente, los desperfectos de su «hogar».

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