Dominique estaba muerto.

Tal vez asfixiado por la mordaza; tal vez de miedo; tal vez de pena. Nadie sabría nunca la razón, pero lo cierto fue que en el momento de abrir la cueva y penetrar a desatarle, la Iguana se encontró con que le estaba mirando con los ojos muy abiertos y casi fuera de las órbitas.

Le observó unos instantes, contrariado, y optó por dejarle donde estaba, cubriendo nuevamente de rocas la improvisada tumba, molesto tan sólo por el hecho de que ya no tendría a quien consultar sus dudas cuando no supiera captar el significado de una palabra o el pasaje de algún libro.

Fue esa muerte, probablemente, la que salvó momentáneamente la vida al capitán del Marta Alejandra, que había quedado maniatado al borde del agua, pues aunque Oberlus presumía que el anciano no le sería de mucha utilidad a la hora de trabajar y se había convertido en un molesto testigo de su múltiple crimen, constituía, no obstante, la única persona de un cierto nivel cultural a quien acudir con sus preguntas en caso de necesidad.

Sebastián Mendoza no era más que un pobre marinero, tan ignorante como pudiera serlo el mismo Oberlus, y del noruego nada cabía esperar, pues en todo lo largo del tiempo que había pasado ya en la isla, apenas había sido capaz de aprender un par de decenas de palabras en español, y se diría que, con el paso de los días, su estupidez aumentaba.

El botín que había recuperado del María Alejandra, ropas, libros, armas, el colchón, y, sobre todo, el espléndido catalejo del capitán, contribuyeron de forma muy importante a hacer más fácil y agradable la vida de Oberlus en el islote de Hood, ya que a partir de aquel momento tomó la costumbre de sentarse durante largas horas en lo alto de su roca predilecta del acantilado, dedicado a la lectura, y a vigilar de lejos a sus súbditos en sus andanzas por la parte baja de la isla.

No necesitaba ya ocultarse entre las piedras o en los bosquecillos de cactus o matojos para estar siempre al tanto de lo que hacía su gente, y aprendió más tarde que aquel gran ojo mágico le descubría también un nuevo y vasto universo al permitirle estudiar de cerca el vuelo de las aves o su comportamiento en tierra, así como los juegos amorosos y las luchas intestinas de las familias de focas que poblaban el litoral.

Volvían de su larga migración los albatros gigantes, y los observaba con ayuda del catalejo desde que eran apenas un punto en el horizonte, maravillándose de la majestad irrepetible de su vuelo, tratando de descubrir vanamente el misterio de su capacidad de mantenerse quietos en el aire por tiempo indefinido.

La curiosidad; una casi morbosa curiosidad por todo, había hecho mella en el ánimo de la Iguana Oberlus, al que la lectura, el catalejo y la sensación de poder transformaban día a día, hasta el punto de que la existencia cobraba para él un nuevo sentido a medida que ensanchaba el campo de sus conocimientos

La Odisea, por ejemplo, se le antojaba muy hermosa, ya que relataba las aventuras de un hombre que — como él — se enfrentaba a las adversidades, venciéndolas, y le satisfacía constatar al propio tiempo que no se trataba de un loco soñador fruto de la imaginación de otro soñador, tal vez loco también, sino que se ceñía a una historia cierta. Antigua, muy antigua, pero cierta.

Y se trataba, además, de la historia de un hombre de mar.

A diferencia de Don Quijote, que olía a tierra, Ulises respiraba aire marino, luchaba contra las tormentas, las sirenas y las islas embrujadas, y buscaba siempre en el mar remedio a sus incontables contratiempos y desgracias.

Entendía a Ulises. Se «compenetraba» con Ulises, y admiraba en él aquella indomable capacidad de recomenzar una y otra vez partiendo de la nada, con una tenacidad que no desfallecía ante los hombres, los elementos, las brujas o los dioses, porque al final del camino sabía que le aguardaba un destino envidiable que él, Oberlus, compartía: ser rey de su propia isla, recuperando al mismo tiempo a la mujer que amaba.

Se preguntaba a veces si algún día encontraría en su vida una mujer semejante, alguien capaz de ver más allá de su rostro deforme y descubrir al auténtico hombre que escondía un cuerpo contrahecho y repelente.

Pero se esforzaba siempre por alejar pronto tales pensamientos que le hacían daño, porque, en esos momentos su mente volaba a los oscuros ojos de la hermosa muchacha que una noche cantara — para él — en la pequeña playa de la ensenada norte.

Ella podía ver más allá de las tinieblas; ella podía presentir una presencia extraña, y, de igual modo, tal vez estuviera también capacitada para captar la fuerza interior de un ser que producía, sin embargo, tan profundo rechazo en los demás.

Ella — nunca sabría su nombre — se había convertido en la representación de todas las mujeres de la Tierra: las que contempló de lejos, y de lejos le rechazaron, repeliéndole, o las que hubiera deseado conocer, conformándose tan sólo con sentarse a su lado y observarlas sin saberse abominado.

Gordas repugnantes, flacas esqueléticas, viejas desdentadas, o jovenzuelas devoradas ya por el «mal francés», le habían vuelto la cara, escupiéndole o gritándole «bestia del Averno» cuando intentaba establecer con ellas una simple comunicación amistosa, ahogando de ese modo en su alma hasta el último asomo de ternura, y sus más íntimos deseos de amar o ser amado.

Aquellos sentimientos — si es que alguna vez existieron realmente — estaban muertos; completamente muertos, salvo en sus sueños, cuando de improviso despertaba, húmedo y avergonzado de su propia debilidad, y tan sólo el frágil rostro pálido y atemorizado, de la joven pasajera del Virgen Blanca, había conseguido hacer renacer en su interior, después de tantos años de soledad y olvido el agridulce encanto de su estéril ansiedad frente a la presencia de una mujer cualquiera.

Dulcinea o Penélope; Elena o tantas otras que parecían constituir la más ansiada meta de los hombres, le estaban vedadas por completo y lo sabía, y por ello libraba una angustiosa batalla contra sus más secretos anhelos, pues odiaba sentirse vulnerable y parecerse en algo a todos aquellos de los que había decidido separarse para siempre.

La vida, y ahora los libros, le enseñaban que incluso los héroes — reales o de ficción — perdían gran parte de su fuerza cuando de cualquier forma invadían su existencia las mujeres, y le admiraba confirmar cómo hasta los más duros y enérgicos se dejaban dominar por ellas.

Guyenot fue siempre un capitán violento y temido por su tripulación y a bordo del Dynastic, bastaba una orden para que hasta el palo mayor temblara, pero la última puta de la más sucia taberna jugaba con él como con un muñeco destripado, y cuando traía alguna a bordo, embarcándola en una de aquellas inacabables travesías, era más el tiempo que pasaba encerrado en su camarote retozando con la barragana, que el que dedicaba a marcar el rumbo en busca de las grandes familias de ballenas.

Él, Oberlus, no caería nunca en una trampa semejante, y si las mujeres le habían rechazado desde que tenía memoria, y aun desde antes, puesto que su madre, a la que nunca había conocido le rechazó también, él las rechazaba a su vez, y se castigaba a sí mismo mentalmente cuando se sorprendía pensando en la muchacha de la playa.

Consideraba que semejante debilidad no era digna de él, de su fortaleza, o de los proyectos que había forjado para un futuro no demasiado lejano.



El viejo capitán del María Alejandra, don Alonso Pertiñas y Gabeiras, había nacido en el minúsculo villorrio de Aldan en la península del Morrazo, agreste punta de tierra que separa las rías de Vigo y Pontevedra, en Galicia, España.

Escondido en el fondo de una larga ensenada — ría a su vez dentro de otra gran ría —, Aldan vivía del mar y para el mar, y ningún hombre nacido allí hubiera imaginado nunca otra vida que la de salir a navegar en cuanto tuviera uso de razón, y no regresar más que durante cortas escalas temporales o para la larga escala final en espera de la muerte, pese a que, por aquellas fechas, casi el sesenta por ciento de los marinos aldaneses habían desaparecido para siempre tragados por las aguas.

Era el suyo un cementerio de mujeres, ancianos y algún que otro niño, pues sabido era que la Muerte, por mucho que se avispara y rápidamente que actuase, rara vez tenía ocasión de atrapar a un marino de Aldan en tierra firme.

— Tengo ocho hijos — admitió el anciano capitán una tarde, al borde de la playa, allí, en el punto exacto en que contempló cómo su nave se hundía para siempre —. Los ocho han sacado mi nariz y mis rasgos, pero, en conjunto, no recuerdo haber pasado más de un par de años de mi vida en casa, sumando todos los días que he dormido en ella… — jugueteó con la arena —. Las mujeres de mi pueblo odian el mar… — «La Mar», la llaman ellas… — . «Puta de ojos verdes y suave runruneo que les roba a los hombres…» Cuando no los devora, los devuelve ancianos, decrépitos, y eternamente melancólicos…

— A mí también me gusta el mar… — admitió Oberlus —. Aborrezco a los barcos y los marinos, pero el mar me gusta…

— Yo amaba a mi barco más que al mar… — replicó el viejo como ausente —. Por eso, tal vez por celos, y como no podía hundirlo por más que lo intentó, ese mar te sacó a ti de los confines del Averno para que al fin lo quemaras… — se volvió a mirarle, despectivo y asqueado —. ¿Cómo puedes ser tan repelente y contrahecho; tan infrahumano y hediondo…? ¿Acaso no sientes vergüenza de ti mismo?

La Iguana Oberlus sonrió apenas y continuó fumando, paciente, el aromático tabaco que el noruego Knut cultivaba en las zonas altas de la isla.

— No pienso matarte por lo que digas… — le advirtió —. Ni castigarte siquiera porque sé que buscas ese castigo, ya que no soportas la idea de estar vivo, mientras tus hombres se encuentran allí abajo para siempre… — Le apuntó con la boquilla de la cachimba —. Fuiste tú quien decidió azotarme… — le recordó —. Fuiste tú quien cometió el error de humillarme, y un segundo error al dejarme con vida… Fuiste tú quien hizo que decidiera rebelarme contra todo, avivando mis deseos de venganza, por lo que no era más que el capricho de una tonta mañana en la que no se te ocurrió nada mejor que azotarme para divertir a tu tripulación… — Hizo una larga pausa y fumó de nuevo agitando la cabeza como si le pesara lo ocurrido —. Terrible debe de ser para ti descubrir que has despertado a una fiera dormida y ésta ha devorado cuanto amabas…

El español le miró con asombro e indignación.

— ¡Fiera dormida…! — exclamó —. ¿Quién te has creído que eres, estúpido…? ¿Dios…? ¡Fiera dormida…! — repitió —. Sucio asesino y basta… Desecho humano que rezuma rencor por algo de lo que nadie más que tú tiene la culpa… ¡Maldito sea yo, en efecto! pero no por lo que hice, sino por ser un viejo caduco y sin fuerzas… Aún no hace diez años que te hubiera estrangulado con mis propias manos, sin importarme esa artillería de fantoche que te cuelgas a la cintura para asustar a tus esclavos.

La Iguana Oberlus rió de buena gana por primera vez en mucho tiempo, o quizá por primera vez en su vida, pues en verdad que no recordaba haberse sentido nunca tan alegre y satisfecho. Aquel curtido lobo de mar, Alonso Pertiñas y Gabeiras, natural de Aldan, en la gallega península del Morrazo, buscaba provocarle, insultándole, no para menospreciarle o enfrentarse a él en una riña abierta y excitante, sino como forma de recibir un castigo que le redimiera de una culpa que, en su origen, no era otra que la de haberle menospreciado en demasía.

El pobre viejo pedía la muerte, no con llantos, sino con amenazas e invectivas, y era digna de ver la humillación que eso debía de significar para él, incapaz de humillarse, sin embargo rogando.

— No me hubiera gustado verte llorar — le dijo —. Ni pedir clemencia por tu vida, porque a un cobarde no vale la pena derrotarle… Pero me gusta comprobar que reclamas tu muerte sin mendigarla, porque te avergüenza tu actual existencia y no eres capaz de poner fin a ella… — le observó muy de cerca, casi inclinándose sobre él —. ¿Por qué…? ¿Sólo porque tu religión te prohíbe el suicidio…? Aquí nadie te va a expulsar del camposanto… Suicídate si quieres… — le animó —. Yo lo apruebo. En realidad, es lo que estoy esperando desde el momento en que te dejé en libertad…

— La muerte me llegará cuando Dios quiera… — fue la serena respuesta del gallego —. Si Él me exige sobrevivir en esta isla en la que cometí un error imperdonable, aquí me quedaré mientras me lo ordene… — Le devolvió la mirada con idéntica intensidad como si de improviso hubiera recuperado su entereza y se sintiera otra vez dueño de sí mismo… — . Y si algo me alegra.. — añadió — es haber descubierto que a ti ni siquiera te queda el consuelo de confiar en la misericordia divina, y en que algún día tu existencia sea menos deleznable. Hagas lo que hagas, estás condenado a seguir encerrado en ese asqueroso cuerpo hasta que se lo coman los gusanos, y como no crees en el infierno, m siquiera allí te verás libre de él.

La Iguana Oberlus se puso en pie con tranquilidad. Vació su pipa golpeándola contra una roca e hizo un leve gesto con la mano, como si se limitara a despedirse de un agradable contertulio.

— Ha sido un hermoso discurso, viejo… — dijo —. Muy hermoso. Pero nada de cuanto has dicho me afecta, porque lo sabía de antemano… — Agitó la cabeza pesimista —. Tenía unos seis años cuando me sujetaron entre cuatro obligándome a contemplarme largo rato en un espejo. De entonces acá, no ha pasado un solo día sin que me asaltara ese recuerdo… Y si lo olvidaba, allí estabais vosotros para refrescarme la memoria… ¿Sabes en cuántos idiomas soy capaz de reconocer la palabra «monstruo»? En dieciocho, incluidos el quechua, el chino y el malayo. ¿Cómo puedo creer en la existencia de un Dios que tuvo el valor de echarme al mundo con esta cara…? — Rió de nuevo —. Si alguna vez lo hubo, se murió del susto, o de vergüenza, al verme.

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