X — Interludio

—Tienes un buen golpe en la cabeza —me dijo Gunnie. Estaba junto a mí, sentada, mirándome comer estofado.

—Lo sé.

—Tendría que haberte llevado a la enfermería, pero andar por afuera es peligroso. Nadie querría ir a ningún lado que otros conozcan.

Asentí. —Menos todavía yo. Dos individuos han intentado matarme. Quizá tres. Posiblemente cuatro.

Me miró como si sospechara que la caída me había tocado el seso.

—Lo digo muy en serio. Uno fue tu amiga Idas. Ahora está muerta.

—Ten, toma un poco de agua. ¿Estás diciendo que Idas era una mujer?

—Sí, una chica.

—¿Y yo no lo sabía? —Gunnie dudó.— ¿No te lo estás inventando?

—Eso no importa. Lo que importa es que trató de matarme.

—Y tú la mataste a ella.

—No, se mató sola. Pero hay por lo menos otro y puede que más de uno. Sin embargo tú no estabas hablando de ellos, Gunnie. Creo que te referías a los que mencionó Sidero, los guiñadores. ¿Quiénes son?

Se frotó con los índices los bordes de los ojos, el equivalente femenino de un gesto de los hombres, rascarse la cabeza.

—No sé explicarlo. Ni siquiera sé si lo entiendo.

Yo dije: —Inténtalo, Gunnie, por favor. Puede ser importante.

Al oír la urgencia de mi tono, Zak abandonó la tarea de vigilar el pasillo y me echó una mirada de preocupación.

—¿Sabes cómo viaja esta nave? —me preguntó Gunnie—. Entrando en el Tiempo y volviendo a salir, y a veces hasta el fin del universo e incluso más lejos aún.

Asentí, rascando el tazón.

—No sé cuántos tripulantes somos. A ti te sonará gracioso, pero no lo sé. La nave es enorme, te das cuenta. El capitán nunca nos reúne a todos. Se tardaría demasiado; para ir todos al mismo lugar habría que caminar días enteros y mientras tanto no habría nadie haciendo el trabajo.

—Comprendo —dije yo.

—Firmamos y nos llevan a una u otra zona. Y allí nos quedamos. Conocemos a los que ya están allí, pero hay muchísimos más que no vemos nunca. El castillo de proa que hay arriba de donde está mi cabina no es el único. Hay otros, montones. Cientos, quizá miles.

—Te pregunté por los guiñadores.

—Estoy intentando contarte. En esta nave es posible que alguien, cualquiera, se pierda para siempre. Y quiero decir lo que digo, para siempre, porque la nave va y viene y con eso al tiempo le pasan cosas raras. Algunos envejecen en la nave y mueren, pero otros trabajan mucho y no envejecen nunca y ganan carradas de dinero, hasta que al fin la nave atraca y se encuentran con que es casi la misma hora que cuando embarcaron, y bajan y resulta que son ricos. Otros se vuelven viejos un rato, y luego más jóvenes. — Vaciló un momento, temerosa de hablar más; luego dijo:—A mí me pasó eso.

—Tú no eres vieja, Gunnie —le dije.

—Soy vieja aquí —dijo ella, y tomándome la mano izquierda se la llevó a la frente—. Aquí, Severian. Me han pasado tantas cosas que quiero olvidar. No sólo olvidar: quiero volver a ser joven. Cuando una bebe o toma drogas, olvida. Pero lo que te ha pasado sigue estando aquí, en tu forma de pensar. ¿Entiendes de qué hablo?

—Muy bien —le dije. Me solté y le tomé una mano.

—Pero, ¿sabes?, como esas cosas suceden, y los marineros las conocen y las cuentan aunque la mayoría de los de tierra firme no las crean, a la nave suben algunos que en realidad no son marineros y no quieren trabajar. O a veces un marinero se pelea con un oficial y le levantan un acta de castigo. Entonces va y se une a los guiñadores. Los llamamos así porque es lo que se dice cuando una nave toma un rumbo que no quieres… Guiña.

—Comprendo —dije de nuevo.

—Algunos se quedan en un solo lugar, me parece, como nos quedamos nosotros aquí. Otros andan por ahí buscando dinero o pelea. En eso viene uno a tu mesa y empiezan las discusiones. A veces pueden aparecer tantos que nadie quiere problemas, así que haces de cuenta que son tripulantes, y comen y si tienes suerte se van.

—Pues estás diciendo que son marinos comunes que se han rebelado contra el capitán. —Mencioné al capitán porque después quería preguntarle por él.

—No. —Gunnie sacudió la cabeza.— No siempre. La tripulación viene de distintos mundos, incluso de otras galaxias y puede que de otros universos. De esto yo no sé nada seguro. Pero lo que para ti y para mí es un marino común para otro podría ser algo muy raro. Tú eres de Urth, ¿no?

—Sí.

—Yo también, y la mayoría de los que hay aquí. Nos juntan porque hablamos igual y pensamos lo mismo. Pero quizá si fuéramos a otro castillo de proa sería todo diferente.

—A mí me pareció que había viajado mucho —le dije, riéndome por dentro de mí mismo—. Ya veo que no tanto como creía.

—Sólo salir de la zona donde los marineros son más o menos como nosotros te llevaría varios días. Pero los guiñadores que andan por ahí se mezclan con todos; algunas veces se pelean entre ellos; pero otras forman pandillas de tres o cuatro clases diferentes. A veces se aparean, y la mujer tiene hijos como Idas. Pero generalmente los hijos no pueden tener hijos. Eso me han contado.

Echó una elocuente mirada hacia Zak y yo murmuré: —¿Es uno de ellos?

—Tiene que serlo. Como te encontró y fue a buscarme, pensé que no había problema en dejarte con él mientras iba por comida. No sabe hablar, pero no ha hecho nada, ¿no?

—No —contesté—. Se ha portado muy bien. En tiempos antiguos, Gunnie, los pueblos de Urth viajaban entre los soles. Muchos terminaban por volver a casa, pero muchos otros se quedaban en algún otro mundo. A estas alturas los mundos hetrocnos tienen que haber remodelado la humanidad para conformarla a sus propias esferas. En Urth, los mistes saben que cada continente tiene su propia pauta para la humanidad, de modo que, si un pueblo pasa a vivir de un continente a otro, en poco tiempo, cincuenta generaciones o así, terminará pareciéndose a los habitantes originales. Las pautas de los mundos pueden ser muy diferentes; y sin embargo yo creo que la raza humana seguirá siendo humana.

—No digas «A estas alturas» —dijo Gunnie—. No sabes qué sería el tiempo si parásemos en algún sol. Severian, hemos hablado mucho y tú pareces cansado. ¿No quieres acostarte?

—Sólo si te acuestas tú también —dije—. Estás tan cansada como yo, o más. Has estado por ahí buscándome comida y remedios. Descansa, y cuéntame más sobre los guiñadores. —En realidad yo me sentía lo bastante repuesto como para tener deseos de abrazar a una mujer y hasta enterrarme en una mujer; y con muchas mujeres, de las cuales Gunnie, pienso, era una, no hay mejor forma de acceder a la intimidad que permitiéndoles hablar y escuchándolas.

Se tendió a mi lado.

—Ya te he dicho todo lo que sé. La mayoría son marineros estropeados. Algunos son hijos de ellos, que nacen en la nave y viven escondidos hasta que tienen edad de luchar. ¿Recuerdas cómo capturamos al incluso?

—Claro —dije.

—Aunque hay más animales que cualquier otra cosa, no todos los ingresados lo son. A veces son gente, y a veces sobreviven y se meten en la nave, donde hay aire. —Hizo una pausa y dejó escapar una risita.— ¿Sabes?, en los mundos de los inclusos los demás deben preguntarse adónde habrán ido a parar. Sobre todo cuando son importantes.

Era extraño oír esa risita en una mujer tan corpulenta y yo mismo sonreí, cuando sonrío tan rara vez.

—También hay quien dice que ciertos guiñadores llegan estibados con la carga, que son criminales que quieren escaparse de sus mundos y suben a bordo de esa manera. O que, aunque sean como nosotros, en sus mundos son animales y suben como carga viva. Yo pienso que en esos mundos nosotros seríamos animales.

El pelo de Gunnie, ahora cerca de mi cara, era de una fragancia penetrante; y se me ocurrió que difícilmente podía ser así siempre, que se había perfumado para mí antes de volver a nuestra hendidura.

—Algunos los llaman muditos porque muchos no saben hablar. A lo mejor tienen un idioma propio; pero con nosotros no hablan, y si pillamos uno tiene que hacerse entender por signos. Pero una vez Sidero dijo que mutista significa rebelde.

—Hablando de Sidero —le dije—, ¿estaba por ahí cuando Zak te llevó al fondo del pozo de aire?

—No. No había nadie más que tú.

—¿Viste mi pistola, o el cuchillo que me regalaste cuando nos conocimos?

—No, no había nada. ¿Cuando caíste los llevabas encima?

—Los llevaba Sidero. Esperaba que tuviese la honradez de devolvérmelos, pero al menos no me mató.

Gunnie meneó la cabeza volviéndola de un lado a otro sobre los trapos, proceso que puso una mejilla curva y fresca en contacto con la mía.

—No lo haría. A veces puede hacerse el duro, pero nunca he oído que matase a alguien.

—Yo creo que me golpeó cuando estaba inconsciente. No me parece que me haya lastimado la boca al caer. ¿Te conté que estaba dentro de él?

Se apartó para mirarme.

—¿De veras? ¿Eres capaz?

—Sí. A él no le gustó, pero pienso que está construido de tal forma que mientras yo estuviera consciente no habría podido expulsarme. Después de la caída se abrió sin duda para extraerme con el brazo sano. Fue una suerte que no me rompiera las piernas. Pienso que me golpeó después de haberme sacado. La próxima vez que nos encontremos lo mataré.

—Es una máquina —dijo Gunnie con suavidad. Deslizó la mano debajo de mi camisa desgarrada.

—Me sorprende que lo sepas —dije yo—. Habría dicho que lo tomabas por una persona.

—Mi padre era pescador, así que me crié en barcas. A las barcas se les dan nombre y ojos, y muchas veces se portan como personas y hasta cuentan cosas. Pero en realidad no son personas. A veces los pescadores son raros, pero mi padre solía decir que uno sabe cuando un hombre está loco de veras, porque si no le gustara su barca en vez de venderla la mandaría a pique. Las barcas tienen espíritu, pero hace falta algo más que espíritu para hacer una persona.

Pregunté: —¿Estuvo de acuerdo tu padre con que te emplearas en la nave?

—Se ahogó antes —dijo ella—. Todos los pescadores se ahogan. Yeso mató a mi madre. Voy a Urth muy a menudo, pero nunca más ha sido como cuando vivían ellos.

—¿Quién era Autarca en tu infancia, Gunnie?

—No lo sé —dijo ella—. En realidad esas cosas no nos preocupaban.

Sollozó. Procuré consolarla, y bien habríamos podido pasar rápida y naturalmente a hacer el amor; pero la quemadura le cubría la mayor parte del pecho y el abdomen, y aunque la acaricié, y ella a mí, también se interponía el recuerdo de Valerla.

Por fin ella dijo: —No te hizo daño, ¿no?

—No —dije—. Sólo lamento haberte hecho yo tanto daño.

—No me lo hiciste. Para nada.

—Sí, Gunnie. Los dos sabemos que fui yo quien te quemó en la pasarela, fuera de mi camarote.

La mano de ella buscó la daga, pero la había descartado al desvestirse. Estaba debajo de su ropa y muy fuera de su alcance.

—Idas me dijo que había contratado un marinero para que la ayudase a tirar el cadáver de mi camarero. Dijo un marinero, pero antes de decirlo titubeó. Tú trabajabas con ella, y aunque no supieses que era una muchacha, si no tenía amante habría sido natural que buscase la ayuda de una mujer.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —susurró Gunnie. No había vuelto a sollozar, pero en el rabillo de un ojo le vi una lágrima grande y redondeada como ella misma.

—Desde el principio, cuando me trajiste la pomada. Yo tenía el brazo expuesto, y lo quemaron los jugos digestivos de la criatura voladora. Era la única parte del cuerpo que no me protegía la cubierta metálica de Sidero y, por supuesto, al volver en mí fue lo primero que pensé. Tú dijiste que te había chamuscado una descarga de energía. Aunque los llevabas expuestos, tenías los brazos y la cara intactos. Las quemaduras estaban en lugares protegidos sin duda por la camisa y el pantalón.


Esperé a que hablase, pero no dijo nada.

—Aunque en la oscuridad yo pedí ayuda, no respondió nadie. Luego, para alumbrarme, disparé la pistola con el haz al mínimo. Disparé sosteniéndola al nivel del ojo, pero no vi lo que mostraba y el haz salió un poco inclinado. Tuvo que darte en la cintura. Mientras dormía fuiste a buscar a Idas, supongo, para venderme por otro chrisos. No la encontraste, claro. Ha muerto, y el cadáver está encerrado en mi cabina.

—Cuando gritaste quise responder —dijo Gunnie—. Pero lo que estábamos haciendo se suponía que era secreto. Yo sólo sabía que estabas perdido en la oscuridad, y pensaba que pronto volvería la luz. Entonces Idas me puso el cuchillo contra el cuello. Estaba justo detrás de mí, tan apretada que el disparo ni siquiera la hirió.

—Como fuera, quiero que sepas que cuando le revisé el cuerpo Idas tenía nueve chrisos. Los guardé en la vaina de ese cuchillo que encontraste. Sidero tiene mi cuchillo y mi pistola; si me los devuelves, puedes quedarte con el oro y en paz.

Después de eso Gunnie ya no quiso hablar. Yo fingí dormirme, aunque en realidad observaba por debajo de los párpados si hacía el intento de apuñalarme.

En cambio se levantó, se vistió y salió de la cámara pasando por encima del dormido cuerpo de Zak. Esperé mucho tiempo pero no volvió, y al fin me dormí yo también.

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