XXVI — Gunnie y Burgundofara

Al principio creí que se me había nublado la vista. Parpadeé, una y otra vez, pero las caras, tan parecidas, no se volvían una sola. Intenté hablar.

—Tranquilo —me dijo Gunnie. La mujer más joven, que no parecía tanto una gemela como una hermana menor, me puso una mano en la nuca mientras me acercaba una taza a los labios.

Yo tenía la boca llena de polvo de muerte. Sorbí el agua con ansiedad, pasándola de un carrillo a otro antes de tragarla, sintiendo que los tejidos revivían.

—¿Qué pasó? —preguntó Gunnie.

—La nave cambia sola —dije.

Asintieron las dos, comprendiendo.

—Cambia para adaptarse a nosotros, estemos donde estemos. Yo corrí demasiado rápido, o no toqué el suelo lo suficiente. —Intenté sentarme, y para mi asombro lo conseguí.— Llegué a una parte donde no había aire, solamente un gas que no era aire, creo. Quizás era para gente de algún otro mundo, o de ninguno. No sé.

—¿Puedes levantarte?

Asentí; pero si el intento hubiera sido en Urth me habría derrumbado. Incluso en la nave, donde se caía tan despacio, las dos mujeres tuvieron que agarrarme y sostenerme como si estuviera totalmente ebrio. Eran de la misma altura (casi tan altas como yo, vale decir), de grandes ojos oscuros y caras anchas, pecosas, enmarcadas en cabello oscuro.

—Tú eres Gunnie —le murmuré a Gunnie.

—Las dos lo somos —dijo la más joven—. Yo me empleé en el último viaje. Ella está a bordo desde hace mucho, creo.

—Desde hace muchos viajes —explicó Gunnie—. En tiempo equivale a una eternidad, pero es menos que nada. El de aquí no es el mismo tiempo en que te criaste en Urth, Burgundofara.

—Esperad —protesté—. Tengo que pensarlo. ¿No hay un lugar donde descansar?

La más joven señaló una arcada en sombras.

—Allí estábamos nosotras. —A través de la arcada alcancé a vislumbrar una caída de agua y muchos asientos acolchados.

Gunnie titubeó; luego me ayudó a entrar.

Las altas paredes estaban adornadas con grandes máscaras. Lágrimas acuosas chorreaban lentamente de los ojos y se vertían en serenas piletas, y en los bordes había tazas parecidas a aquella que la mujer más joven había llenado para mí. En la pared más lejana de la estancia había una compuerta inclinada; por el diseño, supe que daba a una cubierta.

Una vez que las mujeres se sentaron a mis lados, les dije: —Vosotras dos sois la misma persona… Eso decís, y yo os creo. —Ambas asintieron.— Pero no os puedo llamar por el mismo nombre. ¿Cómo tengo que llamaros?

Gunnie dijo: —Cuando a la edad de ella yo dejé la aldea para embarcarme, no quería ser Burgundofara nunca más; por eso les dije a mis compañeros que me llamaran Gunnie. Lo he lamentado, pero si lo hubiera pedido ellos no me habrían cambiado el nombre otra vez; simplemente se habrían burlado de mí. Así que llámame Gunnie, que es quien soy. —Hizo una pausa para tomar aliento.— Y a la muchacha que yo era en otra época llámala por mi viejo nombre, si quieres. No se lo va a cambiar ahora.

—De acuerdo —dije—. Tal vez encuentre un modo de explicaros qué es lo que me molesta, pero todavía estoy débil y me cuesta pensar. Una vez vi a cierto hombre alzarse de entre los muertos.

Se quedaron mirándome. Oí cómo Burgundofara tragaba aire.

—Se llamaba Apu-Punchau. Había allí alguien más, un hombre llamado Hildegrin; y este Hildegrin quería impedir que Apu-Punchau volviera de la tumba.

—¿Era un fantasma? —susurró Burgundofara.

—No del todo; al menos no lo creo. Quizá sólo dependa de lo que quieres decir con «fantasma». Pienso que a lo mejor tenía las raíces tan hundidas en el tiempo que no podía estar del todo muerto en nuestra época, acaso en ninguna. Como fuera, yo quise ayudar a Hildegrin porque él servía a alguien que intentaba curar a una amiga mía… — Azorados aún por la atmósfera de muerte de la pasarela, mis pensamientos se aferraron a la cuestión de la amistad. ¿Había sido Jolenta una verdadera amiga? ¿Habría llegado a serlo si se hubiese recuperado?

—Sigue —me apremió Burgundofara.

—Corrí hacia ellos… Hacia Apu-Punchau y Hildegrin. Hubo algo que en realidad no puedo llamar explosión, aunque a eso se pareció, o a un relámpago, más que a nada que se me ocurra. Apu-Punchau había desaparecido, y había dos Hildegrin.

—Como nosotras.

—No: el mismo Hildegrin dos veces. Uno que luchaba con un espíritu invisible y otro que luchaba conmigo. Luego se descargó ese relámpago, o lo que fuera. Pero antes de eso, antes de ver a los dos Hildegrin, vi la cara de Apu-Punchau; y era la mía. Más vieja, pero la mía.

Gunnie dijo: —Es justo que hayas querido parar en algún lugar. Tienes que contarnos.

—Esta mañana… Tzadkiel, la capitana, me dio unas habitaciones muy agradables. Antes de salir me lavé y me afeité con una navaja que encontré. La cara que vi en el espejo me inquietó, pero ahora sé qué cara era.

—¿La de Apu-Punchau? —dijo Burgundofara.

Y Gunnie: —La tuya.

—Hay otra cosa que no os conté. A Hildegrin lo mató el rayo. Más tarde creí que eso lo había entendido, y todavía lo creo. Había dos como yo, y por tanto había también dos Hildegrin; pero los Hildegrin habían sido creados por división, y un hombre no puede dividirse así y seguir viviendo. O tal vez fuera que una vez dividido no podía juntarse, cuando ya había de nuevo un solo Severian.

Burgundofara asintió.

—Gunnie me dijo cómo te llamas. Es un nombre hermoso, como una hoja de espada. Gunnie le indicó que se callase.

—Pues aquí estoy ahora con vosotras. Por lo que se me alcanza, hay uno solo. ¿Vosotras veis dos?

—No —dijo Burgundofara—. ¿Pero no comprendes que no importaría? ¡Si aún no has sido Apu-Punchau no puedes morirte!

—Sé del tiempo aún más que eso —le dije—. Fui el Apu-Punchau futuro de lo que hoy es una década pasada. El presente siempre puede cambiar el futuro.

Gunnie meneó la cabeza.

—Por mucho que tú vayas a traer un Sol Nuevo y cambiar el mundo, me parece que del tiempo nosotras sabemos más. Ese Hildegrin no murió hace diez años; no para nosotras que estamos aquí. Puede que cuando vuelvas a Urth te encuentres con que fue hace un milenio, o que será quién sabe dentro de cuántos años. Aquí no es ni una cosa ni la otra. Estamos entre los soles y también entre los años, de modo que puede haber dos Gunnie sin que nadie corra peligro. O una docena.

Hizo una pausa. Gunnie siempre había hablado lentamente, pero ahora las palabras le brotaban de los labios arrastrándose como los sobrevivientes que escapan de un barco naufragado en la costa.

—Sí, veo dos Severian, aunque son apenas lo que recuerdo. Uno es el Severian que una vez tomé del brazo y besé. Ya no está, pero era un hombre guapo pese a las cicatrices, la cojera y las canas.

—Él se acordaba de tu beso —dije yo—. Había besado a muchas mujeres, pero no muchas lo habían besado a él.

—Y el otro es el Severian que fue amante mío cuando era muchacha y acababa de emplearme. Fue por él que te besé entonces y más tarde luché contigo: la única persona real que luchó por ti entre los fantasmas. Por él apuñalé a mis compañeros, aunque sabía que no me recordabas. —Se levantó. Vosotros no sabéis dónde estamos. Ninguno de los dos.

—Parece una sala de espera —dijo Burgundofara—, pero sólo la usamos nosotros.

—Hablo de la nave. Estamos fuera del círculo de Dis.

—Una vez —dije—, un hombre que sabía mucho del futuro me explicó que una mujer que yo buscaba estaba encima de la tierra. Yo pensé que simplemente quería decir que estaba viva. Esta nave ha estado siempre fuera del círculo de Dis.

—Tú sabes a qué me refiero. Cuando subí a bordo contigo creí que nos esperaba un viaje largo. ¿Pero por qué iban ellos a hacernos eso, Apheta y Zak? La nave ya está dejando la eternidad, empieza a frenar para que la gabarra pueda encontrarla. En realidad, hasta que no reduce la velocidad no es una nave, ¿sabías? Somos como una onda, o un grito que atraviesa el universo.

—No —dije yo—. No sabía. Y apenas lo puedo creer.

—A veces es importante que uno crea —dijo Gunnie—. Pero no siempre. Esto lo he aprendido aquí.

Severian, una vez te conté por qué seguía viajando. ¿Te acuerdas?

Eché una mirada a Burgundofara: —Pensé que quizás…

Gunnie negó con la cabeza. —Para ser de nuevo lo que era, pero yo misma. Tú debes acordarte de ti cuando tenías de veras la edad de ella. ¿Ahora eres la misma persona?

Claramente, como si estuviera con nosotros en esa cámara de lágrimas, vi pasar al joven oficial, la capa fulígena ondeando detrás y la oscura cruz de Términus Est asomándole sobre el hombro izquierdo.

—No —admití—. Hace mucho que me transformé en otro, y después en otro más.

Ella asintió. —Así que yo voy a quedarme aquí. Quizá aquí suceda cuando haya una sola Gunnie. Burgundofara y tú volveréis a Urth.

Dio media vuelta y nos dejó. Intenté levantarme, pero Burgundofara me retuvo y yo estaba demasiado débil para soltarme.

—Deja que se vaya —dijo—. A ti ya te ha pasado. Déjala tener su oportunidad.

La puerta se cerró.

—Ella es tú —dije, sofocado.

—Pues déjame a mí tener la mía. He visto lo que seré más tarde. ¿También después de algo así está mal tener pena de una misma?

Sacudí la cabeza. —Si no lloras tú por ella, ¿quién va a hacerlo?

—Tú.

—Pero no por eso. Era una amiga de verdad, y no he tenido muchas.

Burgundofara dijo: —Ahora comprendo por qué todas las caras lloran. Esta sala está hecha para llorar.

Una voz nueva murmuró: —Para los que vienen y para los que se marchan.

Me volví y vi dos hieródulos enmascarados, y como no los esperaba tardé un momento en reconocer a Barbatus y Famulimus. Era Famulimus la que había hablado, y grité de alegría.

—¡Amigos! ¿Venís con nosotros?

Famulimus dijo: —Nosotros sólo vinimos a traerte aquí. Tzadkiel mandó que te buscáramos, pero te habías ido, Severian. Dime si volverás a vernos.

—Muchas veces —le dije—. Adiós, Famulimus.

—Conoces nuestra naturaleza, eso está claro. Así pues te saludamos, y decimos hasta la vista.

Barbatus añadió: —Cuando Ossipago desenganche la puerta se abrirán las escotillas. ¿Tenéis los dos amuletos de aire?

Saqué el —mío del bolsillo y me lo puse. Burgundofara extrajo un collar parecido.

—Entonces, como Famulimus, os saludo —dijo Barbatus; y se retiró por el vano, y la puerta se cerró.

Casi en seguida se abrieron los batientes de la doble puerta del fondo; las lágrimas que caían de las máscaras desaparecieron, y luego se secaron todas. Al otro lado de la puerta abierta, tendida de estrella a estrella, brillaba la cortina negra de la noche.

—Tenemos que ir —le dije a Burgundofara; luego comprendí que no podía oírme y me acerqué a tomarla de la mano, con lo cual ya no hubo necesidad de hablar. Juntos salimos de la nave, y sólo cuando me detuve en el umbral y me volví a mirar atrás me di cuenta de que nunca había sabido cómo se llamaba realmente, si se llamaba de algún modo, y que tres de las máscaras eran los rostros de Zak, Tzadkiel y la capitana.

La gabarra que nos esperaba era mucho más grande que el pequeño aparato que me había llevado a la superficie de Yesod; tan grande como el que me había transportado de Urth a la nave. Y en verdad me parece probable que fuese el mismo navío.

—En ocasiones acercan la nave grande un poco más —nos confió a bordo la tripulante encargada de guiarnos—. Claro que cuando lo hacen no pueden evitar ocultarnos unas cuantas estrellas. Así que pasaréis alrededor de un día con nosotros.

Le pedí que me señalara el sol de Urth, y ella accedió: era un simple punto escarlata sobre la regala. Todos los mundos, incluyendo Dis, sólo se veían como motas oscuras cuando pasaban sobre el desanimado rostro solar.

Traté de señalar la tenue estrella blanca que era parte de mí. Pero la marinera no lograba divisarla y Burgundofara parecía asustada. Nos apresuramos a transponer el portal de la gabarra y entrar en el castillo de proa.

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