XXXVI — La ciudadela otra vez

Mi esperanza era ver elevarse el sol viejo antes de que me encerraran. No se cumplió. Estuvimos mucho tiempo, o lo que a mí me pareció mucho, subiendo por una colina. Más de una vez las antorchas alzadas pusieron fuego a hojas rojizas que encendieron algunas otras, soltando antes de apagarse ese humo punzante que es el aliento mismo del otoño. Más hojas salpicaban el sendero, pero estaban empapadas de lluvia.

Por fin llegamos adonde se cernía un muro tan empinado que la luz de las antorchas no alcanzaba a revelar el borde, de modo que por un momento lo tomé por la Muralla de Nessus. Un hombre con media armadura se apoyaba en el asta de una alabarda ante el oscuro, estrecho vano de una puerta salediza. Al vernos no se enderezó ni mostró ninguna señal de respeto por el oficial; pero cuando ya estábamos cerca de él, golpeó la puerta de hierro con el regatón de acero del arma.

La puerta se abrió desde dentro. Mientras cruzábamos el espesor del muro —que aunque era grande no podía compararse con el de la Muralla de Nessus—, me detuve tan de pronto que el oficial casi choca conmigo. El guardia interior estaba armado con una larga espada de doble filo, cuya punta cuadrada dejaba descansar en las piedras del pavimento.

—¿Dónde estoy? —le pregunté al oficial—. ¿Qué lugar es éste?

—Donde te dije que te llevaría —me respondió—. Allí está el casco.

Miré y vi una inmensa torre, toda de metal resplandeciente.

—Le da miedo mi espada —dijo el guardia arrastrando las palabras—. Es muy afilada, socio. Ni siquiera la sentirás.

El oficial le espetó: —Tratarás al prisionero de sieur.

—Mientras esté usted, sieur, es posible.

No sé qué pudo haberle dicho o hecho el oficial; mientras hablaban, de la torre había salido una mujer seguida de un joven criado con una linterna. Aunque por la riqueza del uniforme lo superaba en rango, el oficial la saludó del modo más negligente y dijo: —Veo que le cuesta dormir.

—En absoluto. Su mensaje anunciaba que vendría y sé que es hombre de palabra. Prefiero inspeccionar a los clientes nuevos en persona. Dese la vuelta, socio, y déjeme verlo.

Hice lo que pedía.

—Magnífico espécimen, y no le han dejado una sola marca. ¿No se resistió?

El oficial dijo: —Le regalamos una tabula rasa.

Como no agregaba nada más, uno de los soldados con antorcha susurró: —Peleó como un demonio, madame Prefecta.

La mirada que le disparó el oficial indicaba que iba a pagar por el comentario.

—Supongo que siendo un cliente tan dócil —continuó la mujer— apenas necesitaré de usted y sus hombres para llevarlo a una celda.

—Si lo desea —dijo el oficial— lo encerraremos nosotros.

—Pero si no es así, tendrán que llevarse las esposas ahora.

El oficial se encogió de hombros. —Firmé que las devolvería.

—Lléveselas, pues. —La mujer se volvió hacia el jo ven criado—. Puede tratar de escaparse, Tufi. Si lo hace, me das la linterna y lo recuperas.

Mientras me soltaba las manos el oficial murmuró «No lo hagas»; luego dio un paso atrás y me saludó brevemente. El de la espada, con una mueca, echó atrás la puerta salediza, el oficial y sus portantorchas desfilaron afuera y la puerta se cerró con estrépito. Sentí que había perdido a mi único amigo.

—Por allí, Ciento Dos —dijo la mujer, y señaló el umbral en el que ella había aparecido.

Yo había estado mirando alrededor, primero con la esperanza de escapar, luego con un aturdido asombro que no sabría describir. Las palabras me salían a borbotones; tan imposible me habría sido contenerlas como acallar mi corazón. «¡Ésa es la Torre Matachina! Ésa es la Torre de las Brujas… ¡Pero ahora está derecha! ¡Y allí está la Torre del Oso!”

—Te llaman santo —dijo ella—. Veo que estás totalmente trastornado. —Mientras hablaba extendió las manos para mostrarme que no estaba armada, y me ofreció una sonrisa torcida que bien habría servido para prevenirme si el oficial no me hubiese prevenido antes. Estaba claro que el harapiento muchacho no tenía armas ni representaba ninguna amenaza; ella, me imaginé, tendría una pistola o algo peor bajo el suntuoso uniforme.

La mayoría no lo sabe, pero es difícil aprender a golpear a otro ser humano con toda nuestra fuerza; por un instinto antiguo, incluso el más brutal acaba atenuando el golpe. Entre los torturadores me habían enseñado a no hacerlo. La golpeé: con el canto de la mano le di en la barbilla más violentamente que a nadie en mi vida y ella se derrumbó como una muñeca. Pateé la linterna, que salió como volando de la mano del chico.

El guardia de la puerta salediza levantó la espada, pero sólo para cerrarme el paso. Di media vuelta y me encaminé hacia el Patio Roto.

El dolor que me sacudió en ese momento fue como el del Revolucionario, el único dolor comparable que he sentido. Era un desgarramiento, y los miembros se me separaban tan lentamente que yo hubiera preferido entonces el descuartizamiento por espada. Aun cuando ese espantoso relámpago se desvaneció, y quedé tendido en la oscuridad, me pareció que debajo de mí la tierra seguía sobresaltada e inquieta. Todos los cañones de la batalla de Orythia tronaban al mismo tiempo.


Después había vuelto al mundo de Yesod. El aire puro me llenaba los pulmones y la música de las brisas me calmaba los oídos. Me senté y descubrí que era Urth, nada más, como se le presentaba a quien había sufrido a Abaddón. Mientras me incorporaba pensé en todo el auxilio que había enviado a ese cuerpo ruinoso; y sin embargo tenía las piernas y los brazos rígidos, fríos, y un dolor insistente en cada articulación.

Había dormido en un catre, en una habitación que me parecía conocida. La puerta, que la última vez había sido de metal, estaba seguro, era un enrejado de barrotes; daba a un pasillo estrecho y de muchas curvas que yo había recorrido en mi infancia. Me di vuelta para estudiar la extraña forma de la habitación.

Era el dormitorio que había ocupado Roche como aspirante, y a esa misma habitación había ido yo a asumir la vestimenta de lego después de nuestra excursión a la Casa Azur. La contemplé estupefacto. Donde ahora estaba el catre había estado la cama de Roche, apenas más ancha. La posición de la lumbrera (recordé cuánto me había sorprendido descubrir que Roche tenía lumbrera, y que más tarde me habían dado una habitación donde no la había) y los ángulos de los tabiques eran inconfundibles.


Fui hasta la lumbrera. Estaba abierta y dejaba entrar la brisa que me había despertado. No tenía barrotes; pero, claro está, nadie habría podido bajar por las lisas paredes de la torre y sólo un hombre muy menudo habría podido meter los hombros por la abertura. Saqué la cabeza.

Debajo de mí estaba el Patio Viejo tal como lo recordaba, calentándose al sol del verano tardío; las agrietadas losas parecían una pizca más nuevas, tal vez, pero por lo demás eran las mismas. La Torre de las Brujas volvía a inclinarse de forma extraña, precisamente como siempre se había inclinado en los recovecos de mi memoria. El muro estaba en ruinas, exactamente como en mi tiempo, y los infundibles bloques de metal mitad en el Patio Viejo y mitad en la necrópolis. Un aspirante solitario (así lo consideré en seguida) haraganeaba en la Puerta de los Cadáveres, y aunque no tenía espada ni uniforme, estaba en el mismo lugar donde el Hermano Portero solía apostarse.

Pronto cruzó el Patio Viejo un muchacho, un aprendiz tan harapiento como había sido yo, que iba a cumplir alguna tarea. Agité la mano y le grité, y cuando levantó la vista lo reconocí y lo llamé por el nombre: —¡Tufi! ¡Tuf!

Me devolvió el saludo y prosiguió con sus asuntos, temiendo evidentemente que lo vieran hablar con un cliente de su gremio. Su gremio, escribo, pero para entonces ya estaba seguro de que era también el mío.

Largas sombras me decían que acababa de empezar la mañana; unos momentos después lo confirmaron un portazo y los pasos del aspirante que me traía la refacción. Como la puerta no tenía la abertura habitual, se vio obligado a hacerse a un lado con la pila de bandejas mientras se la abría otro aspirante, armado con alabarda y con aspecto casi de soldado.

—Se lo ve bastante bien —comentó.

Le dije que había tenido momentos mejores. Se acercó más. —Usted la mató.

—¿A la mujer llamada madame Prefecta?

Asintió, igual que el otro aspirante. —Le rompió el cuello.

—Si me llevan hasta ella —les dije— podré restituirla. Intercambiaron una mirada y salieron, cerrando de un golpe la puerta de rejas.

De modo que estaba muerta, y por las miradas que acababa de ver había sido una mujer odiada. Una vez Cyriaca me había preguntado si el ofrecimiento de liberarla no era una última tortura. (El invernáculo enrejado afloró del fondo de mi memoria para alzarse con retorcidas viñas y luz verde de luna, en mi celda a la claridad de la mañana.) Yo le había dicho que los clientes nunca nos creían; pero yo le había creído a madame Prefecta: al menos había creído que podía escaparme, aunque a ella no le pareciera posible. Y todo el tiempo había habido un arma apuntándome desde la Torre Matachina, quizá desde esa misma lumbrera, aunque más probablemente desde la sala de armas cercana a la cumbre.

La llegada de otro aspirante, éste acompañado por un médico, me interrumpió la ensoñación. Una vez más se abrió la puerta; el médico entró y el aspirante echó llave y dio un paso atrás, dispuesto a disparar por entre los barrotes.

El médico se sentó en mi catre y abrió un maletín de cuero.

—¿Cómo se siente?

—Con hambre. —Hice a un lado la cuchara.— Me trajeron esto, pero no es mas que agua.

—La carne es para los defensores del monarca, no para los subversivos. ¿Lo han alcanzado con el convulsor?

—Si usted lo dice. Yo no sé nada.

—En mi opinión no. Levántese.

Me levanté, luego moví piernas y brazos como él ordenaba, incliné la cabeza atrás y a cada lado, y así una y otra vez.

—No le dieron. Usted llevaba una capa de oficial. ¿Era oficial?

—Si usted quiere. Era general, al menos por cortesía. No en los últimos tiempos.

—Y no dice la verdad. Para su información, esa capa es de oficial subalterno. Esos idiotas creen que le acertaron. Me han dicho que hay uno que jura que le disparó.

—Pregúntele a él, entonces.

—¿Para oírle negar lo que ya sé? No soy tan estúpido. ¿Le explico lo que pasó?

Le dije que estaba deseando que alguien lo hiciera.

—Muy bien. Mientras usted huía de madame Prefecta Prisca, en el instante en que ese idiota disparaba desde la batería, sobrevino el terremoto. Él erró, como le habría pasado a cualquiera; pero usted cayó y se golpeó la cabeza, y él pensó que lo había alcanzado. He visto muchísimos de estos supuestos prodigios. Siempre son de lo más simple, no bien uno comprende que los testigos confunden la causa y el efecto.

Asentí. —¿Hubo un terremoto?

—Seguro, y de los grandes… Tenemos suerte de haberla sacado tan barata. ¿Todavía no ha mirado afuera? Desde aquí ha de verse el muro. —Acercándose a la lumbrera, se asomó y señaló (así hace la gente) como si yo mismo me hubiera asomado. Un tramo muy grande se derrumbó allí, al lado del transporte zoético. Suerte que no cayó también la nave. No cree que lo haya derribado usted, ¿no?

Le dije que nunca había tenido la menor idea de por qué se había derrumbado.

—Como indican claramente las viejas crónicas, y alabado sea nuestro monarca por haberlas reunido aquí, esta costa es propensa a los terremotos: pero, como desde que el río cambió de curso no ha habido ninguno, la mayoría de estos estúpidos piensan que nunca volverá a haberlos. —Cloqueó una risita.— Aunque imagino que anoche algunos habrán cambiado de idea.

Esto último lo dijo mientras ya salía. El aspirante cerró de un portazo y volvió a echar llave.

Yo pensé en la obra del doctor Talos, en la cual tiembla la tierra y Jahi dice: «Es el fin de Urth, estúpidos. Adelante, ensartadla. Es vuestro fin de todos modos».

Qué poco había hablado con él sobre el Mundo de Yesod.

Загрузка...