CAPÍTULO 7

La luna de la mitad de mes no será redonda hasta el día dieciséis, después de que comience la erosión. Todo el mundo se siente feliz cuando vende el ajo, pero sus corazones se desatan cuando no lo consiguen…

Extracto de una balada cantada por Zhang Kou a los cultivadores de ajo.


Gao Yang fue encerrado provisionalmente en una celda de la comisaría municipal. Al principio no sabía dónde se encontraba, pero la puerta roja de doble panel que había en la entrada se había grabado en su mente, ya que era la misma que había atravesado cuando llegó a la ciudad para vender su ajo y recordaba la acequia que hacía las veces de foso. El agua, que era asquerosa, servía como hogar flotante para los manojos de hierbas medio muertas. La ciudad rebosaba actividad, salvo en ese punto. El agua contaminada de la acequia era un campo de cultivo de pequeños insectos rojos. La segunda vez que había acudido a la ciudad para vender su ajo, había visto a un anciano vestido de blanco atrapándolos con una red para mosquitos unida al extremo de una larga caña de bambú. Alguien dijo que los usaba para dar de comer a los peces de colores.

La policía le quitó las esposas y, en cuanto sintió que tenía las manos libres, ni siquiera los dos terribles hematomas púrpura que rodeaban sus muñecas minaron su inmensa sensación de agradecimiento. Otro policía colgó las esposas en su cinturón y dio un empujón a Gao Yang. «¡Entra ahí!», ordenó bruscamente, señalando un catre que había cerca de la ventana.

– Éste es el tuyo -dijo-. De ahora en adelante, eres el Preso Número Nueve.

Uno de sus compañeros de celda, un joven, saltó de su catre y comenzó a aplaudir.

– Bienvenido, compañero de armas. Bienvenido.

La puerta de metal se cerró de golpe. El joven lanzó un redoble con la boca y, en un espacio tan reducido, comenzó a hacer piruetas y cabriolas. Gao Yang le observó nerviosamente. Tenía la cabeza afeitada, pero le habían quedado tantos huecos que los mechones de pelo oscuro que no había rasurado la navaja daban a su cráneo un aspecto desagradable y moteado. Mientras el joven hacía piruetas alrededor de la celda provisional, la imagen que Gao Yang tenía de él alternaba entre un rostro pálido y demacrado y una espalda salpicada de lunares. Estaba tan famélico que no parecía tener caderas y, cuando hacía cabriolas por la celda, parecía una de esas figuras de papel que dan saltos mortales cuando aprietas los palillos que las manejan.

Alguien desde el exterior golpeó la puerta con un objeto contundente y soltó un grito. Casi inmediatamente, en el ventanuco que había en la parte superior de la puerta, apareció un rostro sombrío y anguloso.

– Número Siete, ¿se puede saber qué demonios te pasa? -tronó el rostro.

El joven dejó de bailar, puso en blanco sus vidriosos ojos y miró el rostro que había al otro lado de la ventana.

– Nada, oficial.

– Entonces, ¿por qué estás dando saltos? -El rostro anguloso preguntó severamente-: ¿Y por qué estás gritando?

Gao Yang observó la hoja reluciente de una bayoneta.

– Estoy haciendo ejercicio.

– ¿Quién dijo que podías hacer ejercicio aquí, maldito idiota?

– ¡Aja! -dejó escapar el joven prisionero mientras se acercaba a la puerta-. Así que, como eres un oficial, te gusta insultar a la gente, ¿no es cierto? Las instrucciones del presidente Mao dicen: «No golpees a los demás y no les insultes». Quiero ver al oficial al mando. Veremos si puedes dirigirte a mí en ese tono.

El guardia, al que llamaban oficial, golpeó las barras de la ventana con la culata del rifle.

– ¡Sujeta tu lengua o hago que el carcelero te abofetee!

El joven prisionero se dio la vuelta y corrió hacia su catre, sujetándose la cabeza con las manos y suplicando cínicamente.

– Oficial, buen amigo. Ya me callo, ¿lo ves? Perdóname, por favor.

– ¡Maldito imbécil de mierda! -se quejó el rostro mientras desaparecía del ventanuco.

Gao Yang escuchó el repiqueteo de las botas alejándose por el pasillo, que parecía interminable. Cuando Gao Yang fue conducido allí en la furgoneta de la policía, le llevaron por el largo pasillo, atravesaron una puerta de acero tras otra, un ventanuco tras otro, detrás de los cuales se asomó un desfile de rostros desencajados. Parecían figuras de papel recortadas, que podía haber derribado con sólo soplarlas.

Luego recordó vagamente cómo dos policías sacaban de la furgoneta al joven con cara de caballo, todavía con la casaca blanca envuelta alrededor de la cabeza. A continuación, si no recordaba mal, llegó un enfermero y se llevaron al joven en una camilla. Trató de imaginar qué habría sido de él después de aquello, pero esos pensamientos no hacían más que confundirle, así que optó por dejarlo.

Era una celda oscura, con el suelo gris, las paredes grises y los catres grises; hasta los cuencos para la comida eran grises. Los últimos rayos de luz que procedían del sol del atardecer se filtraron a través de la ventana de barrotes, tiñendo algunas partes de la grisácea pared de un tono púrpura rojizo. Lo único que se podía ver a través de la ventana era una torre de perforación, recubierta con una jaula de cristal que resplandecía a la luz del sol. Una bandada de palomas, con las alas teñidas de rojo dorado, pasó por encima de la jaula emitiendo sus lúgubres gritos y haciendo que Gao Yang temblara de miedo. Volaron hasta quedar fuera del alcance de su vista, luego cambiaron de rumbo y regresaron, acompañadas de los mismos gritos.

Un anciano encorvado se acercó al desorientado Gao Yang y le tocó con un dedo tembloroso.

– Un cigarrillo… Un cigarrillo… Nuevo… ¿Tienes un cigarrillos-chilló.

Gao Yang, descalzo y con el torso desnudo, no llevaba más que un par de pantalones cortos anchos y cuando la mano pegajosa y maloliente le tocó, su piel se estremeció. A duras penas consiguió reprimir los gritos. Tras ser rechazado, el anciano se dio la vuelta con enfado y se enroscó en su catre.

– ¿Por qué estás aquí, amigo? -preguntó sin darle importancia una voz que procedía de la espalda de Gao Yang.

Gao Yang no fue capaz de distinguir los rasgos de aquel hombre entre la tenebrosa oscuridad, pero su instinto le dijo que se trataba de un individuo de mediana edad. Estaba sentado sobre el suelo de hormigón y tenía apoyada su enorme cabeza sobre un catre gris.

– Yo… -Gao Yang no tenía ganas de contestar-. No estoy seguro.

– ¿Quieres decir que te han tendido una trampa para incriminarte? -replicó el hombre con hostilidad.

– No, no es eso lo que he querido decir -se defendió Gao Yang.

– ¡No me mientas! -espetó el hombre, mientras le señalaba amenazante con un rechoncho dedo negro-. A mí no me engañas: estás aquí por violación.

– No es cierto -protestó Gao Yang tímidamente-.Tengo esposa e hijos. ¿Cómo iba a hacer algo tan despreciable?

– Entonces estás aquí por haber robado.

– ¡Te equivocas! -replicó Gao Yang con enfado-. ¡En mis cuarenta años no he robado ni un alfiler!

– Entonces… Entonces debes ser un asesino.

– El único asesino que hay aquí eres tú.

– Casi aciertas -replicó el hombre de mediana edad-. Aunque aquel muchacho no llegó a morir. Le partí el cráneo con un palo y dijeron que se le salió el cerebro. ¿Quién diablos ha visto salirse un cerebro del cráneo?

Un agudo silbido recorrió todo el pasillo, cortando de raíz su conversación.

– ¡Hora de comer! -gritó alguien roncamente fuera-. Sacad los cuencos al pasillo.

El anciano que había tocado a Gao Yang extrajo de debajo de la cama dos vasijas grises de esmalte y las empujó a través de una pequeña abertura rectangular que se encontraba en la base de la puerta. La celda se iluminó con una luz intensa, pero sólo durante un breve momento, antes de volver a sumergirse en una tenebrosa oscuridad. Pero fue suficiente para que Gao Yang viera lo alta y estrecha que era la celda: una pequeña bombilla eléctrica, que tenía forma de cabeza de ajo, colgaba del techo -que, naturalmente, estaba pintado de gris- como una tenue estrella solitaria en el inmenso cielo. Resultaba imposible alcanzar un techo tan elevado incluso para un hombre alto que se subiera a los hombros de otro. ¿Por qué razón, se preguntó, han tenido que hacer el techo tan alto? Lo único que se consigue es que resulte muy difícil cambiar la bombilla. Un par de metros al norte de la instalación de la luz se encontraba un pequeño tragaluz cubierto por unas láminas de hojalata. Cuando la luz se encendió, una docena aproximada de moscas enormes comenzó a zumbar alrededor de la sala, poniéndole nervioso. A continuación observó otra nube de moscas pegada a las paredes.

El supuesto asesino, que sin duda era un hombre de mediana edad, cogió un cuenco de esmalte de su catre y limpió algunos restos de alimento de su interior con la mano desnuda, luego lo sujetó por el borde y comenzó a golpearlo con un par de palillos rojos. El prisionero joven y demacrado sacó su cuenco de debajo del catre. Pero, en lugar de golpearlo, lo arrojó sobre el camastro. Luego se estiró y bostezó perezosamente, con lágrimas en los ojos y mucosidad en la nariz.

El otro prisionero dejó de golpear el cuenco para dar una patada al compañero de celda más joven con un gran zapato de cuero que daba la sensación de pesar varios kilos; la piel oscura y el vello rubio asomaban por entre los jirones de sus pantalones. Su patada, que con toda seguridad debió ser muy dolorosa, alcanzó al joven en la espinilla e hizo que emitiera un grito de dolor. Poniéndose de pie, se fue saltando hasta su catre y se tumbó en él para restregarse su pierna dolorida.

– ¿Por qué has hecho eso, asesino? ¿Acaso disfrutas siendo cruel?

El hombre de mediana edad apretó sus fuertes y amarillos dientes y dijo gruñendo:

– Tu viejo seguro que murió cuando era joven, ¿no es así?

– ¡Tu viejo sí que murió joven!

– Es cierto, así fue, ese cerdo hijo de puta -dijo el hombre, para desconcierto de Gao Yang. ¿Cómo puede llamar hijo de puta a su propio padre?-. Pero yo te pregunté si tu viejo murió joven.

– Mi viejo está vivo y coleando -dijo el joven prisionero.

– Entonces, es un mal padre y, además, un hijo de puta. ¿Acaso no te enseñó que es de mala educación estirarse y bostezar delante de los demás?

– ¿Qué tiene eso de malo?

– Trae mala suerte -respondió el hombre de mediana edad en un tono sombrío. A continuación escupió en el suelo, pisó fuertemente tres veces el viscoso escupitajo con el pie izquierdo y luego otras tres veces con el pie derecho.

– Tienes un problema -dijo su joven compañero de celda mientras se frotaba la pierna, y luego añadió entre dientes-: Deberían haberte disparado, maldito asesino.

– A mí no -el hombre de mediana edad dejó escapar una risa extraña-. Los únicos a los que van a disparar son a los que están en el corredor de la muerte.

Después de empujar los dos cuencos de esmalte hacia el pasillo a través del agujero que había en la puerta, el anciano se mojó los labios, como una lagartija que come bolas de grasa. Gao Yang se asustó al ver sus dientes podridos y deformes, así como sus ojos llorosos e infectados.

La quietud del pasillo se vio interrumpida por el sonido de un cacillo golpeando contra un balde de metal. El ruido todavía se encontraba a mucha distancia. El anciano encorvado avanzó arrastrando los pies y se agarró a los barrotes para mirar fuera, pero no tenía la altura suficiente, así que se apartó de la puerta y comenzó a rascarse la cabeza y a contraer las mejillas como si fuera un mono inquieto, A continuación, se dejó caer sobre su vientre para echar una mirada por el agujero que había debajo de la puerta. Lo más probable es que lo único que viera fueran los cuencos, así que se levantó, mojándose todavía los labios. Gao Yang se giró con una mueca de desagrado.

El sonido de los golpes cada vez se oía más próximo y el anciano parpadeó con mayor rapidez. Los demás prisioneros cogieron sus cuencos y se dirigieron hacia la puerta. Sin saber muy bien qué hacer, Gao Yang se sentó desconcertado sobre su catre gris y se quedó mirando al ciempiés que ascendía por la pared de enfrente.

Al sonido del balde que procedía del otro lado de la puerta se le unió la voz del guardia que les había gritado unos momentos antes.

– Cocinero Han, hoy ha entrado un prisionero nuevo, Número Nueve.

El cocinero Han, o quienquiera que fuera, aporreó la puerta.

– Escucha, Número Nueve. Un bollo al vapor y un cacillo de sopa por prisionero.

El cacillo golpeó contra el balde, e inmediatamente después una palangana se deslizó a través del agujero de la puerta, seguida de otra. La primera -gris, con un brillo de porcelana-, estaba llena de cuatro bollos al vapor; la segunda estaba a medio llenar con sopa, de color rojo intenso y con grumos de grasa flotando por encima, junto a unos cuantos pedazos amarillentos de ajo.

El tufillo del ajo enmohecido golpeó de lleno a Gao Yang, produciéndole al instante una sensación de ansiedad y de náusea. Su estómago borboteó como una bañera de burbujas; todavía tenía la sensación de estómago lleno después de las tres botellas de agua fría que se había tomado a mediodía. Sentía espasmos en el vientre y la cabeza le iba a estallar.

Cada uno de los compañeros de celda agarró un bollo al vapor, y dejaron uno, del tamaño de un puño y de color gris, con una piel brillante. Gao Yang sabía que le correspondía, pero no tenía apetito.

El prisionero de mediana edad y su compañero de celda más joven dejaron sus cuencos junto al bol de sopa. El anciano siguió su ejemplo y a continuación miró hacia Gao Yang con sus putrefactos ojos.

– No te apetece comer, ¿eh amigo? -dijo el hombre de mediana edad-. Probablemente todavía no has digerido los deliciosos alimentos que has tomado en el desayuno, ¿verdad?

Gao Yang apretó los dientes para contener la intensa sensación de náusea.

– Tú, viejo sinvergüenza, haz los honores. Y guarda algo para él. -La voz del hombre de mediana edad estaba cargada con un tono de autoridad.

El anciano prisionero cogió un cacillo grasiento y lo sumergió en la sopa, escurriéndolo durante unos instantes. A continuación levantó el cacillo, con cuidado de no derramar nada, y con una destreza v un equilibrio sorprendentes llenó el cuenco del prisionero de mediana edad.

En su rostro asomaba una sonrisa de sumisión. Pero la expresión del hombre de mediana edad no cambió un ápice. La segunda cucharada fue despachada con mayor rapidez, sin la menor destreza o equilibrio, directa al cuenco del prisionero más joven.

– ¡Maldito viejo gamberro! -gritó el joven-. Sólo me has dado caldo aguado.

– Ya tienes mucho -respondió el anciano-. ¿De qué te quejas?

El joven miró a Gao Yang como si buscara un aliado.

– ¿Sabías que este viejo cabrón fue atrapado agitando las cenizas de su familia? Cuando su hijo fue nombrado oficial y tuvo que marcharse a la ciudad, dejó a su vieja esposa en casa como si fuera una especie de mujer abandonada. Y empezó a acostarse con su propia nuera…

Antes de que el joven prisionero pudiera finalizar, su anciano compañero de celda le lanzó el cacillo de aluminio, golpeándole con tanta fuerza que se agarró la cabeza y empezó a gemir, mientras la sopa resbalaba por su rostro. El impacto hizo que se desconchara el cacillo, que el anciano prisionero recogió, manteniéndose todo lo erguido que le permitía su encorvado torso; con el cuello rígido y una mirada venenosa en el rostro.

El joven prisionero, aceptando el reto, agarró su bollo al vapor mirándolo pensativo, y lo arrojó a la cabeza del anciano, que estaba tan calvo como el propio bollo, salvo por unos graciosos mechones que asomaban a lo largo de las sienes. El bollo aterrizó en mitad de su amplia y brillante cabeza. El anciano se tambaleó y cayó de espaldas, sacudiendo la cabeza como si tratara de desprenderse de algo. Después de golpear su cabeza rapada, el bollo gris rebotó una vez en el suelo por delante del prisionero joven, que lo atrapó en el aire y lo levantó para ver si se había dañado.

Todo el episodio hizo que a Gao Yang se le pusieran los pelos de punta, pero sirvió para que se le pasara la náusea. Los sonidos que salían de su vientre también se detuvieron en seco. Entonces, como si se hubiera encendido un interruptor, el agua pareció vaciarse en sus intestinos y de ahí pasar a su vejiga. Ahora necesitaba orinar.

Cuando el anciano prisionero acabó de llenar los cuencos con sopa y con algunos trozos de verdura, quedó un poco en el fondo de la palangana. Miró a Gao Yang y, a continuación, al hombre de mediana edad.

– Déjalo ahí para nuestro amigo -ordenó este último.

– ¿Dónde está tu cuenco? -preguntó el prisionero a Gao Yang.

Con la vejiga a punto de reventar, Gao Yang apenas podía mantenerse erguido, y mucho menos hablar.

El prisionero de mediana edad se inclinó y deslizó un recipiente limpio de debajo del catre de Gao Yang. Era de color gris, con un número «9» impreso en el lateral, contenía un cuenco gris para la comida y un par de palillos rojos, además del contraste blanco de las telarañas y el negro de la suciedad y del hollín.

Gao Yang presionó la espalda con fuerza contra la pared gris para reducir lo máximo posible la presión de su vejiga. Observó que el prisionero de mediana edad era el único que se sentía confiado comiendo delante de él. Los otros dos permanecían cada uno en una esquina, con el rostro mirando hacia la pared, inclinados a la altura de la cintura, con el cuello metido entre los hombros y sujetando con las dos manos los bollos al vapor contra el abdomen, como si éstos tuvieran vida y se pudieran escabullir si no los agarraban bien. El posible asesino devoró la comida, el joven prisionero la masticó lentamente hasta que estuvo bien triturada, mientras que el anciano partió algunos pedazos del bollo con sus temblorosos dedos y los enrolló en bolitas pastosas, que metía en la boca y las acompañaba con un trago de sopa. Sus manos nunca dejaban de sacudirse, como si estuviera excitado, o agitado, o nervioso; y mientras comía, un espeso líquido rezumaba de sus infectados conductos lagrimales, por debajo de unos párpados que ya no tenían pestañas.

El prisionero de mediana edad gruñía entre bocado y bocado. El joven se relamía una y otra vez. Para cuando el prisionero de mediana edad había terminado el último bocado de su bollo, el anciano estaba echando la última bola de masa en su boca y el joven se relamía por última vez. A continuación, se intercambiaron miradas precipitadas, bajaron la cabeza y sorbieron ruidosamente la sopa.

Los sonidos produjeron un acto reflejo en Gao Yang: la presión contra una válvula invisible aumentó con cada sorbo, y el calor de la orina que arrastraba tras de sí parecía estar a punto de salir como un torrente. Sus oídos se llenaron de sonidos de sopa de ajo: los sorbos y el torrente que recorría el interior de sus tímpanos, haciendo presión sobre la pared de su vejiga, hicieron que se hinchara su uretra. Durante un breve instante, escuchó cómo caía un chorrito y sintió resbalar un reguero de líquido caliente por sus muslos.

Después de que sus compañeros de celda hubieran acabado de tomar la sopa, el anciano sujetó el cuenco con sus manos temblorosas y lamió una y otra vez el fondo con su gruesa y amoratada lengua. Luego, sujetando todavía los cuencos, los tres se quedaron mirando boquiabiertos a Gao Yang: su rostro estaba bañado en sudor -podía sentir cómo empapaba sus cejas- y sabía que debía tener aspecto de haberse vuelto loco.

– ¿Te encuentras bien, compañero? -preguntó crudamente el prisionero de mediana edad.

Gao Yang, demasiado ocupado como para poder hablar, concentró hasta el último gramo de energía en una válvula invisible que existía en algún lugar de su mente.

– Hay un médico en la prisión -dijo el hombre.

Gao Yang se dobló y se apretó el vientre, luego se arrastró hasta la puerta, donde fue sacudido por un torrente de orina. Se incorporó apoyándose en las yemas de los dedos de los pies, como si pudiera mantener la válvula en su sitio y, a continuación, golpeó la puerta con el puño, que emitió un ruido estridente.

Se escucharon en el pasillo los pasos del guardia que se acercaba corriendo. Gao Yang tuvo la sensación de que, mientras corría, la culata de un rifle rozaba contra los pantalones del guardia. Siguió golpeando la puerta.

– ¿Qué está pasando ahí? -gritó el guardia a través de los barrotes.

– Tenemos a un enfermo -respondió el hombre de mediana edad.

– ¿Quién es?

– Número Nueve.

– No… no estoy enfermo -Gao Yang miró avergonzado a sus compañeros de celda-. Sólo necesito orinar… No puedo aguantar más.

El prisionero de mediana edad gritó, ahogando intencionadamente las quejas de Gao Yang.

– ¡Abrid, se encuentra a las puertas de la muerte!

El sonido de las llaves, el cerrojo descorrido -clang-, la puerta abierta. El guardia sujetaba el rifle con la mano izquierda y las llaves con la derecha.

– ¿Qué ocurre, Número Nueve?

Gao Yang se inclinó.

– Camarada -dijo-, necesito orinar… Camarada…

El guardia, con el rostro crispado de ira, lanzó una patada a Gao Yang y le obligó a entrar de nuevo en la celda.

– ¡Imbécil! -protestó-. ¿Quién eres tú para llamarme «camarada»?

La puerta se cerró de un golpe.

– No quise llamarte «camarada» -gimió-. Quise decir «oficial». Oficial, oficial, oficial, déjeme salir, no puedo aguantarme más… No me aguanto…

– ¡Ahí tienes un orinal, imbécil! -gritó el guardia desde el otro lado de la puerta-. Úsalo.

Todavía sujetándose el vientre, Gao Yang se dio la vuelta y, para delirio de sus compañeros de celda, revoloteó de un extremo a otro, tratando de encontrar el orinal.

– Tío… Hermano Mayor… Hermano Menor… ¿Dónde está el orinal? ¿Dónde? -dijo llorando mientras miraba debajo de los tres catres y, cada vez que se agachaba, se derramaban algunas gotas de orina.

Sus compañeros de celda miraban y se reían.

– No me aguanto más -gimió-. Os lo digo en serio.

La válvula se abrió, soltando un chorro de orina caliente. Su mente se quedó en blanco mientras sus piernas empezaron a temblar y todos los músculos de su cuerpo se aflojaron. Sintió cómo se le escaldaban las piernas mientras se estremecía su cuerpo, experimentando la mayor sensación de alivio de toda su vida.

La orina le empapó los pies, formando originales dibujos en el suelo.

– Eh, tú, dale el orinal, y date prisa -espetó el prisionero de mediana edad-. Es probable que todavía tenga que echar más.

El prisionero joven corrió hacia la pared y sacó un orinal negro de plástico. Toda la celda se inundó de un terrible hedor.

– Puedes hacerlo aquí, y date prisa -dijo, dando a Gao Yang un empujón.

Gao Yang se sacó su miembro con los dedos temblorosos y apuntó hacia el orinal. Con una terrible sensación de repugnancia por lo que había en su interior, soltó toda la carga, produciendo grandes salpicaduras mientras que el chorro golpeaba el recipiente. Aquello era música para sus oídos. Con una enorme sensación de alivio, cerró los ojos, deseando poder escuchar ese sonido eternamente.

Un manotazo en el cuello le sacó bruscamente de su estado de trance. Había vaciado su vejiga en el orinal y el borde ahora estaba espumoso.

– Vamos, vuelve a dejarlo en su sitio -le ordenó el prisionero de mediana edad.

Gao Yang obedeció la orden, depositando el orinal junto a la pared y cerrando la pequeña puerta de madera que había tras él.

A continuación, con la celda oliendo como una letrina y sus compañeros mirándole ferozmente, hizo un gesto de disculpa con la cabeza y se sentó dócilmente en su catre. Se sentía absolutamente consumido. Las perneras de sus pantalones, empapadas de orina, se le pegaban de manera incómoda a la piel y la lesión en su tobillo cubierto de orina le producía punzadas dolorosas, trayendo a su memoria los recuerdos de todo lo que había pasado a lo largo del día: cuando salió de su casa, cuando vio al conejo de color arcilloso pasar corriendo por el bosque de acacias, deteniéndose y, aparentemente, mirándole a los ojos. Desconcertado, recordó que aquel anciano le había dicho que si lo primero que ves por la mañana es un conejo salvaje estás condenado a tener mala suerte durante todo el día. Más tarde, la policía había venido a por él… Tenía la sensación de que estos agotadores recuerdos habían sucedido hacía años, y no hace tan sólo unas horas, y estaban enterrados bajo varias capas de polvo.

El anciano, relamiéndose los labios y parpadeando, se acercó y le preguntó elevando la voz.

– ¿No quieres comer?

Gao Yang sacudió la cabeza.

Eso es todo lo que el anciano necesitaba saber para caer de rodillas y recoger el último bollo al vapor. Luego se arrastró lentamente hacia la pared, mientras le temblaban los hombros y la cabeza. Ronroneó como un gato que acabara de comerse un ratón.

En cuanto su compañero de celda de mediana edad hizo una señal, el joven prisionero se giró y se abalanzó sobre la espalda del anciano. Había llegado su oportunidad de vengarse por el golpe que le había propinad!) con el cacillo y golpeó la ridicula cabeza rapada del anciano con los dos puños.

– ¿Quieres comer? -gritó encaramado en la espalda del anciano-. ¡Ven aquí, que te voy a dar de comer!

Los dos hombres rodaron por el suelo, golpeándose el uno al otro mientras chillaban y gruñían. Eso hizo que los guardias se acercaran corriendo. Un guardia con la cara cuadrada apareció por la ventana, golpeando ruidosamente la culata de su rifle contra los barrotes.

– ¿Es que estos idiotas se han cansado de vivir? -dijo gruñendo-. ¿Así es como nos pagáis que os demos de comer? Muy bien, si no os separáis ahora mismo, os tendré a pan y agua durante tres días.

Dicho eso, se fue corriendo ruidosamente por el pasillo de regreso a su puesto.

Los dos prisioneros, el anciano y el joven, se miraron como si fueran dos contrincantes en una pelea de gallos -a uno apenas le quedaban plumas, mientras que el otro todavía esperaba que le aparecieran- tratando de intimidarse durante una pausa. Todavía atrapado en el puño del anciano prisionero se encontraba el bollo al vapor, su premio, y la causa de que tuviera una serie de cortes y cardenales en su cabeza rapada.

– Suelta ese bollo, maldito viejo -dijo el prisionero de mediana edad con voz contenida y autoritaria.

El temblor en las manos del anciano se hizo más acusado a medida que apretaba el bollo al vapor contra su ombligo.

– Si no lo haces -dijo el prisionero de mediana edad con voz amenazadora-, esta noche te meto la cabeza en el orinal y te ahogo.

Incluso bajo la luz difuminada de la celda, los ojos del prisionero de mediana edad parecían luminosos.

Los ojos del anciano se llenaron de lágrimas y, puesto que carecía de pestañas que pudieran controlar el flujo, resbalaron libremente por los conductos de sus infectados rabillos. Gao Yang se dio cuenta de ello con total claridad. El anciano prisionero estiró lentamente los brazos hasta que quedaron a veinte centímetros de su cuerpo y, a continuación, abrió las manos. Gao Yang contó siete longevos dedos enterrados en el bollo, que desde hacía tiempo había dejado de tener su forma original. El desconsolado anciano de repente se puso furio so, arrancó un pedazo de bollo y se lo metió en la boca. A continuación, arrojó lo que le quedaba en el charco de orina que Gao Yang fue incapaz de contener.

– ¿Lo quieres? ¡Entonces cógelo! -gritó.

El prisionero de mediana edad apretó los labios y dijo:

– ¿Así es como te gusta, maldito perro mestizo?

Se acercó a él y le agarró por el cuello con el brazo, inmovilizándole.

– O coges ese bollo y te lo comes o te meto la cabeza en el orinal. Elige.

Los ojos del anciano se pusieron en blanco.

– Muy bien, ¿qué piensas hacer? -preguntó el hombre de mediana edad empleando un tono comedido.

– Me lo voy a comer… Me lo voy a comer -contestó el hombre, respirando con dificultad.

El prisionero de mediana edad le soltó y se dirigió a Gao Yang.

– No pareces un tipo que vaya a darme problemas -gruñó-. Espero que así sea. Lo que ahora quiero que hagas es que te bebas a lengüetazos el pis que has dejado en el suelo.

– Venga, vamos a ver quién es capaz de beberse su propia orina -anunció Wang Tai, un estudiante de sexto curso de la escuela elemental de la aldea Gaotong, situada en el municipio Zanja del Árbol, mientras se encontraba en los aseos. Era el verano de 1960 y Wang Tai, cuyo padre era el líder del Equipo de Producción Número 2 de Gaotong, pertenecía a una familia de pobres campesinos.

Era la hora del recreo. En cuanto sonó la campana, los alumnos salieron en tropel de la escuela, fusionándose en un solo cuerpo hasta que alcanzaron la pista de atletismo, donde se dividieron por géneros, de manera que quedaron los chicos al este y las chicas al oeste. Las malas hierbas crecían por toda la pista de atletismo, cuyas canastas de madera para jugar al baloncesto ofrecían una espléndida cosecha de hongos y los aros estaban rojos por el óxido. Un viejo macho cabrío barbudo y de ojos azules, atado a un poste de madera en el borde oriental de la pista, miraba fijamente a la pandilla de niños demacrados, enjutos y desenfrenados.

Los aseos estaban situados en el borde meridional de la pista de atletismo: constaban de dos estructuras al aire libre, donde los aseos de los niños estaban en el este y los de las niñas en el oeste, separados por un muro bajo hecho con trozos de ladrillo. Gao Yang recordó que la pared apenas superaba la altura de su cabeza. Pero Wang Tai, que era el niño de mayor edad de la clase, era tan alto como el muro, así que le bastaba con ponerse de pie sobre unos ladrillos para ver lo que ocurría al otro lado.

Gao Yang evocó la imagen de Wang Tai de pie sobre tres ladrillos para curiosear el lavabo de niñas que había al otro lado de la pared. También recordó el aspecto que tenía el aseo de los chicos: una larga fosa en el centro protegida por una pequeña pared recubierta de ladrillos, donde los niños se situaban de pie alrededor de los cuatro lados orinando al mismo tiempo. El espacio que había alrededor de la abertura de la fosa lo llamaban «el precipicio», y su parte más recóndita estaba pulida por los pies de los niños. Algunas malas hierbas de un color negro impecable y algunos juncos rojos crecían en los extremos del mismo, junto a las verdolagas, con sus pequeñas flores amarillas.

– ¡Eh, escuchadme todos, no meéis ahora! Aguantaos para ver quién es capaz de beberse su propia orina -dijo Wang Tai desde el precipicio.

Como todos los chicos desde primero a quinto curso no podían orinar desde el precipicio, regaban las malas hierbas y las flores que se encontraban en el borde exterior, haciendo que crujieran ruidosamente.

– ¿Quién es el primero? -preguntó Wang Tai-. Vamos, Gao Yang, inténtalo.

Gao Yang y Wang Tai pertenecían al mismo equipo de producción. El padre de Wang Tai era el líder del equipo, mientras que el de Gao Yang era un antiguo terrateniente al que habían obligado a trabajar bajo la supervisión de los campesinos pobres y de clase media baja.

– Muy bien, yo el primero -respondió Gao Yang con alegría.

Un cuarto de siglo después, todavía se acordaba de aquel incidente.

Por entonces, Gao Yang sólo tenía trece años y, aunque su familia nunca tenía suficiente para comer ni para vestir ropas decentes, y se veía obligada a ahorrar y a apretarse el cinturón, al menos podía enviarle a la escuela durante el sexto curso. Su padre fue un terrateniente; su madre, la esposa de un terrateniente. Con un pasado así, ni con todo el talento del mundo se podía impedir que Gao Yang tomara el único camino que había despejado para él: dentro de poco tiempo se iría directo a trabajar al Equipo de Producción Número 2 de Gaotong bajo la supervisión del padre de Wai Tang. Gao Yang estaba completamente seguro de que nunca iba a aprobar el examen de ingreso en la escuela media, aunque sacara las mejores notas en todas las asignaturas, algo que en todo caso sería imposible. Por eso, enseguida se mostró dispuesto cuando Wang Tai le dio la posibilidad de beberse su propia orina. Por entonces, llamar la atención de los demás, por la razón que fuera, era algo que le hacía feliz.

Cuando dijo que la probaría, estaba seguro de poder hacerlo, así que apuntó su firme y pequeño pájaro hacia el cielo y lanzó un chorro de orina amarilla por encima de su cabeza. Acercó rápidamente los labios a la columna acuosa, tomó una buena bocanada y se la tragó. Luego volvió a repetir el proceso.

Wang Tai soltó una carcajada.

– ¿Qué tal sabe? ¿Te ha gustado?

– Se parece al té -mintió.

– ¿Quién más quiere probar? -preguntó Wang Tai-. ¿Quién va ahora?

No hubo voluntarios.

Algunos de los muchachos más pequeños salieron corriendo hacia la pista de atletismo y gritaron.

– ¡Venid aquí, rápido! ¡Los de sexto curso están viendo quién se bebe su propio pis!

Wang Tai se dirigió hacia los demás estudiantes de sexto curso.

– Li Shuanzhu, ve allá y ocúpate de esos mocosos.

Luego dijo bajando la voz:

– Eh, chicos, ¿sabéis cómo mean las niñas? Así.

Wang Tai abrió las piernas, se agachó y soltó un sonido siseante por la boca.

Los estudiantes de sexto soltaron grandes carcajadas.

A continuación, Wang Tai les alineó en el borde occidental del precipicio.

– Ahora veremos quién puede mear más alto -dijo-. Al ganador le doy un premio.

Una docena o más de alumnos formó en línea, con Wang Tai a la cabeza, y lanzó hacia el aire una serie de columnas acuosas: algunas de ellas amarillas y otras blancas, algunas claras y otras turbias. La mayoría de ellas fue a chocar contra la pared que dividía los aseos de los niños y de las niñas, pero al menos dos de ellas aterrizaron en el otro lado. Con diferencia, el torrente más turbulento pertenecía al propio Wang Tai. Gao Yang estaba completamente seguro de ello.

Del lavabo de las niñas salió un chillido agudo, seguido por una serie de improperios.

Gao Yang no se lo podía creer cuando Wang Tai le echó la culpa de todo.

El director llevó a rastras a Gao Yang hasta su despacho y le golpeó delante de los profesores.

– Los hijos de los héroes son sólidos como ladrillos, los hijos de los reaccionarios son todos unos gilipollas -anunció, antes de dirigirse a uno de los profesores más jóvenes-: Liu Yaohua, ve a la aldea Gaotong y di a los padres de Wang Tai y de Gao Yang que quiero verles.

Gao Yang se echó a llorar, temiendo que su padre volviera a sufrir de nuevo, y todo por culpa suya.

El prisionero anciano recogió el bollo del charco de orina de Gao Yang y lo apretó con las dos manos, emitiendo un sonido burbujeante mientras la pegajosa orina se derramaba a través de sus mugrientos y nudosos dedos. Después de haberlo escurrido para que se secara, se frotó las manos en los pantalones, arrancó un pedazo y se lo introdujo en la boca.

– Lo ves, compañero, se lo está comiendo. Ahora, adelante, a beber. Es tu propia orina, así que no puede hacerte daño -dijo con una sonrisa el prisionero de mediana edad, en voz tan baja que los guardas no podían escucharle.

Gao Yang lanzó una mirada de odio al supuesto asesino, sintiéndose por primera vez en su vida moralmente superior a alguien. ¡Asesino! ¡Ladrón! ¡Viejo cabrón incestuoso! Cuando los campesinos pobres y de clase media y baja me hicieron beber mi propia orina, lo hice. Y cuando los Guardianes Rojos me obligaron a bebería, lo hice. ¿Pero un delincuente común como tú?

– No pienso hacerlo -anunció desafiante.

– ¿Estás seguro? -preguntó el prisionero de mediana edad con una risa sutil.

– Completamente -replicó Gao Yang mientras miraba al anciano, que estaba engullendo el bollo empapado en orina, y sintió cómo una oleada de náuseas ascendía por su garganta.

– Será mejor que hagas lo que dice, por la cuenta que te trae -le apremió el prisionero joven.

– Si los guardias me ordenaran que lo bebiera, no tendría más remedio que hacerlo -respondió Gao Yang-. Pero no he hecho nada para ofenderos a ninguno de vosotros.

– Puede que no -dijo el joven piadosamente-. Pero las reglas son las reglas.

– Vamos, bébetelo -añadió el anciano, aumentando su ira-. Las personas tienen que aprender a comportarse gentilmente con humillación. Mírame a mí, me estoy bebiendo tu orina, ¿lo ves?

– No soy la clase de tirano que crees, amigo mío -dijo el prisionero de mediana edad con voz seria-. Créeme, es por tu propio bien.

Empezando a vacilar, Gao Yang se sintió verdaderamente conmovido por la aparente sinceridad de aquel hombre.

– Adelante, Hermano Pequeño. Bébetelo -gritó el anciano, con la garganta llena de pedazos de bollo al vapor.

– Haz lo que te dice, Hermano Mayor -le apremió el joven compañero de celda con los ojos llorosos.

A Gao Yang le empezó a doler la nariz -estaba a punto de llorar- y cuando observó a los tres criminales con los que compartía la celda, se sintió como un hombre a quien sus seres queridos tratan de engatusar para que se tome una dosis de medicina.

– La voy a beber… La voy a beber -dijo tensando la garganta hasta no poder hilar una frase completa.

– Buen chico, eso es lo que quería oír -exclamó el prisionero de mediana edad dándole una palmada amistosa en el hombro.

Gao Yang se puso lentamente de rodillas sobre el suelo de cemento en mitad de su propio charco de orina, que conservaba el intenso hedor del ajo. Mientras cerraba los ojos, por su mente pasaron las imágenes de su padre y de su madre. Su padre llevaba un sombrero cónico para la lluvia hecho jirones, por cuya punta asomaba un mechón de cabello ralo. Estaba encorvado y respiraba con dificultad. Su madre, arrastrando sus pies pequeños y estrechos, empujaba una carreta colina arriba en mitad de la nieve. Gao Yang alisó rápidamente sus febriles labios contra el frío suelo de cemento. El olor del ajo -¡ah, el olor del ajo!-. Bebió un sorbo de orina fría, y otro más, y un tercero… ¡Ah, el olor del ajo!

El hombre de mediana edad le agarró por los hombros y le ayudó a incorporarse.

– Hermano Pequeño -dijo-, ya es suficiente.

Después de que le condujeran hasta su catre, Gao Yang se sentó en el borde como si hubiera entrado en trance, sin decir una sola palabra durante la mitad de tiempo que se tarda en fumar una pipa entera. Un borboteo le subió por la garganta. Otra larga pausa antes de que sus labios se separaran y soltaran repentinamente, entre lágrimas:

– Padre… Madre… Hoy vuestro hijo… se ha bebido su propia orina… otra vez.

Su padre llevaba puesto su raído sombrero cónico para la lluvia y respiraba con dificultad. Entre sus manos sujetaba una vara mientras esperaba de pie en la oficina de la escuela, observando lastimosamente el rostro del casi apoplético director.

– Señor Director, señor, el chico no sabía lo que estaba haciendo…

– ¿Qué quiere decir con que no sabía lo que estaba haciendo? -bramó el director mientras golpeaba sobre la mesa-. ¡Es un pequeño vándalo!

– ¿Un ván… dalo?

– ¡Ha orinado encima de las niñas de su clase! ¿Qué tiene que decir a eso?

– Señor Director… Señor… Llevo muchos años leyendo a los clásicos… Benevolencia, justicia, ritos, conocimiento, confianza… Ningún contacto entre niños y niñas… -Su padre se echó a llorar antes de acabar.

– Olvídese de toda esa sarta de estupideces feudales -gruñó el director.

– No tenía la menor idea de que pudiera hacer algo tan vergonzoso como eso -dijo su padre, que temblaba de los pies a la cabeza, levantando la gruesa vara de sauce entre sus manos-. Voy… voy a matarle… Le voy a golpear hasta la muerte… Me has decepcionado, no vales para nada, pequeño hijo de puta… Como si ya no tuviera suficientes problemas, ahora vas y me haces esto…

El encorvado anciano tocado con su desvencijado sombrero cónico para la lluvia levantó la vara de sauce con ambas manos… Se inclinó hacia atrás apuntando a la cabeza de Gao Yang, pero la vara aterrizó en su hombro…

– ¿Qué cree que está haciendo? -bramó el director-. ¿Dónde se cree que está, cometiendo una locura como ésa?

Arrebató de golpe la vara de las manos del padre y la arrojó a un lado.

– Hemos decidido expulsar a Gao Yang. Lléveselo. Por lo que a mí respecta, una vez que lleguen a su casa, puede golpearle hasta la muerte.

– Señor Director, por favor, no me expulse, por favor, no lo haga… -Gao Yang se sentía muy mal.

– ¿Acaso esperas que tengamos aquí a un gamberro como tú? -El director le miró-. ¡Vamos, vete con tu padre!

– Señor Director… -El padre estaba todavía más encorvado, sujetando de nuevo la vara con las dos manos y respirando con dificultad, mientras las lágrimas resbalaban por su rostro-. Señor Director, se lo suplico… Deje que acabe el bachillerato, por favor.

– ¡Cierre el pico! -ordenó el director-. ¿Está ahí el Líder del Equipo Wang?

Gao Yang observó entrar al padre de Wang Tai, Wang Seis Ruedas. El Líder del Equipo Seis Ruedas más tarde sería su superior durante veinte años. Durante dos décadas Gao Yang sirvió como uno de sus subordinados del municipio. Era un hombre alto y fornido que iba descalzo y con el torso desnudo. Tenía la piel bronceada y mostraba un aspecto sano. Como se negaba a ponerse un cinturón, siempre se ataba sus holgados pantalones blancos a la altura de la cintura, con la guadaña metida en la pretina. Gao Yang lo llamaba el Maestro Seis.

– Director -dijo Seis Ruedas con su voz arenosa-. ¿Para qué me ha llamado?

– Líder del Equipo Wang -dijo el director-, no se ponga furioso, pero su hijo, Wang Tai, ha orinado encima de algunas de las niñas de su clase… Hacer una cosa así, en fin, no es una buena idea. Los cabezas de familia comparten la responsabilidad de la educación de sus hijos con las personas que trabajamos en las escuelas.

– ¿Dónde está ese pequeño gilipollas? -refunfuñó Seis Ruedas Wang.

El director hizo una señal a uno de los profesores, que arrastró a Wang Tai hasta el interior de la oficina.

– Tú, pequeño idiota -dijo Seis Ruedas a su hijo-, ¿has orinado encima de las niñas de tu clase? ¿Ahí es donde se supone que debes orinar?

Wang Tai se quedó callado, con la cabeza agachada, mientras se tocaba las puntas de los dedos.

– ¿Quién te dijo que hicieras una cosa así? -preguntó Seis Ruedas.

Wang Tai señaló a Gao Yang.

– El -dijo sin dudarlo un instante.

Gao Yang estaba conmocionado. La cabeza le daba vueltas.

– No se conformaba con hacer una cosa tan terrible por sí solo -dijo el director al padre de Gao Yang-. Tenía que arrastrar con él al hijo de un campesino pobre y de clase media baja a un asunto tan vergonzoso. Una cosa así no sucede por accidente.

– Mi familia está maldita… Mi familia está maldita… Produce escoria como ésta… Escoria -dijo agitado el padre.

– Siempre has sido un mal muchacho -dijo Seis Ruedas a Gao Yang-. Un día de estos tu malvada naturaleza te va a llevar a la muerte.

A continuación, se volvió hacia el padre de Gao Yang.

– ¿Cómo puede ser el padre de una mala semilla como ésta? -preguntó-. Conteste.

El padre cogió la vara y golpeó a Gao Yang en toda la cabeza… Un par de gritos lastimeros… Gao Yang trató de recordar si había llorado. Debían haber pasado veinte años y no tenía la menor idea de si había llorado o no. Recordaba que deseaba haber gritado:

– ¡Padre, lo único que hice fue beberme mi propia orina!

– Anímate, Hermano Pequeño -consoló el prisionero de mediana edad a Gao Yang-. Ahora que has pasado la prueba, todo te va a ir bien. Te has comportado como un hombre. Sabes cuándo no debes ceder terreno y cuándo debes rendirte. Lo mejor para ti todavía está por llegar. Una vez que salgas de aquí, nunca más volverás.

Para tragar las migas de su bollo empapado en orina, el anciano prisionero bebió lo que quedaba en el cuenco de sopa, metiendo la mano en él para coger un pedazo amarillo de ajo que se había quedado pegado en el fondo, y se lo metió en la boca. Por último, lamió los lados espumosos^ aceitosos del cuenco -slurp slurp- como si fuera un perro.

Volvió a sonar el silbato, larga y ruidosamente, seguido de una voz metálica.

– ¡Atención todas las celdas! ¡Luces apagadas! Normas para la noche. Primera: no se puede hablar ni susurrar. Segunda: no se pueden cambiar las camas. Tercera: no se puede dormir desnudo.

La luz amarilla se apagó repentinamente, dejando la celda en la más completa oscuridad. En el silencio que siguió, Gao Yang escuchó respirar a sus tres compañeros de celda y vio seis ojos centellear en la oscuridad como si fueran luminosos. Con las energías agotadas, se sentó sobre la manta gris y cerró los ojos, que soltaron dos lágrimas sin sentido. Suspiró, tan suavemente que nadie pudo escucharle y a través de los espacios que había entre los barrotes, contempló la silueta borrosa de la torre de perforación que se elevaba hacia el cielo, mientras la luna creciente de color amarillo pálido estaba suspendida sobre su punta, mostrando un aspecto dulce y apacible.

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